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ArribaAbajo - XLII -

Preparativos para la marcha a las tierras de Baigorrita.- Camargo debía acompañarme.- Motivos de mi excursión a Quenque.- Coliqueo.- Recuerdo odioso de él.- Unos y otros se han valido de los indios en las guerras civiles.- En lo que consistía mi diplomacia.- En viaje rumbo al sud.- Confidencia de un espía.- El espionaje en Leubucó.- Poitaua.- El algarrobo.- Pasión de los indios por el tabaco.- Cómo hacen sus pipas.- Pitralauquen.- Baño y comida.- Mi lenguaraz Mora, su fisonomía física y moral.


Al día siguiente, me levanté con el sol y me ocupé en los preparativos de la marcha para las tierras de Baigorrita.

Le anticipé un chasqui de acuerdo con Mariano Rosas, y a las dos de la tarde mandé arrimar las tropillas.

Se ensilló en un momento. Hacía días que no andábamos a caballo y todos estaban con ganas de sacudir la pereza.

Camargo debía acompañarme. Su misión consistía en observarme de cerca, a ver qué conversaba con Baigorrita. Mi hermano Mariano, a pesar de sus protestas de adhesión y simpatía, abrigaba desconfianzas. Mi viaje lo preocupaba.   —106→   No comprendía que debiendo verlo a Baigorrita en la junta que se celebraría a los cuatro días, me incomodase en ir hasta sus tolderías.

La idea de una intriga, para hacerlo reñir con su aliado trabajaba su imaginación.

Por eso iba Camargo conmigo, con la orden terminante de asistir a todos mis parlamentos y entrevistas y el encargo de no separarse un momento de mi lado por nada, ni para nada.

Debía ser mi sombra.

Mi excursión a Quenque tenía sin embargo la explicación más plausible. Baigorrita me había convidado hacía algunos meses para que nos hiciéramos compadres. Iba pues, con los franciscanos a bautizar mi futuro ahijado y, al mismo tiempo, a conocer más el desierto, penetrando hasta donde es muy raro hallar quien haya llegado en las condiciones mías, es decir, en cumplimiento de un deber militar.

Verdad es que las desconfianzas de Mariano tenían también su razón de ser. No una vez, sino varias, diferentes administraciones, por medio de sus agentes fronterizos, han intentado sembrar la discordia entre él y Baigorrita, entre estos dos y el cacique Ramón.

El ejemplo y el recuerdo de lo que sucedió con la tribu de Coliqueo no se borra de la memoria de los indios.

La tribu de éste formaba parte de la Confederación de que antes he hablado; cuando los sucesos de Cepeda, combatió contra las armas de Buenos Aires, y cuando Pavón hizo al revés, combatió contra las armas de Urquiza.

Coliqueo es para ellos el tipo más acabado de la perfidia   —107→   y de la mala fe. Mariano Rosas me decía en una de nuestras conversaciones: «Dios no lo ha de ayudar nunca, porque traicionó a sus hermanos».

Efectivamente, Coliqueo no sólo se alzó con su tribu, sino que peleó e hizo correr sangre, para venirse a Junín junto con el regimiento 7.º de caballería de línea, que guarnecía la frontera de Córdoba; se pasó al ejército del general Mitre, que se organizaba en Rojas, meses antes de la batalla de Pavón.

Con estos antecedentes y tantos otros que podría citar, para que se vea que nuestra civilización no tiene el derecho de ser tan rígida y severa con los salvajes, puesto que no una vez sino varias, hoy los unos, mañana los otros, todos alternativamente hemos armado su brazo para que nos ayudaran a exterminarnos en reyertas fratricidas, como sucedió en Monte Caseros, Cepeda y Pavón, con estos antecedentes, decía, se comprenden y explican fácilmente las precauciones y temores de Mariano Rosas.

Así fue que al notificarme que Camargo me acompañaría, me felicité de ello y le di las gracias.

Me había propuesto hacer consistir mi diplomacia en ser franco y veraz. Me parecía un deber de conciencia y una regla imprescindible de conducta, en mi calidad de cristiano, nombre que debía procurar a toda costa dejar bien puesto. De consiguiente nada tenía que temer de la fiscalización de mi astuto agregado.

Eran las dos y media de la tarde cuando nos movimos de Leubucó, alegres y contentos, felices y esperanzados, lo mismo que al salir del Fuerte Sarmiento.

¡Es tan agradable el varonil ejercicio de correr por la   —108→   Pampa, que yo no he cruzado nunca sus vastas llanuras, sin sentir palpitar mi corazón gozoso!

Mentiría si dijese que al oír retemblar la tierra bajo los cascos de mi caballo, he echado alguna vez de menos el ruido tumultuoso de las ciudades, donde la existencia se consume enmedio de tan variados placeres.

Lo digo ingenuamente, prefiero el aire libre del desierto, su cielo, su sublime y poética soledad a estas calles encajonadas, a este hormiguero de gente atareada, a estos horizontes circunscritos que no me permiten ver el firmamento cubierto de estrellas, sin levantar la cabeza, ni gozar del espectáculo imponente de la tempestad, cuando serpentean los relámpagos luminosos y ruge el trueno.

Hacía un día hermoso.

Íbamos despacio. Las cabalgaduras habían sufrido bastante, extrañando la temperatura, el pasto y la agua; debía pensar no tanto en la vuelta a Leubucó, como en la vuelta a mi frontera.

Por otra parte, llevaba una mula aparejada, con lo poco que me había quedado para Baigorrita, y la jornada sería corta.

Saliendo de Leubucó, rumbo al sud, se entra en un arenal pesado, se cruzan algunos pequeños médanos y a poco andar se entra en el monte. A la salida de éste se encuentra la primera aguada, una lagunita con jagüeles, bordada de espadañas y de riente vegetación en sus orillas. El terreno es bajo y húmedo. Son como dos leguas de camino que fatigan los caballos como cuatro.

Descansamos un rato. Nadie nos apuraba. Allí me hizo Camargo su primer conferencia. Como hombre de mundo   —109→   siendo honroso el papel que debía hacer a mi lado, convenía ponerme en autos para que me explicase su actitud, de la que no podía prescindir, porque a su vez él25 debía ser espiado por alguien, aunque no pudiera decir26 por quién.

El espionaje recíproco está a la orden del día en la corte de Leubucó.

Varias veces, hablando allí con personas allegadas a Mariano Rosas, sobre asuntos que no eran graves, pero que podían prestarse a conjeturas y malas interpretaciones, me dijeron aquellas: «Hable despacio, señor, mire que ese que está ahí nos escucha».

¿Quién era?

Unas veces, un cristiano sucio y rotoso, que andaba por allí haciéndose el distraído; otras, un indio pobre, insignificante al parecer, que acurrucado se calentaba al sol, y a quien yo le había dirigido la palabra, sin obtener una contestación, no obstante que comprendía y hablaba bien el castellano.

De esta práctica odiosa nacen mil chismes e intriguillas, que mantienen a todos peleados, fraternizando ostensiblemente, y odiándose cordialmente en realidad.

Mediante ella, Mariano sabe cuanto pasa a su alrededor y lejos de él.

Esas numerosas visitas que recibe cotidianamente, muchas de las cuales vienen juntas del mismo toldo y lugar, son sus agentes secretos; espían a los demás, y se espían entre sí.

El cristiano o el indio más cuitado en apariencia, es su confidente, conoce sus secretos.

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De ahí venían en parte la influencia, los fueros y el favor de que disfrutaba el negro del acordión. No en vano experimentaba yo hacia él una repulsión instintiva.

Refrescadas las cabalgaduras, siguió la marcha.

El terreno se iba doblando gradualmente, cruzábamos una sucesión de medanitos, que se encumbraban por grados, divisábamos una ceja de monte, y en lontananza, hacia el SO las alturas de Poitaua, que quiere decir: Lugar desde donde se divisa, o atalaya.

Las brisas frescas de la tarde comenzaban a sentirse, galopamos un rato y entramos en el monte.

Eran chañares, espinillos y algarrobos. Estos últimos abundaban más. Es el árbol más útil que tienen los indios. Su leña es excelente para el fuego, arde como carbón de piedra; su fruta engorda y robustece los caballos como ningún pienso, les da fuerzas y bríos admirables; sirve para elaborar la espumante y soporífera chicha; para hacer patai pisándola sola, y pisándola con maíz tostado una comida agradable y nutritiva.

Los indios siempre llevan bolsitas con vainas de algarroba, y en sus marchas la chupan, lo mismo que los collas del Perú mascan la coca. Es un alimento, y un entretenimiento que reemplaza el cigarro.

A propósito de cigarro, aprovecharé este momento, Santiago amigo, para decirte que los indios aman tanto el tabaco como el aguardiente.

Prefieren el negro del Brasil a cualquier otro. Los pampas azuleros hacen este comercio, y los chilenos les llevan con el nombre de tabaco, una planta que no he podido conocer, que he fumado, y me ha hecho el mismo efecto del opio, es fuertísima.

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Todos los indios saben fumar, lo mismo que saben beber; pasaría por persona mal educada quien no supiera hacerlo.

Fuman el tabaco de tres modos: en forma de cigarro puro, en forma de cigarrillo y en pipa.

Este último modo es el que les gusta más.

No hay indio que no tenga su cachimbito.

Ellos mismos los hacen, y con bastante ingenio.

Buscan un pedazo de madera blanca como de una cuarta de largo y una pulgada de diámetro; le dan primero la forma de un paralelepípedo, enseguida le hacen una punta cilíndrica, luego un taladro y en uno de los lados un agujerito en el que colocan un dedal, con otro agujerito que coincide con el taladro.

El que quiera hacer una pipa a lo indio, ya tiene la instrucción.

Recomiendo esta clase de pipas a los aficionados al tabaco fuerte, en ellas, como que pronto las pasa la resina, casi todos los tabacos son iguales.

Los indios no fuman habitualmente sino de noche, antes de acostarse.

Cargan su pipa, se echan de barriga, se la ponen en la boca, le colocan una brasa de fuego en el recipiente y dan una fumada con toda fuerza, tragando todo el humo; enseguida otra, otra, otra del mismo modo. A la cuarta fumada les viene una especie de convulsión nauseabunda, se les cae la pipa de la boca y se quedan profundamente dormidos.

Salíamos del monte, descendiendo por un plano ligeramente   —112→   inclinado hacia una cañada. Allí íbamos a parar, haciendo noche al borde de una lagunita llamada Pitralauquen27, lo que quiere decir, laguna de los flamencos. Trae su nombre de que en aquel paraje hay siempre muchos de estos pájaros.

El sol se ponía tras de las alturas de Poitaua, y sus arreboles teñían las nubes del lejano horizonte, cuando hacíamos alto y echábamos pie a tierra.

La lagunita que tiene como cien metros de diámetro, y forma circular, estaba llena de agua. Centenares de rosados flamencos, de blancos cisnes y gansos, de pardos patos y gallaretas, se deslizaban mansamente sobre la líquida superficie.

Los indios no tienen costumbre de matar las aves acuáticas, así es que no se inquietaron por nuestra aproximación.

Campamos cerca de unos chañarcitos, se acomodaron bien las tropillas, organizando la ronda, no fueran a darnos un malón, se buscó leña y no tardó en alegrar el cuadro un hermosísimo fogón.

Los franciscanos se habían molido un poco.

Su pensamiento dominante era descansar en tanto hacían un buen asado. Como verdaderos veteranos se echaron pues sobre las blandas pajas. Mis ayudantes y yo nos dimos un baño, turbando la quietud de las aves, que se dispersaron volando en todas direcciones, y cuyos nidos saqueamos inhumanamente haciendo un acopio de huevos.

Salimos del agua, junto con las primeras estrellas; nos vestimos deprisa, porque hacía fresco, y ganando el fogón,   —113→   que a una vara de distancia quemaba, en un momento dejamos de tiritar.

At rato comíamos y Mora, mi lenguaraz, nos entretenía contándonos sus aventuras. Ya he dicho quién era en una de mis primeras cartas, y si no estoy trascordado ofrecí contar su vida.

Mora es un hombrecito como hay muchos, de regular estatura. Un observador vulgar le creería tonto, se pierde de vista. Es gaucho como pocos, astuto, resuelto y rumbeador. No hay ejemplo de que se haya perdido por los campos. En las noches más tenebrosas él marcha rectamente a donde quiere. Cuando vacila, se apea, arranca un puñado de pasto, lo prueba y sabe dónde está. Conoce los vientos por el olor. Tiene una retentiva admirable y el órgano frenológico, en que reside la memoria de las localidades muy desarrollado. Cara y lugar que vio una vez no las olvida jamás. Sólo estudiando con mucha atención su fisonomía, se descubre que tiene sangre de indio en las venas. Su padre era indio araucano, su madre chilena. Vino mocito con aquel a las tolderías de los ranqueles, formando parte de una caravana de comerciantes, se enamoró de una china, se enredó con ella, le gustó la vida y se quedó agregado a la tribu de Ramón. En Chile su padre había sido lenguaraz de un jefe fronterizo, peón y pulpero. Vivía entre los cristianos. Mora es industrioso y trabajador, tiene hijos, quiere mucho a su mujer, posee algo y saldría del desierto si pudiese arrear con cuanto tiene. ¿Pero cómo? Es empresa difícil, imposible. Mora ha estado a mi servicio unos cuantos meses, sirviéndome con decisión y fidelidad. Tiene buenos sentimientos, ideas muy racionales, conoce que la vida civilizada es mejor que la del desierto; pero ya lo he dicho, está vinculado a él hasta la muerte, por el amor, la   —114→   familia y la propiedad. Habla el castellano a la chilena, perfectamente, disminuyendo lo mismo los sustantivos que los adjetivos y los adverbios. Nunquita, me ha sucedido perderme por allicito yendo solito, es como él dirá. El araucano lo conoce bien, y es uno de los lenguaraces más inteligentes que he visto. Ser lenguaraz, es un arte difícil; porque los indios carecen de los equivalentes de ciertas expresiones nuestras. El lenguaraz no puede traducir literalmente, tiene que hacerlo libremente y para hacerlo como es debido ha de ser muy penetrante. Por ejemplo, esta frase: -Si usted tiene conciencia debe tener honor-, no puede ser vertida literalmente porque las ideas morales que implican conciencia y honor no las tienen los indios. Un buen lenguaraz, según me ha explicado Mora, diría: Si usted tiene corazón, ha detener palabra, o si usted es bueno no me ha de engañar. Por supuesto que Mora, no obstante la pintura favorable de él que he hecho, no es nene que se retrae de ir a los malones. Al contrario, va en la punta y por eso tiene con qué vivir. En unas tierras se trabaja de un modo y en otras de otro, como él me dijo, haciéndole yo cargos de que un hombre blanco, hijo de cristiano bautizado en los Ángeles, que podía ganar su vida honradamente llevara la existencia de un salteador.

Cuando Mora dejó la palabra, habiendo dicho poco más o menos lo que queda consignado en el párrafo anterior, terminábamos de comer.

Estaba helando.

Hicimos las camas alrededor del fogón, dándole los pies, puse los frailes a mi lado -los cuidaba como a las niñas de mis ojos-, y traté de dormir.

La creación estaba en calma, el silencio del desierto   —115→   no era interrumpido sino por uno que otro relincho de los caballos, o por el graznido de las aves de la laguna.

La luna se levantaba, coronando de luces el firmamento, tachonado de mustias estrellas.



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ArribaAbajo- XLIII -

Una noche eterna.- Aspecto del campo al amanecer después de la helada.- En marcha.- Encuentro con indios.- Me habían descubierto de muy lejos.- Medio que emplean los indios para conocer a la distancia si un objeto se mueve o no.- La carda.- Un monte.- Gente de Baigorrita sale a encontrarme.- Baigorrita.- Su toldo.- Conferencia y regalos.- Las botas de mis manos.- Carneada.- Una cara patibularia.


Hizo tanto frío, que ni teniendo lumbre toda la noche pude conciliar el sueño. Me di cien vueltas en la cama.

¡Qué envidia me daba oír roncar a los soldados, lejos del fogón, hechos una bola como el mataco!

Ni la helada, ni el viento, ni la lluvia, ni el polvo les incomoda a ellos.

Este mundo se vuelve puras compensaciones. Yo tenía abundantes cobijas, quien atizara el fuego toda la noche, y no podía dormir.

Ellos apenas tenían con qué taparse, y dormían como unos santos varones.

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La noche me parecía eterna.

En cuanto quiso aclarar, me levanté, puse a todo el mundo en movimiento, hice dar vuelta las tropillas para que los animales entraran en calor, hasta que llegara la hora conveniente de bajarlos a la laguna, que es cuando el sol pica un poco; mandé agrandar el fogón, se calentó agua, se pusieron unos churrascos, tomamos mate y nos desayunamos.

