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ArribaAbajo Veinte años de influencia

Registrada la resonancia directa del libro estudiado, resta una tarea mucho más compleja y abrumadora. Es la de marcar la «trascendencia», la prolongación de sus «significados» en un revuelto medio siglo de vida americana. Incluye la indagación de los efectos y el impacto de sus temas, de sus soluciones y su espíritu sobre personas, instituciones y sucesos. Exigiría también un historiador medianamente pulcro de los cambios fácticos e intelectuales de ese tiempo y el análisis de cómo esos cambios refractan o distorsionan la posturas arielinas: van archivando o transformando unas y vigorizando y actualizando otras.

Las ideas de Ariel se lanzaron -objetivación del espíritu- a vivir una vida propia y autónoma en manos de las gentes, a sufrir toda suerte de cambios y trasmutaciones. Lo veremos en esa segunda etapa que comprende los años interbélicos (1920-1940), pero entonces el fenómeno no fue nuevo. Desde antes el prestigio de las soluciones rodonianas coadyuvó a la definición de actitudes que a veces las contenían parcialmente y otras las desvirtuaban, por esa suerte de falsificación que toman los rótulos y las consignas insuflándoles un nuevo y hasta hostil sentido.

Puede fijarse una primera etapa de la influencia arielina entre 1900 y la muerte de Rodó y el final de la primera guerra mundial. En verdad, la aparición de Motivos de Proteo, en 1909, impone un preliminar trabajo de deslinde entre la influencia directa del «proteísmo» y la general de Rodó, centrada casi exclusivamente en Ariel hasta esos años. Pero aun hecha la resta, cabe seguir llamando comprensivamente «arielismo» a casi todo lo actuante del pensamiento rodoniano.

El estallido de la primera guerra europea marcó, tanto como una progresiva transformación de la intimidad del escritor, una cierta modificación en la marca de su influencia, al particularizarla sobre sugestiones de filiación espiritual internacional y en la defensa de la tradición franco-latina. También varió sensiblemente, como veremos, la actitud hispanoamericana hacia lo yanqui.

Entre los primeros años del siglo y esa Guerra Mundial, la exaltación de lo juvenil y la apelación a sus energías, la actitud recelosa ante los Estados Unidos, el encarecimiento de la tradición, la afirmación de una insoluble oposición racial, la preocupación hispanoamericana y la sugestión idealista fueron, sin duda, las partes del mensaje de Rodó que recibieron una audiencia más plena y entusiasta.

Hombres maduros322 y estudiantes [se] adhirieron líricamente a esa concepción que hacía de la juventud la providencial portadora de la esperanza, la energía creadora, la ilusión vencedora de la realidad, el desinterés heroico. Los estudiantes asumieron corporativamente la difusión y el prestigio de esta apología, en la que no podían menos que sentirse, normativa y halagadoramente, retratados. Rodó dedicó su Ariel a la juventud de América, el libro halló en la juventud enrolamiento y eco. Desde el año 1900 se destacó este impacto específico de la obra sobre la clase estudiantil323. Fue en 1910 el tema concreto de una proyectada monografía324 y se reiteró en ocasión de su muerte325, circunstancia en que declaró un representante universitario que su optimismo había levantado a la juventud paraguaya326.

Toda la mocedad con vocación por los valores ideales -mocedad estudiantil, porque Rodó, por la índole de su prédica y por la situación de la época se dirigió concretamente a ella- resonó dócilmente ante aquella invocación que, para buscar mejor su audiencia, era un discurso universitario de fin de curso. Crispo Acosta destacó que Rodó había vivido en contacto con esa juventud desde 1898327; Emir Rodríguez Monegal subraya, en cambio, el carácter extrauniversitario de su formación328.

Las publicaciones y centros de estudiantes que recurrían al título arielino como una definición y una bandera se multiplicaron por todo el continente. Pero fueron sin duda los congresos estudiantiles, reunidos en Hispanoamérica entre 1908 y 1920, la más patente exhibición de esa influencia. El de Montevideo, realizado entre los días 22 de enero y 2 de febrero de 1908, el de Buenos Aires de 1910 (mientras se realizaba otro en Méjico y un tercero en los países de la Gran Colombia), el de Lima de 1913, se convocaron bajo el signo común del arielismo, como lo muestran sus resoluciones y otros documentos anexos. En la invitación al Congreso de 1908, dirigida por la Asociación de Estudiantes de Montevideo a sus iguales de América, se prometía:

Iremos al Congreso y se oirá entonces la palabra de los recién venidos, de los que llegan a la vida moderna con los oídos aún palpitantes con la grata música de los mitos añejos, aprendidos serenamente en una tarde de la Grecia prestigiosa y lejana, y con los ojos alucinados por la luz de las nuevas verdades, de esas que nacieron en una calle de la vieja Lutecia, en un día de ensoñaciones y de embriagueces329.



Y en el discurso de clausura sostenía F. A. Schinca que «vivimos en una hora de absorbentes utilitarismos, de afanes materiales, y de sombríos descreimientos; los viejos ensueños se derrumban...»330.

La concepción selectiva y en verdad aristocrática de la democracia, trasfondo de un apoliticismo reiterado, el individualismo antiestatista, el idealismo de preocupación política o cultural, el orgullo racial latino, definen un estilo ideológico que contrasta curiosamente con el de los congresos similares posteriores a 1920. Otras posiciones: la misión de la juventud, el fervor de la unidad iberoamericana, la hostilidad hacia los Estados Unidos, fueron comunes a las dos etapas. Pero las razones que operaban tras de ellas también variaron sustancialmente.

Rodó habló en el banquete celebrado en el Ateneo el 10 de febrero de 1908, al clausurarse las sesiones de las reuniones de Montevideo. Abel J. Pérez, fervoroso rodoniano, ha escrito una página que trasunta bien el tono y el clima de esos acontecimientos:

La atmósfera caldeada estaba saturada de entusiasmos, flotaban ideas generosas en el aire, notas sonoras de elocuencia juvenil poblaban de armonías aquella sala, una emoción colectiva reunía en haz aquellas inteligencias y aquellos corazones. Se pidió que hablara Rodó. Y Rodó habló con esa frase siempre galana cuyo secreto monopoliza, con esa amplitud de pensamiento que necesita para volar el ambiente de las cumbres, con esa entonación sincera en que se adivina un alma enamorada del ideal. Influenciado por aquella asamblea americana, condensó en su discurso todas aquellas ideas que nos envolvían en un nimbo de luz, y evocó la vieja visión de Bolívar, reuniendo con las alas de su pensamiento, aquella confederación de naciones por un alto y nobilísimo lazo, en la obra de la civilización de un continente, llamado a los más altos destinos...331



Al clausurarse el congreso de Buenos Aires de 1910 le escribió a Rodó, le envía «especiales saludos», «trasmitiéndole la honda satisfacción patriótica, con que hemos oído aplaudir su nombre entusiastamente por toda la juventud de América»332. En Lima y en 1913 le nombró también Ricardo Palma entre el aplauso reconocido de todos333.

Estos congresos de estudiantes despertaron la esperanza, ya un poco empañada, de Rodó, refirmando su paternal vínculo con una clase que parecía destinada a realizar el postulado arielista. Nunca faltó su palabra corroborativa de aliento a toda manifestación e iniciativa juveniles. El 7 de marzo de 1916 le pedía a los estudiantes de San José que

...así se reencarne Ariel en cada generación que llegue a la vida, manteniendo por siempre la continuidad de una aspiración ideal sobre los intereses y las pasiones que se lleva la corriente del tiempo334.



Ideas y tenor semejante se repitieron en gran número de ocasiones.

