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Cuando un movimiento nacional como el de 1868 viene a despertar la conciencia de un país, pueden ser efímeros los inmediatos efectos exteriores de la revolución; pero aunque esta en la esfera política deje el puesto a la reacción, en lo que más importa, en el espíritu del pueblo, la obra revolucionaria no se destruye, arraiga más cada vez, y los frutos que la libertad produce en el progreso de las costumbres, en la vida pública, en el arte, en la ciencia, en la actividad económica, asoman y crecen y maduran, acaso al tiempo mismo que en las regiones del poder material, del gobierno, una restauración violenta se afana por borrar lo pasado, deshaciendo leyes, resucitando privilegios, organizando persecuciones.
Si antes de 1868 muchas veces los partidos políticos liberales habían ensayado el gobierno de los pueblos constitucionales, en la conciencia nacional puede decirse que no dieron fruto los gérmenes revolucionarios hasta esa fecha memorable.
Antes habíanse contenido las reformas en la esfera política puramente formal, llegando a lo sumo a ciertas concesiones que imperiosamente reclamaba el derecho económico. —52→ El partido progresista había sido siempre, en rigor, el que representaba aquí lo más avanzado, lo más atrevido en punto a reformas; y el partido progresista es hoy el símbolo de la parsimonia y de la poquedad en materia revolucionaria: faltábale, en efecto, llevar a lo más hondo del propio ánimo y de la propia conciencia la vocación reflexiva del liberalismo real sistemático; por miedos que se explican, caía en contradicciones pasmosas, y procuraba armonías y transacciones imposibles con elementos de reacción que, por motivos sentimentales, consideraba sagrados. La religión, la ciencia, la literatura, estaban muy lejos de la revolución en España lo mismo en 1812 que 1820, que 1837, que 1854; había sí trabajos dignos de aprecio que iban preparando la revolución del espíritu, pero la nación era en general extraña a estos esfuerzos aislados de algunas personalidades, de excepciones tan raras como insignes. Si en las leyes había, en algunas épocas, relativa libertad para la conciencia, las costumbres apartaban al más atrevido de aprovechar esta libertad en pro del libre examen. La filosofía aquí se reducía a las declamaciones elocuentes del ilustre Donoso Cortés y al eclecticismo simpático, pero originariamente infecundo del gran Balmes, que como tantos otros soñaba con alianzas imposibles entre sus creencias y las poderosas corrientes del siglo. En la literatura sólo aparece un espíritu que comprende y siente la nueva vida: José Mariano Larra, en cuyas obras hay más elementos revolucionarios, de profunda y radical revolución, que en las hermosas lucubraciones de Espronceda, y en los atrevimientos felices de Rivas y García Gutiérrez. Larra no sólo se adelantó a su tiempo, sino que aun en el nuestro los más de los lectores se quedan sin comprender mucho de lo que en aquellos artículos de aparente ligereza se dice, sin decirlo.
Pero la revolución de 1868, preparada con más poderosos elementos que todos los movimientos políticos anteriores, no sólo fue de más trascendencia por la radical trasformación política que produjo, sino que llegó a todas las esferas de la vida social, penetró en los espíritus y planteó por vez primera en España todos los arduos problemas que la libertad de conciencia había ido suscitando en los pueblos libres y cultos de Europa.
La religión y la ciencia, que habían sido aquí ortodoxas en —53→ los días de mayor libertad política, veíanse, por vez primera, en tela de juicio y desentrañábanse sus diferencias y sus varios aspectos; disputábanse los títulos de la legitimidad a cuanto hasta entonces había imperado por siglos, sin contradicción digna de tenerse en cuenta; las dudas y las habían sido antes alimento de escasos espíritus, llegaron al pueblo, y se habló en calles, clubs y Congresos, de teología, de libre examen, con escándalo de no pequeña parte del público, ortodoxo todavía y fanático, o, por lo menos, intolerante. Hubo aquellas exageraciones que siempre acompañan a los momentos de protesta, exageraciones que son castigo de los excesos del contrario; y creció con ellas la alarma, y se llegó al asesinato en los templos, y a las funciones de desagravios, y a las suscriciones nacionales en pro de la unidad religiosa, y, por último, a la terrible, pero lógica, inevitable guerra civil.
Vista de cerca, con los pormenores prosaicos y mezquinos que a todo esfuerzo colectivo acompaña en la historia, esta gran fermentación del espíritu en España puede perder algo de su grandeza, sobre todo, a los ojos del observador ligero o pesimista: mas de lejos, y en conjunto, al que atiende bien y sin prevenciones, la historia de estos pasados años tiene que parecerle bella, grande, digna de la musa épica.
Como a todo lo demás, llegaron a la literatura los efectos de esta fermentación del pensamiento y de las pasiones; las letras vivían en el limbo, el gusto predominante era pobre, anémico; una hipócrita, o acaso nada más que estúpida, máscara de moralidad convencional, preocupada y enclenque, lo invadía todo, el teatro la novela, la lírica. Los poetas del teatro, mudos casi siempre los gloriosos restos del romanticismo, eran alabados cuando producían obras pseudo-éticas, y éticas de ingenio, dando otra acepción a la palabra: en la novela reinaba el absurdo; quién ponía a contribución en disparatadas leyendas las crónicas de nuestra historia, o la vida de bandoleros; quién estrujaba el Evangelio y el Catecismo para mezclar el jugo mal extraído con lúbricas fantasías, de una voluptuosidad de confesonario gazmoña y picante por lo disimulada. Los poetas líricos, con excepción de uno solo, caían en el más gárrulo nihilismo, y jugaban con las palabras como si fueran cascabeles arrojados al aire; todo sonaba a hueco, —54→ como no fuera el ruido formidable que producían las cadenas del pensamiento, que este, al moverse, hacía vibrar sin pena suya, como sonajas con que alegraba su esclavitud.
En este lamentable estado vivía la literatura española, cuando la conciencia nacional despertó, quizá por vez primera, de su sueño inmemorial.
De entonces acá, ¡cuánto ha variado el espíritu general de nuestras letras! En medio de extravíos sin cuento, y contra el poder de reacción fortísima, de preocupaciones arraigadas, aparecieron obras que por vez primera infundían en la conciencia del pueblo español el aliento del libre examen; obras que daban a nuestras letras la dignidad del siglo XIX, la importancia social que una literatura debe tener para valer algo en su tiempo. Este portentoso movimiento puede asegurarse que empezó por la oratoria. Levantose la tribuna en la plaza, hablaron al pueblo los prohombres de la política, y allá fueron, mezclados con las pasiones del día, con los intereses actuales de partido, los gérmenes de grandes ideas, de sentimientos y energías que el pueblo español jamás había conocido, y menos al aire libre, como bendito maná que se distribuía a todos.
Volvía Castelar del destierro sin aquellas vacilaciones y contradictorias creencias que un vago sentimental cristianismo le inspirara un día; volvía como apóstol de la democracia y del libre examen, predicando una política generosa, optimista, quizá visionaria, pero bella, franca y en el fondo muy justa y muy prudente. Pecaba de abstracto y formalista el credo de los apóstoles democráticos, más así convenía quizá, para que tuviese en nuestro pueblo la influencia suficiente a sacarle de su apatía y hacerle entusiasmarse por ideales tan poco conocidos, como eran para los españoles de estos siglos los ideales de la libertad.
La semilla no hubiera dado fruto si sólo se hubiera hecho la propaganda en la tribuna y en el periódico: para hacerla cundir, nada como estos elementos; para hacerla fecunda, otros se necesitaban.
Y contribuyeron a este trabajo meritísimo la literatura filosófica, la novela, el teatro, la lírica como elementos principales del gran movimiento progresivo de nuestros días.
La filosofía en España era en rigor planta exótica; puede decirse que la trajo consigo de Alemania el ilustre Sanz del —55→ Río. Querer unir a la tradición de nuestra antigua sabiduría los trabajos casi insignificantes de los pensadores católicos y escolásticos de nuestro siglo es una pretensión absurda, aunque la apadrinen eruditos. La filosofía del siglo, la única que podía ser algo más que una momia, un ser vivo, entró en España con la influencia de las escuelas idealistas importada por el filósofo citado.
Cuando ya por el mundo corrían con más crédito que los sistemas de los grandes filósofos idealistas de Alemania las derivaciones de la izquierda hegeliana y el positivismo francés y el inglés, en España la escuela krausista prosperaba, y con rigoroso método, gran pureza de miras y parsimoniosa investigación, iba propagando un espíritu filosófico, de cuya fecundidad en buenas obras y buenos pensamientos no pueden tener exacta idea los contemporáneos, ni aun los que más de cerca y más imparcialmente estudien este influjo, insensible para los observadores poco atentos. Como oposición necesaria del krausismo, que sin ella podía degenerar en dogmatismo de secta intolerable, llegaron después las corrientes de otros sistemas, tales como el monismo, el spencerismo, el darwinismo, etc., etc., y hoy tenemos ya, por fortuna, muestra de todas las escuelas, palenque propio, nacional, en que mejor o peor representadas, todas las tendencias filosóficas combaten y se influyen, como es menester para que dé resultados provechosos a la civilización la batalla incruenta de las ideas.
Algunos hombres ilustres afiliados a tal o cual tendencia o escuela llevan hoy el influjo de la filosofía a la cultura general y especialmente a las letras; pero nótase que, por causas que no debo estudiar ahora, no hay la proporción que debiera entre el movimiento filosófico-literario y la fuerza virtual de nuestra filosofía modernísima; de otro modo, los hombres que saben y piensan en filosofía tanto como los que en otros países se consagran a estos cuidados, aquí no cultivan las letras, no propagan, sino en muy reducidas esferas, sus ideas por medio del libro.
Hay opúsculos muy notables de muchos de esos filósofos; pero ninguno de ellos ha escrito todavía la obra que pudiera esperarse de su sabiduría. Acaso obedece esto a muy prudentes resoluciones, acaso es buen síntoma esta sobriedad de nuestra literatura filosófica; pero también tiene su aspecto malo la —56→ pobreza de este ramo de literatura: el público no responde como debiera a las manifestaciones científicas de este género: aún no es hora de hablarle directamente en nombre de la razón y de la reflexión; aún hay que dorarle la verdad, que es para él una píldora amarga. Aún es cosa de pocos el estudiar los grandes problemas de la ciencia filosófica sin necesidad de aliños y disfraces.
Pero en la cátedra, en las discusiones académicas nuestros filósofos sí han dado pruebas abundantes de la profundidad de su pensamiento, de la riqueza de su doctrina, de la seguridad de sus convicciones, de la originalidad de su investigación, de la variedad y riqueza de sus conocimientos. No por el libro, por la cátedra y el Ateneo se han hecho populares los nombres de Salmerón, Giner y Moreno Nieto, cuya fama es de un género que si cunde en España es porque está la patria muy cambiada, y ya no es la España preocupada por el fanatismo, incapaz de pensar libremente y apreciar en lo que vale la investigación filosófica, a fuerza de perseguir el libre pensamiento y a fuerza de despreciar la ciencia.
Sin embargo, aún es muy pronto para que la filosofía influya directamente en el espíritu general del pueblo; su influencia es positiva, pero mediata, y más que directamente se realiza por intervención del arte, que expresa vagamente aquello que de la filosofía puede ser expresado con auxilio de las manifestaciones estéticas. Los elementos estéticos y prasológicos son los que pasan más fácilmente del mundo científico a la cultura general; lo que hoy ya todo el pueblo ama y comprende no es tanto la filosofía en sí, como su derecho a la existencia, la grandeza de sus propósitos, la legitimidad de sus reclamaciones, la dignidad de su misión, la pureza de sus miras. ¿Qué es la ciencia? No lo sabe la cultura general a punto fijo, pero sabe que es elemento esencial de la vida, de gran influencia, de valor sumo. La libertad del pensamiento es lo que el pueblo ha comprendido, y esto es camino para que llegue a comprender las profundidades del discurrir metódico y sistemático.
