—86→
El libro de James Joyce Anna Livia Plurabelle ha sido reimpreso varias veces desde que se lanzó su primera edición económica2, y los editores, alentados indudablemente por el éxito de venta que obtuvo, publicaron a continuación Haveth Childers Everywhere, trozo extraído también de Work in Progress, que James Joyce dejó sin terminar. Cuando Anna Livia fue ofrecido al gran público, me pregunté yo cuántas personas comprarían el libro y cuántas de entre las que lo compraran serían capaces de darse cuenta cabal de su significado. Lo he leído varias veces con atención prolija, y sigo hallando en él palabras, frases y aun párrafos enteros que me dejan sumido en confusión; pero venía sintiéndome inclinado a atribuir esta incapacidad mía a una lentitud de elaboración mental y a una torpeza que me llevan a desconcertarme un tanto siempre que oigo a la gente (mucha de la cual carece, es indudable, de atributos geniales) afirmar con galana soltura que el libro en cuestión no tiene, en resumidas cuentas, nada apenas que resulte difícil de entender. Sentí, pues, hondo alivio cuando llegó a mis manos la Nouvelle —87→ Revue Française de mayo de 1931 y supe por ella el sistema seguido para traducir Anna Livia al francés. La obra fue escrutada con toda solemnidad, cual si se tratara, dijérase, de un fragmento precioso escrito en una lengua antigua, obscura e importante a la par. Una Conferencia de la Mesa Redonda de cultos traductores3, presidida por el propio autor del trozo seleccionado, deliberó varias semanas sobre el tema y luego de una tediosa incubación pergeñó la versión francesa que el director de la Nouvelle Revue Française sometió con orgullo a sus lectores. «Veamos», pensé. «Si el inglés induce a confusiones, el francés, en cambio, no ha de ofrecer a buen seguro grandes dificultades».
El inglés, idioma deliciosamente vago, se presta a las
anfibologías pomposas y a los altisonantes anacolutos. El
francés, por el contrario, tiende a ser lúcido, buido, aguzado, y
propicio a captar intenciones. Por lo demás, los traductores franceses
son generalmente
meticuleux y aciertan casi siempre a
expresar en buena prosa los conceptos que en el original revisten opulenta y
mórbida hinchazón. «Ce qui n'est pas
clair, n'est pas français»
. La traducción
tiene que ser perfecta, pues de otro modo ese minucioso y excelente
artífice del idioma que es Joyce no la hubiese aceptado. ¡Por fin,
gracias a Dios, vamos a escudriñar los repliegues profundos de
Anna Livia Plurabelle! Ocurrió, sin
embargo, que tras de leer la versión francesa eché de ver que el
enigma se hallaba tan lejos casi como hasta entonces de solución
completa. Casi, porque algo así como una docena de vocablos franceses
parecía ser un poco más inteligible que su equivalencia
inglesa.
Al fondo de este panorama se alza la montaña literaria Ulises, prohibida en Gran Bretaña, y en el Estado Libre de Irlanda. No faltará, seguramente, quien recuerde que a raíz de su aparición, Ulises constituyó también considerable enigma para todo el mundo menos unos cuantos críticos dotados de excepcionales facultades de interpretación. Ese libro desterrado, obra de un escritor irlandés, no puede ser conseguido por los habitantes de estas islas, de igual modo que sucede con los boletos de los sweepstakes irlandeses, más que a cambio y luego de una deliberada infracción de la ley. Pero los ingleses no son tampoco rotundamente infortunados al respecto, pues cualquier persona que no tenga excesivos escrúpulos, que guste de satisfacer sus deseos y que esté dispuesta a pagar un poquito más del precio justo, logrará sin la menor dificultad lo mismo un boleto de sweepstake irlandés que un ejemplar de Ulises.
Así, pues, Ulises goza ya de amplia difusión en Inglaterra, donde se le reverencia o se le execra. Aunque bastante menos difícil de entender y apreciar que la última obra de Joyce, sé de muchos lectores corrientes que dicen no poder interpretarlo ni estimarlo. Hasta un distinguido escritor de mi conocimiento -hombre más preparado que el tipo clásico del lector corriente-, afirmaba no ha mucho que, a su juicio, Anna Livia Plurabelle es una ristra de puros dislates y que los trozos de Ulises que no aburren y fastidian a conciencia, le andan muy cerca. Su actitud hacia la obra toda de Joyce es en cierto modo parecida a la de aquel juez eminente que declaraba que el Sueño de una noche de verano era un tejido de falsedades y de cosas imposibles, de la primera página a la última. La consecuencia inmediata que deduje de ello fue que si un hombre así (y no cabe duda alguna de —89→ que hay muchos como él) no atribuye a Joyce valor alguno, ¿qué ocurrirá con el lector ordinario? ¿Son Anna Livia Plurabelle y Haveth Childers Everywhere adquiridos en calidad de caprichos literarios, de fantasías bufonescas de la literatura? ¿Es Ulises comprado y conservado las más de las veces sencillamente porque se trata de un libro prohibido? ¿O por los pasajes sexuales y escatológicos que contiene? ¿Son todas esas obras buscadas para alimento fácil del «snobismo» intelectual de quienes las adquieren? ¿Comprenden los poseedores de esos libros su significación exacta? Debemos presumir, vista la considerable cifra de venta de Ulises y Anna Livia, que han llegado a un público mucho más numeroso que el relativamente exiguo de los admiradores de Joyce o los entendidos en letras; que, en una palabra, uno y otro libro están empezando al fin a tomar por asalto el baluarte del lector corriente. Debemos, creo, presumir también que a medida que transcurra el tiempo irán ampliando su órbita de expansión, aunque es dudoso que puedan alcanzar nunca una popularidad que se acerque a las de las obras de nuestros románticos sugestivos o nuestros llamativos eróticos. Y debemos esperar asimismo que cuanto más leídos y meditados sean los libros de Joyce, más probabilidades tendrán de elucidación definitiva.
Pensando en el lector corriente ha sido escrito el presente artículo; constituye un esfuerzo para ayudarle a franquear los obstáculos de mayor importancia. Se han llevado ya a cabo diversas tentativas de explicar o aquilatar el significado de Ulises, y el estudio más enjundioso al respecto es el de Stuart Gilbert4, de gran valor intrínseco, por haber sido escrito bajo la supervisión —90→ del mismo Joyce. A ese trabajo habrá de recurrir el lector corriente que no tenga ni pueda procurarse el texto completo de Ulises. Los esfuerzos realizados en el sentido de analizar y definir a Work in Progress, obra no terminada aún por su autor, han conseguido éxito menos halagüeño. Y aunque el terreno se encuentra desbrozado ya, lo fue tan a la ligera en algunos aspectos que no estará de más volver brevemente sobre ellos y poner, allí donde se pueda hacerlo, de relieve rasgos fundamentales olvidados o ignorados totalmente por quienes me precedieron en la tarea. Joyce no es ciertamente un escritor fácil de entender. Y ocupa hoy, por consenso unánime, un lugar tan destacado, no solamente en la literatura inglesa sino en las letras universales contemporáneas, que mi empeño no ha menester casi de disculpa.
Para dar cima al propósito se hace necesario, ante todo, conocer los hechos principales de la vida Joyce. Todos los escritores son autobiográficos, pero hay pocos que lo sean más que él. Su vida ilustra con matiz característico cada página de su obra. Empecemos, pues, por hojear su historia y detengámonos parcamente en los episodios de ella que ofrecen interés especial.
Joyce nació en Dublín en 1882, de padres
irlandeses, y «nació católico». Su intelecto es
anormalmente irlandés, lo cual quiere decir que posee las cualidades que
integran la mente irlandesa típica, pero en forma super-desarrollada.
Padece (o está dotado) de un gigantismo mental de exuberancia irlandesa,
y entiendo
—91→
que debemos considerar esta circunstancia como una de
las claves de acceso a su psicología. Porque sucede que las cualidades
características de la mentalidad irlandesa del sur son una
imaginación efervescente siempre y a menudo fantástica, un agudo
sentido de lo real y de lo cómico y una tendencia a la meditación
mística y sombría que halla con gran frecuencia
compensación y válvula de escape en el ingenio sardónico o
profundo. Se distingue también por una locuacidad notable y un arte
mañoso en el empleo del idioma, y un sentido asombrosamente afilado de
la dimensión tiempo. («The Irish never will
forget»
, es una frase popular en Inglaterra). No hay
más que abrir por una página cualquiera las obras de Swift,
Berkeley, Burke, Yeats, Moore y Shaw, por ejemplo, para hallar muestras
gráficas sorprendentes de las cualidades a que me refiero, y se registra
el fenómeno extraño de que la mentalidad irlandesa resulte
contagiosa en extremo. De cualquier raza que sea, la gente que vive en Irlanda
tarda muy poco en asimilarla. Ni aun los judíos son inmunes a ella. Por
lo que hace a la manipulación del idioma, se convierte muy a menudo en
obsesión pura y simple. Véase, en prueba de ello, la
última obra de Joyce, y nótese también como George Moore
encarna el caso del escritor agotado al respecto. Para Moore, la manera de
decir las cosas ha llegado a adquirir tanta importancia, que el mérito
de muchas de sus páginas recientes consiste sólo en el ritmo
melifluo de su prosa; lo demás suele brindar poca o ninguna sugerencia
espiritual.
