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Sur

Año II, verano 1932

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De este número se han impreso cien ejemplares en papel de hilo stratton bond, numerados del 1 al 100 y reservados exclusivamente a los subscriptores de la edición de lujo.





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ArribaAbajo Rumbo a Goethe

Alfonso Reyes



- I -

La perspectiva



1

La obligación del aniversario me arrebata estas cuartillas en desorden y estas digresiones a medio escribir. Ni siquiera tuve tiempo de ser conciso. Ojalá el lector perdone mis rodeos, mis idas y venidas. Por una vez, acudo al toque de revista con el dormán desabrochado y el lazo deshecho todavía. Peor sería faltar: tengo mis motivos para hacer acto de presencia. Goethe y los trágicos griegos me acompañaron en la primer aventura hacia mí mismo. Con los trágicos he cumplido ya a mi manera, haciendo mis confesiones de helenista sentimental. Me falta la confesión de Goethe. En la adolescencia, cuando el sentimiento del yo se abulta como absceso, la obra de Goethe, y aun la sola contemplación de su persona, nos daban aquella visión panorámica semejante a la que traemos de ciertos estudios científicos; aquella objetivación, aquella distancia respecto a la propia epidermis   —8→   que devuelve a las cosas sus proporciones tolerables, y es tan útil para navegar las crisis de la edad y seguir de frente, sin hacer caso del mar irritable que nos cerca. Hallo que todo panegírico de Goethe pudiera fundarse en ese poder levitador que de Goethe emana: ennoblece, solemniza un tanto el espectáculo de las cosas, y nos coloca siempre ante el mundo en una actitud confortable y halagadora. Disipa la polvareda de la chabacanería y la miseria. De él como del vino en Platón puede decirse que da valor a los ánimos y aligera la fantasía.




2

Esto que se ha dado en llamar la cita de Goethe sobreviene con una oportunidad realmente pavorosa. A los cien años cabales ¿qué hemos hecho de la inteligencia? Oh, padre y maestro de toda confianza en el espíritu: andamos escondiendo el rostro para que no nos mires de frente, y el clarín de Josafat nos despierta desprevenidos. Es verdad que algunos adeptos de la metafísica perenne se defienden contra el antiintelectualismo de los últimos tiempos. ¿Y cómo se defienden? Aceptando casi todas las conclusiones del antiintelectualismo, a condición de que no hagan blanco en Santo Tomás, de   —9→   que no pretendan poner a Dios como criatura entre las manos del hombre. Reacción contra los excesos del racionalismo positivista que inmediatamente le precedió -alegan- el antiintelectualismo mata al señor Comte pero deja ilesa la inteligencia. Santo Tomás llamaba inteligencia a lo que Bergson llama intuición, y reconocía que la razón -entendiéndola como la sola facultad de raciocinar- no es más que la enfermedad o el síntoma de flaqueza en la inteligencia: desde la piedra hasta la categoría angélica superior, pasando por la planta, la bestia y el hombre, y saltando luego al ángel de la guarda para continuar en lo sobrenatural la evolución que comenzó en la cuna de la naturaleza: desde lo que está de espaldas a Dios hasta lo que está de frente a Dios, se tiende la escala ascendente de la inteligencia: y al pasar por nuestra especie, herida del pecado mortal, encontramos el uso de la razón a manera de cicatriz. Como no hemos llegado ya, tenemos que andar, que pisar sobre lo conocido y aventurar desde allí el tranco hacia lo desconocido. Este movimiento, este andar, es la razón. La inteligencia, en cambio, conoce al instante, como espejo que contuviera ya en sí la imagen de cuanto se le ofrece. Así se defienden los últimos adeptos de la metafísica   —10→   perenne. Y es de esperar que, si no triunfan en toda la línea como es lo más probable, contribuyan al menos a devolver su dignidad léxica a la palabra inteligencia. Que en esta minucia de definiciones verbales está el punto de honra del espíritu. Entre tanto, Goethe, aquí te traemos las piezas desarticuladas que sobraron del artilugio. Hemos partido en dos el cabello de que pendía el espíritu. Goethe es, en cierto modo, anterior a esta osadía filosófica. Quien quería pensar con todo el ser -también con los ojos y con las manos-, realizando una armonía superior de la inteligencia y del sentimiento; quien huía de los sistemas abstractos y buscaba la operación del arte en los objetos inconfundibles de la intuición, tal vez pueda acudirnos. Goethe consideró siempre el alma como un laboratorio secreto cuya integridad no puede tocarse. Enemigo de todo automatismo mental, partía en guerra contra todo intento de reducir lo cualitativo a lo cuantitativo. Ni siquiera dejaba, como los primarios de hoy, que las siempre cambiantes especies científicas -que tanto le interesaban en sí mismas- empañaran su visión fundamental, moral, de las sociedades humanas. Consideraba que el fruto del espíritu ha de madurar rodeado de silencio: es un proceso de virginidad en acción que no   —11→   debe interrumpirse. ¿Que estamos ya en la era del sondeo y del psicoanálisis? Nadie ha demostrado que el escalpelo de Freud sea el índice de la verdad artística. ¿Con qué derecho nos burlamos entonces -o es que por ventura ya no nos burlamos- de aquellos novelistas del documento humano y del trozo de realidad? Para cuando cambien los vientos, conviene estar avezado en la sabiduría de Goethe. Lo mejor es atenerse a lo fundamental, y que vaya y venga lo accesorio. Quien reposa en las evidencias vitales, conoce lo efímero sin derrumbarse con lo efímero, participa de lo mudable sin depender de ello. En el naufragio, lo mejor es atenerse al alma total.

Meyer, el pintor de Weimar, exclamaba: «Si no fuera tan difícil pensar!». Goethe, comentándolo, dijo un día: «Lo peor es que para pensar no sirve de nada el pensar. Hay que acertar por naturaleza, de modo que las ocurrencias afortunadas se nos aparecen y nos gritan como libres criaturas de Dios: ¡aquí estamos!» (Eckermann, 24, II, 1824).




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Sería cobarde disimularnos que la grande efigie comienza a borrarse entre una nube creciente de impopularidad.   —12→   ¡A veces parece tan distante! Muchos, entre los de ahora, se atreven ya a juzgar a Goethe sin conocerlo, fundándose en un libreto de ópera e ignorando la parte de sustancia goethiana que en sí mismos han incorporado por efecto de la implacable herencia. Hasta hay pensadores, como Curtius, que se apliquen a trazar el cuadro de la catástrofe, que pregonen la liquidación del fondo Goethe, y sobre las ruinas de la cultura deshecha levanten un nuevo programa de cultura -¡otra vez goethiano! En la encrucijada donde se juntan todos los anhelos del perfeccionamiento humano por la vía de la inteligencia, no hay más sino encontrarse con Goethe. Sobresalen de la barricada los puños airados, y lanzan sobre Goethe, a manera de proyectiles, fragmentos arrancados a la propia estatua de Goethe. ¡Cuántas veces no encontraremos la huella digital de Goethe donde menos lo esperaríamos! La influencia goethiana se armoniza con la que, de lejos, parecería más disparatada e incongruente. Hay naturalezas, como la Barrès, en quienes Goethe se entiende con Pascal: Pascal pregunta, Goethe contesta, y Pascal vuelve a preguntar otra vez.



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4

El Goethe de Croce


Antes de seguir adelante, se impone una presentación de conjunto. Ludwig, a lo largo de tantas páginas, desmenuza y deletrea a Goethe, usando mucho sin definirlo nunca el concepto de lo demoníaco y la lucha contra lo demoníaco. A menos que eso quiera decir el gobierno que todos los días ejercemos sobre los resortes de la pesantez, desde que por la mañana saltamos de la cama antes de lo que quisiéramos, hasta que por la noche nos metemos otra vez en cama también antes de lo que quisiéramos. Prefiero seguir a otro maestro; prefiero una interpretación más precisa, aunque menos a la moda. A falta del llorado Gundolf, (cuya obra, aunque valiosísima, se presta poco para un resumen y, es tan abstracta y gris que se la ha juzgado como un contrasentido respecto al carácter del poeta que estudia), el Goethe de Benedetto Croce puede servirnos de punto de partida. Todos tenemos nuestro Goethe, y la adoración se reparte en ídolos. En La Crítica (enero y mayo de 1918) Croce publicó las páginas que resumo a continuación, reescribiéndolas a mi modo, y acaso acercándolas a mi criterio, puesto que sustituyo siempre las expresiones «intelectualismo» o «intelectualista» por otras que significan   —14→   más directamente falsificación o sofistería. Esta reseña dará alguna utilidad a mis notas desordenadas:

No está bien decir -afirma Croce- que si Goethe no fuera gran poeta en los versos lo hubiera sido en la vida y su obra se unen indisolublemente, y ésta es en el más profundo sentido autobiográfica. Los educadores y autodidactos no han reparado lo bastante en el valor de Goethe como maestro de humanidad. Una vaga literatura egoísta predica, es verdad, la imitatio Goethii, describiéndonos al poeta como un hombre que estuviera más allá del bien y del mal; pero esto es falso. La figura de Goethe está llena de virtud tranquila, de buen sentido. Era un burgués -palabra que no se usa aquí en el pequeño sentido político que hoy le damos. Fue genial, pero no diabólico. En otros, que no él, aprenderéis el arte de eludir los modestos deberes o el de embrutecerse o sensualizarse. Y él no se cansaba de recordar a los jóvenes -a la hora en que se enardecen los sentidos y el alma- que la musa es una compañera, pero no es un guía.

¿Qué enseñaba Goethe? A poner la totalidad del ser en todos los actos, sin dividir nunca el pensamiento del   —15→   sentimiento. Para recrearse en el todo, solía decir, hay que descubrir el todo en lo minúsculo. Y consiguió ser maestro en la limitación y abrirse -sin entregarse- a las pasiones, educándose, no para soñar, sino para querer y obrar. Era, pues, hombre de acción, por lo mismo que era hombre de pensamiento. Cuando la imaginación quería sublevarse, la purgaba mediante una catarsis artística: expediente de objetivación que cualquiera, aun sin ser poeta, puede aplicar a la curación de su alma. Más aconsejaba ser el espectador que no el domador de la propia mente, desconfiando de los sistemas abstractos de conducta, y dejando que el espíritu se esparciera en todas las solicitaciones del momento: poesía, ciencia, crítica. Su talento le era una naturaleza. No aceptaba normas artificiales, externas: pasada la juventud y sus legítimos arrebatos, no quiso parecer revoltoso a fuerza; empeñado en luchas morales, interiores, no quiso fingir contra Napoleón un odio nacional de que nunca pudo participar sinceramente. Amaba a Alemania sin odiar a Francia, y le parecía que las canciones bélicas podían brotar espontáneas en el vivac y al son del tambor, pero no en su museo de Weimar. Odió al fanático, porque es siempre falsificador y poco espontáneo, y prefirió aquella tolerancia   —16→   que no desfallece nunca en indiferencia, sino que aporta a todo mal un remedio, en vez de vociferar contra él. Aun sus enemigos le eran útiles, como correctivos adecuados para las angulosidades de su propio carácter. Y anhelaba sumergirse en la obra sólo sometiéndose a la ley de la razón y de la verdad.

Maestro literario, pasa de la rebelión juvenil, no a la servil aceptación de las reglas -él quiso ser siempre un libertador- sino al estudio y la meditación de la madurez. (Un ejemplo entre paréntesis: la evolución de la crítica en Goethe, tal como la sintetiza Rouge: «En 1771, es un joven alemán impresionista que se desahoga; en 1795, es un europeo cultivado que aprecia; en 1815, es un habitante de Sirio que esquematiza y hace, en cierto modo, literatura comparada sobre el plano de la "ciencia del espíritu"»). Con los demás Stürmer und Dränger, había reaccionado contra aquella literatura francesa tan acicalada e irónica como una vieja dama afeitada; pero pronto le enamora la limpidez de la prosa volteriana, y aprende el valor de la disciplina. Quiere dar forma poética a la realidad de cada instante: «Toda poesía, dice, es una poesía de ocasión». Pero ¡lejos la vanidad de los que afectan experiencias o las buscan artificiosamente   —17→   para después ostentarlas en sus poemas! En el Werther, hizo poesía con la vida. ¿Qué hombres eran aquellos que imitaban las desdichas del joven Werther haciendo, al revés, vida con la poesía? De aquí su censura del romanticismo, que le parecía una enfermedad. Y aun el predominio del humorismo era, a sus ojos, una decadencia del arte. En cuanto al nacionalismo poético, le parecía estúpido o anticuado. ¡Cuántas enseñanzas para nosotros!

