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Capítulo II.

De los efectos generales del consumo.

     El efecto más inmediato de toda especie de consumo es la pérdida de valor, y por consiguiente de riqueza, que resulta de ella para el poseedor del producto consumido. Este efecto es constante, e inevitable, y jamás se debe perder de vista siempre que se hable de esta materia. Un producto consumido es un valor perdido para todo el mundo, y para siempre; pero hay un resultado ulterior, según el modo como se ha hecho el consumo.

     Si se ha hecho improductivamente, este consumo ha sido acompañado en general de la satisfacción de una necesidad, pero no de la reproducción de ningún valor: si se ha hecho reproductivamente, no ha satisfecho a ninguna necesidad, pero ha sido acompañado de la creación de un nuevo valor inferior, igual o superior al valor consumido; del que ha resultado perdida o ganancia para el empresario de esta producción(96).

     Así es que se puede mirar el consumo como un cambio en que el poseedor del valor consumido da este valor, y recibe en compensación o la satisfacción de una necesidad, o bien otro valor equivalente al valor consumido.

     Se puede notar aquí que el consumo improductivo, que no da más resultado que procurar un goce, no exige ninguna habilidad. Sin talento, sin trabajo ni fatiga puede uno comer buenos bocados, o ponerse un hermoso vestido(97); siendo así que en el consumo reproductivo, no sólo no resulta ningún goce inmediato de este consumo, sino que exige el emplear un trabajo ilustrado, que en todo el curso de esta obra se ha llamado industria.

     Cuando el que posee el valor que hay que consumir no tiene industria, ni sabe cómo hacer para consumir reproductivamente este valor, y quiere sin embargo que se consuma así, le presta a una persona más industriosa: ésta te destruye; pero como al mismo tiempo produce otro, se halla en estado de volverle, aun después de haber retenido los beneficios de su trabajo y de su talento. Un capital que uno devuelve después de haberle tomado prestado no es, como se ve, compuesto de las mismas materias que se han recibido. La condición impuesta por el prestador equivale a ésta: Os presto valores que son iguales al valor actual de dos mil piezas de a cinco pesetas, o de diez mil pesetas; a tal época me volveréis una suma de valores iguales al valor que tendrán entonces diez mil pesetas. Un depósito que uno tuviese que devolver en especie no debiendo ser consumido no podría servir para la reproducción.

     Algunas veces consume uno los productos que uno mismo ha creado: así lo hacen los labradores que comen de sus frutos y de las aves que crían, y el fabricante que se viste de sus tejidos; pero como los objetos de nuestro consumo son muy numerosos, y muy varios a proporción de los que nosotros producimos, la mayor parte de consumos no se verifican sino a consecuencia de una compra. Después que hemos cambiado por dinero, o recibido bajo forma de moneda, los valores que componen nuestra renta, cambiamos de nuevo estos valores por objetos que nos proponemos consumir. Esto es lo que hace que para el vulgo gastar y consumir significan lo mismo. Esto no quiere decir que comprando pierda uno el valor de lo que posee; porque después de haber comprado una cosa tiene aún su valor, y se puede, sino se ha comprado muy cara, revender por lo mismo que se ha comprado; pero consumiéndola, es como se verifica la pérdida, porque un valor destruido no existe ya, ni hay medio de consumirle segunda vez. Esta es la razón por que una mujer sin gobierno destruye muy pronto en la economía doméstica los bienes limitados. Por lo común es la mujer, y no el marido, la que decide de lo que se consume diariamente, y estos consumos diarios se repiten de mil modos diferentes.

     Esto manifiesta el grande error en que están aquellos que creen que lo que no causa pérdida de dinero, no causa pérdida de riqueza. Nada es más común que el oír decir: el dinero que se gasta no se pierde; queda en el país: luego el país no se empobrece por los gastos que se hacen en él. El país en efecto no ha perdido nada del valor del dinero que se hallaba en él; pero la cosa comprada con una suma de dinero, cien cosas compradas sucesivamente con la misma suma de dinero, se han consumido, y su valor se ha destruido.

     Es pues muy superfluo, y he dicho casi pueril, el querer retener el numerario de un país para conservar su riqueza. Este numerario no impide ningún consumo de valores, ni por consiguiente ninguna pérdida de riquezas. Al contrario sirve para hacer que cambien con más comodidad hasta las manos de sus consumidores, los productos destinados al consumo; lo que es un bien cuando es para facilitar un consumo bien entendido, esto es, que sus resultados son buenos.

     Sólo se podría creer que si el numerario que circula en un país no preserva este país de ningún consumo, ni por consiguiente de ninguna pérdida de riqueza, el que se exporta ocasiona a lo menos una pérdida al país. Nada menos que eso: la exportación de las especies cuando no es definitiva, y que debe traer en retorno mercaderías, equivale a un consumo reproductivo, y a una pérdida de valor que tiene por objeto una reproducción de valores.

     Cuando la exportación de las especies es definitiva la nación se priva de una porción de su capital, que perdería del mismo modo por la exportación de cualquiera otra mercancía que no diese nada en retorno.



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Capítulo III.

De los efectos de un consumo reproductivo.

     El primer libro de esta obra ha manifestado lo que era el consumo reproductivo. Los valores capitales son los que se consumen reproductivamente. Un negociante, un fabricante y un labrador compran las materias primeras(98) y los servicios productivos, y los consumen para obtener de ellos nuevos productos: los efectos inmediatos de este consumo son los mismos que los del consumo improductivo: causa una petición que influye sobre el precio, y sobre la producción de los objetos pedidos, y destruye el valor de ellos: no hay más diferencia que en los resultados ulteriores, porque no satisface ninguna necesidad, no da ninguna satisfacción, más que hacer al empresario, que la dispone, poseedor de un nuevo producto, cuyo valor le reembolsa los productos consumidos, y comúnmente le deja un beneficio.

     Relativamente a esta aserción que el consumo reproductivo no satisface a ninguna necesidad, se podría, por falta de un análisis completo de los hechos, objetar que el salario pagado a un obrero, y por consiguiente gastado reproductivamente, sirve para su sustento, para su vestido y para sus placeres. Es preciso notar que aquí no hay sólo un consumo, sino dos. El fabricante comprando los servicios del obrero y consumiéndolos, consume reproductivamente, y sin satisfacer ningunas, necesidades, una porción de su capital. Y por su parte el obrero, vendiendo sus servicios vende su renta de un día o de una semana; y el precio que saca de ella es lo que se consume improductivamente por él y por su familia: del mismo modo que el alquiler de la casa que ocupa el fabricante, y que forma la renta del propietario lo gasta éste improductivamente.

     Y no hay que figurarse que el mismo valor se consume dos veces, la una reproductivamente y la otra improductivamente, porque son dos valores independientes el uno del otro, y de origen diverso. El uno de los dos, el servicio industrial del obrero, es el producto de su fuerza muscular y de su talento: este servicio es un producto tan verdadero que tiene un precio corriente, como todos los demás géneros. El otro valor consumido es una parte del capital del fabricante, que ha dado en cambio del servicio del obrero. Terminado el cambio de estos dos valores, los dos consumos se operan cada uno por su parte con dos fines diferentes: el primero con el fin de crear un producto, y el segundo con el de alimentar el obrero y su familia.

     Lo que el fabricante gasta y consume reproductivamente, es lo que ha obtenido en cambio de su capital: lo que el obrero gasta, y consume improductivamente, es lo que ha obtenido en cambio de su renta. De que se cambien estos dos valores uno por otro no se sigue que formen un solo y mismo valor.

     El mismo raciocinio se aplica al trabajo inteligente del empresario. Este consume en su fábrica reproductivamente dicho trabajo; y los beneficios que en cambio saca de él son consumidos improductivamente por él y su familia.

     Por lo demás este doble consumo es análogo al que los empresarios hacen de sus materias primeras. Un fabricante de pa ños se presenta a un comerciante en lanas, con una suma de doce mil reales. �No se ven aquí dos productos realmente? El uno un valor de doce mil reales, fruto de una producción anterior, que actualmente compone parte del capital del fabricante, y por otra parte los bellones que hacen parte del producto anual de un cortijo. Una vez ejecutado el cambio estos dos valores se consumen cada uno por su parte el capital, cambiado por los bellones para hacer paño: el producto del cortijo cambiado por los doce mil reales para satisfacer las necesidades del arrendador y de su propietario.

     Siendo todo consumo una pérdida, cuando se hace un consumo reproductivo se gana tanto por lo que se consume de menos, como por lo que se produce de más. En la China se ahorra mucho en la siembra de las tierras por el método que se sigue de plantar el grano en vez de sembrarle al aire. El efecto que resulta de esto es precisamente como si las tierras de la China fuesen más productivas que las de Europa(99).

     En las artes, cuando la materia primera es de ningún valor, no hace parte ninguna de los consumos, que necesitan: así la piedra calcárea, destruida por el calero, y la arena que emplea el vidriero, no son consumos, sino tienen valor.

     Un ahorro hecho en los servicios productivos de la industria, de los capitales y de las tierras, es un ahorro tan real como un ahorro de materia primera. Se ahorra en los servicios productivos de la industria, de los capitales y de las tierras, ya sea sacando más servicios de los mismos medios de producción o ya sea absorbiendo menos medios de producción para obtener los mismos productos.

     Todos estos ahorros en general se convierten al cabo de poco tiempo en beneficio de la Sociedad: disminuyen los gastos de producción, y la concurrencia de productos hace bajar después, a nivel de estos gastos, el precio de los productos a medida que las economías se hacen más públicas, y de uso más general. Pero también por la misma razón, los que no saben valerse, tan económicamente como los demás de los medios de producción, pierden donde los otros ganan. Cuántos fabricantes se han arruinado porque no saben trabajar más que en edificios muy grandes, a mucha costa y con instrumentos muy multiplicados o muy caros, y por consiguiente con capitales muy considerables!

     Por fortuna el interés personal en la mayor parte de casos es el primero que padece mucho con estas pérdidas. Así es como el dolor advierte a nuestros miembros de los daños de que deben resguardarse. Si el productor sin maña no fuera el primero que es castigado de las pérdidas de que es autor, veríamos aún con más frecuencia arriesgarse a falsas especulaciones. Un mal especulador es tan fatal a la prosperidad general como un disipador. Un negociante que gasta cincuenta mil pesetas para ganar treinta, y un hombre del gran mundo, que gasta ochenta mil reales en caballos, en mozas, en festines y en bujías, hacen relativamente a su propio caudal y a la riqueza de la Sociedad, igual oficio: con sola la diferencia de que el último disfruta de un placer de que no goza el primero(100).

     No teniendo necesidad, por las consideraciones que son la materia del libro primero, de extenderme más sobre los consumos reproductivos, en lo que va a seguir, dirigiré la atención del lector sobre los consumos improductivos, sobre sus motivos y sobre sus resultados; y prevengo que desde ahora en adelante la palabra consumos sola, deberá entenderse como en el uso común , sólo de los consumos improductivos.



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Capítulo IV.

De los efectos del consumo productivo en general.

     Acabamos de considerar la naturaleza y efectos de los consumos en general y los efectos generales de los consumos reproductivos en particular. En este capítulo y los siguientes sólo se tratará de aquellos cuyo fin es satisfacer una necesidad o una fruición.

     Si se ha entendido bien lo que se ha dicho sobre la naturaleza del consumo y de la producción se convencerá cualquiera que esta especie de consumo que se llama improductivo, después de haber destruido un valor para satisfacer una necesidad, no tiene ningún otro efecto ulterior. Es un cambio de una porción de riquezas por una satisfacción y nada más. �Qué efecto ulterior podría tener? La reproducción. Una misma utilidad no puede servir dos veces. El vino que bebemos no puede servir para hacer aguardiente. �Se creerá acaso que éste favorece indirectamente la reproducción estableciendo nuevas demandas? Pero hemos visto que no hay más demandas efectivas que las que se hacen con el dinero en mano. Y �con qué se procura uno el dinero con que se compra? Con los productos que desde antes de la compra y del consumo componen las rentas o los capitales. La petición, la cantidad de los productos pedidos, está invariablemente fijada por la suma de las rentas y de los capitales. Desde entonces todo el fomento que puede darse a la producción existe. Toda preferencia dada a un objeto se quita a otro. Lo que se consuma en sedas no se consumirá en lienzo o en paños. Lo que se consuma en objetos de placer, no se consumirá en objetos de utilidad más real.

     No falta que considerar en el consumo improductivo más que la mayor o menor satisfacción que resulta del consumo mismo, y a este examen es al que someteremos en este capítulo los consumos improductivos, sean los que quieran, y en los capítulos siguientes examinaremos en particular los consumos prívados y los consumos públicos. No se trata más que de comparar la pérdida que le resulta al consumidor de su consumo, con la satisfacción que le resulta de ella. Del juicio verdadero o falso que aprecia esta pérdida y la compara con esta satisfacción, dimanan los consumos bien o mal entendidos: esto es lo que después de la producción real de las riquezas influye más poderosamente en la dicha o desdicha de las familias y de las naciones.

     Bajo este aspecto los consumos más bien entendidos serán: 1.� Los que satisfacen necesidades reales. Por necesidades reales entiendo aquellas de cuya satisfacción depende nuestra existencia, nuestra salud y el contentamiento de la mayor parte de los hombres: estas son opuestas a las que provienen de una sensualidad muy exquisita, de la opinión y del capricho. Así los consumos de una nación serán, en general, bien entendidos si se encuentra en ellos cosas cómodas más bien que espléndidas; mucha ropa blanca más bien que encajes: alimentos abundantes y sanos, en vez de guisados muy exquisitos; buenos vestidos y ningún bordado. En una nación como ésta los establecimientos públicos tendrán poco fausto y mucha utilidad; los indigentes no verán en ella hospitales suntuosos, pero encontrarán un socorro seguro: los caminos no serán doble anchos de lo que se necesita, pero las posadas estarán bien surtidas y serán buenas: en las ciudades tal vez no se verán suntuosos palacios, pero se andará con seguridad en ellas por los ánditos.

