Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —19→  

ArribaAbajo La selva

Waldo Frank



I

En su carrera alrededor de la mitad del mundo, el sol tropical hiere principalmente agua. Sólo dos grandes porciones de tierra firme1 -África y la América Hispana- descansan vastamente en su camino. La preponderancia de las tierras (Asia, Asia Menor, Asia Septentrional, Europa y Norteamérica) se encuentra más arriba del alcance nórdico de los rayos verticales del sol. Y de estas tierras ha venido, muy naturalmente, la preponderancia cultural.

No todo lo que cae dentro de los trópicos es tropical. Los trópicos reales tienen dos rasgos: consiste el uno en la uniforme lentitud de los días, el otro en el clima uniforme provocado por el estricto impacto del sol; y para poseerlos ambos una tierra no requiere sólo estar dentro   —20→   de los trópicos sino también hallarse baja con relación a la línea de latitud. El aire sutil de las grandes alturas deslía el poder del sol, aun cuando sus rayos caen directamente, y el frío de la altitud puede trocar una estación lluviosa en una temporada de nieve. Por consiguiente, México, Colombia, Venezuela, el Ecuador, Bolivia, el Paraguay y el Perú, con sus vastas mesetas, no son, de un modo esencial, países tropicales; y aun las costas del Perú y del norte chileno están influidas por las frías aguas del Antártico (por la corriente de Humboldt), de manera que su clima se parece al clima costero de California. Si se exceptúan ciertas regiones de América Central, el único país verdaderamente tropical del continente americano es el Brasil.

Cuando un sol tropical cae a plomo sobre una tierra seca, predomina la muerte; cuando cae en una superficie bien humedecida, predomina la vida, como sucede en la selva brasileña. Y el Brasil, por contraposición al África, es todo vida. No hay desperdicio en este suelo aluvial cuyo desarrollo es más amplio aún que los Estados Unidos. Casi toda su vida es tropical. Los llanos y los montes, aun los de la parte meridional del propio trópico, no están tan   —21→   altos como para evitar la típica conjunción tropical de los días uniformes con el calor. Un mundo hervoroso es el Brasil, inundado de ríos titánicos, cubierto por la sombra de árboles frondosos.

Toda Sudamérica enfrenta el Atlántico. Los Andes vierten sus aguas en dirección opuesta al Pacífico. El Brasil encarna este movimiento del continente hacia el mar oriental. La parte norte de la Argentina, el Paraguay, Bolivia, Perú, Colombia y la Venezuela meridional tienen al Brasil por frontera hacia el Atlántico. Y todas estas tierras, venidas desde sus montañas, al volverse Brasil se vuelven un mundo de bosques, de aguas gigantescas, de verdes y aéreas criaturas que tornan espeso el suelo y el aire. El Brasil encarna, orienta este prodigioso y fértil desplazamiento de todo el mundo sudamericano hacia el Atlántico.

A través del Atlántico y a la altura del Brasil, está África -nueve millones de millas cuadradas de trópico. El mundo que las habita es negro; el negro es el arquetipo del morador tropical. Cuatro centurias atrás cruzó el Atlántico para venir a América de esclavo. En ninguna parte se multiplicó y acrecentó tanto como en el trópico   —22→   brasileño; en ninguna parte su presencia es, desde un punto de vista cultural, tan importante. El hombre blanco constituye en el Brasil apenas un tercio de la población; el piel roja no es sino un diezmado rebaño perdido entre las matas de la selva. Corazón del trópico en el nuevo mundo, fértil hasta donde no llega la humana fantasía, el Brasil tiene en su seno al África negra de un modo tan esencial como las Américas templadas tienen a la Europa blanca.

Del Brasil deberá surgir, si es que esto ha de suceder en alguna parte, la cultura tropical del nuevo mundo.




II

Toda la riqueza terrestre se acumula sobre o debajo del suelo proclamando la grandeza material del Brasil.

Hay allí manganeso, oro y tal vez una cuarta parte de todo el hierro del mundo. Allí están o pueden cultivarse todas las drogas que la medicina conoce -hasta la rara nuez india cuyo aceite cura la lepra. En las altas planicies del sur se encuentran ganados numerosos como los   —23→   de la Argentina. Y existe en sus aguas poder sobrado para electrizar el continente e impulsar, a través de los Andes, los trenes de carga. Pero la riqueza esencial del Brasil no es ninguna de ésas, sino el árbol: la encina eternamente verde del Amazonas, el pino de Paraná del sur. Porque la selva es en el Brasil la tonalidad y el símbolo de su humana naturaleza.