Decía que por el arte ha penetrado mejor en el espíritu general el libre examen y el respeto a la dignidad de la investigación filosófica, libre de la tutela dogmática. Y citaba antes la novela, el teatro, la lírica, manifestaciones del arte que en nuestros días han prosperado en España, y en el sentido que —57→ señala la influencia liberal, expansiva, noble, profunda, espontánea.
Puede disputarse si las obras presentes de nuestro teatro son superiores a las producidas en las décadas anteriores; pero en la novela toda discusión sobre este punto sería absurda.
Si en días muy lejanos, en otros siglos, nuestra novela valió tanto que salió de las prensas españolas la mejor novela del mundo; lo que es nuestra literatura contemporánea nada había hecho digno de elogio en este género, que es precisamente el más y mejor cultivado en los países que tienen más vigorosa y original iniciativa en todo movimiento intelectual.
El glorioso renacimiento de la novela española data de fecha posterior a la revolución de 1868.
Y es que para reflejar, como debe, la vida moderna, las ideas actuales, las aspiraciones del espíritu del presente, necesita este género más libertad en política, costumbres y ciencia de la que existía en los tiempos anteriores a 1868.
Es la novela el vehículo que las letras escogen en nuestro tiempo para llevar al pensamiento general, a la cultura común el germen fecundo de la vida contemporánea, y fue lógicamente este género el que más y mejor prosperó después que respiramos el aire de la libertad del pensamiento.
Este renacer, mejor nacer, acaso, de la novela está muy a los comienzos de su gloriosa carrera: aún son pocos los autores que representan la nueva novela española, y no son por cierto espíritus aventurados, amigos de la utopía, revolucionarios ni despreciadores de toda parsimonia en el progresar y en el reformar. El más atrevido, el más avanzado, por usar una palabra muy expresiva, de estos novelistas, y también el mejor, con mucho, de todos ellos, es Benito Pérez Galdós, que con Echegaray, en el drama, es la representación más legítima y digna de nuestra revolución literaria. Pues Galdós no es, ni con mucho, un revolucionario, ni social ni literario: ama la medida en todo, y quiere ir a la libertad, como a todas partes, por sus pasos contados. Hombre sin preocupaciones políticas, ni religiosas, ni literarias, no se ha afiliado ni a sectas, ni a partidos, ni a escuelas; no es un Eugenio Sué, ni un Flaubert, ni menos un Zola; parécese más a los novelistas de la gran novela inglesa, a quien ama y en parte sigue; pero tiene más caracterizada personalidad en —58→ ideas y sentimientos y más pasión por las conquistas del espíritu liberal. Su musa es la justicia. Huye de los extremos, encántale la prudencia, y es, en suma, el escritor más a propósito para atreverse a decir al público español, poco ha fanático, intolerante, que por encima de las diferencias artificiales que crean la diversidad de confesiones y partidos, están las leyes naturales de la humanidad sociable, el amor de la familia, el amor del sexo, el amor de la patria, el amor de la verdad, el amor del prójimo. Las Novelas Contemporáneas (Gloria, Doña Perfecta, León Roch14), no atacan el fondo del dogma católico; atacan las costumbres y las ideas sustentadas al abrigo de la Iglesia por el fanatismo secular; sólo así pudo llegar al seno de las familias en todos los rincones de España la novela de Galdós: no es en él calculada esta parsimonia, esta prudencia; escribe así naturalmente, pero el resultado es el mismo que si Galdós se propusiese preparar el terreno para predicar el más franco racionalismo. No hay acaso en ninguna literatura espectáculo semejante al que ofrece la influencia de Galdós en el vulgo y la popularidad de sus novelas, anti-católicas al cabo, en esta España católica y preocupada, y hasta ha poco tan intolerante. Piénsese que no hay país, de los civilizados, donde el fanatismo tenga tan hondas raíces, y piénsese que la novela de Galdós no ha influido sólo en estudiantes libre-pensadores y en socios de Ateneos y clubs, sino que ha penetrado en el santuario del hogar, allí donde solían ser alimento del espíritu libros devotos y libros profanos de hipócrita o estúpida moralidad casera, sin grandeza ni hermosura.
Sí, Galdós ha sabido meterse en muchas almas que parecían cerradas a cal y canto para toda luz del libre pensamiento.
Don Juan Valera es en el fondo mucho más revolucionario que Galdós, pero complácese en el contraste que ofrece la suavidad de sus maneras con el jugo de sus doctrinas. Pero su influencia, acaso por dicha, es inferior a la del autor de Gloria. A vueltas de mil alardes de catolicismo, de misticismo a veces, Valera es un pagano; tiene toda la graciosa voluptuosidad de un espíritu del Renacimiento y todo el eclecticismo, un tanto escéptico, de un hombre de mundo-filósofo del siglo XIX. Es como el Eumorfo de su Asclepigenia, un lyon que ha creído necesario estudiar filosofía. La filosofía de Valera es una filosofía de adorno. Hay demasiadas vueltas y revueltas en el —59→ pensamiento que se oculta en cada novela de Valera para que puedan penetrar, sin perderse en tal laberinto, los espíritus sencillos y no muy aguzados del vulgo. Por eso sus libros, que a un reducido público le embelesan, no son pasto común de los amantes de la novela. Pero ningún autor como Valera señala el gran adelanto de nuestros días en materia de pensar sin miedo. Su humorismo profundo, sabio, le ha llevado por tantos y tan inexplorados caminos, que bien se puede decir que Valera ha hablado de cosas de que jamás se había hablado en castellano, y ha hecho pensar y leer entre líneas lo que jamás autor español había sugerido a lector atento, perspicaz y reflexivo. Por los subterráneos del alma, como decía Maine de Biran, camina Valera con tal expedición como Pedro por su casa; y el lector que tiene alientos y voluntad para seguirle, visita con él regiones del espíritu, que jamás fueron reveladas a esta literatura española, que por siglos tuvo prohibida la entrada en tales abismos. La libertad de Valera en este punto, llega a veces a la licencia; licencia que se acentúa más con el contraste de la forma percatada y meticulosa. Pero todo esto sirve para ahondar en la mina y extraer nuevas riquezas para la literatura patria y para la obra grandiosa del pensamiento libre. Descubridor atrevido, quizá temerario, es Valera uno de los autores que, a pesar de sus humorísticas protestas de ortodoxo, más trabaja y más eficazmente por el progreso y la independencia del espíritu.
Alarcón, y ya puede decirse que Pereda, representan la reacción en la novela, y en buen hora; pues aparte de que sus libros, por el mérito absoluto que tienen en cuanto obras de arte, contribuyen y no poco al florecimiento del género de que trato, aun como oposición, tienen el mérito relativo de poner de relieve en las vicisitudes del combate la superioridad del libre-examen sobre las preocupaciones de la ortodoxia y de la intolerancia.
La lucha es desigual, porque Galdós y Valera son ingenios de primer orden, pensadores profundos, aunque de ello no hagan intempestivo alarde, y Alarcón y Pereda son meramente artistas, y al querer buscar tendencia trascendental para sus obras, demuestran que son espíritus vulgares en cuanto se refiere a las ideas más altas e importantes de la filosofía y de las ciencias sociológicas. No tiene más grandeza ni más profundidad —60→ su pensamiento que el de cualquier redactor adocenado de El Siglo Futuro o de La Fe; y enoja y causa tedio la desproporción que hay entre los medios de expresión artística de que disponen, y la inopia del fondo de pensamiento que pretenden exhibir. Quieren defender el pasado por medio de la novela; el propósito merece respeto, pero sus fuerzas son escasas, sus alegatos pobres, adocenados, y la comparación con los que en pro de la nueva vida presentan Valera y Galdós, sería sencillamente un sarcasmo.
Mas al fin, aunque pequeño, este es un esfuerzo digno de tomarse en cuenta hecho por la reacción en el género que hoy comienza a tener más savia, más vida, más porvenir; pero ni esto siquiera tiene el pasado en el teatro ni en la lírica. El teatro y la lírica son por completo del libre examen, a pesar de que no sean francamente revolucionarios en la apariencia todos sus representantes. Echegaray, decíamos arriba, es con Galdós encarnación de nuestra literatura libre; es cierto, su influencia en el teatro español es la más poderosa que se ha notado desde los tiempos en que García Gutiérrez hizo volver al antiguo cauce la corriente impetuosa y pura de nuestro drama romántico. Echegaray, en parte, es continuador de esa escuela, pero tal como lo exigen las circunstancias del tiempo; los atrevimientos que primero se intentaron en los medios artísticos, hoy es preciso intentarlos en el fondo, en el pensamiento, en el propósito final.
Como el teatro es la manifestación artística que más interesa al público español; como el teatro es lo más nacional de nuestra literatura, en este terreno es donde la reacción quiso defenderse más, y con armas no siempre lícitas destruir al adversario. Echegaray personificaba el libre vuelo de la fantasía y el libre examen en la escena, y aunque jamás osó atacar de frente en las tablas lo que las costumbres hicieron respetar siempre en ellas, no le libró esta prudencia de la ira de los intolerantes y reaccionarios, y no sólo se discutió la moralidad de sus dramas y la belleza de sus procedimientos artísticos, sino lo que era indiscutible, sus facultades de poeta dramático.
Si pocas veces hubo oposición más ruda, más ciega, más encarnizada, jamás se presenció triunfo tan grande, tan completo como el de Echegaray. Ahora callan sus enemigos y el pueblo —61→ entero le corona y le aclama y le declara su poeta predilecto. La victoria no es sólo de Echegaray, es la victoria del espíritu libre de trabas, dogmas y preocupaciones que se enseñorea15 de la escena, donde vegetaban los enclenques vástagos de una dramática híbrida, sin objeto, sin causa racional, y abrumada de cortapisas, de recetas, de preocupaciones, y lo que es peor que todo, anémica.
En el teatro la revolución tiene que ir mucho más adelante: en su obra deben ayudar a Echegaray los que sientan fuerzas en su espíritu para tal empresa: muerto el autor de Consuelo, que por tan buen camino llevaba la comedia nueva, queda Sellés, que tiene facultades excepcionales, que debe aprovechar para ir formando el nuevo teatro español, que sin renegar de lo que hay de bueno y eternamente bello en la tradición, necesita seguir el rumbo que al arte señala el movimiento general presente de la ciencia y de la literatura.
Algunos jóvenes que, ya en la novela, ya en el teatro, hacen sus primeras armas con tendencias dignas de ser alentadas, son quizá la esperanza legítima de las nuevas aspiraciones que debe tener nuestra literatura para ser digna de su tiempo.
Nuestros líricos del presente son dos: Campoamor y Núñez de Arce. En la relación al libre-pensamiento, que es lo único que aquí se debe considerar, puede parecer al lector que se pague de apariencias, que ni uno ni otro son poetas del libre-examen, pues los dos se llaman católicos y el uno llora porque duda y el otro se defiende del pesimismo creyendo como su madre y todo lo que su madre. Apariencias. Campoamor es el literato más revolucionario de España, a pesar de que milita en las filas de un partido conservador. El Campoamor que ha sido consejero de Estado, no es el Campoamor que ha escrito La lira rota y Los buenos y los sabios. Ni el mismo Valera ha penetrado tan adentro en los misterios de la psicología, ni los ha explorado con tanta libertad. Muchas doloras de Campoamor parecen inspiradas en los escritos del pesimista Schopenhauer; el dejo de toda su poesía es una desesperación sublime, que ya sólo se goza en el encanto de la hermosura del dolor poético.
