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ArribaAbajo- LI -

Mariano Rosas y su gente.- ¡Qué valiente animal es el caballo!- Un parlamento de noche.- Respeto por los ancianos.- Reflexiones.- La humanidad es buena.- Si así no fuese estaría perturbado el equilibrio social.- El arrepentimiento es infalible.- Lo dejo a mi compadre Baigorrita y me retiro.- Un recién llegado.- Chañilao.- Su retrato.


Mariano Rosas y su gente estaban campados en una colina escarpada; trepábamos dificultosamente a la cima, los caballos se hundían hasta los hijares en la esponjosa arena; cada paso les costaba un triunfo, caían y se enderezaban; temblaban, se esforzaban ardorosos y volvían a caer: la espuela y el rebenque los empujaba, por decirlo así; endurecían los miembros, recogían las patas delanteras y sacándolas al mismo tiempo, se arrastraban y desencajaban poco a poco las traseras; sudaban, jadeaban, se paraban, resollaban y subían; a veces teníamos que apearnos, que tirarlos de la rienda y animarlos, accionando con los brazos, gritando «¡aaaah!».

¡Qué potente y valiente animal es el caballo!

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Llegamos a la cumbre de la colina.

Bajo dos coposos algarrobos, había sentado sus reales el cacique general de las tribus ranquelinas.

Parlamentaba solemnemente con los capitanejos e indios circunvecinos y lejanos que sucesivamente llegaban al lugar de la cita.

A todos los recibía con la misma consideración; a todos les hacía las mismas preguntas; a todos los conocía por sus nombres, sabía de dónde venían, cómo se llamaban sus abuelos, sus padres, sus mujeres, sus hijos; y a todos les explicaba el motivo de la junta, que al día siguiente se celebraría. Y todos contestaban lo mismo, y después de contestar se sentaban en hilera dándoles la derecha a los capitanejos más caracterizados y a los viejos. Entre estos fue objeto de las mayores atenciones un tal Estanislao. Venía, de muy lejos, de la raya de las tierras de Baigorrita con Calfucurá.

Tendría como setenta años; era alto pero estaba encorvado bajo el peso de la edad; sus largos cabellos canos, cayendo en lacias crenchas sobre sus hombros, le daban a su rugosa cara, tostada por el sol, un aspecto simpático de veneración.

Su traje era el de un paisano.

Poncho y chiripá de tela pampa; camisa de Crimea, calzoncillos con fleco, botas de potro cerradas en la punta. No llevaba sombrero. Una ancha vincha azul y blanca adornaba su frente.

Para bajarse del caballo tuvo necesidad de que dos indios robustos le prestaran ayuda.

Una vez en tierra le colocaron un par de muletas hechas   —213→   de tosca madera de chañar. Apoyado en ellas, y abriéndole paso todo el mando avanzó sobre Mariano Rosas. Púsose este de pie y le recibió con marcadas muestras de cariño, echándole los brazos y estrechándolo con efusión.

Los capitanejos e indios de importancia que ocupaban los asientos preferentes se corrieron a la derecha, cediéndole el primer puesto en el que se colocó. Aquel homenaje respetuoso enmedio del desierto, a la luz de las estrellas tributado por los bárbaros, me hizo comprender que el respeto hacia los que nos han precedido en la difícil y escabrosa carrera de la vida es innato al corazón humano.

Yo tengo la peor idea de los que no se inclinan reverentes ante la ancianidad.

Cuando me encuentro con algún viejo, conocido o desconocido, instintivamente le cedo el paso.

Cualquiera que sea la condición del hombre, sea su porte distinguido o no, vista el rico paño de la opulencia, o los sucios harapos del mendigo, una cabeza helada por el invierno de la vida, me infunde siempre religioso respeto.

¡Quién sabe, me digo, al verle pasar, cuántas injusticias no han herido ese corazón!

¡Quién sabe cuántos dolores no han desgarrado su alma!

¡Quién sabe de cuántos desdenes no es víctima, después de haber sacrificado los más caros intereses en aras de la patria y de la amistad!

¡Quién sabe cuántos infortunios indecibles no han anticipado su vejez!

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¡Quién sabe si habiéndose hecho la ilusión de ver en el último tercio de la vida, amenizado el hogar con los afanes de la tierna esposa, y de los hijos, no es un desterrado de la familia por sus liviandades o por la fatalidad!

¡Quién sabe si esa existencia trémula, enfermiza, que se apaga, que no destella ya sino moribundos rayos, como el sol de brumoso día al ponerse, no necesita un poco de consideración social para disfrutar de un soplo más de vida!

Los niños y los viejos son como los polos del mundo, opuestos, pero iguales.

En los unos hay el candor prístino, en los otros hay la inofensiva debilidad.


... Last scene of all,
that ends this strange even ful history
is second childishiness, and more oblivious;
sans teeth, sans eyes, sans faste, sans everithing.



Los unos merecen nuestra atención y nuestro amparo, porque vienen; los otros nuestra lástima y nuestro sostén porque se van.

Como la luz del día, bella al nacer, bella al morir: así son ellos. El alfa y el omega de la humanidad se encierra en estas dos palabras: nacer y morir.

Nacer es elevarse, sentir, aspirar, morir, es hundirse en el abismo del tiempo. La vida y la muerte son dos instantes solemnísimos.

Pensad en el placer de ver venir al mundo un hijo, placer inefable, inmenso, y veréis que sólo es comparable a la amarga pesadumbre de ver al objeto querido que nos dio el ser darle a esta vida fugaz y transitoria un eterno adiós. ¡Los niños! ¡Ah! ¡los niños son una cifra!

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¡Cuántas esperanzas para la madre, para el padre, para la familia no encierra el recién nacido! Ellos labrarán algún día la soñada felicidad de todos. Gratas esperanzas mecen su cuna. Hasta el egoísmo se afana por ellos sin darse cuenta de sus recelos. Si muriera ¡cuántas ilusiones desvanecidas!

El tiempo pasa, la vejez llega. Todos han desaparecido. Sólo el objeto de tantos anhelos y cuidados sobrevive, y solo, solo en el mundo, su pecho encierra impenetrables arcanos.

¡Cuántas historias lúgubres no sabe!

Sus ojos no lloran ya, su corazón está frío, helado. Pero palpita aún. El mundo de los recuerdos es su suplicio. ¡Si pudiera olvidar! ¿Olvidar? ¡No! Debe arrastrar la pesada cadena de sus decepciones, o de sus remordimientos.

¡Ah! ¡los viejos! No desdeñéis esas existencias retrospectivas, que adustas o risueñas, ocultan en insondables profundidades terribles misterios de amor y de odio, de constancia y versatilidad, de nobleza y ambición, de generosidad y cálculo frío y meditado.

Si ellos os abrieran su pecho, leeríais allí severas lecciones para conformar vuestras acciones; para no incurrir en las mismas faltas y errores que ellos cometieron.

Callan, porque son discretos; porque la discreción es la última y la más difícil de las virtudes que aprendemos.

¡Ah! ¡Si los viejos hablaran!

Si en lugar de contarnos sus grandezas, sus glorias, sus triunfos juveniles, nos contaran sus miserias. ¡Cuánto desaliento no nos infundirían!

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Su silencio es la postrer prueba de amor que nos dan. Ellos son como las páginas de un libro atroz. Si hablan con su experiencia, desencantan, confunden, anonadan.

No os empeñéis en leerlas.

Amad y respetad a los viejos, no porque hayan sido buenos, sino porque deben haber sufrido.

El dolor es fecundo y purifica.

No les creáis cuando haciendo esfuerzos levantan erguida la cerviz, diciendo con orgullo insolente como J. J. Rousseau, ¿cuál de vosotros ha sido mejor que yo?

Van haciendo su papel en la comedia de la vida.

Todos han sido iguales en un sentido. En otro tribunal que no está en este mundo habrá quien les arranque con mano segura el antifaz.

Allí será en vano disimular. Mientras tanto, inclinaos ante sus canas.

¡Quién sabe si cuando lleguéis como ellos al último término de la jornada no habéis incurrido en sus mismas debilidades!

La vida es así. Lo que no se hace por amor debe hacerse por caridad; lo que no se hace por caridad, debe hacerse por reflexión.

Trabajados por opuestos sentimientos y pasiones, caminamos vacilantes, pretendiendo que tenemos confianza en nosotros mismos, y es mentira, todo lo esperamos de los demás.

En las tribulaciones pasamos revista de los que nos pueden ayudar, y dudando ocurrimos a ellos. Y el último   —217→   de los castigos, es que nos sirvan los que menos obligación de servirnos tienen. Sí, es el último castigo de los hombres sin fe.

Viven quejándose de la humanidad, y ella está siempre presente ahí para socorrerlos en todo, con su bolsa, su sangre y su vida. La misma blasfemia se escapa siempre de sus labios; haz bien y espera mal.

¡Qué ingratos somos!

La mano que ayer recibió nuestra limosna generosa, mañana nos desconocerá quizá. ¡Pero cuántos hijos pródigos no se cruzarán por nuestro camino!

El equilibrio social estaría perturbado si las cosas pasaran de otra manera. Y Dios que ha echado a rodar los mundos en los espacios sin fin, para que giren eternamente sin chocarse jamás, ha querido que la ley consoladora de la solidaridad nunca sufra tampoco perturbación alguna.

En buena hora; no esperéis el bien de aquel que recibió vuestros favores. Esperadlo, sin embargo, de los desconocidos.

Maldeciréis vuestra estrella, renegaréis de la vida en las amargas horas, y al encontraros cara a cara con la muerte tendréis que reconocer que los hombres no han sido tan malos.

No hay quien a las puertas de la eternidad maldiga a sus hermanos. Sea justicia o pavor, cuando el cuadrante del tiempo marca el minuto solemne entre el ser y no ser, todos se arrepienten del mal que hicieron o del bien que dejaron de hacer.

¡Los viejos! ¡los viejos! no les neguéis, os lo vuelvo a repetir, ni el paso, ni la mirada, ni el saludo.

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¡Cuesta tan poco, complacer a los que con un pie en el último escalón de este mundo y otro en el dintel de las puertas de la eternidad, esperan sin rencor ni odio, el instante fatal!

Estanislao tuvo un largo diálogo con Mariano Rosas. Enseguida le llegó su turno a Baigorrita y demás capitanejos e indios de importancia que les acompañaban.

Yo saludé al cacique particularmente, me senté al lado de mi compadre, y como el ceremonial no rezaba conmigo, me llamé a sosiego. El galope había excitado mi estómago, despertando el apetito. Traté de abandonar el campo, pero Baigorrita que se fastidiaba mucho de aquella inacabable letanía de dimes y diretes me dijo, que no me fuera, que le esperara, que camparíamos juntos.

Di mis órdenes, mandé que los caballos los rondaran lejos, en lugar seguro, que hicieran campamento, allí cerca en un montecito muy tupido, y que los esperaran con buen fuego, puchero y asado.

Mientras mi compadre se desocupaba no faltó quien me obsequiara con mate; Hilarión me pasó una torta riquísima, hecha al rescoldo y a hurtadillas lo mismo que un niño mimado y goloso delante de las visitas, me la manduqué.

No hay quien no conserve algún recuerdo imperecedero de ciertas escenas de la vida, este, de una cena espléndida en el Club del Progreso; aquel, de otra en el Plata; el uno, de un almuerzo campestre; el otro, de un lunch a bordo. Yo no puedo olvidar la torta cocida entre las cenizas que me regaló Hilarión con disimulo, diciéndome, «para usted la tenía, Coronel». La mirada perspicaz de Mariano Rosas se apercibió de ello, y calculando que   —219→   tenía hambre me hizo pasar un par de palomas asadas, diciéndome el conductor, que las había hecho cazar para mí. Efectivamente, el doctor Macías fue quien cumplió la orden. Al día siguiente lo supe. ¡Pobre Macías! Ya tendré ocasión de ocuparme de él. ¡Qué pena me daba verle! No habíamos sido nunca amigos. Pero conservaba por él ese afecto de escuela que muchas veces vincula más a los corazones que la sangre misma. ¡Cuántas veces al través del tiempo, lo mismo en el seno de la Patria que en extranjera playa, sean cuales sean las borrascas que hayan azotado el bajel de nuestra fortuna, el título de condiscípulo suele ser un talismán!

Viendo que la charla no cesaba y que amenazaba continuar hasta medianoche, según el número de personajes que aún no había cambiado sus saludos viendo también que el negro del acordión andaba por allí y que se preparaba a darnos una serenata, le hice una indicación a mi compadre.

Me contestó que no podía retirarse todavía; que me fuera, que más tarde iría él.

Mariano Rosas estaba en lo más fuerte del entrevero; lucía su remarcable retentiva y hacía gala de sus habilidades oratorias. Le hice una seña, como diciéndole, me voy, me contestó con otra, como diciéndome, hace bien, esto no es con usted; me levanté, me abrí paso por entre una espesa muralla de chusma que escuchaba el parlamento, llamé a mi asistente, me acercó el caballo, puse pie en el estribo y me disponía a montar cuando unos acordes destemplados hirieron mis oídos, de atrás. ¡Era el negro de acordión! Al mismo tiempo que volteaba la pierna derecha, le pegué con la izquierda en el pecho un fuerte puntapié, le di contra el suelo y me tendí al golpe. El artista estaba achumado.

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Llegué al montecito donde me esperaba mi gente; el fogón ardía resplandeciente lo mismo que una hoguera de la inquisición; daba ganas de saltarlo, como los muchachos saltan las fogatas de viruta y alquitrán en el día de San Juan. Hay tentaciones irresistibles. Piqué mi valiente caballo, pasé por encima del fuego, e hice un desparramo. Y como ni el asado, ni el puchero, ni la caldera cayeron, todos aplaudieron de corazón.

Contento de mi triunfo eché pie a tierra, con más agilidad que otras veces, ocupé mi puesto en la rueda y empecé a pegarle al mate.

Mi compadre no venía, cenamos, ordené que le guardaran algo, y antes de recogerme mandé ver dónde y cómo estaban los caballos.

Más de veinte formábamos el círculo del fogón. Hablábamos quién sabe de qué; de repente oyose un tropel de caballos. Es Baigorrita, dijeron unos. Los jinetes sujetaron casi encima de nosotros, y una voz firme, varonil, desconocida para mí, dijo: ¡Buenas noches!

-Es Chañilao -dijeron unos.

-Buenas noches -dijeron otros.

Eche pie a tierra.

-Si gusta -dije yo-, fluyendo que no había reparado en el recién llegado. Pero a la vislumbre del fogón había visto perfectamente bien su cara.

Chañilao se apeó, y hablando en lengua araucana y haciendo sonar unas enormes espuelas, se acercó a mí y con aire indiferente se sentó a mi lado.

No me moví.

Nadie excepto los indios lo conocía.

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Era un hombre alto, delgado, de facciones prominentes y acentuadas, de tez blanca, poco quemada; de largos cabellos castaños, tirando al rubio; de ojos azules vivos, penetrantes; de ancha frente, cortada a pico; de nariz recta como la de un antiguo heleno; de boca pequeña, cuyos labios apenas resaltaban; de barba aguda; retorcida para arriba, en la que se veía un hoyo; lampiño; de modales fáciles; vestido como un gaucho rico; llevaba un sombrero de paja de guayaquil, fino; espuelas de plata; y un largo facón de lo mismo, atravesado en la cintura; rebenque con virolas de oro, y su gran cigarro de hoja en la boca.

