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El relato se abre con un panorama explicativo de dicho fenómeno, que se explica como respuesta impetuosa de las «tribus nómadas [...] batidas por los colonos y obligadas a ceder palmo a palmo los territorios que les pertenecían. [...]». Sigue luego la referencia a la muerte del cacique Largacurá. La historia en sí comienza con un relato de la vida de un francés, el «Conde de Renaudy», que viene a instalarse en un fortín de frontera, con su mujer e hija, respecto de la que se acentúan los efectos positivos que le produce la vida al aire libre y sin convenciones, modo en que se caracteriza la vida rural. Cuando sobreviene el malón, se la llevan cautiva y sin que alcance a saberlo, matan a sus padres. El drama comienza entonces, pues el hijo del cacique Largacurá, quien la arrebató del fortín, se enamora de la joven, quien se resiste y a la vez especula con la disposición del indio. Éste se debate entre su «pasado» de «hombre rudo y primitivo» y el impulso de un amor no correspondido e imposible respecto de la joven europea vuelta criolla, a quien considera «de otra esencia». El desdichado cede ante su sentimiento liberando a la cautiva, quien al regresar y conocer la suerte de sus padres, enloquece, en un final abrupto.

 

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«Primero era una nube de polvo que aparecía en el horizonte y se acercaba; después un torbellino de acero, del que surgía un gran rumor, y por fin, una brumosa confusión de centauros desbocados que [...] entraban en las poblaciones en un vértigo de lucha, entre alaridos espantosos» (Ugarte 1933: 76).

 

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Aquí puede comprobarse nuevamente la posición de enunciación, siempre posterior al momento de cambio, en tanto se presenta el sometimiento de las poblaciones indígenas como un hecho ya alcanzado y concluido.

 

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La cursiva es mía. Nótese aquí la concepción elevada respecto de los franceses que en el fragmento se presentan como «luchadores». La ambivalencia del término resulta significativa: por un lado, remite al pasado medieval encarnado en los guerreros francos y los Cruzados, pero también, más modernamente, el epíteto se relaciona con todo el imaginario jacobino y liberal de la Revolución Francesa y de los movimientos de insurrección de 1830, 1848 y 1871.

 

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No dejan de sorprender, por ejemplo, las palabras del propio Roca dirigidas al Coronel Villegas en una carta de abril de 1883: «[...] La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las dilatadas y fértiles llanuras de las pampas y que nos tenía como oprimidos en estrechos límites, imponiéndonos vergonzosos y humillantes tributos, ha sido replegada a sus primitivos lugares allende las montañas» (Citado por Walter Delrío en «Indios amigos, salvajes o argentinos», en Nacuzzi 2002: 217).

 

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Así por ejemplo, se compara al malón con el huracán de la pampa, y se alude a los indios como «jaurías salvajes» o «grupo dantesco de centauros desgreñados». O se dice que su «melancólica actitud» está «en armonía con el paisaje», etc. Queda reforzada la animalidad (o el carácter no cultural) de la visión del indio.

 

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Para probar esta hipótesis, citaré extensamente el texto: «Pero, contra todas las previsiones, la que menos contrariada se mostraba [ante la nueva] situación [...] era René, a quien había fascinado el exotismo y las sorpresas que emanaban de la región y del medio. [...] Ahogada primero en un colegio religioso, donde todas eran prohibiciones, transplantada después a la atmósfera meticulosa de una sociedad arcaica, saltaba y se desperezaba al sol en aquella tierra libre, donde podía imponer carreras locas a su caballo, vestir a su antojo y gritar hasta enronquecer en los campos vacíos [...]. Estaba en pleno triunfo de la savia y no pensaba en saraos ni en trajes. Los ejercicios físicos a que se entregaba habían acabado por virilizar en cierto modo su naturaleza, y era una muchacha sana, llena de vida, de ojos azules y tez blanca, con un rayo de sol en los cabellos y un chispazo de aurora entre los labios. Así que [...] vio los preparativos de la lucha reclamó un puesto junto a su padre, armó su carabina, dio consejos útiles, sembró la confianza y se dispuso, como los demás, a defenderse» (Ugarte 1933: 80).

 

18

Remitirse a Nacuzzi 2002.

 

19

La cursiva es mía.

 

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Que, como vimos, respondían a un programa necesario para el avance y consolidación del modelo económico capitalista de la oligarquía argentina, que implicó en su última etapa la puesta en el mercado de las tierras ganadas a los indígenas, y la incorporación de las poblaciones indígenas como fuerza de trabajo (con, señala W. Delrío, deportaciones masivas desde la Patagonia, para servir de mano de obra para la zafra en el Norte, la marina, el servicio doméstico, la industria vitivinícola de Cuyo).