El campo presentaba el aspecto brillante de una superficie plateada; había helado mucho, la escarcha tenía, en los lugares donde la tierra estaba más húmeda, cuatro líneas de espesor.

Junto con el sol sopló el cierzo pampeano y comenzó a levantarse la niebla en todas direcciones.

La helada iba desapareciendo gradualmente, y los rayos solares, abriéndose paso al través del velo acuoso que pretendía interceptarlos.

El calórico, causa y efecto de todo cuanto constituye el planeta en que vivimos, disipaba el fenómeno que él mismo había originado.

Eran las ocho de la mañana, y el horizonte y el cielo estaban ya completamente despejados.

Bebieron los caballos, ensillamos, montamos, y, rumbeando al sud, tomamos el camino de Quenque, dejando a la izquierda el que conducía a las tolderías de Calfucurá

Galopamos un rato, hasta que los animales sudaron, subiendo siempre por un terreno arenoso, salpicado de arbustos; descendimos después entrando en una zona más accidentada, y, al rato, descubrimos, hacia el Oriente los   —119→   primeros toldos de la tribu de Baigorrita y algún ganado vacuno y yeguarizo.

Hice alto para no alarmar a los vigilantes y desconfiados moradores de aquellas comarcas, que veloces como el viento no tardaron en ponerse a tiro de fusil de nosotros para reconocernos.

Destaqué sobre ellos a Mora, les habló y al punto estuvieron junto con él a mi lado, saludándome y dándome la bienvenida.

Nada sabían de mi visita a Baigorrita.

Pero sabiendo que me hallaba días antes en Leubucó, habían calculado que era yo el que llegaba, afirmándolos en sus conjeturas el aire de mi marcha y el orden en que la efectuaba.

Me habían descubierto desde que se levantaron los primeros polvos en Pitralauquen. La mirada de los indios es como la de los gauchos. Descubren a inmensas distancias sin equivocarse jamás los objetos, distinguiendo perfectamente si el polvo que asoma lo levantan animales alzados o jinetes que corren.

Cuando vacilan, dudando de si el objeto se mueve o no, recurren a un medio muy sencillo para salir de dudas. Toman el cuchillo por el cabo, lo colocan perpendicularmente en la nariz y dirigen la visual por el filo, que sirve de punto de mira; y es claro que si el objeto se desvía de él, no está inmóvil, debe ser un árbol, un arbusto, una espadaña, una carda, cuyas proporciones crecen siempre en el espacio por los efectos caprichosos de la luz.

A propósito de carda, no vayas a creer Santiago amigo,   —120→   que me refiero al cardo, que no existe en la Pampa, propiamente hablando.

La carda se le parece algo, es más bien una especie de captus, crece hasta tres varas y produce unas bellotas verdes y granulentas, como la fruta mora, en la que, cuando están secas, se encuentra un gusanillo que es la crisálida del tábano.

La carda es un gran recurso en el campo. Su leña no es fuerte, pero arde admirablemente28. Es como yesca, y las bellotas cuando se queman, forman unos globulitos preciosos que parecen fuegos artificiales y distraen en sumo grado la imaginación.

Alrededor de un fogón de carda puede uno quedarse horas enteras entretenido, viendo al fuego devorar sin saciarse con pasmosa rapidez cuanta leña se le echa, brillar y desaparecer las bellotas encandescentes como juegos diamantinos.

La carda tiene otra virtud recóndita.

Cuando el caminante fatigado de cansancio y apurado por la sed, encuentra una carda frondosa se detiene al pie de ella, como el árabe en el fresco oásis. Arranca el tallo, y en el alveolo que queda entre las hojas, encuentra siempre gotas de agua cristalina, fresca y pura, que son el rocío de la noche guarecido allí contra los inclemente rayos del sol.

Conversé un momento con los recién llegados, y después que los avié con yerba, azúcar, tabaco y papel, seguí la marcha, cortando ellos para sus toldos.

Galopamos un rato y llegamos a un monte bastante tupido y abundante en árboles seculares. Las quemazones habían hecho estragos en aquellos gigantes de la vegetación.   —121→   Algunos estaban carbonizados desde el tronco hasta la copa, y al menor empuje perdían su quicio y caían deshechos en mil pedazos.

Encontré buen pasto y resolví descansar allí un rato. Aunque no lo hubiera resuelto habría tenido que hacer alto largo tiempo.

Una mula espantadiza se asustó del ruido de un calden29 medio quemado, que se vino al suelo, por arrancar un gajo para hacer fuego y calentar agua, disparó e hizo disparar las tropillas.

El tiempo que se tardó en repuntarlas bastó para tomar algunos mates.

Mudamos, y estando a medio camino de Quenque, y siendo temprano, seguí la marcha por entre el bosque, tardando como una hora en salir de él.

Caímos a un bajo, cruzamos un salitral y avistamos al mismo tiempo que las cuchillas de unos médanos lejanos, unos polvos que venían hacia nosotros.

Poco tardamos en encontrarnos.

Era gente de Baigorrita que salía a recibirme.

Hicimos alto, destacamos nuestros respectivos parlamentarios, cambiamos muchas razones y formando un solo grupo nos lanzamos al gran galope.

Otros polvos que se alzaron en la misma dirección, de los anteriores, anunciaron que Baigorrita venía ya.

Yo no podía olvidar, que conmigo iban los franciscanos y que me había comprometido a que volvieran a su Convento sanos y salvos. Veía por momentos el instante en que daban una rodada y se rompían el bautismo. Recogí   —122→   la rienda a mi caballo, acorté el galope y seguimos al trote.

Baigorrita se acercaba como con unos cincuenta jinetes. Estábamos a la altura de la casa del capitanejo Caniupan, amigo ranquelino, que había conocido en la frontera; indio manso y caballero, de los pocos que no piden cuanto sus ojos ven.

Baigorrita no anduvo con las ceremonias imponentes de Ramón, ni con los preámbulos fastidiosos de Mariano Rosas. En cuanto nos pusimos a distancia de podernos ver las caras, hicimos alto.

Se destacó solo, y yo también.

Picamos al mismo tiempo nuestros caballos, y, sin más ni más, nos dimos un apretón de manos y un abrazo, como si fuera la milésima vez que nos veíamos.

El grupo que venía y el que iba se confundieron en uno solo.

Galopábamos y conversábamos con Baigorrita, sirviéndole a él de lenguaraz, Juan de Dios San Martín, un chilenito, de quien hablaré en oportunidad, y a mí, Mora.

Baigorrita no habla en castellano, lo entiende apenas.

En media hora más de camino estuvimos en su toldo.

Allí nos esperaba alguna gente reunida.

Todos me saludaron, lo mismo que a mi gente, con respeto y cariño.

El toldo de Baigorrita no tenía nada de particular. Era más chico que el de Mariano Rosas, y estaba desmantelado.

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Entramos en él. Mi compadre no brillaba por el aseo de su casa. En su toldo había de cuanto Dios crió, muchos ratones, chinches, pulgas y algo peor.

A cada rato sorprendía yo en mi ropa algún animalito imprudente que, hambriento, buscaba sangre que chupar. Para un soldado esto no es novedad. Los tomaba y con todo disimulo los pulverizaba.

Tuvimos una conferencia larga y pesada. Mi compadre me presentó a sus principales capitanejos y a varios indios viejos, importantes por la experiencia de sus consejos.

Les regalé sobre tablas algunas bagatelas. A mi compadre le di mi revólver de seis tiros, unas camisas de crimea, calzoncillos y medias. A mi ahijado dos cóndores de oro.

Los franciscanos y mis ayudantes hicieron también sus regalitos. La recepción había sido tan sencilla y cordial que todos habían simpatizado con aquella indiada.

Después que los saludos y presentaciones oficiales pasaron, vino la conversación salpicada de dichos y agudezas.

Un indio, que por lo menos tendría sesenta años, muy jovial y chistoso, grande amigo de Pichun, el finado padre de Baigorrita, muy querido y respetado de este, viendo mis manos cubiertas con algo de que él no tenía idea, me preguntó en buen castellano:

-¿Qué es eso, che?

Eran mis gruesos guantes de castor, prenda que yo estimaba mucho, porque tengo la debilidad de cuidarme demasiado quizá las manos.

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Me vi embarazado momentáneamente para contestar.

Si decía guantes, me iba a entender tanto como si dijera matraca.

Rumeando la respuesta, le contesté:

-Son las botas de las manos.

Los ojos del indio brillaron como si hubiera hecho un descubrimiento y agregó:

-Cosa linda, guena.

Y esto diciendo me agarró las dos manos con las suyas.

Retiré una, desabroché el guante y ayudándole a tirar me lo saqué.

El indio se lo puso en el acto.

Hice lo mismo con el otro y se lo di.

También se lo puso, tenía las manos más chicas que yo, así es que le hacían el efecto de un par de manoplas, de esas que suelen verse colgadas en las vidrieras de las armerías.

El indio parecía un mono. Abría los dedos y se miraba las manos encantado.

Le dejé gozar un rato, y cuando me pareció que había estado bastante tiempo en posesión de mis guantes, se los pedí para ponérmelos.

-Ese no dando -me contestó.

La jugada no estaba en mis libros. Perder mis guantes equivalía a estropearme las manos, sin remisión.

-Te los compro -le dije, viendo que cerraba los puños como para asegurar mejor su presa.

Hizo un movimiento negativo con la cabeza.

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Metí la mano al bolsillo, saqué una libra esterlina y se la ofrecí, creyendo picar su codicia.

Tomola; pero no me dio los guantes.

-Dame las botas de las manos -le dije.

-Eso no vendiendo -me contestó, llevando a la Junta, como cristiano.

-Entonces dando la libra esterlina -le dije.

-Yo indio pobre, vos cristiano rico -repuso.

Y junto con la contestación se guardó la libra, dejándome con un palmo de narices.

Todos los circunstantes festejaron con risotadas espontáneas la treta del indio.

Mi compadre Baigorrita, me dijo: «¿Viejo diablo, eh?»

Tuve que amoldarme a las circunstancias y que declararme neófito en materia de escamoteos.

Las visitas se fueron retirando poco a poco.

Yo estaba cansado, y por ciertas razones tenía necesidad de mudarme la ropa.

Salí sin ceremonia del toldo.

Había mucha gente afuera, charlando alegremente con los de mi comitiva, al mismo tiempo que le daban un avance a una parva de algarroba. Había dos cosechadas para el invierno.

Tenían hambre.

Llamé a Juan de Dios San Martín, el chilenito, y lo mismo que si hubiera estado en la estancia del amigo más íntimo, le dije: «Dile a mi compadre que me haga carnear una res para la gente».

  —126→  

Se fue, y al punto volvió diciéndome que ya la traían.

Con efecto, un rato después, dos indios traían una vaca enlazada.

La carnearon las chinas, entregándole la mayor parte a mi gente.

El fogón estaba pronto ya.

No queriendo pernoctar en el toldo de mi compadre, campé al raso.

La tarde se acercaba.

Las chinas recogían el ganado manso, arreándolo a pie seguidas de muchos perros tan grandes como flacos, que llamaban la atención.

Las cabras y las ovejas venían mezcladas.

Llegaron a la puerta de los corrales; los perros separaron las especies, y las chinas las majadas, encerrando cada una de ellas en su respectivo corralito.

La operación se hizo con la misma facilidad con que un niño separaría de una canastilla llena de cuentas negras y blancas las que quisiera.

Cuando alguna cabra u oveja se quedaba en la majada que no le correspondía, los perros la volvían al redil.

Me avisaron que el asado estaba pronto. Acabé de mudarme, y ocupé mi puesto en la rueda del fogón.

Al sentarme vi cruzar una cara patibularia.

Parecía un indio.

¿Quién era?



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ArribaAbajo - XLIV -

Qué es la vida.- Reflexiones.- Los perros de los indios.- Recuerdos que deben tener de mi magnificencia.- Un intérprete.- Cambio de razones.- Sans façons.- Yapaí30 y Yapai.- Detalles.- En Santiago y Córdoba los pobres hacen lo mismo que los indios.- Fingimiento.- Otra vez la cara patibularia.- Averiguaciones.- Una navaja de barba mal empleada.


La vida se pasa sin sentir.

Como dice la sentencia árabe, no es más que el camino de la muerte.

Cuando menos lo esperamos nos sorprende el invierno; y recién como la cigarra imprevisora, nos apercibimos de que hemos pasado el verano cantando, sin pensar en nada.

Nuestros cabellos, con los que jugueteaba ebúrnea y afilada mano, se han puesto canos. Nadie los toca ya.

Nuestros ojos han perdido su brillo magnético. Nadie los mira.

Nuestra tez tersa y sonrosada, se ha vuelto amarillento y seco pergamino. Nadie repara en ella.

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En el corazón apenas arde una llama moribunda semejante al pálido resplandor de una lámpara sepulcral. Pero, ¡ay! ¿Quién se inflama en el tibio calor suyo?

De esperanza en esperanza, de ilusión en ilusión, de desengaño en desengaño, de decepción en decepción, de caída en caída, de percance en percance, de desvarío en desvarío, rodamos fatalmente y llegamos al borde de la tumba, cayendo en su misteriosa oscuridad para cesar de sufrir, o sufrir más.

Hemos aspirado, no hemos hecho nada por nosotros ni por la humanidad, y hemos consumido una existencia robusta, exuberante con cuya savia se han alimentado quién sabe cuántos parásitos afortunados, exclamando mil veces: En vain, alas, en vain!

Y por todo consuelo, nos contentamos con darle al mundo y a sus pompas vanas un adiós irónico, escribiendo en forma de epigrama póstumo un epitafio.


Ci-gît Piron, qui ne fût rien,
pas même académicien.



Si la vida se pasa así, de cualquier modo, con más razón se pasa cualquier noche.

La primera que dormí en Quenque, al raso, cerca del toldo de mi compadre Baigorrita, pertenece a ese género. Creo que ni recuerdos tuve.

De ella sólo puedo decir que dormí.

Mi fatigado cuerpo no sintió, ni el aire de la noche, ni la dureza del suelo, ni la famélica inquietud de los perros, que devoraban los rezagos y huesos de nuestro fogón, haciendo crujir sus afilados dientes, hasta romperlos y chupar el escondido tuétano.

  —129→  

Los indios no les dan de comer a sus perros, y sin embargo tienen muchos; en cada toldo hay una jauría.

Los pobres viven de los bichos del campo, que cazan, o como los avestruces, pescando moscas al vuelo.

El hambre les hace adquirir una destreza increíble. Mosca que zumba, por sus narices va a parar al estómago.

Los tratan con la mayor dureza; el que no está lleno de chichones tiene alguna cicatriz agusanada.

Es lo que sacan cuando se acercan a algún fogón, o cuando al carnear una res se arriman tímidamente a ella para chupar siquiera la sangre que riega el suelo.

Las chinas son las que tienen alguna compasión de ellos. Son sus compañeros inseparables. Van al monte y al agua con ellas; con ellas recogen el ganado; y al lado de ellas duermen.

A los indios no los siguen jamás.

En mi fogón se dieron una panzada que debe haber hecho época entre ellos.

A esta hora deben estar cantando con himnos caninos, y en el mismo bronco lenguaje con que ladran a la luna, por no decir adoran; la generosidad y espléndida magnificencia de unas gentes extrañas, que anduvieron por allí, con caras desconocidas, vistiendo trajes que no habían visto jamás y hablando un idioma ininteligible, aunque agradable a su oído.

Amaneció.

Nos dimos los buenos días con los franciscanos, nos levantamos, tomamos mate y nos preparamos para recibir visitas que no tardaron en llegar.

  —130→  

Mi compadre Baigorrita, se había bañado muy temprano, y descalzo y con los calzoncillos arrollados sobre la rodilla y las mangas de la camisa arremangadas, atusaba un caballo que estaba en el palenque.

Me acerqué a él, le saludé, y sin interrumpir su faena me contestó con una sonrisa afable, haciéndome decir con Juan de Dios San Martín que andaba por allí: que estuviera a gusto, que aquella era mi casa.

Le contesté dándole las gracias.

Y, pegando el último tijeretazo me invitó a pasar a su toldo.

Acepté, y entramos en él.

Tres fogones ardían.

Alrededor de ellos las chinas y las cautivas preparaban el almuerzo, que consistía en puchero y asado.

Nos sentamos quedando mi compadre enfrente de mí.

Empezaron a entrar visitas, se colocaron en dos filas Y la charla no se hizo esperar.

Eran todas personas de importancia.

No siendo Juan de Dios San Martín, bastante buen lenguaraz, mandaron llamar otro cristiano, hombre de la entera confianza de Baigorrita.

Era necesario que todos los circunstantes se enterasen perfectamente bien de mis razones.