Sin cuidarse de mí, habló con varios indios ostentando un aire y un tono marcadísimos de superioridad.

Me parecía estudiado.

Les hice una seña a mis ayudantes con el dedo, para que no dijeran quién era yo.

Le hice pasar un mate y al recibirlo preguntó:

-¿Dónde está el amigo Camilo Arias?

Mi compadre Baigorrita se hacía sentir en ese momento.



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ArribaAbajo - LII -

Quién es Chañilao.- Su historia.- El carácter es un defecto para las medianías.- Deferencia entre el paisano y el gaucho.- ¿El primero no es nada, el segundo es siempre federal.- Tenemos pueblo propiamente hablando?- Sentimientos de un maestro de posta cordobés cuando estalló la guerra con el Paraguay.- Chañilao y yo.- Frescas.- Intrigas.- Una china.


Chañilao es el célebre gaucho cordobés Manuel Alfonso, antiguo morador de la frontera del Río 4.º.

Vive entre los indios hace años.

No hay un baqueano más experto, ni más valiente que él. Tiene la carta topográfica de las provincias fronterizas en la cabeza.

Ha cruzado la Pampa en todas direcciones millares de veces, desde la sierra de Córdoba hasta Patagones, desde la Cordillera de los Andes hasta las orillas del Plata.

En ese inmenso territorio, no hay un río, un arroyo, una laguna, una cañada, un pasto que no conozca bien.

Él ha abierto nuevas rastrilladas y frecuentado las viejas abandonadas ya.

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En la peligrosa travesía, donde pocos se aventuran, él conoce escondido guaico, para abrevar la sed del caminante y de sus caballos.

Ha acompañado a los indios en sus más atrevidas excursiones y muchas veces se salvaron por su pericia y su arrojo.

Sus constantes correrías, de noche, de día, con buen o mal tiempo, llueva o truene, brille el sol o esté nublado, haya luna o esté sombrío el cielo, le han hecho adquirir tal práctica, que puede anticipar los fenómenos meteorológicos con la exactitud del barómetro, del termómetro y del higrómetro.

Es un aguja de marcar humana; su mirada marca los rumbos y los medios rumbos, con la fijeza del cuadrante.

Habla la lengua de los indios como ellos, tiene mujer propia y vive con ellos. Es domador, enlazador, boleador, pialador. Conoce todos los trabajos de campo como un estanciero; ha tenido tratos con Rozas y con Urquiza, ha caído prisionero varias veces y siempre se ha escapado, gracias a su astucia o su temeridad.

Poco antes de la batalla de Cepeda le tomaron, junto con veinte indios en la frontera oeste de Buenos Aires. Solo él burló la vigilancia de las guardias y se salvó.

Es un oráculo para los indios cuando invaden y cuando se retiran; vive por desconfianza en Inché, treinta leguas más al sud que Baigorrita, a cuya indiada pertenece; tiene séquito y es capitanejo, con lo cual está dicho todo sobre este tipo, planta verdaderamente oriunda del suelo argentino.

Chañilao no es sanguinario; ha vivido entre los cristianos y entre los indios alternativamente. En el Río 4.º tiene   —225→   amigos, Camilio Arias, mi fiel e inseparable compañero es uno de ellos. La última vez que emigró de allí fue por prevenciones infundadas.

Esa es nuestra tierra -como nuestra política suele consistir en hacer de los amigos enemigos-, parias de los hijos del país, Secretarios, ministros, embajadores de los que nos han combatido.

Solemos ser justos con los nuestros, con los adversarios somos siempre débiles. Solemos ser tolerantes con los que transigen, con los que se hacen un honor y un deber de tener conciencia, jamás.

Para ellos está reservada la crítica irritante, acerba.

El peor papel que puede representar el patriotismo a los ojos de las medianías, es tener carácter.

Más hábiles en el arte de reclutar nulidades, de seducir traficantes y especuladores, que dispuesto a admirar el talento y la probidad; más capaces de claudicar que de imponerse por la elevación moral, prefieren los que se doblegan a los que firmes sobre el pedestal de sus creencias tienen la osadía de exclamar: ¡yo pienso así!

¡Ah! ¡Si el país no estuviera jadeante! ¡Ah! si no estuviera arraigado en todos los corazones el convencimiento de que hay que preparar la tierra, antes de arrojar en sus entrañas fecundas la semilla!

¡Ah! ¡Si no fuera que el hierro mata! ¡Ah! ¡Si no fuera que una verdad escrita con sangre es siempre una conquista fratricida!

Camilo, me había hablado largamente de Manuel Alfonso. Había sido el apoderado de los pocos intereses que   —226→   dejó en la frontera la última vez que huyó de ella. Tenía por él ese cariño respetuoso, que el paisano le profesa siempre al gaucho cuando no le cree malo; había sido su maestro en los campos; y como aborrecía de muerte a los indios, con los que se había batido muchas veces cuerpo a cuerpo, perdiendo dos hermanos en dos invasiones, se hacía la ilusión de arrancarlo de su guarida.

Camilo Arias, es igual a Manuel Alfonso en un sentido; su reverso en otro.

Camilo sabe tanto como Alfonso, es rumbeador como él, jinete como él, valiente como él; pero no es aventurero, Camilo es un paisano gaucho, pero no es un gaucho.

Son dos tipos diferentes. Paisano gaucho es el que tiene hogar, paradero fijo, hábitos de trabajo, respeto por la autoridad, de cuyo lado estará siempre, aun contra su sentir.

El gaucho neto, es el criollo errante, que hoy está aquí, mañana allá; jugador, pendenciero, enemigo de toda disciplina; que huye del servicio cuando le toca, que se refugia entre los indios si da una puñalada, o gana la montonera si esta asoma.

El primero, tiene los instintos de la civilización; imita al hombre de las ciudades en su traje, en sus costumbres. El segundo, ama la tradición, detesta al gringo; su lujo son sus espuelas, su chapeado, su tirador, su facón. El primero se quita el poncho para entrar en la villa, el segundo entra en ella haciendo ostentación de todos sus arreos. El primero es labrador, picador de carretas, acarreador de ganado, tropero, peón de mano. El segundo se conchaba para las yerras. El primero ha sido   —227→   soldado varias veces. El segundo formó alguna vez parte de un contingente y en cuanto vio luz se alzó.

El primero es siempre federal, el segundo ya no es nada. El primero cree todavía en algo, el segundo en nada. Como ha sufrido más que la gente de frac, se ha desengañado antes que ella. Ya a las elecciones, porque el Comandante o el Alcalde se lo ordena, y con eso se hace sufragio universal. Si tiene una demanda la deja porque cree que es tiempo perdido, sea dicho con verdad. En una palabra, el primero es un hombre útil para la industria y el trabajo, el segundo es un habitante peligroso en cualquier parte. Ocurre al juez, porque tiene el instinto de creer que le harán justicia de miedo -y hay ejemplos, si no se la hacen se venga-, hiere o mata. El primero compone la masa social argentina; el segundo va desapareciendo. Para los que, metidos en la crisálida de los grandes centros de población, han visto su tierra y el mundo por un agujero; para los que suspiran por conocer el extranjero, en lugar de viajar por su país; para los que han surcado el océano en vapor; para los que saben donde está Riga, ignorando donde queda Yavi; para los que han experimentado la satisfacción febril de tragarse las leguas en ferrocarril, sin haber gozado jamás del placer primitivo de andar en carreta, para todos esos el gaucho es un ser ideal.

No lo han visto jamás.

La libertad, el progreso, la inmigración, la larga y lenta palingenesia que venimos atravesando hace diez o ocho años lo va haciendo desaparecer.

El día en que haya desaparecido del todo será probablemente aquel en que se comprenda que tenemos una masa de pueblo sin alma; que en nada, ni en nadie cree;   —228→   que desparramada en inmensas campañas, no tiene iglesias, ni escuelas, ni caminos, ni justicia, nada que la ampare eficazmente, que la prepare para el gobierno propio, para la verdad del sufragio popular, para el respeto siquiera del extranjero que viene a compartir con nosotros todo, menos el dolor porque no nos estima, nada, nada en fin, sino un caudillejo armado o togado que la oprima o la explote.

Entonces recién tendremos propiamente hablando pueblo; pueblo con corazón, con conciencia, con convicción y pasión.

Entonces no habrá paisanos honrados, con intereses que perder, que encerrándose en el egoísmo, que todo lo seca, hasta el patriotismo, sientan solos los males sociales que pueden asolar su casa.

Entonces, no habrá en Córdoba, un maestro de posta, hacendado, que conteste lo que me contestaron a mí en el Molle.

Era el mes de abril del año 1865. Íbamos de pasajeros, de Mendoza para Córdoba en una galera, el doctor don Eduardo Costa, Alejandro Paz, y don Francisco Civit, todos excelentes compañeros de viaje. En el primero, sobre todo, nadie habría sospechado un hombre tan avenido y varonil.

En el Río 4.º el general don Emilio Mitre nos había dado la noticia de la primera agresión de López. Teníamos una impaciencia febril de llegar a Córdoba donde se hallaba el doctor Rawson.

En la referida posta le pregunté yo al dueño de casa que era un vejete bastante alentado.

-Y, ¿qué noticias tiene, paisano?

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-Ningunas -me contestó.

-Pero hombre -agregué asombrado-; ¿no sabe usted que los paraguayos han invadido la Provincia de Corrientes con cuarenta mil hombres; que nos han apresado unos vapores; que han robado, incendiado y cautivado muchas familias?

Por toda contestación exclamó, con la tonada consabida:

-¡Lo bueno que por aquí no han de llegar!

¡Qué desconsoladora ingenuidad! Pero qué bien pinta el estado moral de un país.

Después de esto habladme cuanto queráis del patriotismo argentino. Yo os diré que el patriotismo es una virtud cívica, que no apasiona las multitudes sino cuando la noción del deber se ha encarnado en ellas; que todo deber responde a un ideal; que la libertad, la religión, la patria, el honor nacional son un ideal; pero que ese ideal no está sino en la conciencia de cierto número de elegidos.

Tenemos el germen, falta difundirlo.

¿De qué manera? Haciendo que la patria sea para el hombre del pueblo -la libertad en todas sus manifestaciones: la justicia, el trabajo bien remunerado; no el abuso, el privilegio, la miseria.

Entonces no se encontrará quien diga lo que frecuentemente se oye: para lo que yo le debo a la Patria.

No basta que las constituciones proclamen que todo ciudadano está obligado a armarse en defensa de la Patria. Es menester que la Patria deje de ser un mito, una   —230→   abstracción, para que todos la comprendan y la amen con el mismo acendrado amor. Hay fanatismos necesarios que si no existen se deben crear.

Manuel Alfonso, volvió a preguntar por el amigo Camilo Arias.

-Que lo llamen -dije yo.

El gaucho, ni me miró siquiera.

Pero comprendiendo quién era y con la intención sin duda de calmarme, preguntó:

-¿Y cómo se entienden estas paces? Aquí de amigos ya -¿Calfucará invadiéndolo los porteños?

-Mire, amigo -le contesté-; delante de mí no venga hablando barbaridades. Si no le gusta la paz, mándese mudar.

Se dio vuelta entonces, me miró y pegando maquinalmente con el rebenque en el suelo unas cuantas veces, repuso:

-Yo digo lo que me han dicho.

-Pues le repito que es una barbaridad -le contesté.

Me miró con más fijeza y por toda contestación se sonrió maliciosamente como diciendo: ¡mozo malo!

Estaba provocativo. Iba mal parado si le aflojaba; así es el gaucho taimado.

-Y este fogón es mío -le agregué, como diciéndole-, no quiero que en él se hablen cosas que no me gustan.

- ¿Y usted quién es? -repuso, jugando siempre con el rebenque y fijando la vista en el fogón.

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-Averigüe -le contesté.

En ese momento una voz conocida, dijo al lado mío:

-Ordene, señor.

Era Camilo Arias que venía a mi llamado.

-Aquí tienes un amigo -le dije-, señalándole a Manuel Alfonso.

Los paisanos son generalmente fríos, se saludaron como si se hubieran visto el día antes.

-Vamos -le dijo Camilo.

-Vamos -contestó el gaucho, levantándose. Dio las buenas noches y se marchó.

Me quedé sumamente preocupado. En un hombre tan sagaz como él, tan conocedor de los indios, tan influyente entre ellos por sus servicios, sus conocimientos y su valor, aquellas palabras soltadas en mi fogón, revelaban malísima intención.

No había subido aún a caballo Manuel Alfonso, cuando mi compadre Baigorrita se presentó.

Echó pie a tierra y se sentó a mi lado; pedí su cena, se la trajeron y sacando el cuchillo, me dijo:

-¿Conociendo Chanilao?

-Ahí va -le contesté, indicándoselo-. Acababa de armar un cigarro en ese instante y lo encendía, montado ya.

-Ahí hizo mi compadre.

-¿Hay algo? -le pregunté a San Martín.

-¡Creo que sí! -me contestó.

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Baigorrita estaba más pensativo que de costumbre. Sus preguntas, sus exclamaciones, su aire sombrío, acabaron de convencerme de que Manuel Alfonso, no había venido a mi fogón a hablar de la paz y de Calfucurá sin objeto.

¿Qué podía haber?

En vísperas de una gran junta, cualquier mala disposición era alarmante.

-¿Hay alguna cosa, compadre? -le hice preguntar a Baigorrita con San Martín.

-Sí, compadre -me contestó él mismo.

Habló con San Martín y enseguida me dijo éste:

Que Mariano Rosas le había contado muchas cosas de mí; que estando campado en Calcumuleu los había tratado muy mal a los indios; que a él le había mandado decir una porción de desvergüenzas; y que yo era muy altanero.

Le referí todo lo que había sucedido y su respuesta fue por boca de San Martín.

-Alguna intriga, compadre, porque nos ven de amigos.

Comprendí todo.

Durante mi permanencia en Quenque, me habían hecho la cama en Leubucó.

Mi compadre acabó de cenar, él y yo éramos los únicos que quedaban al lado del fogón; los demás se habían recogido.

-Vamos a dormir, compadre -le dije.

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-Bueno -me contestó.

Llamé a Carmen.

Me enseñó mi cama. Estaba al pie de un hermoso caldén.

Me sentaba en ella cuando una china se apeó allí cerca del caballo y viniendo a mí me dijo con aire misterioso:

-Tengo que hablarle.



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ArribaAbajo- LIII -

Mi compadrazgo con Baigorrita había alarmado a los de Leubucó.- Censura pública.- Nubes diplomáticas.- Camargo conocía bien a los indios.- Confío en él.- Camilo y Chañilao no se entienden.- En marcha para la junta grande.- Quieren que salude a quien no debo.- Me niego a ello.- Ceden saludos.- Empieza la conversación.- Discurso inaugural.- Entusiasmo que produce Mariano Rosas.- El debate.- Un tonto no será nunca un héroe.


Al día siguiente, antes de amanecer, ya sabía yo con interesantes detalles, qué intrigas habían tenido lugar en Leubucó, mientras había andado por Quenque.

La noticia de mi compadrazgo con Baigorrita, había producido mal efecto en Mariano Rosas.

La consagración de ese vínculo es tan sagrado para los indios, que aquel se alarmó de una amistad naciente, sellada con el bautismo del hijo mayor de su aliado.

