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ArribaAbajoEn Mesina

PEDRO.-  ¿Cómo no? El mayor y más venturoso estáis por oír. En todas las ciudades de Sicilia tienen puestos guardianes, que llaman de la sanidad, y más en Mecina, donde yo llegué; para que todos los que vienen de Levante, adonde nunca falta pestilencia, sean defendidos con sus mercancías entrar en poblado, para que no se pegue la pestilencia que dicen que traen; y éstos, cuando viene alguna nave, van luego a ella y les ponen grandes penas de parte del Virrey que no se desembarque nadie; si tiene de pasar adelante envía por tercera persona a comprar lo que ha menester, y vase. Si quiere descargar allí el trigo, algodón o cueros que comúnmente traen, habida licencia que descargue, lo tiene de poner todo en el campo, para que se oree y exhale algún mal humor si trae, y todas las personas ni más ni menos.

MATA.-  Cosa me parece esa muy bien hecha, y en que mucho servicio hacen los gobernadores a Dios y al Rey.

PEDRO.-  Muchas cosas hay en que se serviría Dios y la república si fuesen con buen fin ordenadas; mas cuando se hacen para malo, poco merecen en ello. No hay nave que no le cueste esto que digo cuatrocientos ducados, que podrá ser que no gane otros tantos.

JUAN.-  Pues, ¿en qué?

PEDRO.-  En las guardas que tiene sobre sí para que no comuniquen con los de la tierra.

MATA.-  ¿Y esas no las paga la misma ciudad?

PEDRO.-  No, sino el que es guardado.

MATA.-  Pues, ¿en qué ley cabe que pague yo dineros porque se guarden de mí? ¿Qué se me da a mí que se mueran ni vivan?

PEDRO.-  Ahí podréis ver lo que yo os digo. ¿Ha visto ninguno de vosotros buena fruta de sombrío donde nunca alcanza el sol?

MATA.-  Yo no.

JUAN.-  Ni yo tampoco.

PEDRO.-  Pues menos veréis justicia recta ni que tenga sabor de justicia donde no está el Rey, porque si me tengo de ir a quejar de un agravio quinientas leguas, gastaré doblado que el principal y así es mejor perder lo menos. Ante todas cosas tiene de pagar cada día ocho reales a ocho moros que revuelvan la mercancía y la descarguen.

MATA.-  ¿Para qué la han de revolver?

PEDRO.-  Para que se oree mejor y no quede escondida la landre entre medias. Tras esto otros dos guardianes, que les hagan hacerlo, a dos reales cada día, que son cuatro, y un escudo cada día a la guarda mayor, que sirve de mirar si todos los demás hacen su oficio.

JUAN.-  ¿Y cuántos días tiene esa costa hasta que le den licencia que entre en la ciudad?

PEDRO.-  El que menos ochenta, si trae algodón o cueros; si trigo, la mitad.

MATA.-  Bien empleado es eso en ellos, porque no gastan cuanto tienen en informar al Rey de ello.

PEDRO.-  También quiero que sepáis que no es mejor guardado el monumento de la Semana Santa, con más chuzones, broqueles y guazamalletas, y aunque alguno quiera desembarcarse sin licencia, éstos no le dejan. No teniendo yo mercancías, ni qué tomar de mí, no me querían dejar desembarcar, y el capitán de mi nao determinó venir a Nápoles con el trigo y otras tres naves de compañía, y como yo había de venir a Nápoles díjome que me venía bien haber hallado quien me trajese cien leguas más sin desembarcarme. Yo se lo agradecí mucho, y comenzaron a sacar las áncoras para nos partir. Pasó por junto a la nao un bergantín, y no sé qué se me antojó preguntarle de dónde venía. Respondió que de Nápoles. Díjele qué nueva había. Respondió que diez y nueve fustas de turcos andaban por la costa. Como soy razonable marinero, dije al capitán que dónde quería partirse con aquella nueva tan mala. Díjome que donde había cuatro naves juntas qué había qué temer. Conociendo yo que los rogoceses, venecianos y genoveses valían poco para la batalla, y que necesariamente, si nos topaban, éramos presos, hice como que se me había olvidado de negociar, una cosa que mucho importaba en la ciudad, y pedile de merced, sobre todas las que me había hecho, que me diese un batel de la nave para ir en tierra a encomendar a aquellos que guardaban que nadie se desembarcase que los negociasen por mí, y que luego en la hora me volvería sin poner el pie en tierra.