Vino Juancito, que así se llamaba el perito, y se colocó entre mi compadre y yo, dando la espalda a la entrada del toldo.

  —131→  

Era un zambo motoso, de siete pies de alto, gordo como un pavo cebado.

Su traje consistía en un simple chiripá de jerga pampa.

En su fisonomía estaban grabados con caracteres inequívocos los instintos animales más groseros. Todas sus facciones eran deformes, y a la manera de los indios, se había arrancado con pinzas los pelos de la cara, pintado los pómulos y los labios. Su mirada era chispeante, pero no revelaba ferocidad.

Le dije mis primeras razones. Intentó traducirlas. No pudo, sus oídos no habían jamás escuchado un lenguaje tan culto como el mío. Y eso que yo me esforzaba siempre en expresarme con estudiada sencillez. No entendía jota.

Al trasmitirle a mi compadre Baigorrita mis razones, Camargo y Juan de Dios San Martín, le decían: «El coronel no ha dicho eso».

Las visitas impacientadas gruñían contra el zambo. Él31, avergonzado y turbado de su imbecilidad, sudaba la gota gorda. Su cara y su pecho traspiraban como si estuviera en un baño ruso, despidiendo un olor grasiento peculiar, que volteaba.

Cuando su confusión llegó hasta el punto de sellarle los labios, cayó en una especie de furor concentrado. Levantose de improviso, y diciendo: «Me voy, ya no sirvo», se marchó.

Nadie hizo la menor observación.

La conversación continuó, haciendo de intérpretes los otros lenguaraces.

  —132→  

Las mujeres de mi compadre, las chinas y cautivas se pusieron en movimiento, y el almuerzo vino.

A cada cual le tocó, lo mismo que en el toldo de Mariano Rosas, un enorme plato de madera con carne cocida y caldo, zapallos y choclos.

Yo, ya estaba en mi centro.

Comí sans façons.

Tomaba las posturas que me cuadraban mejor, y calculando que lo que iba a hacer produciría buen efecto en el dueño de casa y en los convidados, me quité las botas, las medias; saqué el puñal que llevaba a la cintura y me puse a cortar las uñas de los pies, ni más ni menos que si hubiera estado solo en mi cuarto, haciendo la policía matutina.

Mi compadre y los convidados estaban encantados. Aquel coronel cristiano parecía un indio. ¿Qué más podían ellos desear? Yo iba a ellos. Me les asimilaba. Era la conquista de la barbarie sobre la civilización. El Lucius Victorius, imperator, del sueño que tuve en Leubucó la noche en que Mariano Rosas me hizo beber un cuerno de aguardiente estaba allí transfigurado.

Cuando acabé la operación de cortarme las uñas de los pies, me limpié las de las manos, y para completar la comedia me escarbé los dientes con el puñal.

Trajeron el asado, agua y trapos. En lugar de hacer uso del cuchillo de la casa, hice uso del mío.

El indio antes del día se presentó a la sazón con mis guantes, se me sentó al lado y le dio por jugar con mi pera, insistiendo en que la había de trenzar, porque era linda, según él decía. Le dejé hacer su gusto.

  —133→  

Terminado el almuerzo, trajeron unas cuantas botellas de aguardiente y entre yapaí y yapaí las apuramos.

Mi ahijado, a quien el día antes había acariciado, se acercó a mí. Le hice un cariño. Una cautiva le habló en la lengua, y el chiquilín juntó las manos, y todo ruborizado me dijo: «bendición».

-Dios te haga buen cristiano, ahijado -le contesté, y echándole los brazos le senté entre mis piernas.

El chiquilín se quedó como en misa. Saqué el reloj y se lo puse al oído para que oyera el tic-tac de la rueda: siguió inmóvil. Guardé el reloj, y viendo que por sobre su cabecita caminaban ciertos animalitos de mil pies, me puse a espulgarlo.

Comprendo, Santiago amigo, que estos detalles son poco filosóficos e instructivos; pero hijo mío, ya que no puedo cantar las glorias de mi espada, permíteme describirte sin rodeos, cuanto hice y vi entre los ranqueles.

El pulcro y respetable público tendrá la bondad de ser indulgente, a no ser que prefiera, lo que no suele ser raro, la mentira a la verdad.

Rien n'est beau que le vrai.

Tomo el dicho por los cabellos y continúo.

Mi ahijado estaba acostumbrado a la operación. Los indios se la hacen unos a otros, al rayo del sol, con un apéndice que dejo a tu perspicacia adivinar.

De gustos no hay nada escrito.

Una ostra cruda es para algunos el bocado más sabroso. Vitelio, se comía, para abrir el apetito, cuarenta docenas de una sentada.

  —134→  

Algunos buscan el queso hediondo, y prefieren el que camina.

Mientras tanto, otros, no pueden pasar ni lo uno ni lo otro.

No nos admiremos de la costumbre de los indios.

He de repetir hasta el cansancio, que nuestra civilización no tiene el derecho de ser tan orgullosa.

En Santiago del Estero, donde lengua y costumbres tienen un sabor primitivo, los pobres hacen lo mismo que los indios.

El que quiera verlo, no tiene más que tomar la mensajería del norte y dar un paseo por aquella provincia argentina.

Y en la sierra de Córdoba hacen igual cosa. Está más cerca y la excursión sería más pintoresca.

Mi ahijado se quedó dormido.

Le acomodé la cabecita sobre uno de mis muslos y le dejé quieto.

Las visitas se fueron retirando.

Algunas se echaron, quedándose dormidas.

Yo, siguiendo mi plan de hacerme interesante, las imité. ¡Qué había de dormir! Era imposible. Cuerpos extraños al mío me tenían en una agitación indescriptible.

Me quedé no obstante en el toldo haciendo que dormía.

Ronqué.

  —135→  

Mi compadre impuso silencio. Debía mirarme con placer.

De repente llamé con voz trémula y débil a Rufino Pereira.

No contestó; no podía oírme. Lo calculaba.

Entonces, fingiendo un enojo terrible, me incorporé súbito y grité con todas mis fuerzas:

¡Rufino! ¡¡Rufino!!

Rufino contestó de lejos, «voy, señor», y entró volando en el toldo.

-¿Por qué no venías?

-No había oído.

Le apostrofé.

Mi compadre fumaba tranquilamente su pipa, rodeado de sus tres hijos menores dormidos.

Me miró como diciendo para sus adentros: Este hombre, es un hombre.

Mis contrastes le seducían. La dulzura, la aspereza, la calma y la irascibilidad hablan muy alto a la imaginación de un salvaje.

-Tráeme mi navaja de barba -le dije a Rufino.

Salió.

-Compadre -continué, dirigiéndome a mi huésped-, le voy a hacer un regalo; veo que usted se afeita.

No contestó, porque no entendía. Los lenguaraces se habían retirado. Llamó a Juan de Dios San Martín. Entró   —136→   éste y junto con él Rufino, trayendo la navaja y el asentador, que tenía cuatro faces, una con piedra.

Tomelo y haciéndole ver a mi compadre cómo se asentaba la navaja le di ambas cosas.

Las tomó y viendo primero si se adaptaban al bolsillo de su tirador, las colocó enseguida en él.

Salí del toldo. Me mudé la ropa, después que Carmen me ayudó a eliminar los intrusos que se habían guarecido en mis cabellos, di un paseo porque tenía necesidad de respirar el aire libre y puro del campo, haciendo fuego con el revólver sobre algunos caranchos y teruteros; y al rato volví al fogón, para acabar de disipar con café los efectos del aguardiente.

De regreso de la caminata, pasé por detrás del toldo de mi compadre y volví a ver la cara patibularia del día antes, apoyada con aire sombrío en la costanera del ranchito, que servía de cocina, y que sobresalía media vara.

Junto con ella estaba otra juvenil, de aspecto extraño y marcadamente de cristiano.

La curiosidad me acercó a ellos.

Les dirigí la palabra, callaron.

-¿No entienden? -les dije, con cierta acritud-. Me contestaron en lengua de indio.

Comprendí que no querían hablar conmigo.

El hecho acabó de despertar mi curiosidad.

No puedo decir por qué, pero lo cierto es que la primera cara me alarmaba.

Seguí mi camino con el intento de averiguar quiénes eran aquellos desconocidos.

  —137→  

Entré en el toldo de mi compadre.

Estaba solo con sus hijos, en la misma postura en que le había dejado hacía un rato, y picaba tabaco.

-¿Con qué?

Nada menos que con la navaja de barba que le acababa de regalar.

El asentador le servía de punto de apoyo.

Bien empleado me está, dije para mi coleto, por haber gastado pólvora en chimangos.

Mi compadre se sonrió complacido, y con una cara como unas pascuas y mirándose en la superficie tersa y lustrosa de la navaja, me dijo:

-Lindo.

-Es verdad -le contesté, murmurando-, no te degollarás con ella; y agregando al mismo tiempo que hacía el ademán de afeitarme-, mejor es para esto.

Me entendió, y repuso:

-Cuchillo.

Quería decirme que el cuchillo era más aparente para afeitarse.

Llamó a Juan de Dios San Martín.

Mientras éste venía, salí del toldo para contarles a mis ayudantes y a los franciscanos qué suerte había corrido la navaja de Rodgers.



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ArribaAbajo- XLV -

Dos desconocidos.- El cuarterón.- El mayor Colchao y su hijo.- Una cautiva explica quién era Colchao y refiere su historia.- Provocaciones de Caiomuta.- Gualicho redondo.- Contradicciones del cuarterón.- Juan de Dios San Martín.- Dudas sobre la fidelidad conyugal.- Picando tabaco.- Retrato de Baigorrita.- Un espía de Calfucurá.


En el fogón no había nadie.

Todos estaban detrás de la cocina, porque en ese sitio no daba el sol.

Buscaba a quien contarle el uso que mi compadre hacía de mi rica navaja de barba.

Fui pues en busca de mis compañeros de peregrinación.

Hablaban con los dos desconocidos.

Les llamé aparte, hicieron una rueda, dejándome dentro, y les conté el caso, riéndome a carcajadas.

Unos cuantos, ¡qué bárbaro! se oyeron al mismo tiempo.

  —140→  

Después de un instante de hilaridad, pregunté:

-¿Qué hombres son esos, con quiénes hablaban ustedes?

-No sabemos -contestaron unos.

-Tratábamos de averiguarlo, los franciscanos.

Vamos a ver, repuse.

-Me dirigí a ellos. Todos me siguieron.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté al primero que había visto.

Era un cuarterón tostado por el sol, como de cuarenta años.

Tenía una cara que daba miedo, grandes ojos negros, redondos, sin brillo, nariz aplastada, por cuyas ventanas salían algunos pelos, boca grande, en la que vagaba una sonrisa sardónica, dejando entrever dos filas de dientes enormes, separados, como los del cocodrilo, todo ello encerrado dentro de un óvalo que empezaba con una frente estrecha, erizada de cabellos duros y parados como las espinas del puercoespín, y terminaba con una barba aguda, ligeramente retorcida para arriba.

Estaba gordo y no tenía una sola arruga en el cutis. Llevaba un aro de oro en la oreja izquierda y la barba y el bigote se las había arrancado con pinzas, a lo indio, de manera que en los poros irritados, se había infiltrado el polvo más tenue, dándole con la traspiración a su antipática facha, el mismo aspecto que hubiera tenido si la hubiesen escalificado con finísimas agujas y tinta china.

Vestía ropa andrajosa. No llevaba calzado, y en sus pies encallecidos resaltaban unas grandes uñas incrustadas como conchas fósiles en calcárea roca.

  —141→  

No me contestó. Pero fijó su mirada vaga en mí.

Volví a interrogarle.

Siguió callado, bajó la vista, la fijó en tierra, e hizo un ademán con los hombros, hundiendo el pescuezo en ellos, como quien dice: no sé, qué le importa a usted.

-Tú has de ser algún bellaco -le dije.

No contestó.

Entonces, dirigiéndome al mas joven:

-Y tú, ¿quién eres? -le pregunté.

Parecía un cuadro humano. Era un mono, vestido de gaucho. También estaba afeitado a lo indio, y su ropa era nueva y de buena calidad. Tendría diez y ocho años.

-Soy hijo del mayor Colchao -me contestó.

-¿Hijo del mayor Colchao? -repuse, con extrañeza.

Una cautiva que se había allegado a nosotros, me dijo:

-Es mi marido.

-¿Tu marido?

-Sí, señor.

-¿Cómo es eso?

-El cacique me ha casado con él.

Me refirió entonces, que era de San Luis, que durante algún tiempo había vivido con un indio muy malo. Que éste había muerto a consecuencia de heridas recibidas en la última invasión que llevaron los ranqueles al Río 5.º, cuando los derroté en los Pozos Covados, cerca de Santa Catalina; y que no habiendo dejado herederos, Baigorrita   —142→   la había recogido y se la había dado al mayor Colchao, montonero de la gente del Chaco, refugiado en Tierra Adentro. Agregó que Colchao era muy bueno y que ahora era feliz.

«Vea, señor -me decía-, cómo me castigaba el indio». Y mostraba los brazos y el seno cubiertos de moretones empedernidos y de cicatrices. Así, añadía con mezclada expresión de candor y crueldad, yo rogaba a Dios que el indio echara por la herida cuanto comiese. Porque tenía un balazo en el pescuezo y por ahí se le salía todo, envuelto con el humor y...

Me dio asco, aquella desdichada, cuyos ojos eran hermosísimos. Tenía una lubricidad incitante en la fisonomía. Era esbelta y graciosa.

A fin de que no continuara, el repugnante relato de las agonías de su opresor, y queriendo saber quién era ese mayor Colchao, la interrumpí, preguntándole:

-¿Y quién es Colchao?

-Ese hombre que habrá visto, señor, aquí, el que traía enlazada la res que le carneamos.

Yo lo había tomado por un indio.

Era un hombre insignificante. Mi compadre tenía mucha confianza en él. Hacía de capataz suyo.

-¿Y este muchacho, dices que es hijo de Colchao? -volví a preguntarle.

-Sí, señor -repitió.

-¿Y dónde vives tú? -le pregunté a aquél.

-En la toldería del capitanejo Estanislao.

  —143→  

-¿Cerca de aquí?

-No, señor.

-¿Qué distancia hay?

-Un día de camino (son treinta leguas en lenguaje convencional de los indios).

-¿Y a ese hombre le conoces? -le pregunté, señalándole al cuarterón.

-Sí, señor.

-¿Desde cuándo?

-Hace tres días.

-¿Tres días no más?

-Sí, señor.

-¿Cómo así?

-Lo he conocido en el campo, viniendo para acá.

-¿De dónde venías?

-Del toldo de Estanislao.

-¿En qué rumbo queda?

-Aquí (señalando al sudeste).

-¿En qué venía?

-A caballo.

-¿Con cuántos caballos?

-En el montado.

-¿Y de dónde venía?

-De lo de Calfucurá

  —144→  

-¿Qué por ahí va el camino?

-Por ahí.

-¿Y cuántos días de camino hay del toldo de Estanislao a lo de Calfucurá?

-Dos días y medio.

-¿Y habla castellano ese hombre?

-Sí, señor.

Aquí interrumpí el diálogo con el hijo de Colchao, y dirigiéndome al otro, le dije:

-Con que te estabas haciendo el zonzo.

No contestó.

-Habla, imbécil -le dije.

-Tengo vergüenza -me contestó.

-Has de ser algún bandido -repuse, y dándole la espalda, les dije en voz baja a mis ayudantes- averígüenle la vida.

Iba a retirarme, pero se me ocurrió una pregunta esencial. Se la hice.

-¿De dónde eres?

-De Patagones.

-¡Ah! -dijo mi ayudante Rodríguez-, a mí me has dicho hace un rato que chileno.

-Y a mí -no recuerdo quién-, que de Bahía Blanca.

-Sí, ha de ser algún pícaro -les contesté.

Y esto diciendo, me dirigí al toldo de mi compadre.

  —145→  

Estaba como le había dejado, en la misma postura, seguía picando tabaco con la navaja y hablaba con Juan de Dios San Martín.

Me senté, y le hice preguntar por el lenguaraz, quien era el desconocido.

Me contestó que no sabía, que lo había visto; pero que había creído que era de mi gente.

Juan de Dios San Martín dijo que él no había reparado en semejante hombre.

Le observé a mi compadre, qué cómo había podido tomar por hombre mío un rotoso como ese.

Se encogió de hombros y le ordenó a San Martín, que averiguase quién era, de dónde venía, qué quería?

San Martín salió.

Yo me eché en el suelo, como en mullido sofá.

Mi compadre siguió imperturbable picando su tabaco.

Estuvimos en silencio, mientras San Martín indagó lo que queríamos saber.

