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ArribaAbajo Misterios poéticos

Guillermo de Torre


Poesía y misterio han venido a ser felizmente términos sinónimos en los últimos tiempos. En rigor, esta identidad nunca debiera haber desaparecido si el ímpetu poético elemental hubiese conservado siempre su resplandor salvaje sin dejarse canalizar en fórmulas lógicas. Pero el empeño cobarde en enmascarar lo intuitivo, el miedo a perforar lo subconsciente, a develar el misterio y, en suma, la tendencia retórica a domeñar el indisciplinado fluido poético desnaturalizó el lirismo tornándolo en anécdotas prosaicas. Al decir esto dejo a un lado toda cuestión   —209→   formal. Innecesario me parece reiterar que la poesía -en su prístino e inconfundible sentido de creación- no está adscrita a ninguna fórmula, a ninguna convención preceptista y puede darse tanto en la prosa como en el verso.

Mas la reacción dignificadora de la poesía, la rehabilitación lírica operada estos últimos años en todas las lenguas ha sido muy intensa y radical, llegando quizá a límites excesivos. No es la ocasión de detallar esas etapas que están en la memoria de quienquiera haya seguido de cerca los últimos experimentos líricos. Se ha ido tan lejos que las fronteras de lo inteligible quedaron casi borradas. ¿Causas? En primer término la extensión de las posibilidades temáticas hasta nuevas zonas de la realidad recién adquirida -cubismo, ultraísmo- y luego el ejercicio del automatismo psíquico, la apelación a los dictados subconscientes -suprarrealismo-, agravado por los asaltos al idioma, la insurrección verbal proclamada por los norteamericanos de transition. Todo ello ha engendrado un ilogismo violento, una irrealización exasperada y limítrofe con las más crueles abstracciones. Se ha llegado hasta las puertas del misterio sin clave. Hundirse en él equivale a cortar toda amarra con la vida, a volar los puentes de acceso. Y una vez perdido el contralor -por mínimo y sutil que sea- de relación con el mundo circundante quedaban suprimidas no sólo las posibilidades de intelección, sino también la capacidad comunicativa que debe poseer toda efusión poética por muy ligada que esté al misterio o a la fantasía.

Obstinarse, pues, en ese reducto a donde han llevado la poesía los líricos más extremados no puede conducir sino a una especie de neorromanticismo visionario. ¿No sería más   —210→   fecundo elegir un punto intermedio entre la crasa realidad y el irreal delirio? Por ejemplo: crear lo maravilloso sobre las bases de lo cotidiano. Fórmula algo caprichosa -lo advierto al punto-, de aplicación elástica -como todas las fórmulas-, pero muy oportuna para definir ahora la suerte de lirismo intersticial que practica con suma destreza Jules Supervielle, en torno a cuyo último libro se centran estas reflexiones.

El autor de L'enfant de la haute mer no pretende captar lo que es por esencia inasible: los vellones deshilachados del sueño. Se conforma con penetrar en los dominios de la intrarrealidad y abandonarse a la magia de lo imprevisto. Cosecha así un rico botín de sorpresas. Pero no incurre luego en la ofuscación de transcribir textualmente los hallazgos de su filón onírico. Al verterlos sobe el papel cuida de darles una diafanidad verbal, organizándolos en claras estructuras que resulten perceptibles por toda clase de lectores. La prueba está en el hechizo cordial que nadie dejará de experimentar al leer estos cuentos, no obstante hallarse situados fuera de las tres dimensiones imaginativas habituales.

Hablé antes de la identidad entre poesía y misterio. Correlación justificadamente sugerida por los cuentos de Supervielle. Hasta el punto de que la definición que mejor les cuadraría es la de «misterios poéticos» -dando a este término, claro es, un significado absolutamente distinto de su acepción medieval. Con elementos sencillísimos -casi baladíes- Supervielle logra fraguar insospechados escenarios, misteriosas atmósferas. Sin desplazamientos bruscos ni derroche de kilómetros nos conduce suavemente   —211→   a regiones inéditas. Su arte es todo de dentro afuera. Rompe la superficie de las cosas mostrencas, atraviesa la vulgaridad cortical y descubre perspectivas envueltas en lirismo y humour.