Los grandes árboles, varios billones de acres de troncos compactos, miles de especies de árboles cerradamente apretados, prestan al mundo una apariencia sólida. Las dunas del desierto se deslizan constantemente, son como la carne del hombre que se desarrolla y declina. Las olas oceánicas borran la realidad de las formas terrestres, su eternidad ahoga el tiempo y a todo lo que habita en el tiempo. Aun la pampa, barriendo la vida con su oleaje sin meta ni origen, seca la solidez, desmiente la verdad del humano esfuerzo. Pero rodeado de grandes árboles, el hombre se siente seguro de sí. Ellos le protegen de las montañas que lo empequeñecen y de las estrellas que lo tornan trascendental. Son inmensos pero cercanos. Sus raíces híncanse hondamente en el suelo, aprietan las rocas; presionan, juntándolas, las entrañas de la tierra. Sus   —24→   tiernas ramas más altas brillan al sol, le prestan frescura y lo atraen a través de miríadas de hojas -toda la gama del aire arranca en fugas perpetuas a través del pesado tronco. Un árbol es una criatura en sazón, que se balancea entre el cielo y la tierra y los concierta. Y millones y millones de árboles, ordenados, eternamente verdes en los valles, en los cerros, a lo largo de los ríos, exhalan su naturaleza hacia los pulmones humanos.

Existen razas, desde luego, a las que los grandes árboles oprimen. No todo buen suelo produce brotes. Y la selva, como el suelo, puede perseverar infinitamente de por sí, aislada. De manera que todo lo que cae en su seno es absorbido por su ritmo dominante. Insectos, plantas, agua, aire, el hombre mismo, se confunden en su arbolado espejismo y todas las vidas sorben allí su propio instante como una simple emanación del bosque. Para producir fruta, el suelo ha de hallar una semilla capaz de incorporarse la esencia entrañable de la tierra, de transformar sus elementos químicos en hojas y flores. Para producir una cultura humana, la selva ha de encontrar una raza capaz de poseer su hondura y destilar a la luz su fuerza sombría.

  —25→  

Hasta hoy ninguna raza humana ha logrado dominar la selva tropical. Ésta fue siempre demasiado virulenta contra su carne y demasiado embotadora para su voluntad: le han faltado al hombre instrumentos para ganarla. Y ésta es, quizás, la razón de que la gran cultura tropical histórica, la cultura selvática de los hindúes, se explique como una huida de la vida misma, del ambiente salvaje inconquistable2.

Los indios del Brasil fueron simples elementos pasivos debajo de sus árboles. Como todas las restantes e innumerables exhalaciones del sol y el agua, dotados de pies o alas, se movieron en su breve área bajo las ramas, hundiéndose perpetuamente en el lugar donde aparecieron. La selva tropical mantuvo vivo al aborigen: lo alimentó y lo albergó y el precio exigido al cabo fue el derecho de abrumarlo. El hombre sólo debía someterse, no concebir voluntad ni idea que lo sustrajera del ritmo del bosque; entonces el bosque lo sustentó, como sustentó a toda su   —26→   fauna de tal naturaleza, la selva tornaríase en seguida su enemigo. Cada árbol iba a ser un monstruo que se necesitaba abatir y en su tronco, mientras circulara la savia, el sol y el aire virulentos se trocarían en otros monstruos. Cada metro de la selva sería un delirio de obstrucción. La ciénaga, la maleza, el insecto venenoso, la víbora, la hormiga invasora, la fiebre invisible y el indomable calor húmedo, hicieron el dominio del hombre tan difícil como fácil era su sometimiento. Así encontraron, pues, los exploradores de España y los colonizadores portugueses a los aborígenes del Brasil, hundidos en su selva y no más inquietos contra ese reino tumultuoso que el insecto o el pez. El aborigen era una parte del bosque oscuro, algo que era menester rechazar, amputar.




III

Los colonizadores portugueses fueron muy diferentes de los españoles; se parecían más a los que envió Gran Bretaña a las costas del norte. Había entre ellos muchos convictos, muchos burgueses huyentes de la Inquisición,   —27→   y los cazadores de fortunas se hallaron más listos para ganar dinero que para salvar sus almas. Además, por oposición a la práctica de los colonizadores españoles, las colonias portuguesas de la costa oriental admitieron extraños. Los judíos se establecieron en Pernambuco por filo de la decimasexta centuria. Holandeses y franceses traficaron a lo largo de la costa. Tanto el fanático cruzado como el pícaro vergonzante de España faltaban allí: era una especie de colono más moderado y mercantil.

