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Guillermo Ferrero ha terminado la serie de sus conferencias del Odeón. Ocho veces en el mes esa aristocrática sala se ha llenado de una selecta y numerosa concurrencia de damas, políticos, periodistas, literatos, intelectuales de todo género y de todas las condiciones, acudidos, los unos por verdadero interés, los otros por simple snobismo, a escuchar durante dos horas consecutivas al distinguido historiador.
Y Ferrero, con su voz monótona y plañidera, desagradable en principio hasta hacerse simpática por la fuerza de la costumbre, ha rememorado ante el auditorio respetuosamente recogido, la pasada grandeza de Roma, acompañando su fácil elocución con amplios ademanes de sus brazos largos y huesudos.
Sin temor de errar puede asegurarse que la impresión dejada en el auditorio por ese cielo de conferencias, ha sido inferior a la expectativa.
Muy novedosa ninguna lo ha sido. Muy profunda tampoco.
Ferrero no tiene vuelos de águila. En las de índole general, verbigracia en la primera sobre la importancia de la historia de Roma, y en la séptima sobre el vino en esta historia, se ha notado la falta de más numerosos y más hondos puntos de vista para considerar el tema. La de Antonio y Cleopatra no convenció. El público no gusta tan fácilmente de abandonar ciertas arraigadas creencias. A la sequedad de una prosaica demostración científica, prefiere la fe ciega en una poética leyenda, maguer fuese falsa. A los entendidos tampoco gustó el modo algo irrespetuoso con que trató Ferrero a sus ilustres predecesores en estos estudios. A todos ha parecido algo exagerada esa importancia que él le atribuye a sus —64→ cursos del delicado orador, a no ser su superficialidad excesiva y su no menos excesiva prodigalidad de elogios para Guillermo Ferrero.
En una crónica del mes no puede dejarse pasar en silencio el imprevisto acontecimiento de arte que el público porteño ha tenido ocasión de presenciar en estas últimas semanas en el teatro Argentino. Nos referimos, como se comprenderá, a la que Tallaví ha hecho del papel de Osvaldo en Los Espectros. Con sorna fueron leídos los carteles anunciadores del espectáculo. ¿Después de Zacconi? En verdad que se requería audacia. Y con ganas de bromear llenó el público el teatro la noche del estreno. Pero, desde la aparición de Tallaví fue por completo conquistado, subyugado por el talentoso actor. Si esa interpretación no se parecía a la de Zacconi, tampoco le iba en zaga. Algunos en su entusiasmo fallaron en favor de Tallaví. Entre ellos no faltaban médicos. Sí, esa interpretación de la enfermedad de Osvaldo era más exacta, pues, en su calculada continuidad ajustábase más a las condiciones del drama, cuya acción transcurre en menos de 24 horas. Sea como sea ha sido éste para el joven actor español un verdadero triunfo. Y noche a noche el público se ha renovado en la amplia sala del teatro Argentino para aplaudirlo en ese desenvolvimiento magistral que él hace de su dificultoso papel. Pero el hecho se presta a reflexiones. A ver ese drama de Ibsen no se va hoy en día sino para contemplar en cual forma desenvuelve el actor el proceso de la espantosa enfermedad de Osvaldo. El público no va al teatro sino para ver cómo sufre y cómo muere el protagonista, y si lo hace tal como en las clínicas se ve. Reflexionándolo bien eso es simplemente horrible. En definitiva no es algo más elevado que el truculento folletón que place a la gente menuda.
Estudios de Filosofía Jurídica y Social, por Antonio Dellpiane, Valerio Abeledo, editor.
Voz del desierto, por Eduardo Talero, (edición de la «Sociedad de Escritores de Buenos Aires»).
Thepsis, por Carlos Octavio Bunge, (Biblioteca La Nación).
El problema social, por César Iglesias Paz, Arnaldo Moen y hermano, editores. (Nos ocuparemos de él en el próximo número).
Cuentos extraños, por Juan Mas y Pí, La Plata. (Nos ocuparemos de él en el próximo número).
Vendimias Juveniles, por Manuel Ugarte. Garnier hermanos, París. (Nos ocuparemos de él en el próximo número).
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