No encontrando en él la discusión de los problemas estéticos oficiales, quieren algunos negarle la filosofía del arte, en que fue también maestro consumado. Pero hay que buscarlo en los problemas concretos que la experiencia poética iba provocando en su mente. Así, tampoco fue un filósofo en el sentido escolástico, sino en sus meditaciones directas sobre la naturaleza y la ciencia. Explorando lo explorable, adoraba lo inexplorable; sobre metafísica y religión nunca quiso desplegar los labios. Acaso -mal propio del tiempo- contaminaba la poesía con la ciencia al buscar el fenómeno de los fenómenos; sin duda se engañaba -también era un error de la época- rechazando a Newton y la intervención de las matemáticas en las ciencias naturales. Parece que su teoría de los colores no es ni cierta ni falsa, sino acientífíca, indiferente: estéril   —18→   mitología de la luz y la sombra. Sólo se le concede el hallazgo en anatomía y en botánica. (Añadamos la mineralogía: testigo, la goethita). Pero -hijo de un siglo ebrio de matemática- ¡qué valerosa su afirmación de que la matemática es inepta para el conocimiento de la realidad! La exactitud matemática se revuelve dentro de sí propia sin abarcar el mundo, como una lengua muy clara que todo lo empobrece y todo lo deja sin expresar. De gran trascendencia filosófica su afirmación de que la verdad se reconoce en su capacidad de promover la vida, y que si es estéril ya no es verdad, sino sutileza, tautología o verbalidad deleznable. Y también, adelantándose al último individualista, Goethe dijo: «La verdad es mi verdad, porque las demás no las conozco».

Pero la historia literaria tiene que ceñirse, al juzgar la obra de Goethe, a consideraciones puramente artísticas, aunque tenga en cuenta los elementos de aquella compleja personalidad, para averiguar cómo su desenvolvimiento provoca o estorba el desenvolvimiento de las fases de su arte.

En este proceso hay un hecho de capital importancia: el paso del Goethe titánico (Werther, Goetz, Fausto, Prometeo, Mahoma) al Goethe armonioso y definitivo.   —19→   En la tormenta ideológica de su juventud, Goethe trata de emanciparse de las frialdades abstractas y busca la plena simpatía de la vida. Pero Goethe nunca estaba fuera de sí: el Werther no es una enfermedad sino una curación; en el Fausto hay mucho de ironía y de crítica, y el Goetz abunda en sano sentido moral, para no hablar de aquel Egmont tan justo en su concepción de la vida política y afectiva. De una a otra etapa no hay, pues, una negación de sí mismo, sino una maduración lenta y única.

Este proceso -aun para tener sentido literario- es rico de contenido moral. Goethe habla de su viaje a Italia, pero muchos han ido a Italia. La Italia, como la Grecia de Goethe, son nombres simbólicos, momentos de su vida moral. Clasicismo, en él, significa equilibrio ético, sofrosine. Porque, en el sentido puramente estético de la expresión, tan perfecto y clásico había sido siempre el poeta desde las primeras páginas que escribió -donde las hay que sólo pudieran compararse con la tragedia griega, los episodios dantescos y las más luminosas horas de Shakespeare- como en las obras de la segunda manera: Ifigenia, Tasso, Elegías Romanas, Germán y Dorotea, Meister, el segundo Fausto.

Muchas veces opone la crítica la obra juvenil de   —20→   Goethe a su obra de madurez, como se opone el calor de la fantasía poética a la frialdad marmórea. Pero si es verdad que en la segunda época el ideal es más filosófico ¿en qué padece por eso el efecto estético? La filosofía no disuelve el verdadero encanto poético. Sólo cuando el poeta es intrínsecamente reflexivo y extrínsecamente ornamental, como Schiller. Pero, si hubo vejez en Goethe, es verdad que su vejez se descubre en la exagerada afición por las alegorías recónditas de las últimas páginas: Goethe olvidaba aquí su armonía.

Se engaña la crítica cuando busca en Goethe -es legítimo investigarlo en otros- la preocupación única y fundamental de su poesía. Él está en una superación perpetua, moral y poética a la vez, y aun puede decirse que su vida devoraba su arte, no dándole acaso tiempo a desarrollar una forma apenas esbozada. Por eso se apresuraba en ocasiones -defecto de nación- a dar unidad ficticia a sus fragmentos, tiñéndolos con el último ánimo en que los refundía. Otros pintan los cadáveres con artificiales matices, dándolos por vivos. Goethe algunas veces comunicaba a sus fragmentos vitales el tinte uniforme de la muerte, error de un artificialismo no constitucional, sino sobrepuesto a la obra, póstumo. Así se explica   —21→   que contestara con salidas equívocas a los que le pedían aclaraciones: «-¿El Fausto? ¡Oh!, ¿el Fausto es inacabable por esencia? ¿El Meister? ¡Es inconmensurable!».

Y ya es tiempo de desengañarse: no busquemos unidad donde no la hubo. Eso de que «la unidad del Fausto está en la persona y en el desarrollo del poeta», como dice un crítico, no es más que un equívoco. La unidad de la persona es innegable en cualquier poeta, y eso nada dice para la distinción entre uno y otro de sus libros. ¿Que Goethe se empeñó en imponer por la fuerza unidad a su poema? Pero no hay que ver lo que el poeta quiso hacer sino lo que hizo. Y más en el caso de Goethe, en quien valen tanto todas las creaciones cada una de por sí, aun cuando tal o cual vez las haya hilvanado con un procedimiento absolutamente artificial.

Plantada la seña, podemos permitirnos excursiones a uno y otro lado.





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- II -

Unas notas



5

En las conversaciones de un hombre, a lo largo de los años, las cuestiones se presentan bajo muchos aspectos y, como lo reconocía el mismo Eckermann, no es extraño encontrar juicios contradictorios. De todos modos, tampoco es difícil descubrir las notas dominantes y atenerse a las declaraciones que no dejan lugar a duda. Creo que Goethe concebía la cultura como un proceso de crecimiento biológico, de diferenciación e integración paulatina entre las nociones, partiendo de aquel rudimento o célula inicial que veía bullir en todos los orígenes de la vida. Por eso se queja de que el crecimiento de la cultura alemana en los últimos cincuenta años obligue a los jóvenes a un exceso de preparación que puede estropear el desarrollo armonioso de su mente. Y añade con una malicia oriental: «Cuando yo tenía dieciocho años, Alemania tenía también dieciocho años, y podía hacerse alguna cosa...» (Eck. 15-II-1824). En igual sentido, censura los programas académicos cargados de estudios excesivos e   —23→   inútiles. «A los futuros médicos, a quienes antes sólo se exigía la aplicación terapéutica de los vegetales, se les obliga ahora a ser verdaderos químicos y botánicos, con detrimento del arte de curar». (Eck. II-1824). Tal opinión, en el botánico, en el enciclopédico Goethe, revela al hombre de sentido práctico. Sabe que no todos han nacido para ser sabios, ni conviene a la sociedad que todos se consagren a la pura investigación. Pero reconoce también que el futuro investigador debe comenzar por los rudimentos, y dejar posarse en su conciencia cada nuevo estrato adquirido. Así hizo él su propia cultura, disponiendo generosamente del tiempo. Artículo primero de la educación del sabio, en Goethe: ante todo, vivirás no menos de ochenta años -y con buena salud-. Y luego viene la adquisición incesante de nuevos conocimientos, cada uno de los cuales se enlaza con los anteriores, esforzándose visiblemente por no expulsar a ninguno. A fuerza de ejercicio, el volatinero se burla del espacio y sus leyes. ¡Qué no hará con su alma el estudioso! Nuestra Sor Juana Inés de la Cruz, gran estudiosa y hasta estudiosa en rebeldía contra la autoridad monástica que le arrebataba sus libros, dice muy bien que unos estudios alimentan a otros y el cultivo de una disciplina particular ayuda de modo   —24→   inesperado para entrar en otras disciplinas. En la esgrima del florete, tan convencional y tan de salón, se adquiere el sentido de las líneas de ataque y las zonas de defensa para toda clase de encuentros. Se juntan en el espíritu los haces venidos de todos los rumbos, porque unos abren sitio a los otros. Representación del mundo tan plena que religión, filosofía, ciencia, poética y artes plásticas se suman en un solo rayo de luz para iluminar la frente de Goethe. Y así, el que quiere que la juventud comience apenas con su poquillo de griego y su poco más de latín, hace de su casa, más allá de los setenta, años, un instituto enciclopédico viviente, como decía Sainte-Beuve. Allí, entre lo excelente y lo aceptable, unas veces en la sala de Urbino y otras en el salón de Juno, se discute de filosofía y helenismo con Riemer, de artes plásticas con Meyer, de música con Zelter, de ciencias sociales con el canciller Müller, de historia natural con Martius o Sternberg, de dialéctica con Hegel, de filología con Wolf, de viajes con Humboldt. Todas las dimensiones se combinan y se componen buscando la norma universal de la esfera.



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Goethe no cae necesariamente en la especialización, aunque está a la altura de ella. Su oficio es el ser intelectual, el más universal que existe, el de buen entendedor del alma y su contenido, el de maestro. ¿No hablaba él de esos «seres colectivos» llamados a dar unidad a todas las impresiones que reciben del mundo externo, a todas las experiencias que hacen sobre la naturaleza y la humanidad? Si mucho abarca, moralmente hablando, mucho aprieta. Ha contado, para su alquimia, con el mejor ingrediente que es el tiempo: como las estrellas -decía él- «sin prisa y sin descanso». Si se equivoca alguna vez en las ciencias particulares, también los especialistas se equivocan. En materia de óptica, por ejemplo, confundió la luz física -de que no quería saber nada- la luz antes del ojo, la luz como vibración de energías reducibles a cifra, con la luz biológica, la luz como sensación en el ojo. «Si Goethe, en su teoría de los colores, se hubiese limitado a la psicología de los matices, que sabe describir con sutileza y precisión encantadoras -dice Reichenbach- nada tendríamos que objetarle». Pero rebasó los límites de su método al irrumpir, con las armas de la psicología descriptiva, en el terreno de la física seca.

Su imitación, sin su grandeza, hoy que cada ciencia   —26→   particular tiene ya su casa propia y familia aparte, puede arrastrar a nuestros líricos a pintorescos errores. Alemania no tiene ya dieciocho años. No es fácil, en nuestros días, juntar tantas ciencias a domicilio. De Goethe acá, el problema de la digestión del conocimiento se complica en progresión geométrica. Para nosotros, los verdaderos extremos de la educación consisten precisamente en investigar y descubrir otra vez donde está lo esencial, entre la maraña creciente de las ciencias particulares, y en dar camino después a todas las vocaciones posibles, sin que se desequilibre en la sociedad la justa proporción entre los especialistas -que hoy por hoy deben ser heroicos hasta la mutilación- y los que mantienen el nivel medio de conocimientos generales. A pesar de las máquinas auxiliares, sistemas de referencias y anotaciones, fichas y demás procedimientos para conservar, fuera del cerebro y sin cargarlo, el caudal ya adquirido en cada ramo científico, hay quien desespere de la resistencia del espíritu ante esta proliferación creciente. Se dice, entonces, que es tan lamentable como inevitable el abandono inconsciente de una parte de la cultura, y que el olvido y la pérdida son también fuerzas positivas en la evolución de la humanidad. Triste visión de nuestra época que contrastamos,   —27→   envidiosos, con el espectáculo de la integridad goethiana. Una juventud que partiera a la vida con este convencimiento previo de su derrota, con esta bochornosa aceptación de su ineptitud para administrar su herencia ¿no estaría arruinada de antemano? La confianza de Goethe, su aplomo y su despejo en mitad de la naturaleza pueden sernos de mucho estímulo.




