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ArribaAbajo Nosotros

(Primer capítulo de un libro en preparación)


Roberto J. Payró


Hacía una semana que me hallaba en Buenos Aires, después de catorce años de destierro en la campaña, y la había ocupado en visitar antiguas relaciones anunciándoles mi próximo viaje a Europa, cuando después de un ligero almuerzo, me propuse firmemente buscar a Lové, sin descansar hasta encontrarlo, pues me urgía reanudar nuestra vieja amistad, y escapar a la trivialidad que me rodeaba desde que puse el pie en las calles de mi vieja capital.

Las guías me habían hecho andar de un lado a otro sin éxito alguno, y los informes de criados y porteros, sólo habían servido para aumentar mi confusión y mi impaciencia.

Subí a mi cuarto de l'Universelle, silenciosa en aquel momento, pues casi todos sus habitantes de paso, tan quietos y circunspectos por lo general, habían salido a almorzar; y mientras me cambiaba ropa formaba mi plan de campaña: ir a ver a Gargol, asociarlo a mi pesquisa, o por lo menos exigirle que me dirigiera, y luego no perder un minuto.

¡Cómo había cambiado Buenos Aires! Catorce años atrás la gente parecía vivir en público, todo el mundo se saludaba, cualquiera nos informaba de lo que queríamos saber. Mientras que ahora las calles eran una baraúnda infernal que me mareaba y me ensordecía, no tropezaba con conocido alguno, las viejas casas se habían ido o estaban por irse, y había menos luz, y menos aire; los altos edificios me sofocaban, los relumbrantes escaparates me sorprendían, y el lujo y la elegancia, y el tráfico, el   —14→   atropellamiento de gentes a pie, de tranvías, de carros, de carruajes, de caballos, me hacían pensar en que ésta no era mi ciudad, que acababa de llegar equivocadamente a otro punto del universo. Sin embargo, había seguido en los diarios la marcha ascendente de Buenos Aires, sus progresos rápidos, la sorprendente cifra de su población duplicada en tan corto espacio; pero la prensa, aunque me dejara incrédulo ante sus bombásticos datos, no me había dado, en suma, sino un pálido reflejo de la realidad. Incómodo y desmañado en las calles rebosantes de gente, pedí un coche para ir en busca de Gargol, a quien encontré en la redacción. Nos habíamos visto ya, a mi llegada, que anunció con un sueltito muy amable en la sección Vida Social:

«Tenemos el gusto de saber que ha llegado a esta capital, después de catorce años de ausencia y de paso para Europa, adonde va en viaje de placer, el distinguido hacendado don José Inciente, que tan estrechamente ligado está a nuestras viejas familias patricias. Le enviamos nuestro cordial shake-hand».

No cito en vano, el suelto, que me divirtió por lo de «distinguido hacendado» y su forma artificial. Pero Gargol no sabía, en mi primer visita, las señas de Lové.

-¿Cómo hacen ustedes los periodistas para encontrar a un hombre? -le pregunté después de saludarlo.

-Santa Fe, número... tantos -me contestó.

Y notando mi sorpresa:

-Ha estado aquí -añadió-, a preguntarme tus señas, que no me habías dejado, y me dio las suyas por si te volvía a ver. Lo informó de tu llegada el suelto de Vida Social. Ya ves: à quelque chose malheur est bon.

Gargol tenía debilidad por el francés, con que salpicaba casi todas sus frases, castellanizando palabras también, aunque hablara con su cocinera. Cuando se le observaba esa costumbre, no dejaba de contestar riendo:

-Eso me posa. Y los tontos se quedan abasurdidos.

Conseguido tan fácilmente el triunfo, dejé a Gargol y me lancé en busca de mi amigo. No había visitado aún aquella parte de la ciudad, y en el trayecto quedé admirado de su transformación. Buenos Aires se había extendido hacia el poniente, como otras muchas grandes ciudades, y desde Callao, a ambos lados de la   —15→   calle Santa Fe que se ensancha y se alegra, se suceden las hermosas casas, los pequeños palacios con jardines, mientras que las vías que corta perpendicularmente conservan cierto sello de tristeza pobre, y las casuchas contiguas provocan recuerdos que se creerían desvanecidos para siempre. Aquí había un cerco de pita, allá un pantano, más lejos un rancho de paja y barro, éste palacio era un potrero, aquella casa un huerto... De Florida a Palermo se puede llegar sin una solución de continuidad en la edificación intensiva; hasta entre los pocos jardines que restan, hay algunos cuyas tapias están señaladas por las rayas blancas o negras que los fraccionan para la venta. Entonces me asaltó la idea de que ya los pobres no vivirían tan a sus anchas en Buenos Aires.

