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Capítulo VII.

Quiénes son los que pagan los consumos públicos.

     Es raro, pero no carece de ejemplo, el ver un ciudadano que hace a su costa un consumo público. Un hospital fundado por él, un camino abierto, un jardín público plantado sobre terreno suyo y a su costa, no son munificencias desconocidas. Eran mucho más comunes, pero mucho menos meritorias entre los antiguos. Sus riquezas eran las más veces fruto de las rapiñas ejercidas sobre sus conciudadanos y sobre los enemigos; �y aún los despejos de los enemigos no se habían ganado a costa de la sangre de los ciudadanos? Entre los modernos, aunque semejantes excesos no carezcan de ejemplo, las riquezas de los particulares mucho más generalmente son fruto de su industria y de sus ahorros. En Inglaterra donde hay tantos establecimientos fundados y mantenidos a costa de los particulares, la mayor parte de los bienes con que se sostiene son hijos de la industria. Es mucho más generoso el dar los bienes que han costado trabajo juntar, y que se han aumentado a fuerza de privaciones, que el derramar aquellos de los que no debe dar gracias más que a su buena fortuna, o a lo más a algunos instantes de audacia.

     Otra parte de los consumos públicos entre los romanos se hacía inmediatamente a costa de los pueblos vencidos. Se exigía de éstos los tributos que los romanos consumían.

     En la mayor parte de las naciones modernas el público es propietario, ya sea de la nación entera, ya de las ciudades, villas y lugares, en particular de las fincas que la autoridad pública alquila o administra en nombre de la comunidad. En Francia las tierras labrantías y las fábricas que pertenecen al público, se alquilan en general a los particulares; y los bosques nacionales son administrados por los agentes del gobierno. Los productos anuales de todos estos bienes subvienen a una parte importante de los consumos públicos.

     Pero la mayor parte de estos consumos se satisfacen con el producto de las contribuciones que pagan los ciudadanos o súbditos. Unas veces contribuyen como miembros de todo el estado, y su contribución entra entonces en el tesoro público de donde se toman los gastos que miran a todo el estado: otras veces como miembros de una provincia o de un partido; y su contribución entra entonces en la caja provincial o del partido de donde se sacan los gastos que no corresponden más que a aquella provincia o partido.

     Si la equidad manda que los consumos se paguen por los que disfrutan de ellos, los países más bien administrados bajo este aspecto, son aquellos en que cada clase de ciudadanos contribuye a los gastos de los consumos públicos a proporción de la ventaja que saca de ellos.

     La sociedad entera goza de los beneficios de la administración central, o si se quiere, del gobierno: goza también toda entera de la protección de las fuerzas militares; porque una provincia gusta de estar al abrigo de toda invasión: si el enemigo se apodera de la capital, del lugar de donde se dominan necesariamente a todas las otras provincias podrá imponer leyes hasta en aquellas que no ha invadido aún, y dispondrá de la vida y hacienda, hasta de aquellos que jamás habrán visto sus soldados. Por una consecuencia necesaria los gastos de las plazas fuertes, de los puertos militares y de los agentes exteriores del estado, son de tal naturaleza que toda la sociedad entera debe contribuir a ellos.

     La administración de justicia parece que debe colocarse también en la clase de los gastos generales aunque presente una protección o una ventaja más local. �Un tribunal de Burdeos que coge y juzga a un malhechor, acaso no trabaja para la seguridad de toda la Francia? Los gastos de cárceles y de pretorios siguen los de los tribunales. Smith quien que la justicia civil se pague por los litigantes. Esta idea sería aún más practicable si todas las sentencias se diesen no por tribunales nombrados de oficio, sino por árbitros escogidos por las partes entre cierto número de hombres que mereciesen la confianza pública. Si estos árbitros que harían siempre oficio de un Juri de equidad fuesen pagados proporcionalmente a la suma que se disputaba, y sin que se atendiese a la duración de la instrucción tendrían interés en simplificar y abreviar los procesos para ahorrarse tiempo y trabajo.

     Una provincia y un partido parecían gozar sólo de las ventajas que les proporciona su administración local y los establecimientos de utilidad, de placer, de instrucción, y de beneficencia, que tiene esta porción de la sociedad. Conviene pues que los gastos de todas estas cosas sean a su cargo, y esto sucede así en muchos países. No hay duda que el país entero saca alguna ventaja de la administración de una de sus provincias: el forastero en una ciudad es cierto que es recibido en sus tugares públicos, en sus bibliotecas, en sus escuelas, en sus paseos, y en sus hospitales, pero con todo eso no puede negarse que las gentes de aquel distrito son las que gozan principalmente de todas estas ventajas.

     Hay una grandísima economía en dejar la cobranza y distribución de los caudales locales a las autoridades locales, especialmente en los países en que los administrados nombran sus administraciones. Cuando los gastos se hacen a vista de las personas a cuya costa son y para cuya ventaja se ejecutan, se pierde menos dinero, y los gastos son más apropiados a las necesidades. Si se atraviesa un pueblo o ciudad mal empedrados o puercos; si uno ve un canal mal cuidado, o un puerto que se ciega, se puede deducir las más veces que la autoridad que administra los caudales destinados para estos gastos no reside en aquel pueblo.

     Una de las ventajas de las naciones pequeñas respecto de las grandes es que gozan mejor y a menos costa de todas las cosas de necesidad o placer público, porque ven de más cerca si los gastos que hacen para un objeto se aplican fielmente a él.



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Capítulo VIII.

De los impuestos.

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. I.

De los efectos generales de toda especie de impuestos.

     Impuesto es esta porción de los productos de una nación que pasa de las manos de los particulares a las del gobierno para subvenir a los consumos públicos.

     Sea el que quiera el nombre que se le dé, llamesele contribución, tasa, derecho, subsidio, o bien don gratuito, es una carga impuesta a los particulares o a las reuniones de éstos por el Soberano, pueblo o Príncipe, para subvenir a los consumos que él juzga a propósito hacer a costa de ellos: luego es un impuesto.

     No entra en el plan de esta obra el examinar a quién pertenece el derecho de votar el impuesto. Para la economía política el impuesto es una cosa de hecho y no de derecho(151). Ésta estudia la naturaleza de él, procura descubrir de dónde provienen los valores de que se compone, y cuáles son sus efectos, relativamente a los intereses de los particulares y de las naciones. Nada más.

     Un impuesto no consiste en la substancia material suministrada por el contribuyente, y recibida por el recaudador, sino en el valor de esta substancia. Que se cobre el impuesto en dinero, en víveres, o en servicios personales, estas son circunstancias accidentales más o menos favorables al contribuyente, o al gobierno. Lo esencial es el valor de este dinero, de estos víveres, o de estos servicios. En el instante mismo que el contribuyente paga este valor le ha perdido: en el instante mismo que es consumido por el gobierno o por sus agentes, todo el mundo le ha perdido, y no vuelve a entrar de ningún modo en la sociedad. Esto es lo que se ha probado a mi parecer cuando se ha tratado de los efectos generales de los consumos públicos. Allí es donde se ha visto que el dinero de las contribuciones aun cuando vuelva a entrar en la sociedad, el valor de estas contribuciones no vuelve a entrar en ella, porque este valor no se le vuelve gratuitamente a la sociedad, puesto que los agentes del gobierno no le restituyen el dinero de las contribuciones sin recibir de ella en cambio un valor igual.

     Por las mismas razones que nos han demostrado que los consumos improductivos no eran en nada favorables a la reproducción, la exacción de los impuestos no podrá serle favorable. Ésta arranca al productor un producto de que habría gozado si se hubiese consumido improductivamente; o habría sacado de él un provecho si le hubiese consagrado a un empleo útil. Como un producto es un medio de producción, cuando se quita al contribuyente un producto se disminuye más bien que se aumenta su facultad de producir.

     Se dirá tal vez que la necesidad de pagar el impuesto obliga a la clase industriosa a redoblar sus esfuerzos, de que resulta un incremento de producción. Pero en primer lugar, los esfuerzos no bastan para producir, y además se necesitan capitales compuestos de productos, que es precisamente la cosa que el impuesto arranca; y en segundo lugar �quién no ve que la porción de valores que la industria produce no más que para pagar el impuesto, no enriquece, porque el impuesto la arranca y la consume? Pretender que el impuesto contribuye a la riqueza de una nación sólo porque ésta cobra parte de sus productos, y que la enriquece porque consume parte de sus riquezas, es querer sostener un absurdo; y el notarlos sería una niñería, si la mayor parte de los gobiernos no obrasen conforme a este pretendido principio, y si obras estimables por la intención y conocimientos de sus autores, no intentasen probarlo(152)

.

     Si al ver que los países más cargados de impuestos, como la Inglaterra, son al mismo tiempo los más ricos, se dedujese que son ricos porque pagan más impuestos, se raciocinaría mal, y se tomaría el efecto por la causa. Nadie es rico porque paga, pero paga porque es rico. Para un hombre sería un gracioso medio de enriquecerse gastando mucho por sólo la razón de que otro particular que es rico, gasta mucho. Es evidente que este gasta porque es rico, pero no se enriquece porque gasta.

     El efecto se distingue fácilmente de la causa cuando ésta precede al efecto; pero cuando su acción es continua y su existencia simultánea es fácil confundirlas.

     Por esto se ve que si el impuesto produce frecuentemente un bien cuanto a su empleo, siempre produce un mal en cuanto a su exacción. Es un mal que los buenos Príncipes y los buenos gobiernos siempre han procurado aligerar con su economía; y así no exigen de los pueblos todo lo que pueden exigir, sino solamente todo lo que no pueden excusarse de consumir. Y si la economía severa es una de las virtudes más raras en los gobiernos, consiste en que están necesariamente rodeados de gentes que tienen interés en que no la tengan. Los unos quieren dar al entender con raciocinios especiosos que la magnificencia es favorable a la causa pública, y que al estado le conviene gastar mucho. Las explicaciones que son objeto de este libro III serán suficientes para apreciar este sistema.

     Otros sin pretender que la disipación de los caudales públicos sea un bien, prueban con guarismos, que los pueblos no están cargados, y que pueden pagar contribuciones muy superiores a las que se les han impuesto. �Hay, dice Sully en sus Memorias(153), una especie de aduladores, dadores de consejos, que andan haciendo su corte al Príncipe con suministrarle continuamente nuevas ideas para que tenga dinero: gentes que otras veces estuvieron la mayor parte empleados, y a quienes no queda de la situación brillante en que han estado más que la desdichada ciencia de chupar la sangre de los pueblos, en la que procuran instruir al Rey por su propio interés.�

     Por último otros forman planes de real Hacienda, y proponen los medios de llenar las arcas reales sin cargar los súbditos. Pero a no ser que un plan de hacienda sea un proyecto de empresa industrial, no puede dar al gobierno más que lo que quita al particular o al gobierno mismo bajo otras formas. Jamás se hace alguna cosa de nada. Disfrácese como se quiera una operación; hagase tomar los rodeos que se quiera a los valores y sean las que quieran las metamorfosis que se les haga sufrir, jamás se tendrá un valor sino creándole o tomándole. El mejor de todos los planes de hacienda es el gastar poco, y el mejor de todos los impuestos es el más pequeño.

     Si el impuesto es una porción de las propiedades particulares(154), exigida para el servicio público: si el impuesto es un valor que no vuelve a entrar en la sociedad después que se le ha arrancado, y si el impuesto no es un medio de reproducción, podremos deducir que los mejores impuestos, o más bien los menos malos son:

     1.� Los más moderados en su cuota.

     2.� Los que tienen menos de aquellas cargas que pesan sobre el contribuyente sin provecho del tesoro público.

     3.� Aquellos cuyo peso se reparte equitativamente.

     4.� Aquellos que perjudican menos a la producción.

     5.� Los que son más bien favorables que contrarios a la moral, esto es, a los hábitos útiles a la sociedad.

     Por evidente que parezca la utilidad de estas reglas añadiré a cada una de ellas alguna explicación.

     1.� Los más moderados en su cuota:

     Efectivamente arrancando el impuesto al contribuyente un producto, que es o un medio de gozar o un medio de reproducir, le arranca tantos menos goces o beneficios cuanto es menos considerable.

     Cuando es demasiado excesivo produce este deplorable efecto de privar al contribuyente de su riqueza sin enriquecer con ella al gobierno, lo que se podrá comprender si se considera que la renta de cada contribuyente ofrece siempre la medida y el límite de su consumo productivo, o no. No se le puede pues tomar parte de su renta sin forzarle a reducir proporcionalmente sus consumos. De aquí la disminución de la petición de los objetos que ya no consume, y señaladamente de aquellos sobre que recae el impuesto. De esta disminución de petición resulta una disminución de producción, y por consiguiente menos materia imponible. Hay pues pérdida para el contribuyente de parte de sus goces, pérdida para el productor de parte de sus beneficios, y pérdida para el fisco de parte de sus ingresos(155).      De aquí es que un impuesto no produce jamás al fisco a proporción de la extensión que se le da; de donde ha nacido este adagio en la administración de la hacienda, que dos y dos no son cuatro. Un impuesto exorbitante destruye la base en que se apoya y la destruye, ya sea que recaiga sobre los objetos de necesidad o ya sobre los objetos de lujo; pero con esta sola diferencia, que sobre estos últimos suprime con una porción de la materia sobre que se puede imponer el goce que podía resultar de su consumo, y que recayendo sobre objetos indispensables suprime igualmente el producto y el consumo, y al mismo tiempo el contribuyente.