Las cualidades más destacadas de la mentalidad de Joyce son su broodiness y a la par de ella su intensa obsesión idiomática, o quizá su intensa obsesión de artífice del lenguaje, en el empleo del cual ha revelado originalidad personal y una lozanía —92→ difícil de encontrar en sus contemporáneos. En cuanto a su catolicismo, es imposible, queramos o no, prescindir de él. Su reacción contra Roma ha sido tan violenta, que basta ella sola a informar la virtud dinámica de muchas de sus narraciones breves, de todo el Portrait, de amplias porciones de Ulises y también de fragmentos de Work in Progress. A semejanza de lo que ocurre con la mayor parte de los católicos que se han apartado de su religión, Joyce no pierde oportunidad de ridiculizarla en tono blasfemo, y como le asiste una extraordinaria habilidad para manejar el léxico y unos conocimientos profundos sobre temas eclesiásticos, sus blasfemias deliberadas son de índole susceptible de horrorizar a cualquier lector corriente que sienta el menor respeto por la cristiandad latina. El buen católico que lee a Joyce tiene que desinfectarse a seguido si quiere que los dardos de aquél no le dejen heridas sépticas. Esto explica la dureza con que las obras de Joyce son comentadas invariablemente por los críticos que profesan el catolicismo a conciencia, y explica asimismo la razón de que el Gobierno del Estado Libre de Irlanda las considere como abominaciones. No significa esto que Joyce se muestre más respetuoso con las demás religiones. Mira todos los cultos con un frío criterio antropológico, lo cual hace inaceptables sus escritos para la vieja generación inglesa, para muchos norteamericanos y para el puritanismo y la hipocresía universales. Y la irreverente arrogancia antirreligiosa de Joyce no deja de hallar eco en unos hombres y unas mujeres pertenecientes a una generación de guerra; cuando menos, se sienten dispuestos a considerar como una especie de virtud el desdén hacia la religión establecida.
Al tratar de aquilatar la obra de Joyce se suele con harta
frecuencia pasar por alto el hecho de que su educación no fue
—93→
completamente católica. Cierto que estudió con los
jesuitas, pero no hay que olvidar que dio el salto al paganismo
«cuando todavía estaba con ellos»
. No obstante, como
escritor, la enseñanza de los jesuitas tuvo para Joyce gran valor
práctico. Aprendió allí filosofía
escolástica, gramática, retórica y dialéctica y se
ilustró tan rápidamente en estos temas, que hubo un momento en
que sus mentores le dieron por candidato idóneo para la
Compañía de Jesús. Pero Dios no llamó a su pecho, y
falto de ese llamado, Joyce se negó a ingresar en la
Compañía. Su zambullida en el paganismo no le comportó
ventaja alguna en el sentido mundano de la palabra. En casi todos los aspectos,
salvo en el del artista que anhela libertad intelectual, su carrera posterior
no conoció más que sinsabores. Joyce llevó de allí
en adelante una vida tan pródiga en penurias como pintoresca. En la
vieja (y muy católica) Universidad Nacional de Dublín, la senda
de aquellos estudiantes que rehusaban calarse unas convencionales antiparras
espirituales no abundaba en flores. Sabemos que Joyce adquirió
notoriedad, y que fue en las polémicas un orador pronto siempre a
enzarzarse con cualquiera, y que su apariencia y su conducta generales le
ganaron el apodo de
The Hatter (el Sombrerero). Se
mantenía incluso al margen del vigoroso movimiento literario local, a
pesar de que la literatura le interesaba profundamente. Por aquel entonces
escribió un ensayo sobre el teatro literario irlandés con destino
a la
Revista de la Universidad, pero el trabajo
escandalizó de tal suerte a las autoridades académicas, que le
negaron el permiso para publicarlo. Sin asustarse por ello,
The Hatter editó en 1901 el
pequeño escrito, en forma de folleto y junto con un ensayo de Sheehy
Skeffington. Se trata de su obra más temprana; parece que a la edad de
nueve años escribió otro
—94→
folleto acerca de Parnell,
pero no hay medio de encontrarlo. El ideario político de Joyce
conspiró también contra su popularidad. Elaboraba a la
sazón una teoría sobre las obligaciones sociales del artista, y
se mostraba ya partidario decidido de una absoluta neutralidad política.
No admitía compromiso de ningún género al respecto. En
circunstancias semejantes, la vida en la Universidad Nacional había de
ser incómoda para cualquiera; para un hombre de sensibilidad, tuvo por
fuerza que hacerse insoportable. Joyce se dedicó en la atmósfera
aquella al estudio de los temas que atraían su interés
-literatura e idiomas- y realizó en ambos rápidos progresos. Uno
de sus empeños personales al margen de la tarea escolar fue el de
aprender el noruego a fin de poder leer a Ibsen en el original, empeño
que habría por sí sólo bastado a destacarle como un raro
ejemplar en una universidad irlandesa. Profesaba una independencia intelectual
cada vez mayor, que llegaba en ocasiones a la arrogancia y que le aislaba del
movimiento colectivo de opiniones. Se dice muy a menudo que Joyce es una de las
figuras producidas por el renacimiento de la literatura irlandesa, pero ello es
sólo cierto en el sentido de que significó una
«reacción» contra aquél. Resulta totalmente
erróneo asociarle a las tendencias generales expuestas por la obra de
los irlandeses contemporáneos, por cuanto la mayor parte de ésta
respondía a una intención propagandista y era, en consecuencia,
opuesta al concepto que el arte merecía a Joyce. Se volvió hacia
el continente en procura de la mayor parte de sus ideas literarias, pese a lo
cual su obra no guarda ningún punto de semejanza con la de cualquier
escritor continental. En
Dubliners se advierten huellas de la
influencia de Flaubert y Chejov, sin el frío retoque metálico del
uno o el efecto deprimente
—95→
del otro. Los versos de
Chamber Music son ingleses y siglo XVII.
Exiles es un reflejo de Ibsen.
Ulises contiene ejemplos de todos los estilos
que existen bajo el sol, y
Work in Progress ha sido escrito en un estilo
compuesto que carece de réplica en el idioma inglés. El criterio
«literario» de Joyce, su arte de cincelador y su filosofía
no son irlandeses ni ingleses, sino paneuropeos. Y es esta una de las razones
de que la casi totalidad de su obra resulte tan desconcertante para quien la
lee por vez primera, y especialmente para el lector ordinario.
Añádase al paneuropeísmo literario ese gigantismo de
exuberancia irlandesa mencionado más arriba, y se tendrá
noción aproximada de lo que debemos esperar de Joyce.
Entre el período universitario y la publicación de Ulises en 1922, la vida de Joyce parece haber sido semejante, en su variedad prolífica, a la de tantos y tantos irlandeses preparados que no se avienen a la placidez de un pasar hogareño. Dio clases de idiomas en varias filiales de la Escuela Berlitz; ingresó en la Universidad de París como estudiante de medicina; estudió música y empezó a educar con toda seriedad su excelente voz de tenor; vagó de aquí para allá por todo el continente, y de éste a Dublín, y de Dublín al continente; se casó a la edad de veintidós años; escribió lindos versos y proyectó ambiciosas obras literarias; dirigió una temporada el cinematógrafo Volta, en Dublín; luchó contra la pérdida de la vista que le aquejaba; hizo lo imposible por mantenerse a flote y por conservar una apariencia de respetabilidad (que en ninguna parte como en Dublín tiene importancia el mostrarse respetable). Y a lo largo de todas sus andanzas siguió entregado a las cavilaciones: era algo así como un solitario «fracasado» sin idea concreta de emprender definitivamente —96→ una tarea. Afirmar que aquellos sus esfuerzos laberínticos significaban malgastar el tiempo sería inexacto por completo. Hombre de más inteligencia que la corriente, y dotado, además, de una memoria prodigiosa, asombrosa incluso, iba su magín almacenando toda suerte de conocimientos para verterlos magníficamente luego en Ulises. El virtuosismo ginecológico, de esa parte del libro que describe el alumbramiento de Mina Purefoy, por ejemplo, no podía ser obra más que de un estudiante al que no escapara detalle alguno del mecanismo de la maternidad. Y lo mismo puede decirse del resto del libro, saturado todo de conocimientos diversos y de erudición.
La recopilación de los versos de Joyce fue publicada en
1907 bajo el título, singularmente apropiado, de
Chamber Music. Se trata de pequeñas
composiciones, de fabulillas amenas, de algún mérito
técnico en calidad de parodias o imitaciones de la poesía
isabelina de última época, y poco aptas, por lo demás,
para estimular el espíritu o suscitar emociones. Son del género
de las «Welladay! Welladay!» y las «Hey nonny-nonny».