MATA.-  ¿Qué cosa es batel, que muchas veces he oído nombrar?

PEDRO.-  Como la nave y la galera son tan grandes, no pueden estar sino adonde hay mucho hondo, y cuando quieren saltar en tierra, en ninguna manera puede acercarse tanto que llegue adonde haya tierra firme, y por eso cada navío grande trae dos barcas pequeñas dentro, la una mayor que la otra, con las cuales cuando están cerca de tierra van y vienen a lo que han menester, y éstas se llaman «bateles». Fue tanta la importunación que yo tuve porque me diese el batel, que aunque cierto le venía muy a trasmano, lo hubo de hacer con condición que yo no me detuviese. Sería un tiro de arcabuz de donde la nao estaba a tierra, y dije a mi compañero y a otros dos que habían sido cautivos que se metiesen conmigo dentro el batel, y caminamos; cuando yo me vi tres pasos de tierra no curé de aguardar que nos acercásemos más, sino doy un salto en la mar y luego los otros tras mí; cuando las guardias me vieron, vienen luego con sus lanzones a que no me desembarcase sin licencia, y quisieron hacerme tornar a embarcar por fuerza. Yo dije a los marineros que se fuesen a su nave y dijesen al capitán que le besaba las manos, y por cierto impedimento no podía por el presente partirme, que en Nápoles nos veríamos; como tanto porfiaban las guardas fue menester hacerles fieros, y decir que aunque les pesase habíamos de estar allí. Fueron presto a llamar los jurados, que son los que gobiernan la ciudad, y vinieron los más enojados del mundo, y cuando yo los vi tan soberbios, determiné de hablarles con mucho ánimo; y en preguntando que quién me había dado licencia para desembarcarme, respondí que yo me la había tomado, que siendo tierra del Emperador y yo su vasallo, podía estar en ella tan bien como todos ellos. «Donosa cosa -digo- es que si yo tengo en esta ciudad algo que negociar, que no lo pueda hacer sino irme a Nápoles y dejarlo». Dijeron que estaban por hacerme luego ahorcar. Yo les dije que podían muy bien, mas que sus cabezas guardarían las nuestras; fuéronse gruñendo, y mandaron que so pena de la vida no saliésemos de tanto espacio como dos eras de trillar hasta que fuese por ellos mandada otra cosa, y así estuve allí junto a los otros que tenían sus mercaderías en el campo, con muy mayor guarda y más mala vida y más hambre que en todo el cautiverio.

MATA.-  ¿Cuántos días?

PEDRO.-  Veinte y ocho.

JUAN.-  ¿Y en qué dormíais?

PEDRO.-  Dos cueros de vaca de aquellos que tenían los mercaderes me sirvieron todo este tiempo de cama y casa, puestos como cueva, de suerte que no podía estar dentro más de hasta la cintura, dejando lo demás fuera al sol y al aire.

MATA.-  ¿Pues la ciudad, siquiera por lismosna, no os daba de comer?

PEDRO.-  Maldita, la cosa, sino que padecí más hambre que en Turquía; y para más encubrir su bellaquería, a cuantos traían cartas que dar en Mecina, se las tomaban y las abrían, y quitándoles el hilo con que venían atadas y tendiéndolas en tierra rociábanlas con vinagre diciendo que con aquello se les quitaba todo el veneno que traían, y la mayor bellaquería de todas era que a los que no tenían mercaderías y eran pobres solíanles dar licencia dentro de ocho días; pero a mí, por respecto que los mercaderes no se quejasen diciendo que por pobre me dejaban y a ellos por ricos los detenían más tiempo, me hicieron estar como a ellos y cada día me hacían lavar en la mar el capote y camisa y a mí mismo.

JUAN.-  Si queríais traer algo del pueblo, ¿no había quien lo hiciese?

PEDRO.-  Aquellos guardianes lo hacían mal y por mal cabo, sisando como yo solía.

MATA.-  ¿Qué os guardaban ésos?