     Ejemplos bastante notables justifican estos principios, por otra parte harto evidentes, y manifiestan lo que los gobiernos más ilustrados sobre sus verdaderos intereses ganarían en ser moderados.

     Cuando Turgot en 1775 redujo a la mitad los derechos de entrada y de venta del pescado fresco que se vendiese en París, el importe total de estos derechos no se disminuyó. Fue pues preciso que el consumo de esta especie de víveres se doblase, y que los pescadores y los que comercian en pescado fresco doblasen sus ventas y sus ganancias; y como la población se aumenta por consecuencia de la producción, el número de consumidores debió aumentarse, y también el número de productores, porque el aumento de las ganancias, esto es, de las rentas facilita las acumulaciones, y por consiguiente el aumento de los capitales y de las familias; y no hay duda que el importe de otras muchas contribuciones se mejoraría a consecuencia del incremento de la producción, y fue una honra para el gobierno él aligerar el peso de los impuestos.

     Los agentes del gobierno administradores o arrendadores de los derechos, apoyados en el ascendiente que la autoridad les da, consiguen las más veces el que se decida en su favor lo que tienen de obscuras las leyes fiscales, o crear dificultades para aprovecharse de ellas, lo que equivale a una extensión del impuesto(156). El mismo ministro adoptó un camino opuesto, que fue el decidir todos los casos dudosos, a favor del contribuyente. Los arrendadores de la renta se quedaron diciendo: que no podrían nunca cumplir sus contratas con el Rey, y ofrecieron presentar sus cuentas. Las resultas probaron lo contrario de lo que éstos pensaban, y en favor de su bolsillo. Una percepción más suave favoreció de tal suerte la producción y el consumo que se sigue de ella, que las ganancias que en el arriendo precedente no habían sido más que de cuarenta y dos millones doscientos mil reales, subieron a doscientos cuarenta millones de reales, aumento que sería difícil de creer si fuese una cosa menos bien probada(157).

     Se lee en el ensayo político sobre la Nueva-España(158) del señor Humbolt, que durante los trece años siguientes a 1773, época que el gobierno español adoptó un sistema algo más liberal para la administración de sus colonias, su renta en bruto aumentó en los trece años, en México sólo, en más de ciento dos millones de duros, y que la cantidad de numerario que sacó de este mismo país, pagados de los gastos de administración, aumentó en el mismo periodo catorce y medio millones de duros. Es natural el suponer que las ganancias de los particulares, que son la materia imponible fueron aun mucho más considerables durante los mismos años florecientes.

     En todas partes los mismos procedimientos han sido acompañados de los mismos efectos(159); y el escritor que es hombre honrado se tiene por dichoso de poder probar que la moderación no es una tontería(160).

     Continuando nuestro camino, deduciremos de los mismos principios, que los impuestos, sean los que quieran, que tienen menos inconvenientes son:

     2.� Los que tienen menos de estas cargas que pesan sobre el contribuyente sin provecho del tesoro público.

     Muchas personas no miran los gastos de recaudación como un gran mal, porque creen que vuelven a entrar en la sociedad bajo otra forma. No se puede menos de remitirlos a lo que hemos dicho más arriba, capitulo 5.�, párrafo 1.� Lo mismo vuelven a entrar los gastos de administración que el principal de las contribuciones, porque así uno como otro no consisten en el numerario que paga el contribuyente sino en el valor con que el que la debe pagar ha pagado este numerario, y en el valor que la administración adquiere por su medio, valor que realmente queda consumido y destruido.

     Las necesidades de los Príncipes más bien que el amor de los pueblos, han precisado de dos siglos a esta parte al mayor número de estados de Europa a poner más orden que antes en la Hacienda. Como se ha cargado a los pueblos con cuanta carga pueden llevar sin irritarse, todas las economías que se h an hecho en los gastos de administración han sido una ganancia para el fisco.

     En las Memorias de Sully(161) se ve que por ciento veinte millones que hacían percibir al tesoro real las contribuciones de 1598, salían de las bolsas de los particulares seiscientos millones de reales. �Esto parecía increíble, añade Sully, pero a fuerza de trabajo, me aseguré de ello.� Bajo el ministerio de Neker, los gastos de administración de doscientos veinte y tres millones de reales, no subían más que a doscientos treinta y dos millones. La Francia empleaba además bajo su ministerio doscientas cincuenta mil personas para la cobranza de las contribuciones, pero la mayor parte tenían al mismo tiempo otras ocupaciones. Los gastos eran como se ve de diez y cuatro quintos por ciento con corta diferencia, y excedían aún con mucho los que ocasiona la cobranza de los impuestos de Inglaterra(162).

     No sólo los gastos de percepción son una carga para los pueblos, sin ser de ningún provecho para el tesoro público, sino procesos, y los gastos de apremios que no aumentan un ochavo lo que se cobra, y son un aumento de las cargas. Es además una adición que recae sobre los contribuyentes más necesitados, porque los otros no dan lugar a que los apremien. Estos medios odiosos de hacer pagar las contribuciones, se reducen a esta proposición: vm. no tiene con que pagar diez reales, pues en tal caso, le pido a vm, doce. No hay necesidad de medios violentos para hacer pagar, cuando las contribuciones son ligeras, comparadas con las facultades de los contribuyentes; pero cuando uno tiene la desgracia de tener impuestos demasiado grandes que cobrar, opresión por opresión, los apremios valen más. El contribuyente cuyos muebles se embargan y venden hasta la cantidad necesaria para cubrir la contribución, a lo menos no paga más de lo que debe, ni hace gastos que no entren en el tesoro público.

     Por una razón semejante los trabajos que se hacen por servicio o contribución, como en otro tiempo se hacían los caminos reales en Francia, son malísimos impuestos. El tiempo que se pierde para andar tres o cuatro leguas para ir al lugar del trabajo, y el que se pierde en una obra que no se paga y que se hace por fuerza, es una pérdida para el contribuyente sin que de ella resulte un beneficio para el público. Frecuentemente también la pérdida ocasionada por una interrupción forzada del trabajo de la arquitectura, es más considerable que el producto del trabajo obtenido que se substituye a ella, aun suponiendo que fuese bien hecho. Turgot pidió a los ingenieros de las provincias una cuenta por menor de los gastos que exigirían en un año común el mantenimiento de los caminos, añadiendo a esto el supuesto de que se hiciesen tantas construcciones nuevas como se habían hecho hasta entonces. Se les encargó que estableciesen sus cálculos bajo el pie del gasto mayor posible. La hicieron ascender a cuarenta millones de reales para todo el reino. Turgot valuaba a ciento sesenta millones de reales las pérdidas que la contribución de trabajar en los caminos ocasionaba a los pueblos(163).

     Los días en que se manda descansar, ya sea por las leyes, ya sea también por los usos que uno no se atreve a quebrantar, son también contribuciones, de las que no entra ni la más mínima parte en el tesoro del Estado.

     3.� Aquellos cuyo peso se reparte equitativamente.

     El impuesto es un peso: uno de los medios para que pese lo menos posible sobre cada uno, es el que todos le lleven. El impuesto no es sólo una sobrecarga directa, para el individuo, o para la rama de industria que está más cargada que lo que debe; sino que no les permite sostener con ventaja igual, la concurrencia de los demás productores. Se ha visto en diversas ocasiones caer muchas fábricas por una exención concedida a sólo una de ellas. Un favor particular casi siempre es una injusticia general.

    Los vicios de repartición no son menos perjudiciales al fisco que injustos respecto de los particulares. El contribuyente a quien se hace contribuir menos de lo que debe no reclama para que se aumente su cuota, y el que está más cargado que lo que debe, paga mal, y así por ambas partes, el fisco tiene un déficit.

     �Es justo, es equitativo que el impuesto se cobre sobre esta porción de las rentas que se consagran a las superfluidades, más bien que sobre las que se emplean en la compra de las cosas necesarias? Me parece que no se puede dudar la respuesta. El impuesto es un sacrificio que se hace a la sociedad y al orden público; y el orden público no puede exigir el sacrificio de las familias. Es sacrificarlas el quitarles lo necesario. �Quién se atreverá a sostener, que un padre debe quitar un pedazo de pan o un vestido de abrigo a sus hijos, para suministrar su contingente para el fausto de una corte, o bien para el lujo de los monumentos públicos? �Qué ventaja sería para él el estado social, si él le arrebatase un bien suyo, y que es indispensable para su subsistencia para ofrecerle en cambio su parte de una satisfacción incierta y remota, que repelería desde aquel momento con horror?

     Pero cada vez que quiere uno señalar el límite que separa lo necesario de lo superfluo se ve en apuros: las ideas que ellos excitan no son absolutas, pues son relativas al tiempo, al lugar, a la edad, al estado de las personas, y sino se quisiese exigir el impuesto más que de lo superfluo, no se podría conseguir el determinar el punto en que uno deberá detenerse para que no se tuviese que tomar nada sobre lo necesario. Todo lo que se sabe es que las rentas de un hombre o de una familia pueden ser modificas hasta el punto de no ser suficientes para su existencia, y que desde este punto hasta aquel en que pueden satisfacer a todas las sensualidades de la vida y a todos los goces del lujo y de la vanidad, hay una graduación imperceptible, y tal que a cada grado, una familia puede procurarse siempre una satisfacción algo menos necesaria, hasta las más fútiles que se pueden imaginar; de tal suerte que si se quisiese exigir el impuesto de cada familia, de modo que fuese tanto más ligero cuanto que recayese sobre una renta más necesaria, sería menester que disminuyese no sólo proporcionalmente, sino progresivamente.

     En efecto, y suponiendo el impuesto puramente proporcional a la renta, de un décimo, por ejemplo, quitaría a una familia que posee un millón y doscientos mil reales de renta, ciento veinte mil reales. Esta familia conservaría un millón y ochenta mil reales para gastar cada año, y se puede creer que con una renta semejante no sólo no carecería de nada sino que conservaría aún muchos de estos goces, que no son indispensables para estar bien; mientras que la familia que no poseyese más que una renta de mil y doscientos reales, y a quien el impuesto no dejase de ella más que mil y ochenta reales, no conservaría, según nuestras costumbres y al precio actual de las cosas, ni aun lo que es rigorosamente necesario para existir. Se ve pues, que un impuesto que fuese puramente proporcional estaría muy lejos sin embargo de ser equitativo; y esto es lo que probablemente ha hecho decir a Smith: �no carece de fundamento el que el rico contribuya a los gastos públicos no sólo a proporción de su renta, sino con algo más.�

     Adelantaré más, y no temeré el decir que el impuesto progresivo es el único equitativo(164).

     4.� Aquellos que perjudican menos a la reproducción.

     Entre los valores que el impuesto arrebata a los particulares no hay duda que una gran parte, si se les hubiese dejado, se habría empleado en satisfacer sus necesidades y sus goces; pero por otra parte se habría ahorrado y añadido a sus capitales productivos. Y así se puede decir que todo impuesto perjudica a la reproducción, perjudicando a la acumulación de capitales productivos.

     No obstante esto, el impuesto perjudica aún más directamente a los capitales cuando para pagarle, el contribuyente debe por necesidad separar parte de los que están ya destinados a la producción. Según una expresión ingeniosa del señor Sismondi, se parecen a un diezmo que se cobrase sobre la semilla en vez de cobrarle sobre la cosecha. Tal es un impuesto sobre las herencias. Un heredero que entra en posesión de una herencia de cuatrocientos mil reales, si tiene necesidad de pagar al fisco cinco por ciento no los sacará de su renta ordinaria, porque esta está ya gravada con el impuesto ordinario, sino más bien sobre la herencia, que se reducirá para él a trescientos ochenta mil reales. Y así, el caudal del difunto, que anteriormente estaba impuesto como de cuatrocientos mil reales no lo será ahora más que como de trescientos ochenta mil reales para su heredero, y así el capital de la nación se ha disminuido veinte mil reales percibidos por el fisco.

     Lo mismo sucede con todos los derechos de mutación. Un propietario vende una tierra de cuatrocientos mil reales, y si el adquirente está precisado a pagar un derecho de cinco por ciento, no dará más que trescientos ochenta mil reales de esta propiedad. El vendedor no tendrá más que esta suma que imponer, en vez de los cuatrocientos mil reales, que valía la tierra; luego la masa de capital de la sociedad se ha disminuido veinte mil reales.