La colección de narraciones breves titulada
Dubliners fue escrita muy poco
después, pero no se publicó hasta el año 1914. Las
pasiones y los sentimientos derivados de motivos sexuales y religiosos y las
tétricas realidades de la vida y la muerte constituyen la base de todos
sus temas. La escena se desarrolla en el frío ambiente burgués de
la capital irlandesa, matizado a las veces por reacciones todo comicidad o
ironía. Hay entre los relatos de
Dubliners algunos que son joyas de
orfebrería idiomática, y están escritos en un estilo a lo
Defoé que agrada de consuno al lector corriente y al purista. En este
libro fue donde Joyce empezó a aplicar el método naturalista
flaubertiano, pero tímidamente y con cierta
—97→
reticencia,
cual si no tuviera seguridad plena de sí mismo. Mostraba ya perfilada
tendencia a abordar los hechos vivos y a reflejarlos con toda la habilidad que
su destreza al efecto le permitiera, sin importársele un ápice de
convencionalismos éticos ni de susceptibilidades y sin guardar tampoco
la menor consideración al gusto del público. Uno de los relatos,
«The Dead», es, que yo sepa, único en la literatura inglesa:
brinda un místico ejemplo de confrontación del espíritu
con la muerte que puede parangonarse con pasajes de la
Guía espiritual del español
Miguel de Molinos, fundador del Quietismo (siglo XVII), con quien tiene Joyce
muchos puntos de semejanza. El libro siguiente,
A Portrait of the Artist as a Young Man, fue
publicado en 1916. Describe la educación de Stephen Dedalus por los
jesuitas, su rebelión contra el catolicismo, la formación de su
espíritu de artista y la evolución del credo artístico,
con el que ha de reemplazar al credo religioso. El espíritu del artista
debe ser «atraído y educado por sobre el deseo y el
odio»
. Esta definición explica ya la corrupción, la
obscenidad, la irreligiosidad, y la falta absoluta de respeto por los
convencionalismos de que
Ulises, que estaba siendo escrito a la
sazón, iba a dar prueba patente. Y explica asimismo por qué Joyce
estima esencial que el artista sea sincero: y así, juzga como una
muestra de insinceridad, de deshonestidad o de incompetencia el ocultar
«cualquier cosa» que pertenezca a la vida. Y al negarse a subrayar
una moral determinada o a escribir para arbitrar soporíferos mentales;
al negarse a tomar en cuenta un segundo siquiera a otros lectores que aquellos
el espíritu de los cuales esté libre en absoluto de taras
inhibitorias religiosas, políticas o sociales de cualquier
género; al emplear una técnica adecuadísima a su
propósito
—98→
y al presentar no solamente los aspectos
exteriores de la vida sino también las reacciones más minuciosas
de sus personajes ante ella, Joyce amplió indiscutiblemente el panorama
de la novela. Imprimió a ésta un nuevo rumbo que equivalía
a un divorcio rotundo con el sentimentalismo y a la abominación de la
propaganda y el decadente arte kinético de tantos novelistas
contemporáneos. En otros términos, mostró a los novelistas
cómo fracasaba en ellos el artista al dar al público lo que
éste deseaba que le dieran. Ya otros escritores habían intentado
igual empresa, pero la gloria de haber sido el primero en abordarla en
proporciones tan heroicas corresponde a Joyce por completo. El
Portrait es un trabajo interesante en la
historia de la técnica de la novela, pero tanto él como
Dubliners quedan relegados a muy segundo
plano si se les compara con la concepción inmensa y la maravillosa
ejecución de
Ulises. En cuanto a la obra teatral
Exiles, la menciono aquí tan
sólo para prescindir de ella, quizá con un poco de premura
sumaria. No la he visto representada y no estoy, por consiguiente, en
condiciones de juzgar su mérito escénico. Escrita en estilo
sencillo y directo, tiene un vulgar argumento doble-triangular y respeta
cuidadosamente las reglas tradicionales de la pieza en tres actos. Pero pierde
mucho en la lectura, y de no haber salido de la pluma de James Joyce dudo que
mereciese atención considerable. Es ibseniana sin el fino sentido
dramático de Ibsen.
En Ulises, el libro prohibido, se nos ofrece la contribución más importante de Joyce a la literatura. Se trata, no cabe duda, de un éxito relevante de la inteligencia humana, de una gran obra literaria. Tropezando aquí y allá en Dubliners, caminando ya con firme paso en el Portrait, James Joyce parece haberse —99→ puesto en Ulises las botas de las siete leguas. Ulises contribuye a aumentar el conocimiento que el hombre tiene de sí mismo. Después de haberlo leído, sentimos que no hemos estado solamente en presencia de unos personajes, sino dentro de ellos. Los conocemos mejor de lo que conocemos a nuestros amigos más íntimos.
El argumento de Ulises se destaca por su sencilla traza. Es la narración de los sucesos que ocurren en un día típico de Dublín, el 16 de junio de 1904, en la órbita de determinados personajes, especialmente Stephen Dedalus, Leopold Bloom, y su mujer Marion Bloom. El significado espiritual o simbólico de ellos y los elementos secundarios del libro serán objeto de estudio posterior, pero importa mucho que el lector corriente logre lo antes posible unas cuantas ideas generales acerca de la armazón que ha servido a Joyce para erigir su dantesco edificio. Atribuye Joyce, por su parte, importancia estricta al expediente literario, dispuesto con toda minucia, de hacer que los diversos episodios del día correspondan a los episodios de la Odisea de Homero. Pero este capricho resulta innecesario. Los sucesos ocurrieron en la manera y orden en que son expuestos, o no ocurrieron; en caso afirmativo, santo y bueno. Advertimos bien pronto que Stephen Dedalus (a quien suele considerarse como el propio Joyce) corresponde a Telémaco, que el judío Leopold Bloom es el errabundo Ulises, y que los demás personajes y acontecimientos —100→ se emparejan más o menos con los correspondientes de la Odisea, pero, en su valor intrínseco, estas circunstancias no añaden mérito alguno a un trabajo que es ya de por sí sobrado en ellos. Había yo leído dos veces seguidas el libro con deleite y, creo, que con algo también de comprensión, antes de que se me ocurriera mirar de cerca el tendedero homérico en el que ese montón de ropa sucia de Dublín es exhibido a nuestra vista. Podemos, pues, dejar a los comentaristas eruditos que se distraigan al respecto y dar por sentado que el lector corriente no ha menester de hurgar en ello. Si no consigue apreciar el libro prescindiendo de esa investigación, tampoco lo conseguirá con ella. Es posible, sin embargo, en el límite, que le distraiga ir ensamblando las piezas del rompecabezas Odisea-Joyce.