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De acuerdo con este sistema de educación por crecimiento, partiendo de lo menor y más particular, debe interpretarse también la teoría goethiana sobre la formación del artista literario. Con vivo empeño recomienda al joven que se adiestre en las pequeñas experiencias diarias y deje para más adelante los grandes asuntos, pena de hacerlos abortar o de vivir doblegado bajo un peso que lo privará de su agilidad natural y hasta de la alegría del trabajo (Eck., 18-IX-1823). Insiste en que lo particular es la vida del arte (Eck., 29-X-1823). Lamenta que Schiller se embarazara con sistemas y especulaciones abstractas (Eck. 14-XI-1823 y 14-IV-1824). Reconoce que el defecto de los poetas jóvenes está en su exceso de subjetivismo, puesto que la personalidad subjetiva del joven no   —28→   puede ser por sí misma lo bastante jugosa; y predica, como remedio a este mal, el asomarse a los objetos y acostumbrarse a buscar y tratar asuntos, aun cuando ellos repugnen a la propia subjetividad (Eck., 24-XI-1824). Finalmente, clama contra la dispersión a que obliga el comprometerse a hacer regularmente reseñas y revistas literarias cuando aún no se ha tenido tiempo de meditar en la historia de toda una cultura nacional. «El hombre de talento -añade- cree que le es dable hacer lo que ve hacer a los demás. No hay tal: pronto se arrepentirá de sus esfuerzos baldíos» (Eck., 3-XII-1824). ¡Lástima del tiempo que Schiller y él perdieron en las Horas y en el Almanaque de las Musas! Dejemos esta dispersión a los que no tienen una crisálida que cuidar. Hágase el poeta con estudio y con tacto, y no se crea autorizado a los despilfarros ni a la osadía del ignorante. ¿Queréis el mejor ejemplo de la monstruosidad juvenil? Acordaos de aquel adolescente que escribió a Goethe una carta preguntándole, sencillamente, qué se proponía hacer con el segundo Fausto, porque él por su parte, desde su irresponsabilidad candorosa, ¡había concebido el proyecto de continuar el poema a su modo! No le hubiera sorprendido más al juicioso Eckermann un muchacho que se ofreciera a continuar   —29→   las conquistas de Napoleón o a terminar la catedral de Colonia. Y todavía la catedral -reflexiona- puede entenderse matemáticamente, está ante nuestros ojos, cabe asirla con nuestras manos; pero ¿el Fausto? (Eck., 20-V-1825).




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Yo siempre he considerado mi obra simbólicamente y, en el fondo, me era lo mismo hacer cucharas que cucharillas.


Eck., 2-V-1824. Trad. J. Pérez Bances.                


Según Brachfeld, José Ortega y Gasset, en una conversación de 1929, dijo más o menos lo siguiente: Goethe, envuelto en su albornoz blanco, tendido sobre la colina, contempla la campiña romana y las ruinas clásicas. Entre tanta cosa bien ordenada y frágil, Goethe aparece como el germánico pesado y difícil, apto para dominar la materia (la ciencia) al igual de todos los de su raza, y al igual de ellos, torpe en el dominio de la forma (el arte). La forma, la forma pura -la ambrosía- es el alimento de los dioses, pero los mortales no lo resisten y siempre lo enturbian de materia. Goethe, como alguna vez sintió Barrès, sería, en el paisaje latino, el elefante blanco, casi   —30→   el buey en cristalería. El esfuerzo del hombre por perfeccionarse a sí mismo le interesaría más a Ortega y Gasset que los resultados obtenidos por el poeta. Y tal punto de vista -siempre según el testimonio de Brachfeld- sería el punto de vista de los latinos. (No es el de Sainte-Beuve, no es el de Croce). Antes de recoger definitivamente estos juicios, donde Brachfeld al hacer recuerdos de más de dos años atrás puede haber puesto de su minerva, esperemos a que José Ortega y Gasset hable por sí mismo, en el estudio ofrecido para la Neue Rundschau. Lo que él nos diga será, mucho más que la opinión de los historiadores literarios, el mejor indicio del pensamiento contemporáneo con respecto a Goethe.

En todo caso, algunos han insinuado y otros han dicho expresamente que, en Goethe, el árbol vale más que los frutos, la persona más que la obra. Esto nada quitaría al valor de la obra en sí. Es una manera de reconocer que, además de tener las perlas, tenemos el hilo para rehacer toda la sarta. Ni es frecuente conocer al autor tan de cerca como conocemos a Goethe, gracias a sus propios esfuerzos de expresión, ni es frecuente que las obras revelen tan fielmente las fases en el desenvolvimiento de un autor. Goethe escribía las reacciones de su pensamiento   —31→   todos los días. (Entiendo que todas las mañanas: lo que él llamaba la crema del día -no importándole que lo demás se torciera en queso). Después, aquella palpitación, aquella estampa de su mente, se iba repartiendo en distintos libros; de donde se explica la cantidad de fragmentos y bocetos que nos ha dejado. Aún se ha dicho que apreciaríamos mejor la obra si conociéramos menos al hombre. Por un error de perspectiva, la poca costumbre que tenemos de ver al autor tan cerca de la obra nos hace suspirar por el conocimiento imperfecto a que estamos habituados. La verdadera visión crítica debiera aprenderse en Sainte-Beuve: quien lee los Lunes no sabe si lee una biografía del autor o un estudio sobre sus obras. El propio Goethe, a quien Sainte-Beuve llama «el más grande crítico moderno y de todos tiempos» había dado ya, tratando de Voss, el mejor precepto: «Comentar la obra por el autor, y al autor por la obra». Por lo demás, Goethe hacía tanto caso del hombre mismo, oculto o revelado en las obras, que creía siempre traslucir, más allá del suelo estético, una invisible raíz moral. «En general, lo que procura al escritor la estimación del público son sus cualidades de carácter y no su talento artístico. Napoleón decía de Corneille: S'il vivait, je le ferais prince, ¡y no lo   —32→   leía! No lo dijo nunca de Racine, a quien sí leía» (Eck. 30-III-1924). Por sobre la valla de una centuria de estetismo que nos divide, nos damos la mano. Porque la categoría moral es el nervio de las otras virtudes. Y si esta figura platónica no se realiza al pie de la... línea, es porque de la perfección sólo recibimos las sombras, aquí abajo.




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Paradoja estética contra la cual conviene precaverse: el mismo equilibrio del poema goethiano engaña respecto al vigor vital en que él se expresa. Se me ocurre insistir en ciertas antiguas reflexiones sobre la simetría en la estética de Goethe (Cuestiones estéticas, 133-139): Fausto y Margarita, Mefistófeles y Marta, Homero y Ossián en el Werther; Eduardo, Carlota, Otilia, el Capitán y el Arquitecto, en danza compleja de «afinidades electivas»; los motivos de ciertos poemas, los mismos efectos simétricos tomados a la superstición y a la magia. La simetría: imitación o tendencia hacia el cristal, hacia lo más estático que se encuentra en la naturaleza. Aquí del principio de Aristóteles, De Coelo c. 2.: «El movimiento decrece a medida que la naturaleza se hace   —33→   más perfecta». El temperamento clásico, constructivo, tiende a mineralizar la idea. El romántico, disolvente, la fluidiza otra vez y la vuelve al caos y a la espuma.

Un ejemplo claro: lo que se llama el sentimiento de la naturaleza. Rousseau, y casi todos en aquel siglo, anuncian el Romanticismo disolviendo melancólicamente al hombre en la naturaleza, con acompañamiento de suspiros y lágrimas. Goethe, acaso por ser hombre de mejor salud, contempla siempre la naturaleza como un marco en que se mueve el hombre, con alegría deportiva, con gusto de saltar y correr; la describe sólo en toques sintéticos y, a veces, tras el telón del paisaje, cree ver un laboratorio de energías geológicas. Por aquí, la naturaleza tiende hacia la fórmula y quisiera esquematizarse. Estas palabras nos dan todo el proceso: «Suiza me produjo al principio una impresión tan grande que me llenó de confusión e inquietud. (Primer estado, o estado romántico). Sólo después de repetidas estancias, cuando, en años posteriores, consideraba las montañas con interés mineralógico, logré contemplarlas con calma. (Estabilidad clásica)». (Eck., 22-II-1824).



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Nunca se insistirá lo bastante: el jinete que quiere todo el rendimiento de su caballo, necesita desarrollar prodigios de equilibrio. Nada más riesgoso y atlético que la energía de normalidad. Para dar todas las posibilidades a su espíritu, Goethe moverá tierra y cielo. En Valmy, se expone un día al fuego de las baterías enemigas. Diréis que es alarde de bravura. No: se trata de experimentar por sí mismo la fiebre especial que ocasiona el retumbo ininterrumpido del cañón (Et quorum pars minima fui. A Knebel, 27-IX-1792).

La normalidad lo abarca todo. Siempre, para abordar a Goethe, el mismo ejercicio previo: hay que ensancharse la cabeza. En aquella vastedad (normalidad) no debe turbarnos el tributo pagado a lo pasajero, a lo blandamente juvenil: los años de estudiante en Leipzig, los estragos de la incesante orgía son, también, una crisis indispensable en que se habrá de quemar todo lo combustible. Después habrá más diamante y menos carbón. La normalidad lo abraza todo, hasta los centelleos que nos llegan de lo sobrenatural, los relámpagos metasíquicos. Un día se ve venir a sí mismo a caballo, por un camino que en efecto había de recorrer más tarde, vistiendo precisamente el traje que vestía su aparición. Otro día, estando en Weimar,   —35→   mar, tiene de algún modo extraño la monición de un terremoto en Mesina. La dama estrellera del Wilhelm Meister, que, desde la silla en que la tenían postrada sus continuas dolencias, vivía una vida sonambúlica, recibiendo influjos de los astros y repartiendo consejos a sus amigos, acusa en Goethe una preocupación especial por estas fronteras de la ciencia. La Poesía y realidad -aunque sea por lujo retórico- se abre con una referencia a las constelaciones que presidieron su nacimiento. El Fausto es un elocuente testimonio del espíritu aventurero. Cuando Goethe se despide de sus amigos Lota y Kestner, los tres convienen en que el primero que muera procurará dar a los supervivientes noticias del otro mundo. No acontecía de otro modo entre William James y Richard Hodgson.




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La normalidad se rodea de pequeñas virtudes que la protejan, virtudes a veces de buen vecino y de burgués. No nos desconcierte la palabra burgués, que hoy sólo se usa para designar al enemigo. Antes significaba otra cosa, y en aquel sentido, hay cada líder revolucionario de nuestros días, que vive lo más burguesamente. Goethe no sólo era burgués por su nacimiento. Hacer reservas,   —36→   irse con prudencia, adelantar con cuidado (el larvatus prodeo, de Descartes, en otro sentido más humilde); sacrificar unos años al servicio público para conquistar el derecho a vivir como un pequeño rentista, son todas cualidades burguesas. El mismo dice que a Byron lo perjudicó su situación aristocrática, y hace el elogio de la áurea mediocridad como la mejor condición para el poeta (Eck., 24-II-1825). El célebre soneto de Plantino que lo mismo pudiera ser de Horacio, de un Horacio que rezara el rosario y compusiera sonetos -«Avoir une maison commode, propre et belle»- nos da la descripción acabada del estado burgués. Quién sabe si aun aquel desprendimiento de la familia paterna y los amigos de la infancia -en apariencia, angulosidades de un arribismo a lo divino- no sean exigencias de la buena economía, en quien ha aceptado una misión que ha de consumarse tan lejos de Francfort y su mundo. Táctica burguesa, finalmente, el uso y la administración de la vida mundana sólo hasta donde abre las puertas y colabora con la gloria.