Líbreme Dios de creer que conviene a los pueblos desesperar de la vida: no, lo que conviene es que la luz penetre en todo, y que cuanto guarda de desengaños, penas, aspiraciones —62→ insaciables el alma humana, se vea, se estudie por la ciencia y por el arte, cada cual a su modo, para acabar para siempre con las imposiciones del misterio, que explotaba antes el fanatismo oscuro y nebuloso.
Si no tan profundo ni tan ameno como el de Campoamor, el numen de Núñez de Arce es más vigoroso, más propio para alentar esperanzas, para propagar ideales, para defender nobles causas. Es francamente espiritualista; sus dudas son más fáciles de resolver que las que engendra la desilusionen la poesía campoamorina, y estudiándolas bien, se ve que ya están resueltas, que Núñez de Arce es un poeta de la libertad, y que si aún mezcla en su fantasía los elementos esenciales de la religión con los accidentales de determinada Iglesia, su razón está ya por encima de estas confusiones.
Menos soñador que Campoamor, inspírase más en la vida de los otros, en la sociedad y en los movimientos de la historia; es, por decirlo en términos positivistas, más altruista que el príncipe de los líricos contemporáneos de España. Campoamor es la lírica revolucionaria de los espíritus escogidos, delicados, quizá enfermos. Núñez de Arce es la lírica expansiva, menos personal, más vecina de la épica, más propia para enardecer el entusiasmo por el progreso, la libertad y la patria.
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No descendiendo de estas cumbres, olvidando la gárrula vocinglería de los imitadores, de los mercenarios de las letras, las nuestras se nos presentan en positivo progreso, y sobre todo, recibiendo por vez primera la benéfica influencia del pensamiento libre.
Pero los adelantos cumplidos no deben hacernos olvidar el camino que está por recorrer: es muy largo, muy largo. La hipocresía, la ignorancia, la preocupación, la envidia, el falso clasicismo, inquisidor disfrazado de sátiro, juntan sus huestes y un día y otro presentan batalla al progreso de las letras libres.
Es preciso derrotarlos también todos los días.
Ataquemos, sobre todo, a los enemigos más temibles: a la necedad presuntuosa y a la ignorancia devota.
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Puede haber un autor tan magnánimo que te perdone el mal que hayas dicho de sus obras; pero ese mismo acaso no te perdone el bien que digas de las obras de sus émulos.
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Cabe tanto mal en el espíritu humano, que cabe esta contradicción: la envidia y el desprecio.
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En la vida mezquina de lugar hay muchas miserias ridículas, pero hay algunas trágicas: los rencores.
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Conozco amores que pueden definirse: un sueño entre dos. Uno duerme y otro sueña.
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Las lecciones del mundo están escritas en un idioma del cual no se pueden traducir: el de la experiencia.- El inexperto las sabe de memoria, pero no las entiende.
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El hipérbaton cuando es espontáneo es lo más natural del mundo; cuando es rebuscado es lo más Corradi del mundo.
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—64→En la biblioteca de mi pueblo hay un subterráneo donde yacen enterradas las obras de Rabelais, de Voltaire y de Strauss.- ¡Qué gran vino cuando lo beban nuestros nietos!
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Hay muchos que creen imitar el estilo de Víctor Hugo, cuando en realidad sólo imitan el de sus traductores.
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Señales infalibles de gusto grosero e inculto: hablar alto, dormirse en el Real, llamar ruido a la música y a Castelar organillo.
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En las federaciones de la amistad suele haber un pacto tácito: el de la igualdad de ingenio y de fortuna. El que brilla más, el que sube más, está fuera del pacto; se le declara la guerra.
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Cuando pasa el Señor por las calles, ¿por qué no besan el polvo los creyentes? Y los descreídos, ¿por qué descubren la cabeza?- Un fanático no se explicaba esto, que no es más que el paralelogramo de las fuerzas.
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En un álbum.- No hay mejor álbum que el que está por escribir.
En un abanico.- En abanico cerrado no entran poetas.
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España es un Parnaso suelto.
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Jesucristo dijo -según dicen-: siempre habrá pobres entre vosotros.
Es verdad; siempre habrá poetas cesantes.
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Conozco yo un poeta que siempre que escribe da en el tema de decir que no es poeta. Y lo prueba como Diógenes probaba el movimiento.
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No es perjudicial haber estudiado Retórica y Poética en la —65→ segunda enseñanza, y Literatura y Estética en la facultad: un abogado, un político pueden contentarse con eso. Un crítico necesita algo más; olvidar la mitad de lo que ha aprendido en las aulas. Pero, ¡ay de él si no sabe la otra mitad! Y sobre todo, ¡ay de él si no llena con propias doctrinas y estudios de experiencia el vacío que deja lo que se debe olvidar!
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Uno de los principales servicios de los estudios académicos es este: enseñarnos a no respetar a los críticos que en nombre de sus estudios académicos sentencian como si fueran el Tribunal Supremo.
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Verle a un crítico los resabios del aula o de una escuela, es como ver una decoración entre bastidores.
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La vanidad es preferible al orgullo en cuanto es más sociable.
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El orgullo es una pasión de los dioses; pero de los dioses falsos.
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Un sabio moderno ha dicho que la envidia no es un pecado, que es una pena. Yo creo que es un pecado... que en el pecado lleva la penitencia.
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Fe, es creer lo que no vimos. Está bien. Pero muchos añaden: como si lo hubiéramos visto. Este es el error de la fe.
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El figurarse cómo es Dios, sirve para algo. Para saber que de fijo no es como uno se lo figura.
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El ateísmo de escuela es una teología al revés.
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-Que calle el oráculo y yo hablaré -decía la conciencia en tiempo de los oráculos.
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—66→La duda provisional, es una duda falsificada. Se conoce en que no duele.
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El milagro es una petición de principio.
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Un poeta que se queja del hastío que le causa la existencia, y escribe sin ortografía, es desgraciado porque quiere. ¿Por qué no llena ese vacío que siente, estudiando Gramática castellana?
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Nuestros poetastros saben, a veces, medir las sílabas, pero nunca medir las palabras.
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Si muchos poetas tuvieran presente que es mala crianza hablar mucho de sí mismo, ¡cuánto lirismo nos ahorraríamos todos!
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Todos los mandamientos se encierran en dos: en amar a Dios sobre todas las cosas, y al Amor sobre todos los dioses.
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Todas las religiones son buenas; pero la capa no parece.
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Algunos críticos benévolos creen que el colmo del buen gusto es hacerse de miel.
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Ya sé que en buena estética no se puede exigir que la estatua tenga músculos y huesos debajo de la superficie: basta con la apariencia.
Pero no se me negará que esa apariencia nunca sería tan perfecta, como existiendo realmente dentro de la estatua todo un organismo humano. Pues esta es la cuestión del realismo. En sus estatuas (los personajes de sus obras), hay músculos, huesos, todo lo que contribuye a que la apariencia sea más perfecta.
Este es el realismo bueno. El malo es el que abre las carnes para que la anatomía se vea.
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—67→Un entusiasta del gran trágico inglés decía:
-¡Cómo se parece la naturaleza a Shakspeare16!
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Hay muchos literatos que, pretendiendo castigar el estilo, castigan a los lectores.
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En mi fondo Tusculano, en mi retiro, me rodeo de excelentes y elocuentísimos amigos: Platón, Luciano, Esquilo, Lucrecio, Dante, Rabelais, Cervantes, Voltaire, Hegel, Víctor Hugo... y de vez en cuando, Pedro el jardinero que me oye como un oráculo.
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Un político, que no se distinguía por lo consecuente, decía en un discurso a sus electores: «Todo cambia; la estrella Sirio, una de las más notables del cielo, tenía en tiempo de Cicerón un color, y ahora tiene otro».
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Es muy prudente el consejo de guardar muchos años en cartera las obras literarias. Cuando después se leen se juzgan mejor, y puede el autor librarse de publicar tonterías. Sin embargo, la receta no es muy segura, porque es posible el caso de que el autor siga siendo un necio.
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No digo yo que la confesión sea un arma terrible en manos del clero; lo que digo es que si no lo es, parece mentira.
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Los que opinan que ha pasado el tiempo de combatir con todas armas el poder del fanatismo y los absurdos de la superstición, son tan peligrosos para el progreso como los que piensan que ese tiempo no ha llegado.
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Es una exigencia peregrina la de aquellos que piden al libre pensador que niega su asentimiento a las afirmaciones dogmáticas, pruebas basadas en otras afirmaciones positivas. Olvidan que en derecho affirmanti, non neganti, incumbit probatio.
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—68→Una de las mayores amarguras del crítico es tener que estar muchas veces de acuerdo con los envidiosos.
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El sol, el cielo azul, los verdes campos, los bosques sombríos, las frescas fuentes, la mansa brisa, todos esos lugares comunes de la naturaleza se han hecho para los hombres menos vulgares.- Los tratamientos, las cruces, los títulos, las ceremonias, la apoteosis, todas las distinciones se han hecho para el vulgo.- Cualquiera sirve para rey; casi nadie para solitario.
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Es mucho más fácil aprender el buen tono de los salones y dirigir bien un cotillón entre príncipes, que admirar dignamente una puesta de sol.
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El matrimonio es una gran institución, pero se celebra al revés. La ceremonia debía dejarse para el último día de la unión en la tierra. Al morir uno de los esposos, la Iglesia y el Estado, previa declaración de las partes, podrían decir con conocimiento de causa: este fue matrimonio. Todo lo demás es prejuzgar la cuestión.
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El que tolera la vida, dejó escrito un suicida, es el que administra mal sus intereses y no lleva la cuenta de su debe y haber. El que se mata hace un balance y se declara francamente en quiebra.
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El horror instintivo del vulgo a la teoría de la descendencia se me antoja un indicio de nuestro origen humildísimo. Hay algo del orgullo del pavo real, del caballo o del gallo en nuestra antipatía a los monos.
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No hay nada menos natural ni menos sencillo que la naturalidad y sencillez que afectan algunos filósofos que han aprendido en la escuela la sencillez y la naturalidad. Es más natural el artificioso vivir de otros de su clase, pues el artificio es lo natural en quien vive lejos de la naturaleza.
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—69→Se han inventado muchos sofismas y frases de efecto para disculpar el plagio literario. Los autores honrados deben proceder en esto como los comunistas, cuando son personas decentes: ponen en tela de juicio la propiedad, pero no roban.
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Algunos escritores que se llaman festivos, creen llegar a la gracia y al desenfado de los verdaderos humoristas copiando sus frases familiares, su desaliño natural y sencillo. Es como si el pobre pretendiente se presentara al ministro, a quien visita, de bata y con babuchas. Verdad es que el alto dignatario le recibe en ese traje; pero es porque está en su casa.
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Los imitadores en literatura son imágenes del maestro reflejadas en espejos convexos.
Cuanto más se acerca el espejo, más deforme es la imagen.
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Una polémica no termina cuando se dice la última palabra, sino cuando se ha expuesto el último argumento. Muchas polémicas parecen interminables cuando no han empezado todavía.
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El camelo, moda literaria que quieren resucitar algunos poetastros, nada tiene que ver con la poesía jocosa; no es más que la impotencia que acaba por burlarse de sí misma.
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La poetisa fea, cuando no llega a poeta, no suele ser más que una fea que se hace el amor en verso a sí misma. Las coplas de un galán, por malas que fuesen, le parecerían mejor que sus poesías y le harían olvidarlas.
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La poetisa hermosa no tiene perdón de Dios. ¡Hermafrodismo odioso y repugnante! ¡Ser Venus y López Bago en una pieza!
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Puede ser excesiva la modestia del genio y aun dar indicios de falsa, cuando pretende igualarse con los más humildes y hacer de ellas su compañía. Esta nivelación aparente ofende a —70→ los pequeños. Es como si el sol, por modestia, se empeñara en salir de noche. El mal sería para las estrellas.