     Si el adquirente calcula tan mal que no sólo pague el impuesto sino la tierra por su valor entero, hace el sacrificio de un capital de cuatrocientos veinte mil reales, para adquirir un valor de cuatrocientos mil: la pérdida de esta porción de capital es siempre la misma para la sociedad; pero entonces es él sobre quien recae.

     Los impuestos sobre las mutaciones, además de tener el inconveniente de exigirse de los capitales, tienen aún el inconveniente de presentar un obstáculo a la circulación de las propiedades. Se preguntará, tal vez, �qué interés tiene la sociedad en no coartar la circulación de las propiedades? �qué le importa que tal propiedad se halle en manos de esta o la otra persona, con tal que la propiedad subsista? Importa mucho que las propiedades vayan siempre lo más fácilmente que sea posible donde ellas quieran, porque allí es donde producen más. �Por qué este hombre quiere vender su tierra? porque tiene la mira de establecer una industria, en la que sus fondos le producirán más. �Por qué esotro quiere comprar la misma tierra? Porque quiere imponer sus fondos que le producen poco, o que están ociosos, o porque él la cree susceptible de mejora. La transmutación aumenta la renta general, porque aumenta la renta de los dos contratantes. Si los gastos son bastante considerables para impedir que el asunto, se termine, son un obstáculo para este incremento de la renta de la sociedad.

     Estos impuestos que destruyen parte de los medios de producción de la sociedad, los que por consiguiente privan de trabajo y de ganar a parte de los hombres industriosos que ella contiene, tiene sin embargo en el grado más eminente una cualidad que Arturo Young, hombre sabio en economía política, pide en un impuesto, que es la de ser pagado con facilidad(165). Cuando una nación tiene la desgracia de tener muchos impuestos, como en tal caso no hay más que la elección de los inconvenientes, tal vez debe uno tolerar aquellos que recaen con moderación sobre los capitales.

     Los impuestos sobre los procesos y en general todos los gastos que se hacen para pagar a los dependientes de los tribunales, se toma también sobre los capitales, porque no se litiga según la renta que se tiene, sino según las circunstancias en que uno se encuentra, los intereses de familia con que está uno complicado, y la imperfección de las leyes.

     Las confiscaciones recaen igualmente sobre los capitales.

     El impuesto no influye sobre la producción alterando solamente uno de sus orígenes, que son los capitales, sino que también obra a manera de las multas, castigando de ciertas producciones y de ciertos consumos. Todos los impuestos que recaen sobre la industria, como las patentes o permisos de ejercer una industria, están en este caso; pero cuando son moderados, la industria supera fácilmente el obstáculo que le presentan.

     La industria no sólo padece por los impuestos que se le piden directamente sino por los que recaen sobre el consumo de los géneros de que hace uso.

     En general los productos de primera necesidad son los que están consumidos reproductivamente, y los impuestos que los perjudican dañan a la reproducción.

     Esto es aún más generalmente verdadero, hablando de las materias primeras de las artes, las que no pueden ser consumidas, sino reproductivamente. Cuando se pone un derecho excesivo sobre los algodones, se perjudica a la producción de todos los tejidos de que es base esta materia(166).

     El Brasil es un país abundante en víveres que se conservarían y llevarían a gran distancia si se pudiesen salar. Las pesquerías abundan mucho allí, y los ganados se multiplican en este país tan fácilmente que allí se mata un buey sólo para quitarle la piel. De allí es de donde se proveen, en gran parte, las tenerías de Europa. Pero el impuesto que se ha cargado sobre la sal impide que se use el salar la carne y el pescado para poderla conservar y exportar, y por unos cuatrocientos mil reales que da esto al fisco perjudica de un modo incalculable a las producciones de este país, y a las contribuciones que estos productos podrían pagar.

     Por la misma razón que el impuesto obrando como haría una multa desalienta los consumos reproductivos, puede desalentar los consumos estériles, y entonces produce el doble bien de no tomar un valor que habría sido empleado reproductivamente y el de alejar de este inútil consumo los valores que pueden ser empleados más favorablemente para la sociedad. Esta es la ventaja de todos los impuestos que recaen sobre los objetos de lujo(167).

     Cuando el gobierno en vez de gastar el producto de las contribuciones exigidas de los capitales, le emplea de un modo reproductivo, o cuando los particulares restablecen sus capitales con nuevos ahorros, entonces compensan con un bien el mal que hace el impuesto.

     Es emplear el impuesto de un modo reproductivo el emplearle en crear comunicaciones, formar puertos y hacer edificios útiles. Aun es más raro que los gobiernos empleen directamente en las empresas industriales parte de los valores exigidos por las contribuciones. Colbert lo hizo cuando prestó a los fabricantes de León. Los magistrados de Hamburgo y algunos Príncipes alemanes ponen fondos en empresas industriales. El antiguo gobierno de Berna, según dicen, imponía cada año una parte de sus rentas.

     5.� Los que son más bien favorables que contrarios a la moral, esto es, a los hábitos útiles de la sociedad.

     Un impuesto influye sobre los hábitos de una nación lo mismo que influye sobre sus producciones y sus consumos; señala una pena pecuniaria a ciertas acciones, y tiene el carácter que hace las penas eficaces, que es el ser en general una multa moderada e inevitable(168). Es pues independientemente del tributo un recurso que ofrece a los gobiernos una arma poderosísima en manos suyas, para pervertir o corregir, alentar la pereza o el trabajo, la disipación o la economía.

     Antes de la revolución de Francia, cuando las tierras productivamente cultivadas estaban sujetas al impuesto del vigésimo, y los terrenos de placer no pagaban ,nada, �no era esto dar un premio al lujo a costa de la industria?

     Cuando se hacía pagar el derecho de un centésimo a los que rescataban una renta raíz, �no era esto imponer una multa a una acción que era igualmente, favorable a las familias que a la sociedad? �no era esto castigar los sacrificios laudables que hacía a las personas arregladas para libertar sus patrimonios?

     La ley de Bonaparte, que hacía pagar anualmente por cada uno de los discípulos de las pensiones particulares una suma a favor de la universidad. �no era esto, imponer una multa de la que se puede esperar sólo la suavidad de las costumbres y la manifestación de las facultades de las naciones(169).

     Cuando se establecen a modo de impuestos las loterías y las casas de juego, no es esto favorecer un vicio fatal al sosiego de las familias y fatal también a la prosperidad de los estados? �Qué oficio tan horroroso hace un gobierno cuando, como si fuera una vil cortesana, excita una inclinación vergonzosa, y como si fuera un estafador a quien él castiga con la marca, presenta a la avaricia o a la necesidad el cebo de una suerte engañosa!(170).

     Al contrario los impuestos que desalientan y hacen más raros los gustos del vicio y de la vanidad, pueden ser útiles como medios de represión, además de los recursos que dan al gobierno. El señor Humboldt habla de un impuesto que se estableció en México sobre las peleas de gallos. El gobierno saca de esto cuarenta y cinco mil duros, y además la ventaja de poner límites a una diversión vituperable.

     Cuando el impuesto es excesivo o inicuo provoca a fraudes, a falsas declaraciones y a mentiras. Las gentes honradas se ven en la alternativa o de hacer traición a la verdad, o de sacrificar sus intereses a favor de los deudores que no tienen los mismos escrúpulos. Tienen el pesar siempre desagradable de que uno no puede libertarse, viendo que se da el nombre, y que aun se castigan como crímenes, no digo yo inocentes sólo por sí mismas, sino las más veces utilísimas al público.

    Tales son las principales reglas, según las cuales cuando se quiere mirar por la prosperidad pública se deben juzgar todos los impuestos nacidos y por nacer.

     Supuestas observaciones aplicables a toda suerte de contribuciones, puede ser útil el examinar los diversos modos de establecerlas, o en otros términos con qué motivos se piden al contribuyente, y sobre que clases de contribuyentes carga principalmente su peso.



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�. II.

De los diversos modos de repartir el impuesto, y sobre las clases en que recaen los diversos impuestos.

     El Impuesto se compone, como se ha visto, de los productos, o más bien del valor de los productos exigidos de los contribuyentes por parte de los gobiernos. �Pero qué efectos resultan de la naturaleza de los productos exigidos, del modo con que se ha repartido la carga, y sobre quién cae la pérdida (que resulta infaliblemente para alguno) de la contribución pagada? Tales son las preguntas que se pueden hacer, y cuya solución se puede exigir de la economía política. La aplicación que se hará de los principios a algunos ejemplos particulares, manifestará como se pueden aplicar a todos los demás casos.

     La autoridad exige los valores de que se componen las contribuciones, unas veces en moneda, otras en especie según conviene más a sus necesidades o a las facultades de los contribuyentes. Pero sean las que quieran la forma y la materia, la contribución siempre es el importe del valor de las cosas entregadas. Si el gobierno bajo pretexto que necesita trigo, cueros o lienzos obliga a los contribuyentes a que compren estos diversos géneros, la contribución sube a lo que el contribuyente ha tenido que pagar para adquirirlas, o a lo que las habría vendidos, se las hubiesen dejado. Sea la que quiera laque

evaluación que el gobierno hace de ellas por el derecho del más fuerte, el importe de la contribución no puede apreciarse de otra manera que de modo que acabo de decir.

     Igualmente los gastos de percepción bajo cualquier forma que se presenten, siempre son una adicción a la contribución, aunque la autoridad no se aproveche de ellos, y cuando el contribuyente está obligado a perder tiempo o en transportar mercancías para pagar su contribución, se aumenta de todo lo que vale el tiempo que pierde y los transportes que ejecuta.

     Se debe también comprender en las contribuciones que un gobierno impone al pueblo que gobierna todos los gastos que sus operaciones hacen necesariamente que recaigan sobre él. Y si cuando hace la guerra, la carga que impone a la nación se aumenta con el valor de lo que vale el equiparse los militares y del dinero que llevan en su faltriquera o que les han suministrado sus familias; se aumenta aun con el valor del tiempo perdido en los ejercicios militares; se aumenta con las sumas pagadas para las exenciones y reemplazos; se aumenta con el importe de los gastos de alojamiento de los militares y con los estragos y expoliaciones de que ellos tienen la culpa, se aumenta con los socorros y los sueldos que obtienen de sus parientes o de sus compatriotas cuando vuelven; se aumenta también con las limosnas que la miseria, hija del mal régimen, arranca a la compasión o a la piedad. Efectivamente ninguno de estos valores se habría quitado a los ciudadanos, o súbditos bajo de un régimen diferente. Estos valores no han entrado en el tesoro del Príncipe, pero los pueblos los han pagado, y su importe ha sido tan completamente perdido como si hubiesen contribuido a la felicidad de la especie.

     Acabamos de formarnos una idea de la extensión de los sacrificios de los contribuyentes; �de qué valores toman ellos el importe de estos? No puede ser de otros que de los productos anuales de su industria, de sus capitales o de sus tierras; esto es de sus rentas, o bien en los valores precedentemente ahorrados, esto es, en sus capitales.

     Cuando las contribuciones son moderadas no sólo el contribuyente puede tomarlas enteras sobre sus rentas, sino que ellas ni aún le quitan todos los medios de hacer ahorros, y si algunos contribuyentes se ven precisados para pagarlas a tomar sobre sus capitales, lo que la masa de éstos pierde por este lado se reemplaza con muchas ventajas por los ahorros que permite a otros un orden de cosas tan favorable.

     No sucede lo mismo cuando una autoridad militar, o una autoridad usurpada hice pagar tributos excesivos. Entonces una gran parte de estos impuestos se toma sobre los valores acumulados e impuestos y sobre los capitales; y si esta autoridad domina muchos años seguidos sobre el mismo país, altera de este modo cada año y progresivamente las rentas del año siguiente, y produce la ruina y la despoblación, que ella misma es víctima, cuando sus propios excesos no aceleran su ruina.

    Una autoridad regular y conservadora, ve por el contrario cada año que se aumentan los beneficios y las rentas sobre que se paga el impuesto; y sin aumentar la proporción de éste, el importe de las contribuciones se hace más considerable, sólo porque la materia imponible se extiende y se multiplica.

     El gobierno interesado, como se ve, en moderar las cargas de los pueblos, lo está también en que se haga el reparto con equidad, esto es, en que alcance a todas las rentas particulares, y que una clase de renta no esté más cargada que otra. Efectivamente cuando las rentas están imperfectamente cargadas, el impuesto encuentra con más prontitud los límites de las facultades de ciertos contribuyentes, cuando apenas toca a las de otros muchos; entonces veja y destruye mucho antes de llegar a ser tan considerable como podría. Es una carga que parece pesada no por su peso, sino porque no es llevada por un número de contribuyentes bastante grande.