     El lujo de ostentación no da más que una vana satisfacción: el lujo de comodidad, si puedo expresarme así, nos procura una satisfacción real. Este último es menos caro, y de consiguiente consume menos. El otro no conoce límites: crece en casa de un particular, sin más motivo que el que se aumenta en casa de otro, y puede ir así hasta el infinito. �El orgullo, ha dicho Franklin, es un mendigo que grita tanto como la necesidad, pero es infinitamente más insaciable.�

     Satisfacción por satisfacción, la sociedad considerada en masa, halla más cuenta en la que provee a las necesidades reales, que en la que contenta las necesidades facticias. Que las necesidades de un rico hagan producir y consumir los perfumes exquisitos, y que las necesidades del pobre hagan producir un vestido de abrigo en una estación de frío riguroso, en ambos casos las riquezas sociales están disminuidas del valor de uno y otro de estos consumos, que se pueden suponer iguales; pero en el primer caso la sociedad habrá recibido en cambio un placer fútil, corto y que apenas se disfruta, y en el segundo(101) una comodidad sólida, durable y preciosa.

     2.� Los consumos lentos más bien que los rápidos, y los que recaen con preferencia los productos de mejor calidad. Una nación y aun los particulares darán pruebas de cordura si buscan con preferencia los objetos, cuyo consumo es lento y el uso frecuente. Por este medio tendrán una casa y muebles cómodos y aseados; porque hay pocas cosas que se consuman más lentamente que una casa, ni de que se haga un uso más frecuente, porque uno pasa en ella la mayor parte de su vida. Sus modas no serán muy inconstantes: la moda tiene el privilegio de consumir las cosas antes que hayan perdido su utilidad, y aun muchas veces antes que hayan perdido su frescura: multiplica los consumos, y condena lo que aún es excelente, cómodo y bonito, a no servir de nada. Deste modo la rápida sucesión de las modas empobrece un estado con lo que consume y con lo que no consume.

     Vale más consumir las cosas de buena calidad, aunque sean más caras. La razón es esta: en toda especie de fabricación hay ciertos gastos que son los mismos, y que se pagan igualmente sea el producto bueno o sea malo: un lienzo hecho de mal lino, ha exigido de parte del tejedor, del comerciante por mayor, del embalador, del carromatero y del mercader por menor un trabajo precisamente igual al que habría exigido para llegar al consumidor un lienzo excelente. La economía que hago comprando un lienzo de mediana calidad no recae sobre el precio de estos diversos trabajos que siempre ha sido indispensable el pagarlos según todo su valor, sino sobre el precio de la materia primera sola, y sin embargo, estos diferentes trabajos pagados a precio tan caro se consumen más pronto si el lienzo es malo que si es bueno.

     Como este raciocinio puede aplicarse a todo género fabricado, y como en todos hay servicios que es preciso pagar bajo el mismo pie, sea la que quiera su calidad; y como estos servicios hacen más beneficio en las buenas calidades que en las malas, conviene a una nación en general el consumir principalmente las primeras. Para conseguirlo es necesario que tenga el gusto indispensable para conocer lo que es hermoso y bueno: aun en este caso las luces(102) son favorables a la prosperidad del estado; y sobre todo es menester que la generalidad de la nación no sea tan miserable que siempre este precisada a comprar lo más barato, aunque por último, las cosas compradas de este modo, siempre le salgan más caras.

     Se percibe bien que los reglamentos en que la autoridad pública se mete en los por menores de los gastos de fabricación, suponiendo que por ellos se consiguiese el hacer fabricar mercaderías de mejor calidad, lo que es muy dudoso, son insuficientes para hacerlas consumir, porque no dan al consumidor, el gusto de las cosas buenas, ni los medios de adquirirlas. La dificultad se encuentra aquí, no de parte del productor, sino de parte del consumidor. Que se me hallen consumidores que quieran y puedan procurarse lo bello y lo bueno, y yo hallaré productores que se lo proporcionarán. Las comodidades de una nación la llevan a este punto: la comodidad no sólo da los medios de tener lo bueno, sino que da el gusto de tenerlo. Y no son los reglamentos los que dan la comodidad, sino la producción activa y el ahorro: el que junta los capitales es el amor del trabajo que favorece todos los géneros de industria y la economía. En los países en que se encuentran estas calidades, es donde cada uno adquiere bastante comodidad para tener escogimiento en sus consumos. La sujeción va siempre acompañando la prodigalidad, y cuando la necesidad domina, entonces no se escoge.

     Los placeres de la mesa, del juego, de los fuegos de pólvora, son del número de los más pasajeros. Se que hay pueblos que carecen de agua, y en un solo día de fiesta gastan lo que bastaría para traer agua al pueblo, y construir una fuente en la plaza pública. Sus habitantes prefieren embriagarse en honor del patrón del pueblo, aunque tengan que ir con mil trabajos diariamente a buscar agua cenagosa a la cima de un cerro de los alrededores. El desaseo de la mayor parte de las casas de la gente del campo se debe atribuir parte a la miseria, y parte a consumos mal entendidos.

     En general el país donde se gastase en las ciudades o en los lugares, en casas bonitas, en vestidos aseados, en muebles bien hechos y en instrucción, parte de lo que se gasta en goces frívolos y peligrosos, este país cambiaría de aspecto totalmente, tomaría el aire de comodidad, parecería más civilizado, y sería más atractivo para sus propios habitantes y para los extranjeros.

     3.� Los consumos hechos en común. Hay diferentes servicios, cuyos gastos no se aumentan a proporción del consumo que se hace de ellos. Un solo cocinero puede preparar igualmente bien la comida de uno solo y la de diez personas: en la misma lumbre se pueden asar igualmente muchas piezas o una sola: de esto proviene la economía que hay en el mantenimiento en común de las comunidades religiosas y civiles de los soldados y de los talleres numerosos: de aquí la que resulta de preparar en marmitas comunes, el alimento de un gran número de personas dispersadas: esta es la principal ventaja de los establecimientos en que se preparan sopas económicas.

     4.� Por último, por consideraciones de otra especie, los consumos bien entendidos son los que aprueba la sana moral. Al contrario las que la ultrajan, concluyen comúnmente por convertirse en mal para las naciones, lo mismo que para los particulares; pero las pruebas de esta verdad me apartarían demasiado de mi asunto.

     Debe notarse que la desigualdad demasiado grande de fortunas es contraria a todos estos géneros de consumos que se deben mirar como mejor entendidos. A medida que las fortunas son más desproporcionadas hay en una nación más necesidades facticias, y menos necesidades reales satisfechas, y los consumos rápidos se multiplican. Los Suculos y los Hellogábalos de la antigua Roma jamás creían haber destruido bastante, ni consumido bastantes víveres; por último los consumos inmorales son mucho más multiplicados en aquellos parajes en que se encuentran la grande opulencia y la gran miseria. La Sociedad se divide entonces en un corto número de gentes que disfrutan de las cosas más exquisitas, y en otro gran número que envidia la suerte de los primeros, y hace todo lo posible por imitarlos: todo medio se tiene por bueno para pasar de una clase a otra, y se hace tan poco escrupuloso sobre los medios de gozar, como se ha hecho sobre los medios de enriquecerse.

     En todo país el gobierno ejerce un gran influjo sobre la naturaleza de los consumos que se hacen, no sólo porque tiene que decidir la naturaleza de los consumos públicos, sino porque su ejemplo y su voluntad dirigen muchos consumos privados. Si el gobierno es amigo de fausto y ostentación, el rebaño de imitadores tendrá fausto y ostentación: y aun las personas capaces de conducirse por sus propios principios se verán precisadas a sacrificarlos. �La suerte de éstas está acaso independiente siempre de un favor y de una consideración que se da entonces, no a las cualidades personales, sino a las prodigalidades que ellas desaprueban?

     En la primer clase de consumos mal entendidos están aquellos que acarrean pesares y males, en vez de los placeres que se esperaba de ellos. Tales son los excesos de la intemperancia; y si se quieren ejemplos sacados de los consumos públicos, tales son las guerras hechas con sólo el objeto de vengarse, como la que Luis XIV declaró al gacetero de Holanda, o las que suscita el amor de una vana gloria, y de las que no se saca más que odio y vergüenza. Sin embargo estas guerras afligen menos aún por las pérdidas, que son del resorte de la economía política, que a causa del reposo y honor de las naciones que comprometen, y de la virtud y talentos que extinguen para siempre: estas pérdidas son un tributo que la patria y los particulares, llorarían ya aun cuando no se exigiesen más que por la inexorable necesidad, pero que son horribles cuando es preciso hacer el sacrificio de ellas a la ligereza, a los vicios, a la impericia u a las pasiones de los poderosos.



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Capítulo V.

De los consumos privados, de los motivos de ellos, y de sus resultados.

     Los consumos privados, como opuestos a los consumos públicos, son los que se hacen para satisfacer las necesidades de los particulares y de las familias. Estas necesidades son relativas principalmente a su alimento, a su vestido y a su habitación y a sus placeres. Las rentas de cada uno, ya vengan de sus talentos industriales, o de sus capitales, o de sus tierras, proveen a los diversos consumos que exige la satisfacción de estas necesidades. La familia aumenta sus riquezas o las pierde, o queda estacionaria según sus consumos son menores que sus rentas, o les exceden o les igualan. La suma de todos los consumos privados, junta a los que hace el gobierno para el servicio del estado, forma el consumo general de la nación.

     De que cada familia, lo mismo que la nación tomada en masa, pueda sin empobrecerse consumir la totalidad de sus rentas, no se sigue que deba hacerlo. La previsión prescribe el ponerse de parte de los acontecimientos. �Quién puede responder de que conservará siempre todos sus bienes? �Cuál es la fortuna que no dependa nada de la injusticia, de la mala fe, o de la violencia de los hombres? �Acaso no se han confiscado nunca tierras? �Ningún navío ha naufragado jamás? �Puede uno asegurar que no tendrá pleitos? �Puede uno responder de que los ganará siempre? �Ningún rico comerciante no ha sido jamás víctima de una quiebra o de una especulación falsa? Si cada año gasta uno toda su renta, el fondo puede menguar continuamente, y debe según todas las probabilidades. �Pero aun cuando debiese ser siempre el mismo bastaría el mantenerle? �Unos bienes por cuantiosos que sean, serán cuantiosos cuando lleguen a dividirse entre muchos hijos? �Y aun cuando no debiesen dividirse qué mal habría en aumentarlos, con tal que esto se haga por buenos medios? �Acaso no es el deseo que tienen los particulares de aumentar su bienestar, quien aumentando los capitales con los ahorros favorece la industria, y hace que las naciones sean opulentas y civilizadas? Si nuestros padres no hubiesen tenido este deseo, seríamos aún salvajes. Todavía no sabemos bien hasta qué punto se puede ser civilizado por los progresos de la opulencia. No me parece que esté probado que sea necesario que los nueve décimos de la mayor parte de las naciones de Europa estén sumergidos en un estado próximo de la barbarie, como de hecho sucede aún al presente.

     La economía privada nos enseña a arreglar de un modo conveniente los consumos de la familia, esto es, a comparar juiciosamente en todas ocasiones el sacrificio del valor consumido, con la satisfacción que saca de él la familia. Cada hombre en particular es sólo capaz de apreciar este sacrificio y esta satisfacción con exactitud, porque todo es relativo a sus bienes, a la clase en que está en la sociedad, a sus necesidades, a las de su familia, y aun a sus gustos personales. Un consumo demasiado limitado le priva de las dulzuras de que sus bienes le permiten gozar. Un consumo desarreglado le priva de los recursos que la prudencia le aconseja procurarse(103).

     Los consumos de los particulares son perpetuamente relativos al carácter y pasiones de los hombres, porque las inclinaciones más nobles como las más viles influyen alternativamente en ellas; y son excitadas por el amor de los placeres sensuales, por la vanidad, la generosidad, la venganza y los deseos desmedidos. Son reprimidos por una prudente previsión, por los temores quiméricos, por la desconfianza, y por el egoísmo. De estas afecciones diferentes predominan ya unas, ya otras, y dirigen los hombres en el uso que hacen de las riquezas. La línea trazada por la prudencia es en este caso como en todos los demás la más difícil de seguir. Su debilidad se inclina ya a un lado ya a otro, y los precipita con mucha frecuencia a los excesos(104).

     Relativamente al consumo los excesos son la prodigalidad y la avaricia. Una y otra se privan de las ventajas que procuran las riquezas, la prodigalidad agotando los medios que ellas dan, y la avaricia prohibiéndole el llegar a ellas. La prodigalidad es más amable, y se aviene mejor con muchas cualidades sociales. Se la perdona con más facilidad porque convida a participar de sus placeres. Sin embargo es más fatal a la sociedad que la avaricia: disipa y quita a la industria los capitales que la mantienen, y destruyendo uno de los grandes agentes de la producción mata el otro. Los que dicen que el dinero no es bueno más que para gastarse y que los productos se han hecho para ser consumidos, se engañan mucho, si entienden sólo el gasto y el consumo consagrados a procurarnos placeres. El dinero es bueno también para ser ocupado reproductivamente; no lo es nunca sin que resulte de él un grandísimo bien; y siempre que un fondo empleado se disipa, hay en algún rincón del mundo una cantidad equivalente de industria que se extingue. El pródigo que come una parte de su fondo priva al mismo tiempo a un hombre industrioso de sus beneficios.

     El avaro que no hace producir su tesoro temiendo exponerle, verdaderamente no favorece la industria pero a lo menos no le quita ninguno de sus medios este tesoro amontonado a costa de sus propios goces, y no a costa del público como el vulgo se figura: no se ha sacado de un empleo productivo; y a lo menos, cuando muere el avaro se coloca y corre a animar la industria sino lo han disipado sus sucesores o sino se ha sepultado de tal suerte que no se pueda hallar.