Sus allegados en lugar de tranquilizarlo, halagaban sus preocupaciones, diciéndole que no se descuidara, que estuviese en guardia.

Mi conducta era públicamente censurada; se me acusaba   —236→   de haber tratado descortésmente a los indios, desde el día en que llegué a Aillancó; se me hacía el cargo de no haber avisado con anticipación mi viaje; criticaban mi mezquindad, comparándola con la magnificencia del padre Burela, conductor de cincuenta cargas de bebida; decían que no era bueno; que les había impuesto el tratado de paz, mandándoles un ultimátum; que había llevado un instrumento para medir las tierras; que eso era porque los cristianos se preparaban para una invasión; que el tratado no tenía más objeto que entretener a los indios para ganar tiempo.

El padre Burela parecía ajeno a estas murmuraciones. Pero no las había reprobado; y no teniendo nada que hacer en la junta se hallaba al lado de Mariano Rosas. Con él estaba la noche antes, dábase los aires de un valido y pretendía que Baigorrita le había desairado, haciéndome su compadre, queja asaz extraña en un sacerdote.

El horizonte diplomático se me presentaba cargado de nubes.

La persona que se había tomado el trabajo de venir furtivamente a contarme lo que había pasado durante mi ausencia para que estuviera prevenido, opinaba que tendríamos una junta tumultuosa.

Las voces malignas que traía Chañilao, hacían más vidriosa la situación.

Antes de estar en mi fogón había estado en el sitio donde parlamentaba Mariano Rosas; había hablado con él y con otros; había desparramado sus noticias y la atmósfera de desconfianza se había hecho.

Rayaba el día cuando llegó un mensajero de Mariano   —237→   Rosas; mandaba informarse de como había pasado la noche y prevenirme que en cuanto saliera el sol nos moveríamos y que la señal sería un toque de corneta.

Le contesté que había pasado la noche sin novedad: que me alegraba de que él y su gente hubiesen dormido bien; y que estaba a su disposición.

Hice llamar a Camilo Arias, ordené que arrimaran los caballos, púsose toda mi gente en pie y nos aprestamos a marchar.

Mientras llegaban los caballos se calentó agua y tomamos mate.

Camargo me inspiraba confianza. Le referí lo que me había sucedido con Chañilao; lo que había pasado en Leubucó durante nuestro paseo por las tierras de Baigorrita; lo que Mariano Rosas había conversado con éste; y le pedí que me diera con franqueza su opinión.

Me la dio sin titubear. Su corazón no carecía de nobleza. Me tranquilicé; pero no del todo. Cada mundo tiene sus misterios. Él conocía bien los del suyo, como nadie quizá.

Prueba de ello era que no volvía en pelos de Quenque; que se había hecho devolver los estribos que le robaron en el toldo de Caiomuta y las demás prendas que le arrojó con desprecio para humillarle y afearle su proceder.

Llegaron los caballos y Camilo.

Mandé ensillar. En tanto lo hacían, me contó éste su entrevista con Manuel Alfonso.

Habían dormido juntos: no se habían entendido, porque   —238→   el gaucho no había simpatizado conmigo; pero se habían separado amigos.

Se oyó un toque de corneta.

Los clarines de Baigorrita contestaron, montamos a caballo y nos movimos, rompiendo la marcha en dispersión.

A poco andar avistamos la gente de Mariano Rosas, coronando la cumbre de una cuchilla.

Tocaron alto, llamada y reunión.

Los toques fueron obedecidos, lo mismo que lo habría hecho una tropa disciplinada.

Formamos en batalla, Baigorrita, yo y mi séquito nos pusimos al frente de la línea y en ese orden avanzamos.

La indiada de Mariano Rosas hizo la misma maniobra. Las dos líneas marchaban a encontrarse. Seríamos trescientos de cada parte.

El sol se levantaba en ese momento, inundando la azulada esfera con su luz; la atmósfera estaba diáfana; los más lejanos objetos se transparentaban, como si se hallaran a corta distancia del observador; el cielo estaba despejado, sólo una que otra nube nacarada navegaba por el vacío, con majestuosa lentitud; la blanda brisa de la mañana apenas agitaba la grama color de oro; el rocío salpicando los campos los hacía brillar como si estuvieran cubiertos por inmenso manto de rica y variada pedrería.

Cuando las dos líneas que avanzaban al paso estuvieron a cincuenta metros una de otra, los clarines y cornetas   —239→   tocaron alto, y las dos indiadas se saludaron golpeándose la boca.

Los ecos se perdían por los aires, quedaba todo en el más profundo silencio, y los gritos se repetían.

Nadie llevaba armas; todo el mundo montaba excelentes caballos, vestía su mejor ropa y ostentaba las prendas de plata y los arreos más ricos que tenía.

Mariano Rosas destacó un indio; Baigorrita otro; colocáronse equidistantes de las dos líneas; cambiaron sus razones, y volvieron a sus respectivos puntos de partida.

Los dos caciques acababan de saludarse y de invocar la protección de Dios para deliberar con acierto.

Tocaron atención, dieron voces de mando en lengua araucana, la segunda fila de cada línea retrocedió dos pasos, los que miraban al norte giraron a la izquierda, tocaron marcha y las dos líneas quedaron formadas en alas.

Mariano Rosas destacó un indio que se acercó a mí y me habló en su lengua.

Camargo, haciendo de lenguaraz, me dijo:

-Dice el general Mariano que eche pie a tierra para saludar al padre Burela.

Me pareció haber entendido mal.

-¿Para saludar a quién? -le pregunté a Camargo, con extrañeza.

-¡Al padre Burela! -me contestó.

-¿Al padre Burela? -exclamé mirando a los franciscanos y a mis oficiales.

  —240→  

- Es pretensión -agregué-. Dile -proseguí dirigiéndome a Camargo-, que le conteste a Mariano que yo no tengo que saludar al padre Burela, que soy aquí el representante del Presidente de la República, que en todo caso es el padre Burela quien debe saludarme a mí.

El mensajero se marchó y yo me quedé refunfuñando. Estaba indignado.

Lo que pasaba no era más que la consecuencia de las intrigas de Leubucó.

Volvió el indio insistiendo en lo mismo.

Contesté con malísimo modo, que antes que hacer lo que se me exigía, me cortaría con mi gente, que hicieran la junta sin mí, si querían, que yo no estaba para bromas.

Llevó el indio mi contestación.

Baigorrita que entendía todo lo que yo contestaba, porque Camargo lo repetía en lengua araucana, me hizo decir:

-Echemos pie a tierra, compadre.

Mariano Rosas recibió mi contestación sin visible alteración; conferenció con sus consejeros y su embajador volvió por tercera vez, diciéndome:

-Dice el general que es para saludar a todos.

-Eso es otra cosa -contesté.

Y esto diciendo, mandé echar pie a tierra a los míos, haciéndolo yo primero.

Mariano Rosas y los suyos me imitaron.

  —241→  

Vino otro indio, habló con Camargo y siguiendo las indicaciones de éste comenzó el ceremonial.

Mariano Rosas y su séquito estaban formados en ala; Baigorrita y mi séquito lo mismo, es decir, que mi izquierda venía a quedar frente a la derecha de aquél.

Tiramos a la derecha, marchando al naciente unos cuantos pasos, volvimos a girar al norte, seguimos hasta quedar perpendicularmente a la izquierda del séquito de Mariano Rosas, que permanecía inmóvil, formando un ángulo, y los saludos empezaron, consistiendo en fuertes apretones de manos y abrazos.

Desfilamos por delante de aquellos y cuando Baigorrita estrechaba la mano de Mariano Rosas y yo la de Epumer, mi cola, hablando militarmente, se abrazaba con el último indio del séquito de Mariano Rosas.

Hecho esto, seguimos desfilando, hasta que el último de mis asistentes saludó a aquel, y volvimos a ocupar el puesto en que estábamos al echar pie a tierra.

Enseguida Mariano Rosas y los suyos avanzaron veinte pasos; Baigorrita, yo y los míos hicimos simultáneamente otro tanto, formando dos pelotones.

Las dos líneas de jinetes formaron un círculo conversando a vanguardia, a derecha e izquierda sus respectivas alas; echaron pie a tierra y Mariano Rosas y los suyos; Baigorrita, yo y los míos quedamos encerrados en dos círculos concéntricos formados; el exterior por caballos y el interior por indios.

Todas estas evoluciones se hicieron en silencio, con orden, revelando que estaban sujetos a una regla de ordenanza conocida.

  —242→  

Ningún indio maneó ni ató su caballo en las pajas; sólo le bajó las riendas. Los mansos animales ni se movían de su puesto.

Mariano Rosas invitó a todo el mundo a sentarse.

Nos sentamos, pues, sobre el pasto humedecido por el rocío de la noche, sin que nadie tendiera poncho ni carona, cruzando las piernas a la turca.

Mariano Rosas me cedió a su lenguaraz José; colocose éste entre él y yo, y el parlamento empezó,

Yo estaba bajo la influencia desagradable de las revelaciones que me habían hecho y fastidiado con la pretensión rechazada de que saludara al padre Burela.

Apoyé los codos en las rodillas y ocultando la cara entre las manos me dispuse a escuchar el discurso inaugural de Mariano Rosas.

El lenguaraz me previno que todavía no empezaba a hablar conmigo.

El cacique general tomó la palabra y habló largo rato, unas veces con templanza, otras con calor, ya bajando la voz hasta el punto de no percibirse los vocablos, ya a gritos; ora accionando, con la vista fija en tierra, ora mirando al cielo. Por momentos, cuando su elocuencia rayaba, sin duda, en lo sublime, sacudía la cabeza y estremecía el cuerpo como poseído de un ataque epiléptico.

Las palabras: Presidente, Arredondo, Mansilla, yeguas, achucar, yerba, tabaco, plata y otras castellanas que los indios no tienen, flotaban en la peroración a cada paso.

Los oyentes aprobaban y desaprobaban alternativamente.

  —243→  

Cuando aprobaban, el orador bajaba la voz; cuando desaprobaban, gritaba como un condenado.

Terminado el discurso inaugural, enmedio de entusiastas manifestaciones de aprobación, llegó el turno del debate.

El cacique empezó por invocar a Dios.

Me dijo que protegía a los buenos, y que castigaba a los malos; me habló de la lealtad de los indios, de las paces que en otras épocas habían tenido, que si habían fallado, no había sido por culpa de ellos; me hizo un curso sobre la libertad con que entre ellos se procedía; agregó que por eso había reunido los principales capitanejos; los indios más importantes por su fortuna o por sus años para que dijesen si les gustaba el tratado, porque él no hacía sino lo que ellos querían; que su deber era velar por su felicidad; que él, no les imponía jamás; que entre los indios no sucedía como entre los cristianos, donde el que mandaba, mandaba; y terminó pidiéndome leyera los artículos del tratado referentes a la donación trimestral de yeguas, etc., etc.

Me disponía a contestar, cuando oí que le gritaban con desprecio al doctor Macías, que teniendo al hombro una escopeta, regalo mío a Mariano Rosas, se había confundido con su gente.

-¡Afuera, afuera el Dotor!

El pobre Macias agachó la cabeza, y resignado a su suerte se alejó de allí, siendo objeto de las risas y rechiflas da los indios más ladinos y de algunos cristianos.

Metí la mano al bolsillo, saqué mi libro de memorias; busqué en él el extracto del tratado de paz, y procurando   —244→   imitar la mímica oratoria de la escuela ranquelina, tomé la palabra.

Expliqué el tratado, punto por punto; hablé de Dios, del Diablo, del cielo, de la tierra, de las estrellas, del sol y de la luna; de la lealtad de los cristianos, del deseo que tenían de vivir en paz con los indios, de ayudarlos en sus necesidades, de enseñarles el trabajo, de hacerlos cristianos para que fueran felices, del Presidente de la República, del general Arredondo y de mí.

Este fue mi primer discurso.

Es posible que entre cristianos me hubieran aplaudido.

El efecto que produjo mi retórica y mi acción entre los bárbaros lo deduje viendo al indio que me robó los guantes en Quenque, los cuales se había puesto, dormido como una piedra a mi lado.

Paturot fue más feliz que yo, la primera vez que de la noche a la mañana se vio convertido en orador republicano popular.

Decididamente estamos destinados a recorrer una escala interminable de desengaños en la complicada travesía por este pícaro mundo.

No hay más, digan lo que quieran ciertos fanáticos, ni un tonto será nunca un héroe, porque la palabra héroe despertando la idea de grandeza implica inteligencia; ni yo he nacido para orador ministerial, mucho menos entre los indios.



  —245→  

ArribaAbajo- LIV -

Repito la lectura de los artículos del Tratado de Paz.- Los indios piden más que comer.- Mi elocuencia.- Mímica.- Dificultades.- El recuerdo de un sermón de Viernes Santo me salva.- El representante de la Liberté en Bruselas y yo.- Cargos mutuos.- Argumentos etnográficos.- Recursos oratorios.- En el banco de los acusados.- Interpelaciones ad hominem.- El traidor calla.- Redoblo mi energía e impongo con ella.- Se establece la calma.- Apéndice.- Once mortales horas en el suelo.


Mariano Rosas me exigió que repitiera la lectura de los artículos que estipulaban la entrega de yeguas, yerba, azúcar, tabaco, etc., diciéndome que quería que todos los indios se enterasen bien de la paz que se iba a hacer.

Esta última frase: que se iba a hacer, dicha después de estar firmado, ratificado y canjeado el tratado de paz, era otra originalidad verdaderamente ranquelina.

No una vez sino varias la había oído ya. Me hacía muy mal efecto.

Las disposiciones de los indios en aquellos momentos, no eran las más favorables para obtener de ellos un   —246→   triunfo oratorio; y la junta parecía que iba a tomar el carácter de un meeting, aprobatorio o reprobatorio de la conducta del Cacique.

Lo deducía de que varias veces me había soltado esta otra frase: «recién voy a dar cuenta a mis indios de lo que hemos arreglado, y lo que ellos decidan, eso será lo que se haga».

Yo estaba prevenido desde la noche anterior.

Accedí a la exigencia, leyendo otra vez los artículos del tratado que más preocupaban e interesaban.

Comer será siempre un capítulo primordial para la humanidad.

Varias voces gritaron en araucano:

-¡Es poco! ¡es poco!

Lo comprendí porque ciertos cristianos repitieron la frase en castellano, con intención, apoyándola con repetidos, ¡sí! ¡sí!

Mariano Rosas, notando aquello, me echó un discurso sobre la pobreza de los indios, exigiéndome la entrega de más cantidad de yeguas, yerba, azúcar y tabaco.

Contesté que los indios eran pobres, porque no amaban el trabajo; que cuando le tomaran gusto se harían tan ricos como los cristianos, y que yo no podía comprometerme a dar más de lo convenido, que no era poco, sino mucho.

-¡Es poco! ¡es poco! -volvieron a gritar varios a una.

-Lo ve usted -me dijo Mariano Rosas, que no me trataba ya de hermano-, dicen que es poco.

  —247→  

-Lo veo, le contesté; pero es que no es poco, al contrario es mucho.

-¡Poco! ¡poco! ¡poco! -gritaron simultáneamente más voces que antes.

Tomé la palabra, volví a leer los artículos del tratado estipulando la entrega de yeguas, etc., los comparé con lo que se le entregaba a las indiadas de Calfucurá, y probé que iban a recibir más que ellos.