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El afán de distinguirse que tanto censuran los hombres más vulgares, puede ser el instinto de conservación del buen sentido.
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El hombre tiene una razón que le dicta los principios y las leyes de la realidad. Pero ignora si la realidad está conforme con la razón. Es como el reló, que señala la hora, pero no sabe qué hora es.
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Sólo la virtud tiene argumentos poderosos contra el pesimismo.
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Comenzar a vivir procurando el aplauso de las gentes, no es dar pruebas de necio. La necedad está en insistir.
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Mucho más grande que no admirar nada es no despreciar nada.
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El desencanto que sufren los necios cuando se acercan al hombre grande y ven su pequeñez, se parece al del niño que sube a la cumbre para coger la luna y ve que la luna está mucho más alta.
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Toda filosofía que pretenda merecer que la estudie el hombre experimentado, no debe dejar entre lo accesorio la teoría del dolor. No abordar este problema o tratarle con fórmulas sin fondo, es huir la dificultad más real del objeto último, según los más, de la filosofía.
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Comprendo al novelista que profundiza y estudia con minucioso análisis los caracteres que le rodean. En el arte todo esto parece bien. Pero no comprendo que, el que quiera vivir contento y en paz con sus semejantes, se entregue a tal estudio.
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—71→El día que en la soledad no oigas una voz que te distraiga y consuele, puedes llorar la muerte de tu único amigo.
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El hombre práctico por excelencia no practicaría nada que no conociese bien en teoría. Pero este es el práctico... teórico.
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En la filosofía del amor tiene razón el positivismo: sólo se conocen hechos.
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En la vida de pueblo se desarrollan vicios y miserias de que suele estar libre el cortesano: y además existe el germen de los vicios y miserias de la Corte.
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Si la crítica se practicara como una religión, los críticos serían casi siempre mártires. Pero ni los más severos, ni los más orgullosos, creen firmemente, en los casos de apuro, que su oficio es un sacerdocio.
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Los filósofos pesimistas suelen equivocarse en su sistema y en las consecuencias que deducen de los datos recogidos; pero los datos casi siempre son ciertos. Esto es lo más triste del pesimismo.
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Los enemigos del afán de filosofar verían acaso satisfechos sus deseos si lograsen suprimir el miedo a la muerte.
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Doch du warst mein Zeitvertreii Goldne Phantasie... (Tú eras entonces mi solaz, dorada fantasía.) |
GOETHE. |
La existencia de los monstruos en la naturaleza era un argumento con que se pretendía desconcertar a los antiguos providencialistas: ¿cómo, si el dedo de la sabiduría infinita preside la obra del Universo, se explican esas deformidades, esos desarrollos atrofiados a lo mejor, en que todo puede imaginarse menos el trabajo oculto de la idea? En cambio, si todo es casualidad y determinismo, lo deforme, lo inexplicable, lo feo y lo horrible tienen la explicación mejor, la de no necesitarla.
Hoy, que lo más corriente es la negación de la finalidad ideal, puede preguntarse a los partidarios de la casualidad ciega, cómo se explican esos otros monstruos de virtud, de belleza o de genio, protesta viva y elocuente, en lo finito, de lo ideal y eterno. Si todo es casual y azaroso, ¡qué extraña casualidad la del genio!
Es, sin duda, excesiva la pretensión de los sabios, que sólo a nuestros sentidos quieren que prestemos fe y aquiescencia, que nada digamos de cuanto dentro de nosotros grita mostrándonos —74→ la luz de otros horizontes. Pero es vano su empeño, y aun si a nosotros mismos queremos engañarnos volviendo todo el esfuerzo de la atención al exterior, a las puras relaciones de los sentidos, no faltan magos del arte que en esa misma naturaleza, que por lo único real íbamos a tener, hagan aparecer con trasparencia hermosa la idea, lo absoluto, lo eterno que dentro de la conciencia procurábamos relegar al olvido.
Esta juventud que hoy crece en España ávida de ejercicio intelectual, casi avergonzada de nuestro retraso científico, busca, con más anhelo que discernimiento, las nuevas teorías, la última palabra de la ciencia, temerosa, más que del error, de quedarse atrás, de no recibir en sus pasmados ojos los más recientes destellos del pensamiento europeo. El positivismo, o lo que por tal palabra se significa vulgarmente, ese conjunto de teorías que, tal vez opuestas entre sí, convienen en rechazar la posibilidad de toda ciencia de lo absoluto y comunicación con lo metafísico, va ganando terreno entre nosotros, y aun los que han comenzado sus estudios filosóficos en las escuelas más exageradamente idealistas, buscan conciertos y relaciones con esa tendencia experimentalista que amenaza hacerse universal. En Francia misma, donde el espiritualismo, quizá superficial, de Cousin ha querido luchar contra todas las innovaciones, hoy anhelan sus representantes más autorizados buscar términos de avenencia con la novísima filosofía. ¡Qué mucho que entre nosotros, donde, dígase lo que se quiera, los estudios filosóficos no tienen arraigadas tradiciones, se vaya el ánimo, y tras él el pensamiento, por los derroteros que extraños pensadores nos señalan!
Sin embargo, antes de dejarnos arrastrar definitivamente por esa vía, debemos mirar atrás y ver si a nuestra espalda queda algo grande, sublime, que con nuevas voces y energía inesperada nos llama y detiene y nos dice que vamos al abismo.
Y sí que veremos y oiremos algo digno de atención y admiración profunda, que por lo menos nos hará contener el paso y meditar, con planta inmóvil, en medio del camino.
Hablábamos del genio, teníamosle por inexplicable para la ciencia determinista y sensualista, y le llamábamos hechicero porque hace brotar de las rocas, como Moisés, el puro manantial del espiritualismo. Y es verdad. ¿Qué casualidad de átomos —75→ encontrados o de fuerzas acordes pudo dar por resultante esa imaginación deslumbradora, esa inteligencia vidente, ese corazón amoroso, esa palabra milagrosa que, llamándose en el mundo Castelar, va sembrando por la tierra espiritualismo, renegando de su propia esencia si es que no pasa de fuerzas físicas y materia ciega? ¿O será más bien que el genio es la conciencia, es la idea tan íntima de sí, tan clara ante sus propios ojos, que irradia en forma de esplendores la verdad de su ser, la convicción de su naturaleza inmaterial, divina? No, el genio no puede ser obra de la casualidad, y Castelar, como todos esos grandes apóstoles del espiritualismo, trae, con sólo su presencia, un argumento poderoso en favor de sus ideas. Pero no basta eso; el genio halla el espíritu en la naturaleza misma; de opaca la hace trasparente, y como Fausto, por arte de Mefistófeles, veía la imagen de Margarita a través de los gruesos muros, este hombre viejo de nuestro siglo, este sabio descontento, ve a través de la materia que parece inerte, por poder del genio, la imagen del espíritu, también pura y blanquísima, y de ella se enamora.
¡A cuántos hombres pensadores habrá sobrecogido este alarde espiritualista de Castelar que se llama Recuerdos de Italia, en medio de fríos trabajos de ruina, de esos trabajos penosos que sirven para descubrir dentro del alma algo que tenemos por superstición, por antojo y fantasía, y que fue algún tiempo altar sagrado, tabernáculo misterioso! Más desoladoras que las ruinas que cubren la tierra, son esas ruinas de pensamientos que el hombre de estos días va acumulando dentro de sí, y que, ya escombros, todavía le agobian con su peso. Recuerde cada cual aquel cielo en que creyó de niño, cielo que con ser espacio no estaba en parte alguna, porque estaba más arriba de todo: al borrarse de la fantasía esa mansión dichosa llena de luz sobrenatural, ¡cómo se cerraron los horizontes, cuántos de sus rayos perdió la claridad que alumbra el alma! Pero luego puede la razón alimentar nueva fe, más varonil, más sublime; no se cree en el cielo, pero se cree en los cielos; todos los astros son viviendas; el universo está lleno, y la humanidad habita lo infinito; las almas van de mundo en mundo, como las aves de rama en rama... También esta creencia se atierra: somos gusanos, se nos dice, de este planeta, y nuestra suerte de efímeras está pegada al terruño como el esclavo —76→ de la gleba. Entonces el corazón, al sentir que le cortan las alas, al oír en nombre de la ciencia la terrible predicción «no volarás», mira con tristeza a los cielos, y en las estrellas, esas promesas de eternidad, no ve más que sarcasmos.
Cuando a tal estado se llega, y hoy son muchos los que llegan a tal estado, un libro como el de Castelar es una tabla de salvación. Tal vez se abren las hojas por disfrutar el deleite del arte, que aun para los desesperados es un bálsamo; pero al terminar la lectura, las lágrimas han rodado por las mejillas, y se podría creer que vienen derechas de la conciencia: no son lágrimas de dolor, ni son lágrimas de alegría; son lágrimas de conciencia: nuestra alma, negada por nosotros mismos, vive como planta descuidada en el fondo de nuestro ser, es el rosal del Paracleto: el soplo del genio, la palabra de Castelar viene a agitar sus fibras, que son las hojas, y el alma llora ese rocío.
El libro de Castelar viene, ante todo, a predicar el dogma del espíritu.
Pero es también muy común entre nosotros otro gran desaliento: los más piensan que se muere nuestra raza. Se oye hablar todos los días de fatalidad histórica, de leyes de selección; como la fuerza, según se dice, vale por todo, la fuerza que viene del Septentrión nos va a aplastar; y como nosotros nos sentimos débiles y una historia muy larga y borrascosa nos enseña que estamos viejos y gastados, nos parece inevitable la derrota, irremediable la consunción. Los Recuerdos de Italia son también un himno valentísimo al espíritu latino, a esta raza que ha llenado hasta ahora los anales de la civilización. No quiere Castelar la guerra de las razas ni aun el predominio de la nuestra: nadie como él ha sabido enaltecer el valor histórico, providencial del germanismo, y aun para la familia slava17 ha tenido páginas muy elocuentes; pero se puede reconocer la fuerza de los demás sin negar la propia: es necesario que los pueblos latinos se animen a la vida, que no se den por muertos y ensayen el vigor de sus miembros. Por eso el ilustre orador compone sus libros de Francia y de Italia, y por eso en cada palabra de sus obras escritas y de sus discursos hay un recuerdo amoroso y un entusiástico saludo para su querida España. ¿Qué misión más civilizadora que la de tales escritos y tales discursos? Nada hace tanta falta a estas naciones —77→ hermanas como creer en su energía para ejercitar la voluntad, y unirse más cada vez para realizar juntas lo que la civilización exige de ellas.
Castelar en Italia evoca la historia, estudia el arte y pinta la naturaleza; y por milagro de su pasmosa fantasía, la historia le muestra a las puertas de Roma un compendio de todos sus anales, una condensación de todos los días pasados, un sarcófago en que hay algunas cenizas de todos los pueblos muertos y hasta de todos los dioses olvidados. El arte le enseña restos de todos los ideales, sus contrastes, sus oposiciones y sus síntesis armónicas como en San Marcos de Venecia; en Italia muere el espíritu clásico, el espíritu helénico, resonando en los cantos de Virgilio el eco más puro y fiel de la epopeya romántica, la epopeya de la Edad Media, que es la comedia de Dante. ¿Y la Naturaleza en Italia? ¡Qué alma enamorada de la naturaleza no ha suspirado con Mignon por el país donde florecen los limoneros, por las sombrías enramadas donde brillan las naranjas de oro! Estas campiñas, dice el autor, son las primeras campiñas del mundo ¿Quién lo duda? La estética física reconoce que las zonas templadas son las que ofrecen la naturaleza más bella, sin excesos de vida loca como en el Ecuador y bajo los trópicos, sin las tristezas de la muerte como en las regiones polares; y entre todos los países de la zona templada, ¿qué país como Italia?, y sobre todo, ¡Italia pintada por Castelar! Porque es necesario pensar en esto para dar al genio todo lo que es suyo. Cualquiera ha sentido en la muda contemplación de un paisaje profunda emoción, acaso estático arrobamiento; pero trasladar al papel o a los labios toda la belleza contemplada junta con la emoción sentida, solamente lo puede el orador poeta, el gran artista.