Y no es que lo mundano sea necesariamente frívolo. O entonces, tiene aquella frivolidad profunda que Nietzsche encontraba en los griegos. Consiste lo mundano en juntarse para simplemente verse vivir. Para verse vivir   —37→   conforme a un código riguroso de convenciones que crea, burlándose trágicamente de la naturaleza, prendas y delitos artificiales con premios peligrosos y sanciones terribles. Es una perversión que continuamente sacrifica lo íntimo y lo cordial. Aun la bondad ha de vestirse aquí de acero y hacer méritos de malicia. Entre el torbellino de cortesanos, el Príncipe de Clèves tiene que morir de dolor sin expresarse, mientras la Princesa se mustia en un martirio secreto. Nadie lleva el corazón en la boca: de allí el tremendo ahogo. Y Goethe, que necesita contar con todo su resuello, y en cuya existencia, a pesar de los pesares, habrá siempre una soledad alpestre, deja el mundo entonces, y se va a la cima de las montañas. Define Van Tieghem que el sentimiento moderno de las altas cumbres entra con Goethe en la literatura europea.




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En cuanto al sentido de burguesía en política, basta, sin apurar demasiado, que en todas sus obras y fragmentos donde el tema aparece, Goethe respete al pueblo. Se burla, en buenhora, de los charlatanes y agitadores. Reconoce la justificación que asiste al pueblo francés y a todos los pueblos oprimidos. En su aversión a la   —38→   violencia y a los falsos apóstoles, quisiera hacer la revolución desde arriba para evitar excesos y sangre. Se ha dicho que su Germán y Dorotea es la apología del burgués alemán. Por lo demás, nunca admitió que lo clasificaran como conservador, declarando que la mayoría de lo que existe puede ser mejorado. Todo, en su vida y en su obra, respira la más viva simpatía para el artesano y el obrero, a quienes seguramente consideraba como la parte más amena y hermosa de la humanidad, comparándolos con las abejas y con las aves. En su labor de Ministro, su mayor preocupación, su verdadera obra política, consistió en mejorar la condición de los campesinos y labriegos. Verdad es que todavía los consideraba como menores de edad, porque ciertamente lo eran. Y lo son aún para las legislaciones que, al acercarse a ellos, lo hacen con los miramientos y cuidados de una verdadera tutela o guarda de almas. Los cambios políticos y económicos que trajo el siglo XIX no encuentran a Goethe con las puertas cerradas. Al contrario: lo hacen atemperar su individualismo y organizarlo, por decirlo así, en una sociedad del trabajo donde no haya ociosos ni diletantes. En el Meister, dibuja una utopía social impregnada de sansimonismo. Su amor al trabajo, lo trae al buen lado y lo hace nuestro.



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La normalidad se protege, si hace falta, venciendo el propio corazón. Una y otra vez, a cada etapa de su vida, Goethe huye de otra mujer, huye de la esclavitud de las pasiones, huye con los dioses en el seno como Eneas -como un Eneas que llevara dentro de sí mismo el incendio. Rueda, y da al fin en el matrimonio, donde buscará un equilibrio y no una fiesta. Al matrimonio de brillo social o aun al matrimonio de compañía intelectual -a lo francamente mundano o a lo francamente bohemio- no se atreve. ¿La galantería? Pase: hasta donde no perturba la vida, la adorna y la acompaña. Pero sea lujo de puertas afuera, en el salón del vecino. Nada de azares en lo íntimo de la propia casa. En materia de matrimonio, Goethe confiesa ser severo, aunque en todo lo demás sea muy tolerante (Eck., 30-III-1824). Y lo curioso es que tal declaración de Goethe venga precisamente a sus labios al hablar de las Afinidades Electivas, libro que Wordsworth arrojó un día al suelo en presencia de Emerson, por parecerle una obra pecadora. (Añádase el dato a los que trae Carré en sus investigaciones sobre Goethe y la literatura inglesa).

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Cierta ocasión, reflexionando sobre la vida de Lope, nos saltó a la cara la evidencia: grande es la responsabilidad de la mujer en la formación del poeta. Al voluptuoso muchacho madrileño, allá en los albores, una mujer lo domesticó poco a poco hacia la depravación. A Elena Osorio son imputables buen número de relieves, arrugas y cicatrices en el alma de Lope de Vega. Hombre de placer, rompió para siempre, en brazos de la comedianta, cierta castidad esencial de todo amor, como la lectura de la Dorotea permite apreciarlo. Ya no le pidamos más cuenta de sus actos: mucho es que salve el estro, en la marejada de aquella naturaleza incontenible. Muy otro es el proceso de Goethe, que a cada trance parece que va a perder pie, y al fin se recobra. Adèle Fanta se queja, con razón de los que, con Blaze de Bury, agrupan sumariamente bajo el título de queridas de Goethe a cuantas mujeres trataron con el poeta, desde Augusta de Stolberg, a quien él ni siquiera conoció de vista, hasta Cristiana Vulpius, que fue siempre la mujer de hogar y al cabo su esposa legítima. Larga es la lista: Gretchen, Katchen, Federica, Lota, acaso Maximiliana, Lilí, Carlota de Stein, Corona, la marquesa Branconi, la linda milanesa, Faustina... hasta Ulrica la de Marienbad, novia de la vejez.   —41→   Las primeras encendieron y atizaron el fuego. Goethe escapa, robando para siempre el resabio de emociones que luego verterá en su poesía: ya la emoción de la Margarita abandonada, ya la emoción de la Carlota inaccesible. Mme. de Stein se encarga de apaciguar este fuego, con un riguroso sistema de duchas de agua fría a lo largo de varios años. Y cuando ya el fuego ha aprendido a cundir sin llama y sin estruendo, cuando sirve ya para cocinar el diario alimento de la ternura, aparece Cristiana. Con Cristiana Vulpius, a quien tanto ha injuriado la posteridad haciéndose eco de los celos de Mme. de Stein y de Bettina Brentano -porque nunca las sirenas perdonan a Penélope-. Goethe aprenderá a sustituir el amor -fantasía por el amor- cultivo. A la tibieza de aquel corazón sencillo, se acaban de modelar cien obras maestras. Goethe era ya cuarentón y ella tenía veintitrés años. La mujercita dulce y burguesa -a quien hay que imaginar con una corta cabellera de rizos negros y no con unas largas trenzas rubias de Gretchen, como sueña Blaze de Bury- cura suavemente a su poeta de las heridas con que vuelve del mundo.





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Examen de algunas objeciones



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Es característica de la posteridad el ser cambiante, y la fuerza de la gloria ni siquiera queda anulada por esos paréntesis de olvido en que la fama del escritor corre como un Guadiana subterráneo para resurgir lustros después. Por eso no deben alarmar a los amigos de Goethe los puntos de objeción que aquella inmensa personalidad ofrece a los ojos de un contemporáneo. (V. n.º 3). A cien años de distancia, sería necio pretender otra cosa. «Para mí, que vivo en los siglos -decía Goethe- oír hablar de estatuas y monumentos me produce una emoción extraña. No puedo imaginar la efigie del grande hombre sin verla destrozada por un tropel de futuros guerreros. Ya me parece que los fragmentos de la verja de hierro dibujada por Coudray para el sepulcro de Wieland andan entre las herraduras de la caballería. Algo parecido presencié en Francfort. Además, el sepulcro de Wieland viene a quedar muy cerca del Ilustrísimo: conque el río siga torciendo su curso durante un siglo, llegará hasta los muertos» (Eck., 5-VII-1827).

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Pero la reacción, de suyo, exagera. El que insiste, por ejemplo, en el tenaz individualismo de Goethe, que parece alejarlo de nuestra época, dada a las soluciones colectivas, olvida las utopías sociales del Meister (v. n.º 12), donde Goethe expresamente declara que sólo constituyen humanidad todos los hombres juntos; olvida la constante preocupación de Goethe, revelada en sus conversaciones, por armonizar al individuo con la comunidad. (Eck., 20-IV-1825). Cierto es que Goethe no previó el sentido de nuestras revoluciones sociales: esperarlo de él sería llevar la prueba al absurdo, repitiendo el error simbólico de Spencer, cuando cerraba la Ilíada con despecho porque no le daba argumentos para su Teoría de la Evolución. Nuestra época se siente angustiosamente solicitada hacia el problema de la comunidad, y Goethe se confinó a laborar sobre la materia prima de la comunidad, que es el individuo. Lo uno sirve a lo otro, y si estas dos funciones no se completan entre sí, será que se las ha sacado de quicio, será que se está en plena locura.

Hay dos caminos geométricos: o buscar el centro de gravedad en lo íntimo del objeto mismo cuyo equilibrio se procura -y aquí estaría toda la mística: «De modo, Señor, que estabas en mí ¡y los sentidos no lo sabían!»-;   —44→   o buscar el centro de gravedad partiendo desde el exterior del objeto, de los cuadros de referencia ambientes -y aquí estaría toda la política: que organice cada cual su vida de modo que el rendimiento social sea máximo-. Goethe se encuentra en un punto equidistante de la mística y de la política. No sale de sí, en verdad; todo lo trae a sí. La «vis centrípeta» domina en él a la «vis centrífuga», como lo escribía en sus cartas a Herder. Ha adoptado, con respecto a sí, la misión de un educador. Eso mismo, lo obliga a referirse constantemente a todos los órdenes de la realidad exterior, a todas las artes y las ciencias. Lo que a él le importa, como a su Ifigenia (y como, antes, a nuestro Ruiz de Alarcón), es cumplir con la verdad. Trátase, apenas, de un matiz, pero de trascendencia enorme. No se diga que hay que sacrificar el individuo a la comunidad, explica Goethe, porque esto no tendría sentido y la comunidad devoraría a sus criaturas como Cronos. Sino que el individuo debe sacrificarse a sus propias convicciones, siempre que ellas sean justas, convenientes y útiles a la comunidad. El bien de la comunidad es la consecuencia y no el principio de la conducta. Si fuera de otro modo, «en atención al vulgo yo tendría que ponerme a hacer cuentecitos y a burlarme de la gente   —45→   como el difunto Kotzebue» (Soret. 20-X-1820). A la postre, se busca siempre igual resultado, aunque la estrategia sea diferente: se trata, en los tres casos -los dos extremos y el centro representado por Goethe- de rendir una ciudadela. ¡Ay de los que quieran rendirla con meros esfuerzos de imaginación, adentro de su propia cabeza, y sin acudir al deber, que está en las manos; a la actividad exterior, que para algo nos fue dada! ¡Ay de los que quieran vencer con armas que se les van de las manos, por falta de adiestramiento personal! Al paso que cada individuo se corrige a sí propio, va anulando en maravillosa porción el problema social. Tal pudiera ser nuestra moraleja sobre Goethe.




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La actitud antigoethiana por excelencia consiste en pedir peras al olmo -como dice la gente. Que si la persistente emotividad erótica de Goethe es o no simpática a nuestra era de realismo amoroso (y tal parece que no hubiera siempre enamorados, aunque cambie el lenguaje); que si aquel helenismo fundamental sirve de algo al fácil expresionismo de nuestros días (y, de oírlo, cualquiera pensaría que sólo puede haber una estética y   —46→   un estilo)... ¡Qué más! Algunos se preguntan si en la edad de Rien que la Terre no resulta anacrónico el filósofo lugareño, el sedentario de Weimar. ¡Y no se acuerdan de su juventud, de sus viajes, de su convivencia con todo el ambiente de la época! Nada queda más lejos de Weimar que la torre de marfil de los decadentes. Goethe escribía para todos: «Quien no espera tener un millón de lectores, que no escriba una línea» (Eck., 12-V-1825). Nada le era ajeno en el espíritu. No digamos ya a Inglaterra, a Francia, a España, a Italia: lo mismo se asomaba a los motivos del folklore serbio que a la novelística china o a la educación religiosa de los mahometanos (Eck., 18-I-1825; 31-I-1827, y 11-IV-1827). Todo lo abarca panorámicamente. Anuncia que las literaturas alemana, inglesa y francesa se corregirán mutuamente por el contacto (Eck., 15-VII-1827). «Hoy la literatura nacional no significa gran cosa -se adelanta a decir-. Llega el momento de la literatura mundial, y todos debemos contribuir a apresurar el advenimiento de esa época» (Eck., 31-I-1827). ¡Me cuesta creer que el aviador Lindbergh concibe la tierra bajo especie más universal que el «sedentario» de Weimar!