     Los pródigos hacen muy mal de gloriarse de sus disipaciones. No son menos indignas de la nobleza de nuestra naturaleza que las mezquindades del avaro. No hay ningún mérito en consumir todo lo que se puede y en carecer de las cosas cuando no se tienen. Esto es lo que hacen las bestias, y aun las más inteligentes son más advertidas. Lo que debe caracterizar el procedimiento de toda criatura dotada de previsión y de razón es el no hacer, en cada circunstancia, ningún consumo sin un fin racional. Tal es lo que aconseja la economía.

     La Economía es el juicio aplicado a los consumos. Conoce sus recursos y el uso mejor que se puede hacer de ellos. La Economía no tiene principios absolutos; siempre es relativa a la fortuna, a la situación y a las necesidades del consumidor. Tal gasto que aconseja una sabia Economía a un hombre de mediana fortuna, sería una mezquindad para un rico y una prodigalidad para una familia indigente. Es menester cuando se está enfermo permitirse ciertas comodidades que se rehusaría uno a sí mismo en estado de salud. Un beneficio que merece el mayor elogio cuando es tomado de los goces personales del bienhechor, es digno de desprecio cuando se concede a costa de la subsistencia de sus hijos. La Economía se aleja tanto de la avaricia como de la prodigalidad. La avaricia amontona, no para consumir ni para reproducir, sino para amontonar; es un instinto y una necesidad maquinal y vergonzosa. La Economía es hija de la prudencia y de una razón ilustrada: sabe privarse de lo superfluo para procurarse lo necesario, mientras que el avaro se priva de lo necesario a fin de procurarse lo superfluo para un porvenir que no llega jamás. Se puede tener Economía en una fiesta suntuosa, y la Economía subministra medios de hacerla aún más bella. La avaricia no puede mostrarse en ninguna parte sin echarlo todo a perder: una persona económica compara sus facultades con sus necesidades presentes, con sus necesidades futuras, y con lo que exigen de ella, sus amigos, y la humanidad: un avaro no tiene familia ni amigos: apenas tiene necesidades, y la humanidad no existe para él: la Economía no quiere consumir nada en balde: la avaricia no quiere consumir nada absolutamente. La primera es efecto de un cálculo laudable en cuanto ella sola ofrece los medios de cumplir sus deberes y de ser generoso sin ser injusto. La avaricia es una pasión vil, por cuanto ella se considera a sí, exclusivamente, y lo sacrifica todo a sí misma.

     De la Economía se ha hecho una virtud, y no sin razón, porque supone la fuerza y el imperio de sí mismo como las demás virtudes, y no hay ninguna más fecunda en felices consecuencias. Ella es la que en las familias prepara la buena educación física y moral de los hijos y el cuidado de los viejos. Ella es quien asegura a la edad madura esta serenidad de espíritu necesaria para conducirse bien, y esta independencia que hace a los hombres superiores a las bajezas. Por la Economía sola puede uno ser liberal, serlo por largo tiempo, y serlo con fruto. Cuando uno no es liberal más que por prodigalidad, se da sin discernimiento a los que no lo merecen lo mismo que a los que la merecen: a aquellos a quien uno no debe nada a costa de aquellos a quien uno debe. Con frecuencia se ve al pródigo obligado a implorar el socorro de las gentes a quienes ha colmado de riquezas con sus profusiones: parece que no da sino con la condición de que le den a él al contrario de una persona económica que da siempre gratuitamente, porque no da más que aquello de que puede disponer. Este es rico con una fortuna mediana, en vez de que el avaro y el pródigo son pobres con grandes bienes.

     El desorden excluye la Economía. Marcha a tientas con los ojos vendados por medio de las 'riquezas, y unas veces tiene a la mano lo que desea más y carece de ello porque ni siquiera lo nota, y otras veces coge y devora lo que le importa más conservar. Perpetuamente está dominado por los acontecimientos; o no los prevé o no tiene libertad para substraerse de ellos. Nunca sabe dónde estar ni qué partido tomar.

     Una casa en que no reina el orden es presa de todo el mundo: se arruina aun con agentes fieles y se arruina también aun con la parsimonia. Está expuesta a una multitud de pérdidas pequeñas que se renuevan a cada instante bajo todas las formas y por las causas más despreciables(105).

     Entre los motivos que determinan el mayor número de consumos privados es menester poner el lujo, que ha dado materia a tantas declamaciones, y del que yo tal vez podría excusarme de hablar, si todo el mundo se quisiese tomar el trabajo de hacer la aplicación a los principios establecidos en esta obra, y si siempre no fuese útil poner razones en vez de declamaciones.

     Se ha definido el lujo: el uso de lo superfluo(106) confieso que no se distingue lo superfluo de lo necesario.

     Así como los colores del arco iris que se tocan y se forman uno de otro por degradaciones imperceptibles. Los gustos, la educación, los temperamentos y la salud establecen diferencias infinitas entre todos los grados de utilidad y de necesidades, y es imposible el servirse, en un sentido absoluto de dos palabras que nunca pueden tener más que un valor relativo.

     Lo necesario y lo superfluo varían también según los diferentes estados en que se halla la Sociedad. Y así aunque en rigor un hombre pudiese vivir no teniendo más que raíces para alimentarse, una piel para cubrirle y una choza para resguardarse no obstante en el estado actual de nuestras sociedades no se puede en nuestros climas considerar como superfluidades el pan y la carne, un vestido de un tejido de lana y una habitación en una casa. Por la misma razón lo necesario y lo superfluo varían según la fortuna de los particulares: lo que es necesario en una ciudad y a cierta profesión, sería superfluo en el campo y en una posición diferente. Y así no se puede señalar el punto que separa lo superfluo de lo necesario. Smith que le pone un poco más arriba que Steuart, puesto que llama cosas necesarias (necessities), no sólo lo que la naturaleza, sino también lo que las reglas convenidas de decencia y de urbanidad han hecho necesario a las últimas clases del pueblo: Smith, digo, ha hecho mal el fijarle; porque este punto por su naturaleza es variable.

     Se puede decir en general que el lujo es el uso de las cosas caras. Y esta palabra caro, cuyo sentido es relativo, conviene bastante en la definición de una palabra, cuyo sentido también es relativo. En francés la palabra lujo excita al mismo tiempo más bien la idea de la ostentación que la de la sensualidad(107). El lujo de los Vestidos no indica que éstos sean más cómodos para el que los lleva, sino que están hechos para dar en ojos a los que los miran. El lujo de la mesa recuerda más bien la suntuosidad de un gran banquete que los platos delicados de un Epicúreo.

     Bajo este punto de vista el lujo tiene principalmente por fin el excitar la admiración por la rareza, la carestía y la magnificencia de los objetos que ostenta, y los objetos de lujo son las cosas que no se emplean ni por su utilidad real, ni por su comodidad, ni por el ornato, sino sólo para deslumbrar a los que miran, y para ganar la opinión de los demás hombres.

     El lujo es ostentación; pero la ostentación se extiende a todas las ventajas que uno pretende tener: hay quien es virtuoso por ostentación, pero nunca puede decirse que lo es por lujo. El lujo supone gasto, y si se dice el lujo del espíritu es por extensión, y suponiendo que se hace un gasto de espíritu cuando se prodigan los dichos que el espíritu suministra ordinariamente y que el gusto quiere que se economicen.

     Aunque lo que entendemos por lujo tenga principalmente la ostentación por motivo, sin embargo el esmero de una sensualidad extrema puede asimilarsele: éste no puede justificarse mejor, y el efecto es exactamente el mismo; es un consumo considerable, propio para satisfacer grandes necesidades, y consagrado a goces vanos. Pero no podría llamar objeto de lujo lo que un hombre ilustrado y juicioso, habitante de un país culto, desearía para su mesa aunque no tuviese ningún convidado, y para su casa y vestido, aunque no estuviese precisado a hacer ningún papel. Es una satisfacción y comodidad bien entendida y conveniente a sus bienes, pero no es lujo.

     Determinada de este modo la idea del lujo, desde ahora se pueden descubrir cuáles son sus efectos sobre la economía de las naciones.

     El consumo improductivo abraza la satisfacción de necesidades muy reales. Bajo este aspecto puede compensar el mal que resulta siempre de una destrucción de valores; �pero quién compensará el mal de un consumo que no tiene por objeto la satisfacción de ninguna necesidad real? De un gasto que no tiene por objeto más que este gasto mismo? �De una destrucción de valor que no se propone otro fin más que esta destrucción?

      �Procura, decís, beneficios a los productores de objetos consumidos?

     Pero el gasto que no se hace por vanos consumos, se hace siempre; porque el dinero que rehúsa uno emplear en objetos de lujo no le arroja al río. Se emplea ya sea en consumos más bien entendidos, ya sea en la reproducción. De todos modos a no enterrarle se consume o hace consumir toda su renta; y así el fomento dado a los productores por el consumo es igual a la suma de las rentas. De donde se sigue:

     1.� Que el fomento dado a un genero de producción por gastos fastuosos se quita necesariamente a otro genero de producción.

     2.� Que el fomento que resulta de este gasto no puede aumentarse sino en el caso solo en que la renta de los consumidores se aumente; pero se sabe que no se aumenta por los gastos de lujo, sino por los gastos reproductivos.

     �En qué error han caído aquellos, que viendo por mayor que la producción iguala siempre el consumo (porque es bien claro que lo que se consume es preciso que haya sido producido) han tomado el efecto por la causa, y han sentado como principio que sólo el consumo improductivo provocaba la reproducción, que el ahorrar era directamente contrario a la prosperidad pública y que el ciudadano más útil es aquel que gasta más!

     Los partidarios de dos sistemas opuestos, el de los economistas y el del comercio exclusivo o de la balanza de comercio han hecho de esta máxima un artículo fundamental de su fe. Los fabricantes y los comerciantes que no atienden más que a la venta actual de sus productos, sin investigar las causas que les habrían hecho vender más, han apoyado una máxima al parecer tan conforme a sus intereses; y los poetas seducidos siempre un poco por las apariencias, y no creyéndose obligados a ser más sabios que los estadistas, han celebrado el lujo de todos modos(108), y los ricos se han dado mucha prisa a adoptar un sistema que representa su ostentación como una virtud, y sus goces como beneficios(109); pero el progreso de la Economía política, dando a conocer los verdaderos orígenes de la riqueza, los medios de la producción y los resultados del consumo, harán caer para siempre este prestigio. La vanidad podrá gloriarse de sus gastos vanos, y será el desprecio del hombre de juicio a causa de sus consecuencias, como lo era ya por sus motivos.

     Lo que el raciocinio demuestra está confirmado por la experiencia. La miseria siempre sigue los pasos del lujo. Un rico fastuoso emplea en joyas de valor, en banquetes suntuosos, en magníficas casas, en perros, en caballos, en mozas, los valores que impuestos productivamente habrían servido para comprar vestidos de abrigo, alimentos nutritivos y muebles cómodos, a una multitud de gentes laboriosas condenadas por él a permanecer ociosas y miserables. Entonces es cuando el rico tiene hebillas de oro y el pobre carece de zapatos; cuando el rico está vestido de terciopelo y el pobre no tiene camisa.

     Es tal la fuerza de las cosas, que la magnificencia en vano quiere alejar de su vista la pobreza; porque la pobreza la sigue sin desampararla, como para echarle en cara sus excesos. Esto es lo que se observaba en Versalles, en Roma y en Madrid, y en todas las cortes: de esto es lo que la Francia ha presentado últimamente de resultas de una administración disipadora y fastuosa, como si hubiera sido necesario que principios tan incontestables debiesen de recibir esta terrible confirmación(110).

     Las gentes que no están habituadas a ver las realidades al través de las apariencias, son seducidas algunas veces por la gran cantidad y el mucho estrépito de un lujo brillante. Creen la prosperidad al instante que ven la ostentación. Pero que no se engañen, porque un país que declina ofrece siempre durante algún tiempo la imagen de la opulencia, que es lo que se ve en la casa de un disipador que se arruina. Pero este brillo facticio no es durable, y como agota los orígenes de la reproducción está infaliblemente seguido de un estado de opresión y de consunción política, de que no se cura sino por grados y por medios contrarios a aquellos que han causado el aniquilamiento.

     Es sensible que las costumbres y los hábitos funestos del país a que uno pertenece por su nacimiento, por sus bienes y por sus enlaces sometan a su influjo hasta las personas más juiciosas, las que están más en estado de apreciar el riesgo de ellas, y de preveer sus tristes consecuencias. No hay sino un corto número de hombres de espíritu bastante firme y de fortuna bastante independiente que no obren más que según sus principios, ni tengan más modelo que ellos mismos. Hacen, a pesar suyo, parte de esa turba insensata que corre a la ruina buscando la felicidad: digo insensata porque no es menester mucha filosofía para haber notado que una vez que las necesidades ordinarias de la vida están satisfechas, la felicidad no se encuentra en las vastas fruiciones del lujo, sino en el ejercicio moderado de nuestras facultades físicas y morales.

     Las personas que por un gran poder o por grandes talentos, procuran extender el gusto del lujo, conspiran según esto contra la felicidad de las naciones. Si algún hábito merece ser fomentado tanto en las monarquías como en las repúblicas y en los estados grandes lo mismo que en los pequeños, es únicamente la economía. �Pero necesita acaso fomento? �No basta el no darselo a la disipación concediéndola honores? �No basta el respetar inviolablemente todos sus ahorros y sus imposiciones, esto es, la entera manifestación de toda industria que no es criminal?