Pero también el jesuita había llegado a la selva. Hacia 1700 mantenía una cadena de misiones, que atravesaba el continente desde Pará hasta Quito, prolongándose por cuatro mil millas meridionales hasta Misiones del Paraguay. Su influencia fue capital en la creación del Brasil. Hallaron un pueblo establecido para acumular asiduamente bienes mundanos. El portugués es más europeo que el español; posee un linaje semítico más débil, un linaje gótico más fuerte. Situado junto a un hermano más numeroso, más rústico y violento, el portugués, obrando por los resortes de un mecanismo defensivo, renegó de esos rasgos propios de España, volviéndose hacia las costas   —28→   vecinas del norte, hacia Inglaterra. Como una defensa contra España, Portugal ha cultivado siempre la amistad de los ingleses y éstos obraron a la recíproca. Y junto con la influencia británica en lo político y económico, aparece en Portugal, desde épocas tempranas, una sutil infiltración psicológica. Portugal, luchando por ser antiespañol, busca acentuar otros parentescos europeos. Desde sus orígenes, por consiguiente, mostró la colonia del Brasil una tendencia más liberal, mercantil y práctica que el resto de las colonias de América Hispana... Y ahí estuvieron pronto los jesuitas, dispuestos a combatir tal alba gentilizante en medio de un moderno mundo comercial, en pleno corazón de la América católica. Los portugueses tuvieron esclavos indios y principalmente negros. La inclinación europea (sobre todo la de los británicos y holandeses) consistió en exterminar al piel roja y utilizar al negro como bestia de carga o bien hacerlo víctima de toda suerte de actos lujuriosos. Por medio de la degollación y la rapiña esa raza blanca permanece «pura», serenamente convencida de su superioridad. Pero los jesuitas del Brasil, como todos los clérigos católicos de la América Hispana, lucharon contra la sencillez de dicha solución.   —29→   También los negros eran almas. Los padres procedieron a convertirlos; luego, a obligar a los blancos, que codiciaban el cuerpo de sus mujeres, a casarse con ellas. La estirpe india era débil y se recogió en la profundidad de la selva. Pero el negro prosperó. Y cien años después de la colonización fue surgiendo en el Brasil una nueva raza, una raza ni blanca ni negra, ni africana ni europea: una oscura gente del trópico americano.

La presencia de los holandeses, franceses y judíos en el norte del Brasil vigorizó la característica europea de su vida comercial. Ya en el siglo dieciocho mostró el Brasil muchos de los rasgos de las colonias británicas del Atlántico septentrional. Sus partes eran, económica y geográficamente, afines. Políticamente, no estaban separados por desiertos y montañas como las colonias españolas ni las mantenía separadas desde Europa una celosa metrópoli que prohibiera todo intercambio entre ellas. La esencia de su población era adhesiva (por oposición a los españoles y en cierto grado como defensa de ellos). Eran sus moradores agresivos en virtud de comerciantes. No así el español. El español, agresivo cuando lo apremia Dios, o el honor, o urgentes lujurias, cae en un mal   —30→   rumiante cuando Dios, o la carne, guardan en él silencio. Como el francés y el inglés, el portugués, pese a no realizar milagros de exploración, desplaza entonces al cruzado español donde puede y afirma sus ganancias sobre más prudentes rasgos comerciales. La expansión del Brasil fue un despliegue vigoroso y gradual que partía en dirección a la selva desde la segura base del Océano. Y ese océano era el Atlántico, límite natural hacia occidente de la moderna Europa.




IV

El colonizador del Brasil se arrastró avanzando, hasta que los tres séptimos del continente meridional fueron suyos. Mientras tanto, sus colonias de la costa se habían transformado en grandes ciudades -Pará, Pernambuco, Bahía, Río de Janeiro. Los brasileños que las gobiernan son en su mayoría blancos. No constituyen la base ética ni su esencia estética o espiritual, pero sí el factor formativo del país, el indispensable agente para crear la nación. El brasileño blanco es más moderado, carente   —31→   de imaginación, ambicioso. Contra la virulencia del calor del trópico, así como contra la virulencia de sus vecinos hispanoamericanos en lo atañedero a política y religión, reacciona con una matter of factness. Cuando llega la hora de la emancipación y las colonias españolas evolucionan desde la derecha idealista de una teocracia católica hacia la idealista izquierda de una república romántica, el Brasil se insinúa por una vía equidistante. No crea héroes: ni un Bolívar, ni un San Martín, ni un Miranda, ni un Sucre elevan a las multitudes por encima de sus capacidades cotidianas. No tiene capitanes de relumbrón como Artigas, Páez o Santander. Deja que Napoleón en España gestione su independencia como si se tratara de un negocio. La casa real de los Braganza huye a Río desterrada de su trono lisboeta. Esto sucede en 1808. Siete años más tarde, el Brasil es un reino independiente regido conjuntamente con Portugal por un solo monarca. En el norte, una revolución republicana encendida en el tizón de Bolívar, es sofocada. Cinco años más y el rey vuelve a Lisboa, dejando un regente en Río. Y sólo entonces, cuando las cortes de la capital intentan reducir el Brasil al rango de simple estado colonial -cosa que ya   —32→   había dejado de ser-, viene el Grito de Ipiranga. La más suave y moderada de las revoluciones deja un Braganza en el trono brasileño.