-Díganme que no es cierto -exclamaba yo, viendo que nadie había contradicho mis demostraciones. Y aprovechando la coyuntura, fulminé mis rayos oratorios contra Calfucurá.

-Calfucurá -les dije-, ha roto la paz porque es un indio muy pícaro y de muy mala fe que no teme a Dios. Ha sabido que lo que hemos arreglado con Mariano Rosas para estas paces es más de lo que él recibe, y se ha vuelto a hacer enemigo de los cristianos, diciendo que los indios ranqueles son preferidos. Pero todo es a ver si consigue que le den lo mismo que estas indiadas van a recibir por el tratado de paz, que ya hemos arreglado con mi hermano.

Y al decir mi hermano, acentuaba la palabra cuanto podía y me dirigía a Mariano Rosas.

-Ya ven ustedes -gritaba con toda la fuerza de mis pulmones y mímica indiana, para que todos me oyeran y creyendo seducirles con mi estilo-, como los indios ranqueles son preferidos a los de Calfucurá.

Mariano Rosas me preguntó, que cuántas yeguas se debían ya a los indios por el Tratado.

Quería decir que desde cuándo había empezado a tener fuerza.

  —248→  

Como se ve el Tratado era y no era Tratado.

Le contesté que el Tratado obligaba a los cristianos desde el día en que el Presidente de la República le había puesto su firma al pie.

Me contestó que él había creído, que era desde el día en que me lo devolvió aprobado.

Le contesté que no.

Me preguntó que cuándo lo había firmado el Presidente de la República.

Satisfice su pregunta, y entonces, haciendo sus cuentas me dijo que ya se les debía tanto.

Expliqué lo que antes le había explicado en Leubucó, lo que es el Presidente de la República, el Congreso y el Presupuesto de la Nación. Les dije que el Gobierno no podía entregar inmediatamente lo convenido; porque necesitaba que el Congreso le diera la plata para comprarlo; y que éste antes de darle la plata tenía que ver si el Tratado convenía o no.

Eso era lo que en cumplimiento de órdenes recibidas debía yo explicar, como si fuera tan fácil hacerles entender a bárbaros lo que es nuestra complicada máquina constitucional.

-Pero por lo pronto -continué diciéndoles-, se va a entregar algo a cuenta, lo demás se completará cuando el Congreso apruebe el tratado. El Presidente de la República quiere manifestarles de ese modo a los indígenas su buena voluntad.

Mientras yo hacía estas observaciones, me parecía que entre la manera de discurrir de los indios y la mía, había una perfecta similitud.

  —249→  

Mariano Rosas, me decía para mis adentros, mientras mi lengua funcionaba, ha firmado el Tratado, yo lo creía concluido, y ahora resulta que la junta lo puede anular. Pues es lo mismo que sucede con el Presidente y el Congreso.

¿No es verdad que el caso era idéntico? Los extremos se tocan.

Esperaba una interpelación de Mariano Rosas.

Varios indios la hicieron antes que él.

-¿Y si el Congreso no aprueba el Tratado -preguntaron-, ya no habrá paz?

Ponte, Santiago amigo, en mi caso, y dime si no te habrías visto en figurillas como yo para contestar.

Contesté que eso no sucedería, que el Congreso y el Presidente eran muy amigos, que el Congreso le había de aprobar lo que había hecho, que así hacía siempre; dándole toda la plata que necesitaba.

Mariano Rosas me dijo:

-¿Pero el Congreso puede desaprobar?

Yo no podía confesar que sí; me exponía a confirmar la sospecha de que los cristianos sólo trataban de ganar tiempo; recurrí a la oratoria y a la mímica, pronuncié un extenso discurso lleno de fuego, sentimental, patético.

Ignoro si estuve inspirado.

Debí estarlo o debieron no entenderme; porque noté corrientes de aprobación.

La elocuencia tiene sus secretos.

Yo me acuerdo siempre, en ciertos casos, cuando veo   —250→   a la muchedumbre conmovida por la resonancia de una dicción eufónica, rimbombante, sonora, de un predicador catamarqueño.

Predicaba un sermón de Viernes Santo.

Un muchacho oculto en el fondo del púlpito se lo soplaba.

Había llegado a lo más tocante, al instante en que el Redentor, va a expirar ya, ultimado por los fariseos. La agonía del mártir había empezado a arrancar lágrimas de los fieles, amargos sollozos vibraban en las bóvedas del templo.

El predicador conmovido a su vez, iba perdiendo el hilo. Miró al fondo del púlpito; el muchacho se había dormido.

Era imposible continuar hablando.

Recurrió a la mímica.

Cicerón lo ha dicho; quasi sermo corporis. Esta vez quedó probado.

El dolor crecía como la marea. No había más que ayudar un poco para producir la crisis y completar el cuadro.

A falta de palabras, el orador apeló a sus brazos y a sus pulmones; accionaba y se estremecía dando ayes desgarradores.

El auditorio sobrexcitado, jadeante, aturdido por sus propios gemidos nada oía. Veía, sentía, calculaba que el predicador debía estar sublime y lo ahogaba con su lloro y sus lamentaciones.

La sacra efigie, inclinó la cabeza por última vez, una   —251→   oleada de dolor estremeció a todo el mundo y el predicador desapareció.

Últimamente en Bruselas, en un banquete de periodistas presidido por el rey Leopoldo, el más aplaudido de los oradores ha sido el representante de La Liberté de París.

A los repetidos -que hable La Liberté-, se puso de pie.

Las luces, el vino, la penosa elaboración de la digestión de una comida opípara, la charla, habían ya producido en todos una especie de mareo.

Era un rapaz vivo como él solo.

-Señores -dijo-, en presencia de sa majesté ¡aplausos! -No le dejaban continuar.

Comenzó a mover la cabeza, a batir los brazos como reinos, -aplausos, ¡hurrahs!

-Liberté! -dijo, más aplausos, más ¡hurrahs!

-Egalité! -dobles aplausos, dobles, ¡hurrahs!

-Fraternité! -triples aplausos, ¡triples hurrahs!

El orador deja de hablar, los aplausos, los hurrahs, cesan por fin, y un éxito completo corona el triunfo de la pantomima sentimental sobre el arte ciceroniano.

Hay resortes de los que no se debe abusar. Traté de no gastar los míos.

Dejé la palabra, viendo que los oyentes estaban convencidos de que el Presidente y el Congreso no se habían de pelear por cuatro reales, ni por un millón, ni por cosas mayores.

  —252→  

Mariano Rosas la tomó.

Me preguntó que con qué derecho habíamos ocupado el Río 5.º; dijo que esas tierras habían sido siempre de los indios, que sus padres y sus abuelos habían vivido por las lagunas de Chemecó, la Brava y Tarapendá, por el cerrillo de la Plata y Langheló; agregó que no contentos con eso todavía, los cristianos querían acopiar (fue la palabra de que se valió) más tierra.

Estas interpelaciones y cargos hallaron un eco alarmante.

Algunos indios estrecharon la rueda, acercándose a mí para escuchar mejor lo que contestaba.

Me pareció cobardía callar contra mis sentimientos y mi conciencia, aunque el público se compusiera de bárbaros.

Siempre con los codos en los muslos y la cara entre las manos, fija la mirada en el suelo, tomé la palabra y contesté:

Que la tierra no era de los indios, sino de los que la hacían productiva trabajando.

No me dejó continuar, e interrumpiéndome, me dijo:

-¿Cómo no ha de ser nuestra cuando hemos nacido en ella?

Le contesté que si creía que la tierra donde nacía un cristiano era de él; y como no me interrumpiera proseguí:

-Las fuerzas del Gobierno han ocupado el Río 5.º para mayor seguridad de la frontera; pero esas tierras no pertenecen a los cristianos todavía; son de todos y no son de   —253→   nadie; serán algún día de uno, de dos o de más, cuando el gobierno las venda, para criar en ellas ganados, sembrar trigo, maíz.

¿Usted me pregunta que con qué derecho acopiamos la tierra?

¿Yo les pregunto a ustedes con qué derecho nos invaden para acopiar ganados?

-No es lo mismo -me interrumpieron varios-, nosotros no sabemos trabajar; nadie nos ha enseñado a hacerlo como a los cristianos; somos pobres, tenemos que ir a malón para vivir.

-Pero ustedes roban lo ajeno -les dije-, porque las vacas, los caballos, las yeguas, las ovejas que se traen no son de ustedes.

-Y ustedes los cristianos -me contestaron-, nos quitan la tierra.

-No es lo mismo -les dije-; primero, porque nosotros no reconocemos que la tierra sea de ustedes, y ustedes reconocen que los ganados que nos roban son nuestros; segundo, porque con la tierra no se vive, es preciso trabajarla.

Mariano Rosas observó:

-¿Por qué no nos han enseñado ustedes a trabajar, después que nos han quitado nuestros ganados?

-¡Es verdad! ¡es verdad! -exclamaron muchas voces, flotando un murmullo sordo por el círculo de cabezas humanas.

Eché una mirada rápida a mi alrededor, y vi brillar más de una cara amenazante.

  —254→  

-No es cierto que los cristianos les hayan robado a ustedes nunca sus ganados -contesté.

-Sí, es cierto -dijo Mariano Rosas-; mi padre me ha contado que en otros tiempos, por las Lagunas del Cuero y del Bagual había muchos animales alzados.

-Eran de las estancias de los cristianos -les contesté.

Ustedes son unos ignorantes que no saben lo que dicen; si fueran cristianos, si supieran trabajar, sabrían lo que yo sé; no serían pobres, serían ricos.

Oigan, bárbaros, lo que les voy a decir:

Todos somos hijos de Dios, todos somos argentinos.

¿No es verdad que somos argentinos? -decía mirando a algunos cristianos, y está palabra mágica, hiriendo la fibra sensible del patriotismo, les arrancaba involuntarios: sí, somos argentinos.

-Y ustedes también son argentinos -les decía a los indios-. Y si no, ¿qué son? -les gritaba-; yo quiero saber lo que son.

Contéstenme, díganme, ¿qué son?

¿Me van a decir que son indios?

Pues yo también soy indio.

¿O creen que soy gringo?

Oigan lo que les voy a decir:

Ustedes no saben nada, porque no saben leer; porque no tienen libros. Ustedes no saben más de lo que les han oído a su padre o a su abuelo. Yo sé muchas cosas que han pasado antes.

  —255→  

Oigan lo que les voy a decir para que no vivan equivocados.

Y no me digan que no es verdad lo que están oyendo; porque si a cualquiera de ustedes le pregunto cómo se llamaba el abuelo de su abuelo, no me sabrá dar razón.

Pero los cristianos sabemos esas cosas.

Oigan lo que les voy a decir:

Hace muchísimos años que los gringos desembarcaron en Buenos Aires.

Entonces los indios vivían por ahí donde sale el sol, a la orilla de un río muy grande; eran puros hombres los gringos que vinieron, y no traían mujeres; los indios eran muy zonzos, no sabían andar a caballo, porque en esta tierra no había caballos; los gringos trajeron la primer yegua y el primer caballo, trajeron vacas, trajeron ovejas.

¿Qué están creyendo ustedes?

Ya ven como no saben nada.

-No es cierto -gritaron algunos-, lo que está diciendo ese.

-No sean bárbaros, no me interrumpan, oíganme -les contesté y proseguí.

Los gringos les quitaron sus mujeres a los indios, tuvieron hijos en ellas, y es por eso que les he dicho que todos los que han nacido en esta tierra son indios, no gringos.

Oíganme con atención.

  —256→  

Ustedes eran muy pobres entonces, los hijos de los gringos, que son los cristianos, que somos nosotros, indios como ustedes, les hemos enseñado una porción de cosas. Les hemos enseñado a andar a caballo, a enlazar, a bolear a usar poncho, chiripá, calzoncillo, bota fuerte, espuela chapeado.

-No es cierto -me interrumpió Mariano Rosas-; aquí había vacas, caballos y todo antes que vinieran los gringos, y todo era nuestro.

-Están equivocados -les contesté-; los gringos que eran los españoles, trajeron todas esas cosas. Voy a probárselo:

Ustedes le llaman al caballo cauallo, a la vaca uaca, al toro toro, a la yegua yegua, al ternero ternero, a la oveja oveja, al poncho poncho, al lazo lazo, a la yerba yerba, a la azúcar achúcar y a una porción de cosas lo mismo que los cristianos.

¿Y por qué no les llaman de otro modo a esas cosas?

Porque ustedes no las conocían hasta que las trajeron los gringos. Si las hubieran conocido les habrían dado otro nombre.

¿Por qué le llaman al hermano peñí?

Porque antes de que vinieran los padres de los cristianos, ustedes ya sabían lo que era hermano.

¿Por qué a la luna quién, y no luna, como los cristianos? Por la misma razón. Porque antes de que vinieran los gringos a Buenos Aires, ya la luna estaba en el cielo y ustedes la conocían.

No pudiendo Mariano refutar esta argumentación etnológica, me contestó irritado:

  —257→  

-¿Y qué tiene que ver todo eso con el Tratado de paz? ¿Cuándo yo le he preguntado esas cosas para que me las diga?

-¿Y qué tienen que ver las preguntas que usted me ha hecho con el Tratado de paz, que ya está firmado por usted? ¿Acaso yo he venido a la junta para que lo aprueben? Ya está aprobado por usted y lo tienen que cumplir.

-¿Y ustedes lo cumplirán? -me contestó.

-Sí, lo cumpliremos -repuse-, porque los cristianos tenemos palabra de honor.

-Dígame, entonces, si tienen palabra de honor, repuso, ¿por qué estando en paz con los indios, Manuel López hizo degollar en el Sauce doscientos indios? Dígame, entonces, si tienen palabra, ¿por qué estando en paz con los indios, su tío Juan Manuel Rozas, mandó degollar ciento cincuenta indios en el cuartel del Retiro? [cito casi textualmente sus palabras].

-¡Qué diga! ¡qué diga! -gritaron varios indios.

La junta empezaba a tomar todo el aspecto de la efervescencia popular, y yo de embajador, me convertía en acusado.

-A mí no me pidan cuentas -les dije-, de lo que han hecho otros; el Presidente que ahora tenemos no es como los otros que antes teníamos. Yo tampoco les pido a ustedes cuenta de las matanzas de cristianos que han hecho los indios siempre que han podido, -y devolviéndole la pelota a Mariano Rosas, le pregunté-: ¿Qué tienen que hacer las degollaciones de López y de Rozas con el Tratado de paz?

No le di tiempo para que me contestara y proseguí:

  —258→  

-Ustedes han hecho más matanzas de cristianos que los cristianos de indios.

Inventé todas las matanzas imaginables, y las relaté junto con las que recordaba.

-¡Winca! ¡winca! ¡mintiendo! -gritaron algunos.

Y en varios puntos del círculo se hizo como un tumulto.

Era el peor de los síntomas.

Varios de mis ayudantes se habían retirado guareciéndose bajo la sombra de un algarrobo.

El sol quemaba como fuego, y hacía ya largas horas que la discusión duraba.

A mi lado no habían quedado más que los dos frailes franciscanos y el Ayudante Demetrio Rodríguez.

Viendo que la situación se hacía peligrosa, lo miré a mi compadre Baigorrita que no había hablado una palabra, permaneciendo inmóvil como una estatua. No hallé su mirada.

Busqué otras caras conocidas para decirles con los ojos: aplaquen esta turba desenfrenada.