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Otros sienten alejarse de Goethe en cuanto nada tiene de santo contorsionista. En efecto: no hay milagrería mística en él, de esa que ahora es tan buscada. Goethe se detiene con respeto en las fronteras de lo sobrehumano, para lo cual el Creador no le dio recursos, y cumple entretanto su deber con lo humano. Su contemplación de lo divino es pudorosa y callada. «No nos conviene meter nuestras manos en los secretos de Dios» (Eck., 15-X-1825). En él no hay extremos ni exhibiciones. Los ligeros hasta piensan que no hubo en él heroicidad. ¡Como que la energía de normalidad es lo más sobrio que existe! Consume elementos mil veces más abundantes que la otra, y no deja ver el esfuerzo. Escondiendo siempre las entrañas, la naturaleza nos la predica. Sus leyes son la virilidad y la gracia.




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A aquellos, contribuye a alejarlos de Goethe cierto narcisismo que encuentran en el fondo de su conducta. Nos cuenta los trajes con que lo vestían de niño y que se le han quedado en la memoria. Nos confiesa que se alejaba de sus pequeños camaradas cuando no le parecían bellos. Inocentes síntomas de una sed estética en desarrollo;   —48→   primeros pasos en la senda platónica hacia la belleza de las bellezas; manifestaciones incipientes de una alta virtud, que es desatentado juzgar con severidad definitiva. Se recrea en evocar sus blandas hazañas de patinador ante el arrobo de su madre; pero ¿quién no mira con emoción, desde la atalaya de la vejez, las horas de la triunfante juventud? ¿Quién no procura ennoblecer el recuerdo, para desquitarse en algún modo de que sólo sea un recuerdo? A lo largo de su Poesía y Realidad, despliega, saluda y recibe cada uno de sus instantes vividos, aderezando siempre para ellos un principesco cortejo de respetos y consideraciones. ¿Narcisismo? Efecto del arte, que pone destellos de amor en lo que toca. ¿Narcisismo? ¡Cuidado! En el seno de tal censura, se agita un vago complejo de envidia, o digamos de resentimiento, si preferís la palabra de Nietzsche esgrimida por Max Scheler. El que supo interesarse en la vida por la vida misma, no tuvo más índice ni más materia que su propio ser para probar el sabor de la realidad. «Un changement dans sa coiffure, devient l'occasion d'une assez longue explication», nota Michel Bréal. Esta atención para sí mismo se confunde con la atención para la vida. ¿Qué es la vida sino mi vida? Él practicó los Ensayos mucho más de lo   —49→   que admite Loiseau, y pudo decir con Montaigne: «yo me soy mi física y mi metafísica». No sería más grande por ignorar su grandeza, aun cuando lo elogiaran entonces algunos desdichados que confunden la virtud con los «premios a la virtud». El ritmo goethiano lo condenaba sin apelación a conocerse y apreciarse en lo que valía. Quién sabe si la complacencia con que a veces trata de sí mismo sea sólo un resultado del bien entender y el bien escribir. Ampère, que lo visita en 1827, no halla en él suficiencia ni afectación, sino una mezcla de sencillez y de calma, y «una candorosa conciencia de su gloria que no era nada desagradable» y que casaba armoniosamente con su cabellera encanecida y su bata blanca. Equiparar con él al apreciable Tieck, como querían los hermanos Schlegel por tal de buscarle una contrafigura, le resultaba a Goethe tan descabellado como querer equipararse él con Shakespeare. «Puedo decirlo abiertamente, porque no es mía la culpa: no soy yo quien me he hecho» (Eck., 30-III-1824). Lo que en torno a esto charlen las comadres ¡qué importa! Son murmuraciones de escaleras abajo.



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Pero hay otro más grave capítulo de acusación, y es lo que he llamado, confesando sin ambages mi desconcierto, el prejuicio olímpico. «Y puesto que hemos tocado -escribí hace años en El Suicida- las curiosas limitaciones de Goethe, elijámoslo como símbolo para definir aquel prejuicio sentimental que consiste en rehuir el dolor. Tal prejuicio -el prejuicio olímpico- era otra de sus cualidades, o por lo menos, así nos lo asegura él. El espectáculo de la angustia humana no pudo nunca arrebatarlo. Le faltó lo que él mismo llama, analizando los dramas de su amigo Schiller, la fuerza de crueldad. Si por algo dejará de ser un guía en el pensamiento contemporáneo, es por eso». Y añadía yo después, entre impertinente y sutil: «Sin embargo, tenemos derecho a pensar, aunque él no lo declare, que el prejuicio olímpico no lo dominó en su juventud: difícilmente lo avendríamos con Werther. Quizá -junto con otras condiciones que acaban por hacer de él, a ratos, un mero continuador del siglo XVIII- trajo ese prejuicio de cierto inolvidable viaje a Italia, menos provechoso que deseado».

He vuelto sobre mis palabras. Es muy imprudente hablar de Goethe. Siempre se tiene la impresión de que se está improvisando. Siempre parece que descuidamos   —51→   toda una faceta de su espíritu o de su obra. La excesiva contemplación del Goethe marmóreo de Eckermann lleva a olvidar el Goethe de carne y hueso. El Excelentísimo Señor Consejero sólo ofrece a su rendido discípulo los aspectos más académicos de su persona, ocultándole por ejemplo todo el humorismo y la pasión. A tal grado, que Eckermann no tuvo nunca noticia de que la afección cardíaca y la tos convulsiva que Goethe contrajo a su regreso de Marienbad eran imputables a los desaires de la joven Ulrica de Levetzour. Ante Eckermann, Goethe se ensaya para la eternidad, habla de ideas y de libros, de cuadros, de actores, de la historia y de la tragedia griega, y no ve el objeto de explayarse sobre sus desdichas humanas. Hay que atemperar esta imagen con otros testimonios contemporáneos. Eckermann, aun cuando sea el más encantador y ameno de los testigos, no pasa de ser el fiel discípulo, el que a veces querrá tomar a la letra las salidas de su maestro, y sacrificar real y positivamente un gallo a Esculapio como en el cuento de Clarín. Riemer era demasiado misántropo y, sobre todo, misógino: sus documentos son fruto de una selección intencionada. El Canciller Müller, que miraba al Consejero de igual a igual, nos presenta ya un Goethe con nervios y con temperamento,   —52→   gracias a Dios. Falk tiene mucha miga, aunque hay que leerlo con reservas. El hijo de Voss es figura del deslumbramiento juvenil ante el dios de Weimar. Soret, que sin duda -como quiere Robinet de Cléry- tendría en su tiempo mucha más personalidad que Eckermann aunque no lo valga en el encanto de los relatos, nos da, en su francés ginebrino, un Goethe en discusión y en contraste, un Goethe bajo las objeciones y en el «tac-autac» de las respuestas. Y aun las observaciones del médico Vogel, de Juana Schopenhauer (madre de filósofos algo literata y pedante) o de Boisserée que logró despertar el interés de Goethe hacia el gótico cuando fue a trabajar en la Catedral de Colonia, nos ayudan -en la colección hoy tan accesible de Amann y Walz- a completar la imagen del hombre. ¿De mármol el que no descansó un instante durante los cuarenta días que su amigo Moritz pasó tendido con una pierna fracturada? ¿El que hacía para el paciente los movimientos que a éste le eran vedados, ocupándose tanto de aliviar su cuerpo como de distraer su ánimo? ¿El que no descansó hasta juntar a todos los amigos de la colonia alemana y establecer entre ellos un turno para guardar al enfermo a toda hora? (Moritz, XII-1786 a I-1787). ¿De mármol el que era capaz,   —53→   por piedad para una anciana, de hacerla contar, larga e inacabable, todas las proezas de su nieto y los muchos cuidados de su menaje doméstico? (Barón de Schuckmann a Reichardt, VIII-IX-1790). Sino que el grande hombre despide de sí cierta aura que, a los no habituados, les causa extrañeza y malestar. ¿Habéis frecuentado grandes hombres, que lo sean de veras? ¡Qué contradictorios los encontramos! ¡Cuánto nos desazonan a veces! Como son mayores que nuestro abrazo, nos vengamos como podemos declarándolos inaccesibles o fríos, a veces hasta inmorales. Lo que pasa, también, es que el hombre visitado por los viajeros en calidad de maravilla pública, tiene que adoptar ante ellos una postura estática, cómoda, por economía y por higiene: y les muestra sus colecciones osteológicas con un gesto rígido, para que cuanto antes se aburran y se ahuyenten, y lo dejen solo con el águila que lo atormenta y lo acosa.

Pero es ridículo defender la emotividad de un poeta cuya obra es el mejor alegato. A esto nos reducen los que se empeñan en juzgarlo como a persona de cuya sensibilidad no tuviéramos la menor manifestación directa. Quienes citan sus frases sueltas, desvirtuándolas paradójicamente para sacar conclusiones arbitrarias, harían mejor   —54→   en leer sus libros. Tampoco pasa de ser una idea maniática eso de reducir una vida de ochenta años a una sola actitud premeditada y metódica. Goethe es, al fin y al cabo, tan ondulante y diverso como todos los hombres. Hérenger insiste con razón en la fascinación que Byron ejerció sobre Goethe. Byron fue la última pasión del anciano. Su comprensión casi paternal para el arrebatado caballero inglés nos descubre abismos. «¡Lanzaos en plena vida humana!», grita desde el prólogo del Fausto. Y más adelante: «¡Amo al que codicia lo imposible!». En verdad, la vida de Goethe es una larga sed. Hérenger siente que toda ella queda ilustrada por esta máxima terrible arrancada a la Poesía y Realidad (L. XII): «El objeto único del deseo es lo inaccesible».

Y vuelvo ahora al tema de Italia. ¿Cómo pude, hace quince años, desconocer a tal punto el viaje de Italia? Aquel viaje significó para Goethe el descubrimiento de la luz, la luz meridional que tiembla como vapor divino en las telas de Claudio Loreno, desde entonces ya comprensibles a sus ojos. La profundidad con claridad, el secreto de la Odisea y el secreto de Grecia, se le revelaron ante el fulgor de las aguas sicilianas. En su constante investigación del orden, ha presentido que el orden es la ley latina,   —55→   y va a comprobar su presentimiento sobre la materia viva de Italia, con aquella necesidad que tenía de ver las ideas encarnadas y operando en la naturaleza, en tanto llegaba a descubrir que el arte tiene sus normas exclusivas. De paso, rectificará una dirección equivocada, y al renunciar, por consejo de Italia, a la pintura, depurará para siempre su propia vocación. (Eck., 20-IV-1825). Italia -explicaba a Schiller en su primer conversación- «vive en los goces del presente, porque la dulzura y fecundidad de su cielo simplifican las necesidades y hacen fácil satisfacerlas». Si los napolitanos no trabajan todo el día, es porque no les hace falta. (Schiller a Koerner, 7-IX-1788). Pensando en la labor oculta que esta lección de sencillez fue haciendo en la mente del poeta, me figuro que gracias a Italia llegó, años más tarde, a aquellas concepciones desnudas y esenciales que son, en el orden de lo visible, un parangón de la reducción fenomenológica de Husserl: Por abril de 1827, paseaba por la carretera de Erfurt y exclamaba de pronto: «Siempre lo he dicho y ahora lo repito. El mundo no podría subsistir si no fuera tan sencillo. Este miserable suelo soporta con igual vigor las cosechas desde hace miles de años. Un poco de sol y un poco de lluvia bastan para hacerlo reverdecer   —56→   a cada primavera, y así será perennemente». Dondequiera que Goethe reduce a sus líneas maestras una maraña de ideas e incorpora, por decirlo así, su explicación en un objeto palpable, parece que se acuerda de Italia. La explicación, la comprensibilidad de la naturaleza, son para él una función de la hermosura visual. El paralelo que solía hacer entre el aspecto físico de los italianos y los alemanes es ya bastante expresivo de lo que encontró y adquirió en Italia: «La mano de Dios es menos legible en un rostro alemán que en un rostro italiano» -le decía a Falk (17-VII-1792).

