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ArribaAbajoNotas


ArribaAbajo Un paso de América

A. R.


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Por febrero de 1926 Jules Romains me convidó a almorzar en su casa de la rue des Lilas, un hotelito de las Buttes Chaumont con jardín montaraz y amplios salones de trabajo. Recuerdo que, además de su señora, nos acompañaba a la mesa una simpática pareja británica, los traductores ingleses de Jules Romains, que habían sido amigos de Henry James y trajeron a la conversación el recuerdo del gran apóstata de América. Al revés de su hermano William James, el bien conocido filósofo pragmatista, Henry James no se sintió con fuerzas de ser americano, y se reintegró en la antigua Inglaterra. Donde, a pesar de no estar nunca solo, y aunque, según célebre decir de la época, era tan popular y mundano que todas las noches se veía obligado a «cenar en la ciudad», siempre se quedaba un poco al margen de la vida y, después de todo, era extranjero. Esto resulta, al menos, del irrecusable testimonio de Edmund Gosse.

Así, la conversación me llevó, naturalmente, a uno de mis temas preferidos: la existencia de América como hecho patético. Patetismo negativo para Henry James y sus semejantes -los personajes del ilustre novelista andan, a veces, de un continente en otro, sin encontrar sitio y como unos desesperados-; patetismo   —150→   ya positivo para Waldo Frank y otros americanos de hoy que, aunque sea por venir más tarde, han percibido ya claramente hacia qué lado del cielo apunta el alba. De aquí a hablar de la América española no hay más que un paso: El Paso, Texas. Y, ante una pregunta de Jules Romains, yo le expliqué más o menos, y él me entendió admirablemente, que el verdadero problema de la literatura hispanoamericana en París, y en toda la Europa ultrapirenaica, se reducía a esto: allá sólo piden al hispanoamericanismo que sea pintoresco y exótico. Y este género de literatura, mediocre en sí mismo, sólo seduce a los mediocres. La literatura europea se basta sola en cuanto a ideas, religión, filosofía, ética, estética, lírica; y sólo se decide a asomarse al libro americano en busca de alguna curiosidad, a caza del grano de especia. ¡Y precisamente nuestro escritor, si realmente lo es, huye como de la peste de todo abuso del llamado «color local», y procura escribir libros de valor universal y no puramente curiosidades o siquiera «documentos humanos»! Este extremo no tiene más solución que el que las minorías selectas de América, tan dadas a la literatura de ideas y al lirismo abstracto, hagan el esfuerzo de ir a la literatura de invención, y arrebaten a los ramplones el privilegio de escribir novelas y cuentos regionales. Tal es el sentido -añadí entonces- de La venganza del cóndor, obra de Ventura García Calderón, el peruano universal. Y tal es el sentido, puedo añadir ahora, del Don Segundo Sombra, obra de difícil facilidad en que el llorado Güiraldes ha hecho, con las humildes cosas diarias del campo argentino, un monumento de valor más que nacional. También es de notar, en tal concepto, La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera, cuya reciente muerte en Nueva York es una pérdida lamentable.   —151→   Después ha venido El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, y luego se ha dado a conocer Mariano Azuela, con Los de abajo, libros mexicanos ambos que, felizmente traducidos ya al francés, inauguran otra era para el conocimiento de nuestras letras entre el público ultrapirenaico, en tanto que se traduce a Estrada, a Torres Bodet, a Villaurrutia, a Icaza, a Novo, a Montellano, a Martínez Sotomayor, a otros más, que bien merecen los honores del editor Fourcade.

América ha dado un paso adelante; y es innegable que también la otra persona del diálogo, Europa, ha dado el suyo hacia nosotros. Bien sé que todavía quedan escritores europeos para quienes eso de que haya países extranjeros es, a lo sumo, très drôle, y, en particular, eso de que haya hispanoamericanos sólo es admisible en calidad de extravagancia y, como la pimienta en los guisos, «hasta ahí no más». Pero de este prejuicio ateniense se han libertado ya los mejores -que es lo que nos importa- y aun la inmensa mayoría de los medianos -lo cual tampoco deja de importarnos en un fenómeno que transciende de lo literario a lo social.




Las fatalidades concéntricas

Las cosas afortunadamente han cambiado. Pero todavía la inmediata generación precedente se sentía nacida en el centro de varias fatalidades concéntricas. No digo que todos, pero los pesimistas de entonces sentían así:

1.º: Prescindamos de la primera gran fatalidad, que consistía   —152→   desde luego en ser humanos, conforme a la sentencia del antiguo Sileno recogida por Calderón:


Porque el delito mayor
del hombre es haber nacido.



2.º: Dentro de éste, venía el segundo círculo, que consistía en haber llegado muy tarde a un mundo viejo. Aún no se apagaban los ecos de aquel romanticismo que el cubano Juan Clemente Zenea compendia en dos versos:


Mis tiempos son los de la antigua Roma,
y mis hermanos con la Grecia han muerto.