Pero no sólo a través de congresos y declaraciones se testimonia en esos años la influencia ariélica. Su correspondencia incluye muchas misivas -ingenuas o pretenciosas- de estudiantes que solicitaban el libro. No eran raras cartas como ésta, fechada en México el 30 de octubre de 1912:

Señor, soy estudiante de la Universidad Nacional de México; mi profesor de literatura, el señor licenciado Balbino Dávalos, y mi tutor, el señor ingeniero Agustín Aragón, me han recomendado las obras de usted, como obras indispensables para todo amante de la Literatura. Fdo.: Arturo Martínez335



En los últimos diez años de Rodó las manifestaciones de admiración de distintos núcleos estudiantiles de América se multiplicaron, asumiendo algunas tan alto significado como la declaración de los estudiantes venezolanos, que tuvo intención antidictatorial y despertó el recelo nacionalista de [espacio en blanco en el original]336. Y antes de la partida de Rodó a Europa, en una evasión dolorida, estas manifestaciones se redoblaron337.

A su muerte fueron los estudiantes los que le sintieron con más sinceros, si no más justos acentos. Carlos Quijano escribió: «Maestro: todas las rosas de nuestro jardín son tuyas. Toda la gloria en oro de nuestros espíritus triunfales es tuya, tuya...»338.

Puede calificarse el congreso de estudiantes de México, de 1920, de última gran expresión del espíritu arielista estudiantil. En páginas ocasionales Pedro Henríquez Ureña ha señalado los rasgos de esta reunión339: el repudio del positivismo bajo el signo de Platón, la actitud antiyanqui, la afirmación espiritual, las ideas de regeneración social, que ya anuncian el acento de reuniones posteriores. Termina rubricativamente Pedro Henríquez Ureña: «Rodó no había predicado en desierto»340.

Los organizadores y promotores de estos congresos, por lo general jóvenes destacados en sus respectivos países, constituyen un primer y temporario grupo arielista. Es ello visible sobre todo en el brillante elenco peruano de José de la Riva Agüero, José Gálvez, Luis Antonio Eguiguren, José Pedro Segundo, Juan Antonio Buero y Francisco Alberto Schinca. Es menos notorio en Justino Jiménez de Aréchaga, en Baltasar Brum, en Eduardo Blanco Acevedo, en Rodolfo Mezzera.

Pero entre ellos, y en este breve registro del arielismo estudiantil, no puede faltar la mención de Héctor Miranda, el uruguayo, al que una temprana muerte inmovilizó para siempre en lírica actitud de líder arielista, promotor del Congreso de Montevideo, portavoz elocuente de la juventud en todos ellos. El libro de Miranda Elogio de los Héroes341, que contiene sus discursos estudiantiles y otros trabajos, es una magnífica muestra del tono arielista. Es una sensibilidad, un pensamiento y una temática, pero es sobre todo un lenguaje. La constante repetición de las palabras «futuro», «juventud», «esperanza», «Grecia», «América», «latinidad», «optimismo», «desinterés», «paz» y «amor», dan a sus páginas un intenso sabor a época, una alta calidad testimonial.

Contemplada en su debida perspectiva, debe verse en la ideología arielista la doctrina en la que el estudiante reencontró -después de años de inoperancia y pasividad- esa intervención protagónica en nuestros grandes movimientos históricos que ha destacado Germán Arciniegas.

Resultan inseparables para este capítulo de resonancias la actitud hispanoamericana defensiva, la crítica de los Estados Unidos y su expansión en el continente y la afirmación orgullosa y esperanzada de una personalidad racial diferente y valiosa. Las tres posiciones se dieron muy conexas y a menudo son difíciles de aislar.

Entre 1900 y 1920 los Estados Unidos cumplieron lo más sustancial de esa tarea hegemónica que ya había anunciado su política internacional del siglo XIX. En el primer lustro del XX se acentuaron las presiones que buscaban en Centroamérica un canal de valor a la vez comercial y militar, siguiendo las prestigiosas ideas estratégicas del almirante Mahan. El tratado Hay-Pauncefote, que continuaba estos esfuerzos en Nicaragua, se firmó en 1901, y en 1903 prodújose la violenta segregación de Panamá tras el tratado de Hay-Herrán, rechazado por el senado de Colombia. Tanto como el hecho en sí, conmovieron las brutales declaraciones de Teodoro Roosevelt, tan recordadas: «I took the big Stick». Abrieron llagas difícilmente cerrables en el orgullo hispanoamericano. En los primeros años del siglo toma cuerpo la doctrina intervencionista o «platismo», como se le llamó, basada en la incapacidad de nuestros pueblos para una vida pacífica y ordenada, o en la de los gobiernos para tutelar eficazmente la vida y el trabajo de los extranjeros. Esta idea, que Roosevelt desarrollaba en su mensaje del 6 de diciembre de 1904, inició la etapa del «protectorado» que Carlos Pereyra ha esbozado342. La «diplomacia del dólar», apoyada en Wall Street, inició una desenfrenada trayectoria y fue estimulada y dirigida por hombres tan competentes como Root, Taft y Knox. Entre 1909 y 1913 se renueva el episodio panameño, esta vez en Nicaragua, elegida para el nuevo canal. El gobierno liberal de José Santos Zelaya fue derribado por revolución de inspiración foránea. Madrid, Díaz y Estrada protagonizaron una anarquía que terminó en la intervención norteamericana y en el tratado Bryan-Chamorro, de 1914, que otorgó a los Estados Unidos derechos exclusivos a la construcción del canal, islas, bases y facultades de ingerencia. Se sucedieron otras intervenciones: de 1904 a 1924 en la República Dominicana y en Haití en 1916. De 1914 a 1917 los Estados Unidos se envolvieron en el caso que siguió a la muerte de Madero, apoyando los intereses de Venustiano Carranza. Veracruz fue bombardeada, mientras afirmaba Wilson: «I was going to teach the South American republics to elect good men». En 1917 adquirieron los Estados Unidos las Islas Vírgenes, de manos de Dinamarca. La segunda, tercera y cuarta conferencias panamericanas, realizadas en esta época (1901: Méjico; 1906: Río de Janeiro; 1910: Buenos Aires), no contribuyeron, por cierto, a disipar recelos. La primera presenció significativos homenajes de las naciones hispanoamericanas a la España recién derrotada.

Entre tanto se robusteció la influencia económica norteamericana. Las inversiones (directas y valores cotizables) de los Estados Unidos en América Latina, que ascendían a 308 millones en 1897, subieron a 1648 en 1914 y a 2406 en 1919, significando cerca de la mitad del total mundial343.

Todo este proceso suscitó una actitud de la que hay que decir, ante todo, que le faltó una visión clara del fenómeno imperialista. Con la excepción de Zumeta, casi nadie vio en esta etapa las fuerzas económicas. En el prólogo a América, de Abel J. Pérez, se refería con aprobación el análisis del autor que consideraba imperialismo al expansionismo militar europeo. Sostuvo también Rodó que el imperialismo, «siendo odioso en todas partes», «en la América nuestra es, además, ridículo, prematuro e impotente»344.

La tónica la dio, en realidad, una actitud crítica y precavida, que importaba a la vez una resistencia a la absorción política y territorial del norte y una proclamación de valores antitéticos de civilización y cultura. Juntábanse, por lo general, a un leal reconocimiento de aquellas calidades nacionales que hacían innegablemente victoriosa la forma de vida estadounidense, siempre que él no importara ni una entrega resignada, ni una postura mimética, ni una renuncia a esos factores diferenciales que constituían el núcleo valioso de nuestra personalidad continental. Una solución «a la japonesa», de adaptación de formas sin enajenación de alma, pareció a muchos la posición recta y realista345.

Ariel les proporcionó una base de exposición y reflexión indiscutida. Por lo que Emilio Frugoni señala con razón la trascendencia del libro en el movimiento antiimperialista hispanoamericano346. Casi todos los escritores y las clases dirigentes de nuestros países participaron en grado diverso de estas opiniones. Francisco García Calderón las expresó así:

Si se limitaran los Estados Unidos a evitar guerras, a transformar el continente con la acción expansiva de sus bancos y la audacia frenética de sus aventureros, sería civilizadora su influencia. Pero ¿cómo exigir de un pueblo dominado por activas plutocracias esa alta función jurídica? La ambición conquistadora se sustituye a la fraternal vigilancia, y los congresos de las dos Américas recordarán pronto a esas asambleas sajonas donde las colonias discuten con la metrópoli los grandes intereses del imperio347.