Juan de Dios San Martín era el lenguaraz de mi compadre, su secretario, su amigo, sirviente y confidente. Varias veces como representante suyo estuvo en el Río 4.º Es un roto chileno, vivo como un rayo, taimado y melifluo; que sabe tirar y aflojar cuando conviene. Tiene 30 años y sabe leer y escribir perfectamente bien. Tenía varios libros, entre ellos un tratado de geografía.

Como su cara hay muchas. Yo tiene nada de notable. Es blanco y de sangre pura. Según él, está entre los indios por rescatar algunos parientes mendocinos. Será o no verdad. Yo sólo sé que estando en el Río 4.º entre varias   —146→   cautivas, que me mandó Mariano Rosas, que entregué al padre Burela, venía una de diez y siete años, que se decía prima suya y que le estaba muy agradecida.

Pretendía también San Martín estar muy enamorado de una chiquilla de catorce años, que había sido ya, querida de mi compadre, quien se la había vendido. Y decía, que saldría de los indios cuando se la acabara de pagar. La chiquilla andaba por allí, era bonita y muy inocentona al parecer. Lo mismo que estaba con San Martín hubiera estado con otro. Era mendocina y vestía exactamente como una india. Su donosura contrastaba en extremo con su desaseo. Reía y jugaba con todos mis ayudantes, con infantil desenfado; y su dueño, no se curaba de ello. El derecho de vida o muerte que tenía sobre la pobre le inspiraba sin duda esa confianza. La institución es bárbara, nadie lo pondrá en duda. Pero hay que reconocer que entre los indios nadie se mata por celos. Algo más; hay que reconocer, que los casos de infidelidad son rarísimos allí.

Mientras llega San Martín, con las noticias que ha ido a traer se me ocurre preguntar:

La virtud de la fidelidad conyugal, que no puede ser convencional, sino que debe tener por base un sentimiento -el amor-, ¿dónde estará más segura; entre los ranqueles, o entre los cristianos?

Me guardo bien de contestar.

Prefiero esperar a San Martín, llamando tu atención, Santiago amigo, sobre los tipos que se refugian entre los indios. Calcula si ellos conocerán bien a los cristianos, sus ideas, sus tendencias, sus proyectos futuros, teniendo a su lado secretarios, lenguaraces, amigos íntimos por el estilo del que te acabo de bosquejar.

  —147→  

Aquel mundo es realmente digno de estudio. Lo tenemos encima, golpeando diariamente nuestras puertas, como los enemigos de Roma, en sus horas aciagas, y ¿qué sabemos de él?

Que nos roban.

Es bastante. Pero no es una noticia nueva para el país.

Tanto valiera decirle, hay guerra civil en Entre Ríos. La conciencia pública lo sabe, no lo ve; pero lo siente. Ella pregunta otra cosa. ¿Cuál es el remedio que costando menos sangre puede conciliar el hecho con el derecho? ¿Y por qué pregunta eso? Porque mientras para todo le presentéis el filo de una espada, la clemencia humana estará en su derecho de exclamar: fratricidas.

San Martín volvió diciendo, que el desconocido venía de las tolderías de Calfucurá.

Mi compadre no manifestó extrañeza alguna.

-¿Y cómo es -le pregunté-, que ustedes no se fijan en los que vienen y están una porción de días comiendo en sus casas?

-Aquí viene el que quiere, compadre -me contestó.

-¿Y si vienen a espiar?

-¿Y qué van a espiar?

-Pero lo que ustedes hacen.

-Nosotros hacemos toda la vida lo mismo.

Le hice una seña a San Martín, salí del toldo y me siguió.

Mi compadre, continuó picando su tabaco, le quedaba aún un rollo tucumano.

  —148→  

San Martín me había servido con lealtad en otras ocasiones. Le encargué que tomara más informes sobre el desconocido y se marchó.

Al separarse de mí, el padre Marcos vino a decirme que aquel me pedía una camisa y unos calzoncillos, yerba, tabaco y papel.

Todo se me había concluido. Pero donde hay soldados no faltan jamás corazones desprendidos y generosos.

Llamé un asistente y le dije, que me buscara entre sus compañeros una camisa y un calzoncillo, y todo lo demás que pedía el desconocido.

Hizo una junta; a este le pidió una cosa, a aquel otra, al uno yerba, al otro azúcar, tabaco y papel, y volvió al punto con la contribución.

Le di todo al padre Marcos, y el buen franciscano se fue muy contento llevándoselo a su protegido.

Me senté a descansar en un diván que con caronas y ponchos me improvisaron los soldados.

Dormitaba, cuando oí un tropel de caballos y una voz de indio, que con acento de embriaguez, preguntaba:

-¿Dónde está ese coronel Mansilla?

Hablaba con los que estaban detrás de la cocina.

-Ahí -le contestaron.

Un jinete indio se me presentó, pisándome casi con las patas del caballo.

Le reconocí en el acto, era Caiomuta, y viendo que estaba ebrio le miré con afectado desprecio y no le dije nada.

  —149→  

-Vos coronel Mansilla -gritó el bárbaro clavándole ferozmente las espuelas al caballo, rayándolo y levantando una nube de polvo que me envolvió. Creí que iba a atropellarme. Callé, me puse en pie y en actitud de defenderme.

-Vos coronel Mansilla, volvió a gritarme.

-Sí -le contesté secamente.

-¡Ahhhh! -hizo.

Permanecí en silencio, y como se retirara unos cuantos pasos, avancé sobre él, cubriendo mi frente con el fogón que presentaba el obstáculo de unos grandes montones de leña.

-¿Vos amigo indio? -me dijo.

-Sí -le contesté-, y avancé para darle la mano.

Me rechazó, diciendo:

-Yo dando mano, amigo no más.

-Yo soy tu amigo.

-¿Por qué entonces midiendo tierra, gualicho redondo?

Gualicho, redondo, era mi aguja de marear óptica, de la que me había servido infinidad de veces, en la travesía del Río 5.º a Leubucó.

-Eso no es para medir la tierra -le contesté.

-Vos engañando -repuso.

-Yo no miento.

-¿Y entonces qué haciendo gualicho redondo?

  —150→  

-Era para saber el rumbo donde quedaba el Norte.

-¿Y para qué haciendo eso, teniendo camino y baqueano?

-Porque cuando ando por los campos me gusta saber derecho a dónde voy.

-¡Winca! ¡winca! -murmuró.

Y en voz alta y volviendo a rayar el caballo, en círculos concéntricos para lucir la rienda del animal y su destreza, gritó:

-¡Engañando!

Llegaron varios indios, hablaron a un mismo tiempo y rodeándome, me dijeron:

-Dando camisa.

-No tengo -contesté secamente.

Caiomuta, con ojos mal intencionados me echó encima el caballo, balanceándose sobre él con dificultad, y me dijo:

-Vos rico, dando pues, pobre indios.

-Yo no doy nada a quien no es mi amigo -le contesté- frunciendo el ceño y apostrofándole de bárbaro.

Recogió el caballo como para atropellarme. Me retiré. Llegaron mis ayudantes y asistentes y me rodearon.

-¡Winca! ¡winca! -bramó el indio.

Juan de Dios San Martín se presentó en ese momento y me dijo, que decía Baigorrita, que no le hiciera caso a su hermano, que me fuera a su toldo. Y de su cuenta agregó:

-Ese indio, señor, tiene muy malas entrañas.

Me pareció desdoroso abandonar el campo.

Le contesté a mi compadre, que no tuviese cuidado.

  —151→  

Caiomuta se echó al coleto un trago, como un chorro, de un limeta de aguardiente que llevaba en la mano derecha, y picando el caballo y vociferando insultos contra Baigorrita, a quien tachaba de ladrón, y diciéndoles a los otros que le siguieran, se lanzó a toda brida, por unos arenales donde parecía imposible que el caballo corriera.

Queriendo evitar un segundo diálogo, me dirigí al toldo de mi compadre. Pero viendo al padre Marcos con el desconocido, hice un rodeo y me acerqué a ellos.

-¿Y al fin de dónde eres -le pregunté- de Chile, de Patagones o de Bahía Blanca?

No me contestó.

-¿Conque tienes lengua para pedir, y no la tienes para contestar? -agregué.

-Yo no he pedido nada -contestó por primera vez con acento porteño.

-Lo que yo debía hacer era quitarte por soberbio, lo que te he dado -le dije.

-Ahí está -murmuró, con desprecio.

Me retiré; aquel hombre me alteraba la sangre, y entré en el toldo de mi compadre.

Seguía picando tabaco.

Me hizo señas de que tomara asiento.

Me senté.

Trajeron puchero.

Comí.

  —152→  

A mi compadre le sirvieron un riñón de cordero caliente crudo y un bofe de vaca fiambre, aliñado con cebolla y sal.

Me ofreció un bocado.

Acepté.

El riñón era incomible, hedía como álcali volátil. Pero lo mastiqué procurando no hacer gestos y lo tragué.

El bofe era pasable. Pero prefiero no volver a probarlo más en mi vida.

Como no había lenguaraz, no hablábamos sino una que otra palabra.

Aproveché el tiempo para examinar la fisonomía de aquel picador de tabaco imperturbable, especie de patriarca.

Manuel Baigorria, alias, Baigorrita, tiene treinta y dos años.

Se llama así porque su padrino de bautismo fue el gaucho puntano de ese nombre, que en tiempos del cacique Pichun, de quien era muy amigo, vivió en Tierra Adentro. Su madre fue una señora cautiva del Morro. Allí vivía no ha mucho con su familia, rescatada, no puedo decir en qué época. Baigorrita tiene la talla mediana, predominando en su fisonomía el tipo español. Sus ojos son negros, grandes, redondos y brillantes; su nariz respingada y abierta; su boca regular; sus labios gruesos; su barba corta y ancha. Tiene una cabellera larga, negra y lacia y una frente espaciosa, que no carece de nobleza. Su mirada es dulce, bravía algunas veces. En este conjunto, sobresalen los instintos carnales y cierta inclinación a las emociones fuertes, envuelto todo en las brumas de una melancolía genial.

  —153→  

Con otro tipo mi compadre sería un árabe.

Es muy aficionado a las mujeres, jugador y pobre; tiene reputación de valiente, de manso y prestigio militar entre sus indios.

Sus costumbres son sencillas, no es lujoso ni en los arreos de su caballo.

Me habló varias veces con ternura de la madre, manifestándome el deseo de ir al Morro a visitar sus parientes.

Caiomuta es su hermano menor por parte de padre. Son enemigos. Caiomuta es rico, ladrón como Caco, borracho como Baco y malo como Satanás. Insolente, violento, audaz, aborrecido de la generalidad. Pero es fuerte, porque tiene un circulito de desalmados que le siguen ciegamente, ayudándole a perpetrar todas sus maldades.

Concluía el estudio de los rasgos fisonómicos de mi compadre, cuando se presentó San Martín.

Cambió algunas palabras en lengua araucana con aquél, y diciéndome en un aparte, que tenía algo que comunicarme, se retiró.

«Hasta luego» -le dije a Baigorrita, que sin dejar de piezar su tabaco, me contestó «¡Adio!» (los indios como los negros no pronuncian generalmente las eses finales), y fui a ver que me quería San Martín.

En cuanto me acerqué a él, me dijo:

-Señor, el hombre, es un espía de Calfucurá.

-¿Y tras de qué anda? -le pregunté.

-Viene a ver que hace usted aquí. Allí temen que usted mueva estas indiadas contra aquellas.

  —154→  

-¿Y se lo has dicho a Baigorrita, ahora lo que hablaste con él?

-No, señor.

-Avísaselo, pues.

San Martín obedeció.

Yo me quedé pensando en la cautelosa previsión de Calfucurá, el gran político y guerrero de la Pampa, tan temido por su poder como por su sabiduría.

Las noticias de mi arribo a las tolderías de los ranqueles, le había sido trasmitida por Mariano Rosas, junto con una consulta, en su calidad de aliado por simpatía de raza.

Su contestación había sido, que la paz convenía, que no trepidase en sellarla y cumplirla.

Al mismo tiempo había enviado un emisario secreto.

¿Hombres de Estado cultos habrían procedido de otra manera?

¿La diplomacia moderna es más sincera y menos desconfiada?

Tú, que vives en Europa, donde nacieron y gobernaron Richelieu, Mazarino, Walpole, Alberoni, Talleyllrand32, y Meternich, en Europa que nos da la norma en todo, lo dirás.



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ArribaAbajo- XLVI -

Cansancio.- Puesta de sol.- Un fogón de dos filas.- Mis caballos no estaban seguros.- Aviso de Baigorrita.- Los indios viven robándose unos a otros.- La justicia.- Los pobres son como los caballos patrios.- Cena y sueño.- Intentan robarme mis caballos.- Cantan los gallos.- Visión.- El mate.- Un cañonazo.


El día había sido fecundo en impresiones. La tarde, esa hora dulce y melancólica avanzaba. El fuego solar no quemaba ya. La brisa vespertina soplaba fresca, batiendo la grama frondosa, el verde y florido trébol, el oloroso poleo, y arrancándoles sus perfumes suaves y balsámicos a los campos, saturaba la atmósfera al pasar con aromáticas exhalaciones. Los ganados se retiraban pausadamente al aprisco.

Mi cuerpo tenía necesidad de reposo. Mi estómago pedía un asadito a la criolla. Teníamos una carne gorda, que sólo mirarla abría el apetito.

Mandé hacer un buen fogón, con asientos para todos. Proclamé cariñosamente a los asistentes, para que trajeran leña gruesa de chañar y carda.

  —156→  

Había una enramada llena de cueros viejos, de trebejos inútiles, de guascas y chala de maíz. Le eché el ojo, la mandé limpiar, y me dispuse a cenar, como un príncipe, y a pasar una noche de perlas.

Mis pensamientos eran plácidos, como los del niño que alegre corre y juguetea, en tarde primaveral, por las avenidas acordonadas de arrayán del verde y pintado pensil.

Las penas andaban huidas. También ellas son veleidosas. A veces suelo echarlas de menos.

El sol hundió su frente radiosa tras de las alturas de Quenque, augurando el limpio horizonte y el cielo despejado de nubes un nuevo hermoso día; las estrellas comenzaron a centellar tímidamente en el firmamento; las sombras nocturnas fueron envolviendo poco a poco en tinieblas el vasto y dilatado panorama del desierto; y cuando la noche extendió completamente su imponente sudario el fogón ardía, rechinando al quemarse los gruesos troncos de amarillento caldén, chisporroteando alegre la endeble carda, como si festejara el poder del elemento destructor.

La rueda se había hecho sin orden en dos filas. Detrás de cada franciscano y de cada oficial había un asistente. El chusco Calisto Oyarzábal atizaba el luego, reparaba el asado, tomaba mate y soltaba dicharachos sin pararle la lengua un minuto.

A no haber estado allí los frailes, hubiera podido decirse que parecía un Vulcano jocoso entre las llamas, rodeado de condenados, porque aquéllas flameando al viento, chamuscaban su barba, siendo motivo de que hiciera toda clase de piruetas y gesticulaciones, lo que provocando la risa de los circunstantes completaba el cuadro.

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Los ojos se me iban, viendo el apetitoso asado.

Pensaba en el pincel y en la paleta de Rembrandt, cuando una voz conocida, dijo detrás de mí, con acento respetuoso.

-¡Buenas noches, señores!

Era Juan de Dios San Martín.

-Buenas noches; siéntese, amigo, si gusta, le contesté.

Gracias, señor -repuso-; no puedo ahora. Vengo a decirle, que dice Baigorrita que los caballos están mal donde los tiene: que ha sabido que andan algunos indios ladrones por darle un golpe, y que sería mejor los encerrasen en el corral.

No pude resolverme de pronto a contestar que estaba bueno, porque los animales tenían mucha necesidad de alimentarse bien. Pero entre que sufrieran más y perderlos, el partido no era dudoso.

Después de un instante de reflexión, contesté.

-Dile a mi compadre que si hay peligro los haré encerrar.

-Es mejor -contestó San Martín.

-Pues bien -repuse-, que los encierren.

Y esto diciendo, le ordené al mayor Lemlemgni le hiciera prevenir a Camilo Arias que las tropillas no dormirían a ronda abierta, sino en el corral.

San Martín se fue y volvió diciéndome:

-Dice Baigorrita que el corral tiene un portillo, que es preciso taparlo con ramas y que pongan una guardia.

  —158→  

Mandé dar las órdenes correspondientes, y como Calisto gritara en ese momento, «¡ya está!» invité nuevamente al mensajero de mi compadre a que se sentara.

Aceptó, ocupó un puesto en la rueda, le entramos al asado, como se dice en la tierra, y mientras lo hacíamos desaparecer, se pusieron algunos choclos al rescoldo, para tener postre.