Comienza Ulises con el relato de una conversación insubstancial entre el «majestuoso y rollizo» Buck Mulligan (Mentor) y el joven de 22 años Stephen Dedalus (Telémaco), en la casa que habitan en los alrededores de Dublín. Se les une Haines, sajón plúmbeo y cargante, inferior intelectualmente a Stephen y sujeto no tan agradable como el rudo y efusivo Mulligan. Pero Haines pertenece a una raza que «revienta de dinero y de indigestión», y su ayuda financiera es valiosa a menudo para los dos insolventes. De aquí que le toleren, aunque por dentro le detestan. El primer episodio (o Telémaco) se reduce a la transcripción de la vacua charla que puede esperarse de un trío integrado por un soñador poeta-maestro de escuela, un industrioso vividor dublinense nada lerdo y un inglés inaguantable cuya cultura, adquirida en Oxford, le autoriza a ventilar una propensión natural a la pedantería como un algo inaccesible para aquellos dos miembros de una capa social más baja, si bien inobjetable. —101→ Cambia la escena en el segundo episodio (o Néstor), y vemos ahora a Stephen dando clase a unos párvulos en la escuela de Mr. Deasy. No deja de merecerle interés su tarea, pero, a semejanza de muchos hombres imaginativos de todas las razas, y especialmente de la irlandesa, se muestra propicio a dejarse ir a la deriva por tangentes atractivas y a olvidar la atención seria del momento. Los niños le quieren, pero le tienen también por una de esas personas de quienes se puede hacer amable befa sin gran riesgo. Y así, a mitad de lección, uno de ellos le pide que les refiera un cuento, y un segundo apoya en el acto la iniciativa con la especificación de que el cuento sea de fantasmas. El ambiente es muy de escuela de Dublín, y el tiempo transcurre entre inocentes amenidades y enseñanzas hasta que suena la hora de la libertad. Terminado el trabajo, Stephen se encamina al despacho de Mr. Deasy. Es el día de pago, y Deasy le entrega sus tres libras con doce chelines acompañados de unas cuantas sabias máximas morales a la manera de Samuel Smiles, que tienen la virtud de producir náuseas a Stephen. Deasy encarece el orgullo que experimenta el inglés al pagar lo que debe. ¿Puede Stephen afirmar otro tanto por lo que a él personalmente se refiere? ¿Puede afirmar, con la mano en el pecho, que no debe nada? No, desgraciadamente... Repasa en la memoria la lista de sus deudas: nueve libras a Mulligan, diez guineas a Curran, una guinea a McCann, etcétera, etcétera, sin hablar ya de las cinco semanas de pensión que debe en su casa. El dinero que acaba de recibir no alcanza siquiera a cubrir una fracción del pasivo. Ello preocupa y disgusta a Stephen y en tal estado de ánimo se dirige a la playa para meditar allí a sus anchas. En el episodio de la playa (o Proteo) nos hallamos ya frente a la técnica que —102→ Joyce emplea en toda la obra con notable efecto. Consiste en presentar simultáneamente al lector el proceso mental y las reacciones del personaje de la novela, y los sucesos que ocurren en el mundo físico que le rodea. Vemos así como si se tratara de dos cuadros, y de los dos, el que se refiere al proceso psicológico es muy a menudo (como sucede en este caso concreto) el más impresionante. El vigoroso naturalismo de Flaubert se aplica aquí a trazar una vívida pintura de la vena líquida de la consciencia. Nada se omite de esas incoherencias e insubstancialidades que se interpolan, de manera casual en apariencia, entre los pensamientos directos y las divagaciones de la gente perfectamente normal. La técnica de este «monólogo silente» no es nueva. Es, cuando menos, tan antigua como el mismo Shakespeare. Wyndham Lewis la utilizó en Pickwick. Dorothy Richardson se le aproxima al respecto, pero Joyce alega haber tomado la idea de la novela de Dujardin Les lauriers sont coupés, curiosidad literaria por cuanto fue la precursora del método técnico que informa tanto el mérito de Ulises. Proceda de donde sea, una cosa hay de cierto: que ningún escritor ha empleado antes o después de Ulises el monólogo silente con la mitad siquiera de eficiencia con que Joyce lo hace, ni al propio tiempo, en una forma tan susceptible de asombrar y turbar al lector corriente en su primera tentativa de aprehender la esencia del libro. Hasta que se comprende el «truco» las páginas de Ulises son una pesadilla literaria. Hay fragmentos -el episodio de las Sirenas, por ejemplo- que ofrecen tal carácter complicado, aun para el lector de mejor preparación, que el intento de interpretarlo requiere un esfuerzo intelectual considerable, el recuerdo completo de racimos de triviales incidentes ocurridos con antelación, la comprensión —103→ de diversas alusiones, obscuras para cualquiera que no sea erudito y, por añadidura, alguna familiaridad con la vida de Dublín en la época respectiva. La lectura de Ulises resulta al respecto algo así como la de la Odisea. No es, pues, de extrañar que más de un lector corriente deje a un lado el libro y no vuelva jamás a abrirlo. Ni tampoco que cuando aquellos que no desmayan en su lucha con la obra descubren que, lejos de ser un cúmulo de insensateces, da cima cumplida al objetivo propuesto, se sientan movidos a admiración sincera.
Hasta el episodio de la playa, la narración es bastante rectilínea, si bien un tanto gris. El estilo es puro, aunque no de mérito excepcional. En este punto se alza de improviso a un nivel más alto que calibra la inteligencia del lector y exige de su parte una atención mayor, pero empieza al mismo tiempo a hacer presa firme en su imaginación. Si hasta aquí no lo habíamos conseguido, comenzamos ahora a otear el espíritu y el carácter del infeliz soñador Stephen Dedalus, y en adelante, el interés que suscita en nosotros no habrá de flaquear. Al final del tercer episodio (con el que termina asimismo la primera parte del libro) el lector podrá tal vez decidir que Ulises no es para él; por si le ha sido dable escudriñar a través de las artimañas técnicas y ha captado su significación y sus posibilidades, necesitará muy poca persuasión para proseguir la lectura. El tiempo transcurrido hasta el presente es de las 8 a las 11 de la mañana, tiempo en el que Stephen no ha hecho otra cosa que especular con cosas que nosotros no conocemos todavía bien del todo. El autor invierte en describir unos cuantos sucesos de menor cuantía de la vida de uno de los personajes durante tres horas de reloj un espacio que equivale a alrededor de la mitad de una novela moderna ordinaria.
—104→
Hemos dejado a Stephen en la playa, sumido en sus cavilaciones
melancólicas mientras contempla el paso de un barco, y al iniciarse la
segunda parte nos hallamos en presencia del personaje que le sigue en enjundia:
Leopold Bloom, de treinta y seis años, agente, de publicidad. Bloom es
en muchos aspectos el prototipo del judío «dublinizado» y
católico, pero después veremos que es algo más
también. El episodio (alipso) se desarrolla en su casa. Retrocediendo a
las ocho de aquella mañana misma, le encontramos en tren de preparar el
desayuno para su mujer, Marion, y para él. Marion Bloom es el personaje
tercero, «la mujer de la obra». Mientras su marido va y viene por
la cocina haciendo el té y «disponiendo las cosas del desayuno
de ella en la bandeja toda abolladuras»
, nos colamos de rondón
en su mente y le sorprendemos discutiendo consigo las cualidades
gastronómicas de los riñones asados. Es la suya una mentalidad
mezcla de irlandesa y judía -semioriental, imaginativa, materialista y
sensual. Su verba y sus maneras son inconfundiblemente dublinenses. Anuncia a
Marion, que dormita en el lecho, su propósito de salir a comprar unos
riñones para el desayuno. Le acompañamos a la carnicería y
le vemos allí codiciar los atractivos de una joven con la que de buena
gana entraría en relación. Pero no se atreve; vuelve a su hogar,
asa un riñón, lo estampa en un plato y lleva a Marion el desayuno
a la cama, hecho insólito en él, como después sabremos. Es
la primera vez en diez
—105→
años que se conduce de tal suerte,
y Marion la que tiene por costumbre servirle a él.
Poco a poco nos vamos enterando de que Marion es una
«habitué» de la infidelidad
conyugal en gran escala. Su apetito sexual no sabe, a lo que parece, de
hartazgo, de donde resulta que a Bloom no le conoce nadie por Bloom, sino por
el marido de Marion Bloom: tanta es la notoriedad de su mujer. Cantante de
profesión (nada de diva en méritos), es ella hija de un oficial
del ejército, de guarnición en Gibraltar, y de una prostituta
española. Esa mañana ha recibido una carta de su última
pasión, Blazes Boylan, cantante asimismo y aventurero por contera. Bloom
está enterado de los amores de ambos y sospecha de la epístola,
pero Marion le burla ingeniosamente. Las relaciones entre marido y mujer distan
mucho de ser satisfactorias desde la muerte de Rudy, su único hijo,
ocurrida años atrás. Ninguno de los dos se ha recobrado
aún de la conmoción de la tragedia, golpe rudo para el orgullo
judío de él y para el instinto maternal de ella. La desgracia
señala el punto de origen de sus infidelidades mutuas. Las de ella,
desbocadas; las de él, tímidas, pequeñitas, cuidadosamente
preparadas y aderezadas por esa hipocresía dublinense que es más
estrecha que la de cualquier otro lugar del mundo. Luego de una
conversación forzada entre el matrimonio, henos aquí obligados a
escoltar a Bloom mientras realiza, solemne y ceremonioso, «the ceremony of the cloaca»
. Al describir
ésta, el autor ha querido no hurtarse lo mínimo a sus
responsabilidades de tal. Se ha impuesto el deber de hacer la
descripción, laboriosa y minuciosísima, de los sucesos del
día. El de la cloaca podría ser cumplimentado fácilmente
con unas cuantas palabras o (procediendo como el novelista convencional)
—106→
omitido en absoluto para que el lector lo suponga, pero Joyce
rechaza un método semejante huidizo e inartístico. Bloom debe ir
al servicio, y como se encuentra ligeramente estreñido, anticipa que va
a estarse allí sentado un buen rato. Por consiguiente, lleva consigo el
Tit-Bits para leerlo, etcétera. Hay
más de dos páginas al respecto. Y hablamos de ello a fin de que
el lector corriente sepa de antemano lo que le espera si se decide a leer
Ulises. Joyce no se limita a reflejar en un
espejo la naturaleza tal cual es, sino que a veces pone frente al espejo una
lente de aumento. Y así, la persona que no esté preparada para
tropezarse con muchos pasajes «ingratos» hará bien en no
abrir siquiera el libro. Pongamos también en claro un extremo
importante. La descripción de la incidencia a que aludo guarda
proporción estricta con el tiempo y el espacio consagrados a ella: ni
más ni menos que los necesarios. Y está narrada fríamente,
intelectualmente, sin que se advierta por parte del autor la menor
intención de recrearse en lo que sería, tratado por otro
escritor, una pieza premeditada de coprología. Recuérdese que el
espíritu del escritor debe ser «atajado y educado por sobre el
deseo y el odio»
, y se verá que esto es exactamente lo que
ocurre en las descripciones que Joyce hace de los aspectos desagradables de la
vida de sus personajes. El espíritu de Joyce no es sucio, como creo que
Bernard Shaw ha afirmado. Es tan limpio como cualquier otro, pero de una gran
honestidad.