También esta actitud espiritual se dio agudamente en Rubén Darío, con esa variación pendular que va desde la alarma antiyanqui del prólogo de Cantos de Vida y Esperanza y del Apóstrofe «A Roosevelt» hasta los versos de la «Salutación al Águila», cuando «panamericanizó sin fe»348 en la conferencia de Río de 1906 y en los que elogió «la constancia, el vigor, el carácter»349 norteamericanos. «A Roosevelt» es una intuición profunda de nuestra personalidad continental, formada, para Darío, por una doble raíz india e hispánica, por una religión y lenguaje distintos y por calidades de comunión telúrica y sacros auxilios.

Sólo por el Apóstrofe bastaría Rubén para ser algo más que «el cervera oropelesco y auditivo», como le calificó Luis Alberto Sánchez350.

Su llegada a Méjico, en los días finales del porfirismo, fue motivo de algaradas populares y el Archivo, publicado por Ghiraldo, nos muestra, en su correspondencia con Zelaya, un profundo y apasionado interés por la suerte de su país amenazado.

También toda una literatura histórica y panfletaria surgió en estos años. No debe omitirse entre ella la amplia producción de Carlos Pereyra y el libro de Eduardo Prado, el brasileño autor de La ilusión americana, anterior al siglo, pero difundido después de 1900.

Manuel Ugarte, argentino, escritor y apóstol de la causa antiyanqui, fue el representante más característico y fiel del antiimperialismo anterior a 1920. También en él se dio la unión del tema con el hispanismo y el racismo latino. A rasgos generales, debe definirse a su antiimperialismo como antiimperialismo político. Creyó -o lo dijo, por lo menos- que los Estados eran una gran nación, pero consideró peligrosa y hegemónica su influencia. Anotó aspectos desfavorables de la vida norteamericana: rudeza, desigualdad, codicia, expansionismo voraz. Sostuvo, entre el Norte y nosotros, la diferencia de origen, la oposición de razas, de valores éticos, de educación y de costumbres. Sus postulados de una personalidad hispanoamericana fueron racionalistas y liberales; justicia, bien, verdad, deísmo, fe en la juventud y paz. Su pensamiento, que García Calderón calificó de «lamartiniano»351, no es profundo, pero ejerció una honda influencia y su paso oratorio por las capitales hispanoamericanas fue frecuente motivo de demostraciones antiyanquis. Vasconcelos, en Ulises Criollo, ha registrado uno de estos episodios352.

Rufino Blanco Fombona también puso en la causa antiyanqui el sello de su apasionado temperamento, tan lejano de la común mesura de su tiempo. En un folleto de 1902, publicado en Amsterdam, «La Americanisación [sic] del mundo»353, comentaba con alarma las ideas de Stead y otros pensamientos concordes, sosteniendo la necesidad de un doble juego de apoyo y una función de contrapesos entre Europa y el monroísmo norteamericano. Negaba que los estadounidenses quisieran influir en nuestra América, no por ello reconocía menos esta influencia. Todo el resto de su obra, sin embargo, desarrolla la tesis del antiyanquismo ortodoxo.

En el admirable Camino de Perfección otro arielista, Manuel Díaz Rodríguez, expresaba así su aristocrático y estético desprecio:

En medio del progresivo y universal yankizarse de la tierra, cuando hombres y pueblos han hecho del oro el único fin de la vida, cuando la literatura se reduce cada día más á rápida nota de viaje, á fugaz noticia de periódico, á producción de tantos o cuantos volúmenes por año -todo baratija de mercader-; cuando el escritor no piensa ya en el oro ingenuo de su espíritu, sino en el que pueda entrarle cada mes en la bolsa; cuando el sabio, el artista y el héroe proceden como ese escritor, es bueno recordar que sólo el desinterés, el divino desinterés, puede hacer incorruptible y eterna la obra del heroísmo, de la ciencia y del arte...354



Manuel Oliveira Lima, el gran historiador brasileño, fue también uno de los hombres a los que preocupó más la cuestión de las relaciones interamericanas. En su Panamericanismo355 desarrolló ideas muy semejantes a las de Francisco García Calderón, que le expone y aprueba. No temió demasiado a los Estados Unidos, pero desconfió de ellos. Postuló un leal afianzamiento de lazos entre las Américas hispana y portuguesa y la estrecha vinculación con Europa. Sostuvo que las tendencias a la centralización eran las que vigorizaban y hacían agresiva la doctrina de Monroe. Su gran remedio es la palabra final de todos estos «americanistas y solidaristas»: unión, unión cabal de Latinoamérica.

No debe creerse, sin embargo, en una incontrastable unanimidad de la posición antiyanqui. En la resonancia directa de Ariel y en el análisis de los arielistas vimos que no fue esta la realidad, y otros testimonios podrían agregarse356.

Dijo Vasconcelos, muchos años más tarde, que dominaba hacia «el dogma sajonizante»357. Sin ser creyentes dogmáticos, en distintas circunstancias Carlos Reyles y Leopoldo Lugones mostraron su desacuerdo con sus compañeros de generación. El primero con su elogio del imperialismo contra el idealismo latino, en La Muerte del Cisne; el autor de los Romances del Río Seco, en su fundamentado rechazo de la campaña de Ingenieros358.

La afirmación de una personalidad diferencial varió siempre en estos años, y con gran amplitud, del latinismo al hispanismo y de éstos al ibero, hispano o latinoamericanismo. Todos los ingredientes de la tradición mediterránea y de su versión americana fueron destacados y encomiados.

El robustecimiento de los lazos afectivos e intelectuales con España adquirió gran fuerza a partir de 1900 y tuvo una triunfal demostración en 1909 con el viaje a América de Rafael Altamira, que despertó tantas esperanzas y al que se le dio tanta trascendencia (sin que dejara de despertar protestas, como la de Fernando Ortiz en Cuba359).

Rodó fue mencionado siempre, por los españoles agradecidos, entre aquellos intelectuales que habían restaurado los vínculos entre la vieja nación europea y sus descendientes americanos. Maeztu lo nombró junto a Darío, Larreta, Gálvez, Valenilla Lanz360. Cristóbal de Castro expresó muchas veces esa gratitud. El americanismo hispano, cordial, benévolo, histórico y universitario, escasamente hostil a lo norteamericano, de Rafael Altamira, se desarrolló bajo el signo del arielismo y a Rodó dedicó Altamira uno de sus libros con trabajos de esa índole361.

Del lado americano reinaba una consigna, la de Ugarte: no atacar a España. Otro es ya el enemigo. Se valoró entonces un abolengo histórico y se defendió sobre él una tradición racial que no es, en suma, diferente a los valores ariélicos. En el tono de esos escritores, sinceramente liberales los más, racionalistas y nacionalistas a lo decimonónico, existió poco interés por los aspectos religiosos o imperiales, populares o pasionales de lo hispánico, sin que por ello a través del poeta -siempre Darío- dejara de anunciarse, contra el pesimismo, la buena nueva de «las razas ubérrimas» de «la salutación al optimista», llenas de inéditas potencias, en un mundo revolucionario y trastocador de valores.

También Francia mantuvo en esos años su magisterio y su prestigio. En ellos se produjo la boga del «alcanismo» a que se refirió Unamuno. Destaca Zum Felde que sus posiciones fueron robustecidas y aun restauradas por Ariel; Luis Alberto Sánchez y Haya de la Torre ha señalado, como un tributo a París, la expresión «América Latina», tan usada en esos años362.

El latinismo, en función de oposición a lo yanqui, fue sesgo general de toda la generación. También recurrimos a Francisco García Calderón para condensar la actitud:

La defensa del espíritu latino es un deber primordial. Barrés, ideólogo apasionado, enseña, contra los bárbaros, el culto del yo; ninguna tutela extraña debe turbar la revelación interior. Las repúblicas de ultramar (escribía desde París) que progresan bajo miradas hostiles o indiferentes, deben cultivar su originalidad espiritual frente a las fuerzas enemigas [...] en vez de prestarse a una imposible fusión, los neolatinos deben conservar las tradiciones que les son propias. El desenvolvimiento de las influencias europeas que los enriquecen y perfeccionan, la depuración del mestizaje, la inmigración que constituye centros de resistencia contra toda posibilidad de conquista, son los diversos aspectos de este americanismo latino363.