     Excitando los hombres a gastar, se dice, se les excita a producir: es necesario que ganen con que mantener sus gastos. Para raciocinar así es preciso comenzar por suponer que depende de los hombres el producir lo mismo que el consumir, y que es tan fácil aumentar sus rentas como el comerselas. Pero cuando fuese así, cuando además fuese verdad que la necesidad del gasto diese el amor al trabajo (lo que está muy lejos de ser conforme a la experiencia), no se podría con todo eso aumentar la producción, sino por medio de un aumento de capitales, que son uno de los elementos necesarios de la producción; pero los capitales no pueden aumentarse más que ahorrando; �y qué ahorro se puede esperar de los que no están excitados a producir más que por el ansia de gozar?

     Por otra parte, cuando el amor del fausto inspira el deseo de ganar, los recursos lentos y limitados de la producción verdadera �bastan acaso al anhelo de sus necesidades? �No cuenta más bien sobre los beneficios rápidos y vergonzosos de la intriga, industria ruinosa para las naciones, pues no produce, sino que sólo entra a participar de los productos de las demás? Entonces el pícaro se vale de todos los recursos de su despreciable talento: el enredador especula sobre la obscuridad de las leyes, y el hombre poderoso vende a la tontería y a la falta de probidad, la protección que debe gratuitamente al mérito y a la justicia. He visto en una cena, dice Plinio, a Paulina cubierta de un tejido de perlas y de esmeraldas que valía cuarenta millones de sestercios; de lo que podía dar una prueba, según ella decía, con los recibos. Todo esto lo debía a las rapiñas de sus mayores, y era, añade el autor romano, para que su nieta se presentase en un festín cargada de piedras preciosas; por lo que Lolio consintió el desolar muchas provincias, el ser difamado en todo el oriente, el perder la amistad del hijo de Augusto, y finalmente el morir envenenado.

     Tal es la industria que inspira el gusto del fausto.

     Si acaso se pretendiese que el sistema que fomenta las prodigalidades, no favoreciendo más que las de los ricos, tiene a lo menos esta buena tendencia de disminuir la desigualdad de bienes: me sería fácil probar que la profesión de los ricos arrastra la de las clases medias y la de los pobres; y estas son las que con más prontitud llegan a los límites de sus ventas, de modo que la profusión general aumenta más bien que reduce la desigualdad de bienes. Además que la prodigalidad de los ricos está siempre precedida u seguida de la de los gobiernos, y la de estos no sabe recurrir más que a los impuestos, siempre más pesados para las rentas pequeñas que para las grandes(111)

. Después de haber hecho la apología del lujo se les ha ocurrido alguna vez a ciertas personas el hacer también la apología de la miseria. Se ha dicho que si los indigentes no fuesen perseguidos por la necesidad, no querrían trabajar; lo cual privaría a los ricos y a la sociedad en general de la industria del pobre.

     Esta máxima afortunadamente es tan falsa en su principio como bárbara en sus consecuencias. Si la desnudez fuese un motivo para ser laborioso, el salvaje sería el más laborioso de los hombres, porque es el más desnudo. Se sabe sin embargo cuánta es su indolencia, y que han muerto de tristeza todos los salvajes a quienes se ha querido ocupar. En nuestra Europa, los obreros más perezosos son los que tienen costumbres que se parecen más a las del salvaje: la cantidad de obra ejecutada por un trabajador grosero de un distrito miserable, no es comparable a la cantidad de obra ejecutada por un obrero acomodado de París o de Londres. Las necesidades se multiplican a medida que se satisfacen. El hombre que tiene una chaqueta quiere tener un frac; el que tiene un frac quiere tener una levita. El obrero que tiene un cuarto para vivir desea tener dos; el que tiene dos camisas anhela por tener una docena para poderse mudar con más frecuencia; pero el que jamás la ha tenido, ni siquiera piensa en tenerla. Nunca el haber ganado es obstáculo para querer ganar más.

     La comodidad de las clases inferiores no es incompatible, como se ha repetido demasiadas veces, con la existencia del cuerpo social. Un zapatero puede hacer zapatos igualmente bien en un cuarto abrigado, y teniendo un buen vestido cuando está bien mantenido y que mantiene bien sus hijos, que cuando trabaja pasmado de frío en una barraca, u en la esquina de una calle. No se trabaja menos ni peor cuando se goza de las comodidades regulares de la vida. La ropa blanca se lava muy bien en Inglaterra donde los lavanderos hacen su oficio con comodidad en sus casas, y no están precisados a pasar mil trabajos para ir a jabonar al río(112).

     Los ricos pueden perder ese pueril miedo de carecer de las cosas que apetece su sensualidad, si el pobre adquiere su bienestar. La experiencia y el raciocinio muestran al contrario que en los países más ricos y en los más generalmente ricos es donde se halla con más facilidad el modo de satisfacer los gustos más delicados.

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Capítulo VI.

De los consumos públicos.

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� I.

De la naturaleza y de los efectos generales de los consumos públicos.

     Además de las necesidades de los particulares y de las familias, cuya satisfacción da lugar a los consumos privados, la reunión de los particulares tiene, como Sociedad, también sus necesidades, que dan lugar a los consumos públicos, ella compra y consume el servicio del administrador que cuida de sus intereses, del militar que la defiende contra las agresiones extranjeras, del juez civil o criminal, que le protege cada particular contra las empresas de los demás. Todos estos servicios diferentes tienen su utilidad; y si están multiplicados más de lo que se necesita, y pagados más de lo que valen es por una consecuencia de los vicios de la organización política, cuyo examen no es de nuestro resorte.

     Veremos más adelante dónde la sociedad halla los valores con que compra, ya sea el servicio de sus agentes, ya los comestibles que exigen sus necesidades. Nosotros no consideramos en este capítulo más que el modo cómo se opera el consumo, y los resultados de este consumo.

     Si se ha entendido bien el principio de este tercer libro, se concebirá fácilmente que los consumos públicos, los que se hacen por utilidad común son precisamente de la misma naturaleza que los que se hacen para la satisfacción de los individuos o de las familias. Siempre es una destrucción de valores, una pérdida de riqueza aun cuando no ha salido ni un maravedí del recinto del país.

     Para mejor convencernos de esto, sigamos el camino que hace un valor consumido por utilidad pública.

     El gobierno exige del contribuyente el pago en dinero de una contribución cualquiera. Este contribuyente para satisfacer al perceptor, trueca por dinero los productos de que puede disponer, y entrega este dinero al representante del fisco(113): otros agentes compran con este dinero paños y víveres para la tropa. Hasta ahora no hay valor ningún o consumido ni perdido, hay solo un valor entregado gratuitamente por el que lo debía, y ciertos cambios hechos. El valor dado existe aun en forma de víveres y de paños en los almacenes del ejército. Pero al fin este valor se consume; y entonces esta porción de riqueza que salió de las manos de un contribuyente se anonada y destruye. No es ya la suma de dinero la que se ha destruido: ésta ha pasado de una mano a otra, ya sea gratuitamente como cuando ha pasado del contribuyente al perceptor; ya sea por vía de cambio como cuando ha pasado del administrador al asentista a quien se han comprado los víveres o los paños; pero enmedio de todos estos movimientos el valor del dinero se ha conservado; y después de haber pasado de una tercera mano a una cuarta, o a una décima, existe aún sin ninguna alteración sensible: lo que no existe ya es el valor del paño y de los víveres, y este resultado es precisamente lo mismo que si el contribuyente con el mismo dinero hubiese comprado los víveres y los paños; no hay más diferencia sino que el habría gozado de este consumo, y ahora quien le ha disfrutado es el Estado.

     Es fácil aplicar el mismo raciocinio a todos los géneros de consumos públicos: Cuando el dinero del contribuyente sirve para pagar el sueldo de un empleado, éste empleado vende su tiempo, su talento, y su trabajo, que se consume en el servicio público, y él consume a su vez en lugar del contribuyente, el valor que ha recibido en cambio de sus servicios, como lo habría podido hacer un mancebo, un criado cualquiera, empleado para cuidar de los intereses privados del contribuyente.

     Se ha creído en casi todos los tiempos, que los valores pagados por la Sociedad por los servicios públicos los volvía a cobrar bajo otras formas, y se han figurado que lo prohíban, cuando se ha dicho lo que el gobierno o sus agentes reciben, lo restituyen gastándolo. Pero es un error y un error cuyas consecuencias han sido deplorables, en cuanto ellas han arrastrado enormes dilapidaciones cometidas sin remordimiento. El valor suministrado por el contribuyente se entrega gratuitamente, y el gobierno se sirve de él para comprar un trabajo, los objetos de consumo y los productos, en una palabra, que tienen un valor equivalente, y que se le entregan. Una compra no es una restitución(114). De cualquier manera que se presente esta operación, y aunque con mucha frecuencia sea muy complicada en la ejecución, siempre se reducirá por el análisis a lo que acaba de decirse. Un producto consumido, siempre es un valor perdido sea quien quiera el consumidor, y expendido sin compensación por el que no recibe nada en retorno; pero aquí se debe mirar como retorno la ventaja que el contribuyente saca del servicio del hombre público, o del consumo que se hace por utilidad general.

     Si los gastos públicos afectan la suma de riqueza precisamente del mismo modo que los gastos privados, los mismos principios de Economía deben presidir a unos y a otros. No hay dos suertes de Economía, así como no hay dos suertes de probidad o dos suertes de moral. Si un gobierno, lo mismo que un particular, hace consumos de los que deba resultar una producción de valor superior al valor consumido, ejercen una industria productiva; y si el valor consumido no ha dejado ningún producto, es un valor perdido para el uno, lo mismo que para el otro; pero que disipándose, ha podido hacer muy bien el servicio que se esperaba de él. Las municiones de guerra y de boca, el tiempo y los trabajos de los funcionarios civiles y militares que han servido para la defensa del estado, ya no existen aunque hayan sido perfectamente bien empleados: sucede lo mismo con estas cosas que con los víveres y servicios que una familia ha consumido para su uso. El empleo de éstos no ha presentado ninguna otra ventaja más que la satisfacción de una necesidad: si la necesidad no existe el consumo y el gasto no han sido más que un mal sin compensación. Lo mismo sucede con los consumos del estado: consumir por consumir, gastar por sistema, pedir un servicio por sólo el gusto de concederle un sueldo, destruir una cosa por tener la ocasión de pagarla, es una extravagancia de parte de un gobierno como de parte de un particular, en un estado pequeño lo mismo que en uno grande y en una república lo mismo que en una monarquía. Un gobierno disipador es mucho más culpable que un particular: éste consume los productos que le pertenecen, pero un gobierno no es propietario: no es más que un administrador del caudal público(115).

     �Qué se debe pensar entonces de muchos autores que han querido establecer que las fortunas particulares y la fortuna pública eran de naturalezas muy diferentes: que la fortuna de un particular se engrosaba verdaderamente con los ahorros; pero que la fortuna pública recibía al contrario su incremento del aumento de los consumos, sacando de aquesta peligrosa y falsa consecuencia, que las reglas que sirven para la administración de un caudal particular, y las que deben dirigir la administración de los caudales públicos, no sólo difieren entre sí, si no que se hallan con frecuencia directamente en oposición?

     Si tales principios no e viesen más que en los libros, y nunca fuesen puestos en práctica, se podría uno consolar de esto, y mirarlos con indiferencia como que servían sólo para aumentar el cúmulo de los errores impresos; pero �cuánto debe uno compadecerse de la humanidad cuando se ve que los profesan hombres eminentes en dignidad, en talento, y en instrucción! �Qué digo? �cuan do se ven reducidos a práctica por los que están armados del poder, y pueden dar al error y al mal sentido la fuerza de las bayonetas y del cañón?(116)

     Madama de Maintenon refiere en una carta al Cardenal de Noailles que exhortando un día al Rey a que hiciese limosnas más cuantiosas, Luis XIV le respondió: un Rey hace limosna gastando mucho. Dicho precioso y terrible que muestra cuánto la ruina puede reducirse a principios(117).

     Los malos principios son peores que la perversidad misma, porque uno los sigue contra sus propios intereses que entiende mal, y porque los sigue mucho más tiempo, sin remordimiento y sin consideración alguna. Si Luis XIV hubiese creído no satisfacer más que a su vanidad con su fausto y su ambición por sus conquistas, era hombre honrado, y habría podido al fin reprobárselas a sí mismo, y poner a ellas un término y detenerse a lo menos por su propio interés; pero él creía firmemente que con sus profusiones se hacía útil a sus Estados, y por consiguiente a sí mismo, y así no se detuvo hasta el momento en que cayó en la miseria y en la humillación(118).

     Las sanas ideas de Economía política eran tan extrañas, las mejores cabezas aún en el siglo XVIII, que el Rey de Prusia Federico II, hombre tan ansioso de la verdad, tan capaz de percibirla y tan digno de protegerla, escribía a d'Alembert para justificar sus guerras: �mis numerosos ejércitos hacen circular las especies, y derraman en las provincias con igual distribución los subsidios que los pueblos dan al gobierno.� Otra vez digo que no: los subsidios dados al gobierno por las provincias no vuelven a ellas. Ya sea que los subsidios se paguen en dinero o en especie, se truecan por municiones de guerra o de boca. Y bajo esta forma son consumidos y destruidos por gentes que no los reemplazan porque no producen ningún valor(119). Fue una fortuna para la Prusia que las acciones de Federico II no fuesen consiguientes a sus principios. Hizo más bien a su país con la economía de su administración, que mal le había hecho con sus guerras.

     Si los consumos hechos por las naciones o por los gobiernos que las representan, ocasionan una pérdida de valores, y por consiguiente de riquezas, no son justificables sino en cuanto resulta de ellas para la nación una ventaja igual a los sacrificios que ella les cuesta. Toda la habilidad de la administración consiste pues en comparar perpetua y juiciosamente la exención de los sacrificios impuestos con la ventaja que debe resultar de ellos al Estado; y todo sacrificio desproporcionado con esta ventaja, que no tengo reparo en decirlo, es una tontería o un crimen de la administración. �Qué sería pues si los locos gastos de los malos gobiernos no se limitasen a disipar la substancia de los pueblos(120), y si muchos de sus consumos lejos de procurar un resarcimiento equivalente, preparasen al contrario infortunios sin número: si las empresas más extravagantes y las más culpables fuesen consecuencia de las exacciones más criminales; y si las naciones pagasen casi siempre con su sangre la ventaja de suministrar dinero de su bolsillo?