PEDRO.-  ¿No tengo dicho que no se juntase nadie conmigo a hablar? Si me venía algún amigo de la ciudad a ver, no le dejaban por espacio de doce pasos llegar a mí, sino a voces le saludaba y él a mí.

JUAN.-  ¿De modo que no podía haber secreto?

PEDRO.-  Y las mismas guardas tampoco se juntaban a mí, sino tiraba el real como quien tira una piedra y decíale a voces: «Traedme esto y esto». El tercero día que estaba en esta miseria, que voy a la mayor de todas las venturas, vino a mí un hermano del capitán de la nave en que había yo venido, y díjome: «Habéis habido buena ventura». Dígole: «¿Cómo?» Dice: «Porque las fustas de los turcos han tomado la nave y otras tres que iban con ella, y veis aquí esta carta que acabo de recibir de mi hermano Rafael Justiniano, el capitán, que le provea luego mil ducados de rescate». Ya podéis ver lo que yo sintiera.

MATA.-  Grande placer, por una parte, de veros fuera de aquel peligro, y pesar de ver presos a vuestros amigos, sabiendo el tratamiento que les habían de hacer.

JUAN.-  ¡Oh poderoso Dios, cuán altos son tus secretos! Y, como dice San Pablo, tienes misericordia de quien quieres y endureces a quien quieres.

PEDRO.-  Sin San Pablo, lo dijo primero Cristo a Nicodemus, aquel príncipe de judíos: «Spiritus ubi vult, spirat». Luego fue en el Chío y en Constantinopla la nueva de cómo yo era preso, que no dio poca fatiga y congoja a mis amigos, según ellos me contaron cuando vinieron.

JUAN.-  ¿Cómo supieron la nueva?

PEDRO.-  Como el capitán era de Chío y la nave también, y me había metido a mí dentro, viendo tomada la nao, señal era que había yo de ser tomado también. ¿Quién había de imaginar que yo me había de quedar en Sicilia sin tener que hacer y dejar de venir en la nave que de tan buena gana y tan sin costa me traía?



ArribaAbajoEl viaje por Italia

MATA.-  ¿Después vinisteis por mar a Nápoles?

PEDRO.-  No, sino por tierra. ¿Por tan asno me tenéis que habla por entonces de tentar más a Dios?

JUAN.-  ¿Cuántas leguas son?

PEDRO.-  Ciento, toda Calabria.

MATA.-  ¿A tal anda don García o en la mula de los frailes?

PEDRO.-  No, sino a caballo con el percacho.

MATA.-  ¿No decíais agora poco ha que no teníais blanca?

PEDRO.-  Fiome una señora, mujer de un capitán que había estado preso conmigo, que en llegando a Nápoles pagaría, porque allí tenía amigos.

MATA.-  ¿Qué es percacho?

PEDRO.-  La mejor cosa que se puede imaginar; un correo, no que va por la posta, sino por sus jornadas, y todos los viernes del mundo llega en Nápoles, y parte los martes y todos los viernes llega en Mecina.

MATA.-  ¿Cien leguas de ida y otras tantas de vuelta hace por jornadas en ocho días?

PEDRO.-  No habéis de entender que es uno sino cuatro que se cruzan, y cada vez entra con treinta o cuarenta caballos, y veces hay que con ciento, porque aquella tierra es montañosa, toda llena de bosques y andan los salteadores de ciento en ciento, que allá llaman «fuera exidos», como si acá dijésemos encartados o rebeldes al rey; y este percacho da cabalgaduras a todos cuantos fueren con él por seis escudos cada una, en estas cien leguas, y van con éste seguros de los «fuera exidos».

JUAN.-  ¿Y si los roban percacho y todo, qué seguridad tienen?

PEDRO.-  El pueblo más cercano adonde los roban es obligado a pagar todos los daños, aunque sean de gran cuantía.

JUAN.-  ¿Qué culpa tiene?

PEDRO.-  Es obligado cada pueblo a tener limpio y muy guardado su término de ellos, que muchos son de los mismos pueblos; y porque saben que sus parientes, mujeres e hijos lo tienen de pagar no se atreven a robar el percacho, y si esto no hiciesen así, no sería posible poder hombre ir por aquel camino.

MATA.-  ¿Qué dan a esos percachos porque tengan ese oficio?