Ya en las páginas de sus anteriores libros en prosa -L'homme de la pampa, Le voleur d'enfants, Le survivant- había una especial atmósfera novelesco-poética que bañaba una luz indeterminada como si manase de un lugar interceleste. Sus inolvidables personajes -Guanamiru, Philemon Bigua- se movían en un ambiente peculiarísimo -ni secamente real ni arbitrariamente ficticio- que ellos mismos iban engendrando con sus actos y sus ademanes. Oscilaban entre los últimos linderos del sueño y de la realidad sin decidirse plenamente a traspasar las fronteras de esta última. Ahora sí; ahora los personajes de Supervielle han dado el último paso, mostrando su desasimiento realista sin perder por ello nada de su consistencia y de su verosimilitud estética. Ejemplos: la niña de alta-mar, el Gran Mojado, Marguerite Desrenaudes, la muchachita con voz de violín y otros entes ilusorios que pueblan esta originalísima galería.

Y es que la prosa de Supervielle posee el mismo poderío taumatúrgico de sus versos. Pero ¿en realidad puede afirmarse de un modo absoluto que no sea más que prosa la de estos relatos? En todo caso es una prosa poco grávida, de un acento especial. Sin que tenga nada que ver con el denominado «estilo poético» -a mi juicio híbrido y funesto- a base de cadencias y acompasamientos.

El lirismo de esa prosa no está en cada frase -exentas de   —212→   rizos y volutas- sino en la atmósfera envolvente general. Pero por ahora no disponemos de una clasificación precisa donde encuadrarla. Es lamentable que existan tantos filólogos unilaterales abstraídos en menudos problemas fonéticos y que aún no se hayan preocupado de establecer una topografía precisa de la prosa. Que todavía estén por trazar los mojones divisorios -y los puntos confluentes- de la prosa y del verso, atendiendo más que a su estructura externa a su giro íntimo. Haría falta un nuevo Lessing que delimitase -con más netitud que en el Laocoonte, por supuesto- los campos de ambas maneras expresivas. Como punto de partida antes de adentrarse en cualquier búsqueda de tal índole pudiera utilizarse la sagaz distinción de Ortega y Gasset, formulada incidentalmente al parafrasear una sentencia de Nietzsche: «La buena prosa -escribía- se hace siempre en vista del verso, confundiéndose casi con él, pero, al cabo, eludiéndolo con grácil fuga en el momento decisivo».

Paul Valery en sus Propos sur la poésie ha recordado la especificación de Malherbe comparando la prosa con la marcha ordinaria y la poesía con la danza. La primera -explica luego- tiene una meta precisa mientras que la segunda «no va a ninguna parte y si persigue algo no es más que un objeto ideal». Esto, en suma, equivaldría a asignar a la prosa una función utilitaria, en tanto que la poesía es esencialmente desinteresada. Pero esta distinción es demasiada vaga, pues deja sin resolver muchos casos intermedios y los problemas que suscitan. Mayor posibilidad de esclarecimientos se me antoja ver en el punto de vista de T. S. Eliot, quien, defendiendo indirectamente la legitimidad del ilogismo poético (su extraño poema The Wast Land es un valeroso ejemplo), afirma que existe una «lógica de la   —213→   imaginación» del mismo modo que existe una «lógica de los conceptos». La primera de ellas pudiera ser exclusivamente privativa de la imaginación poética -vacíese en prosa o en verso- que debe gozar de anchísimos cauces sin someterse a los enganches lógicos de la prosa razonada. Algo de ello expresa Paul Claudel cuando escribe -en sus Positions et propositions- que la palabra puede emplearse con dos fines: producir en el espíritu del lector «un estado de conocimiento» o bien un «estado de goce», según sea lo principal lo expresado o la expresión; en el primer caso habrá poesía, en el segundo prosa.

Para quienes estén hastiados de las burdas transcripciones realistas en que la adaptación industrial del cuento hace degenerar frecuentemente ese género, la lectura de L'enfant de la haute mer resultará consoladora y refrescante. «He aquí unos cuentos -ha dicho el autor- sin princesas, hadas ni hechiceras. El ‘era una vez’ ha muerto para siempre. No gustamos de que lo maravilloso nos sea impuesto por decreto; deseamos que se deslice en el relato sin que el mismo autor lo advierta, despojándonos así poco a poco de las armas y bagajes de nuestra lógica habitual». ¡Sagaz percepción autocrítica!