Una jauría de perros hambrientos, había formado a nuestro alrededor una tercera fila. Viendo que no los trataban como los indios, nos empujaban, y a más de uno le sucedió le arrebataran la tira de carne que llevaba a la boca. La confianza de aquellos convidados de piedra de cuatro patas llegó a ser tan impertinente, que para que nos dejaran comer en paz hubo que tratarlos a la baqueta.

-Pero hombre -le dije a San Martín-, aquí no respetan nada. ¿Será posible que se atrevan a robarme mis caballos hasta del corral de Baigorrita?

-Qué, señor, si son muy ladrones estos indios; el otro día, no más, se le han perdido sus caballos a Baigorrita, lo tienen a pie -me contestó.

- Y, ¿qué ha hecho?

-Los andan campeando.

-¿Entonces aquí viven robándose los unos a los otros?

-Así nos más viven, ya es vicio el que tienen.

-¿Y qué hacen con lo que roban?

-Unas veces se lo comen, otras lo juegan, otras lo llevan y lo cambalachean en lo de Mariano o en lo de Ramón, o se van a lo de Calfucurá, o se mandan cambiar a Chile.

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-¿Y no castigan a los ladrones?

-Algunas veces, señor.

-Pero, cuando a un indio le roban, ¿qué hace?

-Según y conforme, señor. Unas veces le pone la queja al cacique, otras él mismo busca al ladrón y le quita a la fuerza lo que le han robado.

Le hice algunas preguntas más, y de sus contestaciones saqué en conclusión que la justicia se administraba de dos modos, por medio de la autoridad del cacique y por medio de la fuerza del mismo damnificado.

El primer modo es el menos usual.

1.º Porque mientras el cacique manda averiguar quiénes son los ladrones, descubre el hecho y se prueba, se pasa mucho tiempo; 2.º porque los agentes de que se vale se dejan seducir por los ladrones; 3.º porque este procedimiento no le reporta ningún beneficio al juez.

El segundo modo es el que se practica con más generalidad.

Le roban a un indio una tropilla de yeguas, por ejemplo.

Es fulano, dice por adivinación, o porque lo sabe. Cuenta el número de hombres de armas llevar que tiene en su casa, recluta sus amigos, se arman todos, le pegan un malón al ladrón, y le quitan el robo y cuanto más pueden.

Generalmente no hay lucha, porque los que van a vindicar la justicia son más numerosos que los que acaudilla el ladrón. Contra la fuerza toda resistencia es inútil, máxime si no se tiene razón.

  —160→  

Hecho esto, se le da cuenta al cacique, y de lo que a título de indemnización se ha quitado se le hace parte. Este sebo hace inútil todo reclamo ante él. Es perder tiempo.

El indio que vaya a decirle, ya le robé a fulano diez yeguas. Me las ha quitado anoche, y cincuenta más, recibirá esta contestación.

¿Para qué robaste, pues? Róbale vos otra vez, y quítale lo que te ha robado.

Cuando llegaba a esta parte de mis investigaciones sobre la justicia pampa, le pregunté a San Martín:

-Y cuando le roban a un indio pobre, que tiene poca familia y pocos amigos, y el ladrón es más fuerte que él, ¿qué hace?

-Nada, me contestó.

-¿Cómo nada?

-Señor, si aquí es lo mismo que entre los cristianos, los pobres siempre se embroman.

Calisto Oyarzábal metió su cuchara y quemándose los dedos y la boca con una tira de asado revolcado en la ceniza, dijo:

-Y así no más es, pues. Yo entré una vez en una revolución con don Olazábal. Después que las bullas pasaron a él lo hicieron juez en el Río 4.º, y a mí me echaron de veterano al 7 de caballería de línea. ¡Eh! como a él no le faltaban macuquinos, la sacó bien.

-Tú eres un entrometido y un bárbaro -le dije.

-Así será, mi coronel; pero yo creo que tengo razón -repuso.

  —161→  

-¿Qué sabes tú, hombre?

-Mi coronel, si los pobres son como caballos patrios, todo el mundo les da.

La contestación, o mejor dicho, la comparación les pareció muy buena a los circunstantes, y todos la festejaron.

Efectivamente, no hay nada comparable a la desgraciada condición de lo que en nuestro lenguaje argentino se llama, un caballo patrio.

Empecemos porque le falta una oreja, lo que, desfigurándolo, le da el mismo antipático aspecto que tendría cualquier conocido sin narices. Está siempre flaco, y si no está flaco tiene una matadura en la cruz o en el lomo; es manco o bichoco; es rengo o lunanco; es rabón o tiene una porra enorme en la cola, está mal tusado, y si tiene la crin larga hay en ella un abrojal; cuando no es tuerto, tiene una nube; no tiene buen trote ni buen galope, ni tranco, ni sobrepaso. Y sin embargo, todo el que le encuentra le monta. Y no hay ejemplo de que un patrio haya podido decir al morir: a mí no me sobaron jamás. Todo el que alguna vez le montó le dio duro hasta postrarlo. ¡Ah! si los patrios que a millares yacen sepultados por los campos formando sus osamentas una especie de fauna post-diluviana se levantaran como espectros de sus tumbas ignoradas y hablasen! ¡qué no contarían! ¡Qué ideas no suministrarían para la defensa y seguridad de las fronteras! ¡Pobres patrios! ¿Quién no les echó la culpa de algo? ¡Cuántas batallas perdidas por ellos desde el año 20 hasta la guerra del Paraguay, cuántas campañas prolongadas como la actual de Entre Ríos! ¡Cuántas reputaciones vindicadas a sus costillas por no haber vivido en tiempo de Esopo! Los tiempos hacen todo.   —162→   Está visto. ¡Pobres patrios! Sólo ellos han callado. Resignados han sufrido sufren y sufrirán su suerte impía.

¡Pobres patrios! Desde el día en que los hubo, ¿quién no ha murmurado y gritado contra la patria? Todo el mundo menos ellos.

Such is life!

¡Así es la vida! Los que no deben quejarse se quejan.

Los choclos se cocieron y los comimos; se acabó la cena, siguió un rato más la conversación y luego cada cual pensó en hacer su cama.

La mía estaba deliciosa; con cueros le habían hecho cortinas a la enramada; el airecito fresco de la noche no podía incomodarme. Me acosté.

Después que los asistentes acomodaron las camas de los franciscanos y de los oficiales se posesionaron del fogón y churrasquearon bien.

Yo me dormí arrullado por su charla, y por la bulla del toldo de mi compadre, que junto con unos cuantos amigos íntimos y sus chinas, saboreaba en el mayor orden el aguardiente que yo le había llevado.

Varias veces me desperté sobrecogido, creyendo ver al negro del acordión y oír su voz.

Estaba profundamente dormido, cuando San Martín, acercándose a mi cabecera, me despertó diciéndome:

-¡Mi coronel!

Temiendo que mi compadre quisiera hacerme las de Mariano Rosas, no contesté.

-Mi coronel, mi coronel -repitió San Martín.

No contesté.

  —163→  

Acercose entonces a la cama de uno de mis oficiales, y le dijo:

-El coronel está muy dormido, no oye, vengo a decirle que acaban de correr a unos ladrones que andaban por robarle los caballos, que es bueno que mande más gente al corral.

Viendo que no había riesgo en darme por despierto, llamé, ordené que cuatro asistentes fueran a reforzar la ronda del corral. Y llamándolo a San Martín, le pregunté qué hacía mi compadre.

-Se está divirtiendo -me contestó.

-Bueno -le dije-, que me vayan a embromar llamándome.

-No hay cuidado, señor, Baigorrita me ha encargado que repare no lo incomoden. No quiere que usted lo vea achumadol, tiene vergüenza. Por eso ha empezado a beber de noche.

Respiré. Me acomodé en la cama, me di unas cuantas vueltas, porque algo había que no permitía conciliar el sueño con facilidad, y por fin me volví a quedar dormido.

El cuerpo se acostumbra a todo. Dormí sin interrupción unas cuantas horas seguidas.

La vida se pasa sin sentir, ya lo he dicho. Pero ni todos los días, ni todas las noches son iguales. Si lo fuesen, el peor de los suplicios, sería vivir. Felizmente en la existencia humana hay contrastes.

Imaginaos un hombre que no hace más que divertirse -o a quien todo le sale bien- que no sabe lo que es   —164→   una contrariedad; y decidme, lector sesudo, que acabáis quizá de estar maldiciendo vuestra estrella, si os cambiarais por él. ¡Ah! el que tiene hambre no sabe lo que es un opulento enfermo del estómago. Con razón un magnate inglés, a quien, en los momentos de sentarse a su opípara mesa se le presentó un desconocido pidiéndole una limosna y diciéndole que era tan desgraciado que se moría de hambre, contestó: vete de aquí, tienes hambre y dices que eres desgraciado.

El desgraciado soy yo, que rodeado de manjares no puedo pasar ninguno, el que no me hace daño me empalaga.

Por eso las mujeres de más talento, las que más interesan, son las que renovándose más, se prodigan menos.

Quería decir que la segunda noche de Quenque, no había sido como la primera.

En cuanto cantaron los gallos me desperté, llamé a Carmen y le pedí mate.

Mientras hacía fuego, calentaba agua y lo cebaba, pasé revista de impresiones nocturnas. Había tenido un sueño, un sueño extravagante, como son todos los sueños, por más que hayan dicho y escrito sobre el particular los grandes soñadores como Simonide, Sevano, el sucesor de Pertinax, la madre de Paris, Alejandro, Amilcar y César.

De una novela de Carlos Joliet, de una fiesta veneciana dada a Luigi Metello, de mi almuerzo en el toldo de Baigorrita y otras reminiscencias, mi imaginación había hecho un verdadero imbroglio.

Había asistido a una cena. Los manjares eran todos   —165→   de carne humana; los convidados eran cristianos disfrazados de indios y la escena pasaba a la vez en Quenque y en casa de Héctor Varela. El anfitrión era una mujer, Concordia, la hija de Júpiter y de Temis, y alrededor de ella estaban los principales hombres argentinos. Cada cual tenía una vincha pampa y en ella se leía un mote. Mitre: Tout ou rien. Rawson: Frères unis et libres. Quintana: Sempre Diritto. Alsina: Remember! Argerich: Libérté. Gutiérrez José María: Odi et amo. Avellaneda: ¿Dormir? Rêver? Varela Mariano: Honni soit qui mal y pense! Velez Sarsfield: De l'or! Gorostiaga: Assez. Elizalde: Jamais, Toujours. Gainza: Veni, vidi, vinci. López Jordán: Muriamur. Sarmiento: Lasciate ogni speranza.

Había muchos otros convidados, veía aún como entre sueños sus caras, mas no podía recordar quienes eran.

Algunos comían, ¡los más rechazaban la carne humana con asco y con horror!

Una gran orquesta de instrumentos, que parecían de viento, como trompetas de papel de diario tocaba un aire militar y un coro como el que produciría el eco del pueblo agrupado en la plaza pública cantaba:


There is no hope for nations! Search the page
of many thousand years -the daily scene;
the flow and ebb of each recurring age,
the everlasting to be which hath been,
hath tought33 us nought or little.



Lo que traducido en prosa quiere decir:

No hay ya esperanza para las naciones. Recorred las páginas de los siglos. ¿Qué nos han enseñado sus vicisitudes periódicas el flujo y reflujo de las edades y esa eterna repetición de los acontecimientos? ¡Nada o muy poco!

  —166→  

Carmen llegó con el mate y me sacó de la meditación retrospectiva en que estaba.

En ese momento se oyó un cañonazo.

Era una descarga eléctrica, un trueno seco.

El fenómeno es frecuente en la Pampa.



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ArribaAbajo- XLVII -

Baigorrita se levanta al amanecer y se baña.- Saludos.- En el toldo de mi futuro compadre.- El primer bautismo en Quenque.- Deberes recíprocos del padrino y del ahijado.- Nociones de los indios sobre Dios.- Promesas de mi compadre sobre mi ahijado.- Me hablan de una cosa y contesto otra.- Lucio Victorio Mansilla, será algún día un gran cacique.- Pensamientos locos.- Visita al toldo de Caniupan.- Usos y costumbres ranquelinas.- Un fumador sempiterno.


Baigorrita se levantó muy temprano, se fue a la laguna y se bañó, para corregir los excesos de la noche. Sus huéspedes y las chinas hicieron lo mismo, regresando todos frescos y acicalados, con los labios y las mejillas pintados y lunarcitos postizos en los pómulos.

Las chinas asearon el toldo, recogieron leña, hicieron fuego, carnearon una res y se pusieron a cocinar el almuerzo.

Baigorrita y sus amigos, ensillaron los caballos que estaban en el palenque, montaron en ellos, y durante media hora los varearon, haciéndolos correr el tiro de una legua por el campo más quebrado y escabroso.

  —168→  

Mi compadre regresó solo, soltó su caballo, ensilló otro, entró a su toldo, se sentó, armó cigarros y se puso a fumar.

Juan de Dios San Martín, vino de parte de él a preguntarme, cómo había pasado la noche, y si no se habían perdido algunos caballos.

Le contesté que había dormido muy bien, que no había ninguna novedad y que así que almorzara iría a hacerle una visita.

Llevó San Martín el mensaje y volvió diciéndome, que mi compadre se alegraba mucho de que hubiera pasado la noche a gusto; que me invitaba a ir a su toldo; que iban a llegar visitas nuevas y quería que me conocieran; que allí almorzaría, si no tenía algo mejor que comer que lo suyo.

Hablaba con San Martín cuando se presentó un indio con otro mensaje de Caniupan y un regalo. Me mandaba saludar, vivía de allí legua y media y me enviaba una bola de patai, pisada con maíz tostado, grande como una bala de cañon de a cuarenta y ocho.

Traté al mensajero como lo merecía, con todo cariño. Le hice algunos regalitos, sacando contribuciones a los oficiales y soldados; le agradecí a Caniupan su atención y le envié una camisa de Crimea que llevaba ex profeso para él, azúcar, tabaco, yerba y papel, prometiéndole visita para la tarde.

Enseguida me fui al toldo de mi compadre. Fumaba tranquilamente rodeado de sus hijos: no se movió, me insinuó un asiento con la sonrisa más dulce y amable, y apenas me había acomodado en él, le dijo a mi ahijado: padrino, bendición.

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El indiecito vino hacia mí con cierta timidez; le atraje del todo echándole los brazos, le cogí las manecitas que había unido, obedeciendo al mandato de su padre, le acaricié y le senté a mi lado, contestándole a su bendición: «¡padrino, Dios lo haga bueno ahijado!»

La madre, que hablaba español, le preguntó desde el fogón: «¿cómo te llamas?»

No contestó. Le repitió la pregunta en lengua araucana y respondió mirándome con recelo. «Lucio Mansilla».

Mi compadre se sonrió complacido. La madre, las chinas y cautivas que cocinaban festejaron mucho la respuesta. Una de las más ladinas, dijo: «coronel Mansilla, chico».

Mi compadre llamó a San Martín.

Entró éste; hablaron.

San Martín me dijo:

-Dice Baigorrita que cuándo se hace el bautismo.

-Dile que cuando quiera, que ahora mismo, si le parece, antes que entren visitas.

Contestó que bueno.

Llamé al padre Marcos, y el franciscano no se hizo esperar.

En cuanto entró, mi compadre le hizo decir, con San Martín.

-¿Que si le hacía el favor de bautizarle su hijo?

-Con mucho placer -contestó el padre.

  —170→  

Salió, volvió con fray Moisés Álvarez se revistieron, nos hincamos, rezamos el Padre Nuestro, haciendo coro los cautivos que lo sabían y mi ahijado fue bautizado con el nombre de Lucio Victorio.

Terminada la ceremonia, Baigorrita les dio las gracias a los franciscanos y les invitó a sentarse y a almorzar.

Hizo una seña y nos sirvieron. Había puchero de dos clases, de carne de vaca y de yegua; asado ídem. Yo comí carne de yegua, mi compadre lo mismo, los frailes de vaca.

Mientras almorzábamos llegaron visitas. A todos se les obsequió como a nosotros; los unos eran conocidos del día antes, los otros recién llegados. Baigorrita me presentó a todos sucesivamente. Hubo abrazos y apretones de mano hasta el fastidio, las preguntas y respuestas de siempre.

Mi compadre explicó lo que significaba entre los indios darle al ahijado el nombre y apellido del padrino.

Era ponerlo bajo su patrocinio para toda la vida; pasar del dominio del padre al del padrino; obligarse a quererle siempre, a respetarle en todo, a seguir sus consejos, a no poder en ningún tiempo combatir contra él, so pena de provocar la cólera del cielo.