Don Pedro I es el instrumento de transición de un pueblo avieso. Conduce fácilmente a las fuerzas decaídas de Portugal hacia el mar después de un año de campaña. Aniquila el republicanismo disolvente del norte que habría seccionado al país en numerosos estados al igual de la América española. Con todo, es demasiado portugués. De manera que los brasileños obtienen, cortésmente, su abdicación, y ponen en el trono a su hijo de cinco años, don Pedro II, que posee la doble virtud de ser Braganza y brasileño. En los años de inquietud que siguieron, las populosas provincias meridionales de la costa -Minas Geraes, Río de Janeiro, San Pablo y Río Grande del Sur-, basándose en sus centurias de cooperación, mantuvieron el imperio unido. Don Pedro gobierna durante cuarenta años. La esclavitud es abolida gradualmente y sin luchas. Y en 1889, el inevitable proceso americano torna al Brasil república.

Mientras las repúblicas americanas (con excepción de Chile) se dividen o pierden terreno, el Brasil sigue   —33→   expandiéndose. Hacia el norte, sus tranquilos colonos hacen efectiva una aspiración de poseer tierras en Venezuela (1815-1905); hacia el este, conquistan pacíficamente algunas porciones de los Andes bolivianos (1867-1903), ecuatorianos (1884) y colombianos (1807). Hacia el sur, consolidando sus posiciones en las fuentes del Río de la Plata gracias a las cesiones del Uruguay (1851), del Paraguay (1872) y de la Argentina (1895). Mediante la astuta diplomacia de los propagandistas del trabajo, el Brasil acude al mercado europeo solicitando colonizadores para sus inmensos dominios. Y llegan españoles, italianos, alemanes, portugueses, eslovenos, polacos y hasta japoneses, a enriquecer el fermento de los estados del sur y doblar la población a partir de 1900. La preponderancia étnica de Portugal ha sido vencida, un sur variadamente ario predomina políticamente en el Brasil.

Pero a pesar de estos inmigrantes la raza del Brasil no puede ser europea. Los estados «blancos» son una pequeña cola que no puede siempre propulsar el cuerpo gigantesco. El Brasil es, predominantemente, un bosque tropical; la raza oscura que lo habita debe demostrar, ya que está hecha de la naturaleza misma de sus bosques, el dominio   —34→   de su fuerza creando una cultura brasileña. Esta población oscura no hace repúblicas y no ha aprendido a dirigir ninguna. No ha estudiado economía internacional. Su potencia se halla a un nivel más profundo. Constituye la voz, la visión, las artes, el teatro y las pasiones del mundo brasileño. Es la substancia viva del Brasil, el núcleo de donde ha de surgir su espíritu.




V

La raza brasileña no está determinada por el negro, pero el elemento africano es una de las más claras razones que se nos presentan para creer en la grandeza de su futuro. El negro es un hombre prodigiosamente ajustado a la selva tropical y podría llamársele su genio humano. Su cuerpo tiene el color del bosque y su fuerte contextura; su alma, como la hoja de los árboles, recoge el sol y el aire y lo esparce a través de todo su ser. Siempre está en estado de verdor, porque corre en él la savia activa de una perpetua primavera. Los indios de México y Perú eran pueblos viejos cuando llegaron los españoles; para hallar   —35→   una analogía entre sus estratificadas formas estéticas y psicológicas, uno debe pensar en la India, en China y en Egipto decadente. Pero aunque el negro del Congo y del Nilo haya cultivado las granjas, fundido el hierro, trocado en alambre el cobre cuando Egipto se hallaba aún en su edad de piedra, el hombre negro ha permanecido joven como su selva. Flexible, sugestionable, culturalmente ávido, emocionalmente recreativo, es industrioso cuando su interés lo reclama y su alma está siempre colmada de frescas afluencias de imaginación y melodía.

En el escenario africano su maravilloso ajuste motivó esas características limitaciones que ha hecho a las gentes irreflexivas hablar de su «inferioridad». El árbol tropical se yergue majestuoso y profundamente arraigado en su suelo. El día, la noche, el calor se mantienen iguales a lo largo de todo el año. Hay pocas estrellas; el sol neblinoso y las noches negras cubren para siempre la tierra. Dicho calor es un excitante terrible para el hombre, dicha igualdad de los días produce un gran agotamiento nervioso. La acomodación del negro a esa prueba constante se ha producido por una disminución biológica de sus funciones psíquicas y nerviosas. El hombre blanco,   —36→   gastado por todos los extremos, no se encuentra normalmente dispuesto como para que un gran calor no lo saque de quicio o un calor sostenido no lo mine. El negro, en cambio, se ha vuelto más simple y más fuerte; su vida, como la vida del árbol, una danza casi estática dentro de la estática medida de su mundo.