Todos estos movimientos de oposición y afirmación tienen un centro de imputación común: América; forman los distintos sectores del «americanismo». No es aquí el lugar de desarrollar el americanismo de Rodó, ni su intensa acción predicadora y profética. Sólo se puede señalar ahora que toda una literatura de preocupación americana encontró en su idea de la «grande y única patria» su voz de esperanza y estímulo. Por eso es que Isaac Barrera afirma que es indudable que Rodó impulsó una actitud americanista364.

En cambio, los brotes nacionalistas parecen haber surgido en América al socaire de su influencia. Ha observado Raúl Montero Bustamante, un poco elípticamente, que el despertar patriótico de la Argentina hacia su primer centenario -el del Uruguay en la misma época- se hizo a espaldas de «los maestros»365. Puede verse en correspondencia que lo que a Rodó le interesaba realmente, en esos años eufóricos, era ese conocimiento de América al que estimulaba la gran afluencia de escritores europeos a estos países366, lo que motivó una réplica escéptica de Luis E. Azarola Gil en El Día (27 de setiembre de 1909).

También Ariel fue un libro político, como lo dice Haedo367, y hubo un «arielismo político» que no siempre fue decoro argumental de oligarquías, como lo pretende Sánchez, ni menos de autocracias, que eran hostiles al sentir y a las inclinaciones de Rodó368.

Estimuló, en cambio, Ariel en América cierta concepción girondina de la democracia, cierto templado liberalismo a la británica, respetuoso de los derechos de las minorías, de las selecciones y de la tradición, hostil al llamado jacobinismo, a la intolerancia antirreligiosa o clerical, al dogmatismo providencialista y a los gobiernos multitudinarios.

Este mensaje arielista se encarnó en algunos hombres a los que Rodó profesó indisimulada admiración: en Río Brando, en Sáenz Peña. Valió, en general, como bandera de las clases medias, liberales y cultas, en su hostilidad a las formas dictatoriales autóctonas y a algunos ensayos vaticinistas; debió librar batalla después -batalla perdida- contra las más modernas formas de democracia radical de masas, de tono igualitario y dogmático. Pero este contraste pertenece en realidad a tiempos posteriores.

La sugestión arielista abunda en los testimonios políticos de este tiempo. Puede rastrearse en el reyismo mejicano, intento transicional entre la autocracia y formas de vida más libres. Inspiró, más directamente, una cortés correspondencia entre Rodó y el primer magistrado de Colombia, Carlos E. Restrepo, que buscó aliento en la palabra ariélica, en su lucha contra «el ultramodernismo» y «el jacobinismo»369.

Todos vieron así en Ariel una lección de tolerancia que tenía consecuencias políticas y una vindicación del elemento aristocrático que valió de argumento a clases dirigentes en formación o en defensa. Refirmaba la amplia difusión novecentista de la palabra aristocracia370 esta apología de lo selectivo contra la vulgaridad y el número.

Ariel no fue una fuente de renovación filosófica, pero sí estímulo sugestivo y prestigioso. Dice Zum Felde que Ariel instaló el espiritualismo renaniano y francés en el auge positivista371, pero esto parece difícil, entendida la operación en un sentido severamente especulativo. Fue más bien la función de Ariel darle a las nuevas orientaciones filosóficas un clima de amplia audiencia y un prestigio literario indiscutido. Como lo vio tempranamente uno de sus críticos, el francés Desdevizes du Desert372, Ariel se vinculó en el tipo de relación señalada con la reacción antipositivista que se cumplió en nuestro continente en el primer quinto de siglo. Poco importó para ello que su difusión en Méjico se realizara bajo el signo comtiano de Porfirio Parra.

El libro coadyuvó, en suma, al proceso que cumplieron Korn y Vaz Ferreira, Farias Brito, Caso y Vasconcelos, y que apoyaron, en su madurez final, Deustua, Varona y Justo Sierra. Su lugar, sin embargo, es otro que el de las obras de Plotino, Platón, Bergson o Boutroux.

No tan visibles, pero rastreables al fin, fueron los efectos de posiciones más localizadas de Ariel. El libro dio prestigio literario a esa línea de larga frecuencia pedagógica que es la lucha contra el especialismo373; a la defensa, en tono personalista, de una vigilada intimidad, no tan amenazada como en nuestros días, contra la intromisión de lo colectivo y lo social; robusteció el prestigio estético del cristianismo, aunque la renovación religiosa haya sido en América, como en Europa, posterior a la primera guerra mundial.

Tampoco fue extraño Ariel, con su apología de lo griego, a una renovación de los estudios clásicos en América, al prestigio de lo helenístico como ideal de vida, a su uso como tema literario. El folleto había redescubierto en América el Camino de Paros y muchos siguieron por él: Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña -también inspirados en Walter Pater-, Pedro César Dominici con la evocación literaria de su Dyonisos, Lugones en su faz helenizante de traductor y comentador de Homero, Enrique Larreta en su inicial Artemisa y Leopoldo Díaz con su múltiple repetición parnasiana.

La guerra europea significó una prueba decisiva para el ideal ariélico. Casi toda la generación rodoniana sintió patéticamente la amenaza de los valores latinos y humanistas portados por Francia en la lucha. Ya Rubén había advertido: «Los bárbaros, Francia, los bárbaros, cara Lutecia...»374. Rodó se adhirió hondamente a la causa aliada375; su actitud fue seguida por la mayoría abrumadora de sus discípulos.

Hacia 1917 y 1919 otra parte del ideario arielista fue sometida a revisión. El «wilsonismo» ocultó una esperanza mundial que impresionó a los mejores americanos. No sabemos con certeza -pero lo suponemos- si Rodó hubiera sido wilsonista de haber vivido en ese tiempo (Sánchez se apresuró a afirmarlo376); otros, de su línea espiritual, exteriorizaron esa adhesión. Francisco García Calderón publicó en París las páginas entusiastas de «El Wilsonismo», en las que resaltó el optimismo idealista del profesor de Princeton y en la democracia norteamericana «la mística del hombre» y la fe en los poderes del espíritu. En un lugar de la obra se preguntaba:

¿Democracia de «primarios», oligarquía de magnates improvisados, república de viejos puritanos, nación imperial, pueblo calibanesco: entre tantas calificaciones, cuál traduce mejor la mente oscura de esta colectividad rica, ingenua, activa, orgullosa? [...] Tantas interrogaciones se planteaban para que las resolviera, como un experimentum crucis, la guerra de Occidente. Hoy conocemos mejor el ser profundo de la nación ciclópea377.



En sentido coincidente, Juan Zorrilla de San Martín escribió las páginas, inéditas hasta estos años, de La Profecía de Ezequiel y Las Américas, donde exaltaba la «causa anglorromana» y alteraba sustancialmente la dualización de «Ariel y Calibán americanos»378.

Fue general la idea de que la guerra hubiera reconciliado a Ariel con los Estados Unidos. Lo expresaron en aquel tiempo Arturo Marasso379, Havelock Ellis380 y Justo Manuel Aguiar381. Más tarde lo hicieron Juan José Remos382, Eduardo de Salterain y Herrera383, José Pereyra Rodríguez384 y Juan Carlos Gómez Haedo385.




ArribaAbajo Los arielistas

La resonancia magistral de Ariel obró profusamente en todo el ámbito americano. Políticos, escritores, dirigentes estudiantiles, fueron alcanzados por ella.

Pero esa influencia se ejerció mejor y más concretamente, coadyuvando a la definición de un grupo generacional, del que existió conciencia muy temprana. En el prólogo a la edición mexicana de Reyes, en 1908, se habló ya de «arielistas», y el término y la idea se difundieron hasta el punto de que la existencia de esa filial cohorte no se discutió en vida de Rodó. Pero ha sido, sin duda, Luis Alberto Sánchez el que, como instrumento de su inquina antirodoniana, ha vulgarizado el concepto, oscureciéndolo al mismo tiempo hasta lo insoluble. Porque, como veremos en su debido lugar, Sánchez usa como sinónimos «novecentismo» y «arielismo», aunque tampoco sea, característicamente, fiel a esta superposición. Haciendo esto, dióle al grupo arielista un amplitud inusitada, según el basto concepto romántico -ya muy superado por la historiología de la generación- de una especie de fatalismo biológico de la contemporaneidad (refutado definitivamente por Pinder, con su concepto de «la no-coetaneidad de lo contemporáneo»). Tal procedimiento escamotea las tensiones intergeneracionales y da a la propia generación una extensión desmesurada en el tiempo.

