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ArribaAbajoSegunda Parte

Teoría de la amistad



ArribaAbajoIntroducción

La historia de un problema es siempre un camino intelectual -recto o tortuoso, ancho o angosto- abierto en el interior de la realidad a que tal problema se refiere. Pero a uno y otro lado de ese camino, y también más allá de su término, porque nunca el conocimiento humano carece de un arduo y prometedor «más allá», la realidad en cuestión seguirá siendo selva virgen y tremedal. Cabe resignarse a no salir de la vía que otros abrieron, y aun complacerse con esto; no otro es el proceder de quienes por la razón que sea prefieren no complicarse la vida, y tal ha sido la común actitud de todos los hombres que para designarse a sí mismos se contentan añadiendo el prefijo «neo» -neoplatónicos, neotomistas, neokantianos, neohegelianos, neomarxistas- al apelativo de una hazaña pretérita. Cabe también fingirse Adán y aspirar al logro de una originalidad radical renunciando olímpicamente a la utilización de lo que otros hicieron antes. Pero el hombre, ¿puede en rigor ser Adán, aunque con toda resolución se lo proponga? Algo más, sin embargo, es posible a la mente humana: recorrer personalmente, haciendo suya la obra de los demás, el camino ya abierto, trocar en sistema, según la fecunda consigna de Ortega, toda la historia pasada, y lanzarse luego a la tarea de abrir alguna senda nueva dentro de aquello que en la realidad estudiada siga siendo selva virgen y tremedal.

Con un ánimo en cuyo seno se mezclan la osadía y la modestia, esto último voy a intentar yo en la particular zona de la existencia humana a que todos seguimos llamando «amistad». Me propongo hacerlo a lo largo de los seis siguientes capítulos:

  1. Psicología general de la amistad (I).
  2. Psicología general de la amistad (II).
  3. Metafísica de la amistad.
  4. Psicología diferencial de la amistad.
  5. Sociología de la amistad.
  6. Ascética de la amistad.



ArribaAbajoCapítulo I

Psicología general de la amistad (I)


Frente a la primera y más elemental de las preguntas que nuestra indagación plantea -el «qué» de la amistad, lo que ella esencialmente es-, dos pueden ser las actitudes primarias de la mente, una descriptiva y otra metafísica. En la primera, la relación amistosa es considerada desde el punto de vista de su apariencia. En su realización empírica y en su manifestación fenoménica, ¿qué es la amistad? Más o menos fenomenológicamente concebida, una psicología de la amistad debe ser la respuesta a esta interrogación. En la segunda, la relación amistosa es contemplada desde el punto de vista de su constitución real. En el orden del ser, más radicalmente aún, en el orden de la realidad -de la realidad en general, de la realidad humana en particular-, ¿qué es la amistad? De uno u otro modo entendida la palabra «metafísica», una metafísica de la amistad tiene que ser ahora la respuesta. En este capítulo y en los dos subsiguientes trataré de exponer mi pensamiento acerca de ambas cuestiones.


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I.- Psicología general de la amistad.

Psicología general de la amistad: lo que esta es desde un punto de vista meramente descriptivo y más allá de cualquiera de las peculiaridades individuales o típicas -carácter personal, edad, sexo, raza, biotipo, situación histórica, grupo social- de los hombres por ella vinculados. Mas para saber lo que una cosa es, nunca será mal método acercarse a ella por el camino lógico que los antiguos llamaron via remotionis; por tanto, diseñando su contorno propio frente a todo lo que ella no es, aun cuando en alguna manera parezca serlo.

Confundidos no pocas veces con la amistad verdadera en la vida cotidiana y en el lenguaje coloquial, ¿cuáles son los modos principales de la vinculación interhumana que en el rigor de los términos no son tal amistad? A mi juicio, los cinco siguientes:

  1. La camaradería; la asociación cooperativa y solidaria de dos o más hombres para el logro de un bien objetivo y común. Pero después del siglo XIX y del enorme auge de la realidad que en el primer tercio de él Hegel llamó «espíritu objetivo», ¿puede existir una amistad que de un modo o de otro y en una u otra medida no vaya asociada a la camaradería; una philía que no sea en sí misma, como Aristóteles diría, hetairikê?
  2. La simpatía social; de alguna manera, el nombre actual de lo que Aristóteles llamó phílêsis (Eth. Nic. 1157 b 27) y Tomás de Aquino affabilitas (II-II, q.114 y 116): la inclinación benevolente o gustosa, en parte por obra del temperamento, en parte por obra de la educación, al trato cariñoso con los demás hombres, amigos o no amigos, comenzando -valga la redundancia- por aquellos que nos son «simpáticos».
  3. La tertulia; una complacida comunicación ocasional -bien para expresar ocurrencias personales acerca de algún tema, bien para comentar libre y desenfadadamente «lo que pasa» o «lo que se dice»- con personas que en el sentido estricto de la palabra pueden no ser amigas. Desde las sobremesas de los banquetes griegos hasta los cafés vieneses y madrileños del siglo XX, pasando por los «salones» franceses de los siglos XVIII y XIX, nunca en Occidente ha faltado este grato modo de la comunicación social y cuasi-amistosa entre los hombres.
  4. La projimidad, el ejercicio visible del amor desinteresado y misericordioso a un hombre que, siendo amigo o enemigo nuestro, necesita de ayuda física y moral, y del cual con esa conducta nos hacemos «prójimos»: la relación interhumana que el Nuevo Testamento llama agápê o caritas y para siempre y para todos, no sólo para los cristianos, ejemplificó la parábola del Samaritano.
  5. El enamoramiento, el más o menos vivo sentimiento de pasión erótica respecto de una persona de distinto sexo, y en determinados casos -como calificado ejemplo literario, recuérdese el vehemente y recatado apasionamiento de Gustav von Aschenbach por un adolescente en Muerte en Venecia, de Thomas Mann- respecto de una persona de sexo igual.

La amistad en sentido estricto, la verdadera amistad, puede combinarse o fundirse, y muchas veces se combina o se funde de hecho, con la camaradería, la simpatía social, la tertulia, la projimidad y el enamoramiento; pero difiere esencialmente de todos esos modos positivos -«atractivos», dirían, haciendo newtonianismo social, Hutcheson y Kant- de la vinculación entre hombre y hombre. Repitamos, pues, nuestra primera pregunta: en un orden meramente descriptivo, ¿qué es la amistad?

Procediendo de un modo mucho más escolar que inquisitivo, pecando, por tanto, contra lo que en toda investigación debe ser regla, antepondré la definición a la reflexión, el resultado al camino, y a continuación trataré de justificar la licitud intelectual de las vías mentales y reales de que tal definición es término. La mía dice así: la amistad es una comunicación amorosa entre dos personas, en la cual, para el mutuo bien de estas, y a través de dos modos singulares de ser hombre, se realiza y perfecciona la naturaleza humana.

Intentaré mostrar la validez y la integridad de mi fórmula examinando una por una las cinco grandes proposiciones enunciadas en ella:

  1. Peculiar comunicación amorosa.
  2. De dos personas.
  3. A través de dos modos singulares de ser hombre.
  4. Para su mutuo bien.
  5. En que se realiza y perfecciona la naturaleza humana.

Apenas será necesario advertir que la reflexión sobre cada una de ellas habrá de implicarse de algún modo con la ulterior o la anterior reflexión acerca de las restantes.




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II.- Peculiar comunicación amorosa.

La amistad tiene su género próximo en el amor; como diría un viejo lógico, es una especie del amor in genere. Lo cual nos obliga a partir de una sumaria, pero satisfactoria noción de lo que el amor genéricamente sea, según la línea de conocimiento que en este primer análisis hemos escogido.

Desde un punto de vista no más que descriptivo y psicológico, ¿qué es genéricamente el amor? Un «afecto por el cual busca el ánimo el bien verdadero o imaginado, y apetece gozarlo», dice nuestro diccionario oficial. Pienso que esta definición se atiene demasiado unilateralmente al amor de concupiscencia, porque lo que en el de benevolencia se apetece es que el bien lo goce la persona amada, y que su letra, por otra parte, hace de la búsqueda del bien verdadero o imaginado una nota demasiado general, porque hay amores -los mal llamados «platónicos»- en que ese bien es deseado sin buscarlo. ¿Cabe un concepto más universal y básico? ¿Es posible concebir y expresar lo que psicológica y descriptivamente tengan de común todas las formas particulares y todas las posibles concepciones del amor: el amor a un paisaje, a una ciudad o a otro hombre, el amor sexual y la amistad, el amor erótico (érôs) y el agapético (agápê), el amor de benevolencia y el de beneficencia?

Limitando el problema al amor intramundano -luego veremos la conexión que existe entre él y el amor de Dios-, yo diría que es un sentimiento por obra del cual se desea que la realidad amada alcance lo que nosotros juzgamos su bien, se procura de uno u otro modo que ese deseo se cumpla y se goza como bien propio el hecho de que tal cumplimiento llegue efectivamente a acaecer. Yo amo un paisaje deseando que su realidad conserve o aumente la belleza que en él veo, procurando, si me es posible, contribuir personalmente a ella -por ejemplo, eliminando los detritus humanos que le ensucien- y gozando en mi intimidad con la conservación o el aumento de aquello en que para mí consiste esa belleza suya. Mutatis mutandis, dígase otro tanto del amor a una ciudad, a un país, a una institución, a una empresa, a un hombre.

Puesto que nuestro tema es la relación amistosa stricto sensu, la amistad con y entre seres humanos, consideremos tan solo el amor al hombre. Las páginas anteriores nos han enseñado a distinguir, a este respecto, el amor a la naturaleza y a la persona, el amor de aspiración y el de efusión, el amor de concupiscencia y el de benevolencia, la amistad y la projimidad o caridad, el amor sensible y el espiritual o moral. Todas estas formas del amor interhumano pueden reducirse, sin embargo, a lo que sobre el amor acabo de decir: yo amo a un hombre -comenzando por el hombre que soy yo, por mi propia persona- deseando lo que creo su bien, procurándolo con buen ánimo y gozando luego, si en verdad logro conseguirla, la realización de ese deseo mío. Pero ¿cuándo podrá decirse que el amor se ha realizado de un modo plenario? Evidentemente, sólo cuando la relación amorosa sea recíproca; sólo cuando la persona amada por mí corresponda en alguna medida y de alguna manera a mi amor por ella. Así sucede -no puedo detenerme ahora en la tarea de analizar la estructura psicológica de tal proceso- incluso cuando me amo a mí mismo con una afección que sea «amor de mí» y no «amor propio»; y tanto más, cuando es otra persona la realidad que yo amo. Si no es una forma larvada del «amor de sí mismo», cosa más frecuente de lo que parece, ¿no es cierto que todo «amor platónico», todo amor sin recíproca correspondencia, sea su modo empírico el enamoramiento erótico o la pura amistad, es una deficiencia en el orden objetivo y una frustración en el subjetivo?

Nada más claro: la realización plenaria del amor a otro hombre pide reciprocidad y comunicación; una comunicación factualmente hecha de obras, palabras y silencios, que puede actualizarse bajo forma de compañía (la actividad obradora, elocuente o silenciosa de estar con la persona amada) o bajo forma de ausencia voluntaria (una separación querida para que el otro alcance así algún bien: la de la madre aldeana que envía al hijo a la ciudad para que en esta haga sus estudios) y que en su más alto grado llega a ser verdadera comunión anímica o, para usar los ya conocidos términos, unio affectiva atque effectiva. Así en todos los modos del amor interhumano. Ahora bien: ¿qué tienen de «peculiar» la comunicación o la comunión amorosa cuando una y otra se realizan bajo forma de genuina amistad?

Intentaré llegar a una respuesta satisfactoria considerando atentamente lo que a tal respecto me parece decisivo; es decir, lo que en la comunicación con aquel a quien se ama es más auténticamente comunicación «amorosa»; por tanto, lo que en ella es patente donación. Patente, porque, como oímos decir a Santo Tomás, «a la razón de la amistad pertenece que esta no sea oculta»; donación, porque el «dar de sí» a otro es lo que primariamente hace amorosa una relación interhumana44. En principio yo amo a alguien, lo repetiré, dándole algo que para él -y por consiguiente también para mí- sea un bien; practicando con él actos de benevolencia y beneficencia45. ¿En qué debe consistir ese bien, de qué debe ser mi donación al otro para que mi amor hacia él sea genuina amistad? Tal es nuestro problema.

1.- Yo puedo dar amorosamente a otro algo de lo que yo hago, algo de lo que yo tengo o algo de lo que yo soy. Examinemos sumariamente cada una de estas tres posibilidades.

Yo puedo dar a otro algo de lo que hago; algo, por tanto, de lo que constituye mi personal «operación», cuando en ella me realizo a mí mismo, o que a tal «operación» pertenece: objetos que sean obra mía (el pintor que regala a otra persona uno de sus cuadros) o acciones psicofísicas por mí ejecutadas (la cura del Samaritano al herido, el pianista que obsequia a otro o a otros con la ejecución de una sonata). Pero esto, que puede y debe ser consecuencia de la amistad -sin regalar a mi amigo algo de lo que yo hago, no puedo decir con verdad que sea amigo suyo-, no constituye esencial y específicamente la donación amistosas. Dar a otro algo de lo que uno hace, diría un matemático, es condición necesaria de la verdadera amistad, pero no condición suficiente de ella. Repitamos argumentos obvios y ya conocidos: el Samaritano pudo separarse del herido sin haber llegado a ser amigo suyo; por pura misericordia -formalmente cristiana o no cristiana- yo puedo pasar una noche entera junto a un enfermo que no sea amigo mío. No: dar algo de lo que se hace no es el signo verdaderamente distintivo de la genuina amistad.

Yo puedo también dar a otro algo de lo que tengo, de lo que constituye mi «haber», en el sentido más amplio de esta palabra, o a él pertenece: bienes exteriores al contorno de mi individualidad (dinero, cosas diversas), bienes integrantes de mi cuerpo (sangre para una transfusión, un riñón para un trasplante) o bienes radicados en mi intimidad, bienes anímicos o espirituales (saberes teóricos o prácticos, vivencias estéticas o éticas)46. Mas tampoco esto es verdadera amistad, aunque en ocasiones de esta proceda; porque si la intención del donante es puramente caritativa o misericordiosa, tal donación puede ser simple obra de misericordia, lo cual acaso sea éticamente más valioso que la pura amistad, pero no es amistad.

Pertenece sutilmente a la donación de lo que yo tengo y entra necesaria y visiblemente en la donación de lo que yo hago una más entrañable especie de la acción de dar: la donación de mi tiempo, el regalo de mi vida propia. Estando amorosamente junto a otro o trabajando amorosamente para él, yo le regalo parte de mi vida, entendiendo ahora por tal el lapso de mi existencia transcurrido entre mi nacimiento y mi muerte. Es incluso posible, y no pocas veces es cosa real, arriesgar la vida y perderla -en consecuencia, dar todo el tiempo de que uno puede todavía disponer, dar la propia vida- por otro hombre. Dar a otro un trozo de vida, dar por otro toda la vida; sublime acto de amor. Nadie tiene mayor amor, dijo una vez Cristo -y transcribiendo en griego sus palabras, los Setenta hablan en este caso de agápê, caridad, no de philía, amistad-, que este de dar la vida por sus amigos (Joh. XV, 13). Pero en sí y por sí mismo, el acto de dar a otro o por otro un trozo de vida o la vida entera puede no ser amistad stricto sensu. Es posible, en efecto, arriesgar la vida por alguien que en el rigor de los términos no sea amigo; unas veces en aras de un amor no específicamente amistoso, sea este la generosidad o la caridad, y otras por pura jactancia, por «fachadismo», como Unamuno diría. Eche el lector la vista en torno a sí, y sin dificultad descubrirá ejemplos que lo confirman.

Un punto de reflexión sobre tan grave tema: dar a otro o por otro la propia vida, ¿es dar el propio ser? Dando a otro o por otro mi vida, ¿le doy mi ser? Hasta cierto punto, sí, porque mi vida pertenece a mi ser; en último extremo, no, porque -fenomenológica y realmente- mi ser personal no se agota en mi vida. Yo puedo dar mi vida porque la tengo, porque de alguna manera me pertenece, porque es «mía»; lo cual quiere decir que en mí hay un centro o ápice de mi realidad desde el cual yo puedo hacer esa donación, algo que fenomenológica y realmente, lo repito, es trascendente a esa vida mía. Paradójicamente, yo soy y yo no soy mi propia vida.

Lo cual nos conduce derechamente a la tercera de las posibilidades antes apuntadas: esa según la cual yo puedo dar a otro algo de lo que soy, de mi propio ser. Yo soy en tal caso una realidad -alguien, una persona, un «quién»- que libre y amorosamente da a otro algo de «lo que» él es. Es ahora y sólo ahora cuando comienza la verdadera amistad: yo soy amigo de mi amigo dándole de algún modo y en alguna medida mi propio ser. Pero, ¿cómo puedo yo dar a otro algo de mi propio ser? Y antes todavía: ¿qué es lo que yo doy dando a otro algo de mi propio ser? O bien, con menos palabras: ¿qué soy yo? El problema psicológico de la amistad -y a mayor abundamiento, como veremos, el problema metafísico de ella- nos obliga a repetir con toda gravedad las célebres palabras de San Agustín: Quaestio mihi factus sum, «me he hecho cuestión de mí mismo».



