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ArribaAbajo La interlocutora3

Atilio M. Chiappori


Lo fue, durante todo un lánguido otoño, admirable de silencio y de atención. ¿Qué ansía enfermiza impulsábala a lividecer su alma en la angustia de tales relatos? Nunca quiso decirlo. Cuantas veces se lo preguntara sonreía penosamente y los ojos se le llenaban de lágrimas. La tarde en que presintió que estaba a punto de adivinar su secreto, cerráronse para mí también las puertas de Las Glicinas. Desde entonces vive sola en su quinta solariega, sin otro confidente que un suntuoso cuaderno de cantos dorados donde escribe una historia resignada y triste que jamás verá la luz. Y lo mismo que en aquella emocionante ficción de Radiana Glanegg, el Tiempo vela su retiro voluntario con su hoz y su reloj de arena como en las alegorías...

Alta, fina, singularmente pálida, tenía las manos afiladas y expresivas, y el aire pasmado de esos niños trágicos que pasan con ojos atónitos por los cartones de miss Kate Greenway.

Era la oyente ideal. Ávida de fábulas, su espíritu no destellaba esa clarovidencia quimérica de sus hermanas extraterrestres, Moralla, Ligeia, pero aquilatábalo, en cambio, sensibilidad tan exquisita, que el sentido de las imágenes abríase para ella con sorpresas de prodigio.

Las tardes crudas, refugiábase en aquel salón de reliquia donde había siempre una partitura olvidada en el historiado facistol y grandes rosas exangües en los floreros antiguos. A «la hora del   —36→   té humeante y de los libros cerrados», cuando la luz mortecina prestaba matiteces de cutis a las porcelanas de las consolas, y el piano ahondaba reflejos de estanque nocturno, y los retratos de los antepasados adquirían esa animación grave de la vida espectral, acodábase sobre una lacia piel blanca, la cara en las manos, para escuchar en esa postura tendida de esfinge que adoptan las girls juiciosas de los Keepsakes.

Otras veces, con las primeras sombras abandonaba el recinto.

Aún me parece verla a mi lado con su andar elástico lleno de la gracia ceremoniosa de las gavotas. De vez en cuando, una ráfaga más fría propagaba ligero temblor en la fronda exhausta del jardín. En todas partes -sobre los arbustos de copas perennes, en los bancales contiguos o, a sus pies, en la conchilla menuda del sendero- en todas partes caía una lamentable profusión de hojas amarillentas. Deteníase entonces para recoger alguna y, en seguida, reanudaba la marcha con un suspiro.

Sin embargo, rara fue la tarde en que tales paseos no se interrumpieran de improviso. Con frecuencia, en medio de una escena atribulada, inquietábase repentinamente y decía con su vaga sonrisa ocultadora:

-«Ha refrescado mucho, entremos... »

Bajo nuestros pasos, mientras nos alejábamos en medio de los árboles inmóviles, crujía la arena del camino...