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El cuento plantea un conflicto surgido de amores prohibidos, que enfrenta a las generaciones de padres e hijos sobre la base de las diferencias sociales y étnicas entre los enamorados: el hijo y la hija de un estanciero de quien se dice que vive recluido en el campo y que «A Buenos Aires iba pocas veces [...] porque el viaje era largo y penoso y porque le intimidaba la vida de la que ya empezaba a ser una gran ciudad». Se dice de Jiménez, además, que «tenía ideas muy arraigadas sobre las diferencias sociales». El relato avanza con una descripción de la vida familiar, de los peones de la estancia y de los personajes. Se introduce al personaje cuyo apodo lleva el título del relato, «una india más que centenaria que había asistido a las guerras de independencia [...] [y] divertía a los peones con historias fantásticas [...] donde se mezclaban recuerdos y superstición». Al descubrir la relación del hijo con la mucama alemana (oriunda de Santa Fe), el padre echa a la joven pero la misma noche, el hijo escapa con ella hacia Buenos Aires. Las afirmaciones de la Lechuza comienzan a «inquietar» a los indios pues habla de una maldición cuyo origen está en Jiménez. La hija tiene peor destino pues queda embarazada hasta que confiesa a su padre su relación con uno de los indios empleados en la estancia. Jiménez lo mata, lo cual produce una rebelión que el narrador atribuye a la superstición, a raíz de la cual los peones matan al estanciero.

 

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Tomo el concepto del análisis de María Paula Irurtia (2002) quien se basa en los trabajos de Nathan Watchel. Dice Irurtia que la dimensión mágica constituye un aspecto de la visión respecto a los cristianos: «La realidad es percibida según la visión del mundo de cada sociedad que está regida por una lógica cultural particular. Los acontecimientos novedosos que exceden esta lógica se asocian al ámbito de lo sobrenatural constituyendo un esfuerzo de racionalización que intenta comprender la presencia de lo extraño» (Nacuzzi 2002: 275). Irurtia sostiene que mientras en las fuentes del siglo XVIII no se registran características mágicas asociadas a los españoles, en las de fines del XIX, en cambio, «aparecen con mayor frecuencia menciones al carácter sobrenatural de los 'cristianos' y de los objetos asociados a ellos». Según ella, la interpretación mágica también está asociada a la desconfianza hacia los «cristianos» sobre los territorios indígenas y el robo de sus riquezas.

 

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«Cuando en una reunión de gentes primitivas cae una chispa de miedo a lo sobrenatural, todo se incendia. El escalofrío cunde, la imaginación se desborda y cada cual cree ver y sentir lo que se ha contado. [...] Esto engendra nuevas supersticiones y de fantaseo en fantaseo se crea una atmósfera de maravilloso que acaba por enloquecer a todos» (23).

 

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En este sentido sostiene el narrador que «Ambos gozaban de una situación intermedia entre el criado y el pariente pobre. Se les consideraba lo suficiente para conversar con ellos, pero no se borraban las distancias, y más de una vez la voz autoritaria de Jiménez les recordó su esclavitud» (Ugarte 1933: 12).

 

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Me baso aquí en el análisis de Beatriz Sarlo (1988), y en los datos que la autora consigna basándose en los trabajos de Jorge Sábato. Señala Sarlo que después de 1900, los procesos de modernización agraria eran evidentes y profundos. El presente del cuento de Ugarte, entonces, remite seguramente a la década de 1890 -teniendo en cuenta el mecanismo de retrospección antes analizado-, momento de desarrollo del modelo económico de producción agrícolo-ganadero, de allí el énfasis puesto en la acumulación desmesurada de ganancias.

 

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Obsérvense, como prueba, estos dos comentarios del narrador: 1) «Jiménez [...] estaba tan seguro de su autoridad, tan convencido de que nadie podía resistir a sus órdenes, que no se inquietaba en lo más mínimo. Según él, Raúl y Julia eran dos chicuelos caprichosos a quienes él sabría hacer felices. Que se dejaran conducir. Lo demás corría por su cuenta» (13). 2) «La autoridad de Jiménez no podía llegar hasta el punto de detener e inmovilizar la vida» (17), a propósito de los encuentros a escondidas de Raúl y Julia con la mucama y el indio.

 

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Aparecen asimismo metáforas que asocian el retorno de la barbarie con la noche, que ensombrece y torna misteriosos a los campos.

 

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Este cuento opone a dos clases de indios, esta vez en el seno de una comunidad familiar. En realidad, se trata de un triángulo de personajes: Rosita Gutiérrez, su madre, cuyo nombre no se menciona, y su padre, Don Pedro Gutiérrez. Como se ve, la primera, lleva nombre y apellido, como cualquier muchacha criolla, mientras que su madre no lo lleva y es caracterizada, significativamente, como «india semisalvaje cuyo único defecto era la timidez». Su padre en cambio, lleva antepuesto el apelativo 'Don', y es el indio asimilado: «era un indiazo gordo, cachazudo y bonachón». La muchacha ha recibido educación que se mostró insuficiente, no por cantidad sino por incompatibilidad esencial: «y por esos baches que la educación no había podido llenar, se escapaba no sé qué vaho de insurrección y de independencia que desentonaba en aquel medio donde todo estaba reglamentado por el militar y por el cura. Rosita Gutiérrez era una niña caprichosa». La seduce el estanciero (heredero) de la zona que consigue llevársela a Buenos Aires. Es la indiecita que dio el mal paso que cede ante el enemigo de su raza, como sugiere el narrador quien además introduce comentarios que intentan analizar sociológicamente el funcionamiento de la pequeña aldea. Cuando regresa al pueblo con el joven estanciero, no está casada. El cuento se cierra con la alusión al saqueo de la estancia por indios malhechores, a la cabeza de los cuales «la querida de Salterain había reconocido a su madre».

 

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La cursiva es mía.

 

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Por eso se dice de esta india que «A veces sentía nostalgia por su pasado... La vida nómada y accidentada de la tribu guerrera donde vivió sus primeros años se le aparecía como la más feliz. Su familia había quedado allá, en las vastas extensiones que se abrían al Sur, lejos de toda población y toda ley, en medio de la pampa libre. Su alma indómita se ahogaba en la aldea pequeña, donde todo estaba sometido al capricho de algunos colonos blancos y del jefe que mandaba la guarnición. Hubiera deseado huir por los llanos salvajes calcinados por el Sol. Así es que, cuando oía alguna historia de cuatreros (1), parecía que todos sus atavismos se le salían por los ojos» (Ugarte 1933: 126).