2.- Desde un punto de vista meramente psicológico, ¿qué soy yo? ¿Cómo puedo describir la realidad que nombro cuando digo «yo»? Muy cardinal y esquemáticamente, dos respuestas posibles: «Yo soy yo mismo» y «Yo soy lo mío». Dos asertos complementarios, cuya síntesis aditiva y coimplicativa, puesto que cada uno de ellos no es posible sin el otro -«Yo soy yo mismo y lo mío», tal es la fórmula cabal-, nos conduciría sin rodeos a la fundamental y célebre sentencia de Ortega: «Yo soy yo y mi circunstancia». Examinemos sucesivamente esas dos esquemáticas respuestas.

a) «Yo soy yo mismo». Yo soy un ente que para nombrarse en soledad o para presentar a los demás su propia realidad puede decir y dice «yo mismo». Se trata, pues, de determinar en qué consiste psicológicamente la realidad así nombrada.

El sutil análisis intelectual de Zubiri nos ha hecho ver que «yo» -el pronombre personal de primera persona; el nombre que me doy para expresar que ahora existo dando actualidad a mi realidad propia; por tanto, el sujeto activo titular de expresiones como «yo pienso», «yo veo» o «yo paseo»- es la plena actualización y la plena expresión verbal de los modos de expresarme a mí mismo, y por tanto de ser, inherentes a las palabras «me» y «mi»: el «me» en dativo o en acusativo del «me gusta», «me duele» o «me conviene»; el «mi» en dativo, acusativo o ablativo del «a », «de » o «por », y el «mi» posesivo de «mi alegría» o «mi insomnio». La palabra «yo» no agota, desde luego, la realidad de mi persona: algo hay en mí que no alcanzo a nombrar enteramente cuando digo «yo»; pero el «yo» asume el «me» y el «mi» actualizando y expresando en la conciencia de una acción personal determinada -pensar, comer, presentarse ante los demás- una parte de lo dicho por ambos. Llamándome a mí mismo «yo», yo soy a la vez y en acto yo, mi y me, tres expresiones pronominales que se refieren a la realidad por la cual soy en el tiempo «el mismo» (un ente idéntico a sí mismo a lo largo de todas las cambiantes vicisitudes de su vida) y ocasionalmente «yo mismo» (un ente que puede segregarse de todo y enfrentarse amorosa o polémicamente con todo; por tanto, de algún modo absoluto). Más concisamente: yo soy persona, mi persona, el íntimo centro de emergencia y apropiación de los actos que me hacen ser «yo mismo» y constituyen «mi vida». Quede aquí el tema, en espera de lo que sobre él ha de decirse en páginas ulteriores.

Yo soy yo mismo. Pero, ¿puedo yo dar a otro mi «yo mismo»? ¿Puedo enajenar por donación o de otro modo cualquiera mi real condición de persona, mi realidad y mi personeidad? No, porque en el rigor de los términos, de eso que soy yo y llamo «yo mismo» sólo puedo disponer para modificarlo; porque, en su raíz, no acaba de ser «mío». Atengámonos, por el momento, no más que a la experiencia psicológica. Un día, en virtud de un proceso que puede ser lento y gradual o muy rápido y hasta fulgurante -el proceso que nos conduce de la infancia a la adolescencia- me he encontrado siendo «yo mismo». Nadie lo ha dicho más clara y directamente que Jean Paul: «Nunca olvidaré una experiencia mía de que jamás he hablado a nadie, y de la cual puedo decir el tiempo y el lugar. Siendo niño, estaba yo en la puerta de mi casa, mirando hacia la izquierda..., cuando la experiencia interior yo soy Yo vino sobre mí como un rayo caído del cielo, y desde entonces en mí ha permanecido iluminadoramente; en aquel instante, mi yo se vio a sí mismo por primera vez y para siempre». Con cuantas variantes típicas e individuales se quiera, así ocurre en el alma de todos los adolescentes; léase lo que a tal respecto enseñan Mendousse, Spranger, Carlota Bühler o Piaget. Y es así porque mi conocimiento de que yo soy «yo mismo» es siempre y no puede no ser descubrimiento y encuentro. Para descubrirme a mí como «yo mismo» -y más aún si este descubrimiento va acompañado de la taxativa expresión interna o externa de tal vivencia- necesito mirarme y verme a mí mismo; lo cual exige necesariamente una interrupción de mi fluyente actividad vital, un corte en el proceso de ir haciendo y sintiendo mi vida sin detenerme a mirarme a mí mismo en ese doble trance, y en definitiva me conduce a encontrarme con que «yo», independientemente de lo que en mi vida quiero hacer o no hacer, por debajo de todas las operaciones conscientes, semiconscientes o subconscientes de mi persona, «soy yo mismo». Paradójicamente, la raíz más honda de mi «yo mismo» no es por completo «mía»; y tal es la razón por la cual, sin haberlo decidido y querido por mí, yo me encuentro de cuando en cuando con que «yo soy yo mismo».

Pero si yo no puedo hacer donación de mi realidad personal, en tanto que tal realidad, sí puedo proponerme la aniquilación de ella; no otra cosa pretende ser el suicidio de intención metafísica, aquel en que el suicida quiere no sólo quitarse la vida -suicidio minor podríamos llamar a este-, quiere también quitarse el ser, reducirse a la pura nada, no ser, aniquilarse. Ahora bien: si es cierto que el hombre puede concebir como propósito esa metafísica, radical pretensión aniquiladora, ¿lo es también que pueda realizarla? ¿Le es dado al hombre aniquilarse metafísicamente a sí mismo? Dé cada cual su personal respuesta; yo debo limitarme aquí a decir que la mía es resueltamente negativa y a afirmar que, en todo caso, el hombre no puede dar a otro íntegramente esa realidad que nombra cuando con plena conciencia dice «yo soy yo mismo».

Puedo dar a otro, eso sí, el ejercicio efectivo de mi libertad, aquello por lo que yo soy de hecho -en acto- el yo que estoy siendo, la actividad primaria de mi persona en cuya virtud «yo soy» actual y originalmente; con palabras de Zubiri, mi libertad de «autor y actor de mí mismo». No otra cosa es la actitud vital subyacente a las fórmulas verbales: «Estoy a su disposición», «Disponga usted de mí» o «Suyo afectísimo», cuando todas ellas no son cortés mentira convencional y encierran una chispa de vida verdadera. Que esta donación puede ser consecuencia de la amistad lo demuestra fehacientemente otra fórmula ya no social: el «Soy tuyo» de esa amistad humanamente suprema que existe en el «nosotros» de la pareja enamorada. Pero la entrega voluntaria de la actividad y la libertad de la propia persona, ¿es en sí y por sí misma signo de amistad? Basta pensar en el voto de obediencia -una promesa que puede llegar hasta el perinde ac cadaver de ciertas órdenes religiosas-, para dar a esa interrogación una respuesta abiertamente negativa; porque, queriendo ser y siendo «prójimo» de sus superiores, el novicio no tiene por qué ser «amigo» suyo en el sentido fuerte y específico del término, más aún, no suele serlo.

Puedo asimismo dar a otro el fruto objetivo de la actividad primaria de mi «yo mismo»: las obras de mi operación creadora, las cosas artificiales -un cuadro, un poema, un trabajo profesional- en que se realiza y manifiesta mi condición de autor de mi vida. Tácita o expresa, llana o enfática, ¿qué es una dedicatoria, sino el ofrecimiento de una obra propia a Dios, a la humanidad, a la patria, al grupo político a que se pertenece o a una persona determinada? Me atrevo incluso a decir que, en virtud de la constitutiva estructura coexistencial de la persona humana, toda creación, modesta o egregia, es siempre «creación-para», aunque en ocasiones no sea visible y pueda no ser consciente el término intencional de este «para». Recuerdo ahora un expresivo texto de Zubiri acerca del hombre Renato Descartes: «Descartes poseyó una intensa intimidad, pero su intimidad fue, como su filosofía, doliente y callada. Al dejarla sin expresión completa, Descartes, fiel a sí mismo, fue el primer cartesiano. Su intimidad no reposó allí donde todas las apariencias y circunstancias hacían suponer que efectivamente estaba reposando. Indudablemente, el legado completo de su razón genial sólo fue para alguien, que lo recibió como un obsequio de su intimidad. ¿Para quién? Sólo Dios lo sabe». Sí: el ofrecimiento a otra persona de lo que uno libremente hace -lo sabemos- puede ser y suele ser signo de amistad; pero ¿lo es siempre? Basta pensar en otros frecuentes motivos de la dedicatoria, el agradecimiento, la admiración o la voluntad de hacerse notar, para que, como antes, la respuesta sea y tenga que ser negativa.

Todo lo cual nos lleva al segundo de los modos cardinales de dar respuesta expresa a la pregunta: «¿Qué soy yo?».



b) «Yo soy lo mío»; o como dijo Ortega, «yo soy -también- mi circunstancia», expresión que sólo puede ser bien entendida intensificando al máximo la fuerza de ese «mi» y reduciendo al mínimo la distancia a mi yo -a mi intimidad personal- de esa «circunstancia» mía. Yo soy, en efecto, lo que constitutivamente me pertenece; y así, en alguna medida y de manera cualitativamente distinta en cada caso, yo soy mi cuerpo, mi vida, mis creencias vivas, en tanto que «mías», mi vocación, mi libertad, mi amor. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón», dice el Evangelio; y puesto que yo soy tu corazón, cabría afirmar que de algún modo -en cuanto que mi tesoro es para mí, como diría Zubiri, «cosa-sentido»- yo soy mi tesoro. Pero en la conceptuación de «lo mío» es preciso proceder con cierta cautela.

«Lo mío» es el ámbito fenomenológico del das Mir-Eigene -«lo que me es propio»- de los análisis de Husserl. Ahora bien: yo creo que es necesario distinguir en ese ámbito dos campos muy distintos entre sí: el campo de «lo en mí» y el campo de «lo mío» en sentido estricto.

Llamo «lo en mí» a lo que sin serme indiferente está en mi conciencia, y por tanto en mi vida, antes de que yo me lo haya apropiado como real y verdaderamente «mío»; por ejemplo, las sensaciones placenteras o dolorosas de mi cuerpo, las vivencias que en mí produce mi relación personal con el mundo exterior. Puede estar «en mí», según esto, lo que me encuentro haciendo mi vida (vivencia del árbol que me cobija, de un dolor de muelas, del «flechazo» amoroso, de mi felicidad súbita, de mi soledad) o lo que en mi vida yo hago, antes de habérmelo apropiado personalmente: basta pensar en el estado de ánimo del poeta que quema sus versos (que los repudia, que no quiere que sean «suyos») o de la persona que se arrepiente de sus propias acciones, apenas han sido ejecutadas por ella. Algo puede haber «en mí», incluso hecho por mí mismo, que no llega a ser «mío». Pues bien: haciendo donación de «lo en mí», no puedo decir que me haya dado a mí mismo, que en verdad haya donado algo de mi propio ser. Por esto, antes lo veíamos, dar a otro lo que yo tengo y lo que yo hago no llega a ser verdadera amistad, aunque tales acciones pertenezcan esencialmente a la integridad de la relación amistosa.

Llamo por otra parte «lo mío» a lo que real y verdaderamente pertenece a la intimidad de mi persona, como parte propia y constitutiva de ella: a todo aquello sin lo cual yo, en mi más profundo sentir, no podría seguir siendo «yo mismo»; a la zona de mi realidad personal en que se funden el «tener» y el «ser», para decirlo superando la tan conocida contraposición metódica de Gabriel Marcel. Desde este punto de vista habría que plantear el problema de la conversión, sea esta religiosa o profana. Pero el campo de «lo mío», ¿es en rigor fenomenológicamente unitario? No lo creo. Una reflexión atenta nos obliga a distinguir en ese campo «lo mío por imposición» y «lo mío por apropiación». La «imposición» de que hablo no es, claro está, una coacción externa; tal coacción puede en ocasiones forzarme a aceptar algo en la facticidad de mi vida, pero no a hacer que lo así aceptado por mí llegue a ser real y verdaderamente «mío». Yo llamo ahora «lo mío por imposición» a todo lo que para mi bien o para mi mal forzosamente tengo que considerar mío; en último extremo -más allá, por tanto, de las notas en que se realiza mi propia constitución psicobiológica: que yo sea blanco o negro, varón o hembra, alto o bajo, inteligente o torpe, etc.-, al sentimiento primario de mi propia existencia, a la básica y radical vivencia de mi real condición de ser «yo mismo». Heidegger la denomina «cuidado» (Sorge) y «angustia» (Angst); Sartre, «náusea»; Maine de Biran la había llamado effort d'étre; San Agustín, inquietudo; metafóricamente, en cuanto poetas, otros, como Luis Rosales, hablan de «sed». Puesto que trato de moverme en la línea del pensamiento de Zubiri, yo preferiría decir que es la vivencia o protovivencia en que fenomenológica y psicológicamente se expresa la «impresión de realidad» que por necesidad metafísica lleva consigo el hecho de ser en el mundo persona humana. Bien. Cualesquiera que sean la interpretación y el nombre que uno elija, lo decisivo ahora es que esa vivencia, quiéralo yo o no lo quiera, es «mía»; lo es, pues, «por imposición». Mi relación con ella es anterior al ejercicio de mi libertad. Penoso o placentero, el sentimiento de mi cuerpo en tanto que cuerpo no pasa de estar «en mí», y tal es la clave de la multiplicidad de los modos de mi comportamiento frente a él. Llámela cuidado, náusea, esfuerzo de ser, inquietud, sed o experiencia de la impresión de realidad, la vivencia radical de mi existencia se me impone como «mía» desde una zona de la realidad anterior a la objetivación y a la personal atribución de propiedad; emerge, constituyendo la raíz metafísica y psicológica del «me», el «mi» y el «yo mismo», desde el fondo de mi propia realidad. Con otras palabras: yo me encuentro a mí mismo «puesto» en la existencia, y por esto la vivencia de ser y estar en ella se me muestra como «impuesta».

Porque «lo suyo por imposición» es real y verdaderamente «suyo» es por lo que los hombres -salvo excepciones que a este respecto plantean un problema grave, aunque no un problema insoluble- no se suicidan. Pero el «no-suicidio» no excluye que esa primaría y radical vivencia de existir adopte en su concreción psicológica dos formas principales, polarmente contrapuestas entre sí: la existencia como regalo («Me han regalado la existencia», dice, aun en los momentos de mayor desgracia, el que así la siente), y la existencia como condenación («Estoy condenado a existir», exclama, aun en los momentos de mayor bienestar, quien así la entiende). Al primero pertenece la concepción de la existencia en el mundo como misión («la vida es misión»: Zubiri); al segundo, la visión de la mundanidad de la existencia como arrobamiento o derrelicción (Heidegger). Diversamente mezclados entre sí, ambos modos de sentir y entender la condición humana se dan siempre, pienso yo, en la concreta realidad viadora del hombre, de cada hombre.

En el campo de «lo mío» hay, por otra parte, «lo mío por apropiación»: todo lo que yo, poniendo en juego mi vocación, mi libertad y mi voluntad -sin deliberación muy expresa, tantas y tantas veces-, he podido, querido y sabido hacer real y verdaderamente «mío», y convertirlo así en parte constitutiva de mi intimidad y mi realidad. Es el más propio y personal «haber» de ese sujeto posesivo que llamo «yo mismo»; el mosto de «la interior bodega», diría San Juan de la Cruz.

La faena psicológica de la apropiación personal tiene un «qué» y un «cómo». ¿Qué es lo que en mi vida yo hago «mío»? Dos órdenes de contenidos de mi conciencia: lo que estaba en mí por habérmelo encontrado haciéndome cargo de mí mismo (vivencias de mi propio cuerpo y del mundo exterior, ocurrencias triviales o geniales -la estructura exagonal del benceno en la imaginación de Kekulé, por ejemplo- que puedan surgir en mi mente) y lo que estaba en mí por haberlo yo creado haciendo mi vida (la vivencia de mis acciones y mis obras, sean estas vulgares o egregias). Sólo cuando el poeta se ha apropiado sus propios versos, valga la redundancia, sólo entonces los llama «suyos» y puede hablar justificadamente de «su» creación. ¿Y cómo yo logro hacer «mío» lo que al fin llega a serlo? ¿Cómo incorporo a mi realidad personal, por tanto a mi propio destino, algo o mucho de lo que estaba en mí? En otras páginas y en relación con un problema muy concreto, la personalización de la propia enfermedad -véanse mis libros La historia clínica y La relación médico-enfermo-, he apuntado, en espera de ulteriores elaboraciones, lo que sobre la estructura de ese «cómo» pienso yo.