Bloom sale de su casa y se dirige al Correo a retirar una carta
que le envía, a nombre supuesto, una mujer con la que sostiene
relaciones amorosas. Se guarda la misiva, divaga por las calles, conversa con
un conocido, camina sin rumbo fijo y, atraído finalmente por una
música, entra en una iglesia. Por
—107→
otra parte, se dice, la
iglesia es «un lindo lugar discreto para colocarse cerca de una
chica»
. Durante todo este episodio («Los
lotófagos») la acción revista poca importancia, pero nos
ofrece, de igual modo que con Stephen Dedalus en la playa, el panorama de la
mente de Bloom. Tras de la visita a la iglesia, va a un establecimiento
público de baños, y se lava y asea como preparación para
el episodio siguiente («Las Hades»), en el que ha de asistir al
funeral de su amigo Mr. Patrick Dignam. La descripción de este funeral
constituye una soberbia muestra narrativa y es uno de los mejores fragmentos
del libro. Está teñida de acre
humour sardónico. El lector que
no encuentre en ella sugerencias propias a excitar la sonrisa, tiene por fuerza
que andar mal del sentido de la ironía. Aunque ostensiblemente
católico apostólico, judío de raza, protestante por
bautismo, Bloom es ahora presunto «progresista» de inclinaciones
científicas y librepensadoras que no se toma nunca la molestia de
ocultar. Por el contrario, no pierde ocasión de exponer sus ideas
avanzadas, lo cual suele provocar fastidio o enojo en quienes le escuchan. En
el transcurso del impresionante funeral hay, sin embargo, momentos en que le
asalta la duda. Momentos de emoción fúnebre que suscitan en el
acto cínica reacción blasfema. Terminado el funeral, Bloom se
dirige a las oficinas del
Freeman's Journal, donde se desarrolla el
siguiente episodio («Eolo»). El texto del relato se divide
aquí en secciones encabezadas por titulares periodísticas.
Sensatas al principio, van adquiriendo sucesivamente tono de libelo hasta
sobrepasar en plebeya vulgaridad el peor gusto imaginable. Todo el episodio
abunda en reacciones físicas. La jerga comercial periodística se
mezcla a las altas especulaciones doctrinales: el sordo trepidar de las
rotativas y el olor fresco a tinta de imprenta llegan a vaharadas entre abrir y
cerrar
—108→
de puertas; a través de las ventanas se percibe el
tenue ruido del tráfico callejero; las llamadas telefónicas, las
pruebas a corregir, la barahúnda, en fin, de un diario en plena
actividad, interrumpen a cada paso una conversación que salta
rápidamente de uno a otro tema. Se caracteriza asimismo este episodio
por un ligerísimo avance en la intriga: Leopold Bloom y Stephen Dedalus
se encuentran por vez primera, aunque este encuentro no parece tener
significación extraordinaria. Llamará quizá la
atención del lector el que ambos personajes se hallen en idéntico
estado de ánimo. Ambos se muestran melancólicos y disgustados de
la vida. Stephen, a causa de sus deudas, de su disatisfacción
intelectual, y del recuerdo de la muerte de su madre, el aniversario de la cual
tuvo efecto días antes. Y Bloom, porque el funeral le ha deprimido y
porque no puede apartar de sí el pensamiento en las escandalosas
infidelidades de su mujer. En la mente de Stephen se plantea la lucha entre un
racionalismo que aumenta sin tregua y que está desplazando a la fe que
le inculcó una madre a la que adoraba y cuyos dogmas le prometió
en su lecho de muerte respetar. La honda infelicidad y las perplejidades de
ambos hombres surgen a intervalos, accidentales y rotundas al tiempo. Bloom se
marcha a almorzar, suceso que constituye en sí mismo un episodio
(«Los Lestrigones»). Penetra en un fonducho económico, pero
el ambiente es de una repugnancia tal que Bloom desiste de quedarse y se
encamina a la plácida taberna de Davy Byrne. Por reacción
instintiva de protesta contra el animalismo de primer lugar, elige ahora un
«menú» ridículamente sobrio. Después va a la
biblioteca pública a investigar sobre un viejo aviso. Da la casualidad
de que Stephen está allí también discutiendo sobre
literatura con unos cuantos dublinenses pedantes, los nombres verdaderos de los
cuales menciona el texto. Stephen y
—109→
Bloom no se ven. Casi todo
este episodio («Escila y Caribdis») está dedicado a
discusiones literarias poco susceptibles de interesar al lector corriente. Le
parecerán a buen seguro terriblemente insulsas. Stephen trata, sin gran
éxito, de poner en claro sus ideas acerca de
Hamlet. No llega con ello a resultado
satisfactorio alguno. El fragmento entero se pierde en un fárrago de
obscuros intelectualismos inferiores por mucho a la altura del tema. Hay, sin
embargo, hacia el final del pasaje una disquisición libidinosa que anima
a éste. En el episodio siguiente («Las rocas errantes»)
llegamos a la mitad del libro. Precisa recordar que la acción da
comienzo a las ocho de la mañana y termina algo después de las
dos de la madrugada inmediata. La culminación dramática ocurre a
medianoche y el episodio actual tiene efecto de tres a cuatro de la tarde, o
sea, hacia la mitad de la obra. Se observará que Joyce regula
matemáticamente su plan siguiendo las pulsaciones del reloj.
Recorremos ahora las calles de Dublín y asistimos a la descripción de incidentes diversos: sucesos vulgares, jirones de charlas oídos al pasar, personas notables, personas notorias vistas, etcétera. Aparecen de nuevo Stephen y su padre, Simón Dedalus, y también Buck Mulligan y otros varios personajes, inéditos o que no habrán de reaparecer más que en el desfile fantasmagórico del burdel. Sale a caballo de la Viceregal Lodge el «Lord Lieutenant» seguido de brillante comitiva. Estos incidentes tienen por objeto -y a fe que lo logran admirablemente- darnos la sensación exacta de la atmósfera callejera de Dublín en ese característico día 4 de junio de 1904. Aunque faltos en apariencia de nexo, integran el fondo panorámico que habrá de facilitar el espectro -análisis mental y espiritual de los personajes principales. Un proceso éste que se inicia en los comienzos del capítulo primero —110→ y que termina con el soberbio, inigualado monólogo silente de Marion Bloom, que ocupa las cuarenta y dos últimas páginas del libro.
He resumido hasta aquí telegráficamente diez de los diez y ocho capítulos totales de Ulises a fin de que el lector corriente pueda tener idea de cómo se desarrolla el libro. Me es ahora forzoso comprimirme sucintamente para no exceder los límites de espacio razonable. Así, pues, doy a continuación un índice tabular de la obra:
Hora | Paralelo homérico | Episodios del Ulises de Joyce |
4 de la tarde | «Las Sirenas» | Charla de mucamas y concierto en el bar Ormond. |
5 de la tarde | «Los Cíclopes» | Discusiones y gritos de personajes anónimos, excitados por el alcohol, en una taberna. |
8 de la noche | «Nausica» | Episodio sexual de Gerty MacDowell y Bloom en Howth. |
10 de la noche | «Los bueyes de Helios» | Mina Purefoy da a la luz una criatura en la Maternidad. |
Medianoche | «Circo» | Orgía alcohólica de Stephen Dedalus y Bloom en un burdel. |
Alrededor de las 12.30 de la noche | «Eumeo» | Acontecimientos en el refugio del cochero. |
Alrededor de la 1 de la madrugada | «Itaca» | Hilación de cabos sueltos, en forma de preguntas y respuestas. |
Alrededor de las 2 de la madrugada | «Penélope» | Monólogo silente de Marion Bloom en el lecho. |
Bloom vaga de bar en bar, de taberna en taberna, y se encamina a
las Howth Rocks a tomar el aire. Ve una agraciada joven (aquí es
explotado en términos realistas un episodio sexual) y regresa luego al
Hospital de Holles Street a esperar que Mina Purefoy dé a luz. Encuentra
allí a Stephen Dedalus de conversación con los estudiantes de
medicina. La charla del grupo, en el que figuran Buck Mulligan y Haines, es
lasciva y obscena y versa acerca de temas obstétricos. En el
ínterin nace la criatura. A lo largo del proceso de alumbramiento
asistimos a un desfile de pastiches en prosa que simbolizan el desarrollo
fetal. Stuart Gilbert dice así al respecto: «Al principio, el
estilo es confuso (aunque no carente por completo de significado); es una serie
de inscripciones letárgicas de los periodos del diplodoco que
corresponden a la fase reptiliar de la evolución humana
embriónica»
. Hay una mezcolanza de palabras y frases
anglosajonas, un pasaje escrito en estilo «early
Church» y párrafos que remedan a Mendeville y Malory.
Siguen a esto parodias de Sir Thomas Browne, la Biblia Autorizada, Bunyan,
Pepys, Swift, Addison, Steele, Sterne, Goldsmith, Burke, Junius, Gibbon, Lamb,
De Quincey, Landor, Newman, Pater, Ruskin y Carlyle, para terminar con una olla
podrida de giros familiares, expresiones dialectales y
argot expresivo. Este capítulo
constituye un
tour de force literario y demuestra de
manera admirable el sentido que Joyce tiene del idioma, su habilidad de
orfebre, su amor al léxico y el alto ritmo de que es capaz su mente.