En todo caso, la génesis del prejuicio olímpico que lo hace nacer del viaje a Italia es completamente falsa. El sentido olímpico era una de las dimensiones de ese universo, latía para siempre en su nebulosa, y se despejaría poco a poco, por entre la maraña de atracciones enfermizas, purgando y descargando de una vez para siempre -en el Werther, ya lo sabéis- todo el magnetismo de las lágrimas y la sentimentalidad destructora. El Werther es el lastre arrojado -precioso lastre- para poder subir. Si hoy es moda fascinarse ante el espectáculo de la propia disolución, o si el feísmo se cotiza en la estética, o en la ética de algunos cierto mal olor pasa por prenda   —57→   estimable, tanto peor para nosotros, hijos de una era plástica en que los elementales tienen que mezclarse otra vez para formar de nuevo la imagen ideal de la especie. No es culpa de Goethe, sino de nosotros seguramente, o mejor de nuestro tiempo. Pero como cada uno tiene razón, lo mejor es justificar a Goethe en sí mismo, tratar de entenderlo como un todo, y luego usarlo de criterio: aplicarlo a las cosas de hoy para ver la refracción que sufren y el nombre que entonces confiesan, ponerlo a crecer en nuestro terreno, sujetarlo a los influjos de nuestro clima, al contraste del dolor que es tan de ahora y tan orgullosamente nuestro.

¡Lástima que la prueba sólo pueda verificarse metafóricamente! Averiguaríamos entonces que la serenidad, aquí como en todo, sólo se distingue de las inquietudes en ser una inquietud de orden todavía superior, que a todas ellas circunscribe. En esta capacidad de construcción clásica, acontece con la moral lo que con los versos. Los versos del Torcuato Tasso quedan labrados firmemente de modo que parezcan inmóviles; pero los recorre por dentro una potencia explosiva capaz de dinamitar montañas. Consecuencia del pensar bien y escribir bien: el dolor como que se regocija en la expresión acabada, como que se remansa después de la catarsis. (V. n.º 9). ¿Quién habla   —58→   de rehuir el dolor? Se le ha dominado, se le ha reducido a mejor categoría: tal es el secreto del arte. Goethe nunca dijo ni dejó entender, como el jesuita Gracián, que la mala suerte se contagia y que hay que huir de la desgracia del prójimo. Simplemente, no quiere gastarse en desperdicios. ¿El dolor? Sí; cuando saca el alma afuera y la pone a obrar en su natural oficio trágico. Pero no haya atención, no haya compasión ni haya piedad para el dolor como mera delectación morosa. El dolor de muelas hace daño sin engrandecer: ¡pasemos adelante! Lo que no propulsa la vida, sólo merece la condenación de los justos. La Escuela de Sabiduría de Darmstadt ¿no aconseja poner el acento sobre la sílaba más fecunda de cada existencia particular, y sólo sobre ella? En su asco de toda disgregación y toda podredumbre, Goethe se nos manifiesta como un bienhechor del espíritu.






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Desde América



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Los hombres que crean atmósfera


Contemplar el mundo a través de la atmósfera de Virgilio o la atmósfera de Goethe. O mejor, contemplar cada uno, así,   —59→   su propia tierra; someterla a la reacción Virgilio, a la reacción Goethe, a ver qué precipitado resulta. Fácil de decir, difícil de hacer. Menos difícil para Virgilio, cuyo asunto es la tierra hollada por el hombre, la nación y la agricultura. Mucho más difícil para Goethe, cuyo asunto es el armonioso desarrollo de la propia personalidad: el yo plenamente desplegado, tirante, liso y sin arrugas, donde la fuerza de ponderación sirve de medida al genio mismo. Obra maestra del corregimiento constante a lo largo de la larga vida, arte laboriosa tendida en la línea de longevidad, ochenta y tres años pletóricos, durada real con sustancia, tiempo no hueco sino golosamente henchido con la miel de cada minuto. ¡Qué relojero del corazón, Goethe!

Virgilio es la raya de la tierra, la base horizontal, el democrático suelo, donde alzan por primera vez los brazos unos hombres casi de barro todavía, y exhalan a lo alto lo único que pueden: sus lamentos. Sobre esa horizontal, hay una perpendicular que es la torre, Goethe en el faro. Se puede no desear imitarlo, se debe acaso, pero lo que importa es el ejemplo. He allí un hombre dispuesto a adueñarse de sí. Todo el fuego de las entrañas, todo lo que hay de vísceras y humores, se va depurando   —60→   hacia arriba y llega a los ojos hecho espíritu. -Goethe, en los ojos-. El secreto está en escalar la cuesta que va de las plantas a los ojos. La primera modelación arranca de la epopeya agrícola, y el ideal último está en lograr una raza de titanes, de hombres que todos sean como torres. Desde las plantas calosas de Virgilio hasta los ojos insaciables de Goethe: la senda va así, con rumbo a Goethe.




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Goethe no se improvisa. Se conquista con esfuerzo y se merece con siglos. Nuestros pueblos, entregados a la elaboración de un nuevo equilibrio étnico, apenas a punto de acomodarse, trabajados por guerras civiles y enfermedades políticas, no han tenido tiempo. Todavía llegan tarde a todas las etapas, o cuando no llegan tarde, las saltan. Así, salen de la anquilosis colonial para entrar en los acrobatismos de la democracia representativa; y más tarde, casi aprenden a elegir diputados, cuando ya se han inventado las comisiones técnicas, las juntas soviéticas. Y van a ser ricos, pero he aquí que quiebra la moneda. Parásitos de Europa, y no por su culpa, tienen que abreviar los procesos para ponerse al día. Los   —61→   latidos circulatorios les llegan a deshora y sin ritmo. En el ambiente disparatado, la música de las conciencias todavía no encuentra su compás. ¿Soñar con titanes, con hijos heroicos de la cultura? Hacen falta, y con urgencia vital, hombres cualesquiera: apóstoles y carne de cañón, santos y soldados desconocidos. -Y sobre este mar tormentoso ¿se atreve el faro a pasear sus miradas? Su serenidad más parece una provocación. No nos alivia. ¿Qué viene a hacer Goethe entre nosotros?- Lo que siempre el faro: dar el rumbo; a pesar de todo, dar el rumbo; aunque parezca sarcasmo, dar el rumbo. Todo ideal es un sarcasmo.

(Además de que Goethe no sólo es un ejemplo humano, sino un poeta de emociones universales que no tienen frontera. El viento de Walpurgis, con su pavor, su brujería, su misterio, sopla en ráfagas de inspiración por las selvas americanas. La Noche Rústica de Walpurgis, de Manuel José Othón, con ser obra de mexicanismo indiscutible, brotó bajo el conjuro de Fausto. Ya cantan -oíd- el arpa del árbol y los oboes del río; rezan las estrellas y saltan los fuegos fatuos; las aves nocturnas y los muertos cambian plegarias y amenazas; y todo el diabolismo de la montaña y del campo -los grotescos   —62→   nahuales y los coyotes clamorosos, las hechiceras de nuestra tierra, «hediondas hijas de la víbora y del sapo» -corea con extrañas voces la llegada del Vaquero Marcial, diablo mayor entre los campesinos de México-. Se oye un tiro).




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Y sin embargo, siempre fue América una utopía, la esperanza de una república mejor, y en seguirlo siendo está su sentido. Por los días del Descubrimiento, los humanistas han desenterrado la Atlántida de Platón, cuyas promesas parece que vayan a cumplirse. La novela política, a lo Tomás Moro, es el reflejo del Descubrimiento en la mente de Europa. Montaigne, a quien algo se le alcanzó del Brasil, considera con simpatía e interés al autóctono americano y adelanta algunos rasgos del hombre natural de Rousseau. Los Conquistadores mismos, aunque codiciosos, o tenían ímpetu de catequistas o, en el peor caso, sentíanse obligados a fingirlo: luego reconocían un impulso espiritual a la empresa. Poco después, en busca de libertad religiosa y de otra moral más apurada, embarcaban unos peregrinos con rumbo a la América del Norte. Si algunos, entre sus nietos, han podido   —63→   ignorar a veces que en la base de su nacionalidad hay un pacto con el espíritu, no faltan entre ellos voces ardientes para recordarlo y exigirlo.

Goethe no podía sustraerse a esta imantación general de América que perdura de siglo en siglo. Ya, en el Diario de Tiefurt (1783), había traducido las dos canciones de caníbales que trae Montaigne en sus Ensayos (I, XXI), concediendo así al salvaje americano un honor que pocos poetas han merecido. Entre sus amigos personales -sin contar al vagabundo Seume, que será soldado en América y oficial en Rusia, y sin reparar todavía en Humboldt que merece consideración especial- encontramos al naturalista americano Joseph Green Cogswell, con quien Goethe discurrió largamente sobre las cosas del Nuevo Mundo (Müller, 10-V-1819), y al ingeniero militar Eschwege, que había vivido en Portugal y en el Brasil, y a quien seguramente Goethe ponía a contribución como a todo el que podía darle noticias concretas sobre la vida de los pueblos distantes (Müller, 8-V-1822 y 5-XI-1824). Encontramos, singularmente, a Martius, el de la Flora Basilensis, que vino al Brasil en 1817 en misión científica costeada por el rey de Baviera, y aquí permaneció tres años (Cfr. Carvalho, Bibliotheca   —64→   Exotico-Brasileira, III, 331-338). Goethe se interesó vivamente por los estudios de Martius sobre botánica americana (Soret, 6-X-1828; 11-VII-1831. Eck., 7-X-1828; 27-I-1830 y 28-III-1831); aprovechó su teoría del desarrollo en espiral, usándola a su modo en la edición franco-alemana de la Metamorfosis de las Plantas, y la llevó audazmente a sus últimas conclusiones, aplicando -como decía Buffon sobre Plinio- «aquella facultad de pensar en grande que tanto multiplica la ciencia». Un día, lo veremos disertar sobre los troncos fosilizados, que lo mismo se encuentran en Europa que entre nosotros, después de los 21 grados, dando vuelta al mundo como un cinturón (Eck., 5-IV-1829). Pero no sólo las plantas y los fósiles, también la obra humana en América es objeto de sus meditaciones. Sabía de las productivas colonias negras del Norte, y de cierta hipocresía anglosajona que sacaba partido de ellas mientras, para el exterior, predicaba contra la trata de negros por temor de la competencia (Eck., 1-IX-1829). Se declaraba dispuesto a soportar otros cincuenta años de vida si había de ver realizados estos tres sueños: un canal entre el Danubio y el Rin, un canal de Suez, y un canal de Panamá o de cualquier otro punto de América que permitiera comunicar   —65→   el Golfo de México y el Océano Pacífico. «Y mucho me asombraría -anunciaba ya desde entonces- que los Estados Unidos dejasen escapar la ocasión de apropiarse una obra como esa» (Eck., 21-II-1827). Entre sus colecciones de cuños, había una sección para las dinastías efímeras o desaparecidas. El canciller Müller pudo admirar allí, junto a las graciosas moneditas de Colombia, otras con las armas del Emperador Iturbide y el cacto y el águila de Anáhuac (8-III-1824). El 10 de mayo de 1819, después de una entrevista con Cogswell, dice entusiasmado a su amigo Meyer: «Si tuviéramos veinte años menos, embarcaríamos para Norteamérica». «Y si treinta menos -le contesta Meyer- mejor que mejor» (Müller). Este apetito de América no se apaga pronto. Cinco años después, cuando ya contaba setenta y cinco, «Quisiera irme a América -exclamaba-, pero ahora sería demasiado tarde» (Eck., 15-II-1824). A veces, cuando no tiene de qué hablar con los curiosos que lo visitan, escoge el tema de los Estados Unidos, y dice sobre ellos lo primero que se le ocurre, aunque parezca absurdo (Eck., 19-IV-1830). ¿Qué representación tendría de América este admirador de Chateaubriand que ponía la Atala sobre su cabeza, declarándola, con el Pablo   —66→   y Virginia, una de las mayores obras de la moderna literatura de Francia? (Müller, 28-III-1830). América le parecía sin duda tierra más abierta que Europa, más dispuesta a recibir la obra del hombre. En todo caso, es indiscutible que, más que en la nuestra, pensaba en la América sajona. Durante mucho tiempo, nuestra América había estado aherrojada, más que por ninguna fuerza material, por una filosofía aisladora que creaba cierto vacío a su alrededor. Cuando sobrevino la Independencia, no todos podían entendernos, porque carecían de elementos de juicio. Goethe se acuerda del trecho de historia que ha vivido (guerra de Siete Años, separación de los Estados Unidos, Revolución Francesa, época napoleónica, y más tarde presenciará todavía la revolución de julio) y no viene a su espíritu la inmensa trepidación de la Independencia Hispanoamericana (Eck., 25-I-1824). La realidad política de los Estados Unidos da un perfil más claro, más seguro. Sus tierras son tierras, de promisión para el que anhele recomenzar la vida, tras de salir maltrecho y herido de sus experiencias en Europa. Esto sólo quiere decir que, en aquel instante, la idea americana parecía refugiarse en la zona septentrional del Nuevo Mundo, porque a todos nos va tocando la vez en la gran marea   —67→   de la historia. América representaba, pues, tras el fracaso de la primera, la segunda salida de Don Quijote, la segunda y la definitiva. Soñemos en Wilhelm Meister, dispuesto a rehacer su felicidad en el Nuevo Mundo: en las manos de Filina, buena costurera, las tijeras están temblando a la sola idea de cortar los vestidos para la futura colonia. Lidia se siente maestra de primeras letras para las generaciones que han de venir. El grave Montano sólo piensa en laboreos y minas. Atrás quedan los flaqueos y los sufrimientos, los años de aprendizaje sentimental y los años de veleidosos viajes. La barca se desliza río abajo. Una leve brisa seca, en las mejillas de Félix, las lágrimas jubilosas con que fue devuelto a la vida. De pie en la proa, Wilhelm Meister -Goethe- cruza los brazos y, lleno de confianza en América, contempla el horizonte.