Concíbase ese «cómo» de un modo o de otro, sea cualquiera la particular materia del «qué» de lo aceptado como propio, lo importante ahora es precisar lo que en último término y con pleno rigor es «mío» en todo acto de apropiación. A mi juicio, cuatro cosas distintas:

  1. Mi intención: el acto de querer libremente que «lo en mí» llegue a ser real y verdaderamente «mío»; el concreto ejercicio de mi libertad, el uso concreto de ella. Mi libertad, el hecho primario de que yo sea libre, es mía por imposición: «estoy forzado a ser libre», escribió -antes que Sartre- Ortega; el concreto ejercicio de mi libertad, por tanto mi intención, es mío, en cambio, por apropiación.
  2. Mi esfuerzo: el acto de luchar contra mi propio límite ocasional para que este, ampliándose, llegue a englobar dentro de sí algo que antes no era y luego va a ser real y verdaderamente «mío». La vivencia de poseer un límite es mía por imposición: yo estoy forzado a tener límites; mi esfuerzo contra la ocasional concreción de esos límites -y consecutivamente la vivencia del nuevo límite logrado mediante ese esfuerzo mío- son, en cambio, míos por apropiación.
  3. Mi logro: la personal experiencia de lo que con mi intención y mi esfuerzo yo haya conseguido, el buen éxito o el fracaso de mi empeño; más exactamente, la mezcla de buen éxito y fracaso, con predominio mayor o menor del uno o del otro, a que en mis acciones siempre llego. Al término de todos los empeños personales -hasta en los más logrados, hasta en los más desastrosos- una singular mixtura de posesión y decepción nos aguarda. En la aceptación del fracaso se halla la más fina autenticidad del hombre, afirma Jaspers. Completando esa honda e innegable sentencia, yo diría que el hombre es auténticamente hombre cuando ha sabido hacer suyos a la vez el logro y el fracaso con que siempre topa al término de sus más personales empresas47.
  4. Mi responsabilidad: el estado de mi conciencia moral cuando, deliberadamente o no, pongo en relación con mi deber moral -con lo que yo vivo como deber moral- mi intención y mi conducta. El resultado será a veces un sentimiento de justificación, y a veces un sentimiento de culpa; casi siempre, la vivencia de una sutil mezcla de ambas, porque nunca es uno absolutamente bueno, ni llega a ser absolutamente malo. Pues bien: la autenticidad de nuestra existencia exige la íntima apropiación personal de esa vivencia de nuestra propia responsabilidad.

Referidos a mis acciones más estrictamente personales, estos cuatro datos de mi conciencia -intención, esfuerzo, vivencia de logro o de fracaso, responsabilidad- son en último extremo lo verdaderamente «mío»; lo que de mí me pertenece en tanto que yo me poseo mei iuris a mí mismo, cabría decir, con la bien conocida expresión jurídica. Y puesto que «lo mío» es parte esencial de mi ser, ya sé lo que en verdad puedo yo dar a otro cuando, además de algo de lo que tengo y algo de lo que hago, quiero darle algo de lo que soy.





3.- Recapitulemos las principales etapas del camino hasta ahora recorrido. Este tuvo su punto de partida en la suma de una afirmación y una pregunta: la afirmación de que la amistad es un modo peculiar de la relación amorosa entre hombre y hombre y la pregunta por la peculiar índole de esa relación. Dar libre y amorosamente a otro algo de lo que se tiene y algo de lo que se hace es condición necesaria de la amistad (sin esa donación no puede haber amistad verdadera), pero no llega a ser condición suficiente de ella (en sí y por sí misma, esa donación no es todavía verdadera amistad). La vinculación amistosa con otro exige dar a ese otro algo de lo que uno es; y entre todo lo que es el hombre en cuanto tal, lo único que como suyo puede libremente dar se halla constituido tanto por los diversos contenidos de su conciencia a que él pueda considerar en verdad «propios», como por los cuatro momentos integrantes del proceso de apropiación que en la intimidad de su ser llegó a hacer real y verdaderamente «suyos» esos contenidos de su fuero interno: la intención, el esfuerzo, el logro y la responsabilidad. En suma: la actividad psíquica que, supuestas la benevolencia y la beneficencia, resulta ser condición necesaria y suficiente para que una vinculación amorosa interhumana merezca sui iuris el nombre de «amistad», consiste en la donación de una parte de aquello que en la intimidad personal del donante es a la vez propio y comunicable. Más brevemente, en la donación de una parte de la propia intimidad; por tanto, en el ejercicio de la confidencia. La amistad queda, pues, psicobiológicamente constituida por la sucesión de los actos de benevolencia, beneficencia y confidencia que dan su materia propia a la comunicación con la persona de aquel a quien uno llama «amigo».

¿Qué hubiera debido suceder entre el Samaritano y el herido, preguntaba yo en páginas anteriores, para que se hiciese real y verdadera amistad la ejemplar projimidad que la misericordia del primero había hecho surgir entre los dos? Ya entonces lo apunté: la comunicación de alguna confidencia. Pero lo que allí fue respuesta rápidamente anticipada es ahora, creo, respuesta suficientemente razonada. ¿Qué habrá de sumarse a la leal, asidua y empeñada colaboración entre dos miembros de un mismo equipo de trabajo, volví a preguntar más tarde, para que su relación de camaradería llegue a ser, por añadidura, genuina amistad? Otra vez la misma respuesta: el intercambio de alguna confidencia. Lo cual -si queremos proseguir con paso firme nuestro análisis- nos obliga a examinar con algún detenimiento lo que la confidencia realmente es.








ArribaAbajoCapítulo II

Psicología general de la amistad (II)



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La confidencia, parte integral y nota distintiva de la relación amistosa. No se trata, por supuesto, de una afirmación nueva. Implícita ya en los análisis psicológicos y éticos de Aristóteles -recuérdese la energía con que el Estagirita subraya el papel de la convivencia (tò syzên) en la realización de la amistad verdadera (Eth. Nic. 1157 b 19, 1171 a 36, etc.)-, esa afirmación aparecerá con toda explicitud en los textos de Cicerón, de Aelred, de Santo Tomás, de casi todos los autores modernos: el «vivir en otro» de Voltaire, la «apertura del corazón» de Kant, tantos más. Pero acaso mis consideraciones precedentes puedan ayudar en alguna medida a la cabal comprensión del nexo que tan esencialmente vincula entre sí la confidencia y la amistad. ¿Cuál es la estructura psicológica y cuál el sentido profundo de la confidencia? Tal debe ser ahora nuestro tema.

Déjeseme repetir lo que ya sabemos: que la confidencia es la donación de una parte de la intimidad propia -esto es: de una parte de aquello que en la intimidad de un hombre es real y verdaderamente «suyo»- a la persona del amigo. Así concebida, tratemos de desentrañar sucesivamente el contenido, la génesis, el mecanismo psicológico, los grados, los modos, los efectos y las más importantes implicaciones existenciales de la confidencia. Pero, como en el caso de la amistad misma, tal vez no sea inoportuno comenzar este empeño desligando con cierta precisión el acto confidencial de otros dos que en alguna medida le son próximos: la confesión y la liberación catártica.

También en la confesión se comunica a otro, un juez o un policía en la confesión jurídica o procesal, un sacerdote en la confesión religiosa, una parte de la propia intimidad; y salvo en el caso de las confesiones policíacas arrancadas mediante la tortura o las drogas, también en este caso es voluntaria esa comunicación. Una diferencia esencial hay, sin embargo, entre la confesión y la confidencia: en aquella no se dice lo confesado a «tal otro», a una persona determinada e insustituible, como en la verdadera confidencia acaece, sino al representante del poder supraindívidual, Justicia, Estado, Orden Público, Partido o Divinidad, ante el cual uno confiesa lo que del caso sea. Ni siquiera «confesiones» como las de San Agustín y las de Rousseau pueden ser confundidas con la confidencia, pese a la gran cantidad de revelaciones íntimas que hay en ellas; porque San Agustín -que confiesa su intimidad a Dios, al Quién supremo que ya la conocía- escribe para el provecho espiritual de quienes como prójimos suyos reciban las palabras de su libro, y Rousseau -que habla de sí mismo ante una hipotética «conciencia general» de la humanidad- no quiere ser leído por tal o cual hombre determinado, sino por cualquiera en quien la naturaleza humana suscite alguna curiosidad intelectual. Con no poca razón afirma Le Chevalier que la confidencia se mueve «dentro del pudor» y la confesión «más allá del pudor y el impudor».

Algo análogo cabe decir de la liberación catártica, sea o no sea técnica su provocación. En la catarsis técnica -la psicoanalítica, por ejemplo- uno revela su intimidad consciente, e incluso su transintimidad subconsciente, ante «el» psicoterapeuta. Es verdad que el problema se complica bastante por obra de la transferencia y la contratransferencia; pero como creo haber demostrado en mi libro La relación médico-enfermo, en modo alguno es fenomenológicamente posible confundir la vinculación transferencial con la vinculación amistosa. Mucho más claro resulta todo en la liberación catártica no técnica; esto es, en el «desahogo» que a veces siente el ánimo cuando se cuenta a un conocido o a un desconocido -piénsese en tantas y tantas conversaciones con simples compañeros de tren, durante un viaje nocturno- algo que interiormente cosquillea u oprime. ¿Quién se atrevería a llamar «confidencia» a todo esto? Lo cual, pronto lo veremos, tampoco quiere decir que la «tendencia al desahogo» carezca por completo de relación con el acto confidencial.

Dejemos ahora el problema de la delimitación conceptual de la confidencia y entremos resueltamente en su análisis interno, según los puntos más arriba enunciados. Trataré de ser breve y claro.

Ante todo, su contenido. ¿Cuál puede ser la materia de la confidencia? Lo sabemos: cualquier contenido de la conciencia propia -cualquier vivencia intelectual, afectiva, estimativa o estética-, con tal de que su expresión lleve consigo, siquiera sea de un modo velado o indicativo, la de aquello por lo cual esa vivencia pertenece como «propia» o «suya» a la intimidad del que habla: la intención de que antaño fue resultado o con que ahora se la manifiesta, el esfuerzo con que uno la logró y la hizo suya, el éxito o el fracaso personales -por tanto, el sentido subjetivo48- que lleva consigo el hecho de vivirla como propia, la personal responsabilidad que pueda entrañar su posesión íntima.

No, no es preciso que el contenido de lo que uno confía a otro sea para él cosa honda y grave. A veces la confidencia puede tener como materia un dato en apariencia trivial; la simple declaración de la propia identidad ante un desconocido, cuando con este acto uno pretenda hacerse, en la medida que sea, amigo suyo. El Samaritano y el herido no se conocían entre sí. Después de haberse hecho aquel «prójimo» de este con su benevolente y benéfica misericordia, ¿no es cierto que habría empezado a ser su «amigo» si al despedirse de él le hubiese dicho algo tan sencillo y -aparentemente- tan superficial como «Mi nombre es A.» o «Yo soy A.»? Decir a otro con benevolencia el nombre propio, ¿no es acaso darle el «Sésamo, ábrete» del camino hacia una posible amistad? Vuelvo a lo antes dicho: hablar a otro confidencialmente, en el sentido propio y fuerte de la palabra confidencia, no exige decirle cosas muy hondas o muy graves, y mucho menos expresarse con solemnidad. La solemnidad requiere el contorno de un público, y el amigo -«amigo» es justamente lo contrario de «público»- pide más bien aislamiento y llaneza.

Desde el punto de vista de su causa eficiente, la génesis de la confidencia lleva en su seno, fundidos entre sí, mejor dicho, asumidos el uno en el otro, dos motivos distintos: lo que en la determinación del acto confidencial es «impulsión» y lo que en ella es «deliberación». Muy finamente supo verlo Thomas Mann, cuando en el capítulo final de La montaña mágica hace decir a Weksal que el hablar a otro es una «necesidad» de nuestra naturaleza, y a Castorp, complementariamente, que también es un «derecho» del hombre, de la persona humana.

Es en cierto modo «necesidad» la confidencia, porque en la «impulsión» hacia ella tiene nuestra naturaleza una de sus notas constitutivas; si se quiere, porque el hombre es por naturaleza, y tanto en el orden de la operación como en el orden de la expresión, ens effusivum sui. Dando forma rigurosa a un certero, pero impreciso aserto de Le Chevalier, cabe afirmar que en la realidad física del hombre se articulan y complementan una «conciencia interrogativa» (mirar a otro es siempre interrogarle con los ojos, aunque tantas veces sea algo más) y una «conciencia efusiva» (mirar a otro es efundirse de algún modo hacia él, aunque con frecuencia sea manipuladora y aniquiladora la intención de que nace y con que se derrama esa mirada). Acaso nadie haya enunciado con tanta vivacidad y tanta agudeza como Santa Teresa de Jesús el carácter inmediato de la impulsión a la confidencia: «Es harto, estando [el alma] con este gran ímpetu de alegría -escribe-, que calle..., y no poco penoso»; y si quien siente ese ímpetu es mujer, «se aflige del atamiento que le hace su natural [su natural: en este caso, la segunda naturaleza que daba el ser mujer en la sociedad de que Santa Teresa era parte], y ha gran envidia a los que tienen libertad para dar voces» (Moradas sextas, VI, 11 y 3)49.

Pero esa tendencia a la expresión de sí mismo se halla ambivalentemente fundida en nuestra naturaleza con una «impulsión al secreto», al mantenimiento en no compartida y recoleta propiedad de todo lo que en el seno de la intimidad personal se posee como «cosa propia». «Uno es el hombre de todos -y otro el hombre de secreto», dice Unamuno en su Cancionero. Por naturaleza, ser persona humana es a la vez tender a abrirse al otro y tender a vivir en el seno de sí mismo. Pues bien: para orientar factualmente la conducta en uno o en otro sentido, es necesaria una decisión libre y más o menos deliberada; en definitiva, como antes dije, la «deliberación». Por esto puede, afirmar Thomas Mann a través de Hans Castorp que el hablar a otro es un «derecho» y, por añadidura, que «hay derechos de los cuales es mejor no hacer uso». La variable relación con la persona que uno tiene delante de sí -esto es: que esa persona sea para uno amiga, indiferente o enemiga- y, conexa con tal relación, la situación vital en que ocasionalmente se exista, determinarán que en la conducta prevalezca uno de los momentos de ese ambivalente impulso, bajo forma de confidencia en ciertos casos y de reserva en otros, o que la comunicación, en tantos más, no pase de ser charla indiferente o trivial. Lo que en la persona del que habla es tendencia natural, «naturaleza», queda así gobernado y modulado por lo que en esa persona es «libre voluntad».

Así entendida su génesis, ¿cuándo será en verdad amistosa, desde el punto de vista de esa misma génesis, la comunicación confidencial? Indudablemente, cuando la confidencia sea hecha con la intención de lograr un bien, tanto para quien la hace como para quien la recibe. Conviviendo ambos lo que uno confía al otro, los amigos, sin mengua de estar viviendo su respectiva realidad personal -enriquecida en el confiante por el hecho de sentir y saber que es amistosamente compartido lo que de sí mismo está dando, incrementada en el confidente por el hecho de recibir en sí y para sí mismo lo que amistosamente le dan-, los amigos, digo, viven juntos en la comunión entitativa que establece el poder llamar «nuestro» al contenido de la confidencia y en la comunión afectiva que crea el compartir entonces una misma emoción; y en esto, precisamente en esto consiste el bien real a que intencionalmente aspiraba, por parte de su protagonista, la comunicación confidencial. Hecha por el confidente con otra intención, se convierte en simple desahogo; aceptada por el confidente desde otra actitud, se trueca en mera curiosidad. En suma: comunión unificante e individual punto de vista, convivencia íntima y respectividad personal, unum ex duobus y duo ex uno, cabría decir, completando a Cicerón y Santo Tomás con Voltaire y Schleiermacher, se juntan y articulan sutilmente entre sí en el acto de la verdadera confidencia. Por eso en ella, genuino «secreto à deux», pueden realizarse a la vez, superando antinomias no del todo radicales, el impulso hacia la efusión y el impulso hacia el secreto que íntima y simultáneamente operan en la naturaleza misma del hombre.

Apunta en las líneas precedentes el mecanismo psicológico de la confidencia, cuando esta es amistosamente aceptada y da lugar a la conversión de «lo mío» -lo que yo quiero confiar a mi confidente- en «lo nuestro». Tal mecanismo no puede ser otro que la «coejecución» o ejecución simultánea, conjunta y solidaria de una misma vivencia; el Mitvollzug interpersonal de que hace tantos años habló Max Scheler. Sólo coejecutando de algún modo su vida personal creemos a otro hombre, cuando de lo que él nos está hablando es de sí mismo. «La persona sólo puede serme dada -decía Scheler en Esencia y formas de la simpatía- en cuanto que yo coejecuto sus actos, cognoscitivamente en la comprensión..., moralmente en la libre secuacidad». Lo cual llega a ser máximamente explícito e intenso en el caso de la confidencia amistosa, cuando es verdadero «amor constante» el de quien la hace y verdadero «amor creyente» el de quien la recibe; entendidas ambas expresiones en el preciso sentido que a una y otra quise dar yo en mi libro Teoría y realidad del otro. Acudan a él los que sobre este punto deseen más amplia información.

En la confidencia, antes lo indiqué, tiene que haber y debe haber grados. Tiene que haberlos, porque no es psicológicamente posible una confidencia abarcadora de toda la intimidad propia. Nadie, en efecto, puede ser dueño en acto de toda su intimidad; como diría San Agustín, en mí hay siempre algo -o Alguien- interior intimo meo, más interno que mi propia intimidad. Mi realidad personal es bastante más de lo que yo vivo cuando desde ella y acerca de ella pronuncio la palabra «yo». Tiene que haberlos, además, porque la confidencia, en tanto que expresión somática -verbal o no verbal- de una intimidad, hace que esta quede parcialmente «realizada» en el espacio y en el tiempo, y por consiguiente «parcelada» o «recortada» según el contorno que impone el singular contenido de lo que en ella se confía al otro. Muy fina y lindamente nos lo hace entender una copla famosa:


Dijo a la lengua el suspiro:
échate a buscar palabras
que digan lo que yo digo.