Si Castelar nos arranca de la frialdad infecunda de nuestras dudas y nos lleva tras sí al cielo de sus ideales, deberase en parte al valor propio de los principios que invoca; pero otro tanto nos impele, o más acaso, la fuerza, el encanto de su fantasía. Su fantasía; quizá este don precioso lo miran algunos como el pecado mayor del genio de Castelar: dicen que no le deja ver las cosas tales como son, que tiene la desgracia de Midas, porque todo lo que toca lo convierte en oro. Pero no miran que la fantasía en Castelar, como en todo gran poeta, tiene algo de profecía, es intuición que adivina secretos, es amor que penetra —78→ en la esencia del objeto amado: la belleza pide unidad, aborrece la abstracción, como la naturaleza se dijo que aborrecía el vacío, y las cosas que a nuestra vista grosera sólo se presentan por un lado y en el aspecto de las contradicciones18, para el alma del artista aparecen en todo lo que son, relacionadas en la armonía, porque la inspiración es como un imán que atrae a la luz todo lo que estaba en la sombra; de aquí ese optimismo de Castelar para todas las grandes ideas, de aquí su espíritu abierto a la más amplia tolerancia. Él mismo dice que a la asociación de ideas se deben muchos pensamientos y muchas venturas; y esta facultad en él está desarrollada de tal modo, que puede en poco tiempo recorrer el mundo físico y volver al espiritual, y juntarlos y compararlos; especie de ubiquidad que revela en el hombre el quid divinum. Castelar ve cuadros completos; el paisaje solo le parece poco: llega a Mantua, y en medio de la vasta campiña, en el centro de iluminación hace que se aparezca Virgilio; y aquel hermoso panorama ya sólo sirve para que en él se destaque la figura del poeta rodeada de una aureola de espiritualismo. En Sorrento, agarrada a la tierra, como si temiese caer al mar, lamenta el desvío del Tasso, que no cantó su patria; pero hablando, hablando del poeta, él también abandona a Sorrento, y de corte en corte, y de desventura en desventura, sigue al maníaco hasta la muerte, y despreciando casi su poema, canta su martirio.
En la isla de Capri Castelar se entrega por completo al amor de la naturaleza; pinta, mejor que la aurora de los rosados dedos, aquellas aguas, aquellas dunas, aquellos montes; saltando de isla en isla, su fantasía corre a la Grecia, despierta el mundo clásico, y, como el Mágico prodigioso para deslumbrar a su aprendiz teólogo trasladaba las montañas y provocaba el trueno, Castelar evoca el nombre de Ulises, y sin piedad lo entrega a la lucha de los mares y a los encantos de Circe; y Homero vuelve a sus viajes y a sus cantos, y todo el mundo griego surge de sus cenizas al conjuro de este poeta extraño cuya voz es más suave que la flauta de Pan; de este poeta cuyas palabras no son griegas y sin embargo son tan dulces y armoniosas, que el orgullo helénico no puede llamarle bárbaro. En Capri hay misteriosa gruta en el mar; allí penetra el viajero artista, y ante espectáculo no visto, al contemplarse enfrente de maravillas que parecen de otros mundos, hace que su palabra —79→ también se trasforme, se ilumine con las tintas mágicas, sobrenaturales de aquella región mitológica. Y haciendo un descubrimiento que es infantil y que es sublime, dice que «será aquel el sitio donde se mojó el Amor cantado en su oda tercera por Anacreonte». Este recuerdo, esta asociación de ideas es de un efecto inmenso; revela que Castelar tiene bastante poesía en el alma y es bastante clásico para creer casi en la mitología. Polifemo, Galatea están en la orilla, y en contemplarles se recrea Teócrito, que cantó su idilio; otro poeta, Bion, le grita a un muchachuelo que unta con liga la rama de un árbol: «Cuidado no prendas al amor...». Pero de pronto se levanta una sombra que todo lo oscurece, la sombra de un tirano, la sombra de Tiberio... y tras imprecación sublime enmudece el cantor de tantas bellezas.
Todas callaron trémulas las aves. |
[...]
Estremece el pensar qué sería de todos si, contra los esfuerzos de tantas almas secas que pretenden borrar los cielos que la imaginación nos pinta, tras haber derrumbado el Empíreo, no se levantase la voz potente del genio. Aquellas palabras de Hamlet tan repetidas: «Hay muchas cosas en los cielos y en la tierra que no hemos penetrado», dejan el campo abierto a la fantasía dorada, como la llamó Gœthe; aquel poeta que, cuando niño imaginaba que él era un valeroso héroe, como el príncipe Pipi, que cruzaba el mundo, y que sentado en opíparo banquete con hermosa dama, recogía en sus besos tanto placer, que quería morir. Y luego ese mismo poeta, perdió aquellos sueños y gritaba desesperado: «Decidme, decidme cuál es el camino que me vuelva a mi ventura; quiero aquellas imágenes; mostradme, mostradme el camino...».
Bien haya el escritor sublime, el poeta sin par, que con la música de su palabra nos orienta en el camino de la fantasía, que nos saca de la prosa mezquina de la vida, tanto más peligrosa, porque es sistemática, y que para conducirnos a los vergeles de su espiritualismo, que son muy parecidos a los jardines de Academo, nos va cantando por el camino la leyenda de todos los siglos, la epopeya eterna de la Idea... Por él nos animaremos acaso a buenas obras, y nos creeremos capaces de llegar a ser héroes... como el príncipe Pipi.
Noviembre de 1876.
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Hablando de sí mismo Alfredo de Musset, dice en el prefacio de la Coupe et les lévres:
«Mon vèrre n'est pas grand, mais je bois dans mon vèrre». |
El Sr. Ayala puede decir otro tanto, como poeta dramático: su vaso no es grande, pero bebe en su vaso19. Sería hiperbólico comparar al Sr. Ayala con Shakspeare, con Schiller, con Víctor Hugo, que han sabido coger en peso a la humanidad y trasladarla a la escena: Ayala no ha hecho eso, porque como midió sus fuerzas, ni siquiera se empeñó en intentar la empresa. ¿Qué ha hecho Ayala? Trazar un círculo en derredor suyo, coger lo que tenía más a la mano, su sociedad, de cuyo aliento vive, y decir, una vez dueño de este material: «Seamos perfectos como nuestros maestros los griegos, que están en el cielo... del arte». Hay quien encuentra más belleza en las inscripciones cuneiformes de Semíramis, que en las esculturas griegas: tallar una montaña y en ella escribir un recuerdo eterno, es obra grandiosa, no cabe duda, es de efecto inmenso; se ve desde lejos y la sublimidad de la empresa cualquiera la comprende sin meditar mucho; pero al fin la montaña sigue siendo montaña, y apenas es un rasguño la huella que en su superficie deja la acción humana: mas arrancar de las entrañas de la cantera una piedra enorme, toda materia, nada idea, —82→ y convertirla en la expresión del poder, o del amor, o endiosa de los céfiros y las flores... es ya tan grande prodigio que parece imposible.
Los poetas que trabajan en lo sublime rara vez hacen más que tocar la superficie de la realidad; como la vida es infinita, queda un fondo infinito sin expresar, y esto, con ser el límite de la obra, es al propio tiempo lo que origina la sublimidad. El espectador poco dado a sentir y pensar por cuenta propia, se queda frío, ve ante todo la desproporción, el defecto, y en vez de admirar lo que se vislumbra, echa de menos lo que no se ve, mientras que el reflexivo y bien sentido se complace en penetrar las profundidades cuyo camino le indica el poeta. Por eso ha habido juicios tan contradictorios en la historia del arte sobre el mérito de Shakspeare. Para el poeta que no aspira a lo sublime, que busca la belleza sólo -que es la trasparencia- el bello ideal de la perfección es el aparecer, el scheinen de los alemanes, y aspira a que su obra sea como una cuenta de cristal, que luce a los ojos de todos la belleza interior del fondo con toda claridad, sin que nada quede en la sombra como obra muerta, sin expresión ni sentido. Y al ver así la obra, tan clara a todas luces, algunos, amigos de lo vago, del clair de lune, indeciso, suspiran por una trascendencia, y dicen que lo que contemplan es hermoso, pero es superficial. Mas no es cierto: es que el arte prodigioso ha hecho tan cristalina la pura corriente, de tal modo ha depurado la materia, el agua del manantial, que el fondo, con ser profundo, parece que sale a flote; esta es la difícil facilidad, esta es la sencillez clásica, este es el ideal de lo bello, esto es lo que hace Ayala en su Consuelo. No carece esta obra de fondo, de trascendencia, como han dado en decir los que menos entienden la palabra; precisamente en engañar a los miopes está, no el mérito, pero sí la prueba del acertado desempeño. Ahora sí, es también cierto que si el Sr. Ayala se hubiera atrevido a tallar la montaña, a profundizar en los abismos más tenebrosos de la humanidad y de la vida universal, esa trasparencia, esa perfecta expresión que en su obra nos encanta, hubiera sido imposible. Mas los que a tanto se han atrevido, ¿han logrado lo que Ayala consigue en más limitada esfera? Shakspeare sin duda se ha acercado mucho a este ideal; Schiller en algunas obras, como Wallenstein, le siguió —83→ de cerca; pero bajando de esas alturas, ya apenas si se encuentran más que gloriosas decepciones; gloriosas por la sublimidad del intento.
Pero aquí surge otra cuestión: ¿qué poeta es preferible en nuestro tiempo? ¿El que aspira a la sublimidad, el que no renuncia al papel de vate, de profeta, aun a riesgo de ser imperfecto, oscuro, desaliñado, o el que, encerrándose en el egoísmo artístico, busca la perfección a costa de la grandeza? Yo no daré dictamen sobre el particular, que es este un problema que acaso entraña el capital de la estética, para mí aún no resuelto; si se tratara de simpatías, de tendencias personales, yo no dudaría en exponer mi sentir: prefiero al poeta que ahonda y ahonda en lo desconocido, que aspira a sacar luz del humo, que se atreve con grandes cuestiones que no ha de resolver ciertamente, pero que pone a la vista y las hace interesantes, y promueve su estudio y abre camino para su solución. Pero lo repito, esta no es una convicción fundada en leyes estéticas, es una tendencia de mi espíritu impulsado por móviles muy ajenos al arte.
Creo que si todos los espectadores se hicieran reflexiones análogas antes de juzgar la obra última de Ayala, el voto favorable sería unánime. ¡Cuántas veces se juzga mal por estos exclusivismos! En una obra limitada, definida, se achaca a defecto lo que no es sino límite, y lo que se echa de menos por preferencias subjetivas se atribuye a inopia del autor.
Ahora invito a mis lectores a tomar lo que el autor nos da, y ver si es bueno; juzguemos, como decía Víctor Hugo, la obra que el poeta ha hecho, no la que nosotros hubiéramos querido que hiciera.
Mucho tiempo ha pasado desde que Fígaro aconsejaba a los autores dramáticos de su época que ahondaran en la llaga social más venenosa, la concupiscencia del interés, del sentido deslumbrado por el falso brillo de las grandezas del oropel, y poco debió valer la predicación cuando hoy todavía Ayala, al tratar el mismo tema, es oportuno y aplica el cauterio al punto doloroso del cáncer.