Todas ellas estaban atónitas.

Si me miraban no me veían.

-Es que -dijo Mariano Rosas-, los indios somos muy pocos y los cristianos muchos. Un indio vale más que un cristiano.

Estuve por no contestar.

Pero antes que arriar la bandera, exclamé interiormente: «Que me maten; pero me han de oír».

  —259→  

-No diga barbaridades, hermano -le contesté-; todos los hombres son iguales, lo mismo un cristiano, que un indio, porque todos son hijos de Dios.

Y dirigiéndome al padre Burela que, como el convidado de piedra de Don Juan Tenorio, presenciaba aquella escena turbulenta sin tener ni una mirada ni una palabra de apoyo para mí, dije:

-¿Que conteste ese venerable sacerdote, que se encuentra entre los indios en nombre de la caridad cristiana; que diga él, a quien el Gobierno y los ricos de Buenos Aires le han dado plata para que rescate cautivos, si no es cierto lo que acabo de decir?

El reverendo no contestó, tenía la cara larga, caídos los labios, más abiertos los ojos que de costumbre, inflamada la nariz, sudaba la gota gorda y estaba pálido como la cera.

¡Qué contraste hacia con el padre Marcos y el padre Moisés!

Ellos no hablaban porque no podían hablar, nadie los interpelaba; pero en sus rostros simpáticos estaba impresa la tranquilidad evangélica, y la inquietud generosa del amigo que ve a otro comprometido en una demanda desigual.

-Que diga -continué-, el padre Barela, que no tiene espada, de quien ustedes no pueden desconfiar, si los cristianos aborrecen a los indios.

El Reverendo no contestó, su facha me hacía el efecto de un condenado.

La voz de la conciencia, sin duda, le trababa la lengua al hipócrita.

-Que diga el padre Burela -proseguí- si los cristianos   —260→   no desean que los indios vivan tranquilos, todos juntos, renunciando a la vida errante, como viven los indios de Coliqueo, cerca de Junín.

El Reverendo no contestó.

En ese momento, sea que los caballos se espantaron, sea lo que se fuere, no puedo decir lo que hubo, sintiose algo parecido a un estremecimiento de la multitud. Lo confieso, temí una agresión.

Redoblé mi energía y seguí hablando.

-Yo soy aquí -les dije-, el representante del Presidente de la República; yo les prometo a ustedes que los cristianos no faltarán a la palabra empeñada, que si ustedes cumplen, el Tratado de paz se cumplirá.

Ustedes pueden faltar a su compromiso; pero tarde o temprano tendrán que arrepentirse; como les sucederá a los cristianos si los engañaran a ustedes.

Yo no he venido aquí a mentir. He venido a decir la verdad y la estoy diciendo.

Si los cristianos abusasen de la buena fe de ustedes harían bien en vengarse de la falsía de ellos; así como si ustedes no me tratasen a mí y a los que me acompañan con todo respeto y consideración, si no me dejasen volver o me matasen, día más, día menos, vendría un ejército que los pasaría a todos por el filo de la espada, por traidores; y en estas pampas inmensas, en estos bosques solitarios, no quedarían ni recuerdos ni vestigios de que ustedes vivieron en ellos.

Camargo se acercó a mí en ese instante, y me dijo al oído:

  —261→  

-Hable de lo que se da por el Tratado, Coronel, hable de eso.

-¿Y qué más quieren -continué diciendo-, que hagan los cristianos? ¿No les van a dar dos mil yeguas para que se repartan entre los pobres; azúcar yerba, tabaco, papel, aguardiente, ropa, bueyes, arados, semillas para sembrar, plata para los caciques y los capitanejos?

¿Qué más quieren?

Mariano Rosas tomó la palabra después de un largo silencio, y dijo:

-Ya estamos arreglados; pero queremos saber qué cantidad de cada cosa nos van a dar.

Diga, hermano -agregó.

Y dirigiéndose a los indios: -oigan bien.

Volví a hacer la enumeración de lo que se había de entregar según el Tratado.

La calma se restablecía y la junta parecía tocar a su fin.

Aproveché las buenas disposiciones que renacían para hacer presente, a fin de quitar todo motivo de descubrimiento futuro.

Que la paz no era hecha conmigo, que yo era un representante del Gobierno y un subalterno del general Arredondo, mi jefe, con cuyo permiso me hallaba entre los indios; que no creyesen si otro jefe me reemplazaba que por eso la paz se habla de alterar, que ese jefe tendría que cumplir el Tratado y las órdenes que el Gobierno le diera; que ellos estaban acostumbrados a confundir a los jefes con quienes se entendían con el Gobierno; que así,   —262→   en ningún tiempo la desaparición mía de la frontera debía ser un motivo de queja, una razón para que se negaran a observar fielmente lo convenido; que cerca o lejos tendrían siempre en mí un amigo que haría por el bien de ellos, si lo merecían, todo cuanto pudiera.

Mariano Rosas se puso de pie y con una sonrisa, la más afable, me dijo:

-Ya se acabó, hermano.

Nueve horas consecutivas los frailes y yo habíamos estado sentados en la misma postura y en el mismo lugar; cuando quisimos levantarnos, las piernas entumecidas no obedecían.

Para incorporarnos, tuvimos que prestarnos mutua ayuda.

Nos levantamos.

Mariano Rosas me dijo que algunos indios de importancia querían conversar particularmente conmigo.

Para conferencias estaba yo.

Pero, ¡qué hacer!

Accedí.

Mi primer interlocutor fue el viejo de las muletas.

Nos sentamos cara a cara en el suelo, nombramos nuestros respectivos lenguaraces y empezó la plática.

El viejo era un conversador lo más recalcitrante.

Me habló de sus antepasados, de sus servicios, de su ciencia y paciencia, de las leguas que había galopado para venir a la junta, de este mundo y el otro, en fin, y   —263→   cuando yo creía que me iba a decir que había tenido muchísimo gusto en conocerme, me salió con esta pata de gallo:

-He oído con atención todas las razones de usted y ninguna de ellas me ha gustado.

-Pues estoy fresco -dije para mi capote-. ¿Si querrá este armarme alguna gresca?

Varios indios le habían formado rueda, asintiendo a lo que acababa de decir.

Tomé la palabra y le contesté:

-Que me alegraba mucho de haberle conocido; que sentía infinito que un anciano tan respetable como él, tan lleno de experiencia y de servicios, tan digno del aprecio de los indios, se hubiera incomodado en venir desde tan lejos por verme; que cuando fuera de paseo al Río 4.º tendría mucho gusto en alojarlo en mi casa y regalarlo y que ahora que la paz estaba hecha y que iban a recibir tantas cosas -las enumeré todas-, todos debíamos mirarnos como hijos de un mismo Dios.

El indio reprodujo al pie de la letra todo lo que me había dicho anteriormente y acabó con la muletilla:

-He oído con atención todas las razones de usted y ninguna de ellas me ha gustado.

Hice lo mismo que él; reproduje mi contestación.

Así estuvimos larguísimo rato. Nueve veces dijo él lo mismo, nueve veces le contesté yo lo mismo también.

Cedió el viejo.

En pos de él vinieron otros personajes; con todos tuve que hablar, todos me dijeron casi la misma cosa y a todos les contesté casi la misma cosa también.

  —264→  

Dios se apiadó de mí; y después de once mortales horas, inolvidables, como jamás las he pasado, ni espero volverlas a pasar, en lo que me resta de vida, me vi libre de gente incómoda.

Aquel día valió por todos los otros y eso que no he hecho sino pintar a brocha gorda el cuadro. Para iluminarlo con todos sus colores habría tenido necesidad del marco de un libro entero.

Estaba harto y cansado; me eché sobre la blanda yerba, y me quedé pensativo un rato viendo a los indios desparramarse como moscas en todas direcciones y desaparecer veloces como la felicidad.



  —265→  

ArribaAbajo- LV -

Revelación.- Más había sido el ruido que las nueces.- Nuevas presentaciones.- El último abrazo y el último adiós de mi compadre Baigorrita.- Otra vez adiós.- Mariano Rosas después de la junta.- ¡Qué dulce es la vida lejos del ruido y de los artificios de la civilización!- Los enanos nos dan la medida de los gigantes y los bárbaros la medida de la civilización.- Una mujer azotada.- No era posible dormir tranquilo en Leubucó.


Mientras arrimaban las tropillas, descansaba y pensaba en el extraño concilio a que acababa de asistir, estaba completamente abstraído cuando se me presentó mi compadre Baigorrita.

Después de haberlo acompañado a Mariano Rosas cierta distancia, por el camino de Leubucó, volvía sobre sus pasos con la intención de ir a dormir en Quenque.

Llegó donde yo estaba, echó pie a tierra, se sentó a mi lado y me hizo decir con San Martín:

Que ya se iba, que no extrañase que no hubiera hablado en la junta en defensa mía, que no lo había hecho por los indios de Mariano, que si lo hubiese hecho habrían dicho, que era más amigo mío que de ellos, que yo tenía mucha razón en mis razones, que los hombres de experiencia lo habían conocido, que ninguno lo había   —266→   conocido mejor que el mismo Mariano Rosas -pero que había tenido que portarse así, porque si no, sus indios habrían dicho, que era más amigo mío que de ellos-, que me fuera sin cuidado, que Mariano era mi amigo, que tenía confianza en mí, y que con él contara en todo tiempo para lo que gustara, que para qué nos habíamos hecho compadres entonces.

Este lenguaje fue una revelación.

Recién comencé a ver claro y a explicarme la actitud indiferente, reconcentrada, ceñuda de mi compadre durante toda la junta. A fuer de diplomático, que conoce perfectamente bien el terreno que pisa, había estado haciendo su papel.

Más había sido el ruido que las nueces, según se ve.

Faltaba averiguar si aquellos discípulos de Machiavello me habrían dejado sacrificar, dado el caso, que el pueblo bárbaro, exasperado por la razón de mis sinrazones, se me hubiera ido encima.

Estaba impaciente de conversar con Mariano Rosas a ver si me hablaba con la misma franqueza de Baigorrita, su aliado, a la vez que su rival en la justa pretensión de adquirir prestigio entre todas las indiadas.

San Martín, completando el pensamiento de mi compadre, me dijo de su cuenta:

-Así son los indios, señor; y como Baigorrita es cacique principal, tiene que tener mucho cuidado con Mariano; los indios son muy desconfiados y celosos; para andar bien con ellos, es preciso no aparecer amigo de los cristianos.

Baigorrita le interrumpió y me hizo decir, que ya era tarde, que quería ponerse en marcha.

  —267→  

Mis tropillas acabaron de llegar; mande mudar, la operación se hizo prontamente y un momento después abandonamos la raya.

Ordené que mi séquito se fuera despacio por el camino de Leubucó, y con Camilo Arias y un asistente tomé para el sud en compaña de mi compadre.

Varios indios, entre ellos el de las muletas, le acompañaban. Me presentó a algunos que no me habían visitado en Quenque; tuve que sufrir sus saludos, apretones de mano, abrazos y pedidos, y en el sitio donde habíamos pasado la noche que precedió a la junta, nos dijimos ¡adiós!

Conforme fue cordial la recepción de Baigorrita, así fue fría la despedida.

Partimos al galope en opuestas direcciones.

Silencioso, contemplando la verde sábana de aquellas soledades, dejaba que mi caballo se tendiera a sus anchas, cuando sentí un tropel a retaguardia. Sin sujetar di vuelta, vi un grupo de jinetes; entre ellos venía Baigorrita corriendo por alcanzarme.

-Hice alto, alguna novedad ocurría.

Mi compadre llegó y San Martín me dijo:

-¡Dice Baigorrita, que viene a darle el último abrazo y el último adiós!

Nos abrazamos pues.

-El indio me estrechó con efusión, y al desapartarnos, tomándome vigorosamente la mano derecha y sacudiéndomela con fuerza me dijo, con visible expresión de cariño: ¡adiós! ¡compadre! ¡amigo!

  —268→  

-¡Adiós! ¡compadre! ¡amigo! -le contesté, y volvimos a separarnos.

Galopaba yo, apurando mi caballo por ver si alcanzaba mi gente, antes de que se pusiera el sol, cuando un jinete me alcanzó.

Era San Martín; lo mandaba Baigorrita a decirme otra vez adiós, ¿me enviaba sus más fervientes votos de felicidad? Me hacía presente que le había ofrecido otra visita, y para no desmentir en ningún momento que era indio me pedía que le mandara unas espuelas de plata.

Contesté a todo como debía, despaché al mensajero y seguí por el camino que acababa de tomar.

A poco andar me incorporé a mi gente. Adelante de ella iban varios indios desparramados.

Entre ellos reconocí a Mariano Rosas, le acompañaba a la par su hijo mayor.

Sintió el tropel de mis caballos, miró atrás, y al ver que era yo, sujetó.

-Buenas tardes, hermano -me dijo con marcada amabilidad.

Jamás le había visto un aire tan amistoso.

-Buenas tardes -le contesté con estudiosa sequedad.

-Cómo le ha ido -prosiguió, diciéndole a su hijo-, saca esas perdices para mi hermano.

El hijo obedeció, y de unas alforjas sacó dos hermosas martinetas cocidas y una torta.

Yo contesté:

  —269→  

Me ha ido regular, hermano.

Tomó las perdices y la torta y me las pasó, diciéndome:

-Coma, hermano.

Su cara tenía una expresión de malicia particular; parecía que el indio se reía interiormente.

Tomé las perdices, le pasé una, y media torta a los frailes, y el resto lo partí con él.

Íbamos al trote masticando sin hablar.

-Galopemos -me dijo.

-No, mis caballos están pesados, no tengo apuro en llegar; galope usted si tiene prisa -le contesté.

-¿Qué le ha parecido la junta? -me preguntó.

-Qué me ha parecido -repuse, fijando en él mis ojos, como diciéndole-: Ya lo calculará usted.

Me entendió y dijo:

-Con estos indios se precisa mucha paciencia, es preciso conocerlos bien, son muy desconfiados, en cuanto ven que uno es amigo de los cristianos, ya piensan que los engañan. ¡Los han traicionado tantas veces! Ya ve cómo ha estado su compadre Baigorrita.

-Pero de mí, ¿qué podían temer? -le contesté.

-Nada, de usted nada.

-¿Y entonces?

-Pero si yo hubiera aprobado todas sus razones, quién sabe qué hubieran dicho.

  —270→  

-¿Y si me hubiesen insultado, o me hubieran querido matar?

-¡Cuándo! Fue toda su respuesta.

Y esto diciendo, se tendió al galope, añadiendo:

-Bueno, hermano, hasta luego, lo espero a comer.

-Bueno, hermano, ahorita no más estoy en Leubucó, voy a descansar un rato en la Aguada, le contesté.

El sol se hundía del todo en la raya lejana; una ancha faja cárdena, resplandeciente, radiosa, teñía el horizonte y con su lumbre purpúrea, cambiante, hermosa, doraba las apiñadas nubes de occidente, que, como encumbradas montañas movedizas coronadas de eternas nieves, se alzaban hasta el cielo, a la manera de inmensas espirales y de informes figuras de inconmensurable grandor.

El seco aquilón plegaba sus alas; las mansas y apacibles auras jugueteaban galanas, refrescando la frente del viajero; el pasto ondulaba como el irritado mar en sus profundidades insondables después de la tempestad; las silvestres flores se erguían sobre su flexible tallo, pintando los campos con colores vivaces; un perfume suavísimo, delicado, imperceptible como la confusa reminiscencia del primer ósculo de amor, vagaba envuelto entre las brisas embriagadoras.