Mas también el suspiro «recorta» de algún modo el contenido de la intimidad, y por eso es posible añadir a esa copla esta otra:


Dijo al suspiro el silencio:
yo digo lo que tú quieres decir,
y no estás diciendo;



puesto que, en efecto, sólo a través de un silencio expresivo y efusivo puede el hombre dar de sí mismo a otro -a otra persona terrenal, a Dios o a un sucedáneo de Dios- todo lo que de sí mismo puede dar.

Debe por otra parte haber grados en la confidencia, porque también los hay en la amistad y, a la vez, porque así lo exige esa nota constitutiva de la relación amistosa que Kant llamó «respeto». Por muy íntima que sea una amistad, yo debo en ella respetar mi propia persona y la persona de mi amigo, y esto me obliga a que la confidencia hacia él, en contraste con lo que debe ser mi íntima confesión a Dios, nunca se convierta en un impúdico o cínico strip-tease moral. He aquí cómo Jorge Guillén nos lo dice en su poema «Querido amigo»:


Amigo: no querrás que te confíe
todo mi pensamiento,
porque te dolería inútilmente
cruel veracidad.
Simple rasguño hiere al delicado.
Una sola palabra acabaría
con la dulce costumbre
de entendernos hablando entre fricciones
evitables, silencios.
Ocurre a veces que algún alma clara
sin dolor no podría oscurecerse,
y resiste y se opone a la tan íntima
discordia entre vocablo y pensamiento:
«Verdad a toda costa».
¿Lujo quizá imposible?
El embrollo diario es más complejo
que la verdad, acorde simplicísimo.
La sutil, la difícil vida impura
va con el corazón. Vivamos. Hombres,
y aquí. ¿Drama fatal?
Querido amigo...



Dos conclusiones, pues, y otros tantos puntos de meditación: que el silencio es a la vez el límite expresivo y el halo significativo de toda posible expresión confidencial -por tanto, un más allá de todo lo dicho en ella, el más allá que bosquejan las posibilidades propias cuando se hacen tácitas promesas a otro-; y, por otra parte, que en el análisis de la relación entre la confidencia y la verdad es forzoso trascender -sin desconocer, desde luego, su realidad ineludible- ese «embrollo diario» de que nos habla el poeta, embrollo más complejo, sin duda, que el «acorde simplicísimo» en que la verdad consiste, pero harto menos profundo y radical que ella.

Además de grados, la confidencia puede tener -más aún, ha de tener- modos, y tanto por su contenido, porque este puede referirse, según los casos, a vivencias de muy diversa índole, sensoriales, intelectuales, estéticas, estimativas o afectivas, como por la forma que en cada caso adopte su expresión. Hay, en efecto, confidencias a través de la palabra, confidencias a través del gesto y confidencias a través del silencio. Con todos sus elementos expresivos, la palabra dice y sugiere. El gesto indica y, a la vez, abre horizontes significativos; indica con agudeza -un leve guiño, por ejemplo- cuando se refiere a algo muy preciso, y abre horizontes llenos de imprecisa y prometedora significación -un abrazo cordial, el movimiento de una mano que cálidamente dice «estoy contigo»- cuando más bien expresa una actitud personal que un juicio o un hecho bien determinados. A través de una mirada oferente y aceptadora, el silencio, en fin, es capaz de entregar intencional y confidencialmente lo que ya no cabe en el vaso de la palabra y en la indicación o la sugestión del gesto: la totalidad del propio ser. «Y luego habrá quien nos diga -escribía Ortega en sus años postreros-: Vamos a hablar en serio de tal cosa. ¡Como si esto fuese posible! ¡Como si hablar fuese algo que se puede hacer con última y radical seriedad, y no con la conciencia dolorida de que se está ejecutando una farsa -farsa, a veces, noble, bien intencionada, inclusive santa- pero, a la postre, farsa! Si se quiere de verdad hacer algo en serio, lo primero que hay que hacer es callarse». Palmaria verdad, que en modo alguno invalida las que acerca de la confidencia -en torno a la cual debe haber siempre, recuérdese, un significativo halo de silencio- acabo yo de exponer50.

Y si todo esto es el acto confidencial, ¿cuáles serán sus efectos en quienes como confiante y como confidente lo ejecutan? Yo diría que esos efectos son principalmente dos: la comunión vital y la nivelación personal. Sobre la comunión vital -que no es meramente la unio affectiva de la doctrina tomista, porque la coejecución de vivencias intelectivas y estimativas es también parte integral suya-, algo se ha dicho en anteriores páginas. Añadiré ahora que cuando procede de una verdadera confidencia amistosa, esa comunión, unas veces a través de la alegría, otras veces a través del dolor, lleva siempre en su seno una chispa de felicidad. El dolor excluye o enturbia el placer, mas no hace imposible la felicidad. Y el hecho de vivir en auténtica comunión -con la naturaleza cósmica, con otra persona, con la humanidad entera, con Dios-, ¿no es acaso el nervio mismo de esa ocasional y fugaz tangencia con la plenitud del propio ser a que todos los hombres damos el nombre insigne de «felicidad»? Por otra parte, la nivelación personal, el hecho de que por obra de la confidencia lleguen el confiante y el confidente a coexistir en un mismo nivel vital y ontológico, cualesquiera que sean las diferencias personales y sociales entre uno y otro. Sólo la genuina confidencia hace íntimamente indudable esta gran verdad: que la igualdad y la fraternidad entre los hombres, además de ser un hecho natural, pueden ser una situación personal; porque el hombre, que por naturaleza es par y hermano del entre ellas, la relativa a la temporalidad y la tocante a la libertad y a la amistad. Sólo así alcanzan a ser realidades plenariamente humanas -más aún: sólo así dejan de ser meros conceptos formales o simples consignas abstractas- la igualdad y la fraternidad de los hijos de Adán.

Unas palabras todavía acerca de las implicaciones existenciales de la confidencia. Dos tan solo voy a considerar entre ellas, la relativa a la temporalidad y la tocante a la veracidad. Dos van a ser, por tanto, los únicos temas de mi breve reflexión: la relación entre el acto confidencial y el tiempo del hombre y el problema de la conexión entre ese acto y la verdad personal.

Realizándose en su presente, la existencia del hombre se distiende a la vez hacia el pasado de que ese presente viene (en cuanto que desde él se recuerdan las situaciones y los proyectos que le han determinado) y hacia el futuro a que ese presente se encamina (en cuanto que desde él se proyectan y esperan las situaciones y las metas que deben ser su ulterior consecuencia). Pues bien: cuando el presente es un acto de confidencia, esa distensión se trueca en conversión, y el éxtasis de la temporalidad51 se hace por un momento, sí se me permite castellanizar el contrapuesto término griego, én-stasis transtemporal. La puntualidad temporal del «yo» es un corte ocasional entre el pasado y el futuro de quien hacia afuera pronuncia ese pronombre o dentro de sí mismo lo vive; por contraste, el instante de un «nosotros» en verdad profundo -y máximamente profundo es el que entre dos hombres establece la confidencia- no es corte vital, sino recogimiento en la unidad de la díada, mutua asunción de la existencia en una coexistencia comunitiva. Por obra de un acto auténticamente confidencial, la integridad del tiempo humano deja de ser distensión extática desde un tajo y se hace conversión en-stática dentro de una morada52. Dar por los amigos la propia vida: máximo heroísmo. Dar al amigo lo que uno es: máxima fidelidad.

Nota esencial de la confidencia es el pudor; con razón indudable lo ha subrayado Charles Le Chevalier. Sólo por obra del pudor pueden concíliarse entre sí nuestra tendencia a la expresión y nuestra tendencia al secreto, y sólo cuando es finamente pudorosa deja de ser taimadamente cautelosa, por tanto, egoísta, la reserva que el respeto a la propia persona y el respeto a la persona del amigo comúnmente piden. Lo cual impide por una parte que el acto confidencial sea puro cinismo, y exige, por otra, que la esencial verdad de la confidencia -la expresión «confidencia mentirosa» podría ser el óptimo ejemplo de una contradictio in adjecto- quede sutilmente vestida por lo que ella sugiere y no dice.

Las verdades lógicas y las verdades científicas pueden y deben ser «verdad desnuda», expresión directa de todo y sólo lo que con ellas se quiere decir. Las verdades personales -las que se refieren a la concreta realidad de una persona, las «verdades del corazón», irreductibles siempre a ese «acorde simplicísimo» de que nos hablaba el poema guilleniano- tienen que ser y deben ser siempre «verdad vestida». Vestida, ¿de qué? ¿De una incitante hoja de parra, de un ingenioso atuendo retórico? Cuando la mutua relación de los que entre sí hablan es puramente social, tal vez; cuando esa relación es verdaderamente amistosa y confidencial, no. Entonces el vestido no puede ser otra cosa que un halo de silencio: ese silencio a la vez recatado y sugeridor, por obra del cual, con un pudor que es la contención suave y exquisita de una dignidad consciente, no el primario gesto de sorpresa de una inocencia idílica, llega a ser adultamente pudorosa la expresión confidencial. El pudor que, como tan bien supo decirlo La Fontaine, sabe a veces ahorrar a su amigo el amigo verdadero:


Il cherche vos besoins au fond de votre coeur,
Il vous épargne la pudeur
De les découvrir vous-même
Un songe, un rien, tout lui fait peur,
Quand il s'agit de ce qu'il aime.



Sabemos ya de qué modo es peculiar la comunicación amorosa entre hombre y hombre, cuando se realiza como amistad. Más brevemente: sabemos ya en qué consiste la confidencia. Ya podemos pasar, por tanto, al examen de la segunda de las proposiciones que contiene nuestra inicial definición de la relación amistosa.




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III.- Comunicación entre dos personas.

Dos asertos sucesivos declara esta nueva proposición: que los amigos son amigos entre sí en tanto que personas y que la relación amistosa sólo alcanza su plena actualidad cuando son dos las personas por ella vinculadas. Examinemos uno y otro por separado.

1.- Los amigos son entre sí amigos en tanto que personas. Esto es: no por su condición «natural» de individuos de la especie zoológica que llamamos «especie humana», «género humano» o «humanidad», sino por la condición «personal» que a cada uno de ellos les otorga su realidad propia; una realidad individual que a la vez que orgánica y viviente es íntima, libre y -por esto precisamente puede ser «propia»- capaz de apropiación. La peculiaridad específica del hombre consiste en poseer una «naturaleza personal», una realidad cósmica y transcósmica a la vez. Lo cual da lugar a que en la vida de los individuos de la «especie humana» se fundan de manera más o menos unitaria dos modos factuales de operación: los actos que preponderantemente pertenecen a la dimensión cósmica de su naturaleza (a la masa psicosomática de su «organismo») y los que preponderantemente dependen de la dimensión transcósmica de ella (al principio espiritual de su «persona»)53. Pues bien: aunque la amistad -como por lo demás, todo lo que el hombre es y todo lo que el hombre hace- cobre su realidad concreta en la integridad psicosomática del ser humano, la condición de amigo procede en su principio y en su esencia de aquello por lo cual el hombre es persona. Más claramente: uno no es amigo de sus amigos por ser organismo, cuerpo específica, racial, sexual, biotípica e individualmente constituido, sino, más allá de lo que en él es organismo, por ser centro íntimo de actos de intelección, libertad y apropiación: aquellos en cuya virtud él es, en el rigor de los términos, realidad personal, persona.

Obvia verdad, se dirá. Pero tal vez no sea ocioso formularla aquí para hacer patente el radical error de todos aquellos que a lo largo de los siglos han visto la amistad como una forma especialmente viva del genérico «parentesco» y del «amor natural» que unen a todos los hombres entre sí sólo por el hecho de serlo (el oikeion y la philla kath'hoson ánthrôpos de Aristóteles; la oikeiôsis y la philanthrôpía de los estoicos y Cicerón; la communicatio in forma y el amor de Tomás de Aquino; la «simpatía» de Shaftesbury y la ulterior psicología inglesa); y a mayor abundamiento, de todos los que han entendido la relación amistosa como el modo humano de la «atracción simpática» hacia la que por naturaleza tenderían todos los seres del universo (ciertos estoicos, entre los antiguos; Erasmo, Hutcheson, otros pensadores ingleses y no pocos románticos alemanes, entre los modernos; y según la línea de su pensamiento filosófico, el propio Tomás de Aquino). No: ni la raíz de la amistad está en el «parentesco» natural de todo el género humano, ni el amor erótico (el érôs, en un sentido a la vez sexual y metafísico del término) es una hyperbolê, una exageración de la philía, como Aristóteles dijo, ni la amicitia resulta de una superabundancia del amor naturalis, como enseñó Santo Tomás. Más razón tuvo el Estagirita cuando para definir la phílêsis, el cariño, la amable disposición frente a todo lo que uno encuentra grato, y para distinguirla de la genuina philía, afirmó que aquella es practicada «por simple afección» (katà pathos) y esta otra «por hábito» (kath' héxin, por la virtud de un modo de ser perteneciente a lo que luego habíamos de llamar «segunda naturaleza» nuestra), y que en consecuencia exige de quien la ejercita cierta elección, procedente, a su vez, de la voluntad y de una disposición adquirida. Pero esta indudable, aunque -como vamos a ver- parcial razón de Aristóteles, sólo puede ser suficientemente explicada mediante un concepto antropológico y metafísico a que él no pudo llegar, el concepto de «persona».

He aquí -en mi opinión, al menos- cómo acontecen las cosas: respecto de los demás hombres, reiteradamente nos lo ha enseñado a ver la psicología actual, en el psiquismo del ser humano hay por naturaleza un sentimiento en cuyo seno, con predominio mayor o menor de cada uno de ambos momentos, se funden y oponen entre sí una «tendencia a la afección», a la «ternura», diría Rof Carballo, y la «tendencia a la agresión» descrita por Lorenz. Por esto he dicho que era sólo parcial la razón de Aristóteles. Pues bien: operando sobre esa primera naturaleza psicobiológica, más afectuosa en unos individuos, más agresiva en otros, la situación histórica y social, la educación, el azar y, bajo forma de libre y reiterada decisión, la libertad personal -en definitiva, nuestra persona-, hacen que frente a tal hombre o tal otro nazca en nosotros un modo de la vinculación interhumana cualitativamente nuevo, esencialmente distinto, por consiguiente, de la mera afección, aunque casi siempre la asuma en su seno; ese a que en el sentido más estricto y más fuerte de las tres palabras, los griegos llamaron philía, los latinos amicitia y nosotros llamamos «amistad». Los capítulos subsiguientes darán adecuado desarrollo a estas sumarísimas ideas y mostrarán cómo en la realidad de la existencia humana se relaciona la amistad stricto sensu con el «amor a la realidad en general», el «amor al hombre» o «filantropía», el «amor erótico» o érôs y la «caridad» o agápê. Por el momento me contentaré con repetir lo que al comienzo dije: que los amigos son amigos entre sí en tanto que personas.



2.- En la amistad en acto se comunican mutuamente dos personas. Con otras palabras: la plena actualización de la amistad se realiza en el seno de la vinculación dual a que en otro lugar he denominado «díada amorosa» y sólo en ella. Tratemos de entender cómo y por qué es así.

Naturalmente, un hombre puede y suele tener varios amigos, aun cuando el número de los que verdaderamente merecen ese nombre -los amigos «verdaderos» o «íntimos»- no pueda ser sino muy pequeño, como Aristóteles y Santo Tomás enseñaron y la vida real hace ver a cualquiera. Si ese hombre se reúne y conversa no más que con uno de estos últimos, solo diádicamente se realizará su personal amistad con él. Nada más evidente. Pero, ¿podrá decirse lo mismo respecto de su relación con ese amigo suyo cuando nuestro hombre trate con él a la vez que con otras personas de su amistad, por tanto «en grupo»? Este es el problema.

Pienso que tampoco en tal caso se rompe la regla antes dada. En efecto: cuando real e intencionalmente uno convive con un grupo de amigos, de auténticos amigos, pueden darse las tres siguientes posibilidades:

  1. Que real e intencionalmente ese grupo se constituya y actúe como conjunto unitario, como un bloque sin fisuras. Pues bien: para que esto ocurra, es preciso que el conjunto de los amigos se cualifique y perfile frente a lo que no es él, frente al mundo que le rodea, y que en consecuencia quede tácitamente referido a la común «actitud» o a la común «acción» en que su unidad entonces consiste. Con lo cual, bien se ve, la expresión de la mutua amistad de quienes lo componen tiende resueltamente a convertirse en camaradería. En cuanto compacta comunidad unitaria, y más allá de la mutua relación afectiva que dentro de él exista, un conjunto de amigos actúa de hecho, sin proponérselo, conforme a la noción heideggeriana de «destino comunal» (Geschick) o conforme al concepto sartriano de «grupo» (groupe).
  2. Que constituido como tal grupo un conjunto de amigos -tal es el caso de una tertulia en verdad amistosa-, uno de ellos hable a todos los demás. ¿Qué sucede entonces? En mi opinión, esto: que el conjunto de los que oyen deja de ser, en cuanto tal conjunto, una agrupación de «tus» y pasa a ser un «público»; y, correlativamente, que la persona que habla pierde su condición de «amigo en acto» y se transforma en «actor» o en «líder», con todas las consecuencias inherentes a tal hecho: lucimiento ante un público, gobierno emocional o didáctico de éste, etcétera.
  3. Que en la dinámica de su interna comunicación, ese grupo -esa tertulia de amigos, para seguir con el mismo ejemplo- quede parcelado en diversos subgrupos o, más aún, en varias breves relaciones duales entre pares alternantes de sus miembros; por tanto, que en el interior de su conjunto se establezca una múltiple y variable sucesión de comunicaciones interpersonales. ¿Qué resultará de ello? Evidentemente, una serie más o menos compleja y desordenada de fugaces encuentros, y comunicaciones verbales, visuales o gestuales de carácter diádico; un trenzado y un chisporroteo sucesivos de diversas y rápidas díadas amistosas, lucientes sobre una movida red convívencial colectiva que para cada una de ellas no pasa de ser simple, aunque grato fondo. Con lo cual, la general convivencia amistosa del grupo viene a confirmar mi aserto precedente: que en la amistad en acto se comunican mutuamente dos y sólo dos personas.