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Cierto: un goethiano vino a nosotros. Llegó cuando el régimen colonial alcanzaba su término. Apreció la madurez de aquel régimen en todos sus rastros, y tal vez presintió los primeros síntomas de la descomposición,   —68→   desde su cortesía perfecta de viajero1. Un goethiano rompió los candados de la cautela y obtuvo permiso del monarca para trasponer la muralla china que rodeaba al Imperio Español. Importa, siquiera como digresión oportuna, recoger el testimonio de Alejandro de Humboldt. Acaso el poeta de Weimar vería en Humboldt una como proyección de sí mismo lanzada al nuevo Continente. Humboldt es la prueba americana de Goethe: veamos lo que dio.

La lente de Humboldt fue pulida en el mismo taller de Goethe. Este tenía plena confianza en el testimonio de la familia Humboldt, comprendiendo que era su familia. Cuando Guillermo, el mayor de los hermanos, va a París o a España, Goethe le hace sus encargos como se encarga a los propios ojos el relato de lo que vayan viendo. «Sobre todo -le dice- quiero saber cómo es exactamente Restif de la Bretonne». Este precursor del naturalismo, autor de Le Paysan et la Paysanne Pervertis, le parecía, por entonces, al omnipresente Goethe, una   —69→   de las más grandes curiosidades de Francia. De España, le pedirá a Guillermo de Humboldt noticias, datos y juicios sobre el arte peninsular, empeñado como estaba en escribir, con su amigo Meyer, una historia del arte. Y todavía fijará en su cuarto un mapa de España, para seguir desde su casa de Weimar el viaje de su amigo. Por eso dice bien Farinelli que Goethe anduvo por España en la persona de Guillermo de Humboldt. ¿Se asomó hacia América desde España? No lo creemos. Su misma visión de las cosas españolas contemporáneas era bastante turbia, y a través de ella difícilmente se trasparentarían en toda su verdad las vicisitudes americanas: Goethe, en efecto, no simpatiza con el levantamiento del pueblo español, y espera la reintegración de los derechos borbónicos y la restauración del lamentable Fernando (Cfr. A. Farinelli, Goethe et l'Espagne).

Aunque las relaciones de Goethe son más frecuentes con Guillermo -el hermano que se quedó en Europa- tampoco fueron escasas con Alejandro. Por 1797, Alejandro estuvo en Jena en compañía de Goethe y de Schiller. Y aunque Goethe no dejaba de irritarse, más tarde, con las teorías de Alejandro sobre los volcanes, ello se debe a que Goethe en materia científica era más impaciente   —70→   que en asuntos estéticos, por lo mismo que tenía que habérselas con la verdad objetiva. Ya sabemos la poca amenidad con que recibía -aun de Eckermann, su criatura- cualquier observación sobre su teoría de los colores, su violín de Ingres. Alejandro, decía, tiene celo, tenacidad y buena salud de espíritu, ¡pero todo lo enreda! (Müller, 18-IX-1823). Goethe había tomado partido, en memoria de Werner, por los neptunistas, que atribuían a las influencias ácueas la formación de la corteza terrestre, y se encontraba en el bando opuesto a los plutonistas o partidarios del origen volcánico, representados por Alejandro de Humboldt y por Voigt. Los amenazaba con sus epigramas o Xenias (Müller, 6-III-1828). Les gastaba bromas. Presentándole a la pianista Szymanowska, escribe a Humboldt: «Como usted figura entre los naturalistas que creen que todo ha sido obra de los volcanes, aquí le presento a esta mujer -volcán, capaz de arder y tostar todo lo que aún subsiste» (Müller, 10-I-1824). Entre esta amistosa disidencia, llena de buen gusto y familiaridades, la simpatía que los une nunca llega a turbarse. A Goethe le atrae aquella actividad torrencial, aquella movilidad de Euforión que hacía decir al filólogo Wolf un día que estaba de humor satírico: «¡Este   —71→   Humboldt nos da otra nueva gramática americana cada quince días!» (Müller, 19-IV-1824). Como Goethe estima a Humboldt de veras, lamenta que las esperanzas políticas de éste hayan quedado burladas. «Al partir para América, dejaba tras de sí la República. A su regreso, se encontró con un dictador que le dijo despectivamente: ¿Conque usted se ocupa en yerbas y plantas? Creo que a mi mujer también le divierten esas cosas». Y llora sobre las ruinas del Instituto Nacional que, durante la ausencia de Humboldt que era su alma, se transformó visiblemente (Müller, 28-V-1825). Una carta de Humboldt -ora le describa sus últimas impresiones del Gran Duque Carlos Augusto, ora le hable del silencio y la soledad de los umbrosos bosques de América- es siempre una fiesta para Goethe (Müller, 19-II-1825. Eck., 23-X-1828). No disimula lo mucho que le debe. He aquí lo que Eckermann le ha oído decir repetidas veces: reconoce la importancia que tuvo, para su propia formación, el que los hermanos Humboldt «comenzaran a desenvolverse ante su vista» (12-V-1825); lo que entiende de Colombia y de Cuba, lo debe a las narraciones de Alejandro, y son éstas las que lo llevan a reflexionar sobre el Canal entre el Golfo y el Pacífico (21-II-1827). «Alejandro   —72→   de Humboldt ha estado unas horas conmigo esta mañana. ¡Qué hombre! A pesar de que lo conozco hace mucho tiempo, cada día me asombra otra vez. No hay otro como él en conocimientos y en saber vividos. Nadie abarca más; todo lo domina y, en cualquier asunto, nos da alimento con sus tesoros espirituales. Parece una fuente con muchos caños: corre sin cesar, y no tenemos más que acercar el vaso. Se quedará aquí unos días, que van a aprovecharme como si fueran años» (11-XII-1826). E insiste: «Cuando Alejandro de Humboldt pasó por aquí, me hizo avanzar en un día, en los asuntos que yo estudiaba y quería conocer, mucho más de lo que yo sólo hubiera conseguido en años enteros de trabajo» (3-V-1827). Carlos Augusto había hecho bien en aconsejarse con él: «Humboldt es el hombre que, por la universalidad de sus conocimientos, puede dar a cualquier pregunta la contestación más pronta y la más profunda» (23-X-1828).

Fiel a su método visual -sus inspiraciones más sublimes proceden a veces de una estampa mediocre- cuando Alejandro le envía los primeros volúmenes de su Voyage Equinoxial, Goethe, a falta de cartas especiales, traza por sí mismo un diseño aproximado de las montañas de América y de Europa, marcando la línea de las nieves   —73→   perpetuas (Goethe's Briefe, XIX, 297. Carta del 3-IV-1807). Podemos, pues, arriesgarnos a decir que Goethe viajó por América en la persona de su amigo Alejandro. En Alejandro vislumbramos un poco de lo que Goethe hubiera descubierto en América. «Cuando aprendemos de un amigo que tiene nuestros mismos gustos o inclinaciones, es como si nos sometiéramos nosotros mismos a las experiencias que él llevó a cabo». Casi todo une a Goethe y a Alejandro de Humboldt, y casi nada los separa. Todavía, para que haya más, es conmovedor recordar que, al andar del tiempo, cuando la trágica y tierna criatura Bettina Brentano se erija en defensora de las libertades populares -sin duda flameada por el fuego de Berlichingen- la que nació con Goethe a la vida y a la pasión del espíritu, hallará en Alejandro de Humboldt su principal sostén.




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Digresión sobre Alejandro de Humboldt


Sucedió, pues, que Alejandro de Humboldt -en cuya alma se revolvía, buscando expresión, una imagen del universo- encontró su vocación a pesar de todo. ¿Que lo dedicaban a estudios mercantiles? No importa: trazaba   —74→   los viajes de la plata como se sigue el itinerario de las aventuras de Cook, y los números se le figuraban piratas que embarcaran en Veracruz, en Acapulco, en Cartagena de Indias, en Lima, en Buenos Aires. Al fin salió a medir con sus pasos los datos de las estadísticas, a recorrer la tierra siguiendo el camino de los guarismos. A serle posible, hubiera subido hasta las estrellas. Practicó durante cinco años nueve mil leguas de tierra americana -en total, seis naciones: Venezuela, Cuba, Colombia, Ecuador, Perú, México-; y luego, aunque pensó descargarse de la elaboración de sus noticias en unos dos años y medio, acabó por consagrarles veintisiete años: en rigor, el resto de su vida. Carlos Pereyra, el único americano que haya procurado devolverle un amplio testimonio de nuestra gratitud, resume así la obra de Humboldt: «Fue el geólogo y el naturalista, el geógrafo sobre todo, que haya recogido mayor número de observaciones en América para sistematizar los conocimientos en cuatro o cinco ramos de la ciencia que todavía estaban envueltos entre las nieblas del caos original; y como coronamiento, fue el genial fundador de la filosofía social en los países americanos».

Sus relatos procuran el tono impersonal de las monografías   —75→   científicas. Ello nada quita a la majestad de un estilo cósmico, capaz de dominar montañas, escalar cielos y sondear océanos; nada quita a la sensibilidad de una narración en que la humilde fuente, punto de referencia para tirar una coordenada, merece al paso alguna mención inconfundible. Pero en aquella alma espaciosa y pródiga tampoco falta sitio para los sentimientos mejores. Una pequeña indiscreción, un secreto a voces, no daña la fama del viajero y nos lo hace todavía más simpático: en el Virreinato de la Nueva España, que sólo se proponía atravesar, se fue alargando insensiblemente, y a esa circunstancia debemos el espléndido retrato de México que sigue siendo nuestro orgullo. Ahora bien, sabemos que no lo retuvo solamente el interés científico. Rindamos un tributo a la memoria de la Güera Rodríguez. En lo alto de aquel cielo geométrico, el fulgor de una cabellera rubia cruza como un cometa aventurero.




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La Güera Rodríguez


He aquí cómo se conserva, a medio siglo, la reliquia de los amores del sabio, en las cartas de una dama inglesa, esposa del Ministro español en México, madama Calderón de la Barca:

  —76→  

(México, 5 de enero de 1840).