    Se pueden distribuir en dos capítulos principales los diferentes modos que se emplean para que todas las rentas de los contribuyentes paguen el impuesto. O bien se les pide directamente una parte de la renta que se le supone, lo que es objeto de las contribuciones directas, o les hace pagar una suma cualquiera sobre ciertos consumos que hacen con su renta, que es el objeto de las que se llaman en Francia contribuciones indirectas.

     Pero bien sea en un caso u en otro, la cosa valuada, que sirve de base a la contribución pedida, no es en realidad la materia imponible; ni es necesariamente este valor del que se exige una parte: éste no es más que un medio, más o menos imperfecto, de conocer una renta que se quiere que pague el impuesto, la cual presenta sólo la verdadera materia, imponible. Y si se pudiese contar sobre la buena fe del contribuyente bastaría un solo medio; cual sería el de preguntarle cuanto gana anualmente y cual es su renta. No se necesitaría más base que esta para fijar su contingente, ni habría más que un solo impuesto; y jamás se habría visto un impuesto más equitativo y que costase menos de recaudar. Esto es lo que se practicaba en Hamburgo antes de las desgracias que experimentó este pueblo, y lo que no puede verificarse más que en un estado republicano de poca extensión y donde las contribuciones sean moderadas.

     Para repartir las contribuciones directas con proporción a las rentas de los contribuyentes, unas veces los gobiernos exigen de los particulares la exhibición de sus arriendos, y a falta de escrituras de arriendo valúan el valor que en arrendamiento debían darles sus fincas y piden al propietario parte de esta renta, y esta es la contribución sobre los bienes raíces.

     Unas veces juzgan de la renta por el alquiler de la casa que uno ocupa, por el número de criados, caballos y coches que uno mantiene, y hacen de esta evaluación la base para la exacción; y a esto es a lo que llaman en Francia contribución sobre los muebles.

     Otras veces estiman las ganancias que uno puede hacer por el género de industria que tiene, por la extensión del pueblo y por el local en que se ejerce, y esta es la base del impuesto que se llama en Francia de las patentes.

     Todos estos modos de repartir el impuesto pertenecen a las contribuciones directas.

     Para repartir las contribuciones indirectas y las que se cargan sobre los consumos no se pregunta siquiera el nombre del que ha de contribuir, y sólo se atiende al producto. Unas veces desde el origen de este producto se pide una parte cualquiera de este valor como se hace en Francia con la sal.

     Otras veces se hace esta exacción al momento en que el producto pasa las fronteras (que son los derechos de aduana) o el recinto de una ciudad (que son los impuestos municipales).

    Otras veces se hace esta exacción al momento en que el producto pasa de mano del último productor a la del consumidor, a quien se hace pagar (en Inglaterra por el stamp-duty, y en Francia por el impuesto sobre los billetes de las comedias).

     Otras veces el gobierno exige que la mercancía tenga un sello particular como la marca del contraste de la plata, y el sello de los diarios.

     Otras veces se apodera de la preparación exclusiva de una mercancía o de un servicio público, y los vende a un precio de monopolio como el tabaco y las cartas del correo.

     Otras veces exige esto, no de la mercancía misma, sino del pago de su precio, como sucede con el sello de los recibos y letras de comercio.

     Todos estos~modos de exigir las contribuciones las ponen en la clase de contribuciones indirectas, porque la petición no se hace a nadie directamente sino al producto y a la mercancía que ha de pagar el impuesto(171).

     Se concibe fácilmente que una renta cualquiera que podría no estar comprendida en uno de estos géneros de contribución lo está en otro, y que hay mucho adelantado para la equitativa repartición de las cargas públicas en la multiplicidad de formas bajo que se presentan, sin embargo que cada una de ellas en particular se mantenga en los límites de cierta moderación.

Cada uno de estos modos de repartir el impuesto, además del inconveniente general de aplicar parte de los productos de la sociedad a usos poco favorables a su bienestar y a sus reproducciones, tiene otros inconvenientes y ventajas que le son peculiares. La contribución directa, por ejemplo, cuesta menos de recaudar; pero se paga con mucha dificultad, y trae consigo violencias odiosas. Se carga sobre las rentas con mucha iniquidad. Un negociante rico que paga una patente de dos mil cuatrocientos reales puede ganar cuatrocientos mil reales por año; y un tendero de poco negocio, cuyas ganancias no pueden pasar de veinte y cuatro mil reales paga una patente que no puede ser menor de cuatrocientos reales. La renta de un propietario de bienes raíces que ha pagado ya por la contribución raíz tiene que pagar otra vez por la contribución de los muebles, siendo así que la renta del capitalista, que ha tenido que pagar por esta última contribución no paga por la otra.

     Las contribuciones indirectas tienen la ventaja de que se pagan con más facilidad y que al parecer vejan menos. Toda contribución se paga con repugnancia, porque el precio de esta deuda, que es la protección del gobierno, es una ventaja negativa de que uno no se apercibe. Un gobierno es precioso más bien por los males de que nos preserva, que por las satisfacciones que nos proporciona. Pero al pagar un impuesto sobre los víveres, no se figura uno que paga la protección del gobierno, la que apenas notamos: se cree pagar el precio de aquellos víveres que se desean mucho, aunque este precio sea independiente de la contribución. El atractivo del consumo se extiende hasta el pago de la deuda, y paga uno con gusto un valor cuyo sacrificio es seguido de una satisfacción.

     Esto es lo que ha hecho considerar esta contribución como voluntaria. Los Estados-Unidos, antes de su independencia, le miraban de tal suerte como voluntario, que al mismo tiempo que negaban al Parlamento Británico el derecho de imponer contribuciones sin su consentimiento, le reconocían sin embargo el derecho de poner contribuciones sobre los consumos, puesto que cada uno tenía la facultad de substraerse de ellas, con abstenerse del género sobre que estaban cargadas(172). No es lo mismo, por lo que hace a las contribuciones personales, porque éstas parecen una expoliación.

     La contribución indirecta se percibe en pequeñas porciones insensiblemente, y a medida que el contribuyente tiene medios de pagarla. No trae consigo la molestia de repartirla entre las provincias, entre los partidos, y entre los particulares. No hace públicos los diversos intereses, ni lo que uno deja de pagar se carga por esto a otro. No produce enemistades entre los habitantes de un mismo pueblo, ni reclamaciones, ni apremios.

     La misma contribución permite al legislador el escoger el consumo sobre que quiere que se pague el impuesto de tener consideración a los que son favorables a la prosperidad de la sociedad, como lo son todos los consumos reproductivos para cargar los que no favorecen más que para empobrecer, como son todos los consumos estériles, y los que procuran al rico a mucha costa un placer insípido o inmoral, para tener consideración a los que hacen que las familias laboriosas puedan vivir a poca costa.

     Se ha objetado a las contribuciones indirectas los muchos gastos de percepción que causan, porque exigen muchas oficinas, administradores, empleados y guardas; pero es menester notar que una parte muy grande de estos gastos no son consecuencia necesaria de la contribución, y que con una buena administración se pueden ahorrar. El aforo de los líquidos y el sello en Inglaterra no costaban más en 1799, que tres y cuartillo por ciento de gastos de percepción(173). No hay contribución directa en Francia que no cueste mucho más.

     Se ha dicho que la contribución indirecta no ofrece más que un valor variable e incierto, y que los gastos públicos exigen fondos seguros; pero las entradas variables están de tal modo aseguradas, que no ha habido una que no haya sido arrendada. Excepto en circunstancias extraordinarias y raras, la experiencia manifiesta con cortísima diferencia lo que produce toda especie de contribución. Por otra parte las contribuciones sobre los consumos varían mucho por su naturaleza, y lo que produce uno de más cubre el déficit del otro.

     La contribución indirecta provoca el fraude, crea crímenes que no están en el orden de la naturaleza, y por consiguiente castigos que afligen más que todos los otros; pero estos inconvenientes no adquieren un carácter gravisimo sino cuando el impuesto es excesivo: entonces sólo es cuando lo que se gana en el fraude excede el riesgo. Todas las contribuciones excesivas producen al cabo el mismo efecto: no dan nuevos productos, pero no dejan por esto de causar nuevas desgracias.

     Se notará que las contribuciones indirectas, lo mismo que las otras, cargan con mucha desigualdad los consumidores, y por consiguiente las rentas; porque hay muchos objetos cuyo consumo no tiene proporción con la renta de los consumidores: un hombre que tiene cuatrocientos mil reales de renta cada año, no consume cien veces más sal, que un hombre que gana cuatro mil reales; pero estas contribuciones pudiendo repartirse en muchos objetos diversos, el defecto de la una se cubre por la otra. En segundo lugar se notará que recaen sobre rentas que pagan ya la contribución sobre bienes raíces y muebles. Un hombre cuyos bienes no son más que tierras, y que paga la contribución relativa a su renta, paga como lo hemos notado ya otra vez, por la misma renta la contribución sobre los muebles, y paga tercera vez sobre la misma renta al momento que compra los objetos de su consumo.

     Suponiendo todas estas contribuciones pagadas por todos aquellos a quienes se las pide el Gobierno, se haría muy mal en creer que cargan definitivamente sobre los que las pagan. Muchos de éstos no son los verdaderos contribuyentes; la contribución respecto de ellos no es más que una anticipación que consiguen el que se las reembolsen más o menos completamente los consumidores de las cosas que ellos producen. Pero la diferencia de posiciones establece grandes irregularidades en esta especie de reembolso.

     Cuando la contribución que se ha pagado por los productores de una mercancía hace subir el precio de ella, el consumidor de esta mercancía paga parte del impuesto. Si la mercancía no se encarece, el impuesto se paga por los productores. Si se altera la calidad de la mercancía sin que suba de precio, el impuesto no carga, a lo menos en parte, sobre el consumidor; porque una calidad inferior que se vende tan cara como él, equivale a una cualidad igual, que se vende más cara.

     Todo encarecimiento de un producto disminuye precisamente el número de los que pueden adquirirle o a lo menos el consumo que hacen de él(174). Cuando la sal vale a tres sueldos la libra se consume mucha menos que cuando su precio no pasa de un sueldo. Pero la petición de este producto siendo más pequeña relativamente a los medios de producción, los servicios productivos en este género se pagan menos, esto es, el empresario de las salinas por ejemplo, y por consiguiente sus agentes, sus obreros y hasta el capitalista que le presta los fondos y el propietario que le alquila un lugar, experimentan una disminución en la petición de sus productos, y así no pueden ganar tanto como antes(175). Los productores procuran en cuanto está de su parte el hacer que se les reembolse el importe de la contribución pero muy rara vez lo consiguen completamente, porque el valor intrínseco de la mercancía, que es la que paga sus gastos de producción, baja; y así se nota que una contribución cualquiera que se carga sobre un producto no se lleva el precio total de todo lo que importa la contribución. Para esto sería preciso que la petición total permaneciese la misma, lo que es imposible. La contribución en tal caso carga en parte sobre aquellos consumidores que persisten en consumir a pesar de haberse encarecido la mercancía; y en parte sobre los productores que han hecho menos cantidad del producto, y que deducido el impuesto se hallan que la han dado más barata en razón de que se pide menos. El tesoro público se aprovecha de lo que el consumidor paga de más, y del sacrificio que el productor tiene que hacer de parte de sus ganancias. Es el efecto de la pólvora que obra a un mismo tiempo sobre la bala que arroja y sobre el cañón que hace recular.

     Cuando se pone una contribución sobre los paños como objetos de consumo, el consumo de las lanas disminuye, y el agricultor que cría los carneros ve que su renta disminuye. Se dirá que puede dedicarse a otro ramo de agricultura; pero es preciso suponer que en la situación en que se halla y por la naturaleza misma de su terreno, la cría del ganado lanar era lo que le producía más, y por esto la había preferido: una mudanza cual quiera en la agricultura a que se dedica, para él es una disminución de renta: esto no impide que el fabricante de paños y el capitalista, cuyos fondos están empleados en esta empresa, el que tengan que pagar parte de esta contribución.

     Cada productor paga la parte de contribución sobre los consumos a proporción de la parte que tiene en la producción de la cosa sobre que está cargada la contribución. Si el propietario de la finca suministra la mayor parte del valor del producto, como sucede cuando los productos pueden consumirse sin mucha preparación, entonces casi él solo suporta enteramente esta parte del impuesto que recae sobre los productores. Si se pone una contribución sobre los vinos por entrarlos en los pueblos, los que tienen viñas padecerán mucho con esto. Si se pone un derecho de sello aunque sea muy subido sobre los encajes, los labradores que tienen cosecha de lino apenas lo notarán; pero en cambio los productores, entre cuyas manos esta mercancía adquiere su principal valor, ya sean empresarios, obreros, o mercaderes, todos padecerán mucho.