¿Por qué es así? ¿Por qué la actualización de la amistad -no sólo la del enamoramiento- tiene que ser diádica? A mi juicio, por varias razones congéneres y concordantes.

En la concreta realidad de cada persona humana se dan a la vez una infinitud pretensiva y una finitud atentiva. Como consecuencia de un modo de ser inherente a la constitución misma del ser humano, cuando un hombre quiere de veras, quiere siempre «todo». En el orden de la diaria existencia real, recuérdese la frecuencia de esa ambiciosa palabra -todo- en el lenguaje de los enamorados; y en el de la expresión literaria, el vehemente énfasis con que en El sentimiento trágico de la vida -«Más, más y cada vez más... Serlo todo y por siempre... ¡O todo, o nada!»- declara Unamuno, haciéndose portavoz de todos sus posibles lectores, la constitutiva ilimitación de su enorme ansia humana de ser. Ahora bien: esta radical pretensión de integridad, y por tanto de infinitud, se halla en todo momento limitada o «emparedada», al realizarse empíricamente, por la inexorable finitud de nuestra atención, forzada siempre, como consecuencia de la condición espacial y temporal de nuestra existencia en el mundo, a concentrarse en un determinado lapso de nuestro tiempo y en una determinada parcela de nuestro ambiente, cuando nuestra atención se dirige hacia afuera, o de nuestra propia conciencia, cuando nuestra atención se dirige hacia el interior de nosotros mismos. Sea genuino enamoramiento o simple amistad, el amor tiene que realizarse «aquí y ahora»; por tanto, en una persona determinada y dentro de una determinada situación.

La realidad de la persona humana, doble y permanente misterio, es a la vez absoluta e insondable. Por lo cual, el estar atento a una persona y el ser atento con ella -ambos modos de la atención pertenecen por modo esencial a la relación amistosa- exigen que en aquel momento sea consagrada íntegramente y sólo a esa persona la constitutiva finitud de la propia atención. Convivir amorosamente con una persona en tanto que persona obliga a tratarla, mientras dura nuestra ocasional relación empírica con ella, «en exclusiva».

Únase a todo esto, ahora desde un punto de vista meramente afectivo, que -como ya Santo Tomás hizo notar- la vinculación amorosa en acto pide siempre la máxima intensidad de la vis unitiva o «fuerza de recíproca unión»; y tal intensidad sólo puede concederla la relación diádica. Apelemos a la vivencia que acompaña al pronombre «nosotros», cuando no es rutinariamente pronunciado, y comparémosla en dos casos: el de un «nosotros» amistoso y dual y el del «nosotros» colectivo, incluso cuando es francamente amistosa la interna vinculación de la colectividad a que el pronombre alude. ¿No es cierto que en aquel caso predomina una intención de segregación hacia «lo privado», por tanto hacia lo verdaderamente amical, y en este otro una referencia intencional hacia «lo público», y por consiguiente hacia lo manifiestamente objetivo?54. «Porque él era él, porque yo era yo», dijo Montaigne para dar razón de su ejemplar amistad con La Boétie. Ahora vemos claramente que para ser completo debería haber añadido: «[...] y porque él y yo éramos nosotros»; un «nosotros» en el estricto sentido de un estrecho «tú-y-yo» o en el más distante de un «él-y-yo», si, como entonces era el caso, sólo memorativamente pudiera hablarse de la amistad en cuestión. «Et la tendre amitié, qui haït la multitude...», dice un certero verso de Lamartine.






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IV.- Comunicación entre dos modos singulares de ser hombre.

Pongamos de nuevo nuestra atención en la fórmula de Montaigne: «Porque él era él, porque yo era yo». Con esa fórmula, ¿no es cierto que en la conceptuación de la amistad -conceptuación que en tal caso no pasaba de ser implícita- se introduce por vez primera, al menos de un modo bien patente y resuelto, el carácter individual de los amigos, su respectiva personalidad? Aristóteles y Cicerón pensaron en términos de naturaleza; pese al ciceronismo del primero y al aristotelismo del segundo, Aelred y Santo Tomás, cristianos ambos, van a pensar en términos de naturaleza y persona. Pues bien: Montaigne, hombre ya moderno, pensará, no obstante su visible apego a Cicerón, en términos de naturaleza, persona y personalidad. Más aún: alusivamente, fundará la vinculación amistosa sobre la realidad del carácter personal de aquellos a quienes une; entendiendo ahora la palabra «carácter» -ya lo indiqué-, no en el sentido del êthos genéricamente amistoso de que habla la Ética a Nicómaco, sino como el singular modo de ser de una persona determinada, cuando esta se realiza psicológica y moralmente en su mundo. Porque «en el torrente del mundo», diría Goethe, es donde se forman la personalidad y el carácter.

Así entendido, el carácter es condición necesaria para el nacimiento y el sostenimiento de la amistad. No por las razones que a tal respecto aducía Aristóteles -razones «de derecho»-, sino porque la maleabilidad que lleva consigo la obediencia permanente priva al que la práctica de verdadero carácter personal -razones «de hecho»-, la amistad no sería posible con el puro esclavo. Sin la mayor o menor «resistencia vital» que la existencia autónoma de un hombre, y por tanto su personalidad, opone a quienes desde fuera le tratan, una verdadera relación amistosa no puede nacer y sostenerse; y esta es la principal causa antropológica de la imposibilidad de contraer amistades que padecen los tiranos, uno de los tópicos de la literatura antigua sobre nuestro tema. Pero, como reverso, ¿no es también cierto que la «mucha» personalidad o el carácter personal «fuerte» pueden ser obstáculo u oponer dificultad a la génesis de una amistad verdadera? Sin duda. El exceso de personalidad o de carácter establece una distancia psicológica difícil a veces de salvar y puede hacer punto menos que imposible aquello en que la vinculación amistosa tiene, como sabemos, su signo distintivo y su verdadera prenda: la confidencia.

En la personalidad de cada individuo -o en su carácter propio, como se quiera- se funden unitariamente el modo genérico y los varios modos típicos de poseer la naturaleza humana y de ser persona in concreto: modos biológicos (edad, sexo, raza, biotipo), modos históricos (variedades típicas de la vida humana en las distintas situaciones de la historia) y modos sociales (diversas maneras de ser hombre, según el grupo social a que se pertenezca). Pues bien: ¿cómo esta múltiple y copiosa serie de cauces o moldes típicos de nuestra existencia influye en el ejercicio real de la amistad? En páginas ulteriores intentaré dar una respuesta suficiente a tan sugestiva interrogación.




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V.- Comunicación para el mutuo bien de los amigos.

Desde Aristóteles se viene afirmando que en la «amistad perfecta» -la amicitia honesta de Santo Tomás- se desea el bien del amigo por causa del amigo mismo. «La amistad, dirá muchos siglos más tarde E. Faguet, es una confianza del corazón que nos conduce a buscar la compañía de otro hombre señalado por nosotros entre los restantes, a no temer nada de él, a esperar de él apoyo, a desearle el bien, a buscar las ocasiones de hacérselo y a vivir con él lo más posible». «Aquel a quien haya sido dada la gran suerte de ser amigo de un amigo...», rezan en el atrio de este libro dos famosos versos de Schiller. Grande, secular, fundamental verdad. Pero el bien de mi amigo, ¿podría ser para mí verdadero bien, si a la vez que «suyo» no fuese «mío», por tanto -esto es lo decisivo- suyo y mío, «nuestro»?

He aquí la originaria y suprema maravilla de la amistad: que por obra suya el «bien para ti», ese que yo para ti quiero y procuro, termina siendo «bien para ti y para mí», y esto no de manera aditiva o yuxtapositiva, como tantas veces sucede en las vinculaciones interhumanas no estrictamente amistosas, una sociedad mercantil, por ejemplo, sino porque ese bien se hace realmente «mío y tuyo» o «tuyo y mío»; porque pertenece unitaria y privativamente a la díada amistosa a que tú y yo, en cuanto que somos amigos, damos el nombre de «nosotros». Lo cual, cuando se trata de los bienes a que tal proceso de dual apropiación puede legítimamente referirse, depura la calidad y aumenta la importancia del bien compartido.

Esos bienes son, en primer término, los sentimientos de índole espiritual -la alegría por lo que dignamente la merece, la pena por lo que entre hombres decentes debe entristecer, la veneración ante lo venerable, la ironía ante lo ridículo, la fruición de tal verdad o tal belleza, etc.-, y directamente sólo ellos, porque ellos son los únicos que de veras permiten la comunión vital entre dos personas. Los bienes de orden puramente corporal u orgánico -el gusto de comer un plato apetitoso, el placer sexual, la delectación de yacer en verano sobre la verde llanura del prado- son por esencia incomunicables; pertenecen a quien los goza y a nadie más que él. Aunque, eso sí, sea posible coejecutar y convivir en amistad el gozo de orden espiritual que por modo consecutivo produzca en el alma del amigo una vivencia somáticamente placentera: la fruición meramente gustativa del que con buen apetito come lo que le agrada es sólo suya; pero la alegría anímica que esa fruición engendra y que el rostro del manducante manifiesta puede, en cambio, ser materia de amistosa vida en común, y con su grata realidad así lo muestran los convites de algún modo semejantes a los que como «ideales» describe Kant en su Antropología.

He aquí, pues, la estructura de la convivencia amistosa, desde el punto de vista de lo que en ella viven los amigos: en lo hondo de la conciencia de cada uno, la irrenunciable, infungible e incomunicable vivencia de la propia persona, la raíz última de mi «yo mismo» y del «yo mismo» del otro; en torno a ella, la convivencia real y unitiva de los bienes que por su índole pueden ser personalmente compartidos; y de uno u otro modo mezclado con ella o a ella superpuesto, el conjunto de las sensaciones y los sentimientos que por la condición somática de su origen son esencialmente incomunicables55. Todo ello no contando, claro está, la parte de la intimidad personal que por la causa que sea -a veces, en virtud de una razón delicadamente amistosa; recuérdese el poema de Jorge Guillén antes transcrito- no se pueda o no se considere procedente expresar.

Lo repetiré: psicológicamente, la relación amistosa en acto consiste en la convivencia de un bien, gozoso unas veces, penoso otros, al que los dos amigos pueden con igual derecho llamar «nuestro»; por eso he dicho que la peculiar comunicación amorosa en que la amistad consiste tiene su meta propia y primera, aunque no su meta única, en el mutuo bien de los amigos. Lo cual quiere decir que para mí -como para los propios Aristóteles y Santo Tomás, si uno se atiene al espíritu de sus textos- las amistades que ellos llamaron dià tò hêdy y dià tò khrêsimon y delectabilis y utilis no son en el fondo, pese al nombre genérico con que se las designa, real y verdadera «amistad», sino formas más o menos refinadas del egoísmo. Cuando lo que en la relación amistosa se busca es la propia utilidad -y lo mismo cabe decir mutatis mutandis, cuando es el placer propio lo que en ella se persigue-, la amistad se degrada, muy bien lo dice Séneca, y se convierte en pura negotiatio (Ep. 9, 8-10), o en mercatura utilitatum, compraventa de ventajas, según la no menos feliz fórmula de Cicerón (De nat. deor. I, 44, 122).

Mutuo bien dual, pues. Pero este bien, ¿en qué consiste? Desde que el cristianismo configuró las mentes del mundo antiguo hasta hoy mismo -salvo para los doctrinarios del puro idealismo, del puro naturalismo, del puro materialismo y del puro sociologismo de los siglos XIX y XX-, el pensamiento reflexivo, cristiano o no cristiano, viene distinguiendo en Occidente entre el «bien natural» y el «bien personal» del hombre. Pero como el ser humano es unitariamente naturaleza y persona, más adecuado a la realidad parece distinguir entre los «bienes preponderantemente naturales» y los «bienes preponderantemente personales», dentro del conjunto de todos los que el hombre puede en este mundo alcanzar y gozar.

Llamo bienes preponderantemente naturales a los que de uno u otro modo comportan la perfección de aquello que en la realidad del hombre posee en primer término condición psicosomática. Procurar que el amigo mejore sus hábitos alimentarios, su comportamiento social o su modo de realizar un trabajo y convivir luego con él la fruición de haberlo conseguido, es tanto como promover el logro de un bien natural amistosamente mutuo. Aun cuando, apenas será necesario indicarlo, tal bien no alcance plena condición de «bien amistoso» mientras no llegue a ser contenido de conciencia convivencialmente apropiado y pertenezca así a la intimidad de cada uno de los dos amigos. El bien en cuestión posee en primer término condición psicosomática, pero sólo en primer término; así lo exige la real constitución del ente llamado «hombre».

Considero bienes preponderantemente personales a los que en una u otra forma llevan consigo la perfección de cuanto en la realidad del hombre posee en primer término condición íntima, propia, libre y responsable; por ejemplo, la ayuda al amigo para que depure su condición ética, para que del mejor modo posible realice su vocación personal o para que más honda y verdaderamente ejercite en su vida su personal libertad. Los dos mandamientos supremos de la coexistencia more heideggeriano, la «tolerancia a muerte» y la «procura preventiva», son sin duda sobremanera importantes y acaso deban ser entendidos como una realización muy actual del «respeto» kantiano; pero, antes lo apunté, ninguno de los dos llega a trascender el área de la simple camaradería y, desde un punto de vista ético, los dos palidecen ante la delicada ayuda al sentimiento y al cumplimiento de la propia vocación que lleva implícita el conocido y bellísimo piropo metafísico de Shelley -«Amada, tú eres mi mejor yo»- y que tan bien explícita queda en esta definición moral de la relación amistosa que yo me atrevo a proponer: «Consiste la verdadera amistad en dejar que el amigo sea lo que él es y quien él quiere ser, ayudándole delicadamente a que sea lo que él debe ser». Porque, en efecto, sólo ayudando a un hombre a descubrir y realizar «su mejor yo» se es verdadero amigo suyo. Y tal cosa, ¿podría acontecer de hecho sin una fina efusión oblativa y amorosa hacia la persona de ese hombre por parte de quien a sí mismo se llame su amigo y como tal quiera comportarse?

Múltiples formas puede adoptar en la comunicación amistosa, aparte las que genéricamente han sido ahora mencionadas, el bien que vengo llamando «preponderantemente personal»: la distinción social, ética y ontológica que, según Aristóteles y Santo Tomás, concede al individuo humano el hecho de tener algún amigo verdadero y serlo suyo; ese acrecentamiento subjetivo de la esperanza que antaño supo señalar Cicerón; el íntimo florecimiento de la libertad propia que proclama un agudo y sensitivo texto de Rousseau acerca de la amistad (Conf., II); la intensificación de la fe en sí mismo que Nietzsche anhela y confiesa en varias cartas a su amigo Rohde; esa permanente disposición al «regalo de un mundo ya concluso», que el propio Nietzsche vio como nota suprema de la amistad verdadera; el fomento de la confianza, entendida esta como básica actitud del alma o de la existencia, hace algunos años analizado por R. Schottlaender56; tantas más. Aunque de todos estos bienes pueda y deba afirmarse, invirtiendo y complementando mi fórmula anterior, que poseen en primer término condición personal -es decir, íntima, propia, libre y responsable-, pero sólo en primer término; porque la constitución real del hombre es por modo simultáneo y unitario orgánica y personal, y esto exige que sea también y en último término orgánica, psicosomática y por añadidura social, la realización concreta de todo lo que para su persona haya de ser efectivamente un «bien».




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VI.- No será real y verdaderamente amistosa la relación entre dos hombres, aunque el principio de la amistad pertenezca, como sabemos, a aquello por lo cual el hombre es persona, si en esa relación no se perfecciona de algún modo y en alguna medida la naturaleza de los amigos. Pero si la amistad no rebasa, siquiera sea intencionalmente, su primaria condición íntimista y dual -dicho de otro modo: si no se halla de algún modo y en alguna medida orientada hacia la perfección de todos los hombres, y por tanto de la general naturaleza humana-, ¿dejará de ser, mirada con ojos y mente de nuestro siglo, una suerte de hedonista «egoísmo dual»? Entendida tal y como Montaigne la describe, ¿no lo fue acaso, vista desde nuestro tiempo, la tantas veces mencionada amistad entre él y La Boétie? ¿Y no es precisamente un «idealismo sentimental», un intimista aderezo de la existencia hoy apenas concebible, lo que mirando tan sólo esa forma «clásica» de la amistad -intocable, al parecer, hasta Hegel, Comte y Marx- ven no pocos sociólogos actuales en la relación amistosa? Sin duda. Lo cual nos obliga a revisar desde este punto de vista la idea de la vinculación amical -de la societas amicorum, diría Santo Tomás- anterior a la general vigencia histórica del «espíritu objetivo».