Semejante al negro, el brasileño debe vivir todo lo largo de su jornada sin romanticismo, con solidez, so pena de ser anulado por el medio. Pero su herencia blanca le presta al propio tiempo otro género de voluntad y los modos de realizarla. Ha heredado instrumentos cuya carencia subordinaba sus predecesores a la selva. Posee una técnica para dominar su trópico. Puede así combatir sus fiebres, drenar sus pantanos, abrir caminos y claros a través del bosque impenetrable o sortearlo en avión. Puede construir depósitos, fabricar hielo para conservar sus comidas y preservar sus artículos del agusanamiento o la fermentación; puede refrescar artificialmente sus moradas. No está obligado a sufrir así, como los aborígenes de África o del Amazonas, una opresión por parte del mundo circundante que llegue a abolir toda cultura. Por oposición a los antiguos hindúes, no tiene que formar sus valores   —37→   según la medida obligada de una naturaleza para cuyo dominio le faltan herramientas. Ni tampoco tuvo que vencer, como el normal hombre blanco, la predisposición biológica de muchas generaciones hasta hacerse apto para vivir en medio del calor regular del trópico. Ha heredado las ventajas de Europa y las de África para crear en el Brasil una cultura que tendrá que ser al propio tiempo tropical y americana.

Antes de un alba tal, el Brasil ha de distanciarse mucho, por supuesto, de lo que es hoy (Aunque no hay razón para dudar de que está ya en movimiento. La historia de las pretéritas amalgamas raciales -en Egipto, la India, la Mesopotamia y Grecia- hace que consideremos muy breve el proceso, dilatado sólo por cuatro centurias, de la formación de nuevas razas en la América Hispana y asombrosamente rápido el progreso de la integración. Y a la luz de la historia y la ciencia, todo lo que se hable sobre la «inferioridad» del mestizo o mulato no es más que charla ignorante). Dos peligros que pueden ser fatales amenazan el futuro cultural del Brasil. Son: su fracaso, hasta hoy, para conquistar la dificultad física del trópico y su fracaso en el sentido de reaccionar contra   —38→   la preponderancia de los intereses comerciales corrompidos cuya capital es San Pablo -núcleo donde no cuentan otros valores que los plagiados de París o Nueva York, donde no cuenta otro ideal con la excepción del dólar y de la «arianización» del país. El Brasil se halla hoy abandonado al analfabetismo, devastado por las pestes tropicales: el gusano de la pereza, la malaria, la enfermedad de Chagás y la leishmaniasis. Dos tercios del suelo son todavía sertão, selváticos. La cuenca más grande del mundo, la cuenca del Amazonas, permanece aún intacta, si no se cuentan algunas aldeas perdidas a lo largo de los ríos y muchas de las cuales, en lugar de crecer, desaparecen en la selva de madera dura. Los seis séptimos de la población no han tenido tampoco acción alguna sobre la vida consciente de la nación, sea por medio de una acción democrática, o bien por el establecimiento de una aristocracia que los representara étnicamente. El Brasil permanece aún sumergido. Y los hombres del poder, con un sentido de la tierra semejante al de una riqueza muerta que se posee y debe venderse al mejor postor, están haciendo todo lo posible por destruirlo.

  —39→  


VI

Río de Janeiro es la síntesis del Brasil actual. El norte negro, el este sumergido y el sur progresista, se encuentran en sus cerros innumerables. Graciosamente curvados y vestidos de árboles, dichos cerros bajan en grandes círculos hacia el Atlántico y el Atlántico hace presión contra Río.

Todo Río tiene una forma curva. Ni siquiera los cerros más altos se agudizan en ángulo alguno. Todos son humanizados por un elemento que se halla dentro de la ciudad; y las calles, elevándose en cerros, traen desde los bosques lejanos una avanzada de árboles hasta sus piedras y sus moradores.

La bahía es una pausa, hondamente azul, a la que han llegado juntos sol, cerros y mar. Es una bahía circular, cerrada casi totalmente; y desde adentro, para clausurarla del todo a fuerza de tierra, se levanta el Pan de Azúcar, una radiante y terrestre emergencia surgida del agua radiante. La ciudad no es más que transformación   —40→   gradual de la tierra madura en casas y hombres. Una transformación inconsciente, de modo que nada parece en realidad cambiado. El aire, el suelo circular y ascendente, la bahía, forman una continuación de la ciudad y de los que la habitan. Río es un cuerpo que respira hondamente; cada cerro es una respiración, cada hombre y cada mujer respiran inconscientemente con los cerros.