     Cuando el valor se ha dado en parte, por los productores extranjeros y en parte por los nacionales, casi carga todo el peso del impuesto sobre estos últimos. Si se carga en nuestro país las cotonadas, siendo la petición de estos productos menos grande, los servicios productivos de nuestros fabricantes se pagaran menos y cargará sobre ellos una parte de esta contribución; pero los servicios productivos de los que cultivan el algodón en América no se pagarán menos de un modo sensible, si no hay más razones, que éstas. Efectivamente, esta contribución que altera tal vez el consumo de algodones en Francia de un décimo, no disminuirá las ventas en América más que en un centésimo, suponiendo que la Francia no entrase más que por un décimo en la salida que la América hallaba para sus algodones.

     Una contribución puesta sobre un objeto de consumo, cuando éste es de primera necesidad se hace sentir más o menos en el precio de casi todos los demás productos, y por consiguiente se saca de las rentas de todos los demás consumidores. Un derecho de puertas que se exige a la entrada de una ciudad de la carne, los granos o los comestibles, hace que se encarezcan todos los productos fabricados en este pueblo; pero un derecho puesto sobre el tabaco en la misma ciudad no hace subir el precio de ninguna otra mercancía. Este derecho recae sobre los productores y consumidores de tabaco, y sobre nadie más. La razón es evidente: el productor que consume superfluidades, está obligado a sostener la concurrencia del que no hace uso de ellas, mientras que el productor que paga un derecho sobre lo que es indispensable no tiene concurrencia que temer porque todos los productores como él se ven precisados a pagarle.

     Las contribuciones directas que se han hecho pagar a los productores recaen con mayor razón sobre los consumidores de sus productos; pero por las razones que se han visto arriba, nunca pueden subir el precio de sus productos bastante para que se les reembolse completamente el importe del impuesto; porque vuelvo a repetir, la subida de precio reduce la petición, y una petición menor disminuye el beneficio de todos los servicios productivos.

     Entre todos los productores de un mismo producto, unos pueden con más facilidad que otros substraerse del efecto del impuesto. El capitalista cuyos fondos no están empleados en este negocio, los retira y los coloca en otra parte si acaso no le pueden pagar el mismo interés, o si el pago que deben hacerte es más precario. El empresario puede en ciertos casos juntar sus fondos y llevar a otra parte su inteligencia y sus trabajos, pero el propietario raíz, o el capitalista cuyos capitales no pueden realizarse prontamente no tienen la misma ventaja(176). La cantidad de vino o de trigo que produce una tierra es con corta diferencia la misma, sea la que quiera la contribución que se le impone aun cuando el impuesto le quitó la mitad los tres cuartos de su producto neto, o si se quiere, de su arriendo, se labrará la tierra para sacar de ella la mitad o el cuarto restante que no absorberá la contribución(177). La cantidad del arriendo, esto es, la parte del propietario, bajará, y a esto estará todo reducido. Se percibirá la razón de esto si se considera que en el caso supuesto la cantidad de víveres producidos por la tierra y enviados al mercado es la misma no obstante todo esto. Por otra parte los motivos que establecen la petición de la mercancía son también los mismos(178); pero si la cantidad de productos ofrecida, y la cantidad pedida, deben a pesar del establecimiento o extensión de la contribución raíz permanecer los mismos, tampoco deben variar los precios; y si estos no varían, el consumidor de los productos no paga ni la más pequeña parte de esta contribución(179).

     El propietario no puede, ni aún al vender sus fincas, libertarse de la carga de la contribución, porque el principal de la finca no se paga sino a proporción de lo que produce de renta pagada la contribución. Un hombre que adquiere una tierra no estima la renta de ella sino por lo que vale deducidos los gastos y las contribuciones. Si la tasa de este género de empleo se estima en el país a cinco por ciento, y si tiene que comprar una tierra de cuatrocientos mil reales, no la pagará más que a trescientos veinte mil, al momento que una contribución obligue a que esta tierra pague una contribución anual de ochenta mil reales, porque entonces no producirá más que diez y seis mil reales al año.

     Esto viene a ser lo mismo que si el gobierno tomáse el quinto de la tierra, el consumidor de los productos territoriales ni siquiera lo notaría(180).

     Hay una excepción que hacer relativa a las casas para vivir: la contribución que se hace pagar al propietario encarece el alquiler de ellas, y es que hablando con propiedad una casa, o por mejor decir el goce de una casa, es un producto fabricado y no un producto raíz, y que el precio subido de los alquileres disminuye el consumo y la producción de las casas lo mismo que de las estufas.

     Los constructores de casas hallando en ellas menos ganancia construyen menos, y los consumidores pagan este producto más caro, porque se alojan con más estrechez.

     Por lo que precede se ve cuán temerario es el asentar como principio general que toda contribución recae por último sobre nal o tal clase de la sociedad. Las contribuciones recaen sobre aquellos que no pueden substraerse de ellas, porque son una carga que cada uno hace lo posible por echarla de sí, pero los medios de libertarse de ella varían infinito según las formas diferentes de la contribución, y según las funciones que se ejercen en la máquina social. Hay más, varían según los tiempos para unas mismas profesiones. Cuando una mercancía se pide mucho, su detentor no la cede sino en cuanto todos sus gastos están bien pagados; la contribución hace parte de sus gastos, y él tiene buen cuidado de hacersela reembolsar enteramente y sin misericordia. Una circunstancia prevista hace bajar el mismo producto y él se tiene por muy dichoso en soportar la contribución entera con tal que con esto facilite la venta de él. No hay cosa más incierta ni variable que las proporciones con que las diversas clases de la sociedad pagan la contribución. Los autores que la hacen recaer sobre total clase de la sociedad y según proporciones constantes raciocinan sobre supuestos que la observación de los hechos desmiente a cada instante.

     Añadamos a esto que los efectos que hago notar, y que son conformes a la experiencia igualmente que explicados por el raciocinio, subsisten mientras duran las circunstancias que los han ocasionado. Un propietario de bienes raíces nunca podrá hacer que soporten sus consumidores parte ninguna de su contribución raíz, pero no será lo mismo con un fabricante. El consumo de una mercancía, suponiendo por otra parte todas las cosas iguales, será constantemente limitado por una contribución que hará subir el precio de ella, y se ganará menos en su producción. Un hombre que no es ni productor ni consumidor de una mercancía de lujo, no aguantará jamás o no pagará la menor parte de una contribución impuesta sobre esta mercancía. Por consiguiente �qué hemos de pensar de una doctrina que por desgracia ha obtenido la aprobación de una sociedad ilustre que está muy ajena de este género de conocimientos(181), doctrina en que se establece que importa poco que la contribución cargue sobre una u otra rama, con tal que esté antiguamente establecida, y que toda contribución a la larga se percibe de las rentas, así como la sangre que se saca de un brazo se chupa de todo el cuerpo? Esta comparación no tiene absolutamente ninguna analogía con la naturaleza de la contribución, porque las riquezas sociales no son un fluido que busque su equilibrio. Un golpe dado a una de las ramas del árbol social puede matarla sin que el árbol perezca; y es peor si recae sobre una rama productiva que sobre otra que no lo es. Es preciso que las heridas se multipliquen, y que el árbol sea maltratado, por todas partes para que llegue a ser completamente estéril y perezca. Esta semejanza representa mucho mejor el efecto de la contribución que la circulación de la sangre, pero ni una ni otra pueden reemplazar un raciocinio. Una comparación no es una prueba: no es más que el medio de hacer comprender una verdad que debe probarse de otro modo.

     Hasta ahora cuando he hablado de la contribución que se carga sobre un producto cualquiera (derecho que he llamado algunas veces contribución sobre los consumos, aunque el consumidor del producto no le paga todo), no me he detenido a advertir en qué periodo de la producción se había pedido esta contribución, y qué efectos debían resultar de esta circunstancia, que sin embargo merece que nos detengamos algunos momentos en esto.

     Los productos aumentan sucesivamente de valor pasando por las manos de sus diferentes productores; porque los productos más sencillos reciben muchas hechuras antes de llegar a punto de poder ser consumidos. Una contribución no está en proporción con el valor de un producto más que cuando está puesta sobre este producto en el momento sólo en que ha adquirido su mayor valor, o que ya ha recibido todas sus hechuras productivas.

     Si se hace pagar desde el origen a la materia primera una contribución proporcionada, no a su valor actual, sino al que debe adquirir, entonces se fuerza el productor en cuyas manos se halla, a que anticipe una contribución desproporcionada con el valor que maneja; anticipación incómoda, reembolsada con incomodidad por el productor siguiente y por los demás hasta el último productor, que es a su vez reembolsado, pero imperfectamente por el consumidor.

     Hay en la anticipación de esta contribución otro inconveniente, y es que la industria sobre quien recae no puede ejercerse sino por medio de capitales más considerables que lo que exige la naturaleza de la producción, y que el interés de estos capitales, que pagan en parte los productores y en parte los consumidores, es una adicción de contribución de que el fisco no se aprovecha(182).

     La experiencia y el raciocinio conducen de este modo a esta consecuencia, opuesta a la de los economistas, que la porción de contribución que debe cargarse sobre la renta del consumidor, siempre carga sobre ella con tanto más gravamen, cuanto la contribución se exige más cerca de los primeros productores.

     Las contribuciones directas y personales que hacen encarecer los géneros necesarios, y las contribuciones que recaen sobre los mismos géneros necesarios, tienen este inconveniente en sumo grado; porque obligan a cada productor a que anticipe la contribución personal de todos los productores que le han precedido: esto hace que la misma cantidad de capitales mantiene desde entonces una industria menor, y los contribuyentes pagan el impuesto, aumentado con un interés compuesto de que el fisco no ha sacado ventaja ninguna.

     No se crea en que estas son vanas teorías. La falta de comprender las hace que se cometan errores importantes en la práctica, como le sucedió a la asamblea constituyente que llevó a un extremo las contribuciones directas, y especialmente la contribución raíz, en virtud de estos principios de los economistas que le estaban siempre zumbando los oídos, de que la tierra es el origen de todas las riquezas, que no hay más trabajo productivo que el del cultivador, y que la Francia es esencialmente un país agricultor. En el estado presente de la economía política la teoría fundamental de la contribución debe al contrario, según me parece, expresarse de este modo.

     La contribución es un valor suministrado por la sociedad y que no se le restituye por el consumo que se hace de él.

     Cuesta a la sociedad no sólo los valores que por causa de él entran en la tesorería, sino además los gastos de percepción, y los servicios personales, y asimismo el valor de los productos que impide que se creen.

     El sacrificio voluntario o forzoso que resulta de la contribución alcanza al contribuyente en su calidad de productor cuando altera sus beneficios, esto es, sus rentas; y le alcanza en su cualidad de consumidor, cuando aumenta sus gastos por haber encarecido los productos.

     Y como un aumento de gasto equivale exactamente a una disminución de renta(183), se puede decir en todos los casos que la contribución es un valor que se toma de las rentas de la sociedad.

     En el mayor número de casos, el contribuyente está comprendido en la contribución a un tiempo por sus dos calidades de productor y de consumidor, y cuando no le baste su renta para pagar juntamente con su propio consumo, las cargas del estado, tiene que tomarlo de sus capitales. Cuando los valores capitales comenzados a gastar de este modo por uno no se compensan por medio de los

valores que otros ahorran, la riqueza social va declinando.

     El que paga al colector lo que importa la contribución no siempre es el verdadero contribuyente, a lo menos para la totalidad del valor pagado. Las más veces no hace más que adelantar, sino es el todo, una parte a lo menos de la contribución que le reembolsan otras clases de la sociedad de un modo muy complicado, y frecuentemente después de muchas operaciones; de tal suerte que muchas gentes pagan partes de contribuciones en los momentos en que ni aun siquiera se lo imaginan, ya sea por el precio a que compran los géneros, o bien por las pérdidas que tienen, sin poder señalar cual es su causa.

     Aquellos sobre cuyas rentas recaen por último las contribuciones, son verdaderos contribuyentes, y los valores conque ellos contribuyen exceden con mucho la suma de los valores que entran verdaderamente en manos de los Gobiernos, aun cuando se junten a ellos los gastos de percepción. Este exceso de valores con que se contribuye es tanto mayor cuanto el país está peor administrado.

     Un país cargado de contribuciones puede considerarse como sometido a circunstancias que hacen que en él la producción no sea ventajosa: es un país que en cambio de muchos gastos de producción, obtiene pocos productos. Los esfuerzos individuales, las anticipaciones de capitales, y el concurso productivo de las tierras, recompensan allí muy poco: se gana menos, y se gasta más.