Parece elemental sostener -y aun adivinar- que no todos los contemporáneos e inmediatos secuentes de Rodó fueron «arielistas», y que tampoco lo fueron aquellos que siguieron la temática político-cultural americanista de Rodó, o los que simplemente meditaron -o vociferaron- sobre la influencia norteamericana y sus peligros. Estrechando aún más el cerco del concepto, pensamos que tampoco cabe denominar «arielistas» a todos los que caen bajo un amplísimo denominador general de actitudes intelectuales que pertenecen al repertorio ideológico finisecular, y que muchas veces fueron recibidas a gran distancia de la directa sombra magistral del pensador uruguayo.

Una breve y ocasional identidad de posturas, más coincidente que imitativa, no basta - aunque lo crea Sánchez- para portar el rótulo de «arielista».

Proponemos, en suma, reservar tal término para aquellos que reiteran en su obra más de un rasgo de ese «arielismo» y que a la vez estuvieron pública o privadamente ligados a Rodó por una relación admirativa o fraternal, portadora de una influencia visible.

Algunos nombres sobreviven, sin duda, a este expurgo. Son los de Francisco García Calderón, Carlos Arturo Torres, Rufino Blanco Fombona, Manuel Díaz Rodríguez, Baldomero Sanín Cano, Jesús Castellanos, Max Henríquez Ureña, Pedro Emilio Coll, Pedro César Dominici, Víctor Belaúnde, Joaquín García Monje, Federico García Godoy y Alejandro Andrade Coello. No nos parece que quepa llamar, como lo hace Sánchez, arielista a Gonzalo Zaldumbide, tan reticente ante Rodó, y tan desenraizado; ni a Laureano Vallenilla Lanz, teórico de la dictadura criolla con su Cesarismo Democrático, aparecido en Caracas al año siguiente de la muerte de Rodó; ni a Ricardo Rojas, místico del nacionalismo indianista; ni a Antonio Caso y Alejandro Korn, filósofos de la reacción antipositivista o de sus desarrollos superadores, pero en fuentes mucho más ricas y diversas que las manejadas por Rodó; ni al grupo de los sociólogos positivistas venezolanos, Gil Fortoul y Arcaya; ni a Manuel Ugarte, a pesar de su antiyanquismo estentóreo, gratuito y calumnioso, enemigo del autor de Ariel, hasta decir que «el señor Rodó viene mariposeando desde hace muchos años en folletos minuciosos que coinciden con los cambios presidenciales»386.

Tampoco llenan el mínimo arielista Manuel Domínguez, el paraguayo, «profesor de idealismo» según García Calderón, historiógrafo de la Conquista, determinista y antirreligioso, nacionalista exaltado y escritor de frase breve y desagarrada. Ni José Ingenieros, positivista y sociólogo, ni Carlos Octavio Bunge, de preocupaciones y orientación parecidas. Ni Alejandro Álvarez, Oliveira Lima o Carlos Pereyra, historiadores o internacionalistas.

Caso más complejo es el de José Vasconcelos. El autor de La Raza Cósmica participa ejemplarmente de algunos rasgos del arielismo y en otros se escapa al esquema ariélico en forma inequívoca.

En otras figuras puede precisarse una juventud de tono arielista y una madurez que lo diluye y a veces lo niega. Tales los casos de Alcides Arguedas, de José de la Riva Agüero y aun de Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña.

Los que restan, primeramente nombrados, cumplen la mayor parte de los requisitos exigidos por Petersen387 para la definición del grupo generacional.

Descartamos el primero, por irrelevante en las generaciones modernas: el de la herencia; y el segundo, que después analizamos: el nacimiento. Se prueba plenamente el tercero: la comunidad de «elementos educativos». En todos ellos lo fueron la crisis y liquidación del positivismo y la plenitud del modernismo literario.

El cuarto rasgo, «la comunidad personal», es también indudable. Los arielistas tuvieron dos grandes centros: París y Madrid, mecas de los intelectuales hispanoamericanos. La correspondencia de Rodó mantuvo contacto frecuente entre ellos y aun trató de vincular a los que se desconocían, como referiremos pronto. La comunidad personal de estos hombres se muestra también en el patrocinio que se prestaron unos a otros: en los numerosos prólogos de García Calderón y de Gonzalo Zaldumbide; en la generosa publicidad que la editorial madrileña América, de Rufino Blanco Fombona, les dispensó -especialmente su Biblioteca Andrés Bello-; en la incansable, modesta y heroica actividad de Joaquín García Monje, desde Centroamérica, con sus Cuadernos Ariel primero y con su Repertorio Americano después.

El quinto rasgo que exige Petersen es el de «las experiencias comunes». A pesar de su dispersión a lo largo y a lo ancho de un continente, valieron como tales la guerra de Cuba, la derrota de España y la secesión de Panamá, hechos todos separados por menos de un lustro y que fueron clara advertencia de un peligro y noción creciente de una comunidad de destino.

El sexto rasgo, «la existencia del guía», se confirma plenamente en el propio magisterio de Rodó. Lo reconocieron hombres de esa época y de tiempos posteriores. Lo han ratificado: Alfonso Reyes a la hora de la muerte388 y en Pasado Inmediato389; Roberto Giusti en su trabajo Una generación juvenil de hace cuarenta años390; José Vasconcelos en El Desastre391 y en Bolivarismo y Monroísmo392; Carlos Pereyra en Breve Historia de América393; Carleton Beals en América ante América394; Juan Carlos Gómez Haedo en su conferencia «La crítica y el ensayo»395; Ventura García Calderón en Semblanzas de América396. También en una generación posterior se consideró esa guía y esa influencia un factor de nuestra historia intelectual. Lo hicieron, entre otros, Xavier Villaurrutia en Textos y Pretextos397, y en una misma ocasión Juan Carlos Sabat Pebet y Eduardo J. Couture398.

El séptimo rasgo es el de «un mismo lenguaje». Fue en estos hombres el uso de un castellano despojado de su frondosidad oratoria y liberado de su prosaísmo, removido por el galicismo de su estancamiento castizo. Todos emplearon un idioma que había pasado por la prueba modernista, que había ganado en brevedad, en fineza, en poesía que se había enriquecido y depurado.

No es tan visible, pero resulta comprobable, el octavo rasgo generacional establecido por Petersen: «anquilosamiento de la vieja generación» (aunque nos falte una rigurosa historia generacional para establecer conclusiones definitivas).

La gran generación realista-positivista y organizadora, la que representan Justo Sierra, Enrique J. Varona, González Prada, Hostos, Montalvo y Martí, había sido severamente raleada por la muerte. Es cierto que Sierra, González Prada y Varona prolongaron su acción más allá de 1900. Diez años el primero, veinte el segundo, treinta el tercero. Pero en Sierra y en Varona son tan fundamentales las transformaciones del tono, que bien en sus casos puede hablarse de una impregnación de la generación vieja por la generación nueva.

José Ortega y Gasset sólo exige dos requisitos en su definición generacional. El primero es «la edad pareja», equivalente al peterseniano del «nacimiento». Aplicándolo a los nombrados el resultado es éste: Federico García Godoy nació en 1857; César Zumeta y Baldomero Sanín Cano son de 1860; Carlos Arturo Torres de 1867; Manuel Díaz Rodríguez de 1868; Pedro E. Coll y Pedro César Dominici de 1872; Rufino Blanco Fombona de 1874; Alcides Arguedas y Jesús Castellanos de 1879; Vasconcelos y García Monje de 1881; Francisco García Calderón y Víctor Belaúnde de 1883; José de la Riva Agüero y Max y Pedro Henríquez Ureña de 1885; Alfonso Reyes, el benjamín, de 1889.