La bahía posee un encanto que transporta el alma. Como una ola irresistible, esta hermosura atraviesa por el alma del hombre hasta su corazón. Pero esta belleza a la que no se resiste, no es una belleza temible: es de una ternura persuasiva y suave como el día. Porque aquí hay un pie de montaña mezclándose con el mar; aquí un mar tomado entre la fronda de los cerros y concentrado hasta ser un zafiro. Pero el sol difunde una ternura sobre la bahía: en toda su vasta extensión, en sus alturas, aparece ésta exquisitamente modelada, cálida. Conmueve los sentidos humanos como el pecho de una mujer amada. Transporta así como el contacto de un pecho puede transportar.

La ciudad se alza desde la bahía sobre esta tierra   —41→   intrincadamente hinchada. Entraña el propio éxtasis tierno del agua y de los cerros. Sus calles son suaves y blandas. Las casas, de un piso en su mayoría, carecen de distinción. Y cuando se yerguen en palacios italianos, en grandes hoteles, en fábricas y comercios, son feas y contrahechas. Pero la ciudad las aglutina en su propia atmósfera. La piedra y el cemento se licúan. Hasta el vibrar de los motores es absorbido. La ciudad vernal sorbe esta vida múltiple como su banquete de sol, de cerros y océano.

Río es muy diferente de la ciudad de los hombres que lo fundaron, de Lisboa, escarpada, sobre el Tajo. El trágico destino de Portugal, oprimido entre Inglaterra y España, no se repite aquí: ni el recelo hacia España ni el tizón extraño de Inglaterra. En Río, que está más cerca de África que Europa, la maternal Lisboa florece al fin transfigurada.

Las gentes son aquí una continuación de la calle por donde caminan. Tienen una energía alegre, un fervor comparable al fervor naciente del capullo. Con toda su espirituosa animalidad, son tranquilas. Y llevan dentro, cobijada, una sombra selvática. El negro da el matiz a   —42→   la ciudad -el ocio y la dulzura del negro y la imaginería grave e iluminada de su alma. El negro ha sido esclavizado en el Brasil, torturado y abandonado a la lujuria del trópico. Pero no ha sido sobrecargado de trabajo: la jornada tropical es breve y larga la oración católica. Le falta la intensidad del negro del norte, cuyos ruegos atiza constantemente el perpetuo frío protestante. Está cómodo en su mundo: constituye la substanciación de las tierras interiores en Río, su suelo oscuro, el oscuro bosque.

La gente de Río es más elástica que el negro, ya que es éste un elemento mezclado inextricablemente con otros. La vitalidad de aquella gente es más sutil en su reacción conceptual y sensual. Se le advierte una fuerza relajada como la raza negra, nerviosa y expectante como la blanca. Despierta en uno el recuerdo de la Rusia intelectual que, aun en Moscú, se conserva ingenua y astuta y desmañada como el mujik. No encontramos aquí sin embargo la estrictez de espíritu que se encuentra en Rusia. Los estudiantes que invaden las calles con el sentido latino del privilegio intelectual poseen una ánima graciosa y sutil -como la de los latinos, aunque armonizada con las grandes perspectivas, como los rusos, ya que la selva   —43→   es todavía más grande que la estepa. Hay una reticencia en lo que se refiere a eslavos y latinos, diferente sin embargo de la reticencia de España, que nació de voluntades equilibradas. La reticencia de Río es, casi, la de los grandes espacios umbríos -la reticencia arbórea del negro. Para comenzar, la música que trasciende a la calle de los cafés es reticente. El sabor de la comida es suave; salsas y mezclas esconden reticentemente el dejo elemental. No hay violencia alguna para el gusto: el café más amargo es vencido por el dulzor.

La fuerza está en todas partes, aunque sólo en proyecto. Los cuadros de los artistas brasileños, los versos de los periódicos, como las calles de Río, expresan la sensibilidad del poder que brota, no la del poder mismo.

Pero la vastedad con que está el Brasil en esta ciudad, la grávida selva interior, se insinúa en cada calle e individualiza a sus moradores. Toda la ciudad es como un árbol distendido en largas ramas. Y, mientras uno se acerca a su sombra murmurante, uno siente el árbol mismo viviendo en cada hoja.

Las avenidas centrales, expresión de la extrema voluntad aria del país, no son nada. Su pretenciosa nulidad   —44→   desaparece al extenderse Río hacia los cerros en casas multicolores. Aquí, con los pobres, habita el espíritu real de Río. Fangosos caminos provistos de canalones de piedra a la manera de cloacas, suben entre chozas de fango o adobe. La gente es muy pobre; pero no mendiga. Las mujeres caminan con dignidad por el lodo. Los niños juegan con perros y chanchos. Y grandes hombres oscuros se abren paso tiernamente entre las criaturas. En el hogar vive, también el gusano tropical: parásito que causa estragos horribles en el espíritu y el cuerpo. Son exploradores del áspero bosque que invaden la ciudad. Pero, mientras deposita los huevos de su risa, sigue Río mezclando su humano goce y su miseria con los cerros. Espera la voluntad que ha de surgir de la gran Selva para integrar toda esta vida y crear el Brasil.