Muchas trivialidades se han escrito en prosa y verso sobre este asunto, es verdad; pero también decía el citado crítico que de locos estaban llenas las novelas, y el de Cervantes sólo era sublime; que la familia de los celosos era innumerable en la —84→ literatura, pero que nada más uno había inmortal: Otello. No hay asunto trillado para el verdadero genio, porque donde la medianía no hace más que dejar leve huella, que el tiempo borra pronto, el genio profundiza, y en el subsuelo encuentra la mina, que en la superficie nunca se halla. Con muy pocas pasiones en juego, y esas de las más comunes, se hicieron inmortales las trilogías griegas, y jamás, bien puede asegurarse, de asunto rebuscado, de nebulosidades psicológicas se sacó partido para una obra verdaderamente clásica. Plácele al soñador adolescente encontrar en la poesía un eco de las vaguedades de su alma, y cansado, sin motivo, porque no la conoce, de la realidad, prefiere mundos imaginarios, pues sus dolores, piensa, no se parecen a dolores vulgares, que si tales fueran los tendría por indignos de sí. ¿Quién no ha pasado por esta fase de la vida a poco que haya sentido y meditado? Pero luego, cuando realmente se comienza a vivir, viene eso que llama el Sr. García Cadena calor de humanidad, y se aprende por experiencia íntima que más grandes, más ricas de contenido estético y moral son las pasiones comunes que todas las fantaseadas por la imaginación enferma. En llegando a esta ocasión el drama (que así lo considero) del Sr. Ayala, se toma en todo su valor y se le encuentra lleno de interés, fecundo en impresiones dramáticas.
Si en El tanto por ciento nos pintaba el mal del siglo, el verdadero mal del siglo, haciendo presa en Roberto, Petra y todos aquellos miserables agiotistas, más o menos expertos, la compasión del espectador no se despertaba con tanta fuerza como al mirar a Consuelo enferma de la misma lepra, no explotando el tanto por ciento, el negocio, sino el amor, la belleza, todo lo que hay de más puro en la tierra. En El tanto por ciento dos amantes son víctimas de la codicia ajena; vicisitudes y engaños, por tiempo, emponzoñan su existencia; pero al amor le quedan sus glorias ciertas, porque ni Pablo deja un punto de ser amante y noble, ni el objeto de su amor es en realidad indigno de su afecto a los ojos del espectador, testigo de la malicia de aquellos desalmados especuladores. Pero en Consuelo la llaga social ha penetrado en la fuente de toda ventura en el santuario del amor, ha profanado lo ideal y ha corrompido a la que debiera ser vestal, sacerdotisa del culto eterno, del amor puro. Yo no sé si muchas veces se habrá —85→ llevado al teatro dolor más grande, tristeza más profunda que la que empieza a llenar la escena de Consuelo apenas se columbra la traición de aquella pérfida. Ayala nos presenta el escenario de un idilio; en seguida desarrolla en él un drama verdaderamente terrible, sin aparato exterior, pero de un mal tan intenso, que llega a lo sublime por la inmensidad del mal mismo. Antonia, la buena madre, y Rita, la servicial y afectuosa doncella, esperan a Fernando y gozan saboreando el placer próximo de recibir al ausente y de sorprender a Consuelo, que si no mienten las leyes del corazón, debe estar aguardándole con ansia todos los instantes de su vida.
Y buenas señales hay de ello: Consuelo ha renovado las flores de los floreros, ha engalanado su casa, ha preparado el santuario para la santa ceremonia. Fernando llega, y desde las primeras palabras enseña su alma grande, pero no tanto que le quepa en ella todo el amor que rebosa y se derrama sobre los demás seres: Antonia y Fernando, mezclando recuerdos y esperanzas, fabrican el castillo de la próxima felicidad; y en resumidas cuentas, toda esa felicidad se reduce a amarse los unos a los otros: verdad es que también se cuenta con el dinero, y mucho; pero es que los más ajenos de codicia siempre temen, viendo la constancia y el afán de los otros, quedarse sin nada entre las manos; y como la miseria para las almas nobles es la tortura de tener que desear con ardor lo que de buena gana se despreciaría, el dinero, que es un placer para los viles, es una preocupación penosa para los buenos. Este espíritu se nota en el precioso diálogo de Antonia y Fernando, Fernando, que capaz de mantenerse de miradas de Consuelo, ha buscado una posición y seriamente ha tratado del negocio porque para él era el negocio la puerta de una hermosa y noble felicidad. Consuelo tarda, y el espectador empieza a sospechar, como también Antonia; Fernando todavía no teme. Aquella tardanza de Consuelo, con ser casual, es de mal agüero y tiene algo de ese silencio y reserva que reinan en la naturaleza como síntoma de la tempestad. No se crea que voy a referir escena por escena todas las del drama; me detengo en estas primeras porque son de un arte exquisito y prueban que Ayala conoce esos resortes que no tienen receta, pero que manejaron los grandes maestros, y que algún estético de los buenos, como Hegel, supo explicar a posteriori.
—86→Y aparece Consuelo.- Cruel llamaría al Sr. Ayala si, al colocar en esta flor delicada la ponzoña mortal del vicio más corrosivo, hubiera hecho otra cosa que copiar fielmente la realidad. Sí, los tiempos son los crueles. Consuelo se llama para el alma siempre la mujer que se sueña, y bien entendido que el más empedernido positivista filosófico, el ateo más irreductible sueña esa mujer, alivio de las angustias, puerto para las tempestades del mundo. Cualesquiera que sean las ideas que sobre metafísica se profesen, en teniendo un poco de corazón, en viviendo una vez al menos en la atmósfera de la pureza ideal, este deseo de una Consuelo en que el amor se haga carne y habite con nosotros es insaciable, y nadie se tendrá por feliz sin que lo logre. Por eso hay tan pocos hombres felices.
Consuelo es quizá una sombra, es un reflejo de lo más puro del alma; pero la Consuelo real, la que lleva su vestidura carnal, ni sospecha las grandezas espirituales que le atribuyen vuestro corazón y vuestra fantasía. Figuraos que San Juan, el testigo de la divinidad de Cristo, hubiera visto de repente desaparecer de Jesús el Verbo, y se hubiera encontrado con el hombre solo. Terror sublime habría sido el suyo, ¡qué cataclismo de ideales en aquel amante apóstol!
Pues si es lícito, que yo creo que sí, comparar el alma enamorada del amor humano con el alma de aquel varón justo, igual desencanto, la misma terrible catástrofe siente en el corazón el joven generoso que recibe el desengaño que Consuelo da siempre a Fernando. Quizás es la verdad más amarga de la vida: la virgen pudorosa, bella, delicada, ambición noble y la más decidida de nuestra triste juventud, tan desencantada de otras venturas, lleva en su corazón el mismo vicio que nos disgusta del mundo; Consuelo no es Consuelo, es desesperación. Esto es lo general; por eso decía que la crueldad no es de Ayala, es de los tiempos.
La Consuelo del poeta maniobra en la perfidia con perfecta serenidad; alega como razones para su infidelidad su ambición, el lujo a que se juzga acreedora, quiere lo que quieren todas: subir, brillar; ¿por qué no?, ¿será la primera mujer que deja a un novio? El poeta ha sabido hacer resaltar este elemento inconsciente del mal con gran habilidad para dar a su obra una trascendencia que no tendría si el vicio en Consuelo fuera más personal, más hijo, por decirlo así, de su reflexiva —87→ maldad. Y a más de esto sabe dotar a su protagonista de gracia y expresión ingenua, para que se comprenda mejor que el mal no es en aquella débil criatura innato, sino respirado en el ambiente social que la rodea, con lo cual no poco contribuye a despertar la compasión. Así vemos después, como hace notar el Sr. Calavia en su excelente crítica publicada por El Globo, que el alma de Consuelo no es por completo refractaria a las nobles pasiones: el amor, al fin, nace en ella y ama... a su marido, el indigno Ricardo; y le ama, al principio, como corolario de su vicio capital, porque es la personificación del lujo, del esplendor que ella adora; pero al cabo, y en ocasión en que la acción del drama es ya un torrente de dolores, le ama porque es esposo y debe ser amparo y sostén y vida de su vida, todo suyo; Consuelo necesita para sí lo que ella no supo ser para otro... Consuelo. Pero en vano. Ricardo es un ser humano de esos que tanto abundan, que parece que ha perdido todo lo que de ángel tiene el hombre: Ricardo es de esos miserables que contribuyen a hacernos dudar de la absoluta dignidad de la especie más que esos pobres salvajes sumidos en un sopor moral que no se asemeja a la muerte, como el de estos hombres ultracivilizados. Mas el amor, que debiera ser en Consuelo purificación, es motivo de nueva caída, de maldad más refinada. Consuelo tiene celos y quiere devolverlos. Es la receta tan conocida por el empirismo erótico de nuestras señoritas. Fernando es otra vez la víctima.
Nada más verosímil: Fernando ama todavía a Consuelo, luego puede ser engañado de nuevo. También hay algo aquí de la lucha por la existencia y de la ley de selección: el que ama es el más débil y sucumbe bajo el egoísmo del que no ama. Fernando ama a Consuelo y esta le engaña: se vale de su amor para sus planes; pero Consuelo ama a Ricardo y este la engaña: Ricardo es el más fuerte, el mejor organizado... Como no tiene corazón nadie se lo come.
Las intrigas de Consuelo por recuperar el cariño de Ricardo son cándidas por un lado, por lo que atañe a los celos que pretende despertar en su esposo que, como es el que menos ama es el que ve más claro; pero aquellas mismas intrigas son crueles perfidias para el que ha de ser víctima de ellas: para Fernando. Después del naufragio de sus ilusiones ¿qué le quedaba —88→ al noble joven? La conciencia. Cuando la conciencia sale limpia de una borrasca del corazón, al principio brilla como una estrellita en un cielo cargado de nubes, después llega a ser un sol, y es por fin un océano de luz: hay una voluptuosidad infinita para el alma que cumple con su deber no obedeciendo a dogmas impuestos, sino a voces interiores; sin que el dolor del sacrificio cese, se goza con ese dolor una ventura inefable, y esto es y será, por más que la sociedad se materialice; y el positivismo honrado y franco no podrá menos de reconocerlo constantemente; es un dato tan real y efectivo como lo más palpable de la naturaleza. Por eso Fernando sobrevive a su desengaño; tiene la conciencia limpia. Por manejos de Fulgencio, el símbolo del hombre vulgar, el que encuentra fuera de tono cualquiera arranque de nobleza y virtud, Fernando vuelve a verse frente a frente de Consuelo, ya esposa de Ricardo desde hace algunos años. El cuerpo vacila, los ojos se recrean tenaces en la contemplación de aquella imagen de sus amores, la lengua se pega al paladar; sólo el alma es libre, y sólo el alma resiste: no ha llegado la hora del sofisma, porque no ha llegado la hora de la tentación; Fernando aún puede vencer porque puede huir; se toma tiempo para escapar, está resuelto a irse, y si no se va en seguida es... porque hay tiempo. Aquí empieza el sofisma de la pasión: él, por su parte, no irá a la tentación, no la buscará... pero esperarla, sin confesárselo a sí propio, es otra cosa; algo debe haber en la tierra o en el aire que traiga la ocasión, sin culpa propia; por este algo, sin saberlo, espera el pobre Fernando, que se juzga resuelto a marcharse. Y llega la carta de Consuelo. En gran peligro veía yo al Sr. Ayala al llegar a este supremo instante. Consuelo está casada. Fernando es honrado, no quiere lúbricos placeres, quiere un amor puro, que ya con aquella mujer es imposible; no acudirá a la cita. Esto temía que pudiera pensar el autor; pero el Sr. Ayala pensó algo mucho más hondo: hizo ver a Fernando, claro como la luz, que Consuelo no quería, jamás había querido a su esposo, ni él a ella; una obcecación, un error los había unido, pero el amor de Consuelo era suyo; ella le llamaba, ¿cómo no había de acudir?