El padrino se obliga por su parte a mirar al ahijado como hijo propio, a educarlo, socorrerlo, aconsejarlo y encaminarlo por la senda del bien, so pena de ser maldecido por Dios.

Eran dos seres que se identificaban por un voto solemne.

  —171→  

Con este motivo me habló del gaucho puntano Manuel Baigorria, manifestando el deseo de que se le diera permiso para que le hiciera una visita.

Le dije que una vez hecha la paz, no había inconveniente en que tuviera eso gusto, si Mariano Rosas lo permitía.

Le agregué que Baigorria no era buen hombre, que había sido mal cristiano y mal indio, que a unos y a otros los había traicionado.

Me contestó que no desconocía mis razones. Pero que al fin era su padrino, que llevaba su nombre y que él no podía dejar de quererle.

Le dije que sus sentimientos le honraban; porque probaban su lealtad, y que le honraban tanto más cuanto que convenía en que su padrino había sido infiel a sus compromisos y a su palabra.

Varios de los visitantes aprobaron mis observaciones.

Los franciscanos a su turno explicaron con mansedumbre, claridad y sencillez lo que significaba el bautismo.

Dijeron que el que se bautizaba entraba en gracia de Dios.

Que Dios era eterno, inmenso, misericordioso; que tenía un poder infinito, que hacía cosas grandes que los hombres no podían comprender; que su voluntad era que todos se amaran como hermanos, que no mataran, que no robaran, que no mintieran; que los que se casaran lo hicieran con una sola mujer; que los que tuvieran hijos los educaran y enseñaran a vivir del trabajo; que para ser buen cristiano era necesario tener presente siempre esas cosas.

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San Martín, tradujo las razones de los franciscanos, y todos los presentes las escucharon con suma atención.

Mi compadre prometió educar a su hijo en la ley de los cristianos, que no se casaría con varias mujeres, ni con dos, que lo enseñaría a vivir de su trabajo.

Entraron más visitas. Tuvimos una larga conferencia y expliqué el Tratado de paz celebrado con Mariano Rosas.

Todo el que quería me dirigía una pregunta. Baigorrita me hacía decir con San Martín que tuviera paciencia y Camargo me aconsejaba que no dejara de contestar.

Cuando la interpelación era impertinente, Camargo me zumbaba al oído: «diga señor ¿cuántas yeguas se dan por el Tratado?».

«-Pero hombre -le observaba yo- ¿qué tiene que ver la pregunta con eso? -Nada, señor, conteste lo que yo le digo; yo le diré después como son estos». Era una comedia. Me hablaban de pitos y contestaba flautas. Y el resultado de cada diálogo era siempre el mismo, «bueno, lo que haga Baigorrita está bien hecho». Mi compadre agachaba la cabeza en señal de asentimiento; y Camargo me decía entre dientes, como hombre que sabía el terreno que pisaba: «no ve, señor, si lo que quieren es hacerle creer a Baigorrita que ellos también saben hablar».

No menos de cuatro horas duró la broma aquella. Poco a poco fueron desapareciendo los grandes dignatarios de la tribu. Por fin nos quedamos tête à tête con mi compadre. Me dijo entonces que todo el Tratado le parecía bueno. Pero que deseaba saber quién le iba a entregar a él su parte. Le contesté que Mariano Rosas era quien debía hacerlo; que tanto él como Ramón lo habían apoderado   —173→   para tratar. Convino en, ello, y terminamos, pidiéndome dejara bien arreglado con Mariano, que a su tribu le tocaba la mitad de todo lo que el gobierno iba a entregar, lo que prometí hacer.

Mi ahijado, el futuro cacique Lucio Victorio Mansilla, no se movió de mi lado, mientras duró la conferencia. Viéndolo cabecear le acomodé la cabecita en el respaldo de mi asiento y se quedó dormido. Era hora de siesta. Me acosté sin decirle una palabra a mi compadre y dormí hasta que el desasosiego me despertó. Mi cuerpo hervía.

Me levanté, salí del toldo y lo dejé a mi compadre fumando y haciéndose espulgar por una de sus chinas.

Cambié de ropa, y en tanto que me vestía pensaba que el plan soñado de hacerme proclamar emperador de los ranqueles bien valía la pena de aquellos sacrificios.

Murmuré: Lucius Victorius, imperator. Me pareció sonoro. Pero la onomancia me dijo: «¡loco!». Me miré la palma de la mano, consulté sus rayas, y la quiromancia me dijo: «¡dos veces loco!» Vi cruzar una bandada de loros, observé su vuelo, y la ornitomancia me dijo: «¡tres veces loco!»

La visión de la patria cruzó entre una nube de fuego por mi mente en ese instante, y viéndola tan bella me ruboricé de mis pensamientos y de no haber hecho hasta ahora nada grande, útil, ni bueno por ella.

Mandé ensillar un caballo, y me fui a visitar a Caniupan.

Galopé media hora y llegué a su toldo.

Iba a echar pie a tierra, San Martín que me acompañaba, me dijo: «todavía, no señor, la costumbre es otra».

  —174→  

Salió un indio del toldo y haciendo callar los perros que habían sido los heraldos de nuestra aproximación, dijo:

-¡Buenas tardes, hermanos!

-Buenas tardes -contestó San Martín.

-¿No quieren apearse? -añadió.

-Vamos a hacerlo -repuso San Martín. Y dirigiéndose a mí-: ahora es tiempo, señor, apéese34 -me dijo.

Quise avanzar y me detuvo.

El indio, dijo:

-Pase adelante.

«Vamos, señor» me dijo San Martín contestando:

-Ya vamos.

Quise manear mi caballo y San Martín me dijo:

-Todavía no.

-¿Por qué no atan los caballos? -dijo el indio.

-Vamos a hacerlo -contestó San Martín.

Y dirigiéndose i mí me dijo:

-Atemos, señor, los caballos y entremos.

Los atamos y entramos en el toldo.

Caniupan estaba sentado, se levantó, nos recibió con gran agasajo y nos hizo sentar,

-¿Vienen a quedarse? -me preguntó.

-No, vengo por un rato -le contesté.

  —175→  

San Martín me explicó la pregunta. Si hubiera dicho que sí, en el acto habrían mandado desensillar mi caballo, las chinas o cautivas habrían hecho un lío del apero y lo habrían guardado como cosa sagrada.

Al toldo de un indio se acerca el que quiere. Pero no puede apearse del caballo, ni entrar en él sin que primero se lo ofrezcan. Una vez hecho el ofrecimiento, la hospitalidad dura una hora, un día, un mes, un año, toda la vida. Lo que entra al toldo es cuidado escrupulosamente. Nada se pierde. Sería una deshonra para la casa. Sólo de los caballos no responden. Sea conocido o desconocido el huésped, se lo previenen, diciéndole: aquí ni lo de uno está seguro. Y es la verdad.

El indio no rehúsa jamás hospitalidad al pasajero. Sea rico o pobre, el que llame a su toldo es admitido. Si en lugar de ser ave de paso se queda en la casa, el dueño de ella no exige en cambio del techo y de los alimentos que da, tampoco da otra cosa, sino que en saliendo a malón le acompañen.

El toldo de Caniupan estaba perfectamente construido y aseado. Sus mujeres, sus chinas y cautivas, limpias. Cocinaron con una rapidez increíble un cordero, haciendo puchero y asado y me dieron de comer.

El indio hizo los honores de su casa con una naturalidad y una gracia encantadoras. Me habría quedado allí de buena gana un par de días. Los cueros de carnero de los asientos y camas, las mantas y ponchos parecían recién lavados, no tenían una mancha, ni tierra ni abrojos.

Me presentó todas sus mujeres, que eran tres, sus hijos que eran cuatro y varios parientes, excepto la suegra, que vivía con él; pero con la que según la costumbre no podía verse, porque como me parece haberte dicho antes,   —176→   los indios creen que todas las suegras tienen gualicho, y el modo de estar bien con ellas es no verlas ni oírlas.

Pasé un rato muy entretenido, comí un buen asado de cordero, excelente patai de postre, bebí un trago de aguardiente, y al caer la tardecita me despedí y me volví al toldo de Baigorrita.

A mi compadre lo encontré como lo había dejado, sentado y fumando.

Unas chinas de los alrededores me esperaban de visita. Iban a dormir conmigo, es decir, a pasar la noche cerca de mi fogón, como lo hizo Villarreal con su familia cuando me tenían detenido a la orilla de la lagunita de Calcumuleu. Es una costumbre de la tierra.

Camargo no estaba. Unos indios amigos le habían llevado a un baile esa tarde. Se había ido con mi permiso, sin pedírmelo.

Cuando pregunté por él me dijeron que había encargado me avisaran, que con mi permiso se había ido a divertir. Era un verdadero mensaje de gaucho.

Mandé cebar mate y obsequié a mis visitas como corresponde. Eran cuatro, se habían puesto muy currutacas y las encabezaba una llamada María Jesús Rodríguez que hablaba el castellano como yo.

Su nombre derivaba del de su madrina. No era cristiana. Se me olvidaba decir que entre los indios, el compadrazgo se establece sin necesidad de bautismo.

Pero dejemos a las visitas y vamos al fogón. El cuarterón conversa con mis ayudantes, oigo que dice que conoce a Julián Murga y esto pica mi curiosidad.



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ArribaAbajo- XLVIII -

El cuarterón cuenta su historia.- Recuerdo de Julián Murga.- Los niños de hoy.- Diálogo con el cuarterón.- Insultos.- Nuestros juicios son siempre imperfectos.- Un recuerdo de la imitación de Cristo.- Dudas filosóficas.- Última mirada al fogón.- El cuarterón me da lástima.- Alarma.- Caiomuta ebrio, quiere matarme.- Un reptil humano.


Me acerqué al fogón, sin que me vieran, y permanecí de pie para no interrumpir al cuarterón. Las llamas fluminaban el cuadro, destacándose en él la horrible y deforme cara del espía de Calfucurá.

Contaba su historia.

No había conocido padres. Era natural de Buenos Aires, y había sido soldado del coronel Barcena, de repugnante y sangrienta memoria. Sus campañas eran muchas y había presenciado y sido ejecutor de inauditas crueldades.

El pronunciamiento de Urquiza contra Rozas, le tornó en la Banda Oriental, militando en las filas de Oribe. De allí vino incorporado a la División de Aquino, ese tipo noble, caballeresco y valiente que sucumbió a manos de una soldadesca fanática y desenfrenada.

  —178→  

Estuvo en Caseros, en el sitio de Buenos Aires y en el Azul con el general Rivas. De allí desertó. Vivió errante algún tiempo haciendo fechorías, mató a uno de una puñalada en una pulpería, ganó los indios, anduvo por Patagones comerciando, en calidad de Picunche, y allí conoció al coronel Murga.

Yo me he criado con Julián, le quiero mucho; los recuerdos de nuestra infancia no se borrarán jamás de mi imaginación; en nuestro barrio, el de San Juan, había como en todos un caudillo, él era el nuestro. Los pulperos, los zapateros, los tenderos y las viejas nos temblaban. Éramos el azote de los negros que vendían pasteles de los lecheros y panaderos.

Teníamos nuestro arsenal de piedras para ellos, y una colección de apodos que todavía sobreviven. Perseguíamos a muerte los gatos y los perros del vecino. Pescábamos por los fondos sus gallinas.

No dejábamos llamador en su lugar, zócalo recién pintado, pared recién blanqueada, vidrio sano que no rayáramos o rompiéramos.

Los locos nos aborrecían, los vigilantes y los serenos, preferían estar de amigas con la cuadrilla. Nos disfrazábamos y asustábamos a las viejas, prefiriendo a nuestras tías.

Los criados de todas las casas conocidas nos abominaban y las sirvientas nos toleraban. Julián prometía desde chiquito. Era audaz, inventivo, estratégico. Diablura que a él se le ocurría era siempre heroica. Una vez se le ocurrió tirarse de una azotea y lo hizo, se rompió una pierna; otra que incendiáramos una pulpería lanzando en ella un gato bañado en alquitrán y espíritu de vino al que le pegamos fuego, y armamos un alboroto de marca mayor. Teníamos   —179→   la ciudad dividida en secciones. Un día le tocaba a una, otro a otra. Esta noche le robábamos a Chandery la bota que tenía de muestra y a una paraguería el paraguas, y por la mañana, Chandery anunciaba paraguas y la paraguería botas.

Aquellos compañeros auguraban ya lo que serían más adelante algunos de la infantil decuria. ¡Cuántas traiciones y debilidades no denunciaron nuestros planes! ¡Cuántas cobardías no los hicieron fracasar! ¡Hasta espías había entre nosotros pagados por el celo maternal! ¡Ah! ¡los niños, los niños! Los niños de hoy han de ser los hombres del porvenir.

Tomad nota de sus buenas y malas cualidades, de sus arranques de cólera, de sus ímpetus generosos. Porque más tarde o más temprano, ellos serán: comerciantes, sacerdotes, coroneles, generales, presidentes, dictadores. El fondo de la humanidad persiste hasta la tumba. El barro del Océano nada lo remueve.

Me allegué al fogón, saludé dando las buenas noches, se pusieron todos de pie, menos el cuarterón, me hicieron lugar y me senté.

El espía había referido su vida con una ingenuidad y un cinismo, que revelaban a todas luces, cuan familiarizado estaba con el crimen. Robar, matar o morir habían sido lo mismo para él.

-¿Con que conoces al coronel Murga? -le pregunté.

-Sí, le conozco -me contestó.

Pero no cambió de postura, ni se movió siquiera. Conocía el terreno; sabía que allí todos éramos iguales, que podía ser desatento y hasta irrespetuoso.

-¿Y qué cara tiene?

  —180→  

Me describió la fisonomía de Julián, su estatura.

-¿Dónde le has conocido?

-En Patagones.

-¿Dónde queda?

Me explicó a su modo donde quedaba.

-¡Y cómo has ido a Patagones!

-Por el camino.

-¿Por qué camino?

-Por el que sale de lo de Calfucurá.

-¿Y cuántos ríos pasaste?

-Dos.

-¿Cuáles?

-El Colorado y el Negro.

-¿Sabes leer?

-No.

-¿Cómo te llamas?

-Uehaimañé (ojos grandes).

-Te pregunto tu nombre de cristiano.

-Se me ha olvidado.

-¿Se te ha olvidado...?

-Sí.

-¿Quieres irte conmigo?

-Para qué.

  —181→  

-Para no llevar la vida miserable que llevas.

-¿Me harán soldado?

No le contesté.

Él prosiguió: aquí no se vive tan mal, tengo libertad, hago lo que quiero, no me falta qué comer.

-Eres un bandido -le dije; me levanté, abandoné el fogón y me apresté a dormir.

La tertulia se deshizo; el cuarterón se quedó como una salamandra al lado del fuego. Los perros le rodearon lanzándose famélicos sobre los restos de la cena. Refunfuñaban, se mordían, se quitaban la presa unos a los otros.

El espía permanecía inmóvil entre ellos. Tomó un hueso disputado y se lo dio a uno de los más flacos acariciándolo.

Noté aquello y me abismé en reflexiones morales sobre el carácter de la humanidad.

El hombre que no había tenido una palabra, un gesto de atención para mí, que se había mostrado hasta soberbio en medio de su desnudez, tenía un acto de generosidad y un movimiento de compasión para un hambriento y ese hambriento era un perro.

Yo le había creído peor de lo que era.

Así son todos nuestros juicios, imperfectos como nuestra propia naturaleza.

Cuando no fallan porque consideramos a los demás inferiores a nosotros mismos, fallan porque no los hemos examinado con detención. Y cuando no fallan por alguna de esas dos razones, fallan porque faltos de caridad,   —182→   no tenemos presente las palabras de la Imitación de Cristo:

Si tuvieses algo bueno, piensa que son mejores los otros.



¿Quién era aquel hombre? Un desconocido. ¿Qué vida había llevado? La de un aventurero. ¿Cuál había sido su teatro, qué espectáculos había presenciado? Los campos de batalla, la matanza y el robo. ¿Qué nociones del bien y del mal tenía? Ningunas. ¿Qué instintos? ¿Era intrínsecamente malo? Era susceptible de compadecerse del hambre o de la sed de uno de sus semejantes? No es permitido dudarlo después de haberle visto, entre las tinieblas, sentado cerca del moribundo fogón, sin más testigos que sus pensamientos: apiadarse de un perro, que por su flacura y su debilidad parecía condenado a presenciar con avidez el nocturno festín de sus compañeros.

¿Sería yo mejor que ese hombre, me pregunté, si no supiera quién me había dado el ser, si no me hubieran educado, dirigido, aconsejado; si mi vida hubiese sido oscura, fugitiva; si me hubiera refugiado entre los bárbaros y hubiera adoptado sus costumbres y sus leyes y me hubiera cambiado el nombre, embruteciéndome hasta el punto de olvidar el que primitivamente tuviera?