No hay duda de que la distancia de treinta y dos años de Federico García Godoy y Alfonso Reyes es demasiado grande para admitir la existencia de una generación. Sin embargo, puede observarse que la mayor cantidad de frecuencias de esta lista se encuentra entre 1872 y 1885. Está formada por los contemporáneos de Rodó y por los escritores levemente menores, que le exteriorizaron su devoción admirativa. Fuera de sus límites, García Godoy no es un extremo demasiado incómodo: a semejanza de Andrade Coello fue más que nada un divulgador entusiasta. La posición de Díaz Rodríguez, Zumeta, Sanín Cano y Carlos Arturo Torres es también explicable. La extraordinaria precocidad intelectual de Rodó y lo temprano de su triunfo hacen comprensible que escritores mayores pero de revelación más tardía pudieran dirigirse a él en el tono en que lo hacían Torres, Zumeta y Sanín Cano.

Casi todos estos hombres están en plena producción entre 1905 y 1910; en los casos de José de la Riva Agüero y de Alfonso Reyes, iniciados al final del decenio, la actitud es ya más independiente y el arielismo más pasajero.

Así, entre 1900, hora de los coetáneos, y 1910, hora de los más jóvenes, se define el grupo arielista. Giusti ha hablado de una generación de 1908399, Andrés Pardo Tovar de una generación de 1910 o «centenarista» o «arielista»400, Samuel Guy Inman también se ha referido a una generación peruana de 1910401. Igualmente Reyes de una mexicana, centrándola en el grupo del Ateneo y en el final porfiriano.

Hacia 1930 estos hombres habían envejecido y una nueva generación irrumpió en escena.

La segunda condición orteguiana es la de una «dirección igual». Volveremos sobre el punto cuando analicemos la construcción arielesca de Luis Alberto Sánchez. Mucho más exacta que ella es la breve etopeya de José Gaos, que menciona un grupo que incluye a Rodó -aunque no esté integrado exclusivamente por lo que nosotros consideramos «arielistas»- y definido por ser sus miembros apolíticos, espiritualistas y religiosos, profesores, trashumantes, diplomáticos y «reformistas»402.

Pero la semblanza de los arielistas aún admite otras precisiones: una es ley común -al fin- de la cultura hispanoamericana: el general origen europeo y concretamente francés de su cultura y de su estilo. No dejó de suscitar en algunos algo así como la conciencia de una doble filiación, la del espíritu y la de la residencia corporal.

También se dio casi siempre en ellos la aceptación -en realidad pasiva- del hecho democrático, concebido como una línea de larga frecuencia de la historia, portando irresistiblemente la igualdad, el bienestar y la autodeterminación individual. Es el fondo de la parte política de Ariel y de Idola Fori; es el «límite» de toda la meditación personalista u oligárquica del arielismo.

Este hecho democrático no admitía réplica, pero sí atemperación. Es la atenuación aristocrático-oligárquica de la democracia, como necesidad defensiva de la cultura contra el utilitarismo y lo plebeyo; en las naciones americanas se le creía un remedio a la falta de preparación política de las multitudes. Francisco García Calderón expresó, con gráfica precisión, las dos ideas últimamente anotadas, en su prólogo al libro de Carlos Arturo Torres:

Democracia, o sea libertad, igualdad inicial, extensión de privilegios y de castas, estímulo para todas las capacidades humanas en abiertas escuelas, en el esfuerzo colectivo, en la organización de la multitud; aristocracia nacida de esa democracia, en perpetuo libre juego, consagración de capacidades naturales que la vida crea con eterno poder glorioso, élites perpetuamente renovadas, jerarquía necesaria, obra de la democracia en marcha; tal es la síntesis que la ciencia moderna y la historia enseñan como ideal para los grupos humanos del porvenir403.



No les entusiasmaron los dictadores, pero vieron en el caudillo cesáreo una expresión de la realidad americana, una condición -a veces inexorable- de su estructura social. Se dio esta creencia en los arielistas C. A. Torres y Francisco García Calderón. La actitud del primero es muy compleja404; la de Francisco García Calderón, expuesta en Les démocraties latines de l'Amérique, se acerca mucho, con su entendimiento del caudillo como resultante de factores raciales y sociales, a la expuesta por Carlos Octavio Bunge en Nuestra América. Es extraña al arielismo -a su palabra expresa por lo menos- la posterior evolución hacia Juan Vicente Gómez del grupo arielista venezolano (¿no atropella cualquier ideología la debilidad humana y el hastío del destierro?). Rufino Blanco Fombona hasta su senectud, Zumeta y Dominici en su edad moza, ante Cipriano Castro, ilustran mejor la enseñanza rodoniana.

Eran también actitudes generales la hostilidad hacia los Estados Unidos, como poder político amenazador y como contenido de cultura opuesto al «ideal latino» (con la activa excepción de Jesús Castellanos), y la idea de raza, muy diversa y brumosamente entendida. Se la concebía unas veces como latina o hispánica; otras se la convertía en sinónimo del «espíritu nacional». Era lo que entendía Manuel Domínguez por «alma de la Raza»405.

Se dio también en estos hombres una afincada preocupación americana en sus estudios, empresas y desconformidades. Casi todos los testimonios mencionados anteriormente, y que reconocían en Rodó un magisterio continental, es en este aspecto de la devoción americana en el que más insisten. No puede negarse, empero, que el carácter innegablemente intelectual, urbano, culto y europeo de esta preocupación, le imprime a la grave aplicación de los arielistas una cierta ausencia de sentido telúrico, de comunicación entrañable y plena.

En cambio, fue en ellos patente la tendencia solidarista, la preocupación por establecer vínculos estrechos entre nuestras naciones y actividades intelectuales. Decía en cierta ocasión Rufino Blanco Fombona:

Por mi parte, heredero espiritual de las ideas de Bolívar, que tuvo y quiso por patria la América de uno a otro lindero, siempre he sido fervoroso americanista. Literariamente nunca hice la menor diferencia entre mi República y las otras repúblicas hermanas. Soy compatriota de todos los ibero-americanos. No quisiera que me llamasen nunca escritor de Venezuela, sino escritor de América...406



Anteriores a la floración marxista y al indigenismo, se dio en los arielistas una postura de paternalismo social, benévolo y suficiente, en último término clasista, ante el problema proletario y campesino. También lo que Luis A. Sánchez ha llamado el «blanquismo», una absoluta desconfianza en las posibilidades de redención del indígena. Decía Jesús Castellanos en papeles publicados después de su muerte:

El indio, aún más inadaptable a la civilización que el negro, no aporta nada a la personalidad nacional; y al decir que Méjico cuenta con cuatro millones de blancos y nueve de indios, bien podemos admitirla como nación de cuatro millones...407



En el fondo de todas estas posiciones es posible rastrear el sesgo idealista y antipositivista de un momento del pensamiento; más tarde se acentuó en algunos hasta una vaga religiosidad y en otros hasta un resuelto embanderamiento confesional.

Todos estos rasgos -que tienen la simplicidad forzosa del esquema- no se pueden aplicar exhaustivamente a cada una de las figuras arielistas; muchos de ellos resultarán mejor ejemplarizados por quienes no consideramos tales. Sin embargo, su validez como ideología general del grupo es probablemente indiscutible.

El propio Rodó tuvo temprana conciencia de una constelación arielista. En su análisis de la antología de Manuel Ugarte408 menciona documentadamente a buen número de escritores filiables en su línea. En función arielista, desde 1906, se esforzó por vincular entre sí a los miembros del grupo: le recomendaba a Pedro Henríquez Ureña a Francisco García Calderón409, y a éste a Pedro Henríquez410; y a Hugo Barbagelata, en París, le solicitó el conocimiento de Alcides Arguedas411.

Sintió hondamente, como pérdida arielista, las muertes tempranas de Jesús Castellanos y Carlos Arturo Torres412.