VII

Al sur de Río, en las márgenes mismas del trópico y en la alta tierra roja donde crece la provisión mundial de café, se eleva la verdadera capital del Brasil, San Pablo.   —45→   La ciudad es un ganglio surgido en la cumbre de un cerro angosto. Ciudad perpendicular, veloz como la repentina altura a que se eleva, mira sobre Río ocioso, horizontal.

Las calles se entrecortan en el cerro. Al pie de altos edificios, que se elevan desde un más bajo nivel, los viaductos atraviesan cuadras pletóricas de moradas y parques cuyas palmeras hacen frente a los más modernos estilos. Sobre todo los alemanes e italianos son comunes en las calles y la diferencia de color es rara. Hay en San Pablo mucho que recuerda a Chicago: la misma virulencia industrial, la misma extracción de carbón y hierro desde lo profundo de la tierra hacia un vértigo humano; en Chicago the loop, en San Pablo el Triángulo. Se trata de una Chicago retorcida y concentrada en una forma vertical, más dramática e intensa en su manera, como cuadra a una ciudad latina. Pero debajo del Triángulo, corruscante de enseñas eléctricas, se arrastran los distritos industriales: Braz, Mooca; y su gris crudo se parece mucho a los infiernos interiores de la Ciudad del Lago; y debajo de su herrumbre y musgo aparece un rastro similar de arcilla.

  —46→  

El tono bajo de Chicago es la pradera, la pradera abierta del pioneer. El tono bajo de San Pablo es el bosque. El estrépito industrial de la ciudad es menos sólido; hay cerca profundidades más cálidas y silenciosas. Las casas de las callejuelas son abigarradas y bajas; con sus frentes multicolores arrojan en medio del tráfico una alegría y una facilidad que han desaparecido del todo de Chicago. Es más fuerte el bosque que la pradera...

Son estas calles de barracas, desde luego, estos miserables negocios de puertas teñidas, estos molinos junto a las palmas, los que sostienen el Triángulo. Las calles se vuelven tierra colorada y los arbustos de café se extienden en el horizonte. Estas plantas presumidas sostienen también el Triángulo de San Pablo. Y al pie del Serro do Mare, casi trescientos pies más abajo, yace Santos, el puerto cafetero. Aquí, cientos de mujeres se sientan bajo rudos cobertizos de piedra a prueba de ratas. Sus ojos brillan en la sombra aromática, y sus badanas cantan. Tienen junto a sí en canastas, en el suelo, a sus criaturas. Estas mujeres trabajan en largas mesas; con sus manos color marrón separan las malas bayas de café de las buenas. De tiempo en tiempo, mientras sus manos   —47→   tejen, cantan al unísono. Luego se inclinan, toman a sus niños y los llevan al pecho. Están frescas y en calma debajo del alto techo; y el olor picante del café se junta con sus palabras en el relumbre de la puerta, en la calle.

Gentes que también sustentan, por supuesto, el Triángulo de San Pablo.

Hay en el Triángulo marmóreos edificios para oficinas, estólidos como los de Liverpool. Allí trabajan los banqueros y los corredores de café, los negociantes en algodón y haciendas, los propietarios de las invasoras fábricas de textiles, cuero y metal. Desde el advenimiento de la república, estos hombres han gobernado el Brasil desde San Pablo, Santa Catalina, Río Grande do Sul o bien desde su rico estado minero, un poco más al norte: Minas Geraes. Los parlamentos y los presidentes de los estados y nacionales han cumplido sus órdenes. En sus manos están hoy los destinos de un país vasto en riqueza como los Estados Unidos, vasto en humana promesa como lo fue Rusia hace doscientos años.

La oficina del gran negociante de café está construida para ser lo más parecida posible a una oficina de Nueva York. Pero el hombre, el gran hombre es sólo un   —48→   hombrecito despierto. En su última visita a Nueva York un sastre de la Quinta Avenida le hizo el fresco traje de franela gris, y sus zapatos son ingleses. Su cuerpo está engordando demasiado para ese traje; la papada le cae sobre una corbata suntuosa. Sus ojos son duros y rápidos como los ojos del ratón. Pero sus labios tienen una hinchazón sensual, lo que haría pensar, si no lo negara, que el cafetero tiene en sus venas algo de sangre negra. Sus manos no se parecen a las manos del negro: son delicadas, rollizas, nerviosamente agresivas -las manos de un arrebatador audaz, no las manos de un amante.