Si jamás hubiera vivido en sociedad, aprendiendo desde que tuve uso de razón a confundir mi interés particular con el interés general, que es la base de nuestra moral, ¿sería yo mejor que ese hombre? -me pregunté por segunda vez.

¿Si no fuera el miedo del castigo, que unas veces es la reprobación y otras veces los suplicios de la ley, sería yo mejor que ese hombre? -me pregunté por tercera vez.

  —183→  

No me atreví a contestarme. Nada me ha parecido más audaz que Juan Jacobo Rousseau, exclamando: «Yo, sólo yo, conozco mi corazón y a los hombres. No soy como los demás que he visto y me atrevo a decir que no me parezco a ninguno de los que existen. Si no valgo más que ellos, no soy como ellos. Si la naturaleza ha hecho bien o mal en romper el molde en que me fundió, no puede saberse sino leyéndome».

Eché la última mirada al fogón.

El cuarterón atizaba el fuego maquinalmente con una mano, y con la otra acariciaba al perro flaco, que apoyado sobre las patas traseras dobladas y sujetando con las delanteras estiradas un zoquete, en el que clavaba los dientes hasta hacer crujir el hueso, miraba a derecha e izquierda con inquietud, como temiendo que le arrebataran su presa. Una llama vacilante, iluminaba con cambiantes de claro-oscuro la cara patibularia. Me dio lástima y no me pareció tan fea.

Hacía fresco.

Me acerqué a él y le pregunté:

-¿No tienes frío?

-Un poco -me contestó, mirándome con fijeza por primera vez, al mismo tiempo que le aplicaba una fuerte palmada a su protegido, que al aproximarme gruñó, mostrando los colmillos.

Una calma completa reinaba en derredor; todos dormían, oyéndose sólo la respiración caden35ciosa de mi gente.

La luna rompía en ese momento un negro celaje y   —184→   eclipsando la luz de las últimas brasas del fogón, iluminaba con sus tímidos fulgores aquella escena silenciosa, en que la civilización y la barbarie se confundían, durmiendo en paz al lado del hediondo y desmantelado toldo del cacique Baigorrita, todos los que me acompañaban: oficiales, frailes y soldados.

Cuidando de no pisarle a alguno la cabeza, el cuerpo o los pies, busqué el sitio donde habían acomodado mi montura. Estaba a la cabecera de mi cama. Saqué de ella un poncho calamaco, volví al fogón y se lo di al espía de Calfucurá, cuyos grasientos pies lamía el hambriento perro, diciéndole:

-Toma, tápate.

-Gracias -me contestó tomándolo.

Iba a sentarme para seguir interrogándole, aprovechando la quietud que reinaba, cuando oí el galope de varios caballos y gritos de:

-¿Dónde está ese coronel Mansilla?

El espía se puso de pie. Tenía un gran cuchillo medio atravesado por delante. Le miré. Su cara revelaba curiosidad, pero no mala intención.

-¿Qué gritos son esos? -le pregunté.

-Parecen borrachos -me contestó.

-A ver; fíjate -le dije.

Paró la oreja, los gritos seguían aproximándose. Yo no percibía bien lo que decían. Ya no resonaba en el silencio de la noche mi nombre, sino ecos araucanos.

  —185→  

-¿Qué dicen? -le pregunté, pareciéndome oír una voz conocida.

-Es Camargo -me contestó.

-¿Camargo?

-Sí, viene con unos indios borrachos, ya llegan.

En efecto, sujetaron los caballos e hicieron alto detrás del toldo de Baigorrita, presentándoseme acto continuo Camargo.

-Mi Coronel -me dijo, echándome el tufo-, ¡acuéstese, acuéstese pronto!

-¿Por qué hombre?

-¡Acuéstese, señor, acuéstese!

-Pero ¿por qué?

-Caiomuta viene muy borracho.

Y esto diciendo, me tomó del brazo y me empujó hacia la enramada en que estaba mi cama.

-Acuéstese, señor -dijo el espía también.

Me acosté volando.

Caiomuta había entrado en el toldo de su hermano y le había despertado.

Hablaban con calor, en su lengua. Yo nada comprendía.

Estaba tranquilo; pero receloso.

De repente, un hombre tropezó en mis piernas y se cayó encima de mí.

-¡Eh! -grité.

  —186→  

-Dispense, señor -me dijo Camargo, reconociendo, mi voz.

-¿Qué haces hombre?

-Cállese, señor -me contestó en voz baja.

Y arrastrándose en cuatro pies, le vi acercarse al toldo de Baigorrita, quedando bastante cerca de mi cama para poder conversar sin alzar la voz.

-¡Qué indio tan pícaro! -me dijo.

-¿Qué hay?

-Le dice a Baigorrita, que lo quiere matar a usted.

-¿Y mi compadre qué dice?

-Le ha dado una trompada y le ha dicho que se atreva.

En ese momento, Baigorrita gritó, San Martín.

Camargo se reía, apretándose la barriga y me decía:

-¡Ah! ¿indio malo? No se puede levantar de la trompada que le ha dado el hermano.

-Toma, por pícaro. ¿Sabe, señor, que me han robado los estribos? ¡Ladrones! Les he tirado todo y me he venido en pelos, ni las riendas he traído, le he echado al pingo un medio bozal.

-¡San Martín! ¡San Martín! -gritaba Baigorrita.

Vino San Martín, entró en el toldo y mi compadre habló con él, repitiendo mi nombre varias veces.

-Dice -me dijo Camargo-, que lo cuide a usted que no   —187→   hagan ruido y que si Caiomuta quiere hacer barullo que lo maten.

Caiomuta, ebrio como estaba, no podía levantarse del sitio en que lo había tendido el membrudo brazo de su hermano mayor.

Camargo se arrastró como un reptil, saliendo de donde estaba, y acostándose a los pies de mi cama, me pidió mil disculpas por haber venido alegre; me contó el robo que le habían hecho otra vez; me dijo que los indios eran unos pícaros, que él los conocía bien; que por eso no les andaba con chicas: que Caiomuta era quien le había hecho robar los estribos de plata; que para saberlo había tenido que asustarlo a un indio; que le había ofrecido matarlo si no le confesaba la verdad, y que, de miedo, no sólo le había contado todo, sino que le había dado un chifle de aguardiente que tenía muy guardado hacía tiempo; que al día siguiente habían de parecer los estribos, que si no parecían se había de volver en pelos a lo de Mariano y lo había de avergonzar a Caiomuta, que a una visita no se le robaban las prendas.

Yo no podía pegar los ojos. Oía rugir a Caiomuta y estaba alerta.

San Martín se allegó a mi cama y me miró de cerca.

-¿Qué hay? -le dije.

-Nada, señor, duerma no más, no hay cuidado -me contestó.

-Gracias -repuse.

Me dio las buenas noches y se marchó, entrando en el toldo de Baigorrita.

  —188→  

A ese tiempo, el otro indio que había venido con Caiomuta, y que al apearse del caballo, se había caído, permaneciendo un rato tirado en el suelo, se levantó y preguntó:

-¿Dónde está ese Camargo?

Nadie le contestó.

-Ese Camargo mucho asesino -dijo.

Nadie le contestó.

-¡Mucho asesino! -gritó.

Camargo, se despertó, le echó un terno y el indio no replicó.

Así estuvieron más de una hora.

Yo, al fin me quedé dormido.

De improviso me desperté sobresaltado.

Una cosa blanda, húmeda y tibia pesaba sobre mi cara.

  —189→   36


ArribaAbajo - XLIX -

Medio dormido.- Un palote humano.- Un baño de aguardiente.- Los perros son más leales que los hombres.- Preparativos.- El comercio entre los indios.- Dar y pedir con vuelta.- Peligros a que me expuso mi pera.- En marcha para Añancué.- Una águila mirando al norte, buena señal.


La luna había terminado su evolución, las estrellas brillaban apenas al través de cenicientos nubarrones; reinaba una oscuridad caótica.

Abrí los ojos, no vi nada.

Me apretaban fuertemente, quitándome la respiración; una sustancia glutinosa, fétida, corría como copioso sudor por mi cara; una mole me oprimía el pecho, palpitaba y confundía sus latidos con los míos; otro peso gravitaba sobre mi vientre; y algo, como brazos, aleteaba.

El sobresalto, el cansancio, el sueño reparador interrumpido, las tinieblas me ofuscaban.

Oía como un gruñido y sentía como si diesen vuelta   —190→   por encima de mí, estirada humanidad, un inmenso palote de amasar.

¡No podía sacar los brazos de abajo de las cobijas, porque las sujetaban de ambos lados, hice un esfuerzo y conseguí sacar uno.

Tanteando con cierto inexplicable temor, a la manera que entre las sombras de la noche penetramos en un cuarto, cuyos muebles no sabemos en qué disposición están colocados, toqué una cosa como la cara de un hombre de barba fuerte, que se ha afeitado hace tres días. Me hizo el efecto de una vejiga de piel de lija.

Conseguí sacar el otro brazo, y siguiendo la exploración, lo llevé a la altura del primero; toqué una cosa como la clin de un animal. Luego tanteando con las dos manos a la vez, hallé otra cosa redonda, que no me quedó la menor duda era una cabeza humana. Un líquido aguardentoso, cayendo sobre mi cara como el último chorro de una pipa al salir por ancho bitoque, me ahogo.

Llamé a Camargo angustiosamente. No me oyó. Creí morirme. No sabía lo que embargaba mis sentidos. Pegué un empujón con entrambas manos a lo que me parecía una cabeza; formé con mis rodillas un triángulo y dándole un fuerte empellón al peso que las oprimía eché a rodar un bulto pesado, que gritó, «peñí» -(hermano).

Me puse de pie, como don Quijote en la escena con Maritornes, y vi un cuerpo revoleándose a mi lado. Volví a llamar a Camargo, con todos mis pulmones, se levantó rápido, se acercó a mi cama y oyendo que le decía, «qué es eso», señalándole el bulto, se agachó, miró, echose a reír y exclamó: «es el indio borracho».

Comprendí lo que había pasado; su interlocutor de un   —191→   rato antes, al cruzar por mi enramada había tropezado, se había caído y con la tranca no había podido levantarse; había posado su cara sobre la mía y me había bañado con sus babas y sus erupciones alcohólicas.

Tuve que llamar a Carmen, que lavarme y mudar de ropa.

El crepúsculo empezaba. Mandé hacer fuego, calentar agua y fui a sentarme en el fogón.

El cuarterón y el perro estaban allí: dormían.

La madrugada me sorprendió tomando mate. Mi compadre se levantó cuando las últimas estrellas desaparecían. Llamó a San Martín, le dio sus órdenes y un momento después, Caiomuta salía de su toldo en brazos de Cuatro indios como un cuerpo muerto.

Le enhorquetaron sobre su caballo, le dieron a éste un rebencazo y el animal tomó el camino de la querencia, llevándose a su dueño y señor.

Mi compadre vino enseguida al fogón, y saludándome, se sentó a mi lado. Preguntome si había dormido bien.

Le contesté que sí; le di un mate y un cigarro, tomó ambas cosas, no habló más y se marchó.

Varias veces, mientras permaneció a mi lado clavó sus ojos en el cuarterón con indiferencia.

Despertose éste, me dio los buenos días y se levantó. Siéntate no más, le dije, pasándole un mate. Obedeció y lo tomó.

Nuevos parroquianos llegaron en ese momento.

Al tomar asiento, mi ayudante Rodríguez viendo al cuarterón allí, dijo:

  —192→  

-¿Conque sabías escribir?

El hombre no contestó.

El alférez Ozaroski, dijo:

Si no sabe; ha querido hacer creer que sabía; lo que estuvo escribiendo eran unas rayas, y contó que la tarde antes le habían visto con un lápiz y aire misterioso, detrás de la cocina, hacer como que tomaba nota de lo que se conversaba. Pero que todo había sido una pantomima.

El espía de Calfucurá era un tipo.

Oyendo que se ocupaban de él, se marchó; el perro le siguió.

Había encontrado un hombre que parecía indio, que hablaba una lengua que conocía y se había adherido a él por la gratitud.

Los perros son más leales que los hombres; los hombres más generosos que los perros. El mundo está bien así, mientras no se presente otro planeta mejor a donde emigrar. Pero la raza humana tiene sin embargo mucho que aprender de la canina y viceversa.

Me acordé de que ese día era el prefijado para la gran junta. Llamé a San Martín y le hice preguntar a mi compadre a qué hora marcharíamos. Me contestó que cuando ladeara el sol.

Di mis órdenes, se pasó la mañana en preparativos para la marcha y cuando todo estuvo dispuesto me fui al toldo de Baigorrita, entrando en él como en mi casa.

No observaba movimiento en su gente y tenía curiosidad de saber en qué consistía.

  —193→  

La hora se acercaba.

Mi compadre me vio entrar sin salir de su apatía habitual. Había vuelto a la faena de picar tabaco con la navaja de Rodgers.

En la cara me conoció que alguna curiosidad me llevaba.

Llamó a San Martín.

Vino éste y le hice preguntar, que si todavía no era hora de ensillar.

Me contestó que teníamos bastante tiempo aún; que de allí a Añancué, línea divisoria de sus tierras no había más que dos galopes; que ya había mandado traer sus caballos y buscar una res, para que mi gente carneara antes de partir; pero que la res tardaría un rato largo en llegar, porque estaba lejos.

-¿Y que mi compadre no tiene vacas gordas aquí? -le pregunté a San Martín.

-No, señor, si está muy pobre -me contestó.

-¿Muy pobre?

-Sí, señor.

-¿Y cuánto vale una vaca?

-No tiene precio.

-¿Cómo no tiene precio?

-Cuando es para comercio, depende de la abundancia, cuando es para comer no vale nada, la comida no se vende aquí; se le pide al que tiene más.

-De modo que los que hoy tienen mucho, pronto se quedarán sin tener que dar.

  —194→  

-No, señor; porque lo que se da tiene vuelta.

-¿Qué es eso de vuelta?

-Señor, es que aquí el que da una vaca, una yegua, una cabra, o una oveja para comer, la cobra después; el que la recibe algún día ha de tener.

-Y si a un indio rico le piden veinte indios pobres a la vez, ¿qué hace?

-A los veinte les da con vuelta y poco a poco se va cobrando.

-Y si se mueren los veinte, ¿quién le paga?

-La familia.

-¿Y si no tienen familia?

-Los amigos.

-¿Y si no tienen amigos?

-No pueden dejar de tener.

-Pero todos los hombres no tienen amigos que paguen por ellos.

-Aquí sí; no ve, señor, que en cada toldo hay allegados que viven de lo que agencia el dueño.

-¿Y si se les antoja no pagar?

-No sucede nunca.

-Puede suceder, sin embargo.

-Podría suceder, sí, señor; pero si sucediese, el día que a ellos le faltase nadie les daría.

-¿Cada indio tendrá una cuenta muy larga de lo que debe y le deben?

  —195→  

-Todo el día hablan de lo que han recibido y dado con vuelta.

-¿Y no se olvidan?

-Un indio no se olvida jamás de lo que da, ni de lo que le ofrecen.

-¿Me has dicho que cuando una vaca era para comercio tenía precio?

-Sí, señor.

-Explícame eso.

-Señor, comercio es que el que tiene le haga un cambio al que tiene.

-Entonces si un indio tiene un par de estribos de plata, y no tiene qué comer, y quiere cambiar los estribos por una vaca, ¿los cambia?

-No se usa; le darán la vaca con vuelta y él dará los estribos con vuelta también.

- ¿Y si un indio tiene un par de espuelas de plata y las quiere cambiar por un par de estribos?

-Las cambia, con vuelta o sin vuelta, según el trato.

-¿Y con los indios chilenos, cómo hacen el comercio, lo mismo?

-No, señor; con los chilenos, el comercio lo hacen como los cristianos, a no ser que sean parientes.

-¿Y con los indios de Calfucurá y con los pampas?

-Lo mismo, señor.

-¿Y hay pleitos aquí?

-No faltan, señor.

  —196→  

-Y cuando dos indios tienen una diferencia, ¿quién los arregla?

-Nombran jueces.

-¿Y si alguno no se conforma?

-Tiene que conformarse.

Estos bárbaros, dije para mis adentros, han establecido la ley del Evangelio: hoy por ti mañana por mí; sin incurrir en las utopías del socialismo; la solidaridad, el valor en cambio para las transacciones; el crédito para las necesidades imperiosas de la vida y el jurado civil; entre ellos se necesitan especies para las permutas, crédito para comer.