«L'enfant de la haute mer» -que abre el volumen- es una invención radiante, tiene el resplandor de un nuevo mito. Es asimismo una especie de ejemplo ilustrado de la técnica del autor, del poderío metamorfósico que puede alcanzar la imaginación. Un marino piensa insistentemente, con una «fuerza tan terrible» en su hija muerta que su sueño se materializa llegando a   —214→   encarnar en una niña solitaria, náufraga en un puerto perdido que se tornaba invisible apenas el mástil de un navío punteaba el horizonte. Pero la originalidad sorprendente, la belleza poemática de este cuento no es traductible a otras palabras ni admite su reducción; hay que leerlo para sentirse invadido por su encanto. A continuación de él convendría leer -alternando el orden del índice- los titulados «L'inconnue de la Seine» y «Les boiteux du ciel»; ambos se desenvuelven también en climas fantásticos aunque varíen los elementos: el primero en el fondo del mar y el segundo en el cielo. Ambos rozan poéticamente esa misteriosa zona de la postvida en la que solamente un poeta puede internarse disminuyendo su terror, haciendo apacible lo desconocido, la muerte. Pero esto sin apelar a ningún recurso extraordinario. Supervielle torna verosímil la postvida submarina de los ahogados, las andanzas crédulas de los inocentes en los parques del cielo, merced a su lirismo envolverte dosificado en ocasiones con el más fino humour.

Otro cuento admirable es «Le boeuf et l'âne de la crèche», un nacimiento visto desde un ángulo que aún no habían descubierto evangelistas ni glosadores: desde el punto de mira de las bestias -el buey y el asno- que escoltaron la cuna de Jesús. Aunque absolutamente diferente en el tono y en sus alcances, este cuento me ha hecho recordar -por la insólita humanización que trasuntan las bestias- un extraño relato de Giménez Caballero: «El redentor mal parido» en el libro Yo, inspector de alcantarillas. Ambos autores, naturalmente, vencieron el riesgo de novelizar como protagonistas a unos irracionales sin caer en el fabulismo, en la moraleja (¿Por qué los animales -salvo estas excepciones- han de ser literariamente, desde   —215→   Fedro y Esopo, cuerdos y sentenciosos como burgueses conformistas?).

Su preocupación por penetrar en el mundo de lo irracional aparece también en «Le suites d'une course», que es el relato más extraño e inquietante de este libro. Un hombre trocado en caballo. Aquí un humorismo de cierto entronque expresionista y germánico prevalece sobre lo demás. Un buen día Sir Rufus Flox, gentleman-rider, después de hundirse con su caballo, al que había puesto su mismo nombre, en el Sena comienza a experimentar gradualmente extrañas veleidades equinas: relincha para pedir el desayuno, siente un placer sospechoso al andar por en medio de la calle sorteando los automóviles y exclama: «Que le monde devient donc chevalin depuis quelque temps!». La metamorfosis se cumple al fin de un modo simple y -diríamos- natural. Por contraposición, al leer este relato no he podido dejar de pensar inmediatamente en dos obras alucinantes que plantean casos análogos: La metamorfosis de Franz Kafka y Woman into fox de David Garnett. Pero mientras que las transmutaciones operadas en estos dos libros -el protagonista del primero convertido en escarabajo y la heroína del segundo, Mrs. Tebrick, en una raposa- producen inevitablemente una sensación de horror y sus páginas se rozan con cierta viscosidad espiritual, el cuento de Supervielle no hiere el ánimo con ninguna arista desapacible.

América, la banda oriental rioplatense patria de Supervielle, que hasta ahora había sido casi el escenario único, el leitmotiv paisajista de sus anteriores libros en prosa -desde L'homme de la pampa- apenas si está visible en este último. Sólo surge pasajeramente en un relato indio de aire semilegendario, «Rani», y en «La piste et la mare», relato escueto de un   —216→   bárbaro homicidio en la pampa. Pero considero que ambos, y sobre todo el último, por su carácter realista y su localización precisa chocando con el marco indeterminado de los demás, caen fuera de este volumen y rompen la unidad ambiental del resto. Único reparo a libro tan hermoso y cabal.

L'enfant de la haute mer marca el punto más alto en la curva ascendente -de unívoca belleza, de firme dominio- que han venido describiendo los libros de Supervielle. Su lectura nos acerca en todo momento su figura física -alta como una antena emisora de poesía-, el tono de su voz grave y distante, que llega como fatigada de las lejanías de su cuerpo, haciéndonosla oír entre líneas. La gratitud que debemos a todo creador auténtico se acrece en su caso porque sus imaginaciones enriquecen nuestro mundo imaginario al rasgar el camino por donde deambulan sus personajes. Cada uno de ellos -pudiéramos resumir en términos de fórmula física- desplaza un espacio de realidad equivalente al ámbito de poesía que engendra.