     Conviene el recordar aquí los principios establecidos en el capítulo 3 del libro II, en donde se ha visto la diferencia que hay entre la carestía real, y la relativa. La carestía que resulta de la contribución, es real. Es una cantidad menor de productos, obtenida por una cantidad mayor de servicios productivos. Pero además de esto la contribución causa ordinariamente, y al mismo tiempo, un aumento de precio de los productos relativamente al dinero, esto es, hace pagar las mercancías más caras en dinero. La razón de esto es que el dinero no es una producción anual y corriente como las que absorbe la contribución. Excepto los casos en que el Gobierno envía dinero a los países extranjeros para pagar subsidios o sueldos de los ejércitos, no consume dinero: sino que vuelve a introducir en la sociedad por medio de sus compras el dinero que cobra por las contribuciones, sin introducir en ella el valor de la contribución(184). Pero como la contribución paraliza parte de la producción, y opera una pronta descripción de los productos que no estorba que nazcan, las contribuciones excesivas hacen que los productos sean siempre más raros relativamente a la moneda, cuya cantidad no se disminuye por el hecho mismo del impuesto. Pero siempre que las mercancías en circulación son más raras comparadas a la cantidad de moneda en circulación, su valor relativamente al dinero sufre una subida: se consiguen menos productos por la misma cantidad de moneda.

     Se figuraría uno que esta superabundancia de moneda de oro y plata debería contribuir a que el público viviese más cómodamente. Nada menos que eso, porque el dinero podrá muy bien estar en una proporción mayor, relativamente a los productos corrientes, y con todo cada uno no puede adquirirle sino con productos de su propia creación, y esta creación misma es la que es dispendiosa y difícil.

     Además, que cuando los productos son caros en dinero, el mismo dinero teniendo menos valor relativo, se va al instante, e igualmente que las demás mercancías, se hace más raro que lo que era antes; y así es como un país agobiado de contribuciones, que exceden sus medios de producción, se halla poco a poco privado, de mercancías, y después de dinero, esto es, de todo, y por eso se despuebla.

     Estudiando con cuidado estos principios se comprenderá, cómo los gastos anuales, verdaderamente gigantescos de los gobiernos modernos, han obligado a los contribuyentes a un trabajo más tenaz, porque además de las producciones que exige su manutención, la de sus familias, sus placeres, y las costumbres del país, es preciso que ellos produzcan además de lo que devora el fisco, y lo que el fisco hace perder sin devorar; valor incontestablemente enorme en algunas naciones grandes, pero imposible de valuar.

     Este exceso, resultado gradual de los sistemas políticos viciosos, ha debido servir a lo menos para perfeccionar el arte de producir, obligándonos a los hombres a sacar mayores servicios del concurso de los agentes naturales, y bajo este aspecto, los impuestos han favorecido la extensión y perfección de las facultades humanas; y así cuando los progresos del arte social habrán reducido las contribuciones públicas al nivel de las verdaderas necesidades de las sociedades, se experimentará que están muy bien los hombres de resultas de los progresos que se han hecho en el arte de producir; pero si, por consecuencia de las profusiones en que nos empeñan las máquinas políticas, abusivas y complicadas, prevalece el sistema de las contribuciones excesivas y especialmente si se propaga, extiende y consolida, es de temer que vuelva a sumergir en fa barbarie las naciones, cuya industria nos admira más; es de temer que estas naciones se conviertan en grandes galeras, en que se verá poco a poco la clase indigente, esto es, el mayor número, que mirara con envidia la suerte del salvaje...del salvaje que no está bien provisto, si hemos de decir la verdad, ni él, ni su familia, pero que a lo menos no está sujeto a subvenir con esfuerzos perpetuos a los enormes consumos públicos, de que el público no se aprovecha, o que se vuelven en perjuicio suyo.



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�. III.

De los impuestos en especie.

     El impuesto en especie cobra, sobre el terreno mismo, parte de la cosecha a beneficio del tesoro público.

     Tiene de bueno que no pide al cultivador sino un valor que tiene, y bajo la forma misma que le posee. La Bélgica, después de haber sido conquistada por los franceses, se ha hallado en ciertas épocas, en estado de no poder pagar sus contribuciones, sin embargo de haber tenido excelentes cosechas. La guerra y la prohibición de exportar estorbaban el vender, y el fisco quería que vendiesen porque pedía dinero: ella habría fácilmente soportado las cargas públicas, si el gobierno hubiese cobrado en especie los productos que le pedía.

     Tiene de bueno, que el gobierno está tan interesado como el labrador, en que las cosechas sean buenas, y por consiguiente en favorecer la agricultura. Y tal vez el impuesto en especie, que se cobra en la China, es el origen de esta protección especial, que el gobierno de este país concede a la primera de las artes industriales. Pero por ventura �todas las demás rentas no son acreedoras a la misma protección? �acaso no son todas las fuentes de que el gobierno toma sus subsidios? �acaso los gobiernos no tienen igual interés en que se protejan los demás ramos de industria, que ellos aniquilan?      Tiene de bueno el que su percepción no tiene nada de arbitrario ni de injusto; porque el particular, una vez que ha hecho su cosecha ya sabe lo que debe pagar, y el fisco lo que tiene derecho de exigir. Este impuesto parece el más equitativo de todos, pero no hay uno que lo sea menos, porque no cuenta absolutamente con los gastos hechos de antemano por el productor, y se proporciona sólo a la renta en bruto, y no a la renta neta.

     Dos propietarios agricultores tienen cultivos diferentes; el uno cultiva tierras medianas de trigo, y sus gastos de labranza ascienden en los años comunes a treinta y dos mil reales, y sus tierras producen en bruto cuarenta y ocho mil; luego tiene de renta neta diez y seis mil.

     Su vecino tiene prados o bosques que en bruto dan anualmente los mismos cuarenta y ocho mil reales, pero no le cuesta de mantenerlos más que ocho mil luego en los árboles comunes le quedan cuarenta mil reales.

     La ley manda que se cobre en especie un dozavo de los frutos de la tierra, sean los que quieran. Por consiguiente le toman al primero haces de trigo por el valor de cuatro mil reales, y al segundo haces de heno, de ganados, o de leñas por el valor igualmente de cuarto mil reales. �Y qué es lo que ha sucedido? Que al uno le han tomado la cuarta parte de su renta, que era de diez y seis mil reales, y al otro sólo el décimo de la suya, que ascendía a cuarenta mil reales.

     Cada uno de ellos en particular no tiene de renta más que el beneficio neto que ha hecho después de recobrar su capital, tal cual era. �Acaso un mercader tiene de renta el importe todas las rentas que hace en el año? No por cierto, pues no tiene de renta más que el exceso de sus entradas respecto de lo que había adelantado, y solamente sobre este exceso puede pagar las contribuciones sin arruinarse.

     Los diezmos eclesiásticos en Francia no tenían más que una parte de este inconveniente, porque no se cobraban ni de prados, ni de bosques, ni de huertas, ni de otras especies de cultura, y además se componían unas veces del décimo octavo, del décimo quinto o del décimo del producto en bruto. Estas desigualdades aparentes corregían la desigualdad real.

     El mariscal de Vaubán en su Diezmo real, obra muy estudiada, y que merece ser estudiada de todos los que administran la renta pública, propone un diezmo del vigésimo de los frutos de la tierra que se pondría en rigor y en caso de necesidad hacerle subir al décimo. Pero Vaubán, proponía este impuesto desigual para remediar a una desigualdad aún mayor. Porque los bienes de los plebeyos pagaban todo el impuesto, y los de los nobles y eclesiásticos no pagaban casi nada. Este excelente ciudadano, que como ingeniero iba recorriendo las diferentes partes de la Francia, había penetrado de los males que causaba el impuesto de la talla. En la época en que dio su plan no puede dudarse que si se hubiese adoptado, la Francia habría tenido un gran consuelo. Pero a Vaubán no le escucharon, porque no había en la corte ni una persona que no fuese perjudicada en sus intereses por el plan de este ingeniero, y así este bello país fue sumergido en la miseria. El hambre acabó con más franceses que la espada durante la guerra de la sucesión de España.

     La dificultad, los gastos y los abusos de la percepción del impuesto en especie son un obstáculo nuevo para su establecimiento. �Cuantos agentes hay que emplear! �Cuantas dilapidaciones que temer! Al Gobierno se le puede engañar sobre el importe de la contribución, sobre la conversión de ésta en dinero, cuando es preciso hacerla, sobre la cantidad de géneros averíados, sobre los gastos de almacenaje, sobre los de conservación y sobre los de transporte. Si el impuesto se arrienda, �cuántos arrendadores y cuántos comerciantes que ganan todos a costa del público! Sólo las diligencias judiciales que sería menester hacer contra los arrendadores, exigirían una administración muy extensa. �Un rico propietario, dice Smith, que pasase su vida en la capital, y que cobrase en especie, en diversas provincias lejanas, el precio de sus arriendos, se arriesgaría a perder la mayor parte de su renta. Sin embargo de eso los agentes del más negligente de todos los propietarios no podrían dilapidar tanto como los del más vigilante de los Príncipes(185).�

     Se han esforzado aún otras consideraciones contra el Impuesto en especie, pero sería tal vez inútil y fastidioso sin duda ninguna el reproducirlas aquí todas. Permitáseme pues solamente el hacer notar cuál sería el efecto, sobre el precio, de esta masa de mercancías que se ponían de venta por los empleados del fisco, que como sabemos, es tan mal vendedor como comprador. La precisión de desocupar los almacenes para que se puedan meter en ellos las nuevas contribuciones, y de ocurrir a las necesidades siempre urgentes de un tesoro público, harían vender los géneros a menos precio de la tasa a que el arriendo de las fincas, el salario de los obreros y el interés de las tierras empleadas en la agricultura, deberían fijar naturalmente su precio; cuya concurrencia era imposible sostener. Un impuesto semejante no sólo quita a los cultivadores una porción de sus productos, sino que les impide el sacar partido de la parte que no los quita.



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�. IV.

Del impuesto territorial de Inglaterra (Land tax).

     En 1692, cuatro años después de la feliz revolución que sentó al Príncipe de Orange en el trono de Inglaterra, se hizo una estimación general de las rentas territoriales de este reino, que aún hoy día sirve de base para el reparto del impuesto territorial que se cobra allí, de manera que cuando el impuesto se fija al quinto de las rentas raíces no se cobra el quinto de la renta raíz actual, sino el quinto de la renta conforme a la valuación que se hizo de ella en 1692.

     Se percibe que semejante impuesto ha debido ser singularmente favorable a las mejoras de la

agricultura. Una finca que se ha mejorado, y que da ahora una renta diez veces mayor que la que producía en su origen, no paga una contribución diez veces mayor. Al contrario, si uno la deja que se deteriore no por eso paga menos, sino que se considera que la renta permanece la misma, de modo que aquí la negligencia paga una multa.

     Muchos escritores atribuyen a esta valuación fija la gran prosperidad a que ha llegado la agricultura en Inglaterra.

     No puede dudarse que ha contribuido mucho a ella. Pero qué diremos, si el gobierno, dirigiéndose a un de poco negocio, le hablase de este modo: usted con cortos capitales hace un comercio limitado, y la contribución directa que paga usted es por consiguiente muy poca cosa. Tome usted prestado, y junte capitales: extienda usted su comercio hasta que tenga inmensos beneficios, y pagará usted siempre la misma contribución. Hay más, cuando los herederos de usted sucedan en las ganancias que usted hace, y las hayan aumentado no se estimarán éstas más que en la cantidad que se estimaron las de usted, y así sus sucesores no tendrán que pagar más contribución que la que usted paga.

     No hay duda que de este modo se alentarían mucho las fábricas y el comercio; �pero sería justo? �No podrían hacer progresos más que a esta costa? En la misma Inglaterra, la industria fabricante y comercial �no ha dado desde la misma época pasos aún más rápidos sin disfrutar de este injusto favor?

     Un propietario por su cuidado, su economía, y su inteligencia aumenta su renta anual de veinte mil reales. Si el estado le pide un quinto de este aumento de renta, �no le quedan diez y seis mil de aumento para servirle de estímulo?

     Puede uno preveer circunstancias tales en que el permanecer fijo el impuesto, no siendo proporcionado a las facultades de los contribuyentes, y a las circunstancias del suelo, produciría tanto mal, como bien ha hecho en otros casos; porque precisaría a abandonar la cultura de los terrenos, que bien fuese por una causa, bien por otra, ya no podrían producir la misma renta. De esto hemos tenido un ejemplo en la Toscana. Se hizo en ella un censo en 1496, en que se valuaron en muy poco las llanuras y los valles en que las inundaciones frecuentes, y los daños que causaban las avenidas no permitían ninguna cultura provechosa, y las colinas, que eran las únicas cultivadas, fueron estimadas en mucho; pero las inundaciones y las avenidas se han contenido, y con esto las llanuras se han fertilizado: sus frutos, que pagaban pocas contribuciones, se han podido dar más baratos que los de las colinas; y así éstos no han podido sostener la concurrencia, porque la contribución siempre era la misma, y así casi han quedado incultos y desiertos(186). Si la contribución se hubiese acomodado a las circunstancias de ambos terrenos se habría continuado en cultivar unos y otros.