Jovial y bullanguero, el grupo se traslada a una taberna vecina y empieza a
beber sin tasa a costa de Stephen. Bloom toma parcamente vino, pero Stephen, a
quien nada importa ya y que tiene intención deliberada de ahogar en
alcohol lamentables recuerdos, se entrega al ajenjo. Sale de la
—112→
taberna en compañía de Bloom (que le ha cobrado simpatía
porque se parece a Rudy, su propio hijo muerto) y juntos se dirigen al
hórrido barrio de Dublín donde asienta sus reales la vida
nocturna. Al grito de Stephen «Introiba ad altare
Dei!» penetran en el burdel que la señora Bella Cohen
gobierna en Tyrone Street, y llegamos con ello al episodio asombroso que marca
la culminación dramática de la obra. Si James Joyce no tuviera en
su haber más que este fragmento, bastaría él para
catalogarle entre los escritores imaginativos de más riqueza
creadora.
Presumo, lector corriente, que no te ha sucedido nunca el ir a dar en estado de embriaguez a una casa dublinense de mala nota. Te será, pues, algo difícil apreciar íntegramente este episodio, a menos que estés dispuesto a dejar que tu imaginación vuele con libertad plena. Deberás intentar encarnarte en Stephen, borracho por completo, y en el achispado e hilarante Bloom que cobija a aquél bajo su ala fraterna. Las palabras que Stephen pronuncia al poner el pie en el hostal de mancebía indican ya el espíritu sarcástico y blasfemo que lo anima. Una vez adentro parece haber perdido el contralor consciente de su inteligencia. Al conjuro del ajenjo y la atmósfera pecadora del lugar, Stephen es presa de toda suerte de alucinaciones trágicas. Bloom está menos ebrio que Stephen, pero arde en sensualismo oriental. En forma de drama desorbitado, con su diálogo, sus apartes y sus mordaces acotaciones escénicas, Joyce nos describe lo que ocurre en la mente de los dos hombres en el infierno de Tyrone Street. Antes de que la aventura llegue a la camorra inevitable que la pone término, presenciamos escenas que son descabelladas procesiones de hombres, mujeres, animales y monstruos. Promueven algarabías incoherentes y urden las aberraciones más extrañas. Es ello algo —113→ como un tifón de pasiones innobles, algo como una horrible pesadilla. Para apreciar este Walpurgisnacht (que así se le ha llamado con propiedad exacta) es preciso leer el episodio con absoluta ecuanimidad metafísica. Hay que dejar que la razón distienda a veces enormemente su horizonte, y que otorgar al espíritu la mayor licencia. De otro modo, la mente desvaría. Casi todos los personajes, vivos o muertos, que figuran en el libro desfilan en esta escena de aquelarre, que transgrede a intervalos todas las nociones convencionales de tiempo, espacio... y decencia. Dando por supuesto que el lector corriente posea la flexibilidad de imaginación y la preparación necesarias para adentrarse en el cerebro intoxicado de Stephen y en el del alegre Bloom, el episodio no es arduo de interpretar. Sin embargo, si no se procede con alguna cautela se corre el peligro de no captar las innúmeras hebras perdidas entre el torrente desbordado de la fantasía.
La técnica psicológica del episodio es un antecedente de Work in Progress, y estimo que será bueno informar ya al lector corriente de que Dubliners, el Portrait, Ulises y Work in Progress son etapas sucesivas de la empresa colosal abordada por Joyce: describir artísticamente las lucubraciones de la inteligencia humana en estados o fases normales de consciencia. En Dubliners nos vemos siempre enfrentados, excepto en la narración titulada «The Dead», a inteligencias normales y conscientes de gentes vulgares. En «The Dead» abarcamos la perspectiva mística de un cierto tipo social de Dublín. En el Portrait se nos muestra cómo evoluciona y crece de la infancia a la adolescencia una mentalidad mucho más importante y vital: la del artista, y no meramente la de un artista en particular porque, en cierto modo, Stephen Dedalus simboliza la noción abstracta del artista. En —114→ Ulises somos introducidos en la mente de tres tipos característicos: Bloom, el materialista sensual y pragmático; Stephen Dedalus, el soñador, el inadaptado en la acepción mundana de la palabra, y Marion Bloom, el eterno femenino. En el Walpurgisnach vemos el laborar fragoso de unas mentes conscientes que han perdido por completo el sentido de los valores terrenos, con la pérdida correspondiente del contralor de la vena líquida de la consciencia; de ahí el desenfreno imaginativo y las alucinaciones todo demencia que padecen. Las descripciones de los efectos físicos de la embriaguez no son infrecuentes. Pero ¿dónde, aparte de en Ulises, se ha intentado seriamente pintar los disturbios psicológicos a que ella da origen?
Nada nuevo hay tampoco en las tentativas de reflejar los estados mentales: la literatura abunda en ellas. Sin embargo, muy diversas razones abonan el que consideremos a los ensayos de Joyce más afortunados que la gran mayoría de los otros. Joyce conoce a Freud y también a Loyola. Sabe hasta donde es susceptible la mente humana de convertirse en un poco de letrina, y los dos grandes sistematizadores en cuestión le han ayudado a perfilar bien su criterio. Cabe, en realidad, preguntarse si los Ejercicios espirituales del psicólogo español son menos eficaces que los del médico austríaco cuando se quiere limpiar y desinfectar la letrina mental. Las descripciones de los procesos espirituales suelen ser convincentes rara vez, y buscan muy pocas en la hondura del problema. Sin embargo, los autores que emplean el monólogo subjetivo -es decir, que permiten a su imaginación el libre juego- han tratado más a fondo el tema. A mi juicio, Platón va más allá al respecto que Aristóteles, Shakespeare y Goethe más también que Bacon o Groce, y Dickens más que sus contemporáneos —115→ y cultores de la novela, Platón, Shakespeare y Dickens son, en cierto modo, los precursores más importantes de Joyce en el empleo del «monólogo silente» porque los Diálogos platónicos son con mucha frecuencia monólogos o divagaciones interrumpidas de cuando en cuando por incisos dramáticos o retóricos. Y lo mismo puede decirse de algunos trozos del diálogo del Fausto de Goethe y de diversos pasajes de Shakespeare y Dickens. La perfección a que ha llegado Joyce en la elaboración del monólogo silente, su prescindencia absoluta del «censor» mental (esto es, su emancipación completa de la represión psicológica) y su extraordinaria abundancia de recursos en el manejo del idioma le han permitido escrutar y analizar zonas profundas de la psiquis humana, la existencia de las cuales se conocía desde luego, pero que eran rehuidas con temor por sus predecesores.
C. K. Ogden nos dice5 que la consciencia «es la
excepción más bien que la regla en los procesos estudiados por la
psicología»
, y añade que «la mayor parte de
los estudios sobre lo inconsciente proceden como si existiesen dos reinos
distintos, el de lo consciente y el de lo inconsciente, y así se dice
que lo que se halla en lo inconsciente puede ser trasladado a lo consciente, o
que lo que es consciente puede ser rechazado a lo inconsciente»
. En
Ulises y sobre todo en
Work in Progress, Joyce reconoce
también lo que Ogden pone tanto empeño en subrayar: que el
trabajo de la mente no es tan sencillo como este lenguaje metafórico
parecería indicar. Lo consciente fluye y es sorbido por lo inconsciente,
y lo inconsciente se interpola a su vez en lo consciente. En
Work in Progress, Joyce trata de ofrecernos
el panorama de la mente
—116→
en ese estado de semiconsciencia que
oscila entre el sueño y la vigilia. En un momento dado, la mente aludida
se encuentra más próxima al despertar que al sueño, y
entonces la vena de consciencia (y la prosa que la describe) son perfectamente
inteligibles. Tan pronto como cae en un sueño más profundo, es
decir, cuando se adentra en la zona de la inconsciencia casi total, el lenguaje
se hace túrgido, confuso y fantástico. De donde se deduce que
Work in Progress significa un experimento que
tiende a encerrar en palabras, en su vehículo natural de
expresión, el flujo y reflujo del pensamiento tal como se produce entre
la casi inconsciencia y la semiconsciencia somnolienta. De aquí que la
obra sea a trozos una especie de narración superlativa multidimensional
susceptible de numerosas interpretaciones, o bien -y esto tiene importancia-
falta deliberadamente de todo significado. Carece de todo significado en ese
mismo sentido en que hay mucha música que tampoco lo tiene sino que se
pretende simplemente ser evocadora. Los restantes libros del autor se refieren
a la mente alerta y consciente.
Work in Progress constituye, y no se vea en
ello la menor intención de adjetivar por hacerlo, la unidad más
importante de toda la obra de James Joyce. Y si el lector corriente quiere no
olvidarlas, tal vez puedan estas nociones serle útiles para disipar
posibles nebulosidades.