No es mi propósito apoyarme doctrinalmente en el concepto hegeliano que esas dos célebres palabras expresan; pero sí lo es -porque, como más de una vez he dicho, quiero moverme dentro de la situación histórica en que existo-, contar lúcidamente con la realidad factual a que tal expresión hegeliana se refería: la inexorable fuerza de configuración, creciente desde el tiempo de Hegel, que respecto de la concreta existencia del hombre poseen los poderes y las estructuras del mundo histórico-social a que él pertenece y en que él vive y se forma: el Estado y la política, la organización del trabajo y de la vida económica, los grupos de la vida social y la sociedad en su conjunto, la religión, la ciencia y el arte en cuanto que modos de la actividad humana institucionalmente ordenados y colectivamente eficaces; todas las metas y todas las tareas, en suma, por las cuales se hace genuina «camaradería» la cooperación leal entre hombre y hombre. De nuevo, punzantemente actual al cabo de sus casi noventa años, el grito-consigna de Nietzsche: «Hay camaradería. ¡Ojalá un día llegue a haber amistad!».

Entrando abruptamente in medias res, he aquí mi fórmula: «En esta segunda mitad del siglo XX, no parece éticamente lícita y apenas parece socialmente posible una amistad que no asuma en su seno la camaradería; mas, por otra parte, tampoco resulta plenamente satisfactoria una relación de camaradería que en determinados casos no sea capaz de asumir en su estructura la relación amistosa». Más precisamente: en la vida social de los amigos habrá con gran frecuencia ocasiones en que la realización de su amistad cobrará forma de camaradería; en su efectiva relación con los camaradas de su operación en el mundo, el camarada descubrirá que en alguna ocasión su camaradería se ha trocado en verdadera amistad.

Las formas empíricas de la camaradería pueden ser múltiples: el partido político, el grupo social, la cooperación intelectual, aunque esta no adopte la precisa fórmula del «equipo científico», la oficina de trabajo, el grupo profesional, la sociedad mercantil, el equipo deportivo, etc. Veo a un amigo mío -a un verdadero amigo, no a un conocido a quien yo trate con estima y cortesía-, y me dice: «Voy a leerte unas páginas del libro que estoy escribiendo; quiero conocer tu opinión sobre ellas». ¿Qué ha pasado entonces? Que mientras duran esa lectura y la conversación a ella subsiguiente, mi amigo y yo hemos vivido realmente como amigos-camaradas, porque ese libro in fieri, además de ser «su» libro y haber dado ocasión a «nuestra» lectura, va a pertenecer cuando se publique al mundo histórico y social a que él y yo pertenecemos; al «espíritu objetivo», si se quiere seguir con Hegel. Otro caso: un individuo cualquiera se encuentra con otro, asiduo y leal camarada suyo en el trabajo o en la acción política, y este le dice: «De mí para ti: ¿sabes que he comenzado a enamorarme de nuestra compañera A., y que cualquier día de estos me voy a decidir a declarárselo a ella?»; o: «¿Sabes que empiezo a tener serias dudas acerca de la doctrina de nuestro partido? Pero, por favor, no digas a nadie nada de esto». Con estas dos interrogaciones, ¿qué ha acontecido? Nada más claro: que entre los dos camaradas ha surgido o está surgiendo una verdadera amistad.

Diversas también pueden ser, como sabemos, las interpretaciones doctrinales o filosóficas de la camaradería: la marxista (cooperación en la tarea revolucionaria o en la dialéctica real de la humanización del cosmos por el trabajo), la heideggeriana («la existencia sujeta a destino», schicksalhaftes Dasein, y el «destino comunal», Geschick, como formas radicales de la coexistencia, allende «las gárrulas confraternizaciones del se»: el «se» del «se dice» y el «se hace»), la laboral de Ernst Jünger (la visión de la vida en el mundo como trabajo y camaradería laboral es, en efecto, el nervio mismo de su libro Der Arbeiter), la sartriana (la cooperación objetivante y objetivada del groupe), la «hermandad» o «fraternidad» como posibilidad aún no cumplida, unerledigte, a que aluden algunas de las reflexiones postmarxistas de Ernst Bloch, varias más. Pero algo hay común a todas ellas: la concepción de la relación de camaradería -aunque expresamente no se la nombre así- como el cauce a través del cual el individuo opera en la colectividad y en la historia; por lo tanto, sea de un modo humilde o egregio, en la universal vida de la humanidad. Y cualesquiera que sean la significación y la importancia de su operación concreta, ¿no es cierto que, así entendido, todo acto de camaradería lleva en su seno la intención de mejorar la naturaleza humana? Tales son las razones por las cuales he dicho que esta, la naturaleza humana, se realiza y perfecciona de algún modo en la comunicación amistosa. En cuanto tales amigos -dejemos aparte las posibles relaciones entre la amistad stricto sensu, por un lado, y la caridad o el enamoramiento, por otro-, los amigos pueden convivir colectivamente en la tertulia y dualmente en la convivencia íntima y confidencial; mas también pueden y deben, incluso con mayor frecuencia, realizar su amistad en actos de camaradería. Vuelvo a lo que más arriba dije: una amistad que sin gestos retóricos, ni frases grandilocuentes, bajo un ademán irónico, tal vez, no lleve de algún modo en su seno, siquiera sea de manera intencional, la vida histórica del grupo a que los amigos pertenecen, y a través de ella la vida histórica de la humanidad entera, no pasaría de ser, a la postre, un acto de «egoísmo dual», una descarada o involuntaria entrega al hedonismo. Cabe, en consecuencia, decir que un abrazo entre amigos en cuya entraña no estuviesen intencionalmente, todo lo remotos o todo lo impensados que se quiera, el último negro del Congo y el último combatiente del Vietnam, no sería en esta segunda mitad del siglo XX un abrazo real y verdaderamente amistoso. Porque, como hemos visto, la vocación personal pertenece de modo esencial a la estructura de la verdadera amistad, y el primero y más fundamental ingrediente de toda vocación personal es la que otras veces he llamado yo «vocación de hombre», la libre y amorosa asunción íntima de la condición humana como base y nervio del destino propio.






ArribaAbajoCapítulo III

Metafísica de la amistad


Durante la segunda mitad del siglo XIX, bajo la doble influencia de la filosofía positivista y la mentalidad científico-natural, el término «metafísica» llegó a ser una palabra intelectualmente vitanda. Y después de su renovado y brillante auge en la primera mitad de nuestro siglo, el neopositivismo en sus diversas formas, el sociologismo, el fascinante desarrollo de las ciencias particulares y sus correspondientes técnicas, el materialismo dialéctico y el estructuralismo parecen haberla condenado a un nuevo ostracismo histórico. Pero yo pienso -dejando de lado el problema general de la justificación de un conocimiento formalmente «metafísico» y entrando sin ambages en nuestra particular materia- que toda inteligencia medianamente ambiciosa nunca podrá eludir el planteamiento de estas dos fundamentales cuestiones:

  1. ¿Cómo tiene que estar constituida la realidad del hombre para que en ella sea posible ese modo de la vinculación entre hombre y hombre a que todos seguimos dando el nombre de «amistad»?
  2. En su realidad misma y en cuanto que modo específico de la vinculación interhumana, ¿qué es, bajo la apariencia fenoménica y psicológica antes descrita, la relación amistosa? Pues bien: cualquiera que sea la particular orientación y la forma expresa de su contenido, la respuesta idónea a estas dos ineludibles interrogaciones es lo que yo llamo ahora «metafísica de la amistad».

Dos interrogaciones básicas, pues, y una actitud mental subyacente a ellas. Desde esta actitud trataré de exponer sucesivamente mi doble respuesta.


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I.- ¿Cómo tiene que estar constituida la realidad del hombre para que en ella sea posible ese modo de la vinculación interhumana a que damos el nombre de «amistad»? A reserva de justificarla luego, la respuesta debe comenzar con una simple palabra, un término de grande y viejo prestigio en la historia del pensamiento, a que muchos, pese a su nunca interrumpida vigencia coloquial, consideran hoy venerable antigualla filosófica: el término «persona». La realidad del hombre hace posible la amistad porque tal realidad es «personal», porque el ente humano es persona. Ahora bien: ¿en qué consiste ser persona y -sobre todo- serlo humanamente?

Me atrevo a pensar que en la historia del pensamiento occidental ha habido cuatro respuestas principales a esta pregunta57: la escolástica (la persona, supuesto racional y constitutivo de la individual naturaleza de cada hombre, suppositum ut quod de una natura ut quo), la kantiana (la persona humana, cosa en sí de carácter moral, noúmenon cuyo modo radical de ser tiene su fórmula más propia en el imperativo categórico), la scheleriana (la persona, centro de emergencia de los actos libres del hombre) y la zubiriana (la persona, sustantividad de propiedad, realidad sustantiva cuya nota fundamental es «vivir en propio»). A esta última voy a atenerme; y no sólo por ser la más próxima a mí, sino porque la creo más profunda, rigurosa y actual que todas las anteriores, porque de algún modo las asume en sí misma y porque, last but not least, permite mucho mejor que ninguna de ellas dar razón metafísica de la amistad entre hombre y hombre.

La persona es ante todo sustantividad, concepto que Zubiri, intelectualmente instalado en el más actual nivel del pensamiento científico, ha creado y propuesto para sustituir el aristotélico y tradicional de «sustancia»: sustantividad, el sistema clausurado y total de las notas constitucionales de una realidad determinada. La persona es en segundo lugar sustantividad de propiedad; una sustantividad a la cual, entre otras posibles notas constitucionales -en el caso del hombre: las derivadas de su específica condición orgánica, la inteligencia, la libre voluntad-, pertenece de un modo radical y distintivo la de ejercitar su libertad en los dos sentidos en que la apropiación y la propiedad pueden expresarse: poseerse a sí misma (vivir lo que le es propio en tanto que propio) y darse a sí misma (hacer libre donación de lo que le es propio, precisamente por serlo)58.

En cuanto que se posee a sí misma, la persona se actualiza plenamente a sí misma -alcanza, por tanto, su plena actualidad operativa- cuando, antepuesto a un verbo cualquiera, sobre todo el verbo «ser», emplea para designar su propia realidad el pronombre personal «yo»: yo soy, yo pienso, yo ando; pronombre que, como vimos, lleva dentro de sí, asumidos en la expresa y suprema actualidad de su sentido más propio, un «mí» («me lo dijo a mí») y un «me» («me duele la cabeza»). El «yo» es, pues, el ser sustantivo de mi persona, el modo como «mi realidad» se actualiza como «mi ser»; y en tanto que puede decir o dice de sí misma «yo», y más aún «yo soy yo mismo», mi persona es una intimidad inteligente y libre, de algún modo absoluta («relativamente absoluta», según la fórmula de Zubiri), dotada de la posibilidad del ensimismamiento (Ortega) y capaz de enfrentarse, desde su autoposesiva soledad, con todo lo que no es ella, comprendido el mismo Dios, bien para interrogar a este (tal fue el caso de Job), bien para negar o intentar negar su existencia (tal es el caso del ateo, cuando toma plena conciencia de su ateísmo). Persona: ente pronominal (yo, tú, él), realidad capaz del alto y claro deporte, a la vez metafísico, poético y psicológico, que Pedro Salinas llamó «jugar con los pronombres».

Pero el hecho de apropiarse a sí misma lo que todavía no era ella y de dar de sí misma lo que ya le es propio -eso que constituye la esfera fenomenológica de «lo mío»-, indica con palmaria evidencia que a mi persona, y en general a la persona, pertenece como nota constitutiva aquello en que la «apropiación» tiene su reverso y correlato; es decir, la «apertura» contemplativa, amorosa o agresiva a «lo otro». A la vez que apropiante y relativamente absoluta, más aún, en virtud del mismo modo de ser que la hace apropiante y relativamente absoluta, la persona humana es una realidad constitutivamente abierta, por la triple vía de los sentidos, la inteligencia y la voluntad, a «lo otro» y -dentro de este inmenso dominio genérico- a «los otros». Con otras palabras: el hombre es, como dice Zubiri, una «esencia abierta», y esta constitutiva apertura de su esencia se refiere tanto a lo que «ahora» puede él ser (apropiación de lo que en este momento hay ante él) como a lo que él «con el tiempo» puede ser (condición a la vez evolutiva e histórica de la realidad humana). Y puesto que la preposición es, gramatical y filosóficamente hablando, el término que expresa la relación de un ente o de un estado con lo que uno y otro no son («voy a París», «dejo de andar», etc.), cabe decir que, además de ser un ente pronominal, la persona es un ente humanamente preposicional.

Con gran sutileza y brillantez ha expuesto una y otra vez Zubiri cómo en esta doble dirección, la pronominal y la preposicional, se actualiza la realidad de la persona humana. Moviéndome en la línea de su pensamiento y ateniéndome muy directamente al problema antropológico que aquí nos interesa, el hábito y el modo de la existencia del hombre a que damos el nombre de «amistad», voy a considerar uno tras otro los seis modos pronominales y preposicionales de esa existencia, ineludibles a mi juicio para entender metafísicamente la relación amistosa: los correspondientes a las preposiciones «de», «con», «hacia», «para», «en» y «desde».

  1. Preposición «de»: el hecho de que lo que yo soy o yo hago pertenezca por esencia a la realidad como parte «de» ella; con palabras de Zubiri, el carácter genitivo de la existencia humana. Viene expresado tal carácter, ante todo, en el hecho de que la relación entre mi conciencia y cualquiera de sus ocasionales contenidos tenga que ser siempre «conciencia de»; o, como completando a Descartes dice Husserl, el hecho de que al cogito cartesiano pertenezca siempre un cogitatum: ego cogito cogitatum, yo pienso lo por mí pensado, yo pienso «de» -«acerca de», si se quiere- la cosa a que se refiere mi pensamiento.
  2. Preposición «con»: carácter coexistencial de la existencia humana. Esto es: quiéralo yo o no lo quiera, sépalo o no lo sepa, al realizarme a mí mismo yo existo «con», con las cosas que me rodean y con los otros hombres. Sucede así, como hicieron ver los análisis fenomenológicos de Scheler, hasta en el caso hipotético de un Robinson que jamás hubiese conocido a otro hombre; y tal es la razón metafísica subyacente al hecho psicobiológico de que los niños llegan a ser monstruos cuando por la causa que sea han sido educados sin contacto real con otros hombres (niños-lobos, Caspar Hauser). Dando una versión hegeliana de esta realidad, Hegel diría que «el otro» es un mediador lógico y ontológico necesario para el paso de la «conciencia de sí» a la «conciencia de sí en general». Sin «lo otro» y sin «otros» -aunque él no pudiese verlos-, Jean Paul no hubiera podido descubrirse a sí mismo como «yo». La persona humana, dirá Zubiri, posee constitutivamente una «habitud de alteridad».
  3. Preposición «hacia»; yo soy o yo hago algo «hacia»: y carácter intentivo (de intentio; por tanto, de in-tendere o tendere in, de «tender hacia») de la existencia humana. Existir, ¿hacia qué? Por lo pronto, hacia lo que no soy yo, y tal es el sentido del in latino cuando rige acusativo: in Hispaniam ire, in Psalmos enarrare.
    Dos son los modos principales en que se realiza este carácter intentivo de nuestra existencia: uno fenomenología y psicológico, la «apresentación» o «compresencia» (Husserl, Ortega), el hecho de que la percepción de toda realidad que me es presente Heve en sí por modo intencional lo que de esa realidad me es latente, ese hábito de mi existencia por obra del cual, más de una vez lo ha dicho Ortega, «ver las cosas es siempre completarlas»; otro metafísico, general a toda realidad sustantiva y específicamente realizado en el caso de la sustantividad humana, la «patentización» (Zubiri), como modo fundamental de irse acusando la interioridad de la cosa real en las notas que la constituyen. Yo incremento mi conocimiento de una cosa haciendo patente para mí una de sus notas constitutivas hasta entonces para mí ocultas, extrayéndola de un modo o de otro -la simple observación, el experimento, el cálculo- del radical, insondable e inagotable abismo que para la mente humana, y por tanto para mí, es la estructura de cualquier realidad intramundana. Y en el caso de que esta realidad sea otro hombre, penetrando en su interioridad mediante una interpretación a la vez objetiva e imaginativa -viéndolas u oyéndolas, refiriéndolas a mi experiencia anterior e interpretándolas luego imaginativamente- de las expresiones en que esa interioridad suya se patentiza durante su trato conmigo. Y al fondo, como poética y metafísicamente dijo de sí mismo Baudelaire -«je ne vois qu'infini par toutes les fenêtres»-, lo insondable y fundamental, el infinito.
  4. Preposición «para», yo soy o hago algo «para»: carácter dativo de la existencia humana. Existir humanamente es siempre «existir-para», un «para» cuya realidad constituye el término ocasional o definitivo del «hacia» a que la nota anterior se refería. Ser, être, es constitutivamente, en el caso del hombre, être-pour-autrui, según la tan repetida fórmula de Sartre; y los términos cardinales de este «para» interhumano son la expresión (realizarse para ser entendido por el otro), el conflicto (realizarse para entrar en rivalidad o en colisión con el otro) y la donación comunicante (realizarse para, en una u otra medida, darse amorosamente al otro).
  5. Proposición «en», yo soy o yo hago algo «en» aquello que físicamente sustenta mi ser: carácter insitivo (insitum, el injerto; término latino no derivado de sino, permitir, sino de sero, sembrar o plantar) de la existencia humana.
    Dos modos cardinales hay en la realización empírica del carácter insitivo de nuestra existencia: la instalación y la implantación. El «en» de la instalación posee un carácter principalmente espacial y temporal: yo existo realmente instalado «en» un cuerpo, «en» un determinado lugar y «en» una determinada situación biográfica, histórica y social. Más radical que la instalación, la implantación es de orden metafísico: el hombre -escribió hace años Zubiri- se halla constitutivamente implantado «en» la realidad o en el ser, y por lo tanto «religado» al fundamento de toda realidad y de todo ser; por tanto, a la deidad, aun cuando -como es obvio- el ateo se niegue a designar con este nombre el fundamento de lo real59. Pero ¿acaso para el ateo marxista, valga su ejemplo, no es formalmente «deal» el fundamento último de aquello con que tanto el posible sacrificio de su acción revolucionaria como la actividad de un trabajo no alienante le ponen en relación?
    Dos vías hay, en el orden empírico de la existencia, para nuestra comunicación con el fundamento de su realidad: una de carácter intelectual-ontológico (el fundamento de mi realidad es aquello en cuya virtud yo «he llegado a ser» y «puedo ser») y otra de índole ética o moral (el fundamento de mi realidad es aquello por lo que yo, puesto en el trance, llegaría a sufrir, e incluso a morir). Pues bien: el modo último como yo, a través de cualquiera de esas dos vías, vivo psicológicamente el «en» de mi implantación, y por tanto mi relación metafísica con el fundamento de mi realidad y de la realidad, es la creencia (W. James, Ortega). Yo existo «en» la realidad a través de mi situación, de las ideas con que la entiendo y -en último término- de mis creencias acerca de ellas, sean estas o no sean formalmente religiosas. Sin el «bello riesgo» de creer, diría Platón (Fedón, 114 d), yo no estaría satisfactoriamente implantado en la realidad, y en alguna medida la viviría «psicasténicamente»60.
  6. Preposición «desde»; yo soy o yo hago algo «desde» aquello en cuya virtud he podido ser y soy lo que ahora estoy siendo o «desde» aquello que no era antes de mi acción. Ahora bien: yo puedo vivir en mi existencia ese «desde» -páginas atrás lo apuntaba- como una «misión» (yo existo en cuanto que enviado a la realidad para hacer aquello a que me siento vocado, «yo soy misión», Zubiri) o como «arrojamiento» o «derrelicción» (sin saber de qué modo ni por qué, yo he sido arrojado a la existencia, mi existencia es «arrojamiento al ser» y «arrojo de ser», Heidegger); y como ambas vivencias, con predominio mayor de una o de otra, según la persona y la situación, se funden entre sí en la existencia concreta de cada hombre, en definitiva debe hablarse del carácter misivo-derrelictivo de la existencia humana.