     El haber hablado de la contribución particular de un país es por la conexión que tiene con los principios generales.



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Capítulo. IX.

De la deuda pública.

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� I.

De los empréstitos que toma el Gobierno y de sus efectos generales.

     Entre los particulares y los gobiernos que toman prestado hay esta gran diferencia, que las más veces los primeros buscan fondos para hacerlos producir y emplearlos de un modo productivo, pero los segundos toman prestado ordinariamente para disipar cuanto toman sin tener esperanza de que les produzcan nada estos fondos. Se toman estos empréstitos públicos con el fin de ocurrir a las urgencias imprevistas, y de repeler peligros inminentes, y se llenan o no estos objetos, pero en todo caso la suma que se ha tomado prestada es un valor consumido, y perdido, y el caudal público se halla gravado con los intereses del capital.

     Melon dice, que las deudas de un Estado son deudas de la mano derecha a la izquierda, de las que el cuerpo no percibe debilidad alguna. Pero se engaña, porque el Estado se halla debilitado en que el capital prestado al gobierno habiéndose destruido por el consumo que el mismo gobierno ha hecho de él, ya no dará a nadie el producto, o si se quiere el interés que podía dar en su calidad del fondo productivo. �Con qué paga el Estado el interés de esta deuda? con la porción de otra renta que transporta del contribuyente al rentero.

     Antes del empréstito existían dos fondos productivos, o dos rentas resultantes de estos fondos, a saber, el capital del que prestó, y el fondo sea el que quiera, de que el contribuyente sacaba la porción de renta que se le va a pedir. Hecho el empréstito de estos dos fondos no queda más que uno, el del contribuyente, del que ya no puede emplear la renta para su uso, supuesto que el Gobierno está precisado a pedirselo bajo forma de contribución para satisfacer al rentero. El rentero no pierde en esto ninguna parte de su renta; quien la pierde es el contribuyente.

     Hay muchas gentes que porque no ven perdida de numerario a consecuencia de los empréstitos públicos, no creen que hay pérdida de valor, y se figuran que lo único que resulta es que las riquezas mudan de mano. Con el fin de hacer más sensible su error he puesto al fin de este capítulo una tabla que manifiesta sinópticamente en qué vienen a parar los fondos prestados, y de dónde proviene la renta que se paga por los empréstitos públicos. (Véase la tabla al fin del capítulo).

     Un gobierno que toma prestado promete o no el reembolso del capital: en el último caso se confiesa deudor al que prestó de una renta que se llama perpetua. Por lo que hace a los empréstitos, de que se ha de reembolsar el capital, se han variado infinito.

     Unas veces se ha ofrecido el reembolso por vía de suerte, bajo forma de lotería; otras se ha pagado cada año con la renta una parte del principal; otras se ha dado un interés mayor que el corriente con la condición de que la renta se extinguiría con la muerte del prestador, al modo de las rentas vitalicias, o de aquellas rentas vitalicias que la parte del que muere acrece a los otros. En las rentas vitalicias la renta de cada uno de los que prestan se extingue con la muerte; pero en las otras se reparte la renta del que muere entre los que sobreviven, de modo que el prestador, que sobrevive a todos los demás, goza de la renta de todos los prestadores con quien ha estado asociado.

    Las rentas vitalicias de ambas especies son onerosísimas para el que torna prestado, porque paga hasta el fin el mismo interés, sin embargo que se liberte cada año de una porción de capital: además son inmorales, porque es el modo de poner a interés su dinero los egoístas. Estas lisonjean y favorecen la disipación de los capitales dándole al prestador un medio de comerse su finca con su renta sin peligro de morirse de hambre.

     Los gobiernos que han entendido mejor la materia de los empréstitos y de las contribuciones no han hecho, a lo menos en estos últimos tiempos ningún empréstito reembolsable. Los acreedores del Estado, cuando quieren imponer su dinero de otro modo no tienen más medio que el vender el documento que prueba su crédito; lo que hacen con más o menos ventaja según la idea que el comprador tiene de la solidez del gobierno que debe la renta(187). Empréstitos de esta especie han sido siempre muy difíciles de hacerse por los Príncipes despóticos. Cuando el poder del Príncipe es bastante extenso para que pueda violar sus contratos sin mucha dificultad; cuando es el Príncipe el que hace el contrato personalmente, y cuando se puede temer que sus contratos no sean reconocidos por su sucesor, los prestadores repugnan toda anticipación de fondos, a no ser que haya un término en que descanse su imaginación.

     Las creaciones de empleos en que el titular está obligado a dar una cantidad para beneficiarlos, o una fianza de que el gobierno le paga el interés son especies de empréstitos perpetuos, pero son forzados. Una vez que se ha probado este ridículo recurso, se reducen a oficios privilegiados, bajo pretextos muy plausibles, casi todas las profesiones, hasta las de carbonero y de mozo de esquina.

     Las anticipaciones son otra especie de empréstito. Por anticipaciones se entiende la venta que hace el gobierno, mediante un sacrificio de las rentas que aún no son exigibles: los arrendadores de las rentas las adelantan, y retienen un interés proporcionado a los riesgos que la naturaleza del gobierno o la incertidumbre de sus recursos les hacen correr.

     Los empeños que el gobierno contrae de este modo, y que se pagan ya sea por los administradores de las rentas, ya por nuevos billetes dados por el tesoro público, forman lo que se llama, con una expresión inglesa algo barbara, la deuda flotante. Por lo que hace a la deuda consolidada, es esta parte de que la renta sola está reconocida por el cuerpo legislativo, de la que no es exigible el capital.

     Toda especie de empréstito público tiene el inconveniente de quitar a los usos productivos, capitales o partes de capital, para consagrarlos al consumo; y además, cuando son de país en que el gobierno inspira poca confianza, tienen el inconveniente de hacer subir el interés de los capitales.�Quién será el que quiera prestar a cinco por ciento al año al agricultor, al fabricante o comerciante cuando se halla uno que toma un empréstito, y siempre está pronto a pagar interés de siete u ocho por ciento? El género de renta que se llama beneficio de los capitales sube entonces a costa del consumidor. El consumo se disminuye por el encarecimiento de los productos, y los demás servicios productivos se piden menos, y son mucho menos recompensados: toda la sociedad excepto los capitalistas, padece por este estado de las cosas.

     Las grandes ventajas que resultan a una nación de la facultad de tomar prestado, es el poder repartir sobre un gran número de años las cargas necesarias para salir de las necesidades del momento. En la situación en que se hallan las estados modernos, ningún país podría, por los gastos enormes que trae consigo la guerra, sostener ninguna por medio de los recursos ordinarios que los pueblos están en estado de subministrar. Las naciones pagan con corta diferencia todas las contribuciones que están en estado de pagar, porque la economía no es su virtud, y los gastos suben siempre a nivel de las facultades de los pueblos, o muy cerca de ellas. Si es preciso doblar el gasto o perecer, no tienen más recurso que el empréstito, a no poner en el número de sus expedientes la violación de las obligaciones anteriores, y el despojo de sus súbditos y de los extranjeros. El empréstito es arma nueva más terrible que la pólvora, y de la que tal vez ya no se podrán servir por mucho tiempo a causa del abuso que han hecho de ella.

     Se ha querido hallar en el empréstito, igualmente que en los impuestos, ventajas provenientes de su naturaleza, distintas de los recursos que ofrece para los consumos públicos; pero estas pretendidas ventajas se desvanecen cuando se examinan con severidad.

     Se ha dicho que los contratos, o título de crédito que componen la deuda pública, se convierten en el Estado en verdaderos valores, y que los capitales representados por estos contratos son otras tantas riquezas reales, que toman su lugar entre los bienes(188). Pero esto es un error: un contrato no es más que el título que atestigua que tal propiedad pertenece a tal hombre. La propiedad es la riqueza y no el pergamino que prueba la propiedad(189). Con mayor razón un título no es riqueza cuando no representa un valor real y existente, y que no es más que una delegación dada por el gobierno al prestador, con el fin de que este pueda tomar todos los años parte de las renta; que aún han de nacer en manos del contribuyente. Si el título llegase a anularse (como sucede por una bancarrota) �habría por eso una riqueza menos en la sociedad? Nada menos que eso. El contribuyente dispone entonces de la parte de su renta, que habría pasado a manos del censalista.

     Y cuando se dice(190) que la circulación anual se enriquece del importe de los atrasos que el Estado introduce en ella anualmente, no se atiende a que estos atrasos no son más que los productos anuales, o una porción de rentas exigidas a un contribuyente, que habría sido introducida en la circulación del mismo modo, aun cuando no hubiese habido deuda pública. El contribuyente habría gastado, y en vez de esto, lo hace el censualista. (Véase la tabla anexa a este capítulo).

     La compra de los efectos públicos no es una circulación productiva; es la substitución de un acreedor del Estado a otro. Cuando degenera en agiotaje, esto es, cuando tiene por fin el buscar los beneficios en la subida y en la baja, es sumamente perjudicial: primero ocupando el agente de la circulación la moneda que hace parte del capital general, de una manera improductiva; y además como todos los juegos no dando un beneficio que no sea una pérdida para otro. La industria del que hace el agio no dando ningún producto útil, ni subministrando ninguna materia al cambio, vive no a costa de sus rentas, sino a costa de los jugadores menos diestros o menos afortunados que él.

     Se ha dicho que una deuda pública liga a todos los acreedores a la suerte del gobierno, y que estos asociados igualmente a su buena que a su mala suerte se convertían en sus apoyos naturales: esto es certísimo. Pero como este medio de conservación se aplica igualmente a un mal orden de cosas, que a uno bueno, de aquí viene precisamente, que puede ser tan peligroso para una nación, como útil. Véase el ejemplo de la Inglaterra donde esta razón fuerza a multitud de familias honradas a sostener una administración perversa.

     Se ha dicho que la deuda pública fijaba el estado de la opinión sobre la confianza que merece el gobierno, y que entonces el gobierno deseoso de mantener un crédito, cuyo grado manifiesta él mismo, tenía más interés en conducirse bien. Conducirse bien para los acreedores del Estado es satisfacer los atrasos de la deuda con exactitud: conducirse bien para los contribuyentes es gastar poco. El precio corriente de las rentas ofrece verdaderamente una prenda del primer modo de conducirse bien, pero no de la del segundo. Tal vez no sería una extravagancia el decir que el pago exacto de la deuda, lejos de ser un garante de la buena administración, suple a ésta en muchos casos, y hace tolerables en ciertos países, grandes y numerosos abusos.

     Se ha dicho a favor de la deuda pública que ofrecía a los capitalistas, que no hallan imposición ventajosa para sus fondos, un medio de imponerlos que estorba el que se extraigan fuera del Estado. Tanto peor. Porque es un cebo que atrae los capitales hacia su destrucción, y grava la nación con el interés que paga de ellos el gobierno: valdría mucho más que este capital hubiese sido prestado al extranjero, porque él volverla tarde o temprano, y en el entretanto el extranjero pagaría los intereses.

     Los empréstitos, públicos moderados, y cuyos capitales fuesen empleados por el gobierno en establecimientos útiles, tendrían esta ventaja de ofrecer un empleo a los pequeños capitales, puestos en manos poco industriosas, y que si no se les abría esta fácil colocación, estarían holgando en los cofres, o se gastarían en el por menor. Tal vez es este el único punto de vista, bajo el que los empréstitos pueden producir algún bien; pero este mismo bien es un riesgo, si es para los gobiernos, una ocasión de disipar los ahorros de las naciones. Porque a no ser que el principal se haya gastado de un modo constantemente útil al público, como en caminos, en facilitar la navegación &c, valía más para el público que este capital se quedase sepultado: entonces, si el público perdía el uso del capital, a lo menos no pagaba sus intereses.

     Puede pues ser conveniente el tomar prestado cuando no tiene uno más que el usufructo que gastar, y está precisado a gastar el capital; pero no hay que figurarse que se trabaja para la prosperidad pública tomando prestado. Cualquiera que toma prestado, sea particular, sea Príncipe, grava su renta con una renta, y se empobrece de todo el valor del principal si le consume; y esto es lo que hacen siempre las naciones que toman prestado.



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� II.

Del crédito público de lo que lo consolida, y de lo que le altera.

     El crédito público es la confianza que se tiene en las obligaciones que contrae el gobierno. Está en el punto más alto, cuando la deuda pública no da a los que prestan un interés superior al de las imposiciones sólidas, pues entonces es prueba que los prestadores de dinero no exigen ningún seguro para cubrir los riesgos a que-están expuestos sus fondos, y que miran como nulos estos riesgos. El crédito no llega a este alto grado, sino cuando el gobierno por su forma no puede fácilmente violar sus promesas, y cuando por otra parte se le conocen recursos iguales a sus necesidades. Por esta última razón el crédito público es débil en aquellas partes en que todo el mundo no conoce las cuentas de la hacienda nacional.