No quiero acabar esta carta sin contarte que recibí esta mañana la visita de una persona muy interesante y muy conocida aquí con el nombre de La Güera (la Rubia) Rodríguez, de quien se dice que hace muchos años fue celebrada por Humboldt como la más hermosa mujer que hubiera encontrado en el curso de sus viajes. Considerando el mucho tiempo transcurrido desde que el ilustre viajero visitó estas comarcas, me asombré cuando me presentaron su tarjeta, y más todavía cuando, a despecho del tiempo y los surcos con que se complace en marcar las más lindas caras, me encontré con que la Güera conserva una profusión de rizos rubios sin un sólo cabello gris, unos deslumbradores dientes blancos, unos ojos muy bellos y una grande vivacidad... La Güera, aparte ser muy agradable, me pareció una crónica viviente. Está casada con su tercer marido, y ha tenido tres hijas, todas de famosa belleza: la condesa de Regla, que falleció en Nueva York y fue enterrada en aquella catedral, la marquesa de Guadalupe, también muerta, y la marquesa de A. -a, que ahora es una preciosa viuda-. Hablamos de Humboldt. Entonces, tratando de sí misma como de tercera persona, contome todas las circunstancias   —77→   de su primera entrevista y cómo empezó la admiración de Humboldt por ella. Era muy joven, aunque ya casada y con dos retoños. Cuando él se acercó a saludar a la madre de la Güera, la muchacha estaba cosiendo, sentada en un ángulo del salón donde el Barón no podía verla. En el curso de la conversación, manifestó él gran interés a propósito de la cochinilla, y preguntó si podría visitar cierta región donde había unas nopaleras. "Por supuesto -dijo la Güera interviniendo-, podemos llevar allá al señor Humboldt". Este, descubriéndola entonces, quedose como fascinado, y sólo al cabo de un instante pudo exclamar: "-¡Válgame Dios! Pero ¿quién es esta muchacha?" Y, de allí en adelante, siempre estaba a su lado. Y todavía más cautivado, según aseguran, por su ingenio que por su belleza, la consideraba como una Mme. de Staël occidental. Todo esto me hace pensar que el grave viajero cayó bajo el embrujamiento de la Güera, y que ni minas ni montañas, ni geografía o geología, ni las conchas petrificadas o alpenkalkstein, bastaron a desalojar en él un pequeño estrato de galantería. Es un alivio pensar que, a veces, también el grande Humboldt dormita.



Nada, ni la astronomía, ni la geología, ni la historia natural, ni el estudio de la economía o de las costumbres,   —78→   ni el arrobamiento ante la hermosa mexicana hubieran cuadrado mal en Goethe. Fausto, a media subida de la ciencia, levanta los ojos y exclama: «¡Válgame Dios! Pero ¿quién es esta muchacha?»




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Sin miedo a reducir proporciones y a bajar la escala, sería curioso averiguar si hemos tenido en América espíritus del orden goethiano. Alguna vez leí el nombre de Rodó -aunque en él hay morbideces a lo Renan- incluido en la familia de Weimar. Ya sé que en estos últimos días, gente incapaz de ensartar seguidas dos palabras, mucho menos de apreciar el arte magistral de Rodó, se autoriza de la refracción que traen los años, las modas cambiantes y las necesidades nuevas, para darse el bajo placer de desdeñarlo sin conocerlo. Verdad es que su misma actitud de contemplador intelectual parece dejarlo fuera de la vida americana contemporánea. Pero no olvidemos que también él trajo alguna palabra de combate. Además, creer que todos se han equivocado antes para que ahora acertemos nosotros es la más vulgar caricatura del hegelianismo, y también la más difundida por desgracia. ¡Como si la vida no estuviera en movimiento   —79→   continuo, y no tocara a cada uno otra perspectiva de problemas! Ayer las predicaciones de Ariel. Hoy, por ejemplo, las estocadas de Mariátegui.

Pero, de un modo general, es evidente que nuestra América prefiera al apóstol social o al llamado hombre de acción. El ambiente lo quiere así; el ambiente cuya pugnacidad hace endurecerse a sus criaturas o las hace desaparecer; el ambiente de autofagismo: el que devoró en breves instantes a José Martí, hombre el más dotado para las letras en nuestra América, y uno de los mejor dotados en la lengua española. Sin duda (durante el pasado siglo) -porque hoy el espectáculo es todavía más bronco-, las sociedades intelectuales de América se han gobernado por maestros: Bello, Sarmiento, Luz y Caballero, Montalvo, Ramírez, Barreda, Hostos, y más cerca Sierra y Rodó. Por rara excepción estos maestros habrán podido desarrollarse como meros organizadores de la cultura. Ellos participaban siempre del «clérigo» y del «laico», mezclaban el agua con el vino. Como aquellos jefes de las guerras civiles españolas que juntaban el oficio de la misa al oficio militar (¡su abuelo anda en el Poema del Cid!) y se echaban al campo de batalla sin soltar la cruz, y ceñían la espada sobre los hábitos sacerdotales, nuestros directores de cultura han tenido que ser   —80→   algo caudillos, y alternan muchas veces la pluma y la espada a lo Garcilaso. Al servicio de la patria o del partido en las incontables luchas armadas, o al servicio más o menos directo de la política en las treguas de la guerra civil -puesto que, entre nosotros, el trabajo intelectual «no paga su hombre»- el héroe de cultura fácilmente se contamina de otros géneros de heroicidad. Benda disertaría sobre esto, inacabable. Sin duda hemos tenido épocas de bonanza, para los privilegiados al menos, ya que todavía luchamos por una fórmula de civilización que cobije a todas las clases. Sin duda que los gobiernos no tienen toda la culpa de nuestra condición ambiente. Al contrario: cierta especie de respeto romántico, que anda en el aire mezclado con otras fuerzas opuestas, quisiera devolver al vate algo de su prestigio bíblico y a veces hasta espera de él que se erija en verdadero pastor de pueblos. A poco que pueda, el dictador corre un velo sobre los errores privados del juglar, y le perdona la cárcel en mérito de su canción. A poco que pueda, la revolución abre la mano, y da tiempo a que el intelectual acabe su lenta asimilación de las realidades nuevas y se acerque a ella como a la montaña. El mal está más allá de las voluntades individuales y aun colectivas: es un mal del tiempo, un mal en el tiempo.

  —81→  

Sea, para mejor describirlo, el ejemplo de la paz porfiriana en México, que bien pudo servir de plantel a los héroes de la cultura y desde luego produjo a Sierra. ¿Qué aconteció entonces como fenómeno general en la poesía? Que aún no había tiempo para que madurara lo propio, y la floración se desató por la línea del menor esfuerzo: primero, la imitación de la literatura dominante en el mundo, el Simbolismo francés; segundo, el retruécano de alma, el culteranismo connatural de América -carácter ya bien conocido. Y fue el Modernismo, arte de exageración individual, que eso significó en su tiempo aun cuando, a la luz de posteriores experiencias, aquellas exageraciones nos parezcan juegos de niños y algunas de las nuevas nos parezcan justificarse ya dentro de otra filosofía. Porque era más fácil, por una parte, ponerse a la escuela de lo ya hecho en el Viejo Mundo; y por otra, era más cómodo ceder al capricho individual, entregarse a la esgrima del ataque en punta, que no solicitar ese avance de toda el alma, avance en línea desplegada, avance a lo Goethe: éste parece necesitar una acumulación de procesos culturales para la cual nuestra América no ha tenido tiempo todavía. La paz, la felicidad limitada y provisional de la era porfiriana, pueden considerarse un fenómeno entre paréntesis, como los que deja sin resolver,   —82→   a izquierda y a derecha, -si es que la situación del paréntesis no es ya un comienzo de solución- la filosofía alemana de nuestros días, mientras se zambulle en el flujo neutro del vivir. Como ese paréntesis no estaba incorporado, disuelto en el flujo, sus efectos tienden necesariamente al descastamiento. Mucho más arraigado se ve en el suelo mexicano el grupo de escritores que acompañaba a Benito Juárez, por lo mismo que nadaba en plena corriente. Pero aquí la argumentación nos embiste con el otro cuerno: no se puede nadar y guardar la ropa; a mayor participación en la lucha ambiente (cuando ella es realmente exacerbada) menor rendimiento espiritual. Sólo el apaciguamiento de las aguas, sólo la conquista de cierto estado social puede servirnos. Una enfermedad, pues, en el tiempo. Pero que no se cura con el solo correr del tiempo, sino con el tiempo y la intención. «El tiempo y yo para otros dos», decía el Emperador Carlos V.




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¿Cómo, entonces, aplicar a Goethe? Como una consigna general: acordaos siempre de entender. El rencor que dejan en pos de sí nuestras guerras civiles y nuestras luchas sociales se calma con ungüento goethiano. Quien, ante un fenómeno nuevo, no da con la nueva   —83→   representación moral, siente rencor. Rencor: falta de acomodo, para una emoción inédita, en nuestro sistema del mundo. Sensación de estorbo sublimada, no: satanizada. Aquí nos acuda Goethe con su sistema de suma y adopción perpetua de nuevos valores añadidos. A diferencia de Nietzsche, explica Zweig, que muere y resucita otra vez para poder adelantar en el descubrimiento del yo, Goethe nada sacrifica ni destruye, sino que, a cada aportación nueva, transforma químicamente y destila su gozosa sustancia. Goethe es confianza y comprensión, lealtad al Espíritu de la Tierra. Nuestro ser mismo no es, para él, cosa fatal: podemos modelarlo poco a poco conforme a una norma libremente aceptada y pacientemente perseguida, con paciencia y con seguridad de jardinero. Goethe, o la estrategia de movilizar todas las virtudes constructivas. Ufana palmera que echa un nuevo anillo en el tronco cada año. Y si se ha dicho que el germánico, desbordado a ensueños y a tentaciones encontradas, tiene que conquistarse a sí mismo en mayor medida que el latino ¿qué decir de los iberoamericanos, en cuya sangre hierven juntas las sales irremisibles del mestizaje? (Y aclaremos, para ahorrar inútiles distingos entre la parte europea y la parte mezclada o autóctona de nuestras poblaciones, que el concepto de mestizaje puede   —84→   extenderse de lo étnico o lo cultural, y significar también una inadecuación entre una cultura importada a la buena de Dios y un medio natural reacio. De ningún modo el vástago italiano del Plata tendría derecho a considerarse como un heredero legítimo de Dante). Entre nosotros, hay que dar vehículo a esas masas sin amalgama, hay que dar distancia a las energías -la distancia que sólo da el entendimiento- para que hagan algo más que chocar. En aquellas zonas donde la crisis americana se presenta en toda su nitidez, sin disfraces de gratuita, o casual, o pasajera prosperidad económica que cada vez nos engañan menos, no sólo hay dolor, sino una excesiva sed de dolor y casi un culto, lo cual seguramente no crea las razas mejores.

La cuestión se reduce así: ¿qué tiene que ver la cumbre con los trabajos del que sube por la ladera? Y se contesta sola. Pero la meta sólo se alcanza con el método del alpinista, método en dos partes: lo primero es darse todos la mano; lo segundo, poner el acento en el propio esfuerzo. Esto último es esencial. «No basta -decía Goethe a Eckermann- dar pasos que algún día pueden llevar a la meta, sino que cada paso debe ser una meta, sin dejar tampoco de ser un paso». La América que esperamos, cuando brote de cada uno, habrá brotado al   —85→   mismo tiempo de todos. La cooperación no nos da el alma: ésa sólo podemos criarla nosotros. Si una ley de la sociedad nos pone en situación de ser más felices o más fuertes, tanto mejor; pero lo primero es que nuestra propia ley individual suba de quilates. Goethe, ya para morir, dejó estas palabras -las últimas que escribió- en el álbum del joven Arnim: «Cuando cada vecino barra el frente de su casa, todos los barrios de la ciudad estarán limpios». Recojamos todas las colaboraciones de la fortuna, pero no lo entreguemos todo a la fortuna. No esperemos a que las instituciones nos salven: hagámonos capaces de concebir instituciones mejores. La salvación, la felicidad -¡y hasta la originalidad literaria!- son subproductos que se encuentran de paso, como el cok, mientras se fabrica otra cosa.

Río de Janeiro, marzo de 1932.







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