Y cae Fernando; ¡pero cuánta belleza en la caída! ¡Qué hermosa inexperiencia la suya en el mal! ¡Qué cándido cinismo el que improvisa! Desde que le perdemos de vista en el segundo —89→ acto, hasta que vuelve a aparecer al acudir a la cita, se adivina, sólo por el modo de penetrar en el aposento de Consuelo, que ha necesitado animarse al mal con esfuerzos constantes y con cierta embriaguez de amor y desesperación. Dígase de paso, en esta escena de la cita, en aquella entrada, el señor Vico revela gran instinto dramático. No vacila, ni siquiera toma las precauciones, ni afecta la reserva propias del caso; está aturdido, necesita la precipitación, el desvanecimiento para persistir, y además, ¡es Consuelo la que le espera!
¡Cuán sabia es la Providencia, sobre todo interpretada por un gran poeta! El fruto del mal no se les logra a los buenos para que no le tomen el gusto y se hagan malos. Fernando, novicio en la maldad, piensa que no hay más que querer ser malo para serlo y alcanzar lo que se busca; es esta una aberración natural en los buenos: al pobre Fernando, el bien y el mal le dan el mismo fruto, el desengaño. ¡Pero qué diferencia! Cuando el buen Fernando era desgraciado quedábale la resignación, campo fecundo en tardíos, pero preciosos frutos; cuando Fernando el malo siente el desengaño, la traición que le hacen, ¿qué le queda? Ni fuera ni dentro de sí nada, a no ser la desesperación. No vacilo en sostenerlo: esta situación de Fernando es la más hermosa creación del ingenio del Sr. Ayala; no diré que no tenga semejantes en otros autores, pero preciso será ir a buscarlos a los más ilustres. Y todavía es Consuelo la culpable de este daño que a Fernando le parece irremediable; y ¿qué otra que ella, que había penetrado hasta el fondo de su esencia, podía herirle en aquel santuario de la conciencia que parece inviolable? ¿A qué lugar del alma no llegarán las raíces del amor? Por ellas se infiltró el veneno; el que antes había huido con lo mejor de su ser sin mancha, sin dolor, cuando vuelve a buscar el peligro, también ve perdidos aquellos restos queridos del primer naufragio. La desesperación en tal caso es fatal, es el verdadero infierno lo que sufre. Recuérdase aquí a Federico el del Castigo sin venganza y vienen a la memoria aquellos versos:
La resolución desesperada de quedarse, de aguardar a Ricardo, sería invencible en Fernando si le inspirara el amor; él cree que también la cólera, la venganza puede conservarle en el mal, porque el amor pudo; pero el autor, con profundísimo talento, hace que las súplicas de la amable Antonia, la amiga de la madre querida que está en el cielo, consiga vencer la tenaz resistencia del amante desesperado; Fernando no resistió a la voz del amor, pero resiste a la voz de la venganza y cede. Otro momento dificilísimo en que esperaba, el que esto escribe, la solución del Sr. Ayala con verdadera ansiedad para reconocerle definitivamente un talento singularísimo para tan difíciles casos; y venció también esta vez el poeta dejando vencer a la realidad. ¡Qué grande, qué trasparente aparece tras esta última prueba el alma de Fernando! Era un alma enamorada, no era un alma vengativa; sólo el amor la pudo vencer, y la rehabilitación será fácil dado el primer paso: así el espectador le ve marchar sin temer por su suerte; en aquel teatro de sus infortunios ha recuperado la dignidad de su conciencia; el dolor temporal, el desengaño redoblado lo curará, tarde o temprano, con frutos del bien obrar. Por esta parte, el drama queda resuelto con el más elevado criterio.
¿Y Consuelo? Llegada la hora del castigo ya sólo tiene que habérselas con las fuerzas ciegas que son el instrumento sordo y mudo del suplicio. Primero luchar contra una pena; como Sísifo, querer elevar a las alturas un duro peñasco, el corazón de su esposo: en vano se postra de rodillas para hacer más fuerza; el corazón de Ricardo, la peña llevada por fuerzas fatales, rueda al abismo, no hay piedad, no puede haberla: los corazones se elevan, pero las piedras caen, siguen su ley, y el corazón de Ricardo, como es piedra, rueda al abismo; consigo arrastra el amor de Consuelo.- Queda la madre, la buena Antonia, el amor que todo lo perdona, que en el pecado no halla motivo para dejar de amar (lo que sólo hacen Dios y las madres). Consuelo lo sabe, vuelve los ojos a su madre querida...
—91→¡Admirable, Sr. Ayala! ¡Terrible, pero admirable! La madre ha muerto.- La vida mortal tiene una ley de gravedad, como la piedra; la vida, desde que nace, está cayendo en la muerte; ¿cómo luchar con ella? La fatalidad, lo ciego hiere a Consuelo por todos lados: vivió enamorada de la materia, olvidada del espíritu, y al fin aprende que la materia no tiene entrañas.- El final de Consuelo encierra una lección profunda, tan profunda, tan exenta de dogmatismo artificial y empalagoso; está cincelado con tal maestría, que merece por todo aplauso un silencio reflexivo. Para el que no lo comprenda ni lo sienta sobran retóricas y silogismos; para los demás no necesita apostillas ni escolios. El Siglo Futuro y demás neos sostienen que Consuelo es de su escuela. ¡Insensatos! Lo mismo dicen del Evangelio.
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Cuando este artículo se publique, El nudo gordiano habrá alcanzado ya un número considerable de representaciones; todos los oráculos de la crítica habrán dicho su parecer, con mayor o menor claridad, y mi amigo Sellés, a pesar de su modestia congénita, habrá debido comprender que su obra es digna de los elogios unánimes que le ha tributado la opinión de palabra y por escrito. Siendo esto así, ¿a qué viene este artículo? Yo no lo sé; pero mucho peor sería dejar de escribirlo y de aprovechar la ocasión, única por ahora en la presente temporada, de hablar bien de alguna obra dramática.
En estos últimos días he visto -no leído- algunos folletos escritos, según creo, por muy sesudos abogados, en que se trata de El nudo gordiano, como quien dice en papel sellado, y se le complica en no sé qué causas de adulterio, con las cuales nada tiene que ver.
Yo creo que lo que Sellés se propuso fue escribir un drama todo lo bueno que le fuera posible, y no aconsejarnos que si nuestra mujer se escapa con un amante peguemos un tiro irremisiblemente a la ingrata cónyuge. Jamás se debe pegar un tiro a nadie: lo dice el Decálogo: -No matarás-, y no hay que darle vueltas. Pero entonces, ¿por qué aplaudimos todos, yo el primero, a Carlos, al noble Carlos, que es homicida? Por lo mismo que aplaudimos al Médico de su honra cuando hace que le den una sangría suelta a su señora esposa, y aplaudimos —94→ a aquel otro marido, agraviado en secreto, que en secreto se venga, y aplaudimos el castigo sin venganza de aquel príncipe ultrajado por su propio hijo, a quien obliga a ser verdugo de su cómplice. ¿Y por qué aplaudimos todo esto? Porque está muy bien hecho. Es decir, no hacen bien en hacerlo; pero ¡lo hacen tan bien!
Figurémonos que Carlos, en vez de ser un carácter hermoso, bien ideado y desarrollado con feliz expresión, fuera un visigodo vestido de percalina encarnada y chorreando décimas y filosofías de seminario: en tal hipótesis, todos, menos los carlistas, hubiéramos tachado la conducta del personaje, y en el fuero interno, por lo menos, le hubiésemos llamado ¡animal! -Si a mí me dicen, y me lo han dicho:- «Cualquiera hace lo mismo en su caso, y por eso es bello el drama, porque tiene calor de humanidad, v. gr., y póngase Vd. en su lugar, etcétera, etc.»; si eso me dicen, respondo con un distingo de aquellos de Eurico el de El Siglo Futuro (ya hablaremos de Eurico en su día). La solución del drama es verosímil, por eso puede ser bella; pero no sólo por eso es bella. Un gran poeta católico, por ejemplo, no podía, dentro de sus creencias, dar esa solución a El nudo gordiano con pretensiones de enseñanza; hubiera ideado otra, algo en que hubiera una sublime abnegación, una resignación mística, qué sé yo; pero en fin, algo poético y aun dramático (porque le suponemos gran poeta dramático), y entonces se vería cómo la belleza no estaba en el pistoletazo, sino... donde está siempre en las obras de arte, en la expresión, en la forma que le da el poeta. Nadie pretenderá que la solución de este otro gran poeta supuesto sea inverosímil, ¿por qué?, ¿no ha habido santos? Yo no estoy muy enterado, porque esas vidas, sublimes algunas, ¡suelen estar tan mal escritas!... Pero acaso, buscándolo bien, habrá un santo que haya pasado por las amarguras de El nudo gordiano, y de fijo no habrá resuelto la cuestión a tiros. Y qué, ¿los santos no son verosímiles? Ya sé también que a esto dirán muchos, por ejemplo, el Sr. Revilla, que los santos no sirven para los dramas; pero respondo que sí sirven tal, lo difícil es dar con el drama del santo; pero el drama puede existir, como existe en Prometeo, y existe en Ifigenia, y en Antígona, que también eran santos a su modo y dieron ocasión a tragedias inmejorables. Y como no es este momento oportuno para dilucidar —95→ ampliamente tal cuestión, véase a Hegel, y basta, que él sirve mejor que yo para convencer a cualquiera.
No creo que Sellés se haya propuesto cambiar la sociedad, ni aconsejar el homicidio, ni cosa parecida.
Por de pronto, un hombre que mata en la calle a cualquiera, debe caer en manos de la justicia, y el inspector hace muy bien en llevarse a la cárcel a Carlos, y estoy seguro de que Sellés no lo niega. ¿Qué se creían los neos? ¿Qué, nuestro poeta iba a volvernos por su gusto a la Edad Media y a la justicia sumarísima de tomársela por la mano? Entonces podríamos creer que Tamayo aconseja a los maridos que maten a traición a los amantes de sus esposas respectivas, como mata el marido del Drama nuevo, que se vale de la ficción teatral y convierte las cañas en lanzas.
Tamayo no aconseja eso, sino que, como Sellés, pinta un cuadro lleno de pasión y verosímil; y lo pinta con tal acierto, que el Drama nuevo, como El nudo gordiano, es casi un dechado; y sería, sin embargo, una monstruosidad si se le fuera a sacar la moraleja como se la saca El Siglo Futuro al drama de Sellés.
No apadrina Sellés la conducta de Carlos, sino que le presenta como víctima de los defectos sociales del día; víctima, no sólo porque su amor y honra perecen, sino porque el crimen se hace inevitable en el caso de Carlos, a no ser para un santo; y la sociedad no debe exigir de todos que seamos santos, y menos cuando nos reserva, en vez de la palma gloriosa, el escarnio y el desprecio. Carlos no deja de ser responsable, pero más que él lo es la sociedad; y no la sociedad como abstracción, sino los hombres que en ella pueden y deben tomar la iniciativa en las reformas morales y jurídicas; así, por ejemplo, los legisladores, los ministros del altar -y los de la Corona-, los profesores, los artistas, la policía y hasta los periodistas; de otro modo, la ley, la religión, la costumbre, y en esta el arte, la opinión, la fuerza de la sanción, etc., etc., son responsables.
Como sería muy larga tarea examinar la responsabilidad de cada uno de estos elementos en el crimen que personalmente comete Carlos, veamos sólo uno de los términos, y examinaremos, por ejemplo... la responsabilidad de El Siglo Futuro.