Lové me recibió con júbilo, es la palabra. Hacía mucho tiempo que no teníamos noticias uno de otro, con el odio común a las frases de fórmula, comprendiendo que no podíamos hacer de cada carta un libro. Pero la estrechísima amistad que nos unía continuaba como en los hermosos días de la niñez y la primera juventud. Me había buscado en todos los hoteles de importancia, pero no pensó en que pudiera haberme alojado en una casa amueblada.

-Y ahora te vas a venir a casa -me dijo con su criollismo crónico e incurable. No quiero que te me perdás.

Mi proyecto de ir a Europa le había extrañado. No comprendía el afán de lanzarse al viejo mundo apenas se tenía con qué hacerlo, y sin conocer siquiera el propio país; por negocios, perfectísimamente; pero hacerlo por placer, cuando se ignoraba lo que ocurría y lo que había en la tierra natal, le parecía lo mismo que preocuparse de la casa del prójimo sin atender la propia.

-Vos visitarías todo lo interesante, irías con el propósito de observar, de aprender, harías estudios objetivos; ya sé. Pero ¿qué contestarías si allá te pidieran detalles sobre tu país? Y ¿qué aplicación tendrían tus observaciones, si no sabés, lo que hay que modificar, corregir, perfeccionar o crear en nuestra tierra?... Sos rico, sos joven; empezá por el principio; estudiános y estudiáte antes de irte al extranjero.

Me reí. ¿Acaso aquello podía ser interesante? ¿No sabía cuanto había que saber? Bien me informaban los libros y diarios   —16→   de lo que era la Argentina, y no contestaría disparates a los que me preguntaran por allá, ni en cuanto a política, ni en cuanto a comercio, ni en cuanto a costumbres. Pero él protestó:

-No es lo mismo. Si fuera lo mismo ¿para qué te vas a Europa, entonces? Podés leer libros y diarios, mejores y más. Pero es que hay que ver con los mismos ojos de uno. Yo no he encontrado en ningún libro lo que he visto viajando; por lo menos no lo he comprendido tan bien. Mirá: en aquel mapa están señalados con tiza azul todos los que he hecho. Buena madeja ¿eh? Tucumán y Santiago del Estero por un lado; Bahía Blanca y la Pampa Central por otro; Mendoza por el de más allá; Córdoba en el medio, y luego Entre Ríos y Santa Fe y Corrientes, y el Chaco, y el Bermejo. Fijáte: hasta Corumbá, en el Matto Grosso, y Santiago y Valparaíso en Chile, y Montevideo, y el Salto y Santa Rosa. Mirá por el Uruguay...

Y siguió relatándome su vida de ardilla, cuándo y cómo había estado en cada punto, su firme intención de visitar el país entero antes de llegar a viejo, su orgullosa satisfacción de haber observado, de haber visto, de saber.

-Podría escribir un libro, un libro nuevo e interesante, lleno de cosas que los demás desdeñan, pero que constituyen nuestra originalidad. Algunas veces me han dado tentaciones. Después lo he dejado. ¿Para qué? Malgastaría el tema, haría un soporífero, no sabría cómo describir las cosas. Pero ¡caramba! Vos no te podés ir sin ver. Tenés que hacer como yo. Si querés, recorreremos juntos las provincias que me faltan: San Luis, San Juan, La Rioja, Catamarca, Salta, Jujuy... Te aseguro que merece la pena. Saliendo de Buenos Aires, visitando las capitales, se vuelve con una idea nueva, pero nueva de lo que es la República Argentina. Se ve y se toca un límite que parece material.

Le contesté sonriendo que mi viaje estaba decidido, que hasta «la prensa» se había ocupado de él y que no me echaría atrás.

Pero él insistió. Era necesario saber la posición moral, intelectual y económica que Buenos Aires ocupaba en el país; éste no formaba un todo homogéneo como parecía generalmente, por el contrario, mediaban diferencias capitales entre provincia y provincia; la característica de cada una estaba perfectamente diseñada, pero en las vecinas había tal semejanza que   —17→   era necesario observar muy sagazmente para deslindarla, mientras que en las lejanas, en Mendoza, en Corrientes, en Santiago, saltaban a la vista del menos perspicaz. Y, cosa natural, pero que causaba extrañeza. Buenos Aires, la capital, no se repetía en ninguna otra de las ciudades argentinas, mientras que Buenos Aires, la provincia, sólo tenía puntos de contacto con Santa Fe y Entre Ríos, sobre todo con la primera. Mendoza se parecía más a los del otro lado, a los chilenos, aunque fuera modificándose rápidamente, desde que el ferrocarril la aproximó al Río de la Plata; Tucumán se acercaba a Córdoba, aunque la industria la mueva más; Córdoba continuaba siendo española, conventual, tan conventual como la triste Santa Fe, estrechada y carcomida por las aguas; el Rosario era una calle Rivadavia extendida en todas direcciones...