Los últimos rayos solares refractándose en la atmósfera, envolvían la tierra con el poético manto crepuscular; la moribunda luz del día confundiéndose con las místicas sombras de la noche le abrían el paso a la celeste viajera.

La luna brillaba ya entre tremulantes estrellas, como casta matrona de plateados cabellos, entre púdicas doncellas   —271→   de rubia faz, cuando llegábamos al borde de una lagunita, en cuyo espejo cristalino innumerables aves acuáticas piaban en coro.

Hicimos alto, mandé mudar caballos, y sediento de reposo me tendí sobre las blandas pajas, haciendo de mis brazos cruzados cómoda almohada.

¡Qué dulce es la vida, lejos del ruido y de los artificios de la civilización!

¡Ay! Una hora de libertad por los campos es un placer salvaje que yo trocaría mañana mismo por un día entero de esta existencia vertiginosa.

Mientras ensillaban pensé en los sucesos del día, y, francamente, los indios me trajeron a la memoria lo que pasa en los parlamentos de los cristianos.

Mariano Rosas y Baigorrita, como dos jefes de partido tenían el terreno preparado, la votación segura; pero uno y otro antes de imponer su voluntad habían lisonjeado las preocupaciones populares.

¿No es esto lo que vemos todos los días?

La paz y la guerra, ¿no se resuelven así?

¿El pueblo no tolera todo -hasta que se juegue su destino-, con tal que se le deje gritar un poco?

¿No hace presidentes, gobernadores, diputados, en nombre de ciertas ideas, de ciertas tendencias, de ciertas aspiraciones, y las camarillas, no hacen después lo que quieren y las muchedumbres no callan?

¿No pretende que lo gobierne la justicia y no lo gobierna eternamente esa inicua inmoralidad, que los políticos sin conciencia llaman la razón de estado?

  —272→  

¿Pasa otra cosa en el mundo civilizado?

¿Mariano Rosas, después de haber resuelto la paz, acusándome en público de las matanzas de López y de Rozas; Baigorrita dominado por la misma idea, silencioso, irresoluto en presencia de la multitud, no hacían el mismo papel de Napoleón III proclamando: el imperio es la paz, al mismo tiempo que se armaba hasta los dientes?

¿No mentían?

¿No hacían lo mismo que los que en nombre de la Constitución y de las leyes, de la civilización y de la humanidad arman al pueblo contra el pueblo?

¿No mentían?

¿No hacían lo mismo que los que después de haber sostenido, que el pueblo tiene el derecho de equivocarse se han revelado contra él, porque tuvo la energía de inmolar uno de sus tiranos?

¿No mentían?

Mariano Rosas y Baigorrita, declarando en una junta, después de haber firmado un tratado de paz, que harían lo que la mayoría resolviese, no imitaban a los que más de una vez han declarado en nuestros Congresos lo contrario de lo que habían convenido con el extranjero.

¡Cuánto he aprendido en esta correría!

Si me hubieran dicho que los indios me iban a enseñar a conocer la humanidad, una carcajada homérica habría sido mi contestación.

Como Goullibert, en su viaje a Liliput, yo he visto al mundo tal cual es en mi viaje a los ranqueles.

  —273→  

Somos unos pobres diablos.

Los enanos nos dan la medida de los gigantes y los bárbaros la medida de la civilización.

Resta saber si seríamos más felices, poniendo en la silla curul de nuestros magnates, pigmeos, y cambiando el coturno francés, por la bota de potro.

Los héroes prueban tan mal y la moda es tan tiránica en sus imposiciones que vale la pena de meditar sobre las ventajas y las consecuencias de una revolución social.

De todos modos, nuestros ídolos de ayer, no resisten a la crítica -son como los ranqueles-, capaces de engañar al más pintado.

Por esos trigales de Dios iban mis reflexiones en el instante en que Calixto Oyarzábal, acercándoseme, me dijo:

-Ya está el caballo, señor.

Me levanté, «a caballo» -grité, y diciendo y haciendo monté y tomé al galope la gran rastrillada de Leubucó, entrando luego en el monte.

El cielo se encapotaba; caímos a un descampado pantanoso, unas lucecitas fugaces, macilentas, aparecían y desaparecían; creía llegar a ellas, y se alejaban de mí como rápidas mariposas. Eran las emanaciones de la tierra; cruzábamos un cementerio de indios y estábamos a las puertas de la toldería de Mariano Rosas.

Llegamos.

Me esperaban con la comida pronta y con música. Comí, soporté al negro del acordión una vez más, y viendo   —274→   que mi presunto compadre Mariano estaba muy bien templado, le pedí la libertad, del doctor Macías.

Me contestó que sí.

Veremos después lo que vale el de un indio.

Me despedí, salí del toldo, me senté al lado del fogón de los asistentes y aunque no tenía sueño me quedé dormido.

Unos ladridos de perro me despertaron.

En el todo de Mariano Rosas se oían gritos de mujer.

Me acerqué ocultándome.

El cacique había castigado una de sus mujeres, quería castigar otra y el hijo se oponía, amenazando al padre con un puñal si tocaba a la madre.

Era una escena horrible y tocante a la vez.

Habían bebido, el toldo era un caos, las mujeres y los perros se habían refugiado en un rincón, los indiecitos y las chinitas desnudas lloraban, y un fogón expirante era toda la luz.

Mariano Rosas rugía de cólera.

Pero retrocedía ante la actitud del hijo protector de la madre.

Según se dijo, al día siguiente, era muy capaz de haber muerto al padre, si no se hubiera contenido, para que se vea que, hasta entre los bárbaros, el ser querido que nos ha llevado en sus entrañas, que nos ha amamantado en su seno y nos ha mecido en su regazo es un objeto de culto sagrado.

Me acosté con la intención y la esperanza de dormir.

  —275→  

Pero estaba de Dios que en Leubucó las noches habían de ser toledanas para mí.

Cuando conciliaba el sueño, una serenata de acordión con negro y todo, presidida por los cuatro hijos de Mariano Rosas, achumados a cual más, me despertó.

Fue en vano resistir.

Hubo cohetes y aguardiente como para que los yapaí duraran un buen rato.

Yo, en lugar de beber hacía el ademán y derramaba el nauseabundo líquido por donde caía.

Al fin se remató la impertinente chusma y me escurrí, pasando el resto de la noche sin novedad.



  —[276]→     —277→  

ArribaAbajo- LVI -

La paz estaba definitivamente hecha.- El doctor Macías.- Gotas maravillosas.- Padre e hijo indios.- Lo pido a Macías.- Visita a Epumer.


Las paces estaban definitivamente hechas. El sufragio popular les había puesto su sello soberano en la junta. Las sospechas habían desaparecido. Yo era mirado ya como un indio.

Numerosas visitas llegaban a saludarme.

El viento de Leubucó me era favorable. Los intrigantes, corridos y avergonzados, solicitaban mi perdón con estudiadas sonrisas y amabilidades.

Fingí que no me había apercibido de sus manejos, estaba en tierra diplomática, y reservé el castigo para la oportunidad debida.

El doctor Macías me preocupaba.

  —278→  

Su espíritu abatido por las humillaciones y padecimientos que había sufrido durante dos años, nada esperaba de los hombres.

Como el náufrago que después de haber luchado brazo a brazo con la muerte, viendo venir la onda irritada que va a tragarle y sumergirle en las frías y tenebrosas cavernas del océano, hace un esfuerzo supremo y coge una tabla de salvación, que otros le arrebatan desesperados, en el instante mismo en que la barca del arrojado pescador viene en su ayuda, así es la vida.

Las penas secan los ojos, las ingratitudes hielan el corazón; los desengaños matan las últimas ilusiones; parecemos momias ambulantes, descendiendo marcialmente sin consuelo por los oscuros escalones de la eternidad, y, sin embargo, algo nos estremece y nos conforta aún a la manera de un sacudimiento galvánico, inefable, es la esperanza en Dios.

¡Ay! de aquel que después de haber perdido la fe en todo, no conserva en su esqueleto un santuario siquiera para refugiar en él esa fe pura.

Macías no creía que yo me atreviera a exigir su libertad; aunque no me lo decía lo comprendía. Abatido por el infortunio me confundía con los aduladores del cacique.

Su actitud era digna; aprovechaba toda ocasión de manifestar que su existencia se hacía cada día más insoportable, pero no suplicaba.

El desgraciado tenía impresas en su frente las huellas de un dolor punzante, reconcentrado; celaje de amargura; sus grandes ojos negros rasgados, vagaban inquietos, fijábanse a veces en tierra, y al recordar sin duda, la   —279→   dulce libertad perdida, brillaban cristalizados por comprimido lloro.

Macías tiene cuarenta años; es hijo de una respetable familia de Buenos Aires y está enlazado a una joven de origen inglés.

Su padre es un español conocido en este comercio.

Imaginaos un árabe con gran nariz aguileña, de barba y cabello cano y tendréis su retrato.

Sus primeros estudios los hizo en la escuela del señor don Juan A. de la Peña, donde yo le conocí.

Después cursó las aulas universitarias, preparándose para entrar en la escuela de medicina, de la que salió doctor.

Su vida ha tenido grandes alternativas; ha sido médico, leñatero, en las islas del Paraná e industrial en el Chaco, entre cuyos indios pasó algunos años voluntariamente. Hay algo de poético, de novelesco y misterioso en esta existencia, mas yo no debo descorrer el velo sino hasta aquí.

Por muchísimos años, Macías y yo nos perdimos de vista; desde la última vez que nos vimos en la escuela de primeras letras, no nos habíamos vuelto a encontrar hasta el día de mi arribo a Leubucó.

Macías, había tenido el desgraciado talento de ponerse mal en Tierra-Adentro con casi todos los que habían podido ayudarle a pasar los menos malos ratos posibles.

Tiene un carácter extraño -indómito y dócil-, firme y versátil a la vez. Es capaz de acometer una empresa arriesgada y no tiene valor personal.

  —280→  

Estas dos últimas fases de su carácter explican su presencia entre los indios, sin ser cautivo y su falta de prestigio entre ellos.

Macías estaba en el Río 4.º por el año de 1867.

El coronel Elía, jefe de la frontera de Córdoba, había iniciado una negociación de paz con los indios.

Se ofreció y partió con las credenciales correspondientes.

Pero sea que el coronel Elía no estaba autorizado para negociar un tratado de paz, sea lo que se fuera, el hecho es que el plenipotenciario fue abandonado a sus propios recursos y a su suerte.

Por falta de tacto, o por falta de suerte, fatalidad que suele oscurecer las dotes más relevantes del hombre, burlar sus planes y desvanecer sus ilusiones unas tras otras, lo mismo que los vendavales deshojan los árboles más frondosos, Macías se convirtió de plenipotenciario en prisionero.

Escribió y escribió; sus cartas no fueron contestadas. Hasta el soldado que en calidad de asistente le acompañaba le abandonó.

Solo, sin sirviente, ni medios de subsistencia, maturrango, ¿de qué había de vivir, ni cómo había de escaparse?

Tuvo que aceptar el pan de los indios y de los cristianos refugiados entre ellos por causas políticas.

Por debilidad, por falsos cálculos, por conveniencia, qué sé yo por qué, se vinculó a los últimos y riñó con ellos después.

  —281→  

No le quedaba más arbitrio que apelar a los indios, se hizo amigo de Mariano Rosas.

Mejoró de condición y de prisionero se elevó a la categoría de secretario.

Las primeras notas que yo recibí en el Río 4.º de aquel cacique, eran escritas por mi antiguo condiscípulo.

A la distancia le juzgué mal.

Corrían tantas historias sobre los motivos que lo llevaron a los indios, que era muy difícil sustraerse a la influencia de las sospechas populares.

¿Quién resiste a los juicios de los conocidos sobre los desconocidos?

¿Cuál es la cabeza bastante fuerte para despreciarlos, para esperar?

¿El criterio que tenemos de la generalidad de las personas es acaso el resultado de nuestra observación directa?

No amamos, no aborrecemos, no simpatizamos, no antipatizamos por refracción?

Una secretaria hace celosos en cualquier parte, lo mismo en París que en Berlín, en Buenos Aires que en Leubucó.

Macías despertó la emulación de los cristianos.

Temieron su ascendiente.

Comenzaron a intrigarle y lo consiguieron.

Yo, desde el Río 4.º contribuí sin intención dañina a su caída.

  —282→  

Lo juzgaba mal ya he dicho porqué, y le escribí a Mariano Rosas, que el secretario que tenía no era bueno, que sus notas decían todo lo contrario de los recados que me llevaban sus mensajeros.

El hecho era cierto.

Lo que faltaba averiguar era si Macías ponía lo que le mandaban o no; si las contradicciones entre lo que me escribían y me decían, no eran gramática parda, diplomacia ranquelina.

El tiempo, iniciándome en las cosas de Leubucó me aclaró el misterio de todo.

Macías cumplía al pie de la letra las órdenes que recibía, sus notas le eran leídas a Mariano Rosas por otros cristianos antes de salir de la Cancillería de Tierra Adentro.

Macías cayó pues de la gracia y del favor.

Los que viéndole de Secretario le consideraban le abandonaron, y los que ni por eso le habían considerado redoblaron sus hostilidades.

Tuvo que pasar por todo linaje de humillaciones, quedando agregado como uno de tantos al toldo del cacique.

Dormía donde le tomaba la noche; comía donde le daban la limosna de una tumba de carne; sus vestiduras eran pobrísimas.

¡Desgraciado Macías!

Cuando yo le vi su traje consistía en una camisa sucia y rota, en un calzoncillo de algodón ordinario y en un chiripá de paño viejo colorado; un resto de sombrero cubría   —283→   su frente y unas botas llenas de agujeros era todo su calzado. Sus pies estaban destrozados, sus manos encallecidas.

En una bolsa de cuero de gato tenía todo su caudal: hilo, botones, piedritas, agujas, azúcar, yerbas medicinales, tabaco, yerba, papel, y, envuelto en un trapito un relicario de oro, de cuatro faces, con los retratos de sus padres y de sus dos hijos.

¡Desgraciado Macías!

¡Ah! ¡Imaginaos el efecto que me haría ver aquel hombre que había nacido bien, que había recibido educación, gozado de la vida y frecuentado la buena sociedad, reducido a aquella condición!

¡Él mismo no lo comprendió!

Me veía alegre, festivo, contento, fingiendo que todo cuanto me rodeaba me parecía óptimo, y me creía insensible al infortunio.

Su corazón atrofiado por el dolor, creía que el mío estaba seco.

¡Desgraciado Macías!

Los indios hablaban mal de él, le creían loco.

Los cristianos lo mismo; contaban cosas horribles del pobre.

Todos sus vicios se los atribuían a él.

En tal situación escribió al Presidente de la República.

No le contestaron.

  —284→  

¿Cómo le habían de contestar?

Sus cartas habían sido interceptadas y detenidas.

Llamé al capitán Rivadavia y le mandé preguntar con él a Mariano Rosas, si estaba visible.

Me contestó que fuera cuando quisiese, que estaba por almorzar.

Entré a su toldo.

Su cara revelaba la agitación de la noche; estaba más pálido que de costumbre.

Al verme entrar me dijo, sin cambiar de postura, estaba sentado al lado del fogón.