     Sería triste que se llamasen declamaciones las verdades que el buen seso se ve precisado a repetir, porque la locura y la pasión se obstinan a no quererlas conocer.

     Los consumos mandados por el gobierno(121) siendo una parte importante de los consumos de la nación, porque llegan algunas veces al sexto, al quinto, y aun al cuarto de los consumos totales, y aun pasan de esto(122), resulta de esto que el sistema económico abrazado por el gobierno ejerce un inmenso influjo sobre los progresos o decadencia de la nación. Si un particular se imagina aumentar sus recursos disipándolos; si cree honrarse con la prodigalidad; sino sabe resistir al atractivo de un placer lisonjero o a los consejos de un resentimiento aun cuando sea legítimo, se arruinará; y su desastre influirá en la suerte de un corto número de individuos. En un gobierno no hay ni uno de estos errores que no haga muchos millones de miserables, y que no sea capaz de causar la decadencia de una nación. Si se debe desear que los simples ciudadanos conozcan sus verdaderos intereses, �cuánto más y con mayor razón deberá uno desearlo a los gobiernos! El orden y la economía son ya virtudes en un estado privado; pero considerando su prodigioso influjo sobre la suerte de los pueblos, cuando se encuentran en los jefes que los gobiernan, no sabe uno que magnifico nombre darles.

     Un particular conoce todo el valor de la cosa que consume: con frecuencia es el fruto penoso de sus sudores, de una larga constancia, de una economía no interrumpida; y mide fácilmente la ventaja que le debe resultar de un consumo, y la privación que le resultaría de él. Un gobierno no está tan directamente interesado en el orden y en la economía, no conoce tan vivamente y tan inmediatamente el inconveniente de no tenerla. Añádese a esto que un particular está excitado a ahorrar no sólo por su propio interés, sino por los sentimientos de su corazón: su economía asegura recursos a los seres a quien él quiere; pero un gobierno económico ahorra para ciudadanos a quienes apenas conoce, y los recursos que él procura tener no servirán tal vez sino a sus sucesores.

     Se engañaría uno si supusiese que el poder hereditario evita estos inconvenientes: las consideraciones que hacen gran fuerza al hombre privado mueven poco al Monarca. Este mira la fortuna de sus herederos como asegurada por poco segura que este la sucesión. Además que él no es quien decide de la mayor parte de los gastos, y quien hace las compras: son sus ministros y sus generales. Por fin una experiencia constante prueba que los gobiernos más económicos no son ni las monarquías ni los gobiernos democráticos, sino más bien las repúblicas aristocráticas.

     No se ha de creer tampoco que el espíritu de economía y de regla en los consumos públicos sea incompatible con el espíritu que hace emprender grandes cosas. Carlo-Magno es uno de los Príncipes que ha dado más ocupación a la fama: él conquistó la Italia, la Hungría y el Austria; rechazó a los sarracenos y dispersó a los sajones; obtuvo el titulo pomposo de Emperador, y sin embargo ha merecido que Montesquieu hiciese de él este elogio: �Un padre de familia podía aprender en las leyes de Carlo Magno el modo de gobernar su casa. Puso una regla admirable en su gasto e hizo producir a su patrimonio con prudencia, con atención y con economía. En sus Capitulares se ve el origen puro y sagrado de donde sacó sus riquezas. Sólo diré una cosa, que él tenía mandado que se vendiesen los huebos de todas las gallinas de sus estados, y las yerbas inútiles de sus jardines�(123)

     El Príncipe Eugenio, que se haría muy mal en no considerarle más que como un hombre grande en la guerra, y que manifestó la mayor capacidad en la administración como en las negociaciones de que estuvo encargado, aconsejaba al Emperador Carlos VI que siguiese el dictamen de los negociantes en la administración de su real Hacienda(124)

.

     El gran Duque de Toscana Leopoldo ha manifestado, a fines del siglo XVIII, lo que puede un Príncipe, aun en un estado limitado, cuando introduce en la administración la severa economía de los particulares. En pocos años hizo que la Toscana fuese uno de los países más florecientes de Europa.

     Los ministros que han gobernado la real Hacienda de Francia con más buen suceso fueron Suger, Abad de san Dionisio, el Cardenal d'Amboise, Sully, Colbert, Neker, y todos se han guiado por el mismo principio. Todos han encontrado en la economía exacta de un simple particular los medios de sostener grandes resoluciones. El Abad de san Dionisio contribuyó a los gastos de la segunda Cruzada (empresa que estoy muy lejos de aprobar, pero que exigía poderosos recursos): d'Amboise preparó la conquista del milanesado por Luis XII. Sully el abatimiento de la casa de Austria: Colbert los sucesos brillantes de Luis XIV; y Neker ha subministrado los medios de sostener la única guerra feliz que la Francia ha hecho en el Siglo XVIII(125).

     Al contrario siempre hemos visto que los gobiernos que se han dejado dominar por las necesidades de dinero, se han visto obligados como los particulares, a recurrir para salir de apuros, a expedientes ruinosos y algunas veces vergonzosos, como Carlos el Calvo que no mantenía a nadie en los honores, ni concedía seguridad personal a nadie más que por dinero; como el Rey de Inglaterra Carlos II, que vendió Dunkerque al Rey de Francia, y que recibió de la Holanda dos millones, un cuarto para diferir el que se hiciese a la vela la escuadra equipada en Inglaterra en 1680, cuyo destino era el ir a las Indias a defender a los ingleses que estaban destruidos por los Batavos(126);y en fin como todos los gobiernos que han hecho bancarrota, ya sea alterando las monedas, o ya violando sus contratos.

     Luis XIV a fines de su reinado, después de haber agotado hasta lo último los recursos de su hermoso reino, creó y vendió empleos a cual más ridículos.

     Se hicieron de los consejeros del Rey del Rey contralores de amontonar leña: empleos de barberos, peluqueros, contratores, visitadores de manteca fresca, ensayadores de manteca salada &c.; pero todos estos expedientes tan miserables en sus productos como dañosos en sus efectos, no han retardado sino de pocos instantes las catástrofes que amenazaban infaliblemente a los gobiernos pródigos. Cuando no se quiere escuchar la razón, dice Franklin, ésta nunca deja de hacerse percibir.

     Los beneficios de una administración económica reparan afortunadamente con bastante prontitud los males causados por una mala administración. No es decir esto que al pronto la salud sea perfecta; pero es una convalecencia en que cada día se ve que se disipa algún dolor y que renace el uso de alguna nueva facultad. El temor había amortiguado los débiles recursos que había dejado a la nación una administración disipadora; la confianza(127) al contrario, dobla las que hacer nacer un gobierno moderado. Parece que entre las naciones, aún más que entre los seres organizados, hay una fuerza vital, y una tendencia ala salud, que no piden más sino el que no se les comprima para tomar el más alto vuelo. Recorriendo la historia se admira uno de la rapidez de este dichoso efecto. En las vicisitudes que la Francia ha tenido desde la revolución acá, se ha manifestado de una manera muy sensible a todos los ojos observadores. En nuestros días el sucesor del Rey de Prusia, Federico el Grande, disipó un tesoro que este Príncipe había amontonado, y que se decía ascendía a mil ciento cincuenta y dos millones de reales, y dejó a su sucesor cuatrocientos cuarenta y ocho millones de deuda. Pues con todo eso, apenas hablan pasado ocho años, Federico Guillermo III, no sólo había pagado las deudas de su padre, sino que había formado un nuevo tesoro. �Tan poderosa es la economía, hasta en un país limitado por su extensión y por sus recursos!



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�. II.

De los principales objetos del gasto público.

     Hemos visto en el último párrafo que siendo todos los consumos públicos por sí mismos sacrificio, y un mal que no tiene más compensación que la ventaja que resulta para el público de la satisfacción de una necesidad; una buena administración, no gasta nunca por gastar, y se asegura que la ventaja que debe nacer para el público de una necesidad satisfecha, excede la extensión del sacrificio que el público ha debido hacer para esto.

     Demos actualmente una ojeada sobre las principales necesidades del público en una sociedad civilizada: este es el único medio de apreciar de un modo conveniente la extensión de los sacrificios que ellos merecen que se hagan para obtenerlos(128).

     El público no consume más que lo que hemos llamado productos inmateriales, esto es, productos que se destruyen inmediatamente que son creados, o si se quiere los servicios hechos, ya sea por los hombres o por las cosas(129).

     Los servicios personales son los de todos los funcionarios públicos civiles, judiciales, militares y religiosos. Los servicios hechos por las cosas son los de las fincas de tierra o de los capitales. La navegación de los ríos y mares, el uso de los caminos y de las tierras del común , son los servicios que hacen las fincas que son una propiedad del publico o de los que él sólo tiene el goce. Cuando se encuentran en ellos valores capitales añadidos, como edificios, puentes, puertos, calzadas, diques y canales, entonces el público consume además, del servicio o renta de la finca, el servicio o interés de un capital.

     Algunas veces el público posee establecimientos industriales productivos, como en Francia la fábrica de porcelana de Sevres, la de tapices de los Govelinos, las Salinas de la Lorena y del Jurá &c. Cuando estos establecimientos producen más de lo que cuestan, lo que es muy raro, entonces forman parte de las rentas de la sociedad, lejos de deberse contar por una de sus cargas.

De los gastos relativos a la administración civil y judicial.

     Los gastos de administración civil o judicial, consisten, ya sea el sueldo de los magistrados, ya sea el gasto de representación que se supone necesaria para el cumplimiento de sus funciones. Aún cuando la representación o parte de ella la pague el mismo magistrado, por eso no deja de ser a cargo del público, porque es preciso que en este caso el sueldo del magistrado sea proporcionado a la suntuosidad que se exige de él. Esto se aplica a todos los funcionarios públicos desde el Príncipe hasta el portero. Un pueblo que no sabe respetar a su Príncipe sino cuando está rodeado de fausto, de bordados, de guardias, de caballos y de todo lo que hay de más dispendioso, paga a proporción. Economiza al contrario cuando sabe respetar la sencillez más bien que la pompa. Esto es lo que hacía singularmente pequeños los gastos del gobierno en muchos cantones suizos antes de la revolución, y en la América septentrional desde antes de su independencia. Aunque las colonias de la América septentrional se hallasen bajo la dominación de la Inglaterra tenían su gobierno particular de que ellas pagaban los gastos; pero todos los gastos del gobierno de estas provincias al año no montaba más que a la suma de sesenta y cuatro mil setecientas libras esterlinas (seis millones doscientos once mil doscientos reales): �ejemplo memorable, dice Smith, que manifiesta con cuan poco gasto tres millones de hombres pueden ser no solamente gobernados, sino bien gobernados(130).

     Las causas puramente políticas y la forma de gobierno que de ellas se deriva, influyen sobre el coste del sueldo de los empleados civiles y judiciales, sobre los gastos de representación, y en fin, sobre los que exigen las instituciones y los establecimientos públicos. Y así en un país despótico, donde el Príncipe dispone de los bienes de sus súbditos, arreglando él sólo su sueldo, esto es, lo que consume de los caudales públicos para su utilidad personal, para sus placeres y para el mantenimiento de su casa, este sueldo puede fijarse mucho mayor que en los países en donde se discute cuál debe ser esta cantidad entre los representantes del Príncipe y los de los contribuyentes.

     El sueldo de los magistrados subalternos depende igualmente ya de su influjo particular o ya del sistema general del Gobierno.

     Los servicios que hacen son caros o baratos, no sólo a proporción de lo que cuestan sino también según sus funciones están más o menos bien hechas. Un servicio mal hecho es caro aunque se pague muy poco, y también es caro si es poco necesario. Sucede en esto lo mismo que en un mueble que no sirve para el uso a que está destinado o del que no había necesidad, y que más bien embaraza que sirve. Tales eran en la antigua monarquía los empleos de gran Almirante, gran Maestre, Copero mayor, Montero mayor y una multitud de otros que no servían ni aun para aumentar el esplendor de la corona, y de los que muchos no eran más que medios para dar profusamente gratificaciones y dispensar favores.

     Por la misma razón cuando se complican los resortes de la administración, y se hace pagar al pueblo los servicios que nos son indispensables para el mantenimiento del orden público; es una hechura inútil dada a un producto que no vale más por esto, y que al contrario comúnmente vale menos(131). Bajo un mal gobierno que no puede sostener sus usurpaciones, sus injusticias y sus exacciones por medio de muchos satélites y de espionajes activos y cárceles multiplicadas: estas cárceles, estas espías y estos soldados le cuestan al pueblo su dinero, y por esto ciertamente no es más feliz.

     Por la razón contraria, un servicio público puede no ser caro aunque esté generosamente pagado. Si un pequeño salario se pierde totalmente cuando se da a un hombre incapaz de cumplir con su empleo: si las pérdidas que causa la impericia de éste, importan mucho más que su salario, los servicios que hace un hombre recomendable por sus conocimientos y su juicio, son un rico equivalente que da en cambio del suyo: las pérdidas de que preserva al estado, o las ventajas que le procura, exceden muy pronto la recompensa que recibe de él por liberal que se le suponga.

     Siempre se gana a no emplear en todas las cosas más que las de buena cualidad aun cuando uno tenga que pagarlas más. No se tiene casi nunca gentes de mérito a poca costa, porque el mérito se aplica a más de un empleo. Un hombre que puede hacer un buen administrador, si se consagra a otra profesión, podrá ser un buen abogado o un buen médico o un buen agricultor o un buen negociante, y estas diferentes ocupaciones presentan empleos más o menos ventajosos al mérito. Si la carrera de la administración no le ofrece más que una suerte miserable, otra le presentará fácilmente una suerte mejor, que él preferirá.