La inmensidad del empeño de brindar en unas cuantas obras de arte cuadros completos de la mente humana, despierta, durmiendo, dormitando y bajo la influencia del alcohol no puede ser siquiera puesta en duda. El aspecto del sueño no había sido tratado aún por escritor alguno. Lo que interesa definir es hasta dónde ha resuelto Joyce el problema que se planteó. Cuestión ésta de respuesta difícil, por cuanto carecemos de patrón de medida —117→ para enjuiciar acertadamente a Work in Progress. La psicología experimental se encuentra todavía en la infancia. Y si queremos evitar la estupefacción que suele tan a menudo ir del brazo del juicio provocado por nuestras reacciones emotivas sintéticas, lo que habremos de necesitar en el futuro para que nos sirva de guía de la obra posterior de James Joyce será la existencia de algo así como una rama literaria de la ciencia psicológica. Mientras ésta no progrese mucho, la crítica literaria seguirá siendo, en términos generales, lo que hoy es: improvisación o investigación a tientas.
Los dos episodios que enlazan el Walpurgisnacht con el «monólogo silente» de Marion Bloom nos muestran a Stephen serenado por su nuevo amigo en un refugio de cochero, desde el que la pareja se dirige a casa de Bloom. El episodio de la casa está escrito en forma que pudiéramos llamar catequística, ordenada, íntegra y minuciosa al detalle. Esta minuciosidad y este orden se hacen asimismo patentes en el discurrir y el proceder de los personajes, y también en la descripción de los lugares. Comparada con la maestría de Joyce en el manejo del enorme material de Ulises, la obra de la mayoría de los novelistas contemporáneos resulta ciertamente inferior.
6. Está escrito sin signos ortográficos de
ninguna clase, y puede así decirse de él que no tiene principio
ni fin. Cuando Bloom entra en la alcoba, Marion se halla en el lecho,
«reclined semilaterally, left hand under the head,
right leg extended in a straight line and
—118→
resting on the left
leg, flexed, in the attitude of Gea-Tallus, fulfilled, recumbent, big with
seed»
. Poco antes ha sostenido una placentera entrevista
con Blazes Boylan. Bloom sugiere ahora que Stephen se quede a vivir con ellos,
y Marion acepta con agrado la idea. Su pensamiento vaga en el recuerdo de los
sucesos del día, repasa sus relaciones con innumerables cortejos,
considera las posibilidades de Stephen para los escarceos amorosos,
etcétera. Vuela como una mariposa de tema en tema. Deriva en ocasiones
por extrañas tangentes, pero vuelve siempre a la llama de un sexualismo
que lo absorbe todo. Se nos hace penetrar en la mente, bien femenina, de esta
mujer. Seguimos el vaivén de sus pensamientos y nos detenemos cuando
ellos se detienen a rememorar una aventura amorosa o un sucedido de
proporciones. Algunos trozos de este monólogo silente son de una
terrible obscenidad. No se ha escrito jamás nada más obsceno. Y
aunque el espacio que ocupan esas obscenidades no tiene gran
extensión7, son ellas de tal calibre que el lector corriente no necesita
preguntarse siquiera la razón de que
Ulises haya sido proscripto. Dejan
atónito al lector más «endurecido» -confieso que a
mí me ocurrió, y eso que estoy acostumbrado a no arrugar el
ceño a Swift y Rabelais. Imagínese, pues, el efecto que
producirán a las personas de criterio menos elástico, sin hablar
ya de las mojigatas y gazmoñas. No puedo estar de acuerdo con los
críticos que sostienen que es
Ulises un libro impecable, pero lo
estaría desde luego si dijeran que presenta vívidos cuadros
acabados de la mente humana, que la mente humana ofrece aspectos sucios e
ingratos,
—119→
y dejarán en ello la disquisición. Al no
hurtarse a su deber de pintar el aspecto menos limpio de la mente humana, Joyce
procede ni más ni menos que lo hicieron los sinceros y eruditos
casuistas de la cristiandad latina. Pero no hay en su propósito esa
fruición de regodeo sensual que diferencia a la descripción
científica de la pornografía. «La intención de
Joyce, dice Valery Larbaud8, no es procaz ni sensual. Se limita a describir y a
mostrar, y en su libro (Ulises), las manifestaciones del
instinto sexual no ocupan más ni menos espacio ni merecen más ni
menos importancia que, por ejemplo, la piedad o la curiosidad
científica... Ha tratado de presentar al hombre en toda su integridad, y
para hacerlo así ha tenido que tomar en cuenta el dominio de lo moral,
el instinto sexual y sus diversas manifestaciones y perversiones y, en el
aspecto fisiológico, los órganos de la reproducción y sus
funciones»
. Es posible que haya quien pregunte por qué no se
remiten estos temas a los tratados de medicina o religión. Y la
respuesta es que en Joyce se da el caso del artista por naturaleza que posee
una educación jesuita y médica y que pone la aptitud intelectual
que estas circunstancias le proporcionan al servicio de una frígida obra
de arte científica. La religión equivale a una
semisupresión, mientras que el arte se basa en el principio de la
expresión. La ciencia no sabe de obscenidades. Hay en
Ulises muy pocas descripciones sexuales que
no fueran conocidas desde hace mucho tiempo por los doctores en medicina y los
eclesiásticos, y Joyce se limita a investigar una vez más el
campo familiar y a utilizar los tesoros del inglés sajón en
vigorosas expresiones -que suenan a menudo a obscenas en nuestros oídos
supersensibles-
—120→
en lugar de obscurecer los hechos con el
inglés latinizado del pornógrafo toda hipocresía.
Débese no perder de vista que el autor de
Ulises ha estudiado medicina y que el
estudiante de medicina tiene más oportunidad que la mayoría de
los demás hombres de observar de cerca las modalidades menos agradables
de sus semejantes. El médico no abriga tantas ilusiones como el abogado
en punto a la naturaleza humana ni siente el acucio de escribir
ad majorem gloria hominis.
Considérese la combinación de a), una excelente educación
jesuita en gramática, retórica, dialéctica,
filosofía y psicología, nutrida por años de estudio
intenso; b), experiencia médica, y c), una gran habilidad
artística. Cuando un autor dotado de este conjunto casi único de
méritos presenta la torrentera de la consciencia de un atleta sexual
semihispano-dublinense como Marion Bloom, realiza con ello, como Rebecea West
reconoce, «uno de los compendios de vida más enormes
aprehendidos hasta hoy en la red del arte»
. Y esto, después de
la solemne declaración de la comentarista de que Mr. Joyce es un gran
hombre carente en absoluto de
buen gusto. ¡Cuán falto de buen
gusto, el entomólogo que describe, por ejemplo, las actitudes de la
mosca doméstica examinada con su microscopio!
El crítico italiano Antonello Gerbi ha expuesto
ingeniosamente las reacciones que ciertos autores le hacen experimentar. Cuando
piensa, por ejemplo, en Shaw, dice que tiene una visión de petardeo de
chispas entre la niebla de los suburbios londinenses
—121→
mientras que
del recuerdo de Proust siente emanar una fragancia crepuscular, un lejano y
suave aroma, y del de Conrad un fuerte olor marino que llena, en cálido
soplo de vientos ecuatoriales, sus pulmones, y los dilata. El pensar en Joyce
le aporta efluvios mohosos, vaharadas espesas de ropa interior sucia, de
fetidez de transpiraciones, de secreciones, de piel humana, y acidez repugnante
de respiraciones en torpe exhalación. «El frío delirio
de decirlo todo, comenta Gerbi, esa determinación fervorosa, paciente,
cruel, de desnudarse, de reflejar todas las acciones, aun las más
frívolas y efímeras, en todos los gestos y posturas... todo eso
tiene algo de inhumano»
. Otro crítico, Mr. E. M. Foster9, luego de opinar que es
Ulises una obra notable, «tal vez el
experimento literario más interesante de nuestros
días»
, la califica de «poema épico» de
«grubbiness» y «desilusión» y habla de la
«indignación» y la «furia» de Joyce. Anoto el
juicio de ambos inteligentes escritores como representativo de una
opinión tan errónea como difundida acerca de la obra de Joyce, en
la que no existe indignación ni furia algunas, y poco o ningún
delirio, excepto en el
Walpurgisnacht de
Ulises. Es ciertamente disculpable que quien
no esté familiarizado con la vida pública de Dublín
descrita por Joyce crea que tras la pintura objetiva que hace de ella late una
indignación reprimida. También aquí Windham Lewis10 se aproxima a la verdad más
cuando dice que Joyce no es trágico, sino indulgente y cómico. La
esencia de
Ulises, y también la de
Work in Progress, es fundamentalmente
cómica y humorística, y si un leve matiz de sarcasmo tiñe
el primero de estos libros, no ocurre
—122→
así con el segundo.
No cabe duda alguna de que podríase demostrar que cada una de las obras
de Joyce es más tolerante que las anteriores. Y apreciaremos mejor
aún la índole de su cordialidad si consideramos la idea que Joyce
tiene de la novela como semejante a la que Synge tiene del drama: la de que
debe ser sinfónico. «El drama, escribe Synge en el prefacio a
The Thinkers Wedding, no enseña ni
demuestra nada. Los analistas y sus problemas y los maestros y sus sistemas se
hacen pronto tan viejos como la farmacopea de Galeno»
. Afirma
también Synge que de entre los elementos que nutren la
imaginación, el
humour es el más propicio.