-Buenos días, hermano, dispense que no me pare, estoy medio enfermo.

Me insinuó un asiento a su lado.

Sentándome le contesté:

-Esté cómodo, hermano, ¿cómo ha pasado la noche?

-Mal -repuso, arrugando la frente como cuando un recuerdo mortificante nos asalta.

-¿Qué tiene?

-Me duele la cabeza.

-¿Quiere tomar un remedio muy bueno que yo traigo?

-Lo tomaré, si usted lo conoce.

Salí y volví al punto con un frasquito de gotas maravillosas de la corona.

Era todo mi botiquín.

  —285→  

Abrí el frasquito, pedí un jarro de agua, lo derramé dejándole sólo dos dedos y eché en él sesenta gotas. Para que las bebiera sin aprensión, le dije:

-Vea -proseguí-, y esto diciendo tomé un trago.

-Si no tengo recelo, hermano -me contestó, y tomándome el jarro bebió hasta la última gota que contenía.

-Un poco amargo no más -dijo.

-Sí, repuse.

-¿Y ha descansado bien?

-Muy bien.

-¡Qué diablos de indios, eh!

-¡Hum! anduvo medio mal la cosa en la junta.

-¡Eh! No todos comprenden.

-¡Es cierto!

-Y su amigo, el padre Barela ¿por qué no le ayudó?

-No sé, estaba medio asustado, me parece.

Se sonrió, como diciendo, uno y medio, y acariciando a uno de sus hijos que se echó sobre sus rodillas, exclamó:

-¡Ese toro!

Era el hijo que había defendido a la madre la noche antes.

-Tiene muy buena cara -le dije.

-Pero no es bueno, ya me ha querido matar -repuso mirando al hijo con una mezcla de complacencia y admiración.

  —286→  

El indiecito, entendía lo que su padre hablaba; pero no le prestaba atención.

Se desperezó, bostezó, se levantó, habló en la lengua y salió quebrándose como lo hacen sólo nuestros gauchos.

Mariano, le siguió con la vista hasta la puerta del toldo, y volvió a repetir:

-¡Toro, hermano!

-¿Cuantos años tiene?

-Debe tener... me hizo la seña de doce con las manos.

-Es muy chico todavía.

-Pero es gaucho ya.

Trajeron el almuerzo; era lo de siempre: puchero con choclos y zapallo, carne asada, de vaca y de yegua.

-Bueno, hermano -le dije-, yo pienso irme pronto para mandarle cuanto antes las raciones.

-Cuando quiera, hermano -me contestó-, yo no tengo ya sino un poquito que conversar con usted.

-Pienso irme dentro de dos días.

-Hablaremos mañana entonces.

-Está bien.

-Me lo voy a llevar a Macías.

No me contestó; en su cara leí una negativa.

-A usted no le sirve de nada aquí.

Siguió callado.

  —287→  

-Es un pobre diablo -le dije.

-Mire, hermano -me contestó; iba a proseguir, unas visitas nos interrumpieron.

Saludaron y se sentaron.

Yo, seguí almorzando, acabé, me levanté y diciéndole a Mariano, «luego conversaremos», salí del toldo, bastante contrariado.

Enseguida me fui a visitar al cacique Epumer.

Mariano Rosas me prestó su caballo.

En el toldo de Epumer me recibieron con toda galantería.

En un rincón, acurrucado como un tullido, estaba el espía de Calfucurá, que tanta curiosidad me dio en Quenque.

Me vio entrar como a un perro.

¿Qué hacía allí?



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ArribaAbajo - LVII -

Fama de Epumer.- Me esperaban en su toldo.- Recepción.- Indias y cristianas.- Pasteles y carbonada entre los indios.- Amabilidades.- Celo apostólico del padre Marcos.- Puchero de yegua.- Insisto en sacar a Macías.- Negativas.- Un indio teólogo.- Un espectro vivo.


El toldo de Epumer distaba un cuarto de legua del de Mariano Rosas.

No hay indio más temido que Epumer; es valiente en la guerra, terrible en la paz cuando está achumado.

El aguardiente lo pone demente.

Sea adulación, sea verdad, todos dicen que no estando malo de la cabeza es muy bueno.

No tiene más que una mujer, cosa rara entre los indios, y la quiere mucho.

Vive bien y con lujo; todo el mundo llega a su casa y es bien recibido.

A mí me esperaban hacía rato.

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El toldo acababa de ser barrido y regado; todo estaba en orden.

Epumer estaba sentado en un asiento alto, de cueros de carnero y mantas.

Enfrente había otro más elevado, que era el destinado para mí.

Las chinas aguardaban de pie, con la comida pronta para servirla a la primera indicación.

Las cautivas atizaban el fuego.

Epumer se levantó, me estrechó la mano, me abrazó, me dijo que aquella era mi casa, me hizo sentar y después que me senté, se sentó él.

Los demás circunstantes, que eran todos chusma agregada al toldo, no se sentaron hasta que Epumer se los insinuó.

La conversación roló sobre las costumbres de los indios pidiéndome disculpas de no poder obsequiarme, en razón de su pobreza, como yo lo merecía.

Un cristiano bien educado, modesto y obsequioso, no habría hecho mejor el agasajo.

Epumer me presentó su mujer, que se llamaba Quintuiner, sus hijas, que eran dos, y hasta las cautivas, cuyo aire de contento y de salud llamó grandemente mi atención.

-¿Cómo les va, hijas? -les pregunté a estas.

-Muy bien, señor -me contestaron.

-¿No tienen ganas de salir?

No contestaron y se ruborizaron.

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Epumer me dijo:

-Si tienen hijos y no les falta hombre.

Las cautivas añadieron:

-Nos quieren mucho.

-Me alegro, repuse.

Una de ellas exclamó:

-Ojalá todas pudieran decir lo mismo, gueselencia.

Era una cordobesa.

Epumer les indicó a su mujer y a sus hijas que se sentaran, y mandó que sirvieran la comida.

Obedecieron.

Estaban vestidas con lo más nuevo y rico que tenían.

El pilquen, era de paño encarnado bastante fino; los collares y cinturones, las pulseras de pies y manos, de cuentas, los grandes aros en forma triangular y el alfiler de pecho redondo, de plata maciza labrada.

La manta era, contra la costumbre, de pañuelo escocés de lana.

Se habían pintado los labios y las uñas de las manos con carmín; se habían puesto muchos lunarcitos negros en las mejillas y sombreado los párpados inferiores y las pestañas.

Estaban muy bonitas.

La mujer de Epumer, sobre todo, me recordaba cierta dama elegantísima de Buenos Aires, que no quiero nombrar.

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Pues no faltaría más; compararla a ella tan simpática y prestigiosa, por la gracia y la belleza, por su carácter dulce, su talle flexible como el mimbre, su voz de soprano, que también interpreta los acentos delicados de Campanna, ¡con una china!

Trajeron la comida, platos de loza, cubiertos, vasos y mantel.

Empezamos por pasteles a la criolla. Una cautiva los había hecho. Aunque acababa de almorzar con Mariano, comí dos. Luego trajeron carbonada con zapallos y choclos. Epumer me dijo que me habían buscado el gusto, que le habían preguntado a mi asistente lo que me gustaba. No pude rehusar y comí un plato. Estaba inmejorable; la carne era gorda, la grasa finísima.

Enseguida vino el asado, de cordero y de vaca, después puchero. El pan, eran tortas al rescoldo. El postre fueron miel de avispa, queso y maíz frito pisado con algarroba.

Con la carbonada quedé repleto como un lego; rehusé de lo demás. Fue en vano. Me instaron y me instaron. Tuve que comer de todo.

¡Pobres gentes! A cada rato me decían: si no está bueno, dispense. Aquella lo ha hecho, y señalaban a tal o cual cautiva, y esta me miraba, como diciendo, por usted nos hemos esmerado.

¡Qué escena aquella! Enmedio del desierto, en la Pampa, entre los bárbaros, un remedo de civilización es cosa que hace una impresión indescriptible.

El espía de Calfucurá, como un búho, observaba con inquieta mirada cuanto pasaba.

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-¿Quién es ese? -le pregunté a Epumer.

-No le conozco -me contestó.

-Pues yo sí.

-Llegó hace un rato, tenía hambre y le hemos dado de comer.

-¿Y no le conocen ustedes?

-¡No!

-Es un pillo mentiroso.

-Y aquí, ¡qué mal nos puede hacer un pobre!

La contestación me avergonzó. El perro de Quenque estaba con el cuarterón. Me acordé de que aquel hombre tenía corazón; que era quizá más desgraciado que yo, y cambié de conversación.

El espía, me oyó hablar de él y no hizo más que lanzarme una mirada extraña y replegarse más y más sobre sí mismo.

Saqué mi libro de memorias, les pregunté a Epumer y su familia qué querían que les mandara del Río 4.º y tomé nota de sus encargos.

Bien poca cosa me pidieron; tela para pliquenes, hilo y agujas.

Epumer me dijo que quería un chaleco de seda...

-¿Colorado? -le interrumpí.

-No, me contestó; negro.

Me levanté, me despedí, me acompañaron, violando los usos de la tierra, hasta el palenque, monté a caballo y partí.

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A cierta distancia di vuelta.

Me seguían con la vista.

Saludé con la mano, me contestaron con el pañuelo.

Llegué al toldo de Mariano Rosas.

Estaba sentado en la enramada, solo. Las visitas se habían retirado.

Eché pie a tierra, até su caballo en el palenque, le di las gracias, pasando de largo, y me metí en mi rancho.

Los franciscanos disfrutaban en santa paz las delicias de la siesta.

El ruido que hice al entrar los despertó.

Les conté mi visita al toldo de Epumer, discurrimos un rato sobre la franca y cordial hospitalidad que me había dispensado, después de las escenas tumultuarias de los primeros días, y, por último, les comuniqué que había resuelto partir a los dos días.

El padre Marcos, me manifestó el deseo de quedarse, a ver si arreglaba lo concerniente a la fundación de la capilla de que hablaba el Tratado de Paz. No pareciéndome prudente su resolución, me opuse amistosamente a ella. Le hice algunas reflexiones con tal motivo, y el padre Moisés, deduciendo de ellas, que mi negativa provenía de que no quería que su compañero se quedara solo, me observó que él le acompañaría, permaneciendo a su lado. Le tranquilicé viendo su generosa oferta; amplié las razones de mi negativa, y, finalmente, les dije que pensaran en hacer al día siguiente algunos bautismos.

Al efecto le indiqué al padre Marcos, fuera a hablar   —295→   con Mariano Rosas, solicitando como cosa suya el permiso competente.

Mandó ver con su asistente si estaba en disposición de recibirle y contestó que sí.

Salió el padre y entró en el toldo del Cacique, que acababa de recibir visitas.

Detrás de él me fui yo.

Mariano Rosas le había sentado a su lado; le había concedido el permiso solicitado y le había rogado le bautizara su hija mayor, de la que yo sería padrino.

Trajeron de comer.

Era un puchero de carne de yegua.

-Padre -le dijo Mariano al buen franciscano-, para probarle que soy buen cristiano, y el gusto con que veo aquí unos hombres como ustedes, comamos en el mismo plato.

Y esto diciendo paso entre él y el padre uno que le daban en ese momento.

-Con mucho gusto -le contestó aquel.

Y sin más preámbulo, empuñó el tenedor y el cuchillo y sin repugnancia alguna, comenzó a engullir la carne de yegua, como si hubiera sido bocado de cardenal.

Yo rehusé comer, explicando el por qué, no lo atribuyeran a desaire.

En la tierra, la costumbre es comer al cabo del día, tantas veces, cuantas hay ocasión.

Algunas de las visitas eran conocidos. Entablé conversación con ellos. El padre Marcos por su parte, le hizo   —296→   a Mariano Rosas una larga explicación de lo que significaba el bautismo, quien varias veces contestó «ya sé». Le exigió que a la hijita que iban a bautizar la educara como cristiana, lo que le fue prometido; dejó de comer puchero, cuando el plato dijo, no hay más, y enseguida, se despidió y salió.

Yo me quedé en mi puesto, busqué una postura cómoda, la hallé acostado, dejé que Mariano Rosas hablara con sus visitas y me dormí.

Cuando me desperté el toldo estaba solo.

Salí de él; Mariano había vuelto a la enramada, me senté a su lado y le dije:

-Hermano, y, ¿me lo llevo o no a Macías?

-Entremos -me contestó-, levantándose y dirigiéndose al toldo.

Le seguí y entramos cediéndome él el paso en la puerta.

Nos sentamos.

Tomó la palabra y habló así:

-Hermano, el dotor es mejor que se quede.

-Usted me lo había cedido ya -le contesté.

-Es cierto; pero es mejor que se quede.

-¿Y el Tratado de Paz, hermano? ¿Usted olvida que Macías no es cautivo, que si me exige que lo saque yo lo debo reclamar y que usted no me lo puede negar?

-Yo no se lo niego, hermano, le digo que se lo daré después.

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-¿Y qué dirán en el Río 4.º los cristianos lo que sepan que vuelvo sin Macias? Dirán que no me he atrevido a reclamarlo, se quejarán y con razón. Usted me compromete, hermano.

Macías entró en ese momento, con el intento de cruzar por el toldo.

Mariano Rosas le miró tirado y con voz irritada le dijo textualmente:

-Donde conversa la gente no se entra. Salga.

Macías retrocedió humillado, murmurando:

-Creía...

-¡Salga, dotor! -le repitió con énfasis, y el desdichado salió.

Comprendí que alguien había influido en el ánimo del indio y me pareció de buena táctica no insistir mucho.

Hice, empero, una insinuación final diciéndole con expresión:

-Y, ¿hermano?

Fijó sus ojos en los míos y me dijo textualmente:

-Hermano, ¡el corazón de ese hombre es mío!

Qué misterio hay aquí, dije para mis adentros, y como no le contestara y siguiera mirándole, añadió textualmente:

-La conciencia de ese hombre es mía.

Una mezcla de asombro y de temor por la vida de Macías me selló los labios.

Se levantó el indio, tomó de sobre su cama el cajón   —298→   del archivo, lo abrió, revolvió sus bolsitas, halló lo que quería, sacó de ella unos papeles y dándomelos, me dijo:

-¡Lea, hermano!

Tomé los papeles, que eran manuscritos, abrí uno de ellos, reconocí la letra de Macías y leí.

Era una larga carta dirigida al Presidente de la República.

Macías le relataba cómo se hallaba entre los indios; pintaba con colores bastante animados su vida; daba una noticia de lo que eran los cristianos en Tierra Adentro; los comparaba con los indios, quedando aquellos en peor punto de vista; y por último invocaba la protección del Gobierno para revindicar su libertad perdida.

La carta estaba mal redactada, Macías no escribe bien; pero tenía la elocuencia del dolor.

Mientras yo leía, Mariano Rosas se limpiaba las uñas con el puñal.

Acabé de leer la carta y le miré, no me vio.

Leí otro de los papeles, era otra carta, muy parecida a la anterior dirigida al Gobernador de Mendoza.

Los otros papeles eran apuntes sin importancia, eran de un corazón lacerado por el infortunio.

Terminada la lectura de todo el mamotreto, exclamé:

-¡Ya he concluido!

-Y, ¿ha visto?

-Sí.

-¿Qué le parece?

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-No hallo nada contra usted.

-¿Nada?

Y esto diciendo me miró, como preguntándome «¿me engaña usted?».