     En donde el poder se halla en manos de un hombre solo, es difícil que el gobierno tenga gran crédito: porque nada puede ofrecer por garante más que la buena voluntad del Monarca. Pero en un gobierno donde el poder legislativo reside en el pueblo o en sus representantes, se tiene además por garantía los intereses del pueblo, que es acreedor como compuesto de particulares, al mismo tiempo que es deudor como que forma una nación, y no podría recibir lo que se le debe bajo el respeto de la primera de estas cualidades, sino se le pagase bajo la segunda. Esta sola consideración puede hacer presumir que a una época en que las grandes empresas no se concluyen sino a mucha costa, y en que los grandísimos gastos no pueden sostenerse más que con los empréstitos, los gobiernos representativos tomarán un ascendiente notable en el sistema político a causa de los recursos, que ofrecen para la hacienda pública, prescindiendo de todas las demás circunstancias.

     Atendiendo a los recursos que tiene un gobierno merece más confianza que un particular. A un particular le pueden faltar de golpe sus rentas, o a lo menos en tan gran parte que se halle en estado de no poder cumplir sus obligaciones. Quiebras repetidas de comerciantes, fuerzas mayores, calamidades, pleitos, e injusticias, pueden arruinar un particular; pero las rentas de un gobierno se fundan en contribuciones impuestas a un número tan grande de contribuyentes, que las desgracias particulares de éstos no pueden comprometer más que una débil porción de la renta pública.

     Pero lo que favorece singularmente los empréstitos que hacen los gobiernos, no es tanto el crédito que merecen o que se les da, como la gran facilidad que dan para transferir el título del crédito. Los acreedores del Estado se lisonjean de que siempre han de saber con bastante anticipación la quiebra que pueda hacer el gobierno para libertarse de ella vendiendo su crédito, o se creen no poder ser sorprendidos por una baja de los efectos públicos, calculan que un interés algo mayor les presenta un seguro más que suficiente para arrostrar este riesgo.

     Debe notarse además que en la opinión de los prestadores, como en todas las demás opiniones de los hombres, influyen más las impresiones presentes que todas las demás consideraciones: no se saca ningún provecho de la experiencia sino es muy reciente, ni de la previsión que se ha de extender a cosas muy distantes. El abuso enorme de la confianza que el gobierno francés había hecho en 1721, con motivo de su papel moneda, y las acciones del Misisipí, no le impidió el hallar medio fácil de tomar un empréstito de ochocientos millones de reales en 1759, y las bancarrotas de Terray en 1772, no presentaron ningún obstáculo a los empréstitos que se hicieron en 1778, y en los años siguientes.

     Bajo otro aspecto un gobierno jamás llega a tener tanto crédito como un particular sólido. Porque no hay medio ninguno de obligarle, cuando no cumple con fidelidad lo ofrecido. Al cuidado que los particulares tienen de su fortuna nunca iguala el que los gobiernos tienen de la fortuna pública. Por último en los trastornos que pueden comprometer la fortuna publica, y la de los particulares, éstos tienen algunos medios de sustraer sus bienes, que no tienen los gobiernos.

     El crédito público ofrece un medio tan fácil de disipar grandes capitales, que muchos publicistas le han mirado como funesto a las naciones. Un gobierno poderoso por la facultad de tomar prestado, han dicho ellos, se mezcla en todos los intereses políticos. Concibe empresas gigantescas, acompañadas unas veces de la vergüenza, y otras de la gloria, pero siempre de la aniquilación. Hace la guerra o la hace hacer: compra todo lo que puede comprarse, hasta la sangre, y la conciencia de los hombres; y los capitales, fruto de la industria y de la buena conducta, se ponen entonces en manos de la ambición, del orgullo y de la perversidad.

     Si la nación que tiene crédito es políticamente débil, la ponen a contribución las grandes potencias: ya paga para sostener la guerra, ya para mantener la paz, paga para mantener su independencia, y concluye por perderla; o bien las presta, y le hacen quiebra.

     Estas no son cosas que supongo a mi arbitrio; pero dejo que cada uno haga las aplicaciones.

     Por medio de las cajas de amortización, los gobiernos que tienen orden han hallado el medio de extinguir y reembolsar los empréstitos no reembolsables. Este medio empleado regularmente, fortalece más que ninguna otra cosa, el crédito público. He aquí lo que hay de fundamental en sus operaciones.

     Si el Estado toma un empréstito de cuatrocientos millones de reales a cinco por ciento, es preciso que se procure todos los años una porción de renta nacional igual a veinte millones de reales para pagar los intereses de este empréstito. Por lo común establece un impuesto cuyo producto importa cada año dicha suma.

     Si el Estado hace que el impuesto dé más que dicha cantidad, y llegue por ejemplo a veinte y dos millones seiscientos cuarenta y nueve mil seiscientos reales vellon, y si encarga a una caja el que emplee los dos millones seiscientos cuarenta y nueve mil seiscientos reales excedentes en redimir anualmente en la plaza una suma igual de obligaciones suyas; y si esta caja emplea en la redención, no el fondo anual que está asignado para esto, sino también los intereses atrasados de las rentas redimidas, al cabo de cincuenta años habrá redimido todo el capital del empréstito de los cuatrocientos millones.

     Esta es la operación que ejecuta una caja de amortización.

     El efecto que resulta de esto se debe a la fuerza del interés compuesto, esto es, de un interés que se acumula cada año, y que él mismo da interés todos los años siguientes.

     Se ve pues que mediante un sacrificio anual igual, a lo más, al décimo del interés, se puede antes de cincuenta años, redimir un capital que dé cinco por ciento. Pero como la venta de las acciones es libre, si los que las poseen no quieren desprenderse de ellas a la par, esto es, al pie de veinte veces la renta, entonces la redención es algo más larga; pero esta misma dificultad es un signo del buen estado del crédito. Si al contrario el crédito vacila, y por la misma suma se puede redimir una suma mayor de acciones, entonces la amortización puede verificarse en menos tiempo. De modo que cuanto más declina el crédito, tantos más recursos tiene la caja de amortización para volver a tomar vigor, y sus recursos no se debilitan sino a proporción que el crédito público necesita menos de sus auxilios.

     �El sostenerse tanto tiempo ha el crédito de Inglaterra se atribuye al establecimiento de una caja semejante, pues a pesar de una deuda de setenta y seis mil millones halla aún quien le preste?(191). Esto es sin duda lo que ha hecho decir a Smith que las cajas de amortización que se habían imaginado para disminuir la deuda, habían servido para aumentarla. Por fortuna los gobiernos son inclinados a abusar de todos los recursos; pues sino fuese así serían demasiado poderosos.

     El establecimiento de una caja de amortización es absolutamente ilusorio desde el momento que se toma prestado por una parte un valor igual al que se reembolsa por otra; y con mayor razón si se toma prestada una suma mayor que la que se reembolsa, como lo ha hecho constantemente la Inglaterra desde 1793 hasta hoy día. Sea el que quiera el origen del valor que uno reembolsa, bien sea puramente el importe de un impuesto adicional, o de este impuesto aumentado de los intereses de los años precedentes, si mientras el gobierno redime el importe de cuatro millones de reales del principal de su deuda, toma prestados otros cuatro millones, se impone una carga anual precisamente igual a la que él redime: esto sería lo mismo que tomar prestado de sí mismo los cuatro millones que emplea en la amortización. Con esto a lo menos habría ahorrado los gastos de la operación. Esto es lo que ha probado muy bien el señor Roberto Hamilton en un escrito excelente(192) que no deja nada que desear en esta materia; por qué las cargas enormes que se ha hecho llevar al pueblo de Inglaterra, el escandaloso abuso que se ha hecho allí de la facultad de tomar prestado, y el papel moneda que se ha substituido a sus especies, a lo menos habrán producido el buen efecto de aclarar muchas cuestiones importantes a la felicidad de las naciones; lo que hará mucho más difícil entre nuestros sucesores la repetición de los mismos excesos.

     Ya se sabe que la primera condición para que una caja de amortización produzca el efecto que se desea, es que el fondo afecto a ella se emplee invariablemente al uso a que está destinado; lo que no siempre se ha hecho, ni aun en Inglaterra y cuyo gobierno es famoso por su espíritu de consecuencia, y por su fidelidad en cumplir lo que promete. Y así los autores ingleses no cuentan nada sobre las cajas de amortización para extinguir la deuda, y Smith añade con bastante ingenuidad que las deudas públicas jamás se han extinguido más que con bancarrotas.

     Algunas veces se quiere saber el efecto de una bancarrota sobre los bienes de los particulares, y sobre la economía de una nación. En los casos comunes, un gobierno que hace bancarrota, privando a los censualistas de los intereses anuos de su deuda, añade esta suma a las rentas de los contribuyentes. Y aún da a los contribuyentes más que lo que quita a los censualistas; porque les da los gastos de la cobranza de los impuestos, y los gastos de administración de la deuda pública. Una nación que tuviese que pagar cuatrocientos millones de reales de renta anual, y en que se pudiesen estimar a treinta por ciento los gastos de que acabo de hablar(193), quitaría, haciendo bancarrota, cuatrocientos millones de reales de renta a sus censualistas, y daría cuatrocientos treinta a sus contribuyentes.

     En Inglaterra el efecto sería más complicado, porque (a lo menos en la época actual) el gobierno no paga a los censualistas con el impuesto. Torna prestado anualmente una suma casi igual a los intereses de la deuda(194). Si se verificase la bancarrota, los cuarenta millones de libras esterlinas, más o menos, prestadas anualmente al gobierno, se sustraerían al consumo improductivo de los censualistas, para aplicarse a un consumo reproductivo, porque es preciso suponer que los capitalistas que las acumulan, querrían no obstante esto imponerlas, y sacar de ellas alguna ganancia. Y bajo este aspecto, la operación sería favorable al incremento del capital, y de la renta nacional; pero la ejecución estaría acompañada de terribles inconvenientes, porque estos cuarenta millones se quitarían anualmente a una clase de consumidores improductivos cuya existencia reclama este consumo, y que estaría en la imposibilidad de reemplazar la renta que llegaría a faltarles, ya fuese por falta de industria, ya por falta de capitales.

     La bancarrota permitiría tal vez el no tener que recurrir a ningún nuevo empréstito; pero no haría superfluo ninguno de los antiguos impuestos, porque los intereses no se pagan con los impuestos sino con capitales nuevos, tomados en empréstito. Las cargas del pueblo inglés no se aligerarían por esto(195), ni los gastos de producción no se disminuirían: por consiguiente las mercancías no podrían bajar de precio de un modo sensible, ni los productos ingleses conseguir una venta más fácil en lo interior, ni entre los extranjeros.

     La nación en que pueden cargar los impuestos ya no sería tan considerable, porque se habría disminuido de los censualistas, y los impuestos sin haber disminuido producirían menos para el fisco. Los cuarenta millones de rentas robadas a los censualistas ya no figurarían para pagar el impuesto más que por los beneficios anuales, o la renta de estos cuarenta millones, impuestos de nuevo como capitales por los capitalistas.

     A los males que sufren capitalistas es preciso añadir los males, que serían resultados de éstos, como

las quiebras de muchos de ellos: el que se quedarían sus obreros, y sus criados sin acomodo, y sus dependientes sin tener que comer.

     Por otra parte si se continúa en tomar prestado para pagar los intereses de las deudas pasadas, se aumentan con eso los intereses para el tiempo venidero: para pagarlos se aumentan sin término los impuestos y es imposible que al fin no se llegue al precipicio, cuando se ha tomado un camino que no tiene otra salida.

     Los Príncipes que, como los potentados de Asia, desconfían de poder tener crédito, procuran el juntar un tesoro.

     El tesoro es el valor presente de una renta pasada, como el empréstito es el valor presente de una renta futura. Ambos sirven para ocurrir a las necesidades extraordinarias.

     Un tesoro no contribuye siempre a la seguridad del gobierno que le posee, antes atrae el riesgo y es muy raro que sirva al fin para que se juntó. El tesoro juntado por Carlos V, Rey de Francia, fue presa de su hermano el Duque de Anjou: el que el Papa Paulo II destinaba para atacar a los turcos, y echarlos al Asia, favoreció el desenfreno de Sixto V, y de sus sobrinos: el que Enrique IV reservaba para abatir la casa de Austria, se empleó en las profusiones de los favoritos de la Reina Madre; y más recientemente los ahorros que debían consolidar la monarquía de Federico II, Rey de Prusia, han servido para alterarla.

     En manos de un gobierno, una suma cuantiosa da origen a terribles tentaciones. El público se aprovecha rara vez, y no me atrevo a decir que nunca, de un tesoro, de que él ha hecho la costa; porque todo valor, y por consiguiente toda riqueza, viene originariamente de él.

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