En el mundo de nuestras letras, un anacronismo sentimental dominaba a la gente media.

3.º: Era el tercer círculo, encima de las desgracias de ser humano y ser moderno, la de ser americano; es decir, nacido y arraigado en un suelo que no es el foco actual de la civilización, hijo de la sucursal del mundo. En una hora de desconcierto, nuestra Victoria Ocampo se hace eco todavía de este pesimismo (el más justo, hasta tanto que no levantemos a América a la altura que le está ofrecida) cuando, hablando de la Quiromancia de la pampa, se siente, de pronto, «propietaria de un alma sin pasaporte».

4.º: Y ya que se era americano, otro handicap en la carrera de la vida era ser latino o, en suma, de formación cultural latina. Era la época del A quoi tient la superiorité des Anglo-Saxons? Era la época de la sumisión al presente estado de cosas, sin esperanzas   —153→   de cambio definitivo ni fe en el porvenir. Sólo se oían las arengas de Rodó, nobles y candorosas.

5.º: Ya que se pertenecía al orbe latino, nueva fatalidad dentro de él pertenecer al orbe hispánico. El pobre león hacía ya tiempo que andaba con el rabo entre las piernas. España parecía estar de vuelta de todas sus grandezas anteriores, escéptica y desvalida. Se había puesto el sol en sus dominios. Y, para colmo, el hispanoamericanismo no se entendía con España -como todavía sucede entre muchos retardatarios que las dan de avanzados: ¡la fábula del rey que andaba desnudo, creyendo engañar a los demás porque se engañaba a sí mismo!

6.º: Dentro del mundo hispánico, todavía veníamos a ser dialecto, derivación, cosa secundaria, sucursal otra vez: lo hispano-americano, nombre que se ata con guioncito como con cadena.

7.º: Dentro de lo hispanoamericano, los que me quedan cerca todavía se lamentaban de haber nacido en la zona cargada de indio. El indio, entonces, era un fardo, y no todavía un altivo deber y una fuerte esperanza.

8.º: Dentro de esta región, los que todavía más cerca me quedan tenían motivos para afligirse de haber nacido en la peligrosa vecindad de una nación pujante y pletórica. Este inapreciable honor de ser frente de raza -secreto, acaso, de nuestra fuerza- sólo parecía motivo de desaliento y recelo. Y, desde luego, en política, se convertía en argumento de terror, en amenaza constante que sobrecogía un tanto al país. Fue necesario que la Revolución lo echara todo abajo, hasta el «tapanco» donde se ocultaba el Enano-Cabeza.

De todos estos fantasmas, que el viento se ha ido llevando   —154→   o la luz del día ha ido dibujando hasta convertirlos, cuando menos, en realidades aceptables, algo queda todavía por los rincones de América, y hay que perseguirlo abriendo las ventanas de par en par y llamando a la superstición por su nombre, que es la manera de ahuyentarla.




La mayoría de edad

Mientras éramos o se esperaba que sólo fuéramos pintorescos, el trato crítico con América tampoco resultaba muy comprometedor. ¡Hay por ahí cada traducción de autor hispanoamericano, hay por ahí cada prólogo europeo -y hasta peninsular especialmente- a cada libro hispanoamericano, que en Europa circulan y pasan como valor entendido! No cuentan, no son imputables al prologuista o al traductor: son cosas para América. Es bueno que esto se diga alguna vez.

En cambio, cuando José Ortega y Gasset aplica toda su sinceridad y se explica sin ambages frente a las características del hombre y del paisaje argentinos, me parece que declara su reconocimiento de mayoría de edad para los hispanoamericanos. No pone mayor seriedad para analizar las cosas de su España. Y si a Paul Morand se le va la frase más allá de la cortesía al tratar de los pueblos antillanos, por lo menos los considera con igual desenfado que el que usa para su propia Francia. Dígase lo que se quiera, estos testimonios son más honrosos -aun suponiendo que haya en ellos epigrama o censura- que la inocua palmadita en el hombro con que en otro tiempo nos despachaban.



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Algunos disparates

Antes de la Guerra, al pasar, viniendo de Europa, los Pirineos, casi parecía de buen estilo disparatar un poco. Si los románticos creían verle, desde el otro lado del río, perfil árabe y oriental al inocente pueblecito vasco de Fuenterrabía, los modernos -por ejemplo- tenían como por obligación el equivocar toda cita en lengua española, con una atingencia verdaderamente misteriosa. No desperdiciaban ocasión de fallar. Les acontecía lo que al chusco brasileño de quien me cuentan mis amigos de Río: le preguntaron si hablaba español y él, queriendo demostrar que lo hablaba, contestó: «Un puceo» -Sea dicho lo anterior de un modo general, ya se entiende-. Pues bien, si de España pasábamos a Hispanoamérica, sin duda por acumulación de fatalidades o «círculos» las cosas iban de mal en peor. Aquí era el confundir lamentablemente pueblos y distancias, que daba verdadera grima. Aquí el preguntar al vecino de México por unos parientes que se habían ido a Buenos Aires, y otras cosas por el estilo. Paul de Saint-Victor, equivocándose por otra parte aún más como crítico que como geógrafo, se burlaba de Manet con estas palabras: «Imaginad a un Goya trasladado a México, vuelto salvaje en medio de las pampas y embarrando telas con cochinillas aplastadas». ¡Las pampas en México, sea por Dios! Y menos mal que conocía la procedencia de la cochinilla.