Y continuó largo rato exponiéndome la síntesis de sus observaciones, para terminar exclamando:

-¡Qué querés! Cualquiera de las provincias cuando recién la veo, me hace el efecto de un país extranjero, y muchas veces me he dicho que según el concepto que los nacidos aquí tenemos de la república desde chicos, ésta se acabaría en los límites de la provincia de Buenos Aires.

-¡Siempre porteño! -exclamé.

-¡Al revés! -me contestó. Tengo ideas más amplias. Quisiera que el país fuese completamente homogéneo, por lo menos en el adelanto y la riqueza, tomando, naturalmente, como molde a Buenos Aires. Me gusta haber nacido aquí, como te gustará a vos también, pero no tendría inconveniente en hacerme cordobés en Córdoba o jujeño en Jujuy, para esforzarme porque adelantaran.

-¿Tenés el carruaje a la puerta? ¿Sí? Pues entonces vamos a buscar tu equipaje, y nos venimos. Yo estoy solo, la casa es grande, iremos a comer al centro, donde se nos antoje, como hago todos los días, y estaremos tan a gusto como es posible. Pero desde ya te aseguro que no te suelto.

Salimos juntos, pues no había medio de escapar a su agasajo, y al fin y al cabo mejor estaría en su casa que en la posada, por buena que ésta fuera. Ya en el carruaje, le pregunté con curiosidad si en Buenos Aires todos hablaban como él; yo había tratado   —18→   de mejorar la manera de expresarme, huyendo lo más posible de los argentinismos, buscando la corrección, y me sorprendía que Lové no hubiera hecho lo propio.

-Eso es según. Algunos hablan estudiadamente, pero hasta a esos mismos suelen escapárseles los vos, los ché, con toda la retahíla. Los más siguen como antes, y la conversación resulta más enérgica y pintoresca.

-Sin embargo, hoy se escribe bastante bien, los diarios mismos parecen cuidar la corrección del lenguaje.

-Ahí verás. Es que todos saben y ninguno quiere, por temor de parecer afectado. Ya te mostraré algunos que lo hacen. Otros, cuando leen, pronuncian la e y la z; pero en el trato corriente ¡qué esperanza! los amigos se reirían. Es una preocupación, pero que algo bueno tiene, porque sirve para caracterizarnos. Y después ¡hay cosas tan expresivas! Desde ya, por desde ahora, es más perentorio; el ya, seco, da a la frase una energía imperativa magnífica. Recién, por hace un momento, da la idea de algo tan inmediato, tan cercano, que causa pena no usarlo cuando se escribe. Hay otros argentinismos sonsos, pero muchos son lo más pintorescos.

Seguimos en amena conversación, contándonos nuestra vida pasada, trabajos, esperanzas, desengaños, mi deseo de descansar y distraerme después de tanto tiempo de soledad y de tristeza, su entusiasmo por América que quería recorrer toda, después de visitar su tierra sin olvidar un rincón, y cuyo porvenir veía estupendo, insospechado, soñando en un apogeo fenomenal de los Estados Unidos, y en un progreso vertiginoso para Sud América, sobre todo en la zona templada, que tendría en poco tiempo un comercio incalculable, trocando sus productos con el mundo entero, una industria colosal, porque tenía en su seno todas las materias primas, y hasta un arte y una literatura. Y Buenos Aires triunfaba, Buenos Aires iba a la cabeza de todas las capitales sudamericanas, más que hoy, mucho más, realizando el grito de orgullo de los viejos que la llamaron Atenas.

Nada lo interrumpió: ni la llegada a l'Universelle, ni el trastorno de la mudanza, ni el arreglo de cuentas. Seguía entonando su himno a nuestra tierra americana: la más joven, la más rica, virgen aún, pero de una maternidad portentosa, que sólo esperaba   —19→   ser fecundada para asombrar al mundo con su florecimiento. Todo estaba decrépito, menos ella, apenas llegada a la pubertad; Europa, perdida la cabeza, con arrebatos seniles, lanzábase a aventuras deplorables, Italia en África, España en Cuba, por usurpar o conservar lo usurpado; y Alemania y Francia, y todas las viejas naciones echaban sobre sus hombros cargas superiores a sus fuerzas, y el continente entero parecía estar en la tremenda oscilación del principio del fin.

Nosotros alcanzaríamos a ver muchas cosas todavía; quizás asistiéramos al gran triunfo, si, enloquecida del todo, Europa se lanzaba a la guerra. Pero eso no sucedería, salvo un acontecimiento excepcional e imprevisto que estallara como una bomba.

-¡Los centenarios no se suicidan! -exclamó.

(Concluirá).