Insisto en lo que ya dije: todos estos modos de ser llevan en su seno la condición apropiante o pronominal y la condición abierta o preposicional de la persona humana; y añado a ello algo que no puede ser más obvio: que yo existo apropiadora y abiertamente en el mundo desde mi cuerpo y a través de mi cuerpo (porque mi existencia es, con todo lo que ello supone, constitutivamente corpórea), y mediante el libre ejercicio de mi inteligencia y mi voluntad, dentro, claro está, de las posibilidades reales que mi libertad, mi inteligencia y mi voluntad posean por sí mismas y en la determinada situación en que yo estoy actuando. Existiendo libre, inteligente y voluntariamente en y con mi cuerpo, yo puedo apropiarme de algo y estoy abierto a mi mundo -cosas y hombres- de un modo a la vez genitivo, coexistencial, intentivo, dativo, insitivo y misivo, entendida esta última nota conforme a la radical ambivalencia ontológica antes señalada.

Con lo cual pienso que ya podemos pasar al examen de la segunda de nuestras dos cuestiones principales.






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II.- En su realidad misma, y precisamente en cuanto que modo amistoso de la vinculación entre hombre y hombre, ¿qué es la amistad, bajo la apariencia fenoménica y psicológica antes descrita?

Existiendo con los otros hombres -por tanto: realizando de un modo coexistencial y convivencial los caracteres genitivo, intentivo, dativo, insitivo y misivo de mi existencia-, yo me comunico con ellos. ¿Cómo lo hago? Desde un punto de vista psicosomático, mediante los diversos mecanismos de la comunicación interhumana: habla, expresiones paraverbales, mirada, silencio, gestos, acciones diversas. Pero nuestro tema es ahora otro: ¿qué pasa en mi realidad, actualizada como mi ser propio, cuando de manera amistosa me comunico con un hombre? Voy a iniciar mi respuesta con una flagrante tautología: lo que en mi realidad pasa entonces es eso, que me comunico amistosamente. Expresión que dejará de ser tautológica cuando precisemos lo que en realidad quieren decir las tres palabras que la componen: «me», «comunico» y «amistosamente».

1.- «Me». Este acusativo del pronombre personal «yo» -«me comunico»; esto es, «yo comunico a mí mismo», yo mismo soy aquello que comunico- hace una explícita referencia pronominal a la relativamente absoluta, intransferible realidad de mi propia persona. Del mismo modo que el «se» de la preposición recíproca -«él se comunica conmigo»- declara la relativamente absoluta, intransferible realidad de su persona propia. Con lo cual, tanto en uno como en otro caso, nuestra mente está pasando de la gramática a la metafísica, y afirma que en la relación amistosa, por intensa y vehemente que ella sea, las realidades sustantivas de los amigos no se identifican metafísícamente entre sí.

«El amor -escribía en el Renacimiento León Hebreo- remueve la individuación corpórea y engendra en los amigos una propia esencia mental..., tan quitada de diversidad y discrepancia como si verdaderamente sujeto del amor fuese una sola ánima y esencia conservada en dos personas y no multiplicada en ellas». «Los amantes son un solo ser», dirá en pleno Romanticismo el Hegel joven. Ni la radical y tajante sentencia hegeliana, ni la más matizada -empleo de un «como si»- de León Hebreo me parecen convenir a la verdadera realidad de la comunicación interhumana, aunque esta sea vehemente, amorosa o amistosa. No: también en el orden ontológico -y aunque haya que completarla, como yo propuse, añadiendo un nous al lui y al moi-, posee validez la tantas veces repetida frase de Montaigne.



2.- «Me comunico amistosamente». Esto es: existiendo en amistad, yo realizo actual y factualmente, bajo forma de comunicación entre mi amigo y yo, el carácter coexistencial de mi realidad, mi constitutiva abertura personal a otro. Entre el otro y yo se ha producido una comunicación. ¿Sólo simbólica, como la que entre un marinero y otro pueda establecer un convencional código de señales? Evidentemente, no. Ahora nuestra comunicación no es meramente simbólica, no se refiere, mediante esas señales, a algo exterior a nosotros, como la existencia de una tempestad lejana o el movimiento de un barco; nuestra comunicación es ahora real, concierne a nuestra propia realidad, a lo que yo soy y a lo que él es. Lo cual quiere decir que comunicándome amistosamente con mi amigo, en alguna medida me entrego a él; por tanto, que, en su relación con los demás, la vida personal del hombre -insisto: su vida «personal»- es un continuo vaivén ontológico entre el ensimismamiento y la entrega.

Mi comunicación amistosa con mi amigo, acéptese la significativa redundancia, es real y no sólo simbólica. El amor viene así a ser el más irrecusable argumento de facto contra el neopositivismo puro; sólo negándose a tener amigos o desconociendo deliberada o indeliberadamente su amistad con los que tenga puede ser puramente neopositivista una persona. Ahora bien: ¿cómo una comunicación entre hombre y hombre puede ser real? ¿Cómo una intimidad personal -en cierto modo, absoluta- puede comunicarse realmente con otra y vivir con ella en la coejecución, y a la postre en la comunión afectiva, mental y estimativa más atrás descrita? ¿Cómo puedo dar realmente a otro algo de mi propio ser? ¿Cómo «lo mío», lo más mío, puede llegar realmente a ser «lo nuestro»? En definitiva: ¿cómo tienen que estar constituidas mi realidad y la realidad de mi amigo para que la confidencia, en la cual, como sabemos, tiene su más genuina manifestación psicológica la relación amistosa, sea real y efectiva comunión?

Volvamos a lo ya sabido: mi amigo y yo -«él y yo» o «tú y yo»-, entes corpóreos, inteligentes y libres, nos hallamos amistosamente abiertos uno a otro de un modo a la vez genitivo (cada uno de los dos tenemos conciencia «del» otro), intentivo (existimos el uno «hacia» el otro y los dos «hacia» nosotros), dativo (nos expresamos y nos realizamos el uno «para» el otro), insitivo (coexistimos instalados e implantados «en» una cierta realidad y «en» la realidad) y misivo (coexistimos «desde» esa realidad en que estamos instalados). Con esta tabla en la mente a manera de fondo, examinemos ahora con especial cuidado el aspecto insitivo de la coexistencia amistosa entre mi amigo y yo.

Ambos nos hallamos instalados e implantados «en» algo. Pues bien: para que nuestra coexistencia sea real y verdaderamente amistosa -para que, en consecuencia, no quede reducida a ser un atento y alertado «observarnos uno a otro» o un mero y azaroso «estar uno junto a otro»-, es de todo punto necesario que el «algo» en que él y yo estamos instalados e implantados sea de algún modo y en alguna medida «común». Con otras palabras: es menester que nuestra instalación sea auténtica «coinstalación», y nuestra implantación auténtica «coimplantación». Y todo esto, ¿qué es lo que realmente -quiero decir, dentro del orden de la realidad- en verdad significa? Casi es obvia la respuesta, después de lo dicho.

La coinstalación amistosa es la común instalación en un «en» espacial (estar en un mismo lugar) y en un «en» temporal (vivir en la misma situación). La coespacialidad más propia y más estrecha de la coexistencia entre los amigos es el abrazo amistoso, el acto con el cual ambos se muestran y demuestran simbólica y físicamente, no el propósito de ocupar cada uno el lugar del otro, sino el deseo de que su respectivo lugar personal en el mundo se halle al lado del lugar en el mundo del otro, en su más inmediata y benevolente vecindad. Pero el abrazo no es solo física y simbólica coespacialidad, es también física y simbólica contemporalidad, y aún mejor coevidad, expresión desiderativa de que un «ahora» -el ahora del instante del abrazo- se convierta, si ello fuese posible, en un «siempre». Tal es el sentido del verso amoroso -Nur wo du bist entsteht ein Ort, «Sólo donde tú estás nace un lugar»- con el que Rilke, superando el texto original, tradujo otro de Elizabeth Barret a su amante y amigo Robert Browning. Esto es: «Para mí, sólo tiene verdadera realidad vital el acotado espacio que me permite saber que realmente existes en el mundo y que realmente puedo estar junto a ti; todo lo demás es ámbito vacío, espacio indiferente y sin nombre».

De ahí las cuatro notas principales que yo poseo en la espacio-temporalidad amistosa, singularmente acusadas cuando a la amistad stricto sensu se une el enamoramiento, pero nunca exentas de ella: la incondicionalidad (en cuanto tales amigos, los amigos «en todas partes y en ninguna están en su casa y a toda hora y en ninguna están en su tiempo»), la ilimitación (la carencia de límites del espacio y el tiempo vividos)61, la plenitud (durante el momento de la relación amistosa no cabe la «vivencia del vacío») y el acogimiento (la condición hospitalaria, atopadiza, como dicen los asturianos, gemütlich, según el término vienes, del mundo y la situación en que entonces se existe: el hecho de que ese mundo y esa situación se hagan entonces -vuelvo a Rilke- Heimat, patria, y Heim, hogar).

Más radical que la coinstalación, la coimplantación amistosa implanta comúnmente la existencia de los amigos en un «en» metafísico. Tratemos de entender en qué consiste.

¿En qué me hallo yo implantado? Ya lo sabemos: en la realidad; por tanto, en lo que para mí sea el fundamento de la realidad; en definitiva, bajo tal o cual nombre, y aunque el nombre preferido implique a veces una actitud anímica resueltamente atea, en la «deidad» (Zubiri). Última y metafísicamente, mi existencia se halla implantada en lo que -a través de mis ideas y mis creencias acerca de ella- sea para mí la deidad; y sobre todo, ya lo vimos (W. James, Ortega), a través de mis creencias. Lo cual quiere decir que empírica y factualmente yo me hallo implantado en un «preámbulo de Dios» (si de hecho creo en la existencia de Dios) o en un «sucedáneo de Dios» (si me confieso agnóstico o ateo). ¿Acaso la ciencia, el arte, la familia, la patria, el partido político o la humanidad no han sido y son para muchos hombres efectivos preámbulos o sucedáneos de la realidad tradicionalmente llamada «Dios»?

Pues bien: esto supuesto, ¿qué será realmente la coimplantación amistosa de la existencia? Trataré de responder a esta interrogación desde tres sucesivos puntos de vista: su fundamento, su modo y su mecanismo psicológico.

Desde el punto de vista de su fundamento, la reimplantación amistosa es la implantación de los dos amigos en un mismo preámbulo o en un mismo sucedáneo de Dios: la sociedad de todos los hombres cristianamente entendida, para un cristiano de los que hoy es tópico llamar «posconciliares»; su Partido, y a través de él la humanidad futura, para un marxista militante. Aquella y este son respectivamente para uno y otro, en efecto, la única vía idónea para una relación auténtica, recta y fundamental de su existencia con todo lo real en cuanto que real, con la realidad como tal realidad. Pero esta tesis, ¿quiere decir, pese a su simplista apariencia, que un cristiano no pueda ser «amigo» de un marxista? De ningún modo. Luego veremos cómo puede y debe ser resuelta tal dificultad.

En cuanto a su modo, la coimplantación amistosa de la existencia es el común atenimiento de uno y otro amigo al fundamento de ella, a través de la actividad anímica que nos permite vivir como efectivamente real la realidad: la creencia. Ahora bien, en la estructura de esta coimplantación en la realidad a través de la creencia es preciso deslindar con precisión los dos momentos que la componen, al menos cuando es íntegra: la «concreencia» y la «creencia mutua». En la concreencia, nuestra creencia acerca del fundamento de nuestra realidad es la misma: mi amigo y yo somos, como trívialmente suele decirse, «correligionarios»; y lo somos porque, como diría Zubiri, estamos y nos sentimos «correligados». En la creencia mutua, cuyo manantial tácito o expreso es la concreencia, mi amigo y yo nos creemos uno a otro, y lo hacemos -podemos hacerlo, más bien- según los tres grados sucesivos que en aquella tan finamente ha distinguido Gabriel Marcel: el «creo lo que dices» (creo en la verdad objetiva de las proposiciones y los juicios que ahora enuncias), el «te creo» (creo, además, en la sincera e íntima vinculación personal tuya entre lo que tú dices y la intención de tu persona) y el «creo en ti» (tengo en ti, en tu persona, una confianza que está más allá -por encima y por debajo- de lo que tú me dices o puedas decirme). Cuando la expresión es recíproca, es decir, tanto de mí hacia él como de él hacia mí, sólo en estos dos últimos casos hay verdadera creencia mutua y verdadera amistad entre el otro y yo.

Pocos testimonios de esto que digo tan elocuentes como el de San Agustín en sus Confesiones. He aquí, por modo esquemático, la estructura del razonamiento agustiniano:

  1. Afirmación inicial del carácter constitutivamente inaccesible que para los demás posee la intimidad propia: los hombres «no pueden aplicar su oído a mi corazón, donde yo soy lo que [verdadera y personalmente] soy» (X, 3, 4).
  2. Necesidad de apelar a Aquel a quien no se puede mentir y que por esencia no puede engañar, Dios, para que sea creído lo que, en El instalado e implantado, el autor de las Confesiones dice a los demás hombres: «[...] me confieso a ti, Señor, para que me oigan los hombres, a los cuales [hadándoles de mí] no puedo probar que confieso cosas verdaderas» (X, 3, 3).
  3. Afirmación final de que sólo los hombres unidos a él, Agustín, en auténtica concreencia -por tanto, en una vivida coinstalación y una vivida coimplantación de sus respectivas personas-, pueden concederle verdadera creencia mutua: «Quieren saber los hombres [mejor dicho, ciertos hombres, aquellos que hayan comenzado a leer las Confesiones] lo que yo soy en mi interior, allí donde no pueden penetrar con la vista, el oído y la mente. Dispuestos como están a amarme, ¿no lo estarán también a conocerme? Porque la caridad, por la cual ellos son buenos [la caridad: el mutuo amor en Cristo], les dice que yo no miento cuando hablo de mí, y ella misma me cree en ellos» (por tanto: conversión de la concreencia en creencia mutua) (X, 3, 4). Y en otro texto contiguo: la caridad -esto es, el amor- lo cree todo «entre aquellos a quienes, mutuamente unidos entre sí, ella hace unos», quos connexos sibimet unum facit (X, 3, 3). El tránsito desde una coimplantación vivida como creencia hacia la creencia mutua (por tanto, hacia el «te creo» y el «creo en ti»), no puede ser más evidente en el razonamiento de San Agustín.