De aquella torcedura mental quedan aún algunos rastros. Yo tuve la honra de visitar, hace unos cuatro años, el precioso, Museo Paleontológico de París, donde se custodian documentos   —156→   venerables que han servido para establecer doctrinas fundamentales de la biología. Un sabio, un verdadero sabio, me acompañaba, y me lo explicaba todo sumariamente. De pronto, se detuvo ante unos fósiles gigantescos:

-Esto le interesará a usted mucho -me dijo-, porque es de muy cerca de su tierra. Estos fósiles proceden de las mesetas bolivianas.

Yo accedí, con una perfecta sonrisa asiática que fui a sacar de no sé qué fondos de mí mismo. Pero el senador León Honnorat, que estaba presente, no pudo contenerse:

-Querido maestro -objetó-, ¡esto de la cercanía entre México y Bolivia!...

-De todos modos -contestó secamente el maestro-, les queda más cerca que China.

Y el otro día, leyendo en Les Nouvelles Littéraires (2-VIII-1930) un artículo sobre Egipto y la Indochina, de no menor persona que Pierre Mille, por mil motivos acreedor a nuestro respeto, encuentro esta joya inapreciable. El autor explica cómo la raza blanca parece haberse propuesto unificar la tierra, conquistando y colonizando de preferencia los sitios de las civilizaciones más antiguas y cargadas. Y luego revierte:

«A estas horas, hay una reacción: hay una crisis de la colonización, de la unificación del globo por la raza blanca. Esta crisis es más antigua de lo que, al pronto, pudiera pensarse. México, el Perú, no son ya españoles sino por la lengua -¡y aun eso es mucho decir!-. Son hispanoindios o indios. México ha elevado una estatua a Montezuma, el emperador indio mártir, y de este mártir la religión de la raza ha hecho un santo. La raza blanca no se mantiene sin lucha sino en aquellas regiones donde   —157→   ha podido proliferar, poblar, sea por reproducción o sea por inmigración: los Estados Unidos para los anglosajones -y aun ahí tienen su problema ‘negro’ y hasta su problema ‘amarillo’-; la Argentina, Bolivia y Venezuela para los españoles; el África del Norte para Francia y los francolatinos; y el África del Sur también para los anglosajones, aunque ¿no tienen ahí el problema de los indígenas?».

Casi da pereza ponerse a enderezar estas inexactitudes de hecho, y mucho más ponerse a redibujar y rectificar estas fáciles generalizaciones, impropias de un escritor que dista mucho de ser un primario. ¿Para qué explicarle que Moctezuma -o Montezuma, como él lo escribe, a la europea- no es lo mismo que Cuauhtémoc? ¿Para qué explicarle que el culto por la memoria de éste tiene el mero valor histórico de una afirmación nacional, y que nadie lo ha erigido en santo, aparte del respeto que merezca su heroicidad, como el que puede merecer en Francia la heroicidad de Vercingectórix? ¿Para qué explicarle que México y el Perú son, con Colombia, acaso los países que mejor conservan en América la pureza del castellano hablado y escrito, como todo el mundo lo sabe? ¿Para qué explicarle que el hecho de que México y el Perú sean países hispanoindios no da lugar al adverbio ya, no es una reacción de estos tiempos, ni representa la menor novedad, puesto que siempre lo fueron desde el día de la Conquista, siendo notorio que hay ahora en ellos más blancos que durante todo el tiempo de la dominación española? ¿Para qué explicarle que en esa simplificación de «hispanoindios» en «indios» a secas demuestra que hoy no se ha echado a la cara a un solo peruano o a un solo mexicano, ni, lo que es peor, se ha tomado nunca el trabajo de meditar sobre la historia   —158→   de ambos pueblos? ¿Para qué explicarle que eso de que la raza blanca sólo se ha quedado donde ha podido quedarse es un fenómeno que data, por lo menos, de los tiempos de Perogrullo, que en francés se dice La Palice? ¿Para qué explicarle que, al juntar con la Argentina, como países puramente poblados por europeos, a Bolivia y a Venezuela, ha tomado precisa, exacta y matemáticamente el rábano por las hojas? ¡Esta Bolivia sin indios merece ser la misma Bolivia que queda en la vecindad de México! ¿Para qué explicarle todo esto si no va a hacernos al menor caso? Y con todo, ya no se puede hablar de América a tontas y a locas. América tiene ya mayoría, tiene ya personería jurídica, y cada vez que se la nombre ha de acudir al juicio.