Sabido es que la religión predominante en España es la católica —96→ romana en sus más calorosas manifestaciones, y que El Siglo Futuro es el defensor, no ya de los párrocos, sino de todos los fieles que tienen hidrofobia mística y cogen la religión por las hojas, como los rábanos; ahora bien, en un país en que predomina semejante empirismo religioso, donde se procura mantener la forma y se abandona la moral, donde el matrimonio se crea por ceremonias, muy respetables y poéticas, pero que en realidad no son la esencia del matrimonio; en un país así, las reformas de las leyes principales y de las costumbres se hace imposible, y de ahí la responsabilidad de los neos en el conflicto, en El nudo gordiano. Sepa El Siglo Futuro que de una exacta estadística de los divorcios, hecha en Francia recientemente, resulta que en igual número de protestantes y de católicos, son muchas más las separaciones de los cónyuges entre los verdaderos borregos de Cristo que entre los reformados que admiten el divorcio. Lo mismo las leyes, que las costumbres, que la religión, tienen una traba infranqueable donde quiera que la esencia del derecho esté sustituida por una mitología legal o supersticiosa, por un formalismo materialista y estrecho; y como los de El Siglo y su especie procuran mantener con toda clase de argumentos explosibles semejantes creencias, de aquí la inmensa responsabilidad que tienen en este asunto en que habrá un verdadero nudo gordiano mientras las cosas sigan así.
Por donde se ve que del drama de Sellés se obtiene una lección provechosa; no que el marido debe matar a la mujer en tal caso (en ninguno), sino que el marido aun siendo honrado, virtuoso, religioso, mata a la mujer que arrastra su honra por el lodo, después de arrancar del corazón enamorado las fibras más delicadas, lo más puro y lo más bello. Si el matrimonio no consistiera en una ceremonia, si el matrimonio no fuera una pura fórmula que tanto se parece a la absurda teoría del contrato, sino la cosa en sí, la unión real, constante, inquebrantable de los esposos, desde el momento en que la fidelidad faltase se vería que no existía el vínculo, que la sociedad estaba deshecha, y la honra de la familia en vez de irse a la cárcel, se quedaría en casa con el cónyuge fiel, que sería tan libre como el aire.
No hay que culpar a las costumbres, porque estas no hacen más que sancionar, sin conciencia muchas veces, las ideas impuestas. —97→ Si aquí la honra del marido sigue siendo la honra de la mujer, aun siendo ésta adúltera, consiste en que la idea impuesta dice lo mismo: es un vínculo sagrado el del matrimonio, Dios ata el lazo, es un sacramento, es indisoluble, y en su consecuencia se crea la fatalidad; y la honra, que debía ser materia de libre albedrío, se ve atada a esa fatalidad; y mi honor, es decir, la dignidad de mis actos, depende, por esta cadena de absurdos, de actos ajenos. ¿Cómo puede ser esto? Por la idea impuesta. ¿No puede otro contribuir a mi salvación? Pues también podrá otro causar mi deshonra; como dice el vulgo, hay que estar a las agrias y a las maduras. Desde que se prescinde del sentido común, ¡se puede llegar tan lejos!
[...]
Estos puntos suspensivos son una fuga del fiscal. Conste que El Siglo Futuro tiene su correspondiente tanto de culpa en el tiro que le dispara Carlos a su mujer.
Dispénseme mi querido y desde ahora ilustre amigo el señor Sellés, si la he tomado con El Siglo Futuro; es una variación sobre el tema, ya tan dilucidado, de El nudo gordiano. Además, importábame dejar a un lado la cuestión que sirve de fondo a su excelente obra para poder entrar después, sin escrúpulos, en el examen del drama, como tal, como obra do arte, como expresión bella. Lo cual se deja para mañana, y prometo no decir ya ni palabra de El Siglo Futuro. ¡Como que voy a hablar de arte, de belleza!
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Dice Hegel en alguna parte de su estética, que el tipo heroico es el carácter más artístico, más propio de la poesía; y entiendo por tal, no determinada especie de héroes, sino todos los que manifiestan en la vida individual toda la fuerza de una razón que basta para luchar contra las oposiciones que en el medio social, que contradice sus tendencias, puedan encontrar. Así, Aquiles es el personaje más poético de la leyenda clásica, y Mio Cid el más admirable de la leyenda romántica. Cada vez me parece más profunda esta afirmación de Hegel, y aun en el estrecho campo de la observación inmediata que puedo aplicar a las obras de nuestros artistas, veo confirmada la regla, mutatis mutandis.
El público, el gran público de nuestros teatros y de nuestras bibliotecas (puramente metafóricas) me refiero, en fin, a la —98→ gente que lee, admira y ama con predilección los caracteres heroicos; la energía empleada contra la fuerza impuesta, le parece, y es, en efecto, el más alto sublime. Pero es claro que en nuestros días no puede emplearse tal energía, ni en la vida ni en el arte, matando moros o subiéndosele a las barbas al gran Agamenón o al valeroso Alfonso VI; hay que recurrir a otros elementos, hay que luchar, por ejemplo, contra la fuerza también bruta y tiránica de las ideas impuestas, de los dogmas fríos, de piedra, que caen sobre la conciencia como aquella losa que para siempre cerraba las necrópolis de Egipto, o como aquella otra que pesaba sobre el Sr. Sagasta.
El Sr. Sellés ha tomado por este camino; ha encarnado en su protagonista, Carlos, el valor y la decisión con que puede contar la honradez enfrente de la tiranía anónima de ideas y costumbres impuestas. Todo el cúmulo de creencias, actos consumados, y algo de adaptación que hay en la vida espiritual; todo esto, que representa una fuerza inmensa, está contra Carlos en El nudo gordiano. Su mujer le es infiel, y la sociedad le impone un papel indigno de un alma grande, ¿qué hacer? luchar: esto resuelve Carlos antes de conocer los medios; como el titán de la Leyenda de los siglos, sabe que trabaja en tinieblas, con el mundo encima de los hombros y contra dura roca. No importa: trabaja, empuja y llega... a la luz, al aire libre, es decir, a la honra, a la verdadera honra, que consiste en la dignidad de los propios actos reflexivamente conocida. Carlos, que es dulce, apacible, amante, que tiene una felicidad en su casa, un cielo en un rincón, ve en un punto deshecha aquella fábrica de divina arquitectura, y en vez de transigir para conservar lo que se pueda, en vez de entregarse a lamentaciones tardías, corta por lo sano, y según sube la gangrena, va cortando, siempre más, hasta que llega la podredumbre al corazón, y allí hiere, para que se salve el honor, el honor verdadero. Mata a Julia, es decir, al amor (bien lo recuerda al pensar en la última mirada); pero es porque había allí la podredumbre: todos los remedios habían sido ineficaces; aquella mujer, condenada a penitencia por su marido, huye y el marido mata; encontró el honor en la calle y allí lo ha recogido. Hermosa gradación de interés, que llega al paroxismo, pero por pasos contados; composición clásica donde hay una figura culminante, llena de luz, de relieve claro —99→ y correcto, y en torno suyo, personajes, acontecimientos, todo como una inmensa expectación que convida al público a contemplar también.
Malhaya la crítica que tratándose de obras admirables comienza por desmenuzar y reducir a pepitoria la obra inspirada por el ideal sublime; la belleza de la composición y la belleza íntima del fondo que se refleja en ese monumento total de la expresión, ni se prestan al análisis empírico y anatómico, ni se explican bien; pertenecen al género de lo inefable que es lo que más hace hablar por dentro al que sabe ver, y es lo que no tiene traducción en el sonido, como no sea la música, que es precisamente la expresión de lo inefable.
Si yo fuera compositor, daría mi opinión sobre las obras de arte... por música; así, en el presente caso, para manifestar lo que encuentro de más hermoso en El nudo gordiano, inventaría alguna sinfonía enérgica, bélica, algo feroz, pero que en el fondo tuviera lágrimas de lástima y de cariño, algo como el ruido del acero vencedor que al inferir cada herida se quejara del mal que iba haciendo. Carlos tenía un hogar, un nido contra las tormentas de la vida, y el honor, el verdadero, le dice: avéntalo, quema sus pajas, quédate sin hogar; y Carlos, verdugo y mártir, sin vacilar un momento, pero gimiendo con el alma en todos, cumple el deber que le impone su honor, y destruye con sus propias manos el hogar querido. María, como una Ifigenia, es víctima inocente en aquel estrago; dormía al calor de las alas del amor, y cuando pierde aquel abrigo llora desolada, porque aquello parece una injusticia de los cielos por maldades de que ella no sabe todavía; andan por allí unas desgracias de las que nada entiende, sino que lastiman mucho.
También aplicaría yo la música en este caso para decir lo que no sé decir, lo que siento ante la figura de María. Figurémonos el cielo cuando los ángeles malos se rebelaron; ¿qué dirían de aquellos tremendos castigos los ángeles buenos que se quedaban sin compañeros y veían al Señor tan airado? La casta ignorancia de sus males en que deja el poeta a María, es otro de los mayores encantos de la obra.
Julia es la sombra del cuadro; pero una sombra que tiene otra sombra todavía: el amante. Algunos cirujanos, críticos quiero decir, encuentran vacilante el carácter de Julia. Y lo es; no les falta más que demostrar que eso sea en todo caso —100→ un defecto de arte, una fealdad. Julia es concupiscente, ha encontrado el placer, y hasta el amor, fuera del deber; su amante la domina con ese imperio frío y tenebroso del crimen sobre el crimen; en aquellas escenas del baile, donde marido y amante pasan como sombras lejanas, se ve una expresión hasta mímica del carácter y situación de Julia. Si Carlos fuese otro, el amante dominaría sin límites; pero la grandeza de Carlos y la energía y dignidad con que defiende la razón de su causa se juntan en el ánimo de Julia a los gritos de la conciencia, y algo pesa todavía el deber en aquel espíritu atribulado. Además, Julia, como mujer y como culpable, es débil, y los medios ejecutivos que Carlos emplea para mantenerla, en lo que aún es posible, dentro del bien, la sobrecogen. Pero después Julia necesita una cosa que no está demostrado que no la necesiten los criminales: afectos, cariño, y Carlos que la adora, como es carcelero de su honor, la deja en su vida de penitencia sin el amor que todo lo alegraría. El amor para Julia está en la calle esperando; siempre se huye de un presidio, si se puede, y la libertad y el vicio juntos pueden más que el deber y que María; Julia huye y Carlos mata, esa es la fatalidad moderna, la fatalidad horrible de la lógica.
Julia, como se ve, duda, vacila, pero tiene por qué, y exigir otra cosa es querer que los personajes de los dramas sean estatuas o bajos-relieves del Partenón. Hablan los positivistas, al menos Spencer habla, de no sé qué curva sinuosa que sigue toda fuerza solicitada e intervenida por otras fuerzas concomitantes, y el alma humana, sobre todo en este aspecto, en esta última determinación del ánimo, en esa, por decirlo así, estereotipia suya que se llama el carácter, ¿por qué ha de verse libre de esas sinuosidades, de esos cambios, de esas reacciones que determinan la resultante de fuerzas distintas?
Y sin tantas palabras de abstracción, señores y queridos lectores, ¿han visto Vds. El nudo gordiano?
Pues si lo han visto, díganme si Julia, siendo quien es, no tiene motivo para vacilar. Y lo que es para ser quien es tiene perfecto derecho. Y aquí, y siempre, lo que decía Víctor Hugo a los pigmeos, sus críticos:
-«No me habléis de lo que debí hacer, sino de lo que he hecho».
En suma: el drama de Sellés, fuera hipérboles, es uno de —101→ los pocos que honrarán el repertorio moderno. No hablo de las bellezas del lenguaje, de la abundancia, quizá exuberante de pensamientos delicados o profundos, porque de esto ya se ha dicho cuanto se debe decir, y la unanimidad del aplauso nos impone a los amigos el deber del silencio.
Mucho vale El nudo gordiano; pero sobre todo, ¡cuánto vale el autor!
¿Cuánto? Eso es lo que no sabemos todavía.