     Lo mismo sucede con la probidad que con el talento. No se tienen gentes integras no pagándolas, y no hay que admirarse de esto, porque ellos no tienen a su disposición los cómodos suplementos que se asegura el que no tiene probidad.

     El poder que acompaña comúnmente el ejercicio de las funciones públicas, es una especie de salario, que en muchos casos excede el sueldo en dinero que se les da. Sé que en un estado bien ordenado teniendo las leyes el principal poder, y habiendo dejado pocas cosas al arbitrio del hombre, no halla tantos medios de satisfacer sus caprichos, y este desdichado amor de dominar que todo hombre lleva en su corazón. No obstante la latitud que las leyes no pueden menos de dejar a la voluntad de los que las ejecutan, especialmente en el orden administrativo, y los honores que acompañan ordinariamente los empleos eminentes, tienen un valor verdadero que los hace buscar con ansia hasta en los países en que no son lucrativos.

     Las reglas de una estrecha economía aconsejarían tal vez el ahorrar el salario en dinero en aquellos casos en que se recibe otro salario suficiente para excitar la solicitud de los que pretenden empleos, y podrían reservarse exclusivamente para los ricos, sino hubiese el peligro de perder por la incapacidad de los empleados, más de lo que se ahorraría economizando su sueldo.

     Esto sería lo mismo, dice Platón en su República, que si en un navío se le hiciese a uno piloto por su dinero. Es de temer, además, que un hombre por rico que sea si da de balde sus trabajos, venda su poder. Unos grandes bienes no bastan para preservar un empleado de ser venal; porque las grandes necesidades acompañan comúnmente a los grandes bienes, y frecuentemente exceden a éstos, especialmente cuando es menester reunir a la representación de hombre rico la de magistrado. En fin, suponiendo que se pueda encontrar, porque no es absolutamente imposible, con unos grandes bienes la integridad, y con la integridad la actividad necesaria para ejecutar bien su deber, �para qué aumentar al ascendiente demasiado grande, ya de las riquezas, el que da la autoridad? �Qué cuentas se atreverá uno a pedir a un hombre que puede presentarse, ya sea al Gobierno, ya sea en el pueblo con el aire de la generosidad? No es esto decir que uno no pueda en ciertas ocasiones emplear con ventaja los servicios gratuitos de las gentes ricas, especialmente en los empleos que son más bien honoríficos que de poder, como la administración de los hospitales y de las cárceles.

     El Gobierno de Francia bajo el antiguo régimen, agobiado por la necesidad de dinero, vendía los empleos. Este expediente tiene los inconvenientes de las funciones que se ejercen gratuitamente, porque los emolumentos del empleo no son más que el interés del capital pagado por el titular, y cuesta al Estado lo mismo que si el empleo no fuese gratuito, porque deja al Estado gravado con una renta, de que él se ha comido el capital.

     Con frecuencia se han confiado empleos civiles, tales como el despacho de las partidas de bautismo, de matrimonio y de muerte, a sacerdotes que pagados por otros empleos podían ejercer éste gratuitamente, bien que no se hace gratis cuando el clérigo recibe un derecho casual bajo una forma cualquiera; �pero además, no hay cierta imprudencia en la autoridad civil en confiar parte de sus funciones a hombres que se dicen ministros de una autoridad superior a la suya?(132)

     A pesar de todas las precauciones que se quieran tomar, ni el público, ni el Príncipe jamás pueden estar ni tan bien servidos, ni a tan poca costa como los particulares. Los agentes de la administración, no pueden ser vigilados por sus superiores con el mismo cuidado que los agentes de los particulares, y los superiores mismos no están tan directamente interesados en su buena conducta. Por otra parte �es tan fácil a los inferiores el engañar a un jefe, obligado a extender a muchas cosas su inspección, y que no puede poner en cada objeto más: que una muy corta dosis de atención: a un jefe frecuentemente mucho más sensible a las atenciones que lisonjean su vanidad, que al cuidado que pide el bien público? En cuanto al Príncipe y al pueblo, que son los más interesados en la buena administración, porque ésta asegura el poder del uno y la dicha del otro, les es casi imposible el tener una vigilancia eficaz y continua. Es preciso, necesariamente, que ellos se entreguen en el mayor número de cosas a sus agentes, y que sean engañados cuando hay interés en engañarlos, lo que sucede frecuentemente.

     �Los servicios públicos nunca se ejecutan mejor, dice Smith, que cuando la recompensa es a consecuencia de la ejecución y se proporciona al modo, como el servicio ha sido ejecutado.� El querría que los sueldos de los jueces fuesen pagados al terminarse cada uno de los pleitos, y con proporción al trabajo que el proceso habría causado a los diferentes magistrados. Los jueces entonces se ocuparían de su oficio y los procesos no serían tan largos. Seria difícil el extender este modo de proceder a la mayor parte de los actos de la administración, y tal vez abriría la puerta a otros abusos, no menos perjudiciales; pero tendría una gran ventaja; porque los agentes de la administración no se aumentarían más de lo necesario. Esto establecería en los servicios hechos al público esta concurrencia tan favorable a los particulares en los servicios que piden.

     No solamente el tiempo y el trabajo de los administradores están entre los más caramente pagados, no solamente hay una gran parte desperdiciada por culpa suya, sin que sea posible evitarlo, sino que con frecuencia hay muchos que se pierden a consecuencia de los usos del país, y de la etiqueta de las cortes. �Quién podría calcular el tiempo perdido en componerse? �Quién podría calcular las horas que se han perdido durante más de un siglo, en el camino de Paris a Versalles, horas que el público ha pagado muy caras?

     Las ceremonias largas que se observan en las cortes de Oriente hacen gastar también a los empleados, principales del Estado un tiempo considerable. Cuándo el Príncipe ha dedicado a las ceremonias de uso, y a sus placeres el tiempo que éstos piden, no le queda mucho para ocuparse en sus negocios, y por eso van muy mal. El Rey de Prusia, Federico II, al contrario, distribuyendo bien su tiempo, y llenándole bien, había hallado el medio de hacer mucho, por sí mismo. Ha vivido más que otros, que han muerto de más edad, y ha elevado su país a la línea de una potencia de primer orden. Sus demás cualidades eran sin duda necesarias para esto; pero éstas no habrían bastado si no hubiese empleado bien su tiempo.

De los gastos relativos al ejército.

     Cuando el comercio, las fábricas y las artes se han extendido en un pueblo, y que por consiguiente se han multiplicado los productos de las artes, un ciudadano, cualquiera, no puede sin graves inconvenientes ser arrancado de los empleos productivos que se han hecho necesarios para la existencia de la sociedad, y para ser empleado en la defensa del Estado. El labrador se ve precisado a trabajar, no sólo para sustentarse él con su familia, sino para alimentar otras familias, que son o propietarios de tierras, que participan de parte del producto de ellas, o fabricantes y comerciantes que les suministran los víveres, de que absolutamente no puede carecer. Por consiguiente, es preciso que cultive una porción mayor de terreno, que varíe sus cultivos, que cuide de un número mayor de ganados, que se entregue a una cultura mucho más complicada, y que se ocupe también en los intervalos que le deja la cultura de la tierra(133).

     El fabricante y el comerciante pueden sacrificar mucho menos un tiempo y unas facultades, de que todas las porciones, excepto en los instantes de descanso, son necesarias a la producción que sostiene su existencia.

     Los propietarios de tierras arrendadas podrían también, verdaderamente, declarar la guerra a su costa, y realmente esto es lo que hacen los nobles, hasta cierto punto en las monarquías; pero la mayor parte de propietarios, acostumbrados a las dulzuras de la civilización, no experimentando nunca las necesidades que hacen concebir y ejecutar las grandes empresas, poco susceptibles de este entusiasmo, que uno solo no experimenta nunca, y que no puede ser general en una nación necesariamente ocupada, los propietarios, digo, siempre, han preferido en este orden de cosas el contribuir a la defensa de la sociedad más bien con el sacrificio de una parte de sus rentas que con el de su reposo y su vida. Los capitalistas tienen los mismos gastos, necesidades y opinión, que los propietarios de bienes raíces.

     De aquí las contribuciones, que en casi todos los estados modernos, han puesto el Príncipe o la república en estado de asalariar soldados, cuyo oficio único es guardar el país, defenderle de las agresiones de las demás potencias y muy frecuentemente ser los instrumentos de las pasiones y de la tiranía de sus jefes.

     La guerra que ha llegado a ser un oficio, participa como todas las demás artes, de los progresos que resultan de la división del trabajo, y hace que contribuyan a ella todos los conocimientos humanos. No se puede sobresalir en ella, ya sea como general, ya sea como oficial, o aun como simple soldado, sin una instrucción algunas veces muy larga, y sin un ejercicio constante. Así, si se exceptúan los casos en que ha habido que luchar contra el entusiasmo de una nación toda entera, la ventaja ha sido siempre a favor de las tropas más aguerridas y de aquellas para quienes la guerra era ya un oficio. Los turcos, a pesar de su desprecio por las artes de los cristianos, se ven precisados a ser sus discípulos en el arte de la guerra, so pena de ser exterminados. Todos los ejércitos de Europa se han visto forzados a imitar la táctica de los prusianos; y cuando el movimiento dado a los ingenios por la revolución francesa, ha perfeccionado en los ejércitos de la república la aplicación de las ciencias a las operaciones militares, los enemigos de los franceses se han visto en la necesidad de apropiarse las mismas ventajas.

     Todos estos progresos, esta extensión de medios, y este consumo de recursos han hecho la guerra mucho más dispendiosa que lo que era en otro tiempo. Ha sido necesario proveer de antemano los ejércitos de armas, de municiones, de guerra y de boca, y de pertrechos de toda especie. La invención, de la pólvora ha hecho las armas mucho más complicadas y más costosas, y su transporte, especialmente de cañones y morteros, mucho más difícil. Por último, los admirables progresos de la táctica naval, este número de navíos de toda clase, para cada uno de los cuales ha sido preciso valese de todos los recursos de la industria humana: los arsenales, los diques, las fábricas, los almacenes &c., han precisado a la naciones que hacen la guerra, no sólo a hacer durante la paz, con corta diferencia, el mismo gasto que durante las hostilidades, y no sólo a emplear en ella una parte de sus rentas, sino a imponer en ella una porción considerable de sus capitales.

     Se puede añadir a estas consideraciones que el sistema colonial de los modernos (entiendo este sistema que tira a querer conservar el gobierno de una ciudad o de una provincia situadas bajo otro clima) ha hecho que los estados europeos sean atacables y vulnerables hasta los extremos de la tierra; de tal suerte, que una guerra entre dos grandes potencias tiene actualmente por campo de batalla el globo entero(134).

     Ha resultado de esto que la riqueza ha llegado a ser tan indispensable para hacer la guerra como el valor, y que una nación pobre ya no puede resistir a una nación rica; y así como la riqueza no se adquiere más que con industria y con ahorros, se puede preveer que toda nación que arruine con malas leyes o con contribuciones muy pesadas, su agricultura, sus fábricas y su comercio, será necesariamente dominada por otras naciones que tengan más previsión.

     Resultará también que la fuerza estará probablemente en adelante de parte de la civilización y de las luces; porque las naciones civilizadas son las únicas que pueden tener bastantes productos para mantener unas fuerzas militares respetables; lo que hace más remota para en adelante la probabilidad de estos grandes trastornos y de que está llena la historia, y en los que los pueblos civilizados han sido victima de los pueblos bárbaros.

     La guerra cuesta más que sus gastos, porque cuesta todo lo que impide ganar.

     Cuándo en 1672, Luis XIV, dominado de sus resentimientos, resolvió castigar a la Holanda por la indiscreción de sus gaceteros, Borcel, embajador de las Provincias-Unidas, le entregó una memoria en que le probaba, que por el canal de la Holanda vendía anualmente la Francia a los extranjeros por doscientos cuarenta millones de reales en mercancías, valor de aquel tiempo, que harían ahora cerca de cuatrocientos ochenta millones. Esto se tuvo como una habladuría en la Corte.

     Por último, se apreciarían muy imperfectamente los gastos de la guerra, sino se comprendiesen como tales los destrozos que ella causa, y siempre hay uno de los dos partidos por lo menos que es destrozado, y es aquel en cuyo país se fija el teatro de la guerra: cuanto más industrioso es un Estado, tanto más funesta es para él y destructiva la guerra. Cuando penetra en un país rico por sus establecimientos de agricultura de fábricas y de comercio, se parece a un fuego que se prende en un paraje lleno de materias combustibles porque su furor se aumenta, y la devastación es inmensa. Smith llama al soldado trabajador improductivo: �ojalá fuese así! pero es más bien un trabajador destructor; pues no sólo no enriquece la sociedad con ningún producto, y no sólo consume los que son necesarios para su mantenimiento, sino que muchas veces es llamado a destruir, sin ninguna utilidad suya, el fruto que con muchos afanes ha producido el trabajo de otro.

     Por lo demás el progreso lento, pero infalible, de las luces cambiará aun una vez las relaciones de los pueblos entre sí, y por consiguiente los gastos públicos, que tienen relación con la guerra. Se concluirá por comprender, que no es del interés de las naciones el batirse; que todos los males de una guerra desdichada, recaen sobre ellas, y que las ventajas que sacan del buen suceso son absolutamente nulas. Toda guerra, en el sistema político actual, está seguida de las contribuciones impuestas por los vencedores a los vencidos, y de las contribuciones impuestas por los vencedores a los vencidos, y de las contribuciones impuestas a los vencedores por los que gobiernan. Pero �qué cosa son los intereses de los empréstitos que ellos han tomado, sino contribuciones? �Se puede citar una guerra feliz que haya sido seguida de una disminución de cargas públicas?

    Por lo que hace a la gloria que se sigue a los buenos sucesos sin ventajas reales, es un suspiro que cuesta muy caro, y que no podría por largo tiempo divertir a los hombres de juicio. La satisfacción de dominar sobre la tierra o sobre los mares no parecerá menos pueril que ésta, cuando uno esté más generalmente convencido de que esta dominación nunca se ejerce más que a beneficio de los que gobiernan, y nunca en bien de aquellos a cuyo favor se hace la administración. El único interés de los administrados es el comunicarse libremente entre sí, y por consiguiente estar en paz. Todas las naciones son amigas por la naturaleza de las cosas; y dos gobiernos que están en guerra no son menos enemigos de sus propios súbditos, que de sus contrarios. Si por una y otra parte los súbditos abrazan las quejas de vanidad y de ambición, que les son igualmente funestas, �a qué podrá uno comparar su estupidez? Me avergüenzo de decirlo; a la de los brutos que se encolerizan y se matan por el gusto de agradar a sus amos.

     Pero si la razón pública ha hecho ya progresos, aún hará más(135); pero precisamente porque la guerra se hace con mucho más dispendio que el que se hacía otras veces, es imposible a los gobiernos el hacerla desde ahora en adelante sin el consentimiento del público, positiva o tácitamente expresado. Este consentimiento se obtendrá cada vez con más dificultad a medida que la mayoría de las naciones se ilustre sobre sus verdaderos intereses. Entonces el estado militar de las naciones se reducirá a lo preciso para rechazar a los que quieran invadirlos. Pero lo que es menester para esto son algunos cuerpos de caballería y artillería, que no pueden formarse de pronto, y que piden una instrucción anterior; por lo demás, la fuerza de los estados consistirá en sus milicias nacionales, y principalmente en las buenas instituciones. Nunca se domina un pueblo unánimemente afecto a sus instituciones; y este se aficiona tanto más a ellas, cuanto más tiene que perder, mudando de dominación(136).



De los gastos relativos al la enseñanza pública.

     �Esta el público interesado en que se cultive todo género de conocimientos? �Es necesario que se enseñen a costa de él todos aquellos que tiene interés en que se cultiven? He aquí dos cuestiones, cuya solución puede exigirse de la economía política.

     Sea la que quiera nuestra posición en la sociedad, estamos perpetuamente en relación con los tres reinos de la naturaleza. Nuestros alimentos, nuestros vestidos, nuestros medicamentos, el objeto de nuestras ocupaciones y placeres; en fin, todo lo que nos rodea está sometido a leyes, y cuánto más bien son conocidas estas leyes, tanto mayores son las ventajas que saca de ellas la sociedad. Desde el obrero que trabaja la madera o la arcilla, hasta el ministro de Estado, que de una plumada arregla cuanto tiene relación a la agricultura, a la cría de caballos, a las minas y al comercio, cada individuo cumplirá mejor con su empleo, cuanto mejor conozca la naturaleza de las cosas y cuanto más instruido esté.

     Los nuevos progresos de nuestros conocimientos procuran por la misma razón, un incremento de felicidad a la sociedad. Un nuevo modo de emplear una palanca, o la fuerza del agua o la del viento, y el modo de disminuir un simple rozamiento pueden influir sobre veinte artes diferentes. La uniformidad de medidas, a las que las ciencias matemáticas han suministrado una base, sería útil a todo el mundo comerciante, si éste tuviese la prudencia de adoptarla. El primer descubrimiento importante que se haga en la Astronomía o en la Geología, tal vez dará el medio de conocer exactamente las longitudes en el mar, y esta facilidad influirá sobre el comercio del globo. Una sola planta con que la botánica enriquezca la Europa, puede influir sobre la suerte de muchos millones de familias(137).

     Entre esta multitud de conocimientos, unos teóricos, otros de aplicación, cuya propagación y progresos son ventajosos al público, hay por fortuna muchos que los particulares tienen interés en adquirir, y de los que la sociedad no tiene necesidad de pagar la enseñanza. Un empresario de cualquier trabajo, procura con ansia conocer todo lo que tiene relación a su arte: el aprendizaje del obrero se compone de un hábito manual, y además de una multitud de nociones que no se pueden adquirir más que en los talleres, ni pueden ser recompensados sino con un salarlo.

     Pero todos los grados de conocimientos no producen para el individuo una ventaja proporcionada a la que saca de ellos la sociedad. Tratando de los beneficios del sabio he manifestado por qué causa sus talentos no estaban recompensados, según su valor(138). Sin embargo los conocimientos teóricos, no son menos útiles a la sociedad, que los procedimientos de ejecución. �Si no se conservase el depósito de ellos, qué seria de su aplicación a las necesidades del hombre? Esta aplicación dentro de poco no sería más que una rutina ciega que degeneraría prontamente: las artes caerían y la barbarie volvería a aparecer.

     Las academias y las sociedades sabias, y un corto número de escuelas muy notables en donde no sólo se conserva el depósito de los conocimientos y los buenos métodos de enseñar, sino que se extiende en ellas sin cesar el dominio de las ciencias, son miradas como un gasto bien entendido en todo país donde se saben apreciar las ventajas anexas al desenvolvimiento de las facultades humanas. Pero es menester que estas academias y escuelas estén organizadas de tal modo que no estorben el progreso de las luces, en vez de favorecerle, y que no ahoguen los métodos de enseñar, en vez de propagarlos. Mucho tiempo antes de la revolución francesa se había conocido que la mayor parte de las universidades tenían este inconveni ente. Todos los grandes descubrimientos se han hecho fuera de su seno; y hay pocos a que no hayan opuesto el peso de su influjo sobre la juventud, y de su crédito sobre la autoridad(139).

     Esta experiencia muestra cuán esencial es el no concederles ninguna jurisdicción. Un candidato tiene que dar una prueba de su saber: no conviene consultar a los profesores, porque son jueces y partes, que deben hallar bueno todo lo que sale de su escuela, y malo todo lo que no proviene de ella. Lo que es menester averiguar es el mérito del candidato, y no el lugar de sus estudios ni el tiempo que ha consagrado a ellos; porque exigir que una cierta instrucción, como por ejemplo, la relativa a la medicina, se haya de recibir en un lugar designado, es impedir una instrucción que podría ser mejor; y prescribir un cierto curso de estudios, es prohibir cualquier otro camino más expedito. Se trata de juzgar del mérito de un procedimiento cualquiera; es preciso igualmente desconfiar del espíritu de cuerpo.

     El fomento, que no tiene ningún leve riesgo y cuyo influjo es muy poderoso, es el que se da a la composición de las buenas obras elementales(140). El honor y provecho que da una obra buena de este género no pagan el trabajo, los conocimientos y el talento que supone. Es una necedad servir al público por este medio; porque la recompensa natural que se saca de él no es proporcionada al bien que el público recibe de ella. La necesidad que se tiene de buenos libros elementales nunca será completamente satisfecha hasta que se hagan para tenerlos sacrificios extraordinarios, capaces de estimular a los hombres de mérito. Es preciso no encargar a nadie con especialidad de semejante trabajo; porque el hombre de mayor talento puede no tener el que sería conveniente para esto. Tampoco es menester proponer premios; porque algunas veces se dan a producciones imperfectas, porque no se han presentado otras mejores, además, el fomento del premio cesa al instante que se ha dado. Pero es preciso pagar proporcionalmente al mérito, y siempre con generosidad, todo lo que se ha hecho de bueno. Entonces una buena producción no excluye otra mejor; y con el tiempo se tiene en cada género lo que se puede tener de mejor. Advertiré que nunca se arriesga mucho en dar un gran premio a las buenas producciones, porque siempre son raras; y la recompensa que es magnifica para un particular, es un sacrificio ligero para una nación. Tales son los géneros de instrucción, favorables a la riqueza nacional, y los que podrían decaer si la sociedad no contribuyese a su mantenimiento. Hay otros que son necesarios para suavizar las costumbres, y que pueden sostenerse aún menos sin su apoyo.

     En una época en que las artes se han perfeccionado, y en que la separación de las ocupaciones se ha introducido hasta en sus menores ramos, la mayor parte de los obreros están precisados a reducir todas sus acciones y todos sus pensamientos a una o dos operaciones común mente muy sencillas y constantemente repetidas: nunca se les ofrece una circunstancia nueva o imprevista: no teniendo en ningún caso que hacer uso de sus facultades intelectuales, éstas se les enervan. Ellos se embrutecen, y dentro de poco vendrían a ser no sólo incapaces de decir dos palabras que tuviesen sentido común sobre cualquier otra cosa que no fuese su arte, sino también de concebir ni aun comprender ningún designio generoso ni ningún sentimiento noble. Las ideas elevadas dependen de ver el todo, y no germinan en un espíritu incapaz de abrazar las relaciones generales: un obrero estúpido no comprenderá jamás cómo el respeto de la propiedad es favorable a la prosperidad pública, ni por qué él mismo tiene más interés en esta prosperidad que el hombre rico; y mirará todos los grandes bienes como una usurpación. Un cierto grado de instrucción, un poco de lectura, algunas conversaciones con personas de su estado y algunas reflexiones durante su trabajo, bastarían para elevarle a este orden de ideas, y harían que tuviese más delicadeza en sus relaciones de padre, de esposo, de hermano y de ciudadano.

     Pero la posición de simple jornalero en la máquina productiva de la sociedad reduce sus beneficios casi a nivel de lo que exige su subsistencia. A lo más es poder criar sus hijos y darles un oficio, y no les dará este grado de instrucción que suponemos necesario al bienestar del orden social. Si la sociedad quiere gozar de las ventajas anejas a este grado de instrucción debe darla a su costa.

     Se concibe esto por medio de escuelas gratuitas, en que se enseñe a leer, escribir y contar: estos conocimientos son el fundamento de todos los demás, y bastan, para civilizar el jornalero más simple. A decir la verdad una nación no es civilizada, ni goza por consiguiente de las ventajas anejas a la civilización, si todo el mundo no sabe en ella leer, escribir y contar. Sin esto no se puede decir que está aún enteramente libre del estado de barbarie. Diré más, que con estos conocimientos ninguna grande disposición, ni ningún talento extraordinario, cuyo desenvolvimiento fuese muy provechoso a la sociedad, puede quedar obscurecido. La facultad sola de leer, pone por algunos reales el último de los ciudadanos en comunicación con lo que el mundo ha producido de más eminente, y a que le inclina su ingenio. Las mujeres no deben estar privadas de esta instrucción elemental; porque no interesa menos su civilización, pues son las primeras, y con mucha frecuencia las únicas maestras de sus hijos. El Gobierno sería tanto menos perdonable si descuidase la instrucción y dejase permanecer en un estado casi de barbarie la mayor parte de nuestras naciones, que se llaman civilizadas en Europa, cuanto que sirviéndose de los métodos, nuevamente empleados con buen suceso, se puede difundir con prontitud, y a poquisima costa la instrucción entre toda la clase indigente(141).

     Son pues los conocimientos elementales, y los conocimientos elevados, los cuales, menos favorecidos que los demás, por la naturaleza de las cosas, y por la concurrencia de las necesidades deben concurrirá apoyar la autoridad pública que vela en los intereses del cuerpo social. No es decir esto que los particulares no estén interesados al mantenimiento, y a los progresos de estos conocimientos, como los demás; pero no están tan directamente interesados: la decadencia que sufren no les expone a una pérdida inmediata, y un imperio grande podía retrogradar hasta los confines de la barbarie y de la desnudez, antes que los particulares advirtiesen la causa que los impelía a ella.

     No pretendo por lo demás vituperar los establecimientos de instrucción, que pagados por el público, abrazan otras partes de enseñanza, distintas de las que he designado; solamente he querido manifestar cuál es la enseñanza que el interés bien entendido de una nación le aconseja pagar. Por lo demás toda instrucción fundada sobre hechos, bien averiguados, toda instrucción donde no se enseñen opiniones como si fueran verdades y toda instrucción que adorna el espíritu, y forma el gusto siendo buena en sí misma, el establecimiento que la propaga es bueno también. Sólo es preciso evitar que cuando alienta de un lado que no desaliente por otro. Este es el inconveniente que sigue a casi todos los premios dados por la autoridad. Un maestro, una institución privada, no recibirán un salario conveniente en un país en donde se podrán hallar gratuitamente maestros y una enseñanza igual, aun cuando fuesen los más medianos. Lo mejor será sacrificado a lo peor; y los esfuerzos privados, orígenes de tantas ventajas en la economía política, serán ahogados.

     El único estudio importante, que no me parece poder ser objeto de una enseñanza pública, es el estudio de la moral. La moral es, o experimental, o dogmática. La primera consiste en el conocimiento de la naturaleza de las cosas morales y del modo como se encadenan los hechos que dependen de la voluntad del hombre. La mejor escuela para aprenderla es el mundo. La moral dogmática, la que se compone de preceptos, no incluye casi nada sobre la conducta de los hombres. Su buena conducta en sus relaciones privadas y públicas, no puede ser fruto más que de una buena legislación, de una buena educación y de un buen ejemplo(142).

     El único fomento verdadero de la virtud es el interés que tienen todos los hombres de no buscar ni emplear más que aquellos que se conducen bien. Los hombres más independientes por su posición tienen aun necesidad para ser felices de la estimación y de la consideración que conceden los otros hombres; es pues preciso que parezcan estimables a sus ojos, y el medio más sencillo de parecerlo es el serlo. El Gobierno ejerce un gran influjo sobre las costumbres, porque emplea mucha gente: su influjo es menos favorable que el de los particulares, porque tiene menos interés que éstos en no emplear más que gentes honradas; y cuando a esta tibieza por la buena moral se junta el ejemplo que da algunas veces de la depravación, de desprecio de la probidad y de la economía, el Gobierno adelanta rápidamente la corrupción de una nación(143). Pero un pueblo se regenera por los medios contrarios a aquellos que le han depravado. La mayor parte de las colonias no se han compuesto en el origen de las gentes más estimables de la nación; pero sin embargo, al cabo de muy poco tiempo, cuando el espíritu de volverse a su patria no reina, y que cada uno prevé que se verá precisado a terminar allí sus días, se ve precisado a dar un cierto valor a la estimación de sus conciudadanos: las costumbres se hacen buenas entonces, y por costumbres entiendo siempre el conjunto de la buena conducta. Tales son las causas que influyen verdaderamente sobre las buenas costumbres. Es preciso añadir a ella la instrucción en general, que nos ilustra sobre nuestros verdaderos intereses, y que suaviza nuestro carácter moral. Por lo que hace a las exhortaciones y a las amenazas de castigos dadosos y remotos, la experiencia de los siglos manifiesta que influyen en él muy poco.

     La enseñanza religiosa, hablando en rigor, no debería pagarse más que por las diferentes sociedades religiosas; porque cada una de estas sociedades mira como errores muchos de los dogmas profesados por todas las demás, y tiene por injustos los sacrificios que se hacen hacer para propagar lo que mira como errores.

De los gastos relativos a los establecimientos de beneficencia.

     �Los necesitados tienen derecho a que la sociedad los socorra? Es una cuestión que se ha agitado algunas veces. Parece que no tienen derecho ninguno sino en cuanto sus necesidades son una consecuencia necesaria del orden social establecido. Si la desnudez y las enfermedades de un desdichado provienen de las instituciones sociales, la sociedad debe socorrerle, y aun sería preciso probar que el mismo orden social no le ha dado al mismo tiempo recursos para libertarse de estos males.

     Este punto de derecho es indiferente el que se resuelva o no. La utilidad está en considerar los establecimientos de beneficencia relativamente a su naturaleza y efectos.

     La sociedad, formando a costa de sus contribuyentes institutos de beneficencia, establece especies de cajas de previsión, a las que cada uno trae una ligera parte de su renta, para tener derecho a recurrir a ellas para que le auxilien en las circunstancias desgraciadas.

     El hombre rico cree que es imposible que nunca tenga necesidad de reclamar los socorros públicos. Debería desconfiar un poco más de su suerte. Los favores de la fortuna no son una sola y misma cosa con nuestra persona, como lo son nuestras enfermedades y nuestras necesidades: aquellos pueden desvanecerse, pero nuestras enfermedades y necesidades permanecen. Basta saber que estas cosas no son inseparables para que se deba temer el que lleguen a separarse; y si se llama a la experiencia en apoyo del raciocinio, �no habéis encontrado nunca desdichados que no esperaban que pudiesen serlo?

     Los hospitales para enfermos y los hospicios para viejos y niños, descargando la clase indigente del mantenimiento de parte de sus miembros, le permiten multiplicarse un poco más que lo que haría sin esto, y causan por esta razón una ligera baja en los salarios. Si los hospitales y los hospicios se multiplican hasta el punto de poder mantener a todos los enfermos, a todos los niños y a todos los viejos de esta clase, como los salarios no deben emplearse más que para el mantenimiento de los trabajadores, bajarán aún más. Si no hubiese ni hospicios, ni hospitales, los salarios volverían a subir, pero no hasta el punto de mantener una clase indigente tan numerosa como se hace con los hospicios, porque la petición que se haría de trabajadores no permanecería la misma, siendo su trabajo más caro.

     Estos diferentes supuestos bastan para dar a conocer el efecto de los sacrificios, más o menos extensos, que se hacen en diversos países para socorrer a los indigentes. Estos manifiestan por qué las necesidades de este género se multiplican con los socorros aunque no sea absolutamente en la misma proporción.

     La mayor parte de las naciones se mantienen, relativamente a los socorros públicos en un punto intermedio, entre los dos supuestos extremos. Ofrecen socorro a una parte sola de la clase indigente, enferma, por infancia, vejez, o enfermedades. Los medios que emplean para separar la otra parte enferma de la clase indigente son de dos suertes; o bien exigen ciertas cosas para la admisión, como la edad, la naturaleza de las enfermedades o sencillamente el favor; o bien no admiten las pretensiones, a causa de los pocos fondos, de la dureza de la condición a que reducen las personas socorridas o de la vergüenza que les resulta de esto(144).

     Causa pesadumbre el que la falta de protección o la dureza de la suerte con que se convida a los indigentes, sean los dos únicos medios que hay de no conceder los socorros públicos a las gentes que pasan del número de los que se pueden socorrer. Sería de desear que en vez del favor fuesen las desgracias no merecidas, quienes diesen acceso a los hospicios mejores, y que este título fuese averiguado por un Juri para que estas plazas no fuesen usurpadas por la protección. Por lo que hace a los demás hospicios tal vez no hay medios conformes a la humanidad de no admitir en ellos el grandísimo número de indigentes más que manteniendo en ellos una disciplina equitativa, pero severa, que los haga mirar con una especie de terror.

     No se halla el mismo inconveniente en los hospicios consagrados a los militares, inválidos, de tierra y de mar. En este caso el título de admisión es de tal modo positivo, que la falta de protección no puede cerrar la entrada a ninguno de aquellos que tienen derecho de ser recibidos en estos establecimientos, y el buen trato que se da en ellos puede aumentar el número. Si los militares inválidos reciben en su hospicio aquel cuidado que un ciudadano encontraría en su familia, y si encuentran en él el reposo y además los medios de satisfacer algunos caprichos de la vejez, serán sin duda más numerosos; porque el cuidado y el buen trato prolongarán la vida de algunos que habrían perecido de miseria. He aquí todo el aumento de gasto que resultará de esto; pero estos son gastos que aprueban juntamente la patria y la humanidad(145).

     Son establecimientos de beneficencia buenos y hermosos las casas de trabajo que se multiplican con rapidez en América, en Holanda, en Alemania, y en Francia. Estas son casas en que se da trabajo a todo hombre robusto, según su capacidad. Las unas son libres. Un obrero va a buscar a ellas ocupación cuando carece de ella. Otras son especie de casas de corrección, en las que se pone por cierto tiempo a los vagos y holgazanes, que viven de mendigar. Se han establecido también talleres de trabajo para los que están condenados en las cárceles mismas; y por este medio se ha conseguido el que estos establecimientos no sean una carga para la sociedad, y que se reformen las costumbres de los presos hasta el punto de convertir los malhechores en ciudadanos útiles.

     No se por qué poner estas casas entre las cargas del común. Porque desde el instante que producen tanto como consumen, no son carga para nadie. Son un beneficio inmenso en una sociedad numerosa, donde entre la multitud de las ocupaciones es imposible que no haya alguna que padezca. Un comercio que cambia de curso, procedimientos nuevamente introducidos, capitales retirados de los empleos productivos, incendios y otras calamidades, pueden dejar algunas veces sin trabajo a muchos obreros; y frecuentemente, con la mejor conducta, un hombre laborioso puede caer en la mayor necesidad. Halla en una casa de trabajo, los medios de ganar su subsistencia, sino es precisamente en la profesión que ha aprendido, a lo menos es en otro trabajo análogo, cual quiere.

     La principal dificultad que se halla en formar las casas de trabajo es la de reunir los capitales que éste exige. Estas son empresas industriales, y por tanto necesitan máquinas, mucha especie de instrumentos y materias primeras en que puede ejercerse la industria. Sus gastos no se reembolsan sino hasta que ganan lo suficiente para pagar además de los gastos de la casa el interés de los capitales que emplean.

     Los favores que disfrutan de parte de la administración pública que por ejemplo, les suministra ordinariamente los capitales y los edificios gratis, los harían establecimientos perjudiciales a la industria privada si por otro lado no estuviesen sujetas a ciertas desventajas que no tienen las empresas particulares. Estas están precisadas a trabajar, no en los productos que son más buscados sino en aquellos que están más al alcance de la debilidad y de los talentos ordinarios de sus obreros. Además es una máxima de orden y policía en la mayor parte de estas casas de acumular regularmente el tercio o cuarta parte del salario para preparar un capitalito al obrero para cuando se vaya de la casa, precaución excelente pero que estorba de dar el trabajo a un precio tal que ninguna otra empresa pueda sostener su concurrencia.

     La administración de los establecimientos de beneficencia, siendo una ocupación honrosa por su naturaleza, han hallado ordinariamente sin trabajo en las clases acomodadas y respetables de la Sociedad, personas que han consentido el encargarse de ella gratuitamente; pero al momento que los cargos que resultan de ella se multiplican y fatigan; estos administradores cumplen sus obligaciones con una negligencia que hace padecer mucho a la humanidad. En París me parece que han hecho mal en formar una sola administración de hospicios. En Londres hay tantas administraciones como hospicios, y así están administrados con más diligencia y economía. Se establece entre los diferentes hospicios una laudable emulación, y he aquí otro ejemplo que prueba la posibilidad y las ventajas que se siguen de establecer la concurrencia en las cosas de administración, como si fuera un título.



De los gastos relativos a las casas y obras públicas.

     Mi intención no es el pasar una revista de todas las obras que son de uso público, sino el dar los métodos que pueden conducir a apreciar justamente lo que cuestan. En cuanto al aprecio de la ventaja que saca de ellas la Sociedad, las más veces es casi imposible hacerle, ni aun por aproximación, �Cómo se ha de valuar el servicio, esto es, la diversión que los habitantes de una ciudad tienen en un paseo público? No puede dudarse que es una ventaja el poder hallar cerca de las casas apiñadas en los pueblos, un paraje en que se pueda respirar algo más libremente, hacer algún ejercicio, disfrutar de la sombra y del verdor de los árboles, y dejar que la juventud se recree en los instantes de descanso; pero una cosa semejante no se sujeta a ninguna valuación.

     Por lo que hace a lo que ha costado puede saberse o a lo menos valuarse.

     El gasto anual de toda obra pública se compone:

     1.� De la renta de la tierra en que se ha hecho: esta renta se aprecia por el alquiler que se sacaría de la tierra:

     2.� De los intereses del capital empleado para hacerla:

     3.� De los gastos anuales para mantenerla.

     A veces unos u otros de estos gastos no se verifican. Cuando el terreno en que se ha hecho un edificio público no fuese susceptible de ser vendido ni alquilado, el público no pierde absolutamente la renta de la tierra, puesto que la tierra no se alquilaría mejor si el edificio no se hubiese hecho en ella. Un puente, por ejemplo, no cuesta más que el interés del capital que se ha empleado en construirle y los reparos que hay que hacer en él cada año. Si no cuesta nada el mantenerle se consume a la vez el servicio de este capital representado por el interés de la suma, y poco a poco el capital mismo, porque cuando el edificio ya no esté en estado de servir, no sólo el servicio o el alquiler de este capital estará perdido, sino el mismo capital.

     Supongo que un dique holandés haya costado al hacerle cuatrocientos mil reales: si el interés que esta suma debió producir es de cinco por ciento al año, el dique cuesta anualmente veinte mil reales, y si además los reparos cuestan doce mil reales, el dique costará anualmente treinta y dos mil reales.

     Este cálculo puede aplicarse igualmente a los caminos y canales. Un camino demasiado ancho, hace que cada año se pierda la renta de la tierra que está empleada inútilmente en él, y los gastos, para mantenerle, que son más que los necesarios. Muchos de los caminos reales que salen de París tienen doscientos diez pies de ancho comprendidos los lados bajos: aun cuando no tuviesen más que setenta, sería más de lo que se necesita, aun en las inmediaciones de una gran capital. Lo que excede de ésto es un fausto inútil, y aún no me atreveré a decir si es fausto; porque una calzada estrecha en mitad de un ancho camino, por cuyos lados no se puede andar la mayor parte del año, parece que acusa la mezquindad, no menos que el buen suceso de una nación. Da cierta pesadumbre no sólo ver un espacio perdido, sino mal cuidado: parece que se ha querido tener caminos soberbios sin tener medios de mantenerlos que estén iguales, aseados y bien cuidados, a manera de aquellos señores italianos que tienen por casas palacios, que no se barren jamás.

     Como quiera que sea a lo largo de los caminos reales, de que hablo, hay ciento cuarenta pies que podrían devolverse a la agricultura, lo que hace para cada legua común cincuenta arpens; actualmente que se ponen juntos el arriendo de estas arpens, el interés de los gastos de confección y los gastos anuales de mantener todo el cargo inútil, (que cuesta mucho aunque mal cuidado) y se conocerá el precio a que la Francia goza del honor, que no se puede tener, por tal de tener caminos dos o tres veces demasiado anchos para llegar a un pueblo, cuyas calles son cuatro veces demasiado estrechas(146).

     Los caminos y canales son establecimientos públicos sumamente dispendiosos hasta en los países donde se han establecido juiciosamente y con economía. Sin embargo es probable que el servicio que saca de ellos la sociedad, en la mayor parte de los casos, excede con mucho el gasto anual que ellos causan. Para convencerse de esto es preciso ver lo que he dicho, de la producción del valor de debido únicamente a la industria comercial, al transporte que se hace de una parte u otra(147), y del principio de que todo lo que se ahorra de gastos de producción es un beneficio para el consumidor(148). Según esta cuenta, si se valuase el transporte, que costarían todas las mercancías y comestibles que pasan anualmente por este camino, suponiendo además que ella no estuviera hecha; y si se compara el enorme gasto de todos estos transportes con todo el coste que tienen actualmente, la diferencia expresará a cuánto asciende la ganancia que hacen los consumidores de estos víveres y mercancías y la ganancia real y completa para la nación(149).

     Los canales proporcionan una ganancia aún más considerable, porque de ellos resulta una economía aún mayor(150).

     Por lo que hace a los edificios públicos sin utilidad, como son los palacios, los arcos triunfales y las columnas, estos son el lujo de las naciones, que no es más excusable que el de los particulares. La satisfacción vana que saca de ellos la vanidad de un pueblo o de un príncipe, no compensan los gastos, ni las más veces las lagrimas que han costado.

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