Es lo contrario de lo que sucede entre los cristianos. El que tiene hambre no come si no tiene con qué. Está visto que las instituciones humanas son el resultado de las necesidades y de las costumbres, y que la gran sabiduría de los legisladores, consiste en no perderlo de vista al modelar las leyes. Los que a cada rato nos presentan el cartabón de otras naciones cuya raza, cuya religión, cuyas tradiciones difieren de las nuestras, deberían tomar nota de estas observaciones.

Por aquí iba de mi soliloquio, cuando el indio que me escamoteó los guantes de castor se presentó. Venía algo achumado.

En cuanto me vio, me dijo una cuchufleta. Sentose a mi lado y me pidió el pañuelo de seda que llevaba al cuello. Me negué a dárselo, porque su desaparición importaba una señal. Pero insistió e insistió y no tuve más recurso que ceder. Era una prenda insignificante y quién sabe qué se imaginaba mi compadre si no lo daba. De la suspicacia de un indio hay que esperarlo todo.

  —197→  

Gran contento experimentó el indio al recibir el pañuelo y en el acto se lo puso como yo lo usaba, calándose encima el sombrero.

Siguió jaraneando, siendo mi larga pera objeto de los mayores elogios y admiración. «Grande, linda», me decía pasando por ella sus puercas manos. Quería levantarme y no me dejaba. Estaba cargoso como cuatro. Y no me era dado manifestarle que me atosigaba con sus monadas, porque a mi compadre le hacían suma gracia. Además yo sabía todo el cariño y respeto que tenía por él.

Me abrazaba, me besaba, se quedaba mirándome y gozoso exclamaba: «¡ese Coronel Mansilla toro!». Era el mayor cumplimiento que podía dirigirme. Ya lo he dicho, ser toro es ser todo un hombre.

No sabiendo qué más hacerme, se le ocurrió trenzarme la pera.

Era la otra seña convenida con Camilo si algún peligro me amenazaba. ¡Cómo dejarlo satisfacer su capricho!

Se aferró a él con tanta tenacidad, que me preocupó seriamente.

Y no era para menos, Santiago amigo, si tienes presente la composición de lugar hecha con Camilo, para el caso de que los indios no quisiera dejarme salir de entre ellos.

Que me hubiera pedido y sacado el pañuelo, se explicaba. A cualquier indio podía habérsele ocurrido pedírmelo. Me había puesto en ese caso. Pero que después de haber dado el pañuelo, me quisiera trenzar la barba, era inexplicable, extraordinario.

No hay previsión que alcance ciertas cosas; con razón   —198→   dice Napoleón, que en la guerra dos tercios deben concedérsele al cálculo y uno a la casualidad.

No podía ocurrírseme la idea de una traición porque los muchachos de Camilo eran todos hombres muy seguros. «Han conversado entre ellos sobre lo convenido, algún espía los ha oído -me decía-, y me tienden un lazo, quieren ver qué hago».

El indio no declinaba de su empeño. «A Roma por todo», exclamé interiormente y me dejé trenzar la barba, tomando la precaución de darle la espalda a la entrada del toldo, no fuera a pasar Camilo, viera la señal y se largara para la Villa de Mercedes, llevándole un parte falso al general Arredondo.

Estaba en ascuas; los caballos debían llegar de un momento a otro y con ellos Camilo, quien según la consigna no me veía hacía días.

Darle aviso de lo que acontecía era imposible. El indio no me dejaba salir del toldo. Un hombre achumado es más pesado y fastidioso que una mujer enamorada celosa.

La res que había mandado pedir mi compadre llegó, y me sacó de apuros. Preguntáronle si la carneaban, contestó que sí, y me hizo decir que cuando gustara podía mandar ensillar.

Me levanté, y destrenzándome la malhadada pera, salí del toldo, a pesar de los repetidos, «no se vaya, amigo» del indio.

Tres trompas tocaron llamada y algunos momentos después comenzaron a llegar grupos de jinetes, montando buenos caballos y vistiendo trajes de gala. Uno de ellos tenía uniforme completo de teniente coronel y la pata en el suelo.

  —199→  

Mi gente estaba pronta. Arrimaron las tropillas y ensillamos.

Me despedí tiernamente de mi ahijado. Extraños fenómenos de la simpatía, ¡el chiquilín lagrimeó!

Montamos y partimos al gran galope en dispersión.

El cuarterón iba con nosotros y el perro del toldo de Baigorrita le seguía.

Por el camino se incorporaron varios grupos de indios, y cuando llegábamos a las alturas de Poitaua era la tarde ya.

Sujeté para esperar a los franciscanos que se habían quedado atrás, y mi compadre también.

Sobre la copa de un algarrobo estaba una águila, mirando al norte.

Baigorrita me hizo decir con San Martín, que era buena seña, que el águila nos indicaba el rumbo.

Si hubiese estado mirando el sud, todos los indios se habrían vuelto.

Es el ave sagrada de ellos y tienen esa preocupación.

Los franciscanos llegaron y seguimos la marcha al trote; iba a reírme de la superstición del águila, diciéndoles lo que me había hecho notar mi compadre. Pero me acordé de que yo no como donde hay trece, ni mato arañas por la noche.

Hay un mundo en el que todos los hombres son iguales, el mundo de las preocupaciones. El más sensato es un bárbaro. Decídme, sino lector, ¿por qué aborrecéis a don fulano?



  —[200]→     —201→  

ArribaAbajo- L -

Mi compadre Baigorrita me pide caballos prestados.- El que entre lobos anda a aullar aprende.- Aves de la Pampa.- En un monte.- Perdido.- Las tinieblas.- Fantasmas de la imaginación.- ¿Somos felices?- Disertación sobre el derecho.- El miedo.- Hallo el camino.- Me incorporo a mis compañeros.- Clarines y cornetas.


En Pitralauquen, volvimos a hacer alto; los flamencos atornasolados saludaron nuestra llegada, batiendo con estrépido sus sonrosadas alas, y en ondas caprichosas se perdieron por el éter incoloro.

Mi compadre y sus indios allegados iban tan mal montados, que me pidió por favor le prestara algunos caballos para llegar a la raya.

Ordené que se los dieran, y diciéndole a San Martín, «parece increíble que Baigorrita no tenga más caballos», me contestó: «si anoche casi lo han dejado a pie».

Descansamos un rato y seguimos la marcha.

Al tiempo de subir a caballo, le robé al indio de los guantes un naco de tabaco que llevaba atado a los tientos.

  —202→  

El que entre lobos anda a aullar aprende.

Se lo dije a mi compadre y se rió mucho, festejando la ocurrencia y la burla que le harían los demás cuando supieran que se había dejado robar por mí.

Galopábamos a toda brida.

Éramos como doscientos y ocupábamos media legua, por el desorden en que los indios marchan.

El sol se ponía con un esplendor imponente; sus rayos como dardos de fuego despejaban los celajes que intentaban ocultarlo a nuestras miradas y refractándose sobre las nubes del opuesto hemisferio, teñían el cielo con colores vivaces.

Las aves acuáticas, en numerosas bandadas, hendían los aires con raudo vuelo y graznando se retiraban a las lagunas, donde anidaban sus huevos.

Es increíble la cantidad de cisnes, blancos como la nieve, de cuello flexible y aterciopelado; de gansos manchados, de rojo pico, de patos reales, de plumas azules como el lapislázuli, de negras bandurrias, de corvo pipo; de pardos chorlos, de frágiles patitas; de austeras becacinas, de grises alas, que alegran la Pampa. En cualquier laguna hay millares.

¡Cómo gozaría allí un cazador!

Imaginaos que en la «Ramada» los soldados recogieron un día ocho mil huevos, después de haber recogido toda la semana grandes cantidades.

¡Cuánto echaba yo de menos mi escopeta!

Entramos en el monte. Anocheció y seguimos al galope. El polvo y la oscuridad envolvían en tinieblas profundas los árboles que, como fantasmas, se alzaban de improviso   —203→   al acercarnos a ellos; no nos veíamos a corta distancia; nos llevábamos por delante unos a los otros; mi caballo era superior, yo iba a la cabeza, perdí la senda y me extravié.

Sujeté, hice alto, puse atento el oído en dirección al rumbo que me pareció traerían los que me precedían, nada oí.

¿Qué peligro corría?

Ninguno en realidad.

Un tigre, no podía hacerme nada. El caballo me habría librado de él. Nuestros tigres -el yaguar argentino-, no atacan como el tigre de Bengala, sino cuando los buscan. Por otra parte el monte había sufrido los estragos de la quemazón y el tigre vive entre los pajonales.

¿Qué me imponía entonces?

Las tinieblas de la noche.

Las sombras tienen para mí un no sé qué de solemne. En la oscuridad, cuando estoy solo me siento anonadado. Me domino; pero tiemblo.

La noche y los perros son mis dos grandes pesadillas. Yo amo la luz y a los hombres, aunque he hecho más locuras por las mujeres. No puedo decir lo que me aterra cuando estoy solo en un cuarto oscuro, cuando voy por la calle en tenebrosas horas, cuando cruzo el monte umbrío; como no puedo decir lo que sentía cuando trepaba las laderas resbaladizas de la gran cordillera de los Andes, sobre el seguro lomo de cautelosa mula.

Pero siento, algo de pavoroso, que no está en los sentidos, que está en la imaginación; en esa región poética, mística, fantástica, ardiente, fría, límpida, nebulosa,   —204→   trasparente, opaca, luminosa, sombría, risueña, triste -que es todo y no es nada-, que es como los rayos del sol y su penumbra -que cría y destruye-, que forja sus propias cadenas y las rompe -que se engendra a sí misma y se devora-, que hoy entona tiernas endechas al dolor, que mañana pulsa el plectro aurífero y canta la alegría -que hoy ama la libertad y mañana se inclina sumisa ante la oprobiosa tiranía.

¡Ah! ¡Si pudiéramos darnos cuenta de todo lo que sentimos!

¡Si nuestra impotente naturaleza pudiera tocar los lindes vedados que separan lo finito de lo infinito! Si pudiéramos penetrar en los abismos del mundo psicológico, como alcanzamos con el telescopio a las más remotas estrellas!

¡Si pudiéramos descomponer los rayos de la mirada del hombre, como el espectro solar descompone los rayos del gran luminar! ¡Si pudiéramos sondar el corazón, como los bajíos tempestuosos del mar!

¿Seríamos más felices?

¡Más felices...!

¿Somos acaso felices?

Si constantemente hablamos de la felicidad, es porque tenemos idea de ella.

Definidme, pues lo que es.

Quiero saberlo, necesito saberlo, debo saberlo, es mi derecho.

Sí, yo tengo derecho a ser feliz, como tengo derecho a ser libre. Y tengo derecho a ser libre, porque he nacido libre.

  —205→  

¿Qué es la libertad?

¿No es el poder de obrar, o de no obrar; no es la facultad de elegir; no es el ejercicio de mi voluntad consciente, reflexiva, deliberada, calculada, espere daño o bien?

¡Os atrevéis a tacharme la definición!

¿Qué me vais a decir?

¿Que no es jurídica; porque la libertad es el poder de hacer lo que no daña a otro?

Os advierto que no hablo como un legista, sino como un filósofo, y os admito la diferencia.

Convenido; la libertad es eso, mi derecho corriendo en línea paralela con el vuestro, una abstracción susceptible de asumir una fórmula gráfica.

A mi derecho.

A vuestro derecho.

Luego un derecho que se sobrepone a otro no es derecho, es abuso o tiranía.

Yo tengo el derecho de hablar, vos también. Si os impongo silencio y no callo, os oprimo. Yo tengo el derecho de trabajar para mí, vos también. Si os hago mi esclavo, os tiranizo.

Estamos acordes.

Pues bien. Insisto en ello. Yo tengo el derecho de ser feliz. Lo reconozco, me contestáis; no me opongo a ello, no tengo cómo oponerme; lo intentaría en vano.

Es mentira, puesto que mi felicidad consiste en que me devolváis el amor de la mujer que me habéis robado.

  —206→  

No depende de mí. En todo caso dependerá de ella.

Pero es que si ella volviese a mí, no volvería como antes era; para que lo fuera, hubiera debido permanecer inmaculada y la habéis corrompido.

Suponiendo que yo pueda ser responsable de vuestra felicidad, os prevengo que hacéis un sofisma cuando la comparáis con el derecho.

No os entiendo.

Quiero decir que el derecho regla las relaciones naturales de la humanidad; que si la libertad es un derecho, la felicidad no lo es.

¿Y por qué no ha de ser un derecho aquello que más necesito?

Tanto valiera que me dijerais que respirar no es mi derecho, siendo así que tengo el derecho de vivir y que si no respiro muero.

Es que el sofisma consiste en que hacéis de un accidente una necesidad; de una cosa contingente una cosa absoluta; de una cosa que está en vuestras manos, una cosa que depende de los demás.

¿Pero mi libertad, mi derecho están en ese mismo caso?

No, porque vuestra libertad y vuestro derecho están garantidos por la libertad, y el derecho ajenos. Altri non fecis quod tibi fieri non vis. No hagas a los demás, lo que no quieres que te hagan a ti mismo. Alteri feceris quod tibi fieris velis. Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti mismo. Estos dos aforismos encierran todos los deberes del hombre para con sus semejantes y con la familia.

No protesto contra esos principios, arguyo solo, que   —207→   si mi felicidad no daría a los demás, tengo el derecho de exigir ser feliz.

¿A quién?

¿A quién...?

Sí ¿a quién?

Contestadme.

Os he pedido que me defináis la felicidad.

¿Que os defina la felicidad?

Si la felicidad no es absoluta, es relativa. No es como el bien y el mal, como lo bueno y lo malo. Es objetiva y subjetiva. Depende de las circunstancias, del carácter, de las aspiraciones, de accidentes sin fin.

Os entiendo.

Queréis decirme, que un fraile de la Trapa, vicioso, descreído, puede vivir más tranquilamente en su retiro que yo, creyente y sano, en el bullicio de la sociedad.

Precisamente.

Entonces ¿qué recurso nos queda a los que rodamos fatalmente en ese torbellino?

Tomarlo como viene, resignarse.

La conformidad puede convenirle a un esclavo.

¿Y creéis haber dicho algo?

Si no lo creyese no hubiera hablado.

Os prevengo, sin embargo, que sois esclavo de vuestras pasiones.

¿Y qué me queréis decir?

  —208→  

Quería recordaros, que Dios es inescrutable, que el hecho de no poder definir satisfactoriamente una cosa en abstracto, no prueba que la cosa deje de existir; en una palabra, que habéis sido insensato al exclamar con desaliento: ¿somos acaso felices?

De consiguiente, porque no pueda definir lo que experimenté cuando me vi perdido en el monte, no por eso dejará de creerse que fue miedo.

¿Cuánto duró? Pocos instantes. Quizá si hubiera durado más, lo hubiera podido definir.

Me hallaba perplejo sin saber qué hacer, mi caballo caminaba en la dirección que quería, yo estaba desorientado y todo era igual, lo mismo un rumbo que otro.

Así había vagado un breve instante a la aventura cuando sentí un tropel, cerca, muy cerca de mí. La emoción sin duda no me había permitido oírlo antes.

Hay situaciones en que, según las disposiciones del espíritu, el zumbido de una mosca, el susurro de una hoja parecen una tempestad; y otras en que no se oye ni el estampido del cañón. Yo he visto en el campo de batalla hombres asustados, poseídos de terror pánico, huir hacia el enemigo, que no reconocían a quién les hablaba, ni oían lo que se les decía.

Dando vueltas había caído al camino. Me incorporé a un grupo que pasaba al galope y seguí. Salimos a un descampado. Algunas estrellas brillaban entre nubes errantes, que a impulsos de un vientecito que se había levantado, corrían de naciente a poniente, presagiando que al salir la luna tendríamos luz.

Volvimos a entrar en la espesura; caímos a unos barrancos   —209→   con lagunas salitrosas, que parecían espejos de bruñida plata; subimos a la falda de los médanos y al llegar a la cumbre de uno de ellos, la errante reina de los cielos, asomó su blanca faz, y clavándola en la inmóvil superficie de las lagunas hizo brotar de su seno diamantinas luces.

Oyéronse toques de clarín. Jamás el bélico instrumento resonó en mis oídos, con más solemnidad. Me hizo el efecto de la trompeta del arcángel el día del juicio final. Sus vibraciones se alcanzaban tremulantes unas a otras, recorriendo las ondulaciones del vacío.

Los cornetas de Baigorrita contestaron.

Estábamos en la raya.

Hicimos alto. Llegó un parlamento, habló y habló; le contestaron razón por razón; lo despacharon; volvió otro y otro, se hizo lo mismo y a las cansadas llegó un hijo de Mariano Rosas, invitándonos a avanzar.

Marchamos y llegamos, pasando por una gran playa, que es donde los indios, después de sus grandes juntas juegan a la chueca.