El cafetero os dirá, casi vociferando, si se lo preguntáis, que San Pablo y todo el sur es blanco y que el norte del Brasil, donde hay menos negros (os lo asegura) que en el sur de los Estados Unidos, está perfectamente dominado. Por otra parte, a fin de ponerse en guardia contra mendelianas sorpresas, el magnate ha ido a París para buscar a su mujer. Y su pecho ensancha la fría pechera de la camisa cuando piensa en el acento parisiense que ella ha traído a la deslumbrante mansión de mármol, un poco alejada de la ciudad, a la sombra de sus palmeras reales.

  —49→  

El cafetero tiene una filosofía definida: cree en el Progreso, y si se lo preguntáis os dirá cómo debe progresar el Brasil. Todo lo que dice implica que el Brasil es racialmente, intrínsecamente, la antítesis del progreso; pero esto no hay que puntualizárselo a él, porque podría resentirse. Tiene en sus manos el destino de una nación y de muchos millones de seres humanos; y sin embargo se resiente. Lo que quiere significar por medio de la palabra progreso es que el Brasil, con el objeto de ponerse a la cabeza del mundo capitalista, debe renegar de sí mismo cuanto le sea posible. Todo lo que sea nativo del Brasil debe ser explotado; todo lo que sea extraño debe ser introducido y desarrollado. La esperanza del Brasil está en el sur, porque allí el clima se parece más al de la Argentina -¡y tal vez también al de los Estados Unidos!-. Deben levantarse ciudades que rivalicen con Patterson o Kansas City. Debe conseguirse dinero y más dinero para las fábricas y molinos. El vasto norte, el este y el centro del Brasil, donde el tiempo es «demasiado caluroso» y el negro «demasiado abundante» para el progreso, deben tenerse bien sujetos. Esta población del Brasil es simplemente uno de los recursos naturales de   —50→   la tierra -como los fuertes árboles, la goma y los diamantes. Está ahí para ser explotado. Por medio de la venta del trabajo y los productos al mejor postor, el elemento progresivo del sur puede obtener capital propio; y llegará el día en que podrán desarrollar los centros industriales desde Minas Geraes hasta Porto Alegre sin tanta ayuda de los bancos extranjeros. Este es el destino del «verdadero» y «ario» Brasil meridional: tornarse tan grande que pueda transformar al resto del mundo en una «India», o «África», o siquiera «Nicaragua» de su propiedad. El cafetero comprende, con la simpatía del hombre advertido, los problemas coloniales de París y Londres, el comportamiento de Washington en el Caribe. Tiene sueños también.

Pero el hombre de visión es también un hombre de acción. El cafetero tiene políticos que trabajen, paso a paso, sus vastos planes para el desarrollo del Brasil. Estos políticos, que envía a Río, han aprendido su oficio según los métodos de corruptela parlamentaria en los Estados Unidos. Sólo su retórica es auténticamente selvática; hasta su dinero les viene en su mayor parte (indirectamente, desde luego, y muy legalmente) de cofres extranjeros.   —51→   Estos políticos tienen exactamente las mismas ideas sobre la revolución que Calvin Coolidge.

El cafetero de San Pablo, el negociante en ganados y algodón de más al sur y el minero de Minas Geraes son la cola que mueve el cuerpo del Brasil. Pero la dificultad consiste en que se tienen desconfianza mutua y no dejan de recurrir a estratagemas, y aun a luchas verdaderas, para irse eliminando los unos a los otros. Aun cuando se ponen de acuerdo persiste una inestabilidad en el país, cosa que no resulta misterio si se piensa en la vasta preponderancia del Brasil sumergido y explotado. Todos estos gobiernos del sur son precarios y los disturbios revolucionarios tan frecuentes como las elecciones. Cada bando desea siempre ser sustituido por otro, ya que nadie cuenta con el apoyo de la nación.

Los recientes cambios señalan la decadencia del «rey del café» -consecuencia natural de la sobreproducción, los bajos precios y la depresión del mercado cafetero mundial. Puede significar esta caída el fin del predominio del café y el alza -nueva etapa en la evolución del Brasil- de todos los diversos intereses industriales y agrícolas que el café sobrepasó. Tal vez ha llegado el momento   —52→   en que el Brasil no encare el mundo como el país de una sola cosecha. Pero todavía está lejos el tiempo en que el país real -el oscuro e ilimitado corazón del trópico- haga surgir y articule su ethos en un sistema nativo de economía y de política.

Cuando esa hora llegue y deje el Brasil de ser un «mercado» para convertirse en una verdadera nación, entonces habrá algo nuevo -algo prodigiosamente intenso y hermoso - en el mundo.