Así fueron anudándose una serie de vínculos personales, que en el caso de Rodó, encerrado en su Montevideo, tuvieron una vía casi exclusivamente epistolar. El tono de estas «amistades intelectuales», como se les llamaba entonces, es a la vez cordial y un poco impersonal: los corresponsales se comunican minuciosamente sus proyectos literarios, solicitándose y enviándose retratos; las confidencias son escasas y en ocasiones las cartas parecen escritas con molde.

De estas relaciones rodonianas elegimos cinco típicas.

La correspondencia con García Calderón configura la actitud paternal, reiterada y estimulante. El contacto con César Zumeta fue inicial y limitado. Resultó polémica y breve, pero llena de interés, la comunicación con José de la Riva Agüero. La amistad de Rodó y de Carlos Arturo Torres se desarrolló en un plano de mutua admiración, respetuoso y señorial. Vasconcelos plantea la irradiación ariélica más allá de todo lazo personal.

Francisco García Calderón ha sido mencionado siempre como el más típico de los arielistas. Representa mejor que otro alguno el tono ariélico de la preocupación americana en lo político y en lo sociológico, la afirmación latina y el ideal aristocrático. Es rodoniano por su laboriosidad y su medida. De su Revista de América, editada en París y que publicó en agosto de 1912 su «Bolívar», pudo decir Rodó -máximo elogio- que era «tan seria, tan interesante, tan americana»413.

García Calderón estudió sintéticamente Ariel en La creación de un continente414; en Hombres e ideas de nuestro tiempo incluyó el ensayo «Ariel y Calibán». Sus referencias a Rodó son innumerables, aunque sabemos que no fue un incondicional de su tesis.

Desde Lima, el 3 de diciembre de 1903, le escribe Francisco García Calderón a Rodó:

Me es grato decirle que fui efectivamente autor del artículo sobre la personalidad literaria de Ud. y que sólo siento no haber tenido vagar para completarlo con un ligero estudio sobre Ariel. Inútil sería decirle a Ud. toda la estimación que le tenemos en Lima los que lle[en blanco] y procuramos conocer la flor del movimiento intelectual de América: Ariel es para nosotros un símbolo y una bandera...415



Rodó escribió una bella página sobre el libro de García Calderón De Litteris (Lima-1904)416. Las relaciones se estrecharon y el 3 de julio de 1906 le escribió García Calderón, desde París y entre otras cosas: «Unamuno me ha honrado llamándome discípulo de Ud.; ojalá lo sea alguna vez por el estilo y el pensamiento»417.

El 28 de junio le contestaba Rodó, comentando una conferencia enviada:

Cada vez que leo algo nuevo de usted siento confirmadas y realizadas las grandes esperanzas que me hicieron concebir sus primeros ensayos de actualidades. Qué impresión gratísima la de encontrar cosas así, en medio de tanta hojarasca y tanto remedo vano como se produce en nuestra América. Por dicha, parece que vientos nuevos se levantan y que nuestros esfuerzos por orientar la producción americana en sentido original y fecundo no serán perdidos418.



Juan O'Leary llamó a García Calderón «el Rodó peruano»419. Víctor Belaúnde ha escrito: «Ya directamente, ya por medio de García Calderón, el idealismo comprensivo y humano de Rodó inyectó savia nueva a nuestra juventud que vivía en el culto equivocado de su literatura partidista y panfletaria»420.

Una relación limitada e inicial fue la de Rodó y César Zumeta. El 27 de febrero de 1900 -mes de Ariel- le escribió el venezolano desde París, donde estaba exiliado por la tiranía de Cipriano Castro, anunciándole su quincenario América «a fin de continuar en él, dentro de ciertas líneas, la propaganda que emprendí en El Continente Enfermo», y le pide su apoyo porque «la palabra de usted es oída en América y en España con el interés y el respeto que ella merece. Su silencio será voto adverso»421.

Rodó respondió a esta petición como a todas las similares. El número 2 de América, impreso en Hamburgo y publicado en París el 10 de junio de 1900, lleva una carta de Montevideo, del mes de marzo, que debe estudiarse en otra parte de este trabajo. El periódico hace una larga transcripción de Ariel en sus páginas 3 y 7 y a sus notas editoriales sobre el peligro norteamericano las titula: «El espíritu de Calibán».

Con el grupo venezolano, caído Castro, Zumeta formó en la plana diplomática del llamado más tarde «gomecismo». En 1910 se encontraba como delegado de su país en la Cuarta Conferencia Panamericana de Buenos Aires; con fecha 8 de agosto le escribía Juan José de Amézaga a Rodó422, anunciándole la visita a Montevideo de César Zumeta y de Manuel Díaz Rodríguez.

En Montevideo, con un banquete en el Club Uruguay, se robusteció un vínculo iniciado diez años antes.

El futuro biógrafo del Inca Garcilaso había publicado en Lima y en 1905 su tesis doctoral Carácter de la Literatura del Perú independiente, cuyas afirmaciones sobre Ariel se han visto en otra parte de estas páginas.

Enterado sin duda de ellas, pero sin conocer el libro, Rodó se dirigió a José de la Riva Agüero, contestándole éste, el 27 de enero de 1908, que «es grande el honor, que el autor de Ariel, tan admirado por mí y por mis amigos y condiscípulos quiera conocer mi modesto folleto...»423.

El 19 de marzo le envió la tesis Riva Agüero, severamente encuadernada en negro y con esta carta que es un valioso testimonio de la refracción de los temas ariélicos:

Uno de los puntos en que más me aparto hoy de lo que entonces pensé, es el relativo a la amenaza de la hegemonía yankee. Me parece muy remoto el peligro en esta parte del continente, y muy soportable es la influencia tutelar de Washington dentro de los límites en que hoy se ejerce; y luego, no debí olvidar -bien lo veo- que los Estados Unidos son el único poder que quizá, llegado el caso, querrá salvar a mi patria de nuevas desmembraciones.



También he templado mis ideas en lo relativo al industrialismo, que es precisamente el punto en que hablo de Ud. y de su Ariel. Creo que me hará Ud. el honor y la justicia de no suponer en esta rectificación el móvil de una mezquina y mentirosa lisonja. Persisto en tener como un grave daño el predominio en la educación del elemento estético, principalmente del literario. Pero de allí a recomendar, como lo hago o parezco hacerlo en mi tesis, el utilitarismo, el concepto industrial en todas las esferas de la vida, hay distancia y no pequeña. Comprendo el peligro que acarrea la tendencia a que me plegué; y me arrepiento de haberla defendido sin reparos. Cuando el ideal utilitario y mercantilista alcanza hasta las clases directoras de un pueblo, la política y el gobierno se convierten en negocios como otros cualesquiera; y esa es la ruina completa, la disolución y la degradación de la vida nacional...424



Las relaciones entre Rodó y Carlos Arturo Torres se iniciaron con la característica misiva solicitando Ariel: «Soy un admirador de su elegante prosa y deseo poseer sus libros»425.

El 10 de febrero de 1906 nuestro cónsul en Liverpool, Enrique Dauber, le agradeció a Rodó el ejemplar enviado «al colega de Colombia» Carlos Arturo Torres426.

En 1909 se cruzaron en el océano Motivos de Proteo e Idola Fori. El 29 de agosto de ese año le escribía Torres a Rodó desde Liverpool, elogiando el libro y le decía:

Espero que haya recibido Idola Fori. La edición, hecha lejos de mi inspección, salió de imposible lectura. Haré en Bogotá una segunda edición cuidadosa [...] ¿podría yo aspirar al grande honor de que el ilustre Rodó escribiera una página preliminar para exornar con ella el frente de mi libro?...427



Y el 21 de noviembre de 1909 García Calderón le solicitaba, por su parte, ese mismo prólogo428.

Idola Fori o Los Ídolos del Foro, como se titula la edición madrileña de Blanco Fombona429, despertó el entusiasta elogio de Rodó, que lo transmite a Torres en una carta, el 10 de setiembre de 1909430.

Idola Fori era, en verdad, un fiel trasunto de la ideología arielista. Aún hoy mantiene muchos de sus valores y emerge distinguiblemente por entre todo el panfletismo político, solemne o accidental, característico de esos años.