PEDRO.-  Antes él da mil ducados cada año porque se le dejen tener, que son derechos del correo mayor de Nápoles, el cual de solos percachos tiene un cuento de renta.

JUAN.-  ¿Tan grande es la ganancia que se sufre arrendar?

PEDRO.-  De sólo el porte de las cartas saca los mil ducados, y es el cuento que si no lleva porte la carta no hayáis miedo que os la den, si no dejársela en la posada.

JUAN.-  Grande trabajo será andar a dar tantas cartas en una ciudad como Nápoles o Roma.

PEDRO.-  El mayor descanso del mundo, porque se hace con gran orden, y todas las cosas bien ordenadas son fáciles de hacer; en la posada tiene un escribano que toma todos los nombres de los sobrescritos para quien vienen las cartas y pónelos por minuta, y en cada carta pone una suma de guarismo, por su orden, y pónelas todas en un cajón hecho aposta como barajas de naipes, y el que quiera saber si tiene cartas mira en la minuta que está allí colgada y hallará: Fulano, con tanto de porte, a tal número, y va al escribano y dícele: «Dadme una carta». Pregúntale: «¿A cuántas está?» Luego dice: «A tantas»; y en el mismo punto la halla.

MATA.-  En fin, acá todos somos bestias, y en todas las habilidades nos exceden todas las naciones extranjeras; ¡dadme, por amor de mí, en España, toda cuan grande es, una cosa tan bien ordenada!

PEDRO.-  No hay caballero ni señor ninguno que no se precie de ir con el percacho, y a todos los que quieren hace la costa, porque no tengan cuidado de cosa ninguna más de cabalgar y apearse, y no les lleva mucho, y dales bien de comer.

JUAN.-  ¿Y solamente es eso en Calabria?

PEDRO.-  En toda Italia, de Nápoles a Roma, de Génova a Venecia, de Florencia a Roma, toda la Apulla y cuanto más quisiéredes.

JUAN.-  ¿Deben de ser grandes los tratos de aquella tierra?

PEDRO.-  Sí son, pero también son grandes los de acá, y no lo hacen; la miseria de la tierra lo lleva, a mi parecer, que no los tratos.

JUAN.-  ¿Mísera tierra os parece España?

PEDRO.-  Mucho en respecto de Italia; ¿paréceos que podría mantener tantos ejércitos como mantiene Italia? Si seis meses anduviesen cincuenta mil hombres dentro la asolarían, que no quedase en ella hanega de pan ni cántaro de vino, y con esto me parece que nos vamos a acostar, que tañen los frailes a media noche, y no menos cansado me hallo de haberos contado mi viaje que de haberle andado.

JUAN.-  ¡Oh, pecador de mí! ¿Y a medio tiempo os queréis quedar como esgrimidor?

PEDRO.-  Pues, señores, ya yo estaba en libertad, en Nápoles. ¿Qué más queréis?

MATA.-  Yo entiendo a Juan de Voto a Dios; quiere saber lo que hay de Nápoles aquí para no ser cogido en mentira, pues el propósito a que se ha contado el viaje es para ese efecto, después de la grande consolación que hemos tenido con saberlo; gentil cosa sería que dijese haber estado en Turquía y Judea y no supiese por dónde van allá y el camino de enmedio; diríanle todos con razón que había dado salto de un extremo a otro, sin pasar por el medio, por alguna negromancia o diabólica arte que tienen todos por imposible; a lo menos conviene que de todas esas ciudades principales que hay en el camino hasta acá digáis algunas particularidades comunes, entretanto que se escalienta la cama para que os vais a reposar, y yo quiero el primero sacaros a barrera. ¿Qué cosa es Nápoles? ¿Qué tan grande es? ¿Cuántos castillos tiene? ¿Hay en ella muchas damas? ¿Cómo habéis proseguido el viaje hasta allí? ¡Llevadle al cabo!

PEDRO.-  Con que me deis del codo de rato en rato, soy de ello contento.

MATA.-  ¿Tanto pensáis mentir?

PEDRO.-  No lo digo sino porque me carga el sueño; hallé muchos amigos y señores en Nápoles, que me hicieron muchas mercedes, y allí descansé, aunque caí malo siete meses; y no tenía poca necesidad de ello, según venía de fatigado; es una muy gentil ciudad, como Sevilla del tamaño, proveída de todas las cosas que quisiéredes, y en buen precio; tiene muy grande caballería y más príncipes que hay en toda Italia.