¿Quién lo duda? Estos principios son los que informan a
Ulises. En lo que a
humour se refiere, tiene algún
parecido con el Liliput de Swift, la más risueña de las obras del
deán. Joyce es un Gulliver que ve a sus pies a los
liliputienses-dublinenses Bloom, Dedalus, Marion, Buck Mulligan,
etcétera. Y cuando se las examina al microscopio, las actividades y la
mentalidad de estos personajes cobran relieve frívolo, cómico,
singularmente humano. En el Liliput de Swift no hay
saeva indignatio, sino simplemente
relato minucioso de las taras y flaquezas de la humanidad. Lo mismo sucede en
Ulises. Pero ésta es quizá la
única semejanza que guardan una o otra obra, porque en punto a arte
literario no se advierte ninguna. Swift es directo y su cerebro responde a una
orientación netamente política. La regla soberana que inspira su
técnica es «la palabra exacta en el lugar exacto»
. La
influencia social y política que ejerció alcanzó
proporciones inmensas. ¿No fue Swift, por ventura, quien hace doscientos
años estimuló el movimiento irlandés que habría de
convertirse en nuestros días en el Sinn Fein y de terminar en la
creación del Estado libre de Irlanda? La influencia política o
social de Joyce es, y será siempre, escasísima
—123→
en
razón misma de la cualidad «sinfónica» de su obra,
pero su arte literario, en cambio, ofrece ya estímulo e
inspiración inagotables a los escritores de diversas nacionalidades.
Evidentemente es difícil referirse a la novela contemporánea sin
tomar a Joyce muy en cuenta. Cabría sostener que si (al margen del arte
literario a que aludo) Joyce ejerce alguna influencia en la modalidad humana,
esta influencia es dañina, porque nos ha dado terribles cuadros de la
vileza de los hombres. Ello constituye una de las penas que tienen que purgar
las inteligencias sensitivas que han estado sometidas a una educación
religiosa demasiado intensa y al autoanálisis lacerante que es su
escudero. El proceso combinado de una y otro suele muy a menudo producir
efectos devastadores en el espíritu de caridad y de tolerancia que el
individuo pueda poseer. Existe siempre el riesgo de que imprima a su mentalidad
una huella sádica. Joyce se libra de ello gracias a su indulgencia
natural y a la extraordinaria preparación filosófica que domina
su obra a partir del período del
portrait. En
Ulises y en
Work in Progress vemos cómo la
religión es contemplada con una frívola comicidad tolerante que
no roza nunca los límites del escarnio en el sentido en que lo hace, por
ejemplo, Anatole France en
La Rotisserie de la Reine Pedaunque. El
portrait es un caso aparte. La pintura
que traza del mal carece de compensación en tolerancia. El hombre que
escribió el
portrait era un hombre encogido en
sí mismo,
brooding, mordido de inquietudes y
tristezas.
Remitiré a la obra de Wyndham Lewis ya mencionada al lector que desee informarse acerca del aspecto «tiempo» de Ulises. No pretendo, por mi parte, tener más concepto claro del principio tiempo que el simbolizado por una línea recta los extremos de la —124→ cual se pierden en el infinito. Joyce sigue esta línea con exquisito escrúpulo, aunque en ocasiones gusta de especular con ella y presta a los acontecimientos una expansión arbitraria, «telescópica», o bien -como ocurre en el Walpurgisnacht- salta a lo que Mr. Dunne11 llamaría «otros planos»; o bien -como en Work in Progress- la trueca en tiempo-espacio einsteniano. Otras veces prestidigita con las relaciones de causa y efecto, según tengo entendido que la razón humana puede hoy hacer autorizada por Schrödinger. El metafísico hallará en este libro un trapecio apto para practicar acrobacias intelectuales; el resto de los mortales haremos bien en pasar de largo. Deberemos darnos por satisfechos con el asunto, no el sentido que Mr. Edgard Wallace atribuye al vocablo, sino con el asunto psicológico, que es harto más sugerente, más elevado y más halagador para la naturaleza humana que el tipo usual de la producción de Wallace. A desemejanza de sus muchos contemporáneos mercantilizados, Joyce no diviniza jamás el vicio y la delincuencia apelando al sistema de rodearlo de un halo romántico. A través de los ojos de Joyce, el mal aparece tal cual es, en toda su vileza sentimental incluso. Resultaría interesante comparar el On the Spot de Wallace con la obra de un Joyce al que se consiguiera convencer para que fuese a vivir unas semanas a Chicago. Dudo que esta segunda obra mereciese de los pistoleros, criminales o literarios, elogios tan encendidos como la primera.
Suele ser costumbre en los ensayos de la índole del actual
tratar de resumir al acercarse al epílogo y perfilar una teoría
de conclusiones. Me propongo yo abstenerme de una y otra cosa, porque
—125→
espero que lo dicho hasta aquí sea suficientemente
explícito y porque no estoy lo bastante seguro de mis opiniones como
para enristrarlas y escribir debajo «quod erat
demonstrandum»
. No existe en nuestros días un autor
cuyas obras resulten de deslinde, avaluación y crítica más
difíciles que las obras de Joyce, y mucho de lo expuesto por mí
debe ser considerado como una selección y compendio de ideas ajenas a
las cuales he añadido unas cuantas de mi propia cosecha. El mayor
problema de los planteados a los críticos de Joyce lo constituye
Work in Progress, y hay que confesar que a su
respecto los críticos no saben, en definitiva, nada concreto. Es
imposible afirmar si se trata de un experimento de la más alta
importancia para el futuro del idioma, la literatura y la psicología, si
simboliza el agotamiento de un gran talento, o si es, por todo, una broma.
Valery Larbaud (uno de los más fervorosos admiradores de Joyce), sugiere que Work in Progress es un abuso idiomático. Dijérase que Joyce realiza en su órbita lo que Gertrude Stein ha realizado en la suya correspondiente. Esta escritora norteamericana lleva la disociación del tiempo a un extremo tal que el resultado es inteligible sólo para ella. Y Joyce, por su parte, se identifica de tal modo, tan estrechamente, con el «tiempo-espacio» que tiene que auxiliar al grupo de traductores que intenta verter Anna Livia a otro idioma. Es Work in Progress, a no dudarlo, ingenioso, pero también lo son el volapuk y el esperanto, y uno y otro poseen más belleza en calidad de idiomas que el extraño pot pourri de Joyce, aunque carezcan ambos de su amplitud. Volviendo al punto de partida, consideremos un instante el siguiente párrafo de Anna Livia:
Su versión francesa es la que sigue:
Podremos desde luego pensar lo que queramos del ritmo y el sentido de uno y otro, pero lo exacto es que ambos producen idéntico efecto: risa. Confieso que no he podido averiguar aún qué es lo que me mueve a risa cuando leo párrafos de Anna Livia o Anna Livie. No sé a ciencia cierta si es su incongruencia lingüística o las ideas absurdas que lo inspiran. La versión francesa parece quizá ofrecer un matiz satírico levísimamente superior al del texto inglés, por más que esta cualidad sea muy a menudo inherente al idioma francés y no requiera la voluntad del escritor. Este fenómeno se hace en ocasiones muy aparente, y así ocurre, por ejemplo, en la versión francesa de la obra maestra de Mrs. Bakker Eddy. Leía yo no ha mucho su Science et santé avec la clef des écritures, y había momentos en que me parecía estar leyendo el Dictionaire Philosophique de Voltaire o las meditaciones de ese personaje ficticio y tan humano que es el abate Jérôme Coignard.
Work in Progress responde a una concepción toda ingenio. Aun aquellos fragmentos que no entendemos nos hacen reír. ¿Se —127→ trata, pues, de una broma de magnitud formidable, de un «bromazo»? La broma solemne, ejercicio literario asaz difícil, no tiene nada de raro entre los autores irlandeses, ni habría de significar tampoco novedad para uno de ellos el urdir una chanza fantástica, especialmente si quien la ideaba era un hombre del ingenio y la habilidad de James Joyce. ¿Será Work in Progress un hato de dislates fecundado por ese gigantismo de exuberancia irlandesa a que más arriba aludí? ¿O bien un objeto lanzado a la cabeza de los críticos, especie a la que Joyce detesta de todo corazón? En resumidas cuentas, esta última podría resultar la explicación más razonable y sencilla. La brindo al lector principalmente porque a nadie, que yo sepa al menos, se le ha ocurrido mencionarla hasta ahora, y se la ofrezco también como una de las varias explicaciones posibles. De cualquier modo, es una hipótesis con resquicios de justa, y lleva en ello ventaja a todas las otras. Y además, podrá tal vez procurar al lector corriente esa conclusión que he venido evitando hasta aquí con celo tan prolijo. Porque Work in Progress, dígase lo que se quiera al margen, es por sobre todo una magnífica pieza literaria provocadora de sana hilaridad.