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ArribaAbajo Ramón Gómez de la Serna en Buenos Aires

V. O.


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Ramón Gómez de la Serna llega en junio a nuestra ciudad.

He visto a Ramón en París y en Madrid y por eso he podido comprobar en qué grado pertenece a su tierra. Me parece que verlo en Buenos Aires nos ayudará a precisar los puntos que nos acercan y nos alejan de España.

Como en un álbum de instantáneas reveo a Ramón en Pombo, a Ramón en la redacción de la Revista de Occidente, a Ramón en su casa, a Ramón en una repétition genérale en París, a Ramón comiendo en mi casa con Cocteau, a Ramón en la estación Quai d'Orsay. Siempre y en todas partes cada vez más parecido a sí mismo. Yo no sé cuál de estas instantáneas elegir; yo no sé si se parece más de perfil, de tres cuartos, de espalda o de frente. Ramón es siempre asombroso de parecido.

Henos aquí caminando por una calle, a Ramón y a mí. Salimos de la Comédie Française en donde todo París se había   —206→   dado cita para la repétition genérale de La voix humaine. Ramón habla con exuberancia, ha observado todo, ha registrado todo y es un verdadero regalo poder ofrecerse, tibias aún como las masas que salen del horno, las greguerías que desbordan de él. Ramón habla del espectáculo -escena y sala- que venimos de presenciar, con una mezcla de entusiasmo y de gracia inimitables. Hace frío en la calle. Caminamos ligero y la voz de Ramón se eleva a medida que crece su verbosidad descriptiva. Yo lo escucho encantada, riendo. Un obrero malhumorado que se cruza con nosotros, con el cigarrillo en la boca, nos interpela al pasar: «Assez! en français». Claro que íbamos hablando en español. Ramón no ha comprendido y yo le repito la frase. Entonces me pregunta: «¿Qué les pasa? ¿Ha notado usted que se mira a los extranjeros con menos simpatía este año en París?».

Ramón, Ramón, mírese usted en el espejo. Es usted violentamente, agresivamente español. A su paso ese obrero se ha sentido abofeteado por toda la Península Ibérica. Incluso ha creído, en un momento dado, que ya no estaba en su casa, en Francia, de tal manera crea usted a España a su alrededor.

Ramón y Cocteau comen en mi casa. Hablamos francés. Cocteau es un admirable causeur. Ramón no puede plegar su lengua al francés y su pronunciación, los giros de sus frases son imprevisibles. Esto transporta a Cocteau. Encuentra el francés de Ramón maravilloso de riqueza, de invención, de frescura. Es que Cocteau, también él, reacciona como el obrero del cigarrillo,   —207→   21 pero naturalmente en un sentido opuesto. Lo que transporta a Cocteau -la palabra es perfectamente justa puesto que lo transporta a España- en el francés de Ramón, es que sólo es francés en apariencia. Ramón descuartiza tranquilamente el francés para introducir en él el español.

Cuánto admiro en usted, Ramón, esa fuerza que ya no es la nuestra.

Mi facilidad para expresarme en varias lenguas, mi dificultad para reencontrar, para descubrir la mía propia, ¿serán acaso particularidades mías? No lo creo. Esto debe existir entre nosotros como una disposición nacional.

El inmenso trabajo de traducciones, que muele todos los idiomas unos con otros y que va conquistando el mundo, como dice Drieu, se ha hecho carne en nosotros. Palabras francesas, italianas, inglesas, alemanas se me ocurren de continuo para tapar los agujeros de mi español empobrecido. Pero usted, Ramón, si hablase en chino, en Pekín, los chinos se creerían en Madrid.

Nosotros le damos la bienvenida. Nuestras ciudades de América no pueden ofrecerle ninguna de las bellezas a que Europa lo ha acostumbrado -y hasta la fatalidad quiso que nuestro último farol fuera oficialmente apagado hace algunas semanas. Pero le daremos a usted su fealdad que, por cierto, no es un fenómeno sin alcance.

Recuerdo en este momento un diagnóstico de su Doctor Inverosímil: «La mirada es importantísima; muchos derrochan insensatamente sus miradas sin hacerlas volver a su corazón después de haberlas lanzado. Creen que las miradas se pueden tirar   —208→   sin atenderlas, sin aprovecharlas, sin recordarlas... Todos los hombres que hacen eso son responsables de su idiotez...».

Yo sé cómo mira usted las cosas, Ramón; he ahí por qué no he temido nunca su mirada.

Cuando yo era chica había puesto en una caja algunas piedritas de diferentes formas y las guardaba como si fueran un tesoro. Cada una tenía para mí fisonomía y significación especial. Uno de sus dones más magníficos, Ramón, es el poder comprender estas cosas que únicamente la infancia tiene el privilegio de vivir.

Si América sólo fuera una caja con piedritas, usted siempre sería capaz de ver en ella un mundo.

Bienvenido.