Algunos autores han considerado diversamente la fidelidad del colombiano al esquema de los «idola» de Bacon. Vitier los contrasta largamente431. No importa demasiado. Lo que Torres estudió y atacó fueron las «supersticiones» políticas, es decir, aquellas convicciones personales, dogmáticas, y envejecidas por su desacuerdo con la realidad. El libro no es un alegato «aristárquico», como dice Sánchez. Torres ataca con más fuerza que al igualitarismo democrático al prejuicio que sólo contempla en la historia los pequeños elencos protagonistas o el gesto personal y desmesurado del héroe. La sustancia política del pensamiento político de Torres es muy semejante a la del de Rodó, por eso la obra cobra aquí tanta importancia. Ambos (Torres en evidente filiación inglesa) sostuvieron los fueros de un relativismo tolerante frente a los del fanatismo revolucionario o tradicionalista; los del racionalismo contra el prestigio místico; los del realismo contra el embrujo de lo verbal y formulario; el individualismo contra la omnipotencia numérica. La misma general postergación -si no ignorancia- de lo pasional y colectivo es observable en ambos; el helenismo y la postura antiyanqui resultan en Torres de filiación ariélica.

Las fuentes del colombiano son las de Rodó: Guyau, Fouillée, Renan, Nietzsche, Bérenger, más una formación científica de la que Rodó careció. La distinción y el movimiento de su prosa, su seguridad y su tono afirmativo sufrieron visiblemente la influencia de las primeras obras rodonianas. La mención de Rodó es general en la obra432.

Escribió Rodó el prólogo solicitado, que más tarde formó parte de El Mirador de Próspero con el título de «Rumbos nuevos». En él elogia a Torres, repitiendo una expresión de su carta al autor433 al decir que merecía tener «cura de almas». Estas páginas prologales son además una de las más agudas y completas exposiciones de la ideología rodoniana. Sanín Cano ha destacado la importancia que tuvo este prólogo de Rodó en la difusión de la obra de Torres434.

El 10 de junio de 1910, Carlos Arturo Torres, ya en Colombia, acusó recibo de este prólogo, comunicando a Rodó que, para darle mayor difusión, lo había publicado en folleto con el título de Entre el fanatismo y el escepticismo435.

Rodó siguió correspondiendo con Torres, como lo muestra un borrador del 12 de agosto de ese mismo año436. Nombrado el escritor en 1911 embajador de Colombia en Venezuela, refirmó los vínculos de Rodó con el grupo de Caracas y puso en comunicación al uruguayo con el Presidente de su país, Carlos Enrique Restrepo.

Pero el 20 de julio de 1911 recibió Rodó, de Cornelio Hispano, una carta en la que le anunciaba la muerte de Carlos Arturo Torres437.

Rodó sintió esta muerte como pérdida arielista y así lo dijo a Enrique Pérez438 y a Max Henríquez Ureña, como ya se ha recordado. En carta al Presidente de Colombia también lo calificó de «preclaro espíritu»439.

El caso de José Vasconcelos permite plantear la cuestión del arielismo en otro terreno. No estaríamos ya ante la relación fiel y declarada de devoción rodoniana, sino ante cierta impregnación climática arielista sobre figuras que sufrieron otros influjos y marcan, como la del autor de Indología, una verdadera transición hacia formas y estilos mentales típicos de un período posterior.

La fisonomía vasconceliana presenta muchos rasgos que pueden ser calificados de arielistas y muchos que escapan totalmente a su diagnóstico.

Su enfrentamiento con «lo yanqui» no tuvo nada de libresco o intelectual, como pudo tenerlo el de Rodó: la bravía adolescencia en las escuelas norteamericanas de la zona fronteriza le modeló en un diario contacto y contraste de ventajas, inferioridades y orgullos con la pujante sociedad sajona. Los viajes y destierros acendraron más tarde ese conocimiento: pasional pero justo, nunca negó las innegables virtudes norteamericanas de benevolencia, generosidad, trabajo, de fraternidad, sed de saber y existir libre y limpio. Nunca dejó, sin embargo, de advertir en lo estadounidense dos rasgos que son como la clave de su visión: lo uniforme y lo efímero440.

La histórica gestión de Vasconcelos en el Ministerio de Educación Pública tuvo una clara tonalidad arielista: tal su ambición hispanoamericana y la sublime ingenuidad de una paideia clásica y estética en una hora de sangre, subversión y apetitos. También son de parentesco arielista su devoción hispanoamericana unitaria, su fe en las posibilidades de la raza y su reivindicación de la clase intelectual como rectora de la gestión política, su creencia de que «una minoría idealista puede levantar en cualquier instante el nivel de un pueblo: la dictadura jamás»441.

La ruptura con el positivismo, cumplida en el ámbito del Ateneo mexicano, tomó otros rumbos que los del neoidealismo francés hacia más ambiguas fuentes platónicas y neoplatónicas, orientales y patrísticas.

Su doctrina del «orden estético» final, superador de lo material y lo intelectual, hubiera encontrado, finalmente, la honda simpatía rodoniana.

Su índole pasional, terrestre y agónica, su vida azotada y combatiente con altibajos de persecución y poder y apogeo, su evolución política interior, no entran ya en el esquema arielista.

Pero tampoco soportan los límites de este trabajo la historia, interesante, variada y algunas veces triste, de los arielistas después de 1920.




Arriba 1920-1950

La hora de la muerte de Rodó fue una hora de triunfo para su obra y su legado; Ariel se destacó entre lo más imperecedero de su mensaje.

Poco tiempo después, sin embargo, comenzó un ciclo de revisión de su obra, que incidió hondamente sobre las tesis del discurso, considerándolas, con razón, lo más comunicable, actuante y difundido del rodonismo. El «antiarielismo» nació de una deficiente exégesis de las ideas de Rodó, de una reacción contra la exaltación ditirámbica y por imperio natural de los cambios fácticos e intelectuales del mundo entre las dos guerras. El hambre espiritual de creencias sólidas, la primacía de lo económico y lo social, la afirmación fanática y desesperada, el auge vitalista y «la rebelión de las masas» no encontraron sustento en Ariel. Y así se produjo esa corriente que impulsaron en el Uruguay Alberto Lasplaces, Alberto Zum Felde y, episódicamente, Julián Nogueira; que continuaron Carlos Quijano, Héctor González Areosa y muchos otros; y que robustecieron los artículos de Ramiro de Maeztu sobre la visión arielina de los Estados Unidos. Luis Alberto Sánchez -con su discípulo Townsend- convirtió a Rodó y su Ariel -sin método, sin precisión y sin honradez intelectual- en el centro solar del aborrecido arielismo. Y entre todos ellos y un núcleo importante de fieles, se dio también el matiz de los reticentes, y el de los condescendientes.

Espigando tres nombres de una larga nómina, podría estudiarse en Emilio Frugoni, en Dardo Regules y en Gustavo Gallinal -catecúmenos en su juventud y comentaristas reiterados de su obra- todas las variaciones de la opinión de estos tiempos.

También contemplaron los años de entreguerras la distorsión y la falsificación de los lemas arielinos. El antiimperialismo de 1930 poco tuvo que ver con lo ariélico, aunque lo invocase. La Reforma Universitaria fue impulsada por su culto de la juventud, pero después le volvió las espaldas. Toda una literatura de lo americano continuó la inquietud de Rodó, pero, en su afán de «conocimiento y expresión», guardó un apego estricto a lo telúrico y se mantuvo lejos de lo prospectivo y universal.

Hasta que llegó un instante, nuestra hora, en que la valoración rodoniana y arielina se libera de las partes muertas de su mensaje y destaca en él lo que es realmente vivo e inmortal. Roberto Ibáñez, Luis Gil Salguero, Emilio Oribe y Alejandro Arias contribuyen en el Uruguay a esta tarea; Emilio Frugoni presenta Ariel en Moscú y José Gaos, en su magnífica caracterización del pensamiento filosófico iberoamericano, concede a Rodó primerísima importancia. La vigencia combatiente de la tradición, la urgencia de lo espiritual, la defensa de la intimidad amenazada, remozan la palabra arielina. Y la hora del Cincuentenario es hora de reparación.