MATA.-  ¿Quiénes son?

PEDRO.-  Los que comúnmente están ahí, que tienen casas, son: el príncipe de Salerno, el príncipe de Vesiñano, el príncipe de Estillano, el príncipe de Salmona, y muchos duques y condes: ¿para qué es menester tanta particularidad? Tres castillos principales hay en la ciudad: Castilnovo, uno de los mejores que hay en Italia, y San Telmo, que llaman San Martín, en lo alto de la ciudad, y el castillo del Ovo, dentro de la misma mar, el más lejos de todos.

MATA.-  Antes que se nos olvide, no sea el mal de Jerusalén, ¿llega allí la mar?

PEDRO.-  Toda Nápoles está en la misma ribera, y tiene gentil puerto, donde hay naves y galeras, y llámase el muelle; los napolitanos son de la más pulida y diestra gente a caballo que hay entre todas las naciones, y crían los mejores caballos, que lo de menos que les enseñan es hacer la reverencia y bailar; calles comunes, la plazuela del Olmo, la rúa Catalana, la Vicaría, el Chorillo.

MATA.-  ¿Es de ahí lo que llaman soldados chorilleros?

PEDRO.-  De eso mismo; que es como acá llamáis los bodegones, y hay muchos galanes que no quieren poner la vida al tablero, sino andarse de capitán en capitán a saber cuándo pagan su gente para pasar una plaza y partir con ellos, y beber y borrachear por aquellos bodegones; y si los topáis en la calle tan bien vestidos y con tanta crianza, os harán picar pensando que son algunos hombres de bien.

MATA.-  ¿Qué frutas hay las más mejores y comunes?

PEDRO.-  Melocotones, melones y moscateles, los mejores que hay de aquí a Jerusalén, y unas manzanas que llaman perazas, y esto creed que vale harto barato.

MATA.-  ¿Qué vinos?

PEDRO.-  Vino griego de la montaña de Soma, y latino y brusco, lágrima y raspada.

MATA.-  ¿Qué carnes?

PEDRO.-  Volatería hay poca, si no es codornices, que esas son en mucha cantidad, y tórtolas y otros pájaros; perdices pocas, y aquéllas a escudo; gallinas y capones y pollos, harto barato.

MATA.-  ¿Hay carnero?

JUAN.-  ¡Oh, bien haya la madre que os parió, que tan bien me sacáis de vergüenza en el preguntar, agora digo que os perdono cuanto mal me habéis hecho y lo por hacer!

PEDRO.-  No es poca merced que os hace en eso.

MATA.-  Tampoco es muy grande.

PEDRO.-  ¿No? ¿Perdonar lo que está por hacer?

MATA.-  Con cuantos con él se confiesan lo suele tener por costumbre hacer cuando ve que se le seguirá algún interés.

PEDRO.-  No puede dejar de cuando en cuando de dar una puntada.

JUAN.-  Ya está perdonado; diga lo que quisiere.

PEDRO.-  Pues de esa manera, yo respondo que no solamente en Nápoles, pero en toda Italia no hay carnero bueno, sino en el sabor como acá carne de cabra; lo que en su lugar allá se come es ternera, que hay muy mucha y en buen precio y buenísima.

MATA.-  ¿Pescados?

PEDRO.-  Hartos hay, aunque no de los de España, como son congrios, salmones, pescados seciales; de éstos no se pueden haber, y son muy estimados si alguno los envía desde acá de presente; sedas valen en buen precio, porque está cerca de Calabria, donde se hace más que en toda la cristiandad, pero paño muy bueno y no muy caro, principalmente raja de damas, es tierra mal proveída.

MATA.-  ¿Cómo? ¿No hay mujeres?

PEDRO.-  Hartas; pero las más feas que hay de aquí allá, y con esto podréis satisfacer a todas las preguntas.

MATA.-  ¿Qué iglesias hay principales?

PEDRO.-  Monte Oliveto, Santiago de los Españoles, Pie de Gruta, San Laurencio, y otras mil. De ahí vine en Roma, con propósito de holