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Cartas a Mr. Malthus sobre varios puntos de Economía política y especialmente sobre las causas del entorpecimiento general del comercio.

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Advertencia.

     M. Malthus, profesor de economía política en el colegio de la Compañía de las Indias, ha adquirido gran reputación entre los literatos, por su Ensayo sobre la población, que ha sido traducido en todas las lenguas de Europa. Hace dos años que anunció estaba trabajando en preparar unos nuevos Principios de Economía política, considerados con relación a sus aplicaciones prácticas: y acaba de publicarse en Londres esta obra que se esperaba con impaciencia. M. Juan Bautista Say que ha hecho grandes servicios a la economía política, y que no cede a los hombres más célebres de Inglaterra, no ha querido aguardar a que se publique la traducción francesa de esta obra, para impugnar unas opiniones que están en contradicción con las suyas. Esta discusión entre dos hombres tan justamente acreditados, y sobre un asunto que interesa a todos los comerciantes del mundo, nos ha parecido digna de fijar la atención pública, no sólo en las circunstancias en que nos hallamos, sino en cualquier otro tiempo: y además servirá para que las personas que no tienen la obra de M. Malthus, formen idea de ella.

     Como esas cartas dan nueva luz a varios puntos de economía política, explicados por Juan Bautista Say en la cuarta edición de su Tratado de Economía política, hemos creído hacer un servicio a nuestros lectores, insertándolas a continuación de esta obra.



Cartas a Mr. Malthus sobre varios puntos de Economía política.

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Carta primera.

Que los productos no se compran sino por medio de otros productos.

     Muy señor mio. Todos los que cultivan la hermosa y nueva ciencia de la economía política, desearán leer la obra con que acaba usted de enriquecerla, pues sobre no ser usted del número de aquellos autores que dirigen la palabra al público sin tener nada que enseñarle, es claro que debe aumentarse mucho la curiosidad de los lectores, cuando a la celebridad del autor se añade la importancia del asunto, y cuando se trata de enseñar a los hombres que viven en un estado social dónde están sus medios de existir y de gozar.

     La empresa de notar las cosas ingeniosas y exactas que hay en el libro de usted (en lo cual está de acuerdo el público) sería demasiado vasta; por lo que me abstengo de ella. Tampoco disputaré acerca de algunos puntos a que da usted mucha mayor importancia de la que merecen, porque ni quiero molestar al público ni a usted con fastidiosas y pesadas controversias. Pero no puedo menos de decir, aunque con dolor, que se encuentran en la doctrina de usted algunos principios fundamentales, que si se admitiesen a la sombra de una autoridad tan respetable como la suya, podrían hacer que retrocediese una ciencia cuyos progresos es usted tan digno de acelerar con su talento y con sus vastos conocimientos.

     Y lo que fija desde luego mi atención, porque es lo que más interesa en el momento, �de dónde nace esa dificultad y embarazo de todos los mercados del universo, a los cuales se llevan incesantemente mercancías que se venden con pérdida? �De dónde nace que en lo interior de todos los Estados se presentan generalmente tantos obstáculos para hallar ocupaciones lucrativas, en medio de una necesidad de acción tan a propósito para excitar y promover todos los géneros de industria? Y una vez conocida la causa de esta enfermedad crónica, �cuáles serán los medios de curarla? He aquí unas cuestiones de que depende la quietud y la felicidad de los pueblos; por lo que he creído digna de la atención de usted y de la del público ilustrado una discusión cuyo objeto es presentarlas con claridad.

     Todos los que después de Adam Smith han tratado de economía política, convienen en que no compramos en realidad los objetos de nuestro consumo, con el numerario, o sea con el agente de la circulación que nos sirve para pagarlos. Es necesario que hayamos pagado antes este numerario con la venta de nuestros productos. Para un empresario de minas es el dinero un producto con que compra lo qué necesita, y para todos aquellos por cuyas manos pasa después este dinero no es más, que el precio de los productos que crearon ellos mismos con sus tierras, capitales e industria. Al venderlos cambian desde luego sus productos por dinero, y después cambian este dinero por objetos de consumo. Hacen pues realmente sus compras con sus productos; y les es imposible comprar, de cualquier objeto que sea, por un valor más considerable que el que produjeron por sí mismos, o por medio de sus capitales y tierras.

     De estas premisas había deducido yo una conclusión que para mí es evidente, pero cuyas consecuencias parece han asustado a usted. Yo había dicho: supuesto que ninguno de nosotros puede comprar los productos de los demás sino con los suyos propios, y que el valor que podemos comprar es igual al que podemos producir, tanto más comprarán los hombres, cuanto más produzcan. De aquí se deduce aquella otra conclusión que usted no quiere admitir, a saber, que si no se venden ciertas mercancías, es porque no se producen otras, y que la producción sola es la que facilita salidas a los productos.

     No ignoro que esta proposición tiene cierto aire de paradoja, que le es poco favorable, y sé que no faltará apoyo en las preocupaciones vulgares al que sostenga que si hay demasiados productos es porque todos tratan de crearlos, y que en vez de producir siempre, se deberían multiplicar los consumos estériles, y comer los antiguos capitales en lugar de acumular otros nuevos. En efecto, esta doctrina tiene a su favor la apariencia; puede apoyarse en raciocinios, y dar a los hechos una interpretación que le sea ventajosa. Pero cuando Copérnico y Galileo enseñaron por primera vez, que aunque vemos que el sol sale todas las mañanas por el oriente, sube con majestad por cima de nuestras cabezas al mediodía, y se precipita por las tardes hacia el occidente, no se mueve sin embargo de su sitio, tenían también contra sí la preocupación universal, la opinión de la antigüedad, y el testimonio de los sentidos. �Y hubieran debido negarse por esto a las demostraciones deducidas de una física racional? Agraviaría a usted si dudase de su respuesta.

     Además, cuando aseguro que son los productos los que facilitan la salida a los productos; que los medios industriales, cualesquiera que sean, abandonados a sí mismos, se dirigen siempre a los objetos de que más necesitan las naciones, y que estos objetos necesarios, crean a un mismo tiempo nuevas poblaciones y nuevos goces para ellas, no están contra, mí todas las apariencias. Trasladémonos solamente doscientos años atrás, y supongamos que un negociante hubiese conducido un rico cargamento al lugar en que están ahora fundadas las ciudades de Nueva-York y Filadelfia. �Le hubiera vendido? Supongamos que librándose felizmente del furor de los naturales del país, hubiese conseguido fundar allí un establecimiento agrícola o fabril: �habría vendido ni un solo producto de su industria? Sin duda que no; y hubiera sido necesario que él mismo los consumiese todos. �Por qué vemos hoy día lo contrario? �Por qué cuando se lleva, o se fabrica una mercancía en Filadelfia o en Nueva-York, hay seguridad, de que se venderá al curso? Me parece evidente, que es porque los cultivadores, los negociantes, y aún en el día los fabricantes de Nueva-York, de Filadelfia y de las provincias circunvecinas, crean allí y transportan productos por cuyo medio adquieren los que se les ofrecen de otras partes.

     Lo que es cierto con respecto a un Estado nuevo, se me dirá, no lo es cuando se trata de un estado antiguo. En América había lugar para nuevos productores y nuevos consumidores; pero en un país donde hay más productores que los que se necesitan, sólo hay necesidad de consumidores. Permítame usted responder que los únicos verdaderos consumidores son los que producen por su parte, pues sólo ellos pueden comprar los productos de los demás; y que nada pueden comprar los consumidores estériles, sino por medio de los valores creados por los productores.

     Es probable que en tiempo de la reina Isabel, en que no tenía la Inglaterra la mitad de su población actual, había ya en ella más brazos que medios de ocuparlos, como lo prueba la ley que se hizo entonces a favor de los pobres, y cuyas consecuencias son una calamidad para aquel reino. Su principal objeto es dar trabajo a los infelices que no le hallan. �No hallaban en que ocuparse en un país que después ha podido emplear doble o triple cantidad de obreros! �Cómo es que a pesar de la penosa posición de la Gran Bretaña, se venden ahora en ella muchos más objetos diferentes que en tiempo de Isabel? �En qué puede consistir esto, sino en que hay allí más producción? Uno produce una cosa que cambia por otra producida por su vecino. Habiendo más medios de ocuparse, se ha aumentado la población, y a pesar de eso todos están mejor provistos. La facultad de producir es la que constituye la diferencia que hay entre un país y un desierto; y a proporción que un país produce más, está más adelantado, más poblado y mejor provisto.

     Es probable que no niegue usted esta observación demasiado visible; pero le desagradan las consecuencias que deduzco de ella. He dicho que si hay una superabundancia de varias clases de mercancías que no tienen salida, es porque no se producen otras mercancías en cantidad suficiente para que puedan cambiarse por las primeras; que si sus productores pudiesen hacer más, si pudiesen hacer otras, hallarían entonces las primeras la salida que les falta; en una palabra, que el exceso de productos en ciertos géneros procede de que no hay bastantes en otros; y usted pretende que puede haber a un mismo tiempo una cantidad superabundante en todos los géneros, para lo cual cita también hechos en su favor. M. de Sismondi se había declarado ya contra mi doctrina, y tendré el gusto de presentar aquí sus expresiones más fuertes, para que no carezca usted de ninguna ventaja, y a fin de que mis respuestas sirvan para los dos.

     �La Europa, dice este autor ingenioso, ha llegado al punto de tener en todas partes una industria y una fabricación superiores a sus necesidades ...� Añade que el entorpecimiento y dificultades que de aquí resultan empiezan a extenderse al resto del mundo. �Recorránse las relaciones del comercio, los diarios, las narraciones de los viajeros, y se verán por todas partes las pruebas de esta superabundancia de producción que excede al consumo de esta fabricación que no se proporciona al pedido, sino a los capitales que se quieren emplear: de esa actividad de los mercaderes que los precipita a donde quiera que hay una nueva salida, y que los expone a pérdidas ruinosas en todos los ramos de comercio de que se prometían ganancias. Hemos visto que las mercancías de todas clases, y especialmente las de Inglaterra, de esa gran potencia fabril, abundaban en todos los mercados de Italia con una proporción tan superior a los pedidos, que para reintegrarse los comerciantes de una parte de sus fondos, se han visto precisados a cederlas con un cuarto o un tercio de pérdida, bien lejos de tener ninguna ganancia. Alejado de Italia el torrente del comercio, nacido en Alemania, en Rusia, en el Brasil, y no ha tardado en encontrar allí los mismos obstáculos.

     �Los últimos diarios nos anuncian pérdidas semejantes en nuevos países. En agosto de 1818 se quejaban en el Cabo de Buena-Esperanza de que todos los almacenes estaban llenos de mercancías europeas, y que no se podían vender, aunque se daban más baratas que en Europa. Por el mes de junio eran de la misma naturaleza las quejas del comercio en Calcuta. Se había visto desde luego el extraño fenómeno de que la Inglaterra enviase a la India telas de algodón, y que lograse trabajar a precio más bajo que los habitantes medio desnudos del Indostán, reduciendo sus obreros a una existencia aún más miserable. Pero esta dirección extravagante que se había dado al comercio, duró poco; y hoy día los productos ingleses están más baratos en las Indias que en Inglaterra. En el mes de mayo era preciso reexportar de Nueva-Holanda las mercancías europeas que se habían llevado allá con demasiada abundancia. Buenos-Aires, la Nueva-Granada y Chile están también inundadas de mercancías.

      �El viaje de Mr. Fearon a los Estados-Unidos, terminado en la primavera de 1818, nos presenta este espectáculo de un modo todavía más visible. De un extremo a otro de aquel vasto continente, que tanto prospera, no hay ciudad ni villa en que la cantidad de mercancías ofrecidas no sea infinitamente superior a las facultades de los compradores, sin embargo de que los mercaderes no omiten medio alguno de seducirlos fiandoles a largos plazos y dándoles toda clase de facilidades para los pagos que reciben al cabo de mucho tiempo y en géneros de cualquier especie.

      �Ningún hecho se nos presenta más generalmente ni bajo mayor número de aspectos que la desproporción entre los medios de consumo y los de producción; que la imposibilidad en que se hallan los productores de abandonar una industria porque vaya en decadencia; y la certeza de que sólo se disminuirá su número, en razón de las quiebras. �Cómo es que hay filósofos que se empeñan en no ver lo que en todas partes se ofrece a la vista del vulgo?

     �El error en que han incurrido depende enteramente del falso principio de que la producción es lo mismo que la renta. Mr. Ricardo lo repite y lo afirma, conforme a la doctrina de Mr. Say. Mr. Say (dice) ha probado concluyentemente que no hay capital, por considerable que sea, que no pueda emplearse, porque el pedido de los productos no tiene otros límites que los de la producción. Nadie produce sino con la intención de consumir o vender la cosa producida, y nunca se vende sino para volver a comprar algún otro producto que pueda servir de una utilidad inmediata, o contribuir a una producción futura. Por consiguiente, el productor viene a ser consumidor de sus propios productos, o comprador y consumidor de los productos de alguna otra persona. Sentado este principio, continua Mr. de Sismondi, es absolutamente imposible comprender o explicar el hecho más demostrado en la historia del comercio, que es el embarazo y dificultad de los mercados(237).�

     En primer lugar, haré una observación a las personas que pudieran tener por concluyentes los hechos de que se queja con justa causa Mr. de Sismondi; y es que concluyen en efecto, pero contra él mismo. Hay demasiadas mercancías inglesas ofrecidas en Italia y en otras partes y porque no hay bastantes mercancías italianas que puedan convenir a la Inglaterra. Ningún país compra sino lo que puede pagar; porque si no pagase, se cansarían muy pronto de venderle. Pero �con qué pagan los italianos a los Ingleses? Con aceites, con sedas y pasas; y fuera de éstos y algunos otros artículos, si quisiesen adquirir más productos ingleses �conqué los pagarían? �con dinero! Muy bien; pero sería necesario adquirir este mismo dinero con que habían de pagar los productos ingleses. Ya ve usted que para adquirir productos es necesario que una nación, del mismo modo que un particular, recurra a sus propias producciones.

     Dícese que pierden los ingleses cuando venden en los parajes que inundan con sus mercancías. Yo lo creo, pues multiplican la mercancía ofrecida, lo cual la envilece; y en cuanto pueden, sólo piden dinero, con lo cual escasea, y por consiguiente se hace más precioso. En tal caso, se da menor cantidad de él en cada cambio, y esta es la causa de que no se pueda menos de perder en la venta. Pero suponga usted por un instante que los italianos tuviesen más capitales; que sacasen más ventajas de sus tierras y de sus facultades industriales; en una palabra, que produjesen más; y suponga usted al mismo tiempo que en vez de haberse arreglado las leyes inglesas al absurdo sistema de la balanza del comercio, hubiesen admitido bajo condiciones moderadas todo lo que hubieran sido capaces de suministrar los italianos en pago de los productos ingleses �puede usted dudar que las mercancías inglesas de que están rebosando los puertos de Italia, y aún otras muchas más, hallarían fácil salida?

     El Brasil, país vasto y favorecido de la naturaleza, podría absorber cien veces las mercancías inglesas que están allí detenidas por falta de despacho; pero sería necesario para esto que el Brasil produjese todo lo que puede producir: lo cual es imposible en las actuales circunstancias, porque todos los esfuerzos de los ciudadanos están allí paralizados por la administración. Si hay un ramo de industria que prometa ganancias, se apodera de él el gobierno y le destruye. Si alguno encuentra una piedra preciosa, se la arrebata. �Grande estímulo por cierto para que busque otras, y las emplee en comprar mercancías de Europa!

     Por su parte, el gobierno inglés excluye, con sus aduanas y sus derechos de entrada, los productos que pudieran llevar los ingleses por efecto de sus cambios con el extranjero, y aún los géneros alimenticios de que tanta necesidad tienen sus fábricas; y esto porque es menester que los arrendadores ingleses puedan vender sus granos a más de ochenta chelines el cuarter para tener recursos con que pagar unas contribuciones enormes. Todas estas naciones se quejan de un estado de incomodidad en que se han puesto ellas mismas por su culpa. Yo las comparo con un enfermo que se impacienta con sus males, y no quiere abstenerse de los excesos que los causan.

     Bien sé que no es tan fácil arrancar una encina como una mala yerba; que ciertos gobiernos corrompidos y corruptores tienen necesidad de los monopolios y del dinero de las aduanas para pagar el voto de las ilustres mayorías que pretenden representar a las naciones, cuando sólo son representantes de la Corte; ni soy tan injusto que quiera que se gobierne a los pueblos con la mira del interés general, a fin de obtener todos los votos sin pagarlos... pero al mismo tiempo �por qué me he de admirar de que a tantos sistemas viciosos se sigan unas consecuencias deplorables?

     Presumo que no tendrá usted dificultad en pensar del mismo modo que yo acerca del mal que se hacen mutuamente las naciones con sus celos, y con el sórdido interés o con la impericia de los que se suponen órganos suyos; pero usted sostiene que aun suponiendo en ellas unas instituciones más liberales, las mercancías producidas pueden exceder a las necesidades de los consumidores. Pues bien: yo consiento en tomar este campo de batalla. Dejemos a un lado la guerra que se hacen las naciones con sus aduaneros: consideremos a cada pueblo según las relaciones que tiene consigo mismo, y acabemos de averiguar si no se puede consumir lo que se puede producir.

     �Me parece, dice usted, que Mr. Say, Mr. Mill y Mr. Ricardo, principales autores de la nueva doctrina de las ganancias, han incurrido en errores fundamenta les sobre esta materia. En primer lugar, han considerado las mercancías como si fuesen signos algebraicos, cuando son artículos de consumo, que deben referirse necesariamente al número de los consumidores y a la naturaleza de sus necesidades(238).�

     Yo no sé, a lo menos por lo que a mí toca, en qué funda usted esta acusación. He reproducido bajo mil formas diferentes la idea de que el valor de las cosas (única cualidad que las convierte en riquezas) se funda en su utilidad o en la aptitud que tienen para satisfacer nuestras necesidades. �La necesidad que se tiene de las cosas, he dicho(239), depende de la naturaleza física y moral del hombre, del clima que habita, de las costumbres y legislación de su país. Tiene el hombre necesidades del cuerpo y del ánimo; necesidades propias, otras que son de su familia, y otras en fin a que debe atender como miembro de la sociedad. Para un Lapón son objetos de primera necesidad una piel de oso y un rengífero, cuando son desconocidos aún estos nombres al lazzaron de Nápoles. Éste por su parte nada echará de menos con tal que tenga macarrones. Así también, son considerados en Europa los tribunales de justicia como uno de los vínculos más fuertes del cuerpo social al mismo tiempo que los indígenas de América, los árabes y los tártaros se encuentran muy bien sin ellos...

     �Algunas de estas necesidades se satisfacen con el uso que hacemos de ciertas cosas que nos ofrece gratuitamente la naturaleza, como el aire, el agua y la luz del sol. Podemos llamar a estas cosas riquezas naturales, porque en ellas hace, por decirlo así, todo el gasto la naturaleza. Como las DA indiferentemente a TODOS, nadie tiene que adquirirlas a costa de ningún sacrificio: por lo que no hay en ellas un valor permutable.

     �Otras necesidades no pueden satisfacerse sino con el uso que hacemos de ciertas cosas a las cuales no se pudo dar la utilidad que tienen sin sujetarlas a una modificación, sin producir en ellas una mudanza, y sin vencer para esto una dificultad. Tales son los bienes que obtenemos con las operaciones de la agricultura, del comercio o de las artes. Éstos son los únicos que tienen un valor permutable, pues es evidente que por el solo hecho de su producción son el resultado de un cambio en que el productor dio sus servicios productivos para recibir este producto: en cuyo caso no es ya posible obtenerlos de él sino en virtud de otro cambio, dándole otro producto que pueda él estimar tanto como el suyo.

     �Estas cosas pueden llamarse riquezas sociales, porque es imposible todo cambio sin que haya una relación social, y porque sólo en el estado de sociedad se puede garantir el derecho de poseer exclusivamente lo que se ha obtenido por medio de la producción o del cambio.�

     Añado a esto: �observemos al mismo tiempo que las riquezas sociales son, en cuanto riquezas, las únicas que pueden llegar a ser objeto de un estudio científico, 1.� porque no hay otras que sean apreciables, o cuyo aprecio no sea arbitrario, 2.� porque son las únicas que se forman, se distribuyen y destruyen según leyes que podemos asignar.�

     �Es esto considerar los productos como signos algebraicos, y prescindiendo del número de los consumidores y de la naturaleza de sus necesidades? �No se establece al contrario con esta doctrina que sólo nuestras necesidades nos obligan a hacer los sacrificios por cuyo medio obtenemos los productos? Estos sacrificios son el precio que pagamos para adquirirlos; y siguiendo usted el sistema de Smith, da a estos sacrificios el nombre de trabajo o labor, expresión insuficiente, supuesto que comprenden el concurso de las tierras y de los capitales. Yo los llamo servicios productivos, los cuales tienen en todas partes un precio corriente. Cuando este precio excede al valor de la cosa producida, resulta un cambio desventajoso, en que se consumió más valor que el que se creó. Cuando se crea un producto que vale tanto como los servicios, se pagan éstos con el producto, cuyo valor, distribuido entre los productores, forma sus rentas. Ya ve usted que no existen estas rentas sino en cuanto el producto tiene un valor permutable, y que no puede tener semejante valor sino en virtud de la necesidad que haya de él en el estado actual de la sociedad. Por consiguiente no prescindo de esta necesidad, ni le doy un precio arbitrario, sino el que tiene en efecto, esto es, el que los consumidores quieren que tenga. Hubiera podido citar a usted, en caso necesario, todo el libro III de mi obra, que expresa individualmente los diversos modos de consumir, como también sus motivos y resultados; pero no quiero abusar de la atención de usted, ni robarle un tiempo precioso. Pasemos adelante.

     Dice usted: �de ningún modo es cierto el hecho de que las mercancías se cambien siempre por mercancías. La mayor parte de éstas se cambian directamente por el trabajo productivo o improductivo; y es evidente que toda esta masa de mercancías, comparada con el trabajo por el cual, se ha de cambiar, puede perder en valor por su superabundancia, así como una sola mercancía en particular puede, por razón de su superabundancia, perder en valor con respecto al trabajo o a la moneda(240).�

Permítame usted observar, 1.� que yo no he dicho que las mercancías se cambien siempre por mercancías, sino que los productos se compran siempre con productos; y 2�. que aun los que admitan la expresión mercancías, podrán responder a usted que cuando se dan mercancías en pago del trabajo, se pagan en realidad estas mercancías con otras, esto es, con las que resultan del trabajo que se compró. Pero esta respuesta es insuficiente para los que abrazan con mayor extensión y de un modo más completo el fenómeno de la producción de nuestras riquezas. Permítame usted que se le represente por medio de una imagen sensible. Me parece que el público, que es nuestro juez, encontrará en ella mucha facilidad para dar a las objeciones de usted y a mis respuestas el valor que merezcan.

     Yo personifico la industria, los capitales y las tierras, para ver la parte que tienen en la obra de la producción, y descubro que cada uno de estos personajes vende sus servicios (que yo llamo servicios productivos) a un empresario, que es comerciante, fabricante o arrendador. Habiendo comprado este empresario los servicios de un terreno, pagando una renta o alquiler, al propietario territorial los servicios de un capital, pagando un interés al capitalista; y habiendo comprado servicios industriales a obreros, factores o agentes de cualquier especie, pagándoles un salario, consume todos estos servicios productivos, los aniquila, y de este consumo sale un producto que tiene cierto valor.

     Con tal que el valor del producto sea igual a los gastos de producción, esto es, al precio que fue necesario adelantar por todos los servicios productivos, basta para pagar las ganancias de todos los que concurrieron directa o indirectamente a esta producción. La ganancia del empresario, por cuya cuenta se hizo la operación, prescindiendo del capital que pudo emplear en ella, representa un salario del tiempo que empleó y de su talento, esto es, sus propios servicios productivos en beneficio suyo. Si tiene gran capacidad, e hizo bien sus cálculos, será considerable su ganancia. Si su operación fue mal dirigida, puede no ganar, y aún puede perder. El empresario está expuesto a todos los riesgos, pero en cambio se aprovecha de todo lo que puede serle favorable.

     Cuantos productos se ofrecen diariamente a nuestra vista, y cuantos puede concebir la imaginación, se han formado por medio de operaciones que se reducen a las que acabo de indicar, aunque se combinan de mil modos diferentes. Lo que por un lado hacen ciertos empresarios para obtener un producto, lo hacen otros por otro lado para obtener productos diversos, y estos diferentes productos son los que cambiándose entre sí, se ofrecen una salida recíproca. La mayor o menor necesidad que hay de uno de estos productos, comparada con la de otros, determina a dar por él un precio mayor o menor, esto es, una cantidad mayor o menor de cualquier otro producto. El numerario no es aquí más que un agente fugaz, que una vez concluido el cambio, para nada sirve ya en él, y ya a emplearse en otros.

     Con el arriendo, con los intereses, con los salarios que constituyen las ganancias procedentes de esta producción, compran los productores los objetos de su consumo. Los productores son al mismo tiempo consumidores; y como la naturaleza de sus necesidades influye más o menos en el pedido de los diferentes productos, favorece siempre que hay libertad, a la producción más necesaria porque siendo la más pedida, es por el mismo hecho la que da más ganancias a sus empresarios.

     He dicho que para ver mejor cómo influyen la industria, los capitales y las tierras en las operaciones productivas, personifico estos agentes, y los observo en los servicios que prestan. No es esta una ficción gratuita, sino un hecho real y efectivo. La industria esta representada por los industriosos de todas clases; los capitales por los capitalistas, y las tierras por sus propietarios. Estas tres clases u ordenes de personas son las que venden la acción productiva del instrumento que emplean, y los que estipulan sus intereses. Si se censuran mis expresiones, búsquense otras mejores; porque no puede negarse que las cosas son y suceden como yo he dicho. Habiendo pintado hechos, se podrá criticar si se quiere, la manera o el estilo del pintor; pero no hay que lisonjearse con la idea de que pueden destruirse. Ellos existen realmente, y no necesitan que venga nadie a defenderlos.

     Volvamos de nuevo a la acusación de usted. Hay muchas mercancías, según usted dice, que deben comprarse con el trabajo; pero yo adelanto más, y digo que todas deben comprarse así, extendiendo la palabra trabajo al servicio que hacen los capitales y las tierras(241). Digo que sólo pueden comprarse así; que siempre se da utilidad y valor a las cosas por medio de estos servicios, y que después se nos presentan dos partidos: el de consumir nosotros mismos la utilidad, y por consiguiente el valor que hemos producido o el de servirnos de él para comprar la utilidad y el valor producidos por ellos; que en ambos casos compramos mercancías con servicios productivos, y que podemos comprar tanto mayor número de ellas cuanto más son los servicios productivos que empleamos.

     Usted se empeña en que no hay productos inmateriales(242), sin embargo de que todos lo son en su origen. El campo mismo no suministra a la producción más que su servicio, que es un producto inmaterial. Sirve como un crisol en que se pone una cantidad de quijo, de donde se saca metal y escoria, sin que se encuentren en estos productos ningunas partículas del crisol, el cual sirve para otra nueva operación productiva. Tampoco se encuentra ninguna porción del campo en la mies que sale de él; porque si se fuese gastando un terreno, acabaría por consumirse enteramente después de cierto número de años. El terreno da lo que se le entrega; pero lo da después de una colaboración, que es lo que yo llamo servicio productivo del campo. Podrá haber sobre esto disputas de palabras; pero nada me importan las cavilaciones relativas a las cosas, porque éstas son y serán, y porque donde quiera que se estudie la economía política, se reconocerá el hecho, aunque se crea conveniente darle otro nombre.

     El servicio que hace un capital en cualquier empresa comercial, agrícola o fabril, es también un producto inmaterial. El que consume improductivamente un capital, destruye el capital mismo; y el que le consume reproductivamente, consume el capital material, y además el servicio de este capital, que es un producto inmaterial. Cuando un tintorero echa cuatro mil reales de añil en su caldera consume cuatro mil reales de añil, producto material, y además consume el tiempo de este capital, esto es, su interés; pero el tinte que saca le devuelve el valor del capital material que empleó, y además el valor del servicio inmaterial de este mismo capital.

     El servicio del obrero es también un producto inmaterial. El obrero sale de la fabrica, al anochecer, con sus diez dedos, del mismo modo que entró en ella por la mañana. Ninguna cosa material dejó en su taller; y por consiguiente lo que suministró para la operación productiva fue un servicio inmaterial. Este servicio es el producto diario, el producto anual de un fondo que yo llamo sus facultades industriales, y constituye su riqueza. �Pobre riqueza, especialmente en Inglaterra, por razones que no me son desconocidas!

     Todo esto forma productos inmateriales, que se llamarán como se quiera, pero que no dejarán de ser productos inmateriales, que se cambiarán unos por otros y por productos materiales, y que en todos estos cambios irán a buscar su precio corriente, como todos los precios corrientes del mundo, en la proporción entre la oferta y el pedido.

     Todos estos servicios de la industria, de los capitales y de las tierras los cuales son productos independientes de toda materia forman cuantas rentas poseemos. �Pues qué ! �son inmateriales todas nuestras rentas? Lo son ciertamente TODAS, porque de lo contrario habría de aumentarse todos los años la masa de las materias que componen el globo, para que tuviésemos todos los años nuevas rentas materiales. Nosotros no creamos ni destruimos un solo átomo. Lo único que hacemos es variar sus combinaciones, y todo lo que empleamos en esto es inmaterial: es un VALOR; y este valor, también inmaterial, es el que consumimos diaria y anualmente, y mediante el cual conservamos la vida; porque el consumo es una alteración de forma que se da a la materia, o si usted quiere, un trastorno y dislocación de la forma, así como la producción es una coordinación o arreglo de ella. Si usted cree que todas estas proporciones tienen cierto aire de paradoja, considere bien las cosas que expresan, y hallará que son muy sencillas y muy conformes a la recta razón.

     Al no adoptar este análisis, muy difícil ha de ser que explique usted todos los hechos que comprende la economía política; y concretándome a uno sólo, �podrá usted decirme cómo se consume dos veces un mismo capital: productivamente por el empresario, e improductivamente por su obrero? Por medio del análisis que precede, se ve que el obrero pone su trabajo, fruto de su capacidad o talento, le vende al empresario, se lleva su jornal, que constituye su renta, y le consume improductivamente. Pero el empresario que compró el trabajo del obrero con una parte de su capital, le consume reproductivamente, así como el tintorero consume reproductivamente el añil que echó en su caldera. Habiéndose destruido reproductivamente estos valores, vuelven a presentarse en el producto que sale de manos del empresario. No es el capital del empresario el que forma la renta del obrero, como pretende M. de Sismondi; porque este capital se consume en los talleres, y no en casa del obrero. El valor que éste consume en su casa, tiene otro origen, supuesto que es el producto de sus facultades industriales. El empresario emplea parte de su capital en comprar este trabajo, después de lo cual le consume, y el obrero consume por su parte el valor que obtuvo en cambio de su trabajo. Donde quiera que hay cambio, hay dos valores creados y permutados entre sí, y donde quiera que hay dos valores, puede haber, y hay efectivamente, dos consumos(243).

     Lo mismo sucede con respecto al servicio productivo que hace el capital. El capitalista que le presta, vende el servicio, o sea el trabajo del instrumento que emplea; y el precio diario o anual que el empresario le paga por él, se llama interés. Los dos términos del cambio son por una parte el servicio del capital, y por otra el interés. Al mismo tiempo que el empresario consume reproductivamente el capital, consume también reproductivamente el servicio del capital. Por su parte el prestamista que vendió el servicio del capital, consume improductivamente su interés, que es un valor material dado en cambio del servicio inmaterial del capital. �Y podrá extrañarse que haya dos consumos, a saber, el del empresario para crear sus productos, y el del capitalista para satisfacer sus necesidades ,supuesto que existen los dos términos de un cambio, dos valores producidos por dos fondos diferentes, cambiados y consumibles uno y otro?

     Dice usted que la distinción entre el trabajo productivo y el improductivo, es la piedra angular de la obra de Adam Smith, y que es echarla por tierra el reconocer como productivos, según lo hago yo, unos trabajos que no están fijados en ningún objeto material(244). No crea usted que sea esta la piedra angular de la obra de Smith, supuesto que movida esta piedra, queda a la verdad imperfecto el edificio, pero no menos sólido. Este precioso libro se sostendrá eternamente, porque se proclama en todas sus páginas que el valor permutable de las cosas es el fundamento de toda riqueza. Sentado este principio, fue ya la economía política una ciencia positiva, porque el precio corriente de cada cosa es una cantidad determinada, cuyos elementos se pueden analizar, como también señalar sus causas, estudiar sus relaciones y prever sus vicisitudes. Si se aleja de la definición de las riquezas este carácter esencial, permítame usted le diga que la ciencia queda en un estado de incertidumbre, y retrocede visiblemente.

     Lejos de contribuir yo a echar por tierra el Examen de las riquezas de las naciones, sostengo esta obra en los puntos esenciales que comprende; pero al mismo tiempo creo que Adam Smith desconoció unos valores permutables muy reales, desconociendo los que son inherentes a ciertos servicios productivos que no dejan vestigio alguno, porque se consumen enteramente; creo que desconoció también unos servicios muy reales, que dejan vestigios en productos materiales, como son los servicios de los capitales consumidos independientemente del consumo del capital mismo; y creo por último que incurrió en infinitas obscuridades, por no haber distinguido, durante la producción, el consumo de los servicios industriales de un empresario, de los servicios de su capital, distinción tan real sin embargo que apenas hay compañía de comercio que no contenga cláusulas relativas a ella.

     Yo respeto a Adam Smith como a mi maestro. Cuando daba los primeros pasos en la economía política, vacilando entre los doctores de la balanza del comercio y los del producto neto, sin poder fijarme en nada, él fue quien me puso en el verdadero camino. Apoyado en su Riqueza de las naciones, que nos descubre al mismo tiempo la rica mina de su ingenio, aprendí a andar solo. Ahora ya no soy de ninguna escuela, y no incurriré en la ridiculez de los reverendos padres jesuitas que tradujeron con ciertos comentarios los elementos de Newton. Conociendo muy bien que las leyes de la física no convenían con las de Loyola, cuidaron de prevenir al público en una advertencia que aunque pareciese que habían demostrado el movimiento de la tierra para completar la explicación de la física celeste, no por eso dejaban de sujetarse a los decretos del Papa, el cual no admitía semejante movimiento. Yo que sólo me sujeto a los decretos de la razón eterna, no tengo dificultad en decir que Adam Smith no abrazó el conjunto del fenómeno de la producción y del consumo de las riquezas; pero es tanto lo que hizo que debemos estarle sumamente reconocidos. Gracias a él, la ciencia más vaga y obscura será muy en breve la más exacta y precisa, y la que deje menos hechos por explicar.

     Representémonos pues a los productores (en cuyo nombre comprehendo a los poseedores de capitales y terrenos, y a los de facultades industriales) ofreciéndose mutuamente sus servicios productivos, o la utilidad que resultó de ellos (cualidad inmaterial). Esta utilidad es producto suyo; y unas veces se fija en un objeto material, que se transmite con el producto inmaterial, pero que en sí mismo no es de importancia alguna en la economía política, y se reputa por nada, porque materia sin valor no es riqueza; y, otras se transmite; le vende éste, le compra aquel, sin que esté fijo en ninguna materia: a cuya clase pertenece el dictamen del médico y del abogado, el servicio del militar y el del funcionario público. Todos cambian la utilidad que producen por lo que produjeron otros; y cuando en todos estos cambios hay una concurrencia libre, según que la utilidad ofrecida por Pedro es más o menos pedida que la que ofreció Diego, así se vende más o menos cara, u obtiene en cambio más o menos porción de la utilidad que produjo este último. En este sentido se debe entender el influjo de la cantidad pedida y de la cantidad ofrecida(245).

     No es esta una doctrina inventada por mí recientemente y aplicada a las circunstancias; sino que está consignada en varios lugares de mi Tratado de Economía política(246), y por medio de mi Epítome queda sólidamente establecida su armonía con todos los demás principios de la ciencia y con todos los hechos que le sirven de base. Ya se profesa en muchas partes de Europa; pero lo que yo deseo con ardor es que a usted le convenza, y le parezca digna de explicarse en la cátedra que desempeña con tanto mérito.

     Después de estas explicaciones necesarias no me acusará usted de que me entrego a vanas sutilezas, si me apoyo en unas leyes que he demostrado estar fundadas en la naturaleza de las cosas y en los hechos que de ella se derivan.

     Dice usted que las mercancías no sólo se cambian por mercancías, sino también por trabajo. Si este trabajo es un producto, que venden unos, compran otros y consumen estos últimos, no tendré dificultad en darle el nombre de mercancía, así como tampoco la tendrá usted en asimilar las demás mercancías a ésta, supuesto que son igualmente productos. En tal caso confundiéndolas todas bajo la denominación general de productos, quizá podrá usted convenir en que no se compran productos sino con productos.



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Carta segunda.

Que los hombres no pueden producir sino hasta donde llegan sus medios de consumir.

     Muy señor mio. Creo haber probado en mi primera carta que los productos no pueden comprarse sino con productos; y así no encuentro todavía motivo para abandonar la doctrina de que la producción es la que facilita salidas a la producción. Verdad es que he considerado como productos todos los servicios que proceden de nuestra capacidad natural, de nuestros capitales y terrenos, lo que me ha obligado a bosquejar de nuevo y en otros términos la doctrina de la producción, ni bien entendida, ni completamente explicada por Smith.

     Sin embargo, volviendo a leer la 3.�sección del capítulo VII, de la obra de usted,(247) conozco que hay todavía un punto en que no estamos de acuerdo. Quizá me concederá usted que no se compran los productos sino con otros productos; pero se empeñará en sostener que, en la totalidad de los productos, pueden los hombres crear una cantidad superior a sus necesidades; que por consiguiente puede quedar sin uso una parte de estos productos; y que puede haber superabundancia y falta de salida en todos los géneros a un mismo tiempo. Para no debilitar la fuerza de la objeción de usted, voy a transformarla en una imagen sensible; y digo así: M. Malthus convendrá sin dificultad en que con cien costales de trigo se compran cien piezas de tela en una sociedad que para vestirse y alimentarse necesita esta cantidad de tela y de trigo; pero si la misma sociedad llega a producir doscientos costales de trigo y doscientas piezas de tela, por más que estas dos mercancías puedan cambiarse una por otra, sostendrá M. Malthus que una parte podrá no hallar compradores. Es pues necesario que pruebe yo en primer lugar que cualquiera que sea la cantidad producida y la baja de precios que de aquí resulte, la cantidad producida en un género basta siempre para poner a sus autores en disposición de adquirir la cantidad producida en cualquier otro género; y después de probar que existe la posibilidad de adquirir, habré de averiguar cómo la superabundancia de productos da origen a la necesidad de consumirlos.

      El empresario que produce trigo, o el arrendador, después de comprar los servicios productivos del terreno y del capital que emplea, después de comprar los servicios productivos de sus criados, y de añadir a ellos su propio trabajo, consumió todos estos valores para convertirlos en costales de trigo; y cada costal, con inclusión de su propio trabajo, esto es, de sus ganancias, le viene a salir, supongamoslo así, a 30 francos. Por su parte el empresario que produce telas de lino, de lana o de algodón, que para el caso es lo mismo, en una palabra, el fabricante, después de consumir del mismo modo los servicios de su capital, los de sus obreros y los suyos propios, hizo piezas de tela, cada una de las cuales viene a salirle igualmente a 30 francos; y aun si me permite usted llegar de un salto al fondo de la cuestión, le confesaré que el mercader de telas representa en mi idea a los productores de todos los productos manufacturados; y el mercader de trigo representa a todos los productores de géneros alimenticios y de producto en bruto. Tratase de saber si sus productos, en cualquier cantidad que se multipliquen y cualquiera que sea la baja que de aquí resulte en los precios, podrán todos ellos ser comprados por sus productores, los cuales son al mismo tiempo sus consumidores; y cómo crecen siempre las necesidades en razón de la cantidad producida.

     Examinaremos desde luego lo que sucede en la hipótesis de una libertad perfecta que permite multiplicar indefinidamente todos los productos; y pasaremos después a examinar los obstáculos que la naturaleza de las cosas o la imperfección de las sociedades oponen a esta libertad indefinida de producir; pero notará usted que la hipótesis de la producción indefinida es más favorable a su causa, porque es mucho más difícil dar salida a productos ilimitados que a productos reducidos a cierta cantidad, y que la hipótesis de los productos reducidos a cierta cantidad, sea por el motivo que se quiera, es más favorable a la mía, la cual establece que estas mismas reducciones o restricciones son las que impidiendo ciertas producciones, perjudican a la compra que podría hacerse de los únicos productos que se pueden multiplicar indefinidamente.

     En la hipótesis de la libertad perfecta, llega al mercado el productor de trigo con un costal que le sale, con inclusión de su ganancia, a 30 francos; y el productor de telas con una pieza que le viene a salir al mismo precio, y por consiguiente con dos productos que se cambiarán a la par(248). El producto que se vendiese por más de lo que importasen sus gastos de producción, haría que se dedicasen a esta una parte de los productores que se ocupan en la otra, hasta que los servicios productivos fuesen igualmente pagados en uno y en otro género. Éste es un efecto en que se conviene generalmente.

     Obsérvese que en esta hipótesis, todos los productores de la pieza de tela ganaron lo suficiente para volver a comprar la pieza entera o cualquier otro producto de igual valor. Si viene a salir por ejemplo a 30 francos con inclusión de todo, y aún de la ganancia del fabricante según la cuota a que la hubiese fijado la concurrencia, resultó distribuida esta suma entre todos los productores de la pieza de tela, pero en porciones desiguales, según la especie y la parte de servicios hechos, para realizar su producción. Si la pieza tiene diez varas, el que ganó seis francos o veinte y cuatro reales, puede comprar con ellos dos varas, y el que ganó treinta sueldos o seis reales, sólo podrá comprar con ellos media vara, pero es constante que todos los productores pueden comprar toda la pieza. Y si en vez de comprar la tela quieren comprar el trigo, se hallan también en estado de adquirirle todo, supuesto que no vale más de 30 francos como la tela; así como pueden comprar, indiferentemente según sus necesidades, una porción de la pieza de tela, o una porción equivalente del costal de trigo. El que en cualquiera de estas producciones haya ganado seis francos, puede emplear tres en una décima parte de la pieza, y otros tres en una décima parte del trigo: y así siempre es cierto que todos los productores juntos pueden adquirir la totalidad de los productos.

     Aquí entran las objeciones de usted. �Si aumentan los productos, o disminuyen las necesidades, estarán a tan bajo precio los productos que no se podrán pagar los trabajos necesarios para su confección.� Esta es la idea que usted presenta(249).

     Antes de responder, prevengo que si por un efecto de condescendencia me sirvo de la palabra trabajo, de que usted usa, y que según las explicaciones dadas en mi carta anterior, es incompleta, comprenderé bajo esta denominación no sólo el servicio productivo del obrero y del jefe, sino también a los servicios productivos hechos por el capital y por el terreno; servicios que tienen su precio, igualmente que el trabajo personal, y un precio tan real que forma la subsistencia del capitalista y del hacendado.

     En esta inteligencia, respondo a usted ante todas cosas, que aunque bajen de precio los productos, no imposibilitan a los productores de comprar el trabajo que los creó, u otro equivalente, sea el que quiera. En nuestra hipótesis, los productores de trigo, crearán con métodos mejor entendidos doble cantidad de trigo, y los productores de telas doble cantidad de telas; y así el trigo como las telas bajarán una mitad. �Pero qué significa esto? Que los productores de trigo, por sus servicios que serán los mismos, tendrán dos costales, que valdrán juntos tanto como valía uno solo; y los productores de telas tendrán dos piezas que valdrán juntas lo que valía una sola. En el cambio llamado producción, unos mismos servicios habrán obtenido, cada uno por su parte, doble cantidad de productos; pero estas dos cantidades dobles se podrán adquirir una con otra del mismo modo y con la misma facilidad que antes; por lo que, sin gastar más en servicios productivos la nación en que hiciese progresos esta facultad productiva, tendría otros tantos más objetos que consumir, ya sea en granos, en telas o en cualquier otra cosa, supuesto que nos hemos convenido en representar con trigo y con telas todas las cosas que pueden necesitar los hombres para mantenerse. Los productos, en un cambio semejante, se ponen en oposición de valor con los servicios productivos; y como en todo cambio, uno de los dos términos vale tanto más, cuanto mayor es la cantidad que obtiene del otro, resulta que los servicios productivos valen tanto más cuanto más se multiplican los productos y están a más bajo precio(250). He aquí por qué la baja de los productos aumenta las riquezas nacionales, aumentando el valor de los fondos productivos de una nación y de las rentas que de ellos dimanan. Esta demostración, que se puede ver por extenso en el capítulo III, del libro II de mi Tratado de Economía política ha hecho, sino me engaño, algunos servicios a la ciencia, explicando lo que hasta entonces se había conocido sin haberse explicado, a saber, que si bien la riqueza es un valor permutable, se aumenta la riqueza general con el bajo precio de las mercancías y de toda especie de productos(251).

     Es probable que nunca se ha verificado de repente y a un mismo tiempo en todos los productos el aumento del duplo en la acción productiva del trabajo; pero no se puede dudar que se ha verificado gradualmente con respecto a muchos productos, y en proporciones muy diversas. Un manto de púrpura de igual finura, tamaño, solidez, y hermosura de tinte costaba sin duda entre los antiguos más que un duplo de lo que costaría entre nosotros; y estoy seguro de que el trigo pagado en trabajo tuvo por lo menos la disminución de una mitad de precio en la época ignorada de la invención del arado. Costando menos trabajo todos estos productos, se dieron, en razón de la concurrencia, por lo que costaron, sin que nadie perdiese en ello, y ganando todos en sus rentas.

     Pero es necesario volver a la primera parte de la objeción de usted. Los productores de trigo y los de telas producirán entonces más trigo y más telas que lo que puedan consumir unos y otros. �Será posible que después de haber probado que a pesar de la baja de una mitad en el valor de los productos, el mismo trabajo podía comprarlos todos, y proporcionarse de esta manera duplicados medios de existir y de gozar? �habré de verme en la necesidad de probar al autor justamente célebre del Ensayo sobre la población que todo lo que se puede producir puede hallar consumidores, y que entre los goces que proporciona la cantidad de los productos de que pueden disponer los hombres, no colocan éstos en último lugar las delicias domésticas y la multiplicación de los hijos? Después de haber escrito tres volúmenes justamente admirados, para probar que la población se eleva siempre al nivel de los medios de existencia �ha podido usted admitir el caso de un gran aumento de productos, con un número estacionario de consumidores y con necesidades reducidas por la parsimonia? (pag. 355).

     O se equivoca el autor del Ensayo sobre la población, o el de los Principios de economía política. Pero es claro, que no puede recaer esta acusación sobre el primero; porque la experiencia y la razón nos demuestran que sólo se desdeña un producto, esto es, una cosa necesaria o agradable al hombre, cuando faltan medios para comprarle. Estos medios para comprar son precisamente lo que establece la demanda del producto, y lo que le da precio. No tener necesidad de una cosa útil es no poder pagarla. �Y cuándo faltan los medios para pagarla? Cuando se carece de lo que constituye la riqueza: cuando no hay industria, tierras ni capitales.

     Una vez provistos los hombres de los medios de producir, acomodan sus producciones a sus necesidades, porque la producción misma es un cambio en que se ofrecen medios productivos, y se pide en pago la cosa de que más se necesita. Crear una cosa de que no hubiese necesidad sería crear una cosa sin valor; no sería producir. Pero desde el instante en que tiene valor, puede su productor cambiaría por las que quiere proporcionarse, o adquirir.

     Esta facultad de los cambios, peculiar al hombre entre todos los animales, acomoda todos los productos a todas las necesidades, y le permite contar, para su existencia, no con la especie del producto (pues le cambiará cuando quiera, siempre que tenga valor), sino con su valor mismo.

     La dificultad, dirá usted, está en crear productos tuyo valor equivalga a sus gastos de producción. Lo sé muy bien: y verá usted en la carta siguiente cuál es mi modo de pensar sobre este punto. Pero continuando en la hipótesis de la libertad de industria, me permitirá usted que le haga la observación de que no se encuentra

dificultad en crear productos cuyo valor equivalga a sus gastos de producción, sino en razón de las pretensiones exorbitantes de los mercaderes de servicios productivos. Pero el precio subido de los servicios productivos denota que existe lo que se busca, esto es, que hay empleo de capitales cuyos productos bastan para reembolsar lo que cuestan.

     Culpa usted a los que son de mi opinión �de que no atienden al influjo tan general e importante de la disposición del hombre a la indolencia y a la ociosidad (página 358).� Supone usted el caso en que después de haber producido los hombres con que satisfacer sus primeras necesidades, prefieran no pasar de aquí, pudiendo más en ellos el amor del descanso que el deseo de disfrutar comodidades y placeres. Pero permítame usted le diga que esta suposición prueba contra usted, y a mi favor: porque �qué otra cosa digo yo sino que se vende únicamente a los que producen? �Por qué no se venden objetos de lujo a un arrendador que gusta de vivir groseramente? Porque quiere más estarse ocioso que producir para comprar objetos de lujo. Cualquiera que sea la causa que ponga límites a la producción, bien sea la falta de capitales, de población, de diligencia, o de libertad, el efecto para mí es el mismo; pues no se venden los objetos que se ofrecen por una parte, porque se produce demasiado poco por otra.

     Usted mira la indolencia que no quiere producir, como directamente contraria a las salidas, y en esto soy de su opinión. Pero en tal caso �cómo puede mirar la indolencia de lo que llama consumidores improductivos (cap. VII, sección 9) como favorable a estas mismas salidas? �Es absolutamente necesario, dice usted (página 463) que todo país que tiene grandes medios de producción, posea un cuerpo numeroso de consumidores improductivos.� �Cómo es posible que la indolencia que se niega a producir sea contraria a las salidas en el primer caso, y les sea favorable en el segundo?

     Si se ha de hablar con claridad, esta indolencia les es contraria en ambos casos. �Qué entiende usted por ese cuerpo numeroso de consumidores improductivos, que cree tan necesario a los productores? �Serán por ventura los propietarios de tierras y de capitales? No hay duda en que éstos no producen directamente; pero produce por ellos el instrumento que emplean: y consumiendo el valor a cuya creación concurrieron sus tierras y capitales, concurren también a la producción, y no pueden comprar lo que compran sino por razón de este concurso. Si además contribuyen a ella con su trabajo, y añaden a sus ganancias como propietarios y capitalistas otras ganancias como trabajadores, pueden consumir más porque trabajan más; pero por su calidad de no-productores no aumentan las salidas de los objetos creados por los productores.

     �Designa usted a los funcionarios públicos, a los militares, y a los censualistas del Estado? Tampoco éstos por su cualidad de no-productores favorecen o promueven las salidas. Estoy lejos de disputar la legitimidad de los emolumentos que reciben; pero no puedo creer que los contribuyentes se tomasen mucho cuidado por su dinero, si no les prestasen auxilio los recaudadores de contribuciones, pues el uso que harían de estos fondos sería satisfacer con más amplitud sus necesidades, o emplearlos de un modo reproductivo. En ambos casos se gastaría el dinero, y promovería la venta de cualesquier productos iguales en valor a los que compran ahora aquellos a quienes llama usted consumidores improductivos. Convenga usted pues en que se promueve la venta, no a causa de los consumidores improductivos, sino a causa de la producción de los que suministran para su gasto; y que aun cuando llegasen a desaparecer (lo que Dios no quiera) los consumidores improductivos, no se cerrarían las salidas por valor de un maravedí.

     Tampoco entiendo con qué fundamento decide usted (pág. 356) que no puede continuarse la producción, si el valor de las mercancías paga poco más trabajo que el que han costado. De ningún modo es necesario que el producto valga más que sus gastos de producción, para que los productores se hallen en estado de continuar. Cuando se empieza una empresa con un capital de cien mil francos, basta que el producto que sale de ella valga cien mil francos, para que pueda empezar de nuevo sus operaciones. �Y dónde están, dice usted, las ganancias de los productores? Todo el capital sirvió para pagarlas(252); y el precio que con él se pagó, formó las rentas de todos los productores. Si el producto que resultó vale solamente cien mil francos, ahí tiene usted repuesto el capital, y pagados todos los productores(253).

     No temo pues dar más fuerza que usted mismo a su objeción, expresándola así: �Aunque cada una de las mercancías pueda haber costado en su producción la misma cantidad de trabajo y de capital, y puedan equivaler una a otra, sin embargo pueden llegar a ser las dos tan abundantes que no puedan comprar más trabajo que el que han costado. En este caso �podría continuarse la producción? No hay duda en que NO.�

     �No? �Y por qué? �Por qué unos arrendadores y fabricantes que produjesen juntos por valor de sesenta francos en trigo y en telas, los que según he demostrado, podrían comprar toda esta cantidad de mercancía, suficiente para sus necesidades, no habían de poder empezar de nuevo después de haberla comprado y consumido? Tendrían las mismas tierras, los mismos capitales y la misma industria que antes; se hallarían precisamente en el mismo punto en que estaban al empezar; habrían vivido, y mantenídose con sus rentas, con la venta de sus servicios productivos. �Qué más se necesita para la conservación de la sociedad? Todo lo explica este gran fenómeno de la producción, analizado y expuesto según su verdadera naturaleza.

     En vista del temor que manifiesta usted de que los productos de la sociedad no excedan en cantidad a los que ésta puede y quiere consumir, es natural que se asuste al ver aumentarse sus capitales por medio del ahorro; porque los capitales que aspiran a emplearse, proporcionan un aumento de productos, y nuevos medios de acumulación, de donde nacen nuevas producciones; en fin, me parece que usted teme que nos veamos agobiados con un hacinamiento de riquezas; pero yo le confieso que por lo que a mí toca estoy bien libre de este temor.

     �Era propio de usted reproducir aquí las preocupaciones vulgares contra los que no gastan sus rentas en objetos de lujo? Conviene usted pág. 351) en que no puede haber ningún aumento permanente de riqueza sin que preceda un aumento de capital: conviene usted (pág. 352) en que los trabajadores son consumidores del mismo modo que los consumidores ociosos; y sin embargo teme que si no se cesa de acumular, no pueda consumirse la cantidad siempre creciente de las mercancías producidas por estos nuevos trabajadores (pág. 353).

     Es necesario destruir los vanos terrores de usted; pero ante todas cosas permítaseme hacer sobre el objeto de la economía política moderna una reflexión que podrá guiarnos en el camino que seguimos.

     �En que nos distinguimos nosotros de los economistas de la escuela de Quesnay? En el esmero con que observamos el encadenamiento de los hechos que tienen relación con las riquezas, y en la rigurosa exactitud a que nos sujetamos en su descripción. Para ver y describir con acierto, es necesario permanecer cuanto se pueda, en la clase le espectador impasible, sin que yo quiera decir con esto que no podamos y aún debamos gemir algunas veces al ver esas grandes operaciones de fatales consecuencias, de que somos con demasiada frecuencia tristes testigos que en nada pueden remediarlas; porque al historiador filántropo no le están prohibidas las dolorosas reflexiones a que suelen dar motivo las iniquidades de la política. Pero las comparaciones, las ocurrencias del ingenio y los consejos no son de la inspección de la historia y me atrevo a decir que tampoco lo son de la economía política. Nuestra obligación con respecto al público está reducida a decirle cómo y por qué tal o tal hecho son consecuencia de otro. Bástale aprobar o tener la consecuencia: ya sabe a qué atenerse, y no necesita de exhortaciones.

     Así, me parece que ni yo debería predicar el ahorro, siguiendo a Adam Smith, ni usted elogiar la disipación, siguiendo a milord Lauderdale. Limitémonos pues a notar cómo se suceden y encadenan las cosas en la acumulación de los capitales.

     Yo observo desde luego que la mayor parte de las acumulaciones son lentas por necesidad. Todos los hombres, por más rentas que tengan, han de vivir antes de amontonar, y lo que llamo aquí vida, es tanto más costoso cuanto mayores son las riquezas que se poseen. En la mayor parte de casos y de profesiones, la manutención de una familia y su establecimiento absorben la totalidad de las rentas, y muchas veces la de los capitales; y cuando anualmente se hacen ahorros, están casi siempre, en una proporción muy corta con los capitales actualmente empleados. El empresario que tiene cien mil francos y una industria, suele ganar, por un término medio, de doce a quince mil francos. Pues con este capital, y con una industria que vale otro tanto, esto es, con bienes que llegan a doscientos mil francos, es económico el empresario si no gasta más que diez mil: con que no ahorra anualmente más que cinco mil francos, o la vigésima parte de su capital.

     Si se dividen estos bienes, como sucede con mucha frecuencia, entre personas que suministran una la industria y otra el capital, es mucho menor el ahorro, porque entonces en vez de una familia han de vivir dos con las ganancias reunidas del capital y de la industria(254). De todos modos sólo puede haber ahorros considerables cuando hay grandes bienes, y éstos son raros en todo país. Así que no pueden aumentarse los capitales con una rapidez capaz de producir trastornos en la industria.

     Yo no puedo temer como usted �que un país esté siempre expuesto a un acrecentamiento más rápido del fondo destinado a la manutención de la clase laboriosa, que al de esta misma clase� (pág. 357); ni me asusta el enorme incremento de productos que puede resultar de un aumento de capital que por su naturaleza se ejecuta con tanta lentitud. Al contrario, veo que estos nuevos capitales y las rentas que se obtienen con ellos, se distribuyen del modo más favorable entre los productores. Desde luego el capitalista, aumentando su capital, ve que se aumenta su renta: lo que le excita a gozar de más comodidades y placeres. El capital aumentado dentro del año compra el año siguiente algunos más servicios productivos. Siendo más pedidos estos servicios, se pagan algo más; y es mayor el número de industriosos que encuentran en qué emplear sus facultades, y reciben la debida recompensa. Trabajan, y consumen improductivamente los productos de su trabajo; de suerte que si hay más productos creados en virtud de este aumento de capital, hay también más productos consumidos. �Y qué es esto sino un aumento de prosperidad?

     Dice usted (páginas 352 y 360) que si los ahorros no tienen otro objeto que el de aumentar los capitales, y si los capitalistas no aumentan sus goces aumentando su renta, no tienen motivo suficiente para ahorrar; porque los hombres no ahorran únicamente por filantropía y por el deseo de que prospere la industria. Verdad es. Pero �qué es lo que quiere usted inferir de aquí? Si ahorran, digo que promueven la industria y la producción, y que este aumento de productos se distribuye de un modo muy favorable al público. Si no ahorran, nada puedo yo hacer en esto; pero no debe usted inferir de aquí que sea ventajoso a los productores, pues lo que hubieran ahorrado los capitalistas, se habría gastado del mismo modo; y gastándolo improductivamente, no se hizo un gasto mayor. Por lo tocante a los valores acumulados sin que se consuman reproductivamente, como las sumas amontonadas en las arcas del avaro, ni Smith, ni yo, ni nadie defenderá estas acumulaciones; pero nos asustan muy poco; lo primero, porque son de corta entidad, comparadas con los capitales productivos de una nación; y lo segundo, porque nunca se hace más que suspender su consumo. Ningún tesoro ha dejado de gastarse por último de un modo productivo o improductivo.

     No sé por qué razón mira usted los gastos reproductivos, esto es, los que se hacen para abrir canales, para levantar casas de labor, construir máquinas, y pagar artistas y artesanos, como menos favorables a los productores que los gastos improductivos, o los que no tienen otro objeto que la satisfacción personal del pródigo. Y mientras los cultivadores, dice usted (pág. 363) están dispuestos a consumir los objetos de lujo creados por los fabricantes, y los fabricantes los objetos de lujo creados por los cultivadores, todo va bien. Pero si una y otra clase estuviesen dispuestas a economizar con la mira de mejorar su suerte y de atender al establecimiento de sus familias, ya esto sería muy distinto (lo que parece significa que todo iría mal). El arrendador en vez de propasarse a usar de cintas, encajes y terciopelos, se contentaría con los vestidos más sencillos; pero su economía privaría al fabricante de la posibilidad de comprar una cantidad tan grande de sus productos, y él dejaría de hallar salidas para los productos de una tierra mucho más abonada y cultivada. Si el fabricante por su lado, en vez de regalarse con azúcar, uvas(255), tabaco &c, quisiese ahorrar para lo sucesivo, no podría conseguirlo, gracias a la parsimonia del arrendador, y a la falta de pedido de los productos de las fábricas.�

     Y un poco más adelante (pág. 365): �La población necesaria para suministrar vestidos a semejante sociedad con el auxilio de las máquinas, se reduciría a muy poco, y no absorbería más que una corta porción del sobrante de un territorio rico y bien cultivado. Habría evidentemente una falta general de pedido, ya sea de productos, ya de población; y siendo cierto que una pasión conveniente por el consumo (improductivo) conservaría una justa proporción entre la oferta y el pedido, no lo parece menos que la pasión por el ahorro debe conducir inevitablemente a una producción de mercancías que excedería a lo que la organización y los hábitos de semejante sociedad le permitiesen consumir.�

     Llega usted a preguntar (y esta pregunta se dirige a mí) �qué sería de las mercancías, si estuviese suspensa, aunque no fuese más que por seis meses, toda especie de consumo, a excepción del pan y del agua(256)?

     En este pasaje y en el anterior sienta usted también implícitamente como un hecho, que un producto ahorrado se substrae de toda especie de consumo; al mismo tiempo que en todas estas discusiones, en todos les escritos que usted impugna, en los de Adam Smith, en los de M. Ricardo, en los míos, y aún en los de usted(257), se establece que un producto ahorrado es un valor que se substrae de un consumo improductivo para agregarle al capital, esto es, a los valores que se consumen o que se hacen consumir reproductivamente. �Qué sería de las mercancías, si estuviese suspensa por seis meses toda especie de consumo, a excepción del pan y del agua? Lo que sucedería es que se venderían por un valor igualmente grande; porque al fin lo que así se añadiese a la suma de los capitales, serviría para comprar carne, cerveza, vestidos, camisas, zapatos y muebles a la clase de los productores a quienes darían ocupación las sumas ahorradas. �Pero si todos se redujesen a alimentarse con pan y agua, por no emplear sus ahorros? ...�Así supone usted que convendrían los hombres en sujetarse a un ayuno extravagante por capricho y sin ningún designio!

     �Qué respondería usted al que pusiera en el número de los trastornos que pueden ocurrir en la sociedad, el caso de que viniese a caer la luna sobre la tierra?... Ello no es físicamente imposible, pues bastaría que el encuentro de un cometa suspendiese, o que sólo debilitase el curso de este astro en su órbita. Sin embargo, me parece que no dejaría usted de tener la pregunta por un si es no es impertinente, y por lo que a mí toca, confieso que no le faltaría razón.

     Convengo en que no es un método reprobado por la filosofía el de apurar los principios, deduciendo de ellos hasta las consecuencias más extremadas, para exagerar y descubrir sus errores; pero esta exageración misma es un error, cuando la naturaleza de las cosas presenta por sí sola obstáculos cada vez mayores al exceso que se supone, y hace así inadmisible la suposición. Opone usted a todos los que piensan como Adam Smith que el ahorro es un bien, los inconvenientes de un ahorro excesivo; pero aquí el exceso lleva consigo el remedio, porque donde abundan demasiado los capitales, no basta el corto interés que sacan de ellos los capitalistas, para contrapesar las privaciones que se imponen con sus ahorros. Es difícil poner el dinero a ganancias, y se acude para ella a los países extranjeros, además de que el simple curso de la naturaleza deja sin efecto muchas acumulaciones. Gran parte de las que se verifican en las familias acomodadas, paran en el momento en que se trata de atender al establecimiento de los hijos. Hallándose reducidas por estas circunstancias las rentas de los padres, les faltan medios de acumular, al mismo tiempo que pierden parte de los motivos que tenían para hacerlo. Cesan muchos ahorros a consecuencia de fallecimientos. Divídese una herencia entre herederos y legatarios, que no estando en la misma situación en que se hallaba el difunto, suelen disipar una porción de la misma herencia en vez de aumentarla. La parte correspondiente al fisco se disipa sin ningún género de duda, porque el Estado no la emplea reproductivamente. La prodigalidad, la impericia de muchos particulares que pierden parte de sus capitales en empresas mal meditadas, necesitan contrapesarse con los ahorros de otros muchos. Todo contribuye a convencernos de que así en lo relativo a las acumulaciones como en todas las demás cosas, hay mucho menos peligro en dejar expedito su curso natural que en querer darles una dirección forzada.

     Dice usted (pág. 495.) que en ciertos casos es contrario a los principios de una buena economía política aconsejar el ahorro. Repito que una buena economía política aconseja poco. Muestra lo que un capital juiciosamente empleado añade al poder de la industria, así como una buena agricultura enseña lo que un riego bien dirigido añade al poder del suelo. Por lo demás deja en manos de los hombres las verdades que demuestra, y a ellos toca aplicarlas según la inteligencia y capacidad de cada uno.

     Lo único que se pide a un hombre tan ilustrado como usted, es que no propague el error popular de que la prodigalidad es más favorable a los productores que el ahorro(258)

. �Demasiada inclinación tenemos a sacrificar lo futuro a lo presente! Al contrario, el principio de toda mejora es el sacrificio que se hace de las tentaciones actuales al bienestar futuro. Este es el fundamento de toda virtud, no menos que de toda riqueza. El hombre que pierde su reputación violando un depósito; el que arruina su salud, por no haber podido resistir a sus deseos; y el que gasta hoy los medios que tiene para ganar mañana, no conocen la economía: por lo cual se ha dicho con mucha razón que el vicio no es, si bien se mira, más que un cálculo errado.



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Carta tercera.

Por qué vienen a salir ahora muchas mercancías más caras que el precio a que se pueden vender?

     Muy señor mio. Hemos discurrido bajo la hipótesis de una libertad indefinida que permitiese a una nación promover y adelantar todo género de producciones hasta el punto que le agradase; y creo haber probado que si llegase a realizarse la hipótesis, podría esta nación comprar todo lo que produjese. De esta facultad y del deseo natural que tiene el hombre de mejorar más y más su suerte, resultaría infaliblemente una multiplicación infinita de individuos y de goces.

     Pero no es así. Por una parte la naturaleza, por otra los vicios del orden social, han fijado límites a esta facultad indefinida de producir, y volviéndonos a poner en el mundo real el examen de estos obstáculos, servirá de prueba a la doctrina establecida en mi tratado de Economía política, de que los obstáculos que se oponen a la producción son los únicos que impiden la salida o la venta de los productos.

     No tengo la presunción de poder señalar todos estos obstáculos. Muchos se descubrirán sin duda al paso que la economía política vaya haciendo nuevos progresos, y otros quizá no se descubrirá jamas; pero se pueden ya observar algunos muy poderosos, tanto en el orden natural como en el político.

     En el orden natural, la producción de los géneros alimenticios tiene unos límites fijados con más rigor que la producción de los géneros que nos sirven para vestirnos y amueblar nuestras habitaciones. Al mismo tiempo que los hombres necesitan mucha mayor cantidad, así en peso como en valor, de productos alimenticios, que de todos los demás juntos, no se pueden traer estos productos desde muy lejos porque son difíciles de transportar, y su conservación ocasiona muchos gastos. En cuanto a los que pueden prevalecer en el territorio de una nación, tienen límites que pueden sin duda ensancharse(259), perfeccionando la agricultura, y empleando mayores capitales en las operaciones agrícolas; pero es necesario que se fijen en alguna parte. Arthur Young cree que apenas produce la Francia la mitad de los géneros alimenticios que es capaz de producir(260). Suponga usted que tiene razón Arthur Young, y suponga también que con una agricultura más perfecta cogiese la Francia doble cantidad de productos rurales sin tener más agricultores(261). Entonces tendría cuarenta y cinco millones de habitantes que podrían dedicarse a cualquiera otra ocupación, diferente de las labores agrícolas. Sus productos manufacturados hallarían más salidas que ahora entre las gentes del campo, porque la agricultura sería más productiva, y el sobrante hallaría también salidas en la misma población fabril. Nadie estaría peor mantenido que lo está ahora: tendrían todos generalmente mejor provisión de objetos manufacturados, mejores casas, más muebles, vestidos más finos y objetos de utilidad, de instrucción y recreo que están ahora reservados a un cortísimo número de personas. Lo demás de la población es todavía grosero y bárbaro.

     Sin embargo, al paso que se aumentase la clase fabril, se buscarían más los géneros alimenticios, y serían más caros con relación a los objetos manufacturados. Estos darían ganancias y salarios más reducidos que disminuirían su producción; y así se comprende cómo los límites que pone la naturaleza a las producciones agrícolas, servirían también para ponerlos a los productos manufacturados. Pero este efecto, como todo lo que sucede naturalmente, y por la fuerza de las cosas, se iría preparando muy de antemano, y traería menos inconvenientes que cualquiera otra combinación posible.

     Conviniendo en este límite, fijado por la naturaleza misma a la producción de los alimentos, e indirectamente a la de todos los demás productos, se puede preguntar cómo es que algunos países muy industriosos, por ejemplo la Inglaterra, donde abundan los capitales y son fáciles las comunicaciones, se hallan embarazados en la salida de sus mercancías mucho antes de que sus productos agrícolas hayan llegado al término del cual no pueden pasar. Preciso es que haya en ellos algún vicio, y que adolezcan de algún mal oculto.... Puede ser que haya muchos, y que se vayan descubriendo sucesivamente; pero yo advierto ya uno, que es inmenso, funesto, y digno de la más seria atención.

     Si en cada empresa comercial, fabril o agrícola interviniese un comisionado del fisco, que sin aumentar el mérito del producto, su utilidad, la cualidad que hace que se desee y se compre, aumentase sin embargo sus gastos de producción, �qué resultarla de aquí? El precio que se da a un producto, aun cuando hay medios para adquirirle(262), depende del placer que se espera de él, y de la utilidad que puede acarrear. Al paso que sube de precio, deja de valer para muchas personas el gasto que ocasiona, y disminuye el número de sus compradores.

     Además, no aumentando el impuesto las ganancias de ningún productor, sino el precio de todos los productos, no bastan las rentas de los productores para comprar los productos, desde el punto en que se encarecen por una circunstancia como la que acabo de indicar.

     Representémonos este efecto por medio de números a fin de seguirle hasta en sus consecuencias más remotas. Bien merece que se trate de él, si puede indicarnos una de las principales causas del mal que amenaza a todos los países industriosos del globo. La Inglaterra advierte ya con sus angustias a las demás naciones los tormentos que les están reservados, los cuales serán mucho más crueles por razón de que un temperamento robusto excita a todas ellas más o menos a dar una extensión grandísima a la industria: de donde resultarán efectos muy felices, si no se le comprime, y horrorosas convulsiones en el caso contrario.

     Si el empresario, productor de una pieza de tela, al mismo tiempo que distribuye entre él y sus comproductores una suma de treinta francos por los servicios productivos que concurrieron a la confección de la pieza, se ve obligado a pagar además seis francos al comisionado del fisco, será necesario que deje de fabricar telas, o que venda la pieza a treinta y seis francos(263). Pero costando la pieza treinta y seis francos, los productores que todos juntos no percibieron por ella más que treinta, no pueden ya comprar sino las cinco sextas partes de la misma pieza que antes podían comprar por entero; el que compraba una vara, no podrá ya consumir más que cinco sextas partes; y así de los demás.

     El productor de trigo, que por su parte paga a otro recaudador una contribución de seis francos por un costal que cuesta treinta de servicios productivos, se ve obligado a vender su costal a treinta y seis francos en lugar de treinta: de donde resulta que así los productores de trigo como los de telas, ya sea que necesiten telas o trigo, no podrán adquirir con las ganancias que obtuvieron más que las cinco sextas partes de sus productos.

     Verificándose este efecto en dos productos recíprocamente, puede verificarse por punto general en todos los demás. Podemos suponer, sin variar el estado de la cuestión, que los productores, cualquiera que sea la producción a que están dedicados, necesitan sucesivamente bebidas, géneros equinocciales, viviendas, diversiones, objetos de lujo o de necesidad: y siempre hallarán estos productos más caros que el precio a que pueden pagarlos con sus rentas actuales, según el orden que tengan entre los productores. En la hipótesis que nos sirve de ejemplo habrá siempre una sexta parte de productos que quedarán por vender.

     Es verdad que los seis francos cobrados por el recaudador van a parar a manos de alguno; y que las personas representadas por aquel (funcionarios públicos, militares, o censualistas del Estado) pueden emplear este dinero en adquirir la sexta parte restante del costal de trigo, de la pieza de tela o de cualquier otro producto. En efecto, esto es lo que sucede. Pero note usted que este consumo es un gravamen de los productores; y que si el recaudador o sus comitentes consumen una sexta parte de los productos, obligan así a los productores a alimentarse, a vestirse, y en fin a vivir con las cinco sextas partes de lo que producen.

     Se convendrá en esto; pero al mismo tiempo se dirá que cada cual puede vivir con las cinco sextas partes de lo que produce. Yo convendré en ello si se quiere; pero también preguntaré si el productor viviría con igual comodidad cuando en vez de una sexta parte, fuesen a pedirle dos o el tercio de su producción. -No, pero aun así viviría-Muy bien! En tal caso, vuelvo a preguntar si viviría aun cuando se le arrebatasen hoy las dos terceras partes...mañana las tres cuartas partes.... �Pero qué se ha de responder a esto?

     Ahora me parece que será fácil comprehender mi respuesta a las objeciones más fuertes de usted, y a las de Mr. de Sismondi. Si basta crear nuevos productos, dicen ustedes, para poder consumirlos o cambiarlos por los que sobran, y facilitar de este modo salidas a unos y a otros, por qué no se crean? �Faltan capitales? Muy al contrario, los hay con abundancia; y se buscan empresas en que emplearlos ventajosamente. Es claro que no las hay, dice usted (pág. 499) que todos los géneros de comercio están ya obstruidos con las sumas de los capitales y con el número de los trabajadores, y que todos estos ofrecen sus productos a menos precio, dice Mr. de Sismondi(264).

     Yo no pretendo que el dedicarse a las artes útiles sea todavía una ocupación ruinosa; pero convengan ustedes en que si algún día llegase a serlo, el efecto sería el mismo de que ustedes se quejan. Para comprar los productos que sobran, sería necesario crear otros productos; pero si la suerte de los productores fuese demasiado escasa, si después de emplear medios de producción suficientes para producir un buey, hallasen que no habían producido más que un carnero; y si mediante el cambio de este carnero por cualquiera otro producto, no se pudiese obtener mayor cantidad de utilidad que la que se encuentra en un carnero �quién querría producir con tal desventaja? Los que se hubiesen dedicado a la producción, habrían hecho mal negocio, anticipando fondos que no podrían reembolsarse con la utilidad de su producto, y cualquiera que incurriese en la necedad de crear otro producto capaz de comprar aquel, tendría que luchar con los mismos inconvenientes, y se hallaría en el mismo embarazo. El provecho que podría sacar de su producto, no le indemnizaría de los gastos que le hubiese causado, ni valdría más lo que pudiese comprar con este producto. No pudiendo entonces el obrero vivir con su trabajo, habría de ser mantenido a expensas del público(265); y no pudiendo tampoco el empresario vivir con sus ganancias, abandonaría su industria. Compraría rentas, o se iría a país extranjero para mejorar de suerte por medio de un trabajo lucrativo, o lo que es exactamente igual de una producción que traiga consigo menos gastos(266). Si encontrase allí nuevos inconvenientes buscaría otro teatro para ejercer sus talentos; y se vería que las naciones se convidaban voluntariamente unas a otras con sus capitales y con sus trabajadores, esto es, con lo que basta para promover hasta el más alto grado la prosperidad de las sociedades humanas, cuando conocen sus verdaderos intereses y los medios de hacer que prevalezcan.

     No me mezclaré en dar a entender los rasgos de esta pintura que convienen al país de usted o a otro cualquiera; pero lo dejo al examen de usted y al de todos los hombres de buena fe, de los que tienen buena intenciones, y quieren fundar su reposo en el bienestar de la parte interesante, laboriosa y útil de la especie humana.

     �Por qué los salvajes del nuevo mundo, cuya precaria subsistencia estriba en la casualidad de que se acierte o se yerre el tiro de una flecha, no quieren construir aldeas, cercar terrenos ni cultivarlos? Porque este género de vida exige un trabajo demasiado continuo y penoso. Pero hacen mal, y yerran el cálculo; porque las privaciones a que están sujetos son mucho peores que las incomodidades que les causaría la vida social bien entendida. Mas si esta vida social fuese una gatera en que reinando con todas sus fuerzas diez y seis horas cada día no lograrán producir más que un pedazo de pan insuficiente para mantenerlos, tendrían ciertamente disculpa, si no gustasen de la vida social. Todo lo que hace más penosa la situación del productor, del hombre esencial de las sociedades, conspira a destruir el principio que da vida al cuerpo social; a hacer que un pueblo civilizado presente el aspecto de un pueblo salvaje, a disponer las cosas de modo que se produzca menos y se consuma menos; y a acabar con la civilización, que es tanto mayor cuanto más se produce y se consume. En muchos pasajes observa usted que el hombre es indolente por naturaleza, y que le conoce mal cualquiera que �suponga que querrá consumir siempre todo lo que sea capaz de producir (pág. 503)�. Usted tiene razón, pero no digo yo otra cosa cuando afirmo que la utilidad de los productos no equivale a los servicios productivos siempre que es necesario pagarlos a costa de éstos.

     Parece que usted mismo convino en esta verdad, cuando dijo en otra ocasión (pág. 342): �Un impuesto puede acabar con la producción de una mercancía si no hay en la sociedad quien consienta en darle un precio correspondiente a las nuevas dificultades de su producción.� La mercancía lleva hasta el cabo del mundo el vicio interno de valer menos que los gastos de producción que ha causado. En todas partes saldrá tan cara que no valga lo que cuesta, porque en todas partes habrá que pagarla con servicios productivos iguales a los que costó.

     Hay otra consideración que tampoco debe despreciarse, y es que los gastos de producción no se aumentan solamente con la multitud de derechos y con la carestía de todas las cosas, sino también con los usos que resultan de un orden político vicioso. Si los progresos del lujo y de los grandes emolumentos, si la facilidad de obtener ganancias ilegítimas por medio del favor, en los suministros y en las operaciones de la hacienda nacional, obligan al fabricante, al comerciante, al verdadero productor, a reclamar para mantenerse en la sociedad como les corresponde, unas utilidades que no guarden proporción con los servicios que emplean en crear sus productos, entonces estos abusos contribuyen a aumentar por otras causas los gastos de producción, y por consiguiente los precios de los productos, haciendo que excedan a su utilidad real. Con esto se limita más el consumo, y para adquirirlos es necesario emplear demasiados servicios productivos en la creación de otro producto, y hacer unos gastos de producción demasiado considerables. �Infiera usted de aquí el mal que se hace fomentando los dispendios inútiles, y multiplicando los consumidores improductivos!

     Lo que prueba en cuánto grado son los gastos de producción para el obstáculo real que se opone a la venta, es el pronto despacho de los objetos que se dan baratos a consecuencia de un método expedito para producirlos. Si bajan una cuarta parte de precio, se aumenta en un duplo la cantidad que se puede vender de ellos, porque se adquieren entonces con menos trabajo, con menos gastos de producción. Cuando por efecto del sistema continental era necesario pagar por la libra de azúcar cinco francos destinados a la producción de este género, o a la de cualquiera otra mercancía que se cambiaba por azúcar, la Francia no podía comprar más de catorce millones de libras(267). Ahora que el azúcar está más barato, consumimos ochenta millones de libras al año, que viene a salir a tres libras por persona. En Cuba, donde el azúcar está todavía más barato, cada persona libre consume más de treinta libras(268).

     Determinémonos pues a convenir en una verdad cuya fuerza no podemos eludir. Imponer contribuciones exorbitantes, ya sea con la anuencia de una representación nacional o sin ella, o con una representación de farsa (que para el caso viene a ser lo mismo) es aumentar los gastos de producción, sin aumentar la utilidad de los productos, ni la satisfacción que puede sacar de ellos el consumidor: es imponer una multa a la producción, A LO QUE DA EXISTENCIA A LA SOCIEDAD. Y como entre los productores hay unos que están en mejor disposición que otros para hacer que recaiga sobre sus comproductores la carga que resulta de ciertas circunstancias, son éstas más gravosas a unas clases que a otras. Muchas veces puede un capitalista sacar su capital del uso a que le tiene destinado, y dedicarle a otro. El empresario de una industria suele tener bastantes bienes para suspender sus trabajos por algún tiempo. Por eso, mientras que el capitalista y el empresario son dueños de dar la ley, el obrero se ve obligado a trabajar constantemente y a cualquier precio, aun cuando la producción no le dé lo necesario para vivir. De este modo sucede que los gastos excesivos de producción reducen a muchas clases de ciertas naciones a no consumir sino lo más indispensable para su subsistencia, y a las últimas clases a perecer de necesidad. Y segundo usted mismo(269) �no es este el medio más funesto y más bárbaro de reducir el número de los hombres(270)?

     Aquí se presenta una objeción, que acaso es la más fuerte, porque se funda en un ejemplo bastante plausible. En los Estados-Unidos tiene pocas trabas la producción, son ligeros los impuestos, y sin embargo hay allí un sobrante de mercancías, como lo hay en otras partes, y el comercio no encuentra salidas. �Estas dificultades, dice usted(271), no pueden atribuirse al cultivo de malas tierras obstáculos que encuentre la industria ni al exceso de los impuestos. Luego para que se aumenten las riquezas se necesita todavía alguna cosa además de la facultad de producir.�

     �Y creería usted que según mi opinión es esta facultad del producir la que falta todavía, a lo menos en la actualidad, a los Estados-Unidos, para que los americanos puedan disponer ventajosamente de los productos que les sobran de su comercio?

     La feliz situación de aquel pueblo, que durante una larga guerra ha gozado casi siempre las ventajas de la neutralidad, ha hecho que sus capitales se hayan empleado con demasiada actividad en el comercio exterior y marítimo. Los americanos son emprendedores y navegan a poca costa; han introducido en los viajes largos, maniobras rápidas que los abrevian, disminuyen su coste, y equivalen a las invenciones que en las artes contribuyen a economizar los gastos de producción: en fin los americanos se han apropiado todo el comercio marítimo que no han podido hacer los ingleses; han sido por espacio de muchos años los agentes de todas las potencias continentales de Europa y de lo restante del mundo; y aun han obtenido más ventajas que los ingleses donde quiera que se han presentado en concurrencia con ellos, como en la China.

     �Qué es lo que ha resultado de aquí? una abundancia excesiva de aquellos productos que proporciona la industria comercial y marítima; y cuando después vino la paz general a dejar expedita la navegación, los navíos franceses y holandeses se lanzaron con una especie de furor en la carrera que acababa de abrírseles. Ignorando el estado en que se hallaban las naciones de ultramar, su agricultura, sus artes, su población, y sus recursos para comprar y consumir, libres ya los comerciantes de una larga opresión, llevaron a todas partes gran abundancia de productos del continente de Europa, presumiendo que los desearían con ansia los demás países del globo, por haber estado tanto tiempo privados de ellos.

     Mas para poder comprar este suplemento extraordinario, hubiera sido al mismo tiempo indispensable que aquellos otros países hubiesen podido crear al instante productos extraordinarios, porque vuelvo a decir que no está la dificultad en consumir mercancías de Europa en Nueva-York, en Baltimore, en la Habana, en Río-Janeiro, o en Buenos-Aires. En todas estas partes se consumirían con mucho gusto, si pudiesen pagarse. Pero los europeos pedían en pago algodones, tabacos, azúcar y arroz, cuyo precio se aumentaba con este pedido y como por más caras que estuviesen estas mercancías, incluso el dinero que es también una mercancía como cualquiera otra era necesario tomarlas, o volverse sin ser pagado, sucedía que escaseando en los países en que se producían, venían a ser más abundantes en Europa, y han acabado por abundar en tales términos que ya no pueden venderse con ventaja, a pesar de que el consumo de Europa se ha aumentado mucho después de la paz, de donde han resultado retornos con pérdida. Mas supongamos por un instante que los productos agrícolas y manufácturados de la América del norte y del sur hubieran llegado de repente a ser muy considerables cuando se hizo la paz: entonces, siendo sus poblaciones más numerosas y productivas, habrían comprado fácilmente todo lo que les hubiesen llevado los europeos, y habrían recibido éstos a precios cómodos retornos variados.

     En cuanto a los Estados-Unidos, no dudo que sucederá así, cuando puedan añadir a los objetos de cambio que nos suministra su comercio marítimo(272), mayor cantidad de sus productos agrícolas(273), y quizá tamsaliento que resulta de los gastos de producción multiplicados con exceso, los desórdenes que semejantes gastos originan en la producción, distribución y consumo de los valores producidos, desórdenes que llevan frecuentemente al mercado cantidades superiores a las que se necesitan, alejando las que podrían venderse, y cuyo precio emplearían los vendedores en comprar las primeras. Algunos productores procuran resarcir con la cantidad de lo que producen, una parte del valor que les arrebata el fisco. Hay también ciertos servicios productivos que se pueden substraer de la codicia de los agentes del fisco, como sucede muchas veces con el servicio de los capitales, puesto que es muy frecuente que estos continúen rindiendo los mismos intereses al paso que las tierras, las casas y el trabajo personal se hallan muy recargados. El obrero que con dificultad puede aumentar a su familia, suele compensar con un trabajo excesivo el precio ínfimo que se le paga por su obra. �No trastornan estas causas el orden natural de la producción, obligando a producir en ciertos ramos más de lo se produciría si se consultasen únicamente las necesidades de los consumidores? No todos los objetos de nuestros consumos nos son necesarios en el mismo grado. Antes de reducirá la mitad el consumo de trigo, se reduce a una cuarta parte el de carne y a nada el de azúcar. Hay capitales fijados de tal modo en ciertas empresas, y particularmente en las fábricas, que muchas veces consienten los empresarios en perder sus intereses y en sacrificar las ganancias de su industria, y continúan trabajando únicamente por sostener la empresa hasta otra época más favorable, y por no perder su fondo: otras veces temen verse privados de obreros excelentes que tendrían que dispersarse a causa de la suspensión del trabajo; y en algunas circunstancias basta la sola humanidad de los empresarios para continuar una fabricación que excede a las necesidades del consumo. De aquí se originan desórdenes en el curso de la producción y de los consumos; desórdenes más graves que los que nacen de la barrera de las aduanas y de la vicisitud de las estaciones. De aquí resultan producciones inconsideradas, recursos a medios ruinosos, y trastornos en el comercio.

     Observaré al mismo tiempo que aunque el mal sea grande, puede parecer todavía mayor de lo que es. Las mercancías que superabundan en los mercados del universo pueden asombrar por su masa y aterrar el comercio por la desestimación con que se venden, sin ser a pesar de eso más que una parte muy pequeña de las mercancías hechas y consumidas en cada género. No hay almacén que no quedase vacío en poco tiempo, si en todos los lugares del mundo llegase a cesar simultáneamente toda especie de producción de la mercancía que contiene. Se ha observado además que el más leve exceso de los envíos con respecto a las necesidades basta para alterar considerablemente los precios. En el Espectador de Adisson (núm. 200) se hace la observación de que cuando la cosecha de granos excede en una décima parte a su consumo ordinario, baja su precio una mitad. Dalrymple hace una observación análoga(274). No se debe pues extrañar que se represente muchas veces un pequeño sobrante como una superabundancia excesiva.

     Esta superabundancia, como ya he advertido, depende también de la ignorancia de los productores o de los comerciantes acerca de la naturaleza y extensión de las necesidades en los lugares a donde se envían mercancías. En estos últimos años se han hecho muchas especulaciones arriesgadas, porque había muchas relaciones nuevas y desconocidas entre diferentes naciones. En todas partes faltaban los datos que deben tenerse presentes para calcular con acierto; pero de que muchas operaciones se hayan ejecutado mal �se sigue que fuese imposible ejecutarlas bien, con mejores instrucciones? Me atrevo a pronosticar que al paso que vayan antiguando las nuevas relaciones, y se aprecien mejor las necesidades recíprocas, cesará en todas partes el entorpecimiento del comercio, y se establecerán relaciones de una utilidad mutua y constante.

     Pero al mismo tiempo conviene minorar gradualmente y en cuanto lo permitan las circunstancias de cada Estado, los inconvenientes generales y permanentes que nacen de una producción demasiado costosa. Es necesario persuadirse bien de que con tanta mayor facilidad venderemos nuestros productos, cuanto mayor sea la ganancia que tengan los demás hombres; que sólo hay un medio de ganar, y es el de producir, ya sea con el trabajo propio, o por medio de los capitales y tierras que se poseen; que los consumidores improductivos no son más que unos hombres substituidos a los consumidores productivos; que cuanto mayor es el número de los productores, tanto más se aumenta el de los consumidores, y que por la misma razón, todas las naciones tienen interés en que las demás prosperen, y en facilitar sus comunicaciones recíprocas, porque toda dificultad equivale a un aumento de gasto.

     Tal es la doctrina establecida en mis escritos, y me parece que hasta ahora nadie ha debilitado su fuerza. Si he tomado la pluma para defenderla, no es porque sea mía (pues al lado de tan grandes intereses �qué importa el miserable amor propio que nos mueve a desear la victoria en las contiendas literarias?) sino porque es eminentemente social, porque muestra a los hombres el manantial de los verdaderos bienes, y les advierte el peligro que hay en agotarle. No son menos útiles las consecuencias de esta doctrina, en cuanto nos enseñan que los capitales y las tierras, no son productivos, si no llegan a ser propiedades respetadas; que aun el pobre está interesado en defender la propiedad del rico, y que lo está por consiguiente en la conservación del buen orden, porque una subversión que nunca podría darle más que un despojo momentáneo, le privaría de una renta constante. Cuando se estudia la economía política como merece estudiarse, y cuando se llega a descubrir en el discurso de este estudio que las verdades más útiles estriban en los principios más ciertos, nada excita tanto nuestro interés como el hacer accesibles estos principios a toda clase de personas. No aumentemos las dificultades que naturalmente les ocurren, sirviéndonos de abstracciones inútiles; no incurramos en la ridiculez de los economistas del siglo XVIII, perdiendo el tiempo en interminables discusiones sobre el producto neto de las tierras; describamos el modo con que suceden los hechos; presentemos con claridad la cadena que los une; y entonces adquirirán nuestros escritos grande utilidad práctica, y el público tendrá motivo para estar verdaderamente agradecido a los escritores que como usted poseía tantos medios de ilustrarle.



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Carta cuarta.

Qué ventajas saca la sociedad del uso de las máquinas, y en general de los medios que abrevian la ejecución de los productos.

     Muy señor mio. He buscado en los Principios de economía política escritos por usted, lo que podía fijar las opiniones del público acerca de las máquinas, y con respecto a los métodos fáciles y expeditos que abrevian el trabajo en las artes, y multiplican los productos sin aumentar los gastos de producción. Deseaba hallar en esta obra aquellos principios fijos, aquellas formas rigurosas de raciocinio que convencen de un modo irresistible, y a que acostumbró usted al pueblo en su Ensayo sobre la población; pero hay gran diferencia entre estos dos escritos.

     Me parece (y disimule usted que me sirva algunas veces de esta fórmula después de haber leído sus demostraciones), me parece que toda la ventaja que reconoce usted en las máquinas, y generalmente en los medios expeditos de producir, se reduce a la de multiplicar los productos en tales términos, que aun cuando haya bajado su valor venal, exceda la suma de su total valor a lo que era antes de la mejora inventada(275). La ventaja de que usted habla es incontestable, y ya se había observado que el valor total de las mercancías de algodón, como también el número de los obreros ocupados en esta industria, se habían aumentado singularmente desde la introducción de los métodos inventados para abreviar la confección de los productos. Se había hecho una observación análoga con respecto a la imprenta, que destinada a multiplicar los libros, ocupa actualmente, sin contar los autores, mucho mayor número de industriosos que cuando se copiaban los libros, y que en suma vale mucho más que cuando éstos estaban más caros.

     Pero ésta no es más que una ventaja, aunque muy real, entre las muchas, que han sacado las naciones del uso de las máquinas; y sólo tiene relación con ciertos productos cuyo consumo podía extenderse bastante para contrapesar la disminución de su precio; al paso que en la introducción de las máquinas hay una ventaja común a todos los métodos económicos y expeditos en general: ventaja que se notaria, aun cuando el consumo del producto fuese de tal naturaleza que no pudiese adquirir la menor extensión; en fin, ventaja que debería apreciarse, rigurosamente en unos principios de economía política. Sírvase usted perdonarme, si para darme a entender, no veo precisado a insistir en algunas nociones elementales.

     Las máquinas, y las herramientas o instrumentos son unos productos que inmediatamente después de su producción entran en la clase de los capitales, y se emplean en confeccionar otros productos. La única diferencia que hay entre máquinas e instrumentos es que las primeras son unos instrumentos complicados, y los instrumentos son unas máquinas muy sencillas. Como no hay instrumentos ni máquinas que produzcan fuerza, debemos considerarlos también como medios de transmitir una acción o una fuerza viva de que disponemos nosotros, a un objeto que ha de ser modificado por ellos. Así, un martillo es un instrumento por cuyo medio empleamos la fuerza muscular de un hombre para adelgazar, en ciertos casos, una lámina de oro; y los martinetes de una herrería son igualmente unos instrumentos por cuyo medio empleamos una presa o una cascada en adelgazar barras de hierro.

     El uso de una fuerza gratuita que nos suministra la naturaleza, no quita a una máquina su calidad de instrumento. El peso multiplicado por la velocidad, que forma la potencia del martillo de un batihoja, es igualmente una potencia física de la naturaleza que el peso del agua que cae de una montaña.

     �Y qué es toda nuestra industria sino un uso más o menos acertado de las leyes de la naturaleza? Obedeciendo a la naturaleza, dice Bácon, se aprende a mandarla. �Qué diferencia encuentra usted entre las agujas de hacer media y un telar destinado al mismo objeto, sino que éste es un instrumento más complicado y, de una acción más poderosa que las agujas, pero que por lo demás emplea con mayor o menor ventaja las propiedades del metal y la potencia de la palanca para fabricar aquella parte del vestido con que nos cubrimos los pies y las piernas?

     Redúcese pues la cuestión, a saber si le es ventajoso al hombre añadir al extremo de los dedos un instrumento más poderoso, capaz de hacer mucha más obra, o de hacerla mejor; o si le convendrá servirse de un instrumento grosero e imperfecto, con el cual trabaje peor, y de un modo más lento y penoso. Creería agraviar al recto juicio de usted y al de nuestros lectores, si dudase un momento sobre el partido que se debe preferir.

     La perfección de nuestros instrumentos está enlazada con la perfección de nuestra especie: y ella es la que forma la diferencia que se advierte entre nosotros y los salvajes de los mares australes que tienen hachas de pedernal, y agujas de coser hechas con espinas de pescado. A nadie que escriba de economía política le es ya permitido querer limitar la introducción de los medios que la casualidad o un genio inventor pongan en nuestras manos. No es una razón para esto la de conservar más trabajo a nuestros obreros; pues el que pensase así, se expondría a que se empleasen sus raciocinios en probar que retrocediendo en vez de adelantar en la carrera de la civilización, deberíamos renunciar sucesivamente el beneficio de los descubrimientos que ya hemos hecho, y procurar la imperfección de nuestras artes para multiplicar las incomodidades y disminuir los placeres de la vida.

     Sin duda alguna hay inconvenientes en pasar de un orden de cosas a otro y aunque sea de un orden imperfecto a otro mejor. �Qué hombre de juicio querría destruir de un golpe las trabas con que está sujeta la industria, y las aduanas que ponen una barrera entre las naciones, a pesar de lo perjudiciales que son para su prosperidad? En estos casos no deben las personas instruidas presentar motivos para alejar y proscribir toda especie de innovación con pretexto de los inconvenientes que acarrea; sino apreciar estos inconvenientes, e indicar los medios practicables para evitarlos en cuanto sea posible o para disminuirlos, a fin de que se consigan las mejoras que son de desear.

     El inconveniente que hay en esto es una traslación de renta, que cuando es repentina, se hace más o menos penosa a la clase que sufre una disminución en la suya. La substitución de las máquinas disminuye (algunas veces, pero no siempre) la renta de la clase cuyo fondo consiste en facultades corporales y manuales, para aumentar la renta de la clase cuyo fondo consiste en facultades intelectuales y en capitales. En otros términos, como las máquinas que abrevian el trabajo son por lo común más complicadas, exigen capitales más considerables, y de consiguiente obligan al empresario que se vale de ellas a comprar mayor cantidad de lo que hemos llamado servicios productivos de los capitales, y menor cantidad de lo que llamamos servicios productivos de los obreros. Exigiendo tal vez al mismo tiempo en su dirección general y particular más combinaciones y una serie y continuación de operaciones más considerables, piden también mayor cantidad de aquella especie de servicios productivos que forman la renta de los empresarios. Una hilandería de algodón, con torno común, como las que había en muchas casas particulares de Normandía, apenas merece el nombre de empresa, al paso que una hilandería de algodón por mayor es una empresa de gran consideración.

     Pero el efecto más importante, aunque acaso el menos conocido, que resulta del uso de las máquinas, y en general de todo método que abrevia el trabajo, es el aumento de renta que da a los consumidores de sus productos, aumento que no cuesta nada a nadie, y que merece alguna explicación.

     Si moliésemos nosotros el trigo como le molían los pueblos antiguos, esto es, a fuerza de brazos, me parece que se necesitarían veinte hombres para moler la harina que puede molerse con un par de piedras en nuestros molinos. Trabajando constantemente estos veinte hombres en las cercanías de París, costarían cuarenta francos diarios;



y a razón de trescientos días de trabajo al año y costarían anualmente... 12, 000. francos.
     Puede regularse que la máquina y las piedras costarían veinte mil francos, cuyo interés anual sería de...

1,000. francos
     Es probable que no se presentaría ningún empresario para semejante empresa, a no producirle anualmente unos...

3,000. francos.
     Así pues, la harina que con un par de piedras pudiera obtenerse por este medio en un año, vendría a costar... --------------------------------

16, 000. francos.

     En lugar de esto puede hallar hoy un molinero quien le arriende un molino de una vuelta, por... -------------------------------

2, 000. francos.

     Paga al mozo del molino... 1, 000. francos.
     Suponiendo que el molinero gane con su industria y trabajo.... 3, 000. francos.

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     Puede molerse la misma cantidad de harina por... 6, 000. francos.

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en lugar de los diez y seis mil que habría costado, si todavía siguiésemos el método de los antiguos.

     Así es que se puede alimentar la misma población, supuesto que el molino, no disminuye la cantidad de la harina molida: las ganancias que obtiene la sociedad bastan también para pagar los nuevos productos, porque una vez que hay seis mil francos de gastos de producción pagados, hay seis mil francos de ganancias adquiridas; y la sociedad goza la ventaja esencial de que los hombres que la componen, cualesquiera que sean sus medios de existencia o sus rentas, ya que sea vivan con el producto de su trabajo, de sus capitales, o de sus tierras, reducen la parte de su gasto destinada a pagar la elaboración de la harina, en la proporción de diez y seis a seis, o sea en cinco octavos. El que gastaba ocho francos al año por razón de su alimento, no gasta más de tres: lo que equivale exactamente a un aumento de renta porque los cinco francos ahorrados en este objeto, pudieron emplearse en cualquiera otro. Si se hubiera logrado un método igualmente perfecto para todos los productos en que empleamos nuestras rentas, estas habrían recibido en efecto un aumento de cinco octavos, y el hombre que gana tres mil francos, ya sea haciendo harina o de cualquiera otro modo, sería realmente tan rico como si tuviese ocho y no se hubiesen hallado todavía los métodos con que se han perfeccionado nuestras artes.

     No reflexionó en esto M. de Sismondi, cuando escribió el pasaje siguiente: �siempre que el pedido para el consumo, dice(276), excede a los medios que tiene la población para producir, cualquier nuevo descubrimiento en la mecánica o en las artes es un beneficio para la sociedad, porque da medios para satisfacer necesidades que existen. Al contrario siempre que la producción es suficiente para el consumo, todo descubrimiento semejante es una calamidad, pues sólo añade a los goces de los consumidores el satisfacerlos a menos costa, al mismo tiempo que acaba con la vida de los productores. Cosa odiosa sería comparar la ventaja de la baratura con la de la existencia.�

     Claro está que M. de Sismondi no aprecia suficientemente la ventaja de la baratura, ni echa de ver que lo que se gasta de menos en un producto, se puede gastar de más en otros, empezando por los más indispensables.

     Hasta ahora no se puede descubrir ningún inconveniente en la invención de los molinos harineros; y se advierte la ventaja de una diminución en el precio del producto, que equivale a un aumento de renta para todos los que hacen uso de él.

     Pero se dice que este aumento de renta que se proporciona a los consumidores, sale de las ganancias de que se priva a los diez y nueve infelices, a quienes el molino dejó sin ocupación. Esto es lo que yo niego; porque los diez y nueve trabajadores quedan con su fondo de facultades industriales, con la misma fuerza, la misma capacidad, los mismos medios de trabajar que tenían antes. El molino no los obliga a quedarse sin ocupación, sino solamente a elegir otra. Hay muchas circunstancias que traen consigo un inconveniente igual, sin presentar la misma compensación. La moda que cesa; la guerra que obstruye una salida; el comercio que muda de rumbo, hacen cien veces más daño a la clase de los obreros, que cualquier método que se descubra.

     Supongo que se insiste, diciendo que aun en la hipótesis de que los diez y nueve obreros vacantes hallen al momento capitales para dedicarse a una nueva industria, no venderían sus productos, porque con ellos se aumentaría la masa de los productos de la sociedad, pero no la suma de sus rentas. �Pues qué! �No se tiene presente que se aumentaron las rentas de la sociedad por el hecho mismo de la producción de los diez y nueve trabajadores nuevos? El salario mismo de su trabajo es la renta que les permite adquirir el producto de su trabajo, o cambiarle por cualquiera otro producto equivalente. Este punto queda demostrado en mis cartas anteriores.

     Hablando en rigor, no hay más inconveniente que la necesidad de mudar de ocupación. Pero los progresos que se hacen en un ramo en particular, son favorables a la industria en general. El aumento de rentas que resultó a la sociedad de un ahorro en sus gastos, se emplea en otros objetos. Sólo se niega una ocupación a diez y nueve hombres que hasta entonces habían molido el trigo a brazo; y se les presentan otras cien ocupaciones nuevas, u otras cien ampliaciones de las ocupaciones antiguas. Sólo citaré en apoyo de esto el aumento que ha recibido el trabajo y la población en todos los lugares donde se han perfeccionado las artes. La costumbre que tenemos de verlos productos de las nuevas artes, no nos permite fijar la atención en ellos, �Pero cuánto asombrarían a los antiguos habitantes de Europa, si pudiesen volver a vivir entre nosotros? Figurémonos por un momento que algunos de los más ilustrados, por ejemplo, Plinio, o Arquímedes, viniesen a pasearse por una de nuestras ciudades modernas. Se creerían rodeados de milagros. La abundancia de nuestros cristales y vidrieras, la multitud y el gran tamaño de nuestros espejos, nuestros relojes de péndola y de faldriquera, la variedad de nuestros tejidos, nuestros puentes de hierro, nuestras máquinas de guerra, nuestros navíos &c. los sorprenderían lo que no es decible. Y si entrasen en nuestros talleres �qué prodigioso número de ocupaciones de que no podían tener idea! �Podrían imaginar siquiera que en Europa hay treinta mil hombres ocupados todas las noches en imprimir gacetas que se leen por la mañana mientras se toma café, té, chocolate u otras cosas tan nuevas para ellos como los periódicos mismos? No hay que dudarlo: si las artes continúan perfeccionándose, como yo me complazco en creerlo, esto es, si producen más a menos costa, nuevos millones de hombres dentro de algunos siglos producirán cosas que excitarían en nosotros si pudiésemos resucitar entonces, una sorpresa igual a la que experimentarían Arquímedes y Plinio si volviesen a vivir ahora. Pudiera suceder muy bien que al leer las generaciones futuras los escritos en que nos proponemos investigar la verdad, se riesen del temor que nos inspira la perfección en las artes, que ellos habrán adelantado mucho más que nosotros. Por lo que toca a los obreros del país de usted, tan hábiles y tan infelices a un mismo tiempo, no sería extraño que nuestros descendientes los mirasen como a unas gentes obligadas a ganar la vida bailando en la maroma con los pies cargados de peso. Leerán en la historia que para que pudiesen continuar el baile, se proponía todos los días un nuevo plan excepto el único que hubiera sido eficaz, esto es, el de soltarles los pies. Entonces después de burlarse de nosotros, acabarán quizá por compadecernos.

     He dicho que una invención feliz en las artes podía tener inconvenientes pasajeros; pero los que acompañan a la introducción de los métodos que abrevian la ejecución de los productos, se corrigen por algunas circunstancias que en parte han sido ya observadas, y en parte no lo han sido todavía. Se ha dicho (y usted mismo mira esta circunstancia como capaz de salvar por sí sola con exceso el inconveniente) que la baratura que resulta de un método económico promueve el consumo en tanto grado que la misma producción ocupa más gente que antes, como se ha observado en el hilado y tejido del algodón: y yo añado a esto que al paso que se multiplican las máquinas y los medios de abreviar el trabajo, se dificulta más el descubrimiento de otros nuevos, sobre todo en un arte antiguo y que tiene ya sus obreros formados. Las primeras máquinas que se presentaron fueron las más sencillas, y después vinieron otras más complicadas; pero al paso que se complican, es más costoso su establecimiento, y exigen en su composición más trabajo por parte de los obreros, lo que proporciona a esta clase cierta indemnización del trabajo que pierde por el uso del nuevo método. La complicación y el mucho coste de una máquina son un obstáculo para su pronta adopción. La máquina para tundir los paños por medio de un movimiento de rotación costó en su origen de veinte y cinco a treinta mil francos. Hubo muchos fabricantes que no pudieron disponer desde luego de esta suma, y otros que estuvieron perplejos y lo están todavía acerca de la adquisición de la máquina hasta que la experiencia acredite sus ventajas. Esta lentitud en la introducción de los métodos nuevamente inventados, salva casi todos sus inconvenientes. En fin, confieso a usted que casi siempre he visto en la práctica que es mucho mayor el miedo que el mal que causan las nuevas máquinas; pero el bien que de ellas resulta es constante y durable.

     M. de Sismondi hace un cotejo de lo que sucedería en el caso de que cien mil mujeres con el auxilio de agujas de hacer media y mil obreros con un telar, fabricasen cada uno por su parte diez millones de pares de medias. Su resultado es que en este último caso los consumidores de medias no economizarían más de cincuenta céntimos o unos dos reales en cada par, y que sin embargo una fabricación que alimentaba a cien mil obreros, no podría ya sustentar más que a mil y doscientos. Pero este resultado se funda en unas suposiciones; que no son admisibles.

     Para probar que los consumidores no pagarían por las medias sino cincuenta céntimos menos, supone que los gastos de producción en el primer caso serían como sigue:



            10 millones de francos, por la compra de la primera materia;
           40 millones id. por el salario de cien mil obreros, a cuatrocientos francos cada uno.
               ---------                                                
TOTAL... 50 millones, y de ellos cuarenta distribuidos entre los obreros.


     En el segundo caso establece los gastos del modo siguiente:



           10 millones de francos para las primeras materias;
             30 millones id. por los intereses del capital fijo y las ganancias de los empresarios;
               2 millones id. por los intereses del capital circulante;
                2 millones id. por composturas y renovación de máquinas.
               1 millón id. por el salario de mil doscientos obreros.
                --------                                                              
TOTAL... 45 millones de francos, y de ellos solamente uno para los obreros, en lugar de cuarenta.


     Veo en este gasto treinta millones de francos por intereses del capital fijo, y por la ganancia de los empresarios, lo que supondría, en empresas capaces de ocupar a mil y doscientos obreros y de dar quince por ciento de sus capitales, un capital total de doscientos millones de francos, suposición extravagante por cierto.

     Un obrero no puede trabajar a un mismo tiempo en dos telares; y así se necesitarán mil telares para mil obreros. Un buen telar de medias cuesta seiscientos francos, y por consiguiente los mil costarían seiscientos mil francos. Añádase a este capital otro de igual suma por razón de los demás utensilios, talleres,&c.; y sólo tendremos necesidad de un capital de un millón y doscientos mil francos. Convenimos en que los intereses y las ganancias de los empresarios por razón de este capital sean de quince por ciento; lo cual es muy bueno, porque la industria corriente, que produjese más, sería reducida a esta cuota por la concurrencia: y así hallaremos que los intereses y las ganancias de los empresarios ascienden a ciento ochenta mil francos, en lugar de treinta millones de la misma moneda.

     Igual observación se debe hacer con respecto a los dos millones de francos para gastos de conservación y composturas; pues aun cuando en vez de componer los telares, se renovasen enteramente todos los años, no costarían más de seiscientos mil francos.

     Tampoco costaría dos millones de francos el capital circulante; porque �de qué se compone y según la hipótesis de M. de Sismondi? De la primera materia que según él asciende a diez millones de francos, y de los salarios que regula en un millón: todo ello once millones, cuyo interés a cinco por ciento importa quinientos cincuenta mil francos. Pero como en esta industria se puede concluir y vender el producto en menos de seis meses, el capital pagado por un año puede emplearse dos veces, y no costaría cada vez más que doscientos setenta y cinco mil francos, en lugar de dos millones de la misma moneda.

     Todos estos gastos reunidos no ascienden todavía más que a doce millones cincuenta y cinco mil francos, en lugar de cincuenta millones id., que admitiendo las bases de M. de Sismondi, costarían las medias hechas con aguja. Estoy lejos de creer que pudiera ser tan grande la economía, porque si el autor ha subido demasiado el capital de las máquinas, también ha atribuido a éstas una actividad excesiva, suponiendo que mil y doscientos obreros harían por medio de ellas tanto como cien mil; pero, digo que si fuera tal la economía de esta producción, la baja de precio de las medias o de cualquiera otro objeto para vestir que pudiera hacerse por el mismo estilo, promovería de tal modo su consumo que en vez de deducirse a mil y doscientos los cien mil obreros que se suponen empleados en esta industria, llegarían probablemente a doscientos mil.

     Y si el consumo de este objeto en particular no permitiese esta multiplicación excesiva de un mismo producto, se aumentaría el pedido con respecto a otros; porque es necesario tener presente que después de la introducción de las máquinas existen en la sociedad las mismas rentas, esto es, el mismo número de trabajadores, la misma suma de capitales y los mismos terrenos. Luego si en vez de destinar cincuenta millones anuales de esta masa de rentas para la fabricación de medias, no hay ya necesidad de gastar más que doce, con el auxilio de los telares, se pueden aplicar los treinta y ocho millones restantes a otros consumos, cuando no sea a la extensión del mismo.

     Esto es lo que enseñan los verdaderos principios de la ciencia económica, y lo que se halla confirmado por la experiencia. Los males que padece la población de Inglaterra, y de que se queja M. de Sismondi con el sentimiento propio de un amigo de los hombres, dependen de otras causas; dependen prácticamente de sus leyes relativas a los pobres, y como ya lo he insinuado de una masa de impuestos que hacen demasiado costosa la producción; de modo que terminados los productos, hay muy gran número de consumidores que no ganan bastante pasa poder pagar lo que es preciso pedir por ellos.



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Carta quinta.

Sobre la verdadera naturaleza de las riquezas.

     Muy señor mio. El primer objeto que debió llamar mi atención al leer los Principios de economía política que usted ha escrito, es esa grave enfermedad que aflige actualmente al género humano, no permitiéndole que pueda subsistir con sus productos; y aunque según el orden natural de las ideas, debía preceder a esta discusión otra sobre la naturaleza de las riquezas, para facilitar la inteligencia de todos los fenómenos relativos a su formación y distribución, no he creído que debía darle el primer lugar, porque parece que interesa más particularmente a los que cultivan la economía política como ciencia, y sin ningún designio de hacer aplicaciones de ella. Sin embargo, no puedo menos de decir a usted mi modo de pensar sobre este punto. Usted me autoriza para ello con la noble franqueza con que promueve las discusiones que pueden ilustrar al publico. �Es de desear, dice usted (pág. 4.), que aquellos a quienes mira el público como jueces competentes, se pongan de acuerdo acerca de las proposiciones principales.� Por lo mismo es necesario hacer los mayores esfuerzos posibles para aclararlas.

     Reprueba usted por demasiado vaga la definición que da de la riqueza milord Lauderdale, diciendo que es todo lo que desea el hombre en cuanto puede serle útil o agradable; y yo confieso que tiene usted mucha razón. Busco pues la definición que cree usted deber substituirse a aquella, y encuentro que da usted el nombre de riquezas a todos los objetos materiales que son necesarios, útiles o agradables al hombre (pág. 28). La única diferencia que advierto entre estas dos definiciones, consiste en la palabra material que añade usted a la de milord Lauderdale, y si he de decir lo que siento, me parece que esta palabra es diametralmente opuesta a la verdad.

     Usted puede presentir las razones que tengo para pensar así. El gran descubrimiento de la economía política, y el que la hace eternamente apreciable, es el haber mostrado que no hay cosa alguna con que no se puedan crear riquezas. Ya desde este punto ha podido saber el hombre cómo debía manejarse para adquirir estos medios felices de satisfacer sus deseos. Pero, según he advertido en otra ocasión, no está en la mano del hombre añadir un átomo a la masa de las materias de que se compone el mundo. Si crea riqueza, la riqueza no es materia: no hay medio: el hombre, con el auxilio de sus capitales y tierras no puede hacer más que variar las combinaciones de la materia para darle utilidad; pero la utilidad es una cualidad inmaterial.

     Además de esto, me temo que la definición de usted no comprende el carácter esencial de la riqueza. Permítaseme hacer algunas explicaciones en prueba de mi modo de pensar.

     Adam Smith observó, como observan todos, que un vaso de agua, que podía ser una cosa muy precio cuando hay sed, no era una riqueza. Sin embargo, es un objeto material; es necesario, útil o agradable al hombre. En él se encuentran todas las condiciones de la definición de usted y no es riqueza; o a lo menos no es la que forma el objeto de nuestros estudios y la materia del libro de usted. �Y qué le falta para esto? Tener un valor.

     Hay pues cosas que son riquezas naturales muy preciosas para el hombre, pero que no son de la inspección de la economía política; la cual no puede aumentarlas ni consumirlas, porque no están sujetas a sus leyes. Un vaso de agua lo está a las leyes de la física: el afecto de nuestros amigos, la reputación que tenemos entre las gentes, dependen de las leyes de la moral, y nada tienen que ver con las de la economía política. �Cuales son pues las riquezas de que debe tratar esta ciencia? Las que son susceptibles de creación y de destrucción, de más y de menos; y este más y este menos no son otra cosa que un valor.

     Usted mismo se ve obligado a confesarlo así en varios lugares de su obra. Dice usted (pág. 340): �parece pues que la riqueza de una nación depende, en parte, de la cantidad de los productos obtenidos con su trabajo (depende de ella en el todo); y en parte, de la atención en adaptar su trabajo a las necesidades y a los medios de la población, con el objeto de dar valor a sus productos.� En la página siguiente se explica usted aún con mayor claridad, pues profundizando más la cuestión, confiesa que �es evidente que en el estado actual de las cosas puede considerarse el valor de las mercancías... como la única causa de la existencia de la riqueza.� Siendo esto así �es posible que falte en la definición de usted una condición tan esencial como el valor?.

     Pero no basta esto: y sería muy imperfecta la idea que formásemos de la naturaleza de las riquezas, si no llegáramos a fijar la simplificación de la palabra valor. �Nos basta, para poseer grandes riquezas, hacer una muy subida de los bienes que poseemos? Si he mandado construir una casa que me parece sumamente cómoda y agradable, y se me antoja valuarla en cien mil francos �tendré realmente una riqueza de cien mil francos por razón de esta casa? Recibimos un presente de una persona a quien apreciarnos mucho: este presente les inestimable en nuestro concepto: �se sigue de aquí que nos haga inmensamente ricos? Cierto es que no lo cree usted así. Luego para que un valor sea riqueza, es necesario que sea un valor reconocido, no por el poseedor, sino por otra persona. �Y qué prueba irrecusable se puede dar de que un valor es reconocido, sino la de que para adquirirle consienten otros hombres en dar en cambio de él cierta cantidad de otras cosas dotadas de valor? Si a pesar de haber valuado yo mi casa en cien mil francos, me es imposible hallar quien me de por ella más de cincuenta mil, no puedo decir que vale cien mil francos, sino que su valor es realmente de cincuenta mil, y que no me da más riqueza que la de esta suma, y la de todo lo que se puede adquirir con ella.

     Por eso Adam Smith(277), inmediatamente después de haber observado que hay dos especies de valores, y de haber llamado (con bastante impropiedad, a mi parecer) al uno valor usual, y al otro valor permutable, abandona completamente el primero, y sólo trata en todo el discurso de su obra del valor permutable. Esto mismo ha hecho usted(278): esto mismo hizo M. Ricardo: esto es lo que yo he hecho, y lo que han hecho todos; porque no hay otro valor en la economía política; porque sólo él está sujeto a leyes fijas; y porque sólo él se forma, se distribuye, y se destruye por reglas invariables que pueden ser objeto del un estudio científico. Por una consecuencia necesaria, siendo el precio de todas las cosas su valor permutable estimado en moneda, no hay en la economía política sino precios corrientes; y lo que Smith llama precio natural, nada tiene que sea más natural que cualquiera otra cosa, pues está reducido a los gastos de producción, o al precio corriente de los servicios productivos.

     No disimularé que tiene usted en M. Ricardo un poderoso y respetable auxiliar. Este autor era contrario al dictamen de usted en la cuestión de la salida de las mercancías; y ahora hace causa común con usted en la cuestión de los valores; pero a pesar de las relaciones íntimas que me unen con él y del aprecio recíproco que nos profesamos, no he tenido inconveniente en impugnar sus razones(279); porque la pasión que nos domina a los dos y a usted también sin duda alguna, es el amor del bien público y de la verdad.

     He aquí las palabras de M. Ricardo �El valor se diferencia, esencialmente de las riquezas; porque el valor no depende de la abundancia de las cosas necesarias o agradables, sino de la dificultad o de la facilidad de su producción. El trabajo fabril de un millón de personas producirá siempre el mismo valor mas no producirá siempre la misma riqueza. Con máquinas más perfectas, con mayor ejercicio de la destreza individual, con mejor división del trabajo, y con nuevas salidas de que resulten cambios más ventajosos, puede un millón de personas producir doble u triple cantidad de cosas necesarias o agradables que las que produciría hallándose en otra situación social; y sin embargo nada añadirá a la suma de los valores(280).�

     Este argumento, fundado en hechos incontestables, parece que es perfectamente conforme a la idea de usted. Tratase de saber cómo estos hechos confirman, en vez de debilitar la doctrina de los valores, la cual establece que las riquezas se componen del valor de las cosas que se poseen, reservando esta palabra valor para los únicos valores reconocidos y permutables.

     En efecto �qué cosa es el valor sino aquella cualidad susceptible de aprecio, susceptible de más y de menos, que reside en las cosas que poseemos? Esta cualidad es la que nos permite obtener, en cambio de las cosas que tenemos, aquellas de que necesitamos: y es tanto más grande este valor, cuanto mayor es la cantidad que con las cosas que tenemos, se puede obtener de las que deseamos. Así, cuando tengo necesidad de cambiar el caballo que poseo por el trigo que me hace falta, esto es, cuando me conviene vender mi caballo para comprar trigo, si mi caballo vale seiscientos francos, tengo doble valor que emplear en trigo que si solo valiese trescientos: tendré doble cantidad de fanegas de trigo, y al mismo tiempo será doble mayor esta porción de mi riqueza. Pudiendo aplicarse generalmente el mismo raciocinio a todo lo que poseo, se sigue que nuestra riqueza se mide por el valor de las cosas que poseemos: consecuencia, que no puede negarse con ninguna apariencia de razón.

     Tampoco puede usted negar por su parte que dice Ricardo, que somos más ricos, cuando tenemos más cosas agradables y necesarias que consumir, cualquiera que sea por otra parte su valor. Convengo en ello �pero no es tener más cosas que consumir, el tener la facultad de adquirirlas en mayor cantidad? Poseer más riquezas es tener en la mano la facultad de comprar mayor cantidad de cosas útiles, mayor cantidad de utilidad, entendiendo esta expresión a todo lo que nos es necesario o agradable. En nada se opone esta proposición a lo que se encuentra conforme a la verdad, en la definición que Ricardo y usted dan de la riqueza. Ustedes dicen que la riqueza está en la cantidad de las cosas necesarias agradables que se poseen: y yo digo lo mismo; pero, como estas palabras cantidad de cosas necesarias o agradables tienen una significación vaga y arbitraria que no puede entrar en una definición exacta, las fijo yo por la idea de su valor permutable. Entonces la limitación de la idea de utilidad consiste en ser igual a cualquiera otra utilidad que los demás hombres consienten en dar en cambio de la que poseemos. Entonces hay ecuación: sé puede comparar un valor, con otro por medio de un tercero: un costal de trigo es una riqueza igual a una pieza de tela, cuando una y otra se pueden cambiar por una cantidad igual de escudos. He aquí lo que puede servir de base a las comparaciones; lo que permite medir un alimento o una disminución; en una palabra, he aquí las bases de una ciencia. Sin esto no hay economía política: esta consideración la ha sacado, por decirlo así, del país de los sueños, y es tan esencial que usted mismo sin querer le rinde homenaje, pues apenas hace raciocinio en que no esté expresa o sobrentendida. De lo contrario, hubiera usted contribuido a atrasar la ciencia en vez de enriquecerla con verdades nuevas.

     Al mismo tiempo que la definición de usted y la de M. Ricardo carecen de precisión, les falta también la extensión conveniente, porque no abrazan la totalidad de lo que constituye nuestras riquezas. �Habrían de reducirse éstas a los objetos materiales necesarios o agradables? �Pues qué concepto forma usted de nuestros talentos? �No son unos fondos productivos? �No nos dan rentas más o menos grandes, así como es mayor la renta que nos da una tierra buena que una fanega de tierra cubierta de maleza? Yo conozco artistas hábiles que sin más renta que la que sacan de su talento, viven con opulencia: y según la opinión de usted, no serían más ricos que un pintor de brocha gorda.

     No puede usted negarlo: todo lo que tiene un valor permutable forma parte de nuestras riquezas, las cuales se componen esencialmente de los fondos productivos que poseemos. Estos fondos consisten en tierras, en capitales, o en facultades personales. De estos fondos, unos son enajenables y no consumibles, como las tierras; otros enajenables y consumibles, como los capitales; otros en fin, inalienables, pero consumibles, como los talentos que perecen con los que los poseen. De estos fondos salen todas las rentas con que vive la sociedad: y aunque parezca una paradoja, es muy cierto que todas estas rentas son inmateriales, puesto que se derivan todas de una cualidad inmaterial, que es la utilidad. Las diferentes utilidades que salen de nuestros fondos productivos, se comparan entre sí por medio de su valor, al cual no necesitó llamar permutable, porque en la economía política no reconozco valor alguno que no sea de esta naturaleza.

     En cuanto a la dificultad que propone M. Ricardo, sobre que valiéndose de mejores métodos puede un millón de personas producir doble o triple cantidad de riquezas, sin producir más valores, queda enteramente desvanecida, cuando se considera la producción como un cambio en que se dan los servicios productivos del trabajo propio de la tierra y de los capitales para obtener productos y es cierto que no debe considerarse de otro modo. Por medio de estos servicios productivos adquirimos todos los productos que hay en el mundo; y he aquí, para decirlo de paso, lo que da valor a los productos; porque después de haberlos adquirido a título oneroso, no se pueden dar de balde. Y así, puesto que nuestros primeros bienes son los fondos productivos que poseemos, y que nuestras primeras rentas son los servicios productivos que dimanan de ellos, somos tanto más ricos, o tienen tanto más valor nuestros servicios productivos, cuanto mayor es la cantidad de cosas útiles que obtienen en el cambio llamado producción. Y al mismo tiempo, como la mayor cantidad de cosas útiles y su mayor baratura son expresiones perfectamente sinónimas, los productores son más ricos, cuando los productos son más abundantes y menos caros. Digo los productores en general, porque la concurrencia los obliga a dar los productos por lo que les cuestan; de manera que cuando los productores de trigo o de telas consiguen, por medio de unos mismos servicios productivos, producir doble cantidad de trigo o de tela, todos los demás productores pueden comprar doble cantidad de trigo o de tela con igual cantidad de servicios productivos, o, lo que es lo mismo, con los productos que sacan de ellos.

     Esta es la serie y encadenamiento de principios, sin cuyo auxilio sostengo que es imposible explicar las más graves dificultades de la economía política, y en especial, cómo es posible que una nación sea más rica, cuando sus productos disminuyen en valor, aunque la riqueza sea valor. Ya ve usted que no temo reducir mis pretendidas paradojas a su más simple expresión. Las presento desnudas, y las abandono a la equidad de usted, a la de M. Ricardo, y al discernimiento del público. Pero al mismo tiempo estoy dispuesto a explicarlas, si no se entienden bien y a defenderlas con perseverancia contra todo el que las impugne injustamente.

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