-¡Nada! ¡nada! -repetí.

-¡Hermano! -me dijo con intención.

-Nada, hermano, le doy mi palabra.

Y como no me contestara y no me quitara los ojos y le conociera que quería sondar mis pensamientos, agregué:

-Hermano, si alguien le ha dicho que estas cartas hablan mal de usted la ha engañado.

-Léamelas, hermano.

-¿Quiere más bien que venga el padre y se las lea él?

-No, léamelas usted, hermano.

Se las leí; la lectura duraría un cuarto de hora.

Mientras leía le miré varias veces; tenía los ojos clavados en el suelo y la frente plegada.

Cuando acabé de leer, dije:

-¿Y qué dice ahora?

-Que ese hombre es un desagradecido. (Textual).

-¿Por qué, hermano?

-Porque habla mal de los cristianos que le han dado de comer. (Textual).

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Hice una composición de lugar con la rapidez del relámpago y dije:

-Tiene usted razón, hermano, que se quede entonces.

-Sí -me contestó-, dos años más.

-El tiempo que usted quiera.

Tomó los papeles, los paso en orden, los colocó en su bolsita, cerró el cajón y me dijo:

-Mañana bautizaremos a su ahijada.

-Está bien, le contesté y salí, dándole las buenas tardes.

Macías estaba a la puerta del rancho.

Parecía un espectro.

Nada había oído. Pero su corazón sabía lo que había pasado.

El corazón de los que sufren suele ser profético, anticipándose al dolor lo prolonga.

Le miré sonriéndome por tranquilizarle, y exhalando un hondo suspiro, me dijo al pasar:

-Ya sé que te ha ido mal.

-Nunca es tarde, hombre, cuando la dicha es buena -le contesté.

Meneó la cabeza como diciendo, no me había engañado; y para acabar de tranquilizarle, agregué:

-Todavía no le he hablado.



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ArribaAbajo- LVIII -

Intrigas contra Macías.- Envidia de los cristianos.- Preparativos para el bautismo.- Animación de Leubucó.- Aspavientos de las madres.- Sentimiento que las dominaba.- El mal de este mundo en materia de religión.- Mi ahijada, la hija de Mariano Rosas.- De gala, con botas de potro, de cuero de gato, y vestido de brocato.- Invencible curiosidad.- No puedo explicar lo que sentí.- Una cristalización en el cerebro.- Regalos recíprocos.- Pobre humanidad.


Macías me inspiraba tanta lástima, que toda la noche soñé con él.

Redimirlo del cautiverio, era para mí no sólo una obra de caridad, sino el cumplimiento de un deber.

La paz estaba solemnemente hecha y Mariano Rosas obligado por un tratado, a dejar en completa tranquilidad a todos los que, habiéndose refugiado en tierra adentro quisieran volver a sus hogares.

En cuanto amaneció llamé al capitán Rivadavia para tener una consulta con él.

Era el único hombre que me inspiraba completa confianza. Había vivido más tiempo que yo entre los indios, haciéndose respetar de ellos y de los cristianos, que no es poco decir, y Mariano Rosas le tenía gran afición.

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Conocía las costumbres de los unos, las mañas de los otros, todos los títeres, en fin, de aquel mundo, donde el estudio del corazón humano es tan difícil, como en cualquier otra parte.

Si él no salvaba mis dudas, ¡quién las había de salvar!

Le referí todo lo que había sucedido, cambiamos nuestras ideas y resultó que Macías era víctima de alguna nueva intriga.

Mariano Rosas, les había sin duda alguna, comunicado sus conferencias conmigo a sus confidentes y estos le habían disuadido de su resolución de cedérmelo.

Había en esto represalias por parte de los que se creían ofendidos con los informes consignados en la correspondencia interceptada, egoísmo o envidia.

Los cristianos refugiados entre los indios por causas políticas, fingían todos la mayor conformidad. Otra cosa tenían en el fondo de su alma. La salida de Macías a quien tanto habían mortificado y ultrajado, haciéndole pagar caro el pedazo de carne que le daban, los contrariaba.

Él se iba y ellos se quedaban. Ellos, que gozaban del favor del cacique no podían volver al seno de su familia, y Macías, el loco Macías, de quien tantas veces se habían mofado, de quien todavía delante de mí se reían, ¡estaba a punto de romper las cadenas de su cautividad!

Ellos eran libres y se quedaban, Macías no lo era y se marchaba.

En verdad, sólo nobles corazones podían regocijarse de que un desgraciado sacudiera el ominoso yugo.

Los galeotes reciben con júbilo al nuevo condenado y   —303→   maltratan en vísperas de su salida al que ha cumplido la terrible condena.

Mal de muchos consuelo de tontos, dice el refrán. Mal de muchos consuelo de ingratos, debiera decir.

Era preciso aprovechar el día.

Teníamos que bautizar una porción de criaturas, hijas de cristianos refugiados, de cautivas y de indios.

Les recordé a los buenos franciscanos que no teníamos tiempo que perder; mandamos mensajeros en todas direcciones y se preparó el altar, en el mismo rancho en que se había celebrado la misa días antes.

Poco a poco fueron llegando hombres y mujeres cristianos con sus hijos, indios e indias con los suyos.

El toldo de Mariano Rosas era un jubileo.

Reinaba verdadera animación; todo el mundo se había vestido de gala. Yo estaba encantado viendo aquellos infelices honrar instintivamente a Dios. Los frailes contentos como si se tratara de unos óleos regios.

Cualquiera que hubiese llegado a aquellas comarcas ese día, sin estar en antecedentes, se habría creído transportado a una tribu indígena, convertida al cristianismo.

Cuando todo estuvo pronto, se le mandó prevenir a Mariano Rosas, pidiéndole permiso para empezar, e invitándolo a presenciar la ceremonia.

Contestó que podíamos dar comienzo cuando gustáramos y que no le era posible acompañarnos; porque en ese momento acababan de entrarle visitas.

El rancho que hacía de capilla, era estrecho para contener   —304→   la concurrencia. Con cada criatura venían los padres, sus parientes, sus amigos, los padrinos y madrinas.

Los chiquillos estaban azorados. Todos ellos, lo mismo los grandes que los chicos, lloraban. El altar, los sacerdotes revestidos, las caras extrañas, el aire de solemnidad de los circunstantes, el empeño inusitado en que estuvieran con juicio o callados, todo, todo les impresionaba. Las madres se volvían puros aspavientos. Esta decía: «¡Jesús, qué criatura!» Aquella: «¡Ay! ¡qué chiquilla!» La una: «¡Qué vergüenza!» La otra: «¡Cállate, por Dios!» Acariciaban, reprendían, amonestaban, amenazaban, recurrían en fin, a todos los ardides maternales, para imponer silencio.

¡Imposible! El destemplado coro seguía.

Yo observaba aquella escena sui generis, y al través de la parodia veía la tendencia humana hacia las cosas graves y solemnes.

Esas pobres mujeres, andrajosas las unas, bastante bien vestidas las otras, cristianas unas, chinas otras; hacían allí, al pie del improvisado altar, lo mismo que habrían hecho bajo las naves monumentales de una catedral.

Qué sentimiento las dominaba, cuando llorosas o radiantes de júbilo exclamaban, como varias veces lo escuché, viéndolas abrazar con efusión el fruto de sus entrañas: ¡al fin vas a ser cristiana, hija mía, hijo mío!

Sí, ¿qué sentimiento las dominaba?

¡Ah! Un sentimiento innato al corazón humano.

Un sentimiento que Voltaire mismo ha explicado en una frase célebre:

Si Dieu n'existait pas, il faudrait l'inventer.



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Si Dios no existiese sería menester inventarlo.

Aquellas gentes, alejadas de la civilización quién sabe desde cuándo, desgraciadas o pervertidas, resignadas a su suerte o desesperadas, ignorantes, vulgares; aquellas mujeres cristianas en el nombre; aquellas chinas, aquellos indios, sosteniendo en sus brazos sus hijos con recogimiento y devoción, comprendían por un instinto especialmente humano, que entre este mundo y el otro, entre esta vida y la otra, necesitamos un vínculo, y que ese vínculo es Dios, cualquiera que sea la forma en que le adoremos.

El mal de este mundo no consiste en profesar una mala religión, sino en no profesar ninguna.

¡Ah! Y si la religión que se profesa es consoladora por su moral, si como una fuente inagotable de poesía, ella nos ofrece un refugio en las tribulaciones y una tabla de salvación en las últimas congojas de la vida, ¡qué bien inmenso no es creer, adorar y confiar en Dios!

Con razón aquellas gentes estaban de fiesta y consideraban dichosos a sus hijos de que recibieran el bautismo.

Cualquier ceremonia que hubiese sido como la consagración de un culto, habría sido lo mismo.

Bautizar treinta o más criaturas una después de otra, era obra de todo el día. El ritual permitía, lo que yo ignoraba, administrar el sacramento en masa.

Respiré.

Mi ahijada no comparecía.

Mandé decir a mi compadre que la esperábamos, y un instante después la pusieron en mis brazos.

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Era una chiquilla como de ocho años, hija de cristiana, trigueñita ñatita, de grandes y negros ojos, simpática aunque un tanto huraña. Lloró como una Magdalena un largo rato, haciendo llorar a otras criaturas, cuyas lágrimas se habían aplacado y obligándonos a diferir el momento de empezar.

Calmose por fin y la sagrada ceremonia empezó. Resonaban los latines y los Padre Nuestros, mi ahijada permanecía en mis brazos, ora inquieta, ora tranquila. Me miraba, huía de mí sus ojos, se sonreía, hacía fuerzas, cedía, a mí me dominaba sólo una idea.

La chiquilla había sido vestida con su mejor ropa, con la más lujosa, era un vestido de brocato encarnado bien cortado, con adornos de oro y encajes, que parecían bastante finos. A falta de zapatos, le habían puesto unas botitas de potro, de cuero de gato. La civilización y la barbarie se estaban dando la mano.

«¿Qué vestido era ese? ¿de dónde venía? ¿quién lo había hecho?» -era todo mi pensamiento.

Quería atender a lo que el sacerdote hacía y decía. ¡En vano!

El vestido y las botas me absorbían. Examinaba el primero con minucioso cuidado. Estaba perfectamente bien hecho y cortado.

Las mangas eran a la María Estuardo. Aquello no era obra de modista de Tierra Adentro. Tampoco podía ser regalo de cristianos, ni tomado en el saqueo de una tropa de carretas, estancia, diligencia o villa fronteriza, Entre nosotros ninguna niña se viste así.

Mi curiosidad era sólo comparable a la incongruencia del traje y de las botas de potro.

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Era una curiosidad rara.

A veces me venía como un rayo de luz y me decía, «ya caigo, ese vestido viene de tal parte. No, no podía ser eso, era una extravagancia».

Cuando me tocaba contestar amén, otro tenía que hacerlo por mí. Distraído, no veía sino el vestido, no pensaba sino en el contraste que formaban con él las botas.

A mi lado estaba un cristiano, agregado al toldo de Mariano Rosas, cuya cara de forajido daba miedo.

Era uno de esos tipos repelentes, cuya simple vista estremece. Jamás me habla dirigido la palabra, ni yo se la había dirigido a él.

La curiosidad pudo más que la repugnancia que me inspiraba y lo pregunté con disimulo:

-¿De dónde ha sacado mi compadre este vestido?

-¡Oh! -me dijo, con voz bronca y tonada cordobesa-, ese es el vestido de la Virgen de la Villa de la Paz.

-De la Virgen -le pregunté, haciéndome la ilusión de que había oído mal, aunque el hombre pronunció la frase netamente.

-Sí, pues -repuso-, cuando la invasión que hicimos lo trajimos y se lo dimos al general.

Y esto diciendo, sostuvo a mi ahijada que casi se me escapó de los brazos.

Con unas pobres palabras humanas, yo no puedo expresar el efecto extraño que hizo en mis nervios, la voz, el aire y la tonada de aquella revelación.

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No sentí, lo que se siente en presencia de una profanación; no experimenté lo que se experimenta ante un sacrilegio; no me conmoví como cuando un sortilegio nos llena de estúpida superstición. Sentí y experimenté una impresión fenomenal, me conmoví de una manera diabólica, como en la infancia me imaginaba que se estremecía el diablo cuando le echaban agua bendita.

Mi ahijada María, la hija de Mariano Rosas, está ligada a los recuerdos de mi vida, por una impresión tan singular, que su vestido y sus botas me hacen todavía el efecto de un cauchemar.

Yo no puedo ya ver una Virgen sin que esos atavíos sarcásticos se presenten a mi imaginación. Tengo el retrato de mi ahijada como cristalizado en el cerebro y el vozarrón del bandido que me sacó de dudas me zumba al oído todavía. Hay ecos inolvidables. Son como el rugido del mar cuando, silbando el viento, azota encrespado la pedregosa orilla. Se le oye una vez en la vida y no se le olvida jamás.

Terminados los bautismos, el padre Marcos dirigió a las madres de los recién cristianados un breve sermón, exhortándolas a educar sus hijos en la ley de Jesucristo, único modo de que ganaran el cielo después de la muerte.

Todos quedaron muy alegres y contentos y me agradecieron el favor que acababan de merecer, debido a mí.

-¡Ah! si no fuera por usted, señor, ¡qué habría sido de nosotras! -me dijeron varias mujeres.

Yo fui padrino de cuatro criaturas, inclusive la hija de Mariano Rosas. Poco tenía para obsequiar a mis ahijados   —309→   y ahijadas. Pero como cuando hay deseo y buena voluntad nunca falta algo con qué manifestarlo, con todos ellos quedé bien.

Deshicimos el altar, guardamos los ornamentos y enseguida nos fuimos al toldo de Mariano Rosas.

Nos esperaba con el almuerzo pronto.

Estaba plácido como nunca.

-Ya somos compadres, hermano -me dijo-: ahora usted dirá cómo nos hemos de tratar.

-Compadre -le contesté-, como antes, no más, de hermanos.

-Es lo mismo, le doy las gracias -repuso; y dirigiéndose a los frailes, añadió-: muchos cristianos ahora aquí, ¿eh?

-Es verdad -le contestaron-, ¡Dios los ayude a todos!

Sirvieron el almuerzo, almorzamos y nos despedimos para retirarnos.

Yo antes de salir le dije a mi compadre:

-Esta tarde acabaremos de conversar.

-Cuando guste -me contestó.

Iba a salir del toldo; me llamó y sacándose el poncho pampa que tenía puesto me dijo, dándomelo:

-Tome, hermano, úselo en mi nombre, es hecho por mi mujer principal.

Acepté el obsequio, que tenía una gran significación y se lo devolví, dándole yo mi poncho de goma.

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Al recibirlo me dijo:

-Si alguna vez no hay paces, mis indios no lo han de matar, hermano, viéndole ese poncho.

-Hermano -le contesté-, si algún día no hay paces y nos encontramos por ahí, lo he de sacar a usted por esa prenda.

La gran significación que el poncho de Mariano Rosas tenía, no era que pudiera servirme de escudo en un peligro, sino que el poncho tejido por la mujer principal, es entre los indios un gaje de amor, es como el anillo nupcial entre los cristianos.

Cuando salí del toldo y me vieron con el poncho del cacique, una expresión de sorpresa se pintó en todas las fisonomías.

La gente de palacio se mostró más atenta y solícita que nunca.

¡Pobre humanidad!