Y mutatis mutandis, ¿no podría decirse algo análogo de la relación creencial entre miembros de un mismo partido político, si la pertenencia a este, como suele suceder entre los marxistas, es algo más que una convención superficial, o de los componentes de un mismo equipo científico, cuando estos hablan entre sí de cosas cuya verdad no sea objetivamente comprobable? Unos y otros se creen mutuamente en cuanto que coexisten «en» algo y «desde» ese algo dan algo de sí «para» el otro. Porque, en efecto, tal articulación entre el «en», el «desde» y el «para» es el nervio mismo de la creencia mutua: yo creo a otro porque con-creo con él y porque me da libre y gratuitamente algo de sí desde aquello en que él y yo estamos coimplantados y somos «nosotros». Más aún: porque me da lo que me da de algún modo movido por ese común fundamento de nuestra implantación.

Dos palabras, en fin, acerca del mecanismo psicológico de la coimplantación y la comunicación amistosas: el cómo operativo de su realidad. La comunicación entre coimplantados y concreyentes -y por concreyentes, creyentes mutuos- es la coejecucíón creyente de un mismo acto psíquico, y por tanto la expresión más directa e inmediata de la vinculación que en páginas anteriores llamé «amor constante» (el que da constancia expresa de sí) y «amor creyente» (el de quien es capaz de decir «Te creo» y «Creo en ti»). Tal coejecución se refiere en primer término a la intención determinante de lo expresado; y aunque esta, en sí misma, es generalmente vivida de un modo pre-expresivo, siempre podrá ser verbalmente reducida a fórmulas como «Creo que realmente quieres decirme tal cosa con lo que me dices» o «Creo que realmente te ha alegrado lo que ahora te he dicho». Lo cual conduce en definitiva a la real fusión o comunión afectiva de que varias veces he hablado: el otro y yo vivimos el mismo sentimiento espiritual, la misma alegría, la misma pena, etc.; y así mi alegría y su alegría o mi pena y su pena vienen a ser real y verdaderamente nuestra alegría o nuestra pena. De este modo vividas, la expresión y la acción son cauce y prenda de una comunicación verdaderamente real. Acaso no sea ocioso repetir una vez más que el amor y la creencia son las claves principales del proceso.



3.- En la proposición «me comunico amistosamente», hemos examinado con detalle el sentido del pronombre «me» y, con explícitas y reiteradas alusiones al adverbio «amistosamente», el verbo «comunico»; pero acaso ese adverbio amistosamente requiera alguna precisión ulterior.

La verdad es que casi todo lo que en los últimos párrafos he dicho puede también ser de algún modo referido a la camaradería o compañerismo recto sensu y a la projimidad. También los camaradas, e incluso los simples compañeros ocasionales, pueden hablar legítimamente de nuestra alegría o nuestra pena; y a hombres mutuamente prójimos, no a hombres mutuamente amigos se dirige de manera expresa el razonamiento de San Agustín antes expuesto. ¿Cómo, entonces, puede pasarse de la vinculación solidaria de la camaradería, en la cual predomina una objetividad meramente dual, a la plena y genuina vinculación comunitiva de la verdadera amistad, cuyo nervio psicológico y ontológico es la intersubjetividad diádica?

Sólo un camino veo para llegar a una respuesta satisfactoria: dar continuación adecuada, ahora con resuelta intención metafísica, a lo que páginas atrás quedó dicho o apuntado acerca de la confidencia; porque esta, una y otra vez hay que proclamarlo, es la actividad en cuya virtud llegan a ser específicamente amistosas la benevolencia y la beneficencia que de manera esencial y genérica pide la relación amorosa. Hácese comunitiva la solidaridad vital y se trueca en amistosa la coejecución psíquica, cuando una y otra tienen su motivo y su materia propia en una genuina confidencia. El problema consiste ahora en saber lo que esta es, allende su específica psicología, y cómo ese ser suyo se relaciona con la realidad de quienes en ella son confiante y confidente.

Sabemos que la confidencia auténtica es la amorosa donación de una parcela del ser propio -de lo que uno tiene como verdaderamente suyo en su propia intimidad- a la persona que amorosamente la recibe; y también sabemos, machaconamente acabo de repetirlo, que sólo por obra de aquella llega a hacerse auténtica «amistad» la multiforme realidad del «amor» interhumano. Ahora es preciso añadir con acrecida explicitud que por obra de esa parcial donación de su ser que el confiante ofrece al confidente, el ser de ambos, por tanto el ser propio de la vinculación amistosa, se hace en alguna medida para uno y otro nuestro ser; expresión que nunca sería rectamente entendida si en ella no fuesen consideradas a la vez las dos palabras que la componen, «nuestro» y «ser».

Ontológicamente, la cuestión podría ser planteada en términos heideggerianos: cuando la coexistencia es auténticamente amistosa, ¿qué será el Mit-sein, el «con-ser» de las existencias que juntándose entre sí la constituyen? Pero la respuesta a esta al parecer fundamental interrogación sólo puede ser satisfactoriamente dada, a mi modo de ver, pasando con toda resolución a lo que respecto de ella es en verdad fundamental; planteando el problema, por consiguiente, no en términos de «ser», sino en términos de «realidad»; o bien, ya en el orden de los nombres propios, trascendiendo zubirianamente el anterior planteamiento heideggeriano y convirtiendo en genuínamente «metafísica» la sólo inicial reflexión «ontológica» que al comienzo formulé. He aquí, pues, more zubiriano, mis preguntas y mis respuestas acerca de la consistencia metafísica de la amistad:

  1. ¿Qué es el con-ser de la auténtica amistad? Puesto que el yo es el ser sustantivo de la realidad personal de un hombre, ese con-ser o ser-con será un modo de coexistir con otro en el cual deja de ser pura y totalmente «yo» el ser sustantivo de cada uno de los que así coexisten, y parcialmente se hace «nosotros». Desde el punto de vista de su ser, cada uno de los coexistentes es entonces, si vale decirlo así, un «yo-nosotros»; o como diría Unamuno, un «nos-yo» o un «nos-tú», según sea mi propia persona o la persona del otro la que yo en primer término considere.
  2. ¿Cómo y de qué se halla empíricamente constituida la realidad de lo que es «nosotros» en cada uno de esos dos «yo-nosotros»? Ya lo sabemos: hállase constituida por los sentimientos, los pensamientos y las estimaciones que en ese trance sean comunes, y por consiguiente comunitivos, en tanto que coejecutados concreyentemente por ambos coexistentes.
  3. ¿Cómo se halla metafísicamente constituido ese «nosotros» diádico y comunitivo de la relación amistosa? ¿Cuál es su verdadera realidad? Dos deben ser, a mi juicio, las respuestas pertinentes. En el orden de la realidad subjetiva, tal realidad es la concreencia en que tiene su fundamento inmediato la creencia mutua entre los amigos; y en el orden de la realidad simpliciter -por tanto, desde un punto de vista ya radical y estrictamente metafísico-, lo que de verdadera realidad, de realidad extramental, tenga la coimplantación de la existencia de los amigos en uno y el mismo fundamento; con otras palabras, la comunidad que realmente, más allá de los posibles espejismos de sus respectivas subjetividades y como nervio trans-subjetivo de ellas, establezca entre los amigos el hecho de su coimplantación; en suma, lo que tengan de verdaderamente real, y no de mera creencia íntima, el convivir «en» Cristo de los cristianos, el convivir de los marxistas «en» la realidad que subyazga al proceso dialéctico de la historia y del universo, etc. Porque, en efecto, convivir «en» la misma realidad fundamental otorga -si de algún modo tal realidad lo es verdaderamente, si no es error total o ficción total- un indudable carácter real, metafísicamente real, al «nosotros» unitario de los que así conviven.

Tomada la expresión como tesis radical y absoluta, y contra lo que Hegel había afirmado, la fórmula hegeliana «Yo soy Nosotros» no puede ser aceptada como cierta; mi comunidad con otros hombres puede conducirme a ser un «yo-nosotros», pero no puede abolir la irreductible sustantividad de mi persona. Alguna razón, no obstante, tenía Hegel; porque por obra de la amistad, y en especial cuando un mutuo y simultáneo enamoramiento la lleva a su ápice, «yo» soy «parcialmente nosotros», y esto en dos órdenes de mi existencia: el psicológico-moral (comunión en el sentimiento, el pensamiento y la estimación) y el metafísico-fundamental (comunidad en lo que da fundamento a la coimplantación de los amigos y por lo que esta coimplantacíón tiene verdadero fundamento: la physis universal para un griego antiguo e ilustrado, la realidad trascendente de Dios para un cristiano, el fondo real del proceso dialéctico de la historia para un marxista). En suma: la solidaridad vital se hace comunión real por obra de la confidencia amistosa; esta presupone la concreencia y la creencia mutua; y tanto una como otra no pasarían de ser ilusión vana, si ambas no fuesen manifestación óntica y psicológica de una coimplantación ontológica y metafísica; en definitiva, forma expresa de una real correligación, emergencia subjetiva de la real y radical comunidad en que la coimplantación amistosa tiene su verdadero fundamento.



4.- Bajo forma de coinstalación y coimplantación, realizándose principalmente, por tanto, en el «con» o carácter coexistencial de la realidad humana que ambas llevan consigo, hemos considerado de un modo más o menos explícito el «de» (carácter genitivo), el «en» (carácter insitivo), el «hacia» (carácter intentivo), el «para» (carácter dativo) y el «desde» (carácter misivo) de la relación amistosa. Algo conviene añadir, sin embargo, acerca de este último; y con él, acerca del «hacia» que el «desde» tácitamente incluye en su seno.

Yo existo «desde». ¿Desde qué? En el orden de los hechos visibles, desde la concreta situación de que mi actual existencia procede: yo, por ejemplo, existo en alguna medida «desde» la formación intelectual y moral que durante mi juventud adquirí. Pero en el orden de las realidades fundamentales -y este es el punto de vista que ahora más nos importa- yo existo y hago mi vida, en lo que esta tenga de verdaderamente personal, y por tanto de auténticamente vocacional, desde aquello en que a través de mi vocación y mis creencias vivas yo me hallo implantado. Mis creencias vivas son para mí el órgano subjetivo de la realidad, la habitual y presupuesta actividad de mi ser que me permite tener por real aquello a que afectan: el mundo exterior, el íntimo sentir de la persona que ante mí se expresa o el fundamento absoluto de todo cuanto existe; y son «verdaderas creencias» o creencias quoad me en tanto que son vivas en mi alma, y «creencias verdaderas» o creencias quoad rem en tanto que su contenido es empírica e intelectualmente evidente o razonable para cualquier mente sana. Desde lo que para mí sea el fundamento de mi realidad, yo hago mi vida -tantas veces de un modo habitual, tácito o subconsciente- psíquica y metafísicamente apoyado sobre el suelo de mis creencias. Pero si estas son el suelo de mi existencia cuando mi existencia deja de ser trivial y se hace auténtica, mi vocación personal -que es a la vez «vocación de hombre» y «vocación de mi propia persona»- constituye el camino por el cual yo, sobre ese suelo, voy andando día a día para ser auténticamente «yo mismo». En términos metafísicos, yo existo vocacionalmente pasando desde el «en» de mi instalación (la situación corpóreo-espacio-temporal en que realizo el acto vocacional) al «en» de mi implantación (la zona de mi ser que por obra del acto vocacional vincula o religa, según la hondura que posea la implantación misma, mi propia realidad al fundamento de la realidad); y en términos empíricos y factuales, yo realizo mi vocación moviéndome vital y ejecutivamente desde mis creencias vivas hacia mi conducta, porque creencia viva es para el físico creador, valga este ejemplo, la íntima convicción de que su genial o modesta construcción matemática vincula en verdad su mente a la realidad del cosmos, y a través de esta a lar realidad en cuanto tal.

Pues bien: cuando por obra de la amistad realizo y vivo como coimplantación auténtica mi personal implantación en la realidad, es forzoso que mi vocación -aquello por lo cual se personaliza al máximo el «hacia» o carácter intentivo de mi existencia- se haga de algún modo y en alguna medida con-vocación; y que a la vez mi misión -aquello por lo cual mi existencia cobra su realidad en virtud de su «desde» y posee radical carácter misivo; o bien, si vale cosificar y espacializar así la expresión del proceso, el terminus a quo del cual la vocación es terminus ad quem- se trueque de algún modo y en alguna medida en con-misión o, pase la equívoca y cotidiana palabra, en co-misión. En cuanto amigos, mi amigo y yo somos -debemos ser- con-vocados y con-misioneros; a nuestra coinstalación y nuestra coimplantación se une, por tanto, nuestra codestinación. Y todo ello sin que la misión, la vocación y el destino de cada cual dejen de ser momentos constitutivos, radicalmente propios e intransferibles, de nuestra respectiva existencia personal.

Con-vocados y con-misioneros, ¿a qué y para qué? Después de todo lo dicho, la respuesta es obvia: con-vocados y con-misioneros a y para hacer la vida en común de tal modo que esta, sin dejar de ser propia y personalmente mía y suya, sea también nuestra, y lo sea en doble sentido: nuestra en tanto que «tuya y mía» (así acontece cuando mi amigo me lee unas páginas que él ha escrito vocacionalmente o me confía un proyecto técnico que haya nacido de su vocación) y nuestra en tanto que «tuya, mía y de los demás» (tal es el caso cuando intencionalmente, y de manera tácita o expresa, extendemos a muchos, si fuera posible a todos, el bien intelectual o el bien operativo que para nosotros puedan contener aquellas páginas o ese proyecto). La convivencia amistosa viene así a ser, en el orden de su realidad intencional y factual, una suerte de vaivén constante entre un «nosotros» diádico y privado (la comunión vivida y real en la mutua sacralidad personal del «nosotros» y del «tú»: yo soy «tú» para mi amigo y mi amigo es «tú» para mí) y un «nosotros» total y genéricamente humano (la convivencia intencional, casi nunca explícitamente vivida, con los demás hombres, dentro de la sociedad y a través del destino histórico a que mi amigo y yo inmediatamente pertenecemos; convivencia que a través de una y de otro se extiende virtualmente a la humanidad entera). En el primer caso, el otro del «nosotros dos» es sólo la persona del amigo; en el segundo, junto al otro del amigo, y rebasando socialmente la esfera privada del «nosotros dos», hállanse intencionalmente compresentes los demás hombres; das Fernste, «lo más lejano», diría Nietzsche. Lo cual, en definitiva, no es sino una formulación más apuradamente metafísica de esa necesaria asunción de la camaradería en la amistad y esa esporádica y ocasional realización amistosa de la camaradería a que más atrás consagré algunas reflexiones y todavía he de dedicar otras. Completando desde nuestro punto de vista una feliz consigna de Augusto Comte, cabría decir que la amistad es una oscilación permanente de la convivencia entre la vida au grana air (esa existencia en y para la humanidad entera que Comte propugnaba) y la vida chez nous (la existencial dual y diádica de los amigos entre ellos). Y añadiendo la relación genuinamente amistosa a las formas de la coexistencia auténtica -pero no amistosa- que considera Heidegger, lo que yo sostengo es que los amigos conviven a la vez, con preponderancia mayor o menor de cada una de estas dos instancias, «según la amistad» (der Freundschaft gemäss) y «según el destino comunal» (dem Gescbick gemäss).

En términos zubirianos: en cuanto que amigo, yo soy una persona cuya sustantividad propia -la realidad de ser «yo mismo» porque soy «mío»- se está constituyendo operativa y convivencialmente mediante un acto de libre donación de mi ser a otra persona, la de mi amigo; acto que tiene su fin inmediato en el bien actual o en el bien futuro de ella, y por ser de ella, también mío, en definitiva nuestro, y cuyo fin remoto es -a través de ese bien suyo y mío- el bien de todos los hombres. Acaso la intención subyacente a esta última expresión deba ser mirada no sólo con auténtica humildad, también con cierta ironía, para no quebrantar con la exageración o la jactancia el quijotesco mandamiento de la llaneza; pero ni la humildad ni la ironía debieran quitar de tal intención una honda y no irónica sinceridad, porque el más pequeño de los hombres no deja de ser hombre y la más trivial de las acciones interpersonales no deja de ser acción humana. Todo lo cual nos permite llegar a una muy ceñida y creo que bastante certera fórmula metafísica del acto amistoso: este es, a mi modo de ver, una comunión interpersonal y amorosa mía «con» otro hombre, nacida «desde» nuestra común situación y nuestro común fundamento, realizada tanto «para» y «hacia» nosotros mismos como «para» y «hacia» todos y constituida «en» lo mismo.

Ahora bien: la radical verdad de esta fórmula debe poner necesariamente ante nuestros ojos, ahora con mayor gravedad, una interrogación ya enunciada en páginas anteriores: esa comunión en el «desde», el «hacia», el «para» y el «en», ¿no llevará consigo la imposibilidad de que un cristiano, valga este ejemplo, sea amigo de un marxista? ¿Y no implicará, por otra parte, una radicalización metafísica de la otrora famosa tesis de Cari Schmitt, según la cual la realidad de la relación política debe ser entendida en términos de «amigo-enemigo»? A las dos interrogaciones respondo desde ahora diciendo: «No». Pero las razones que justifican esta doble negativa mía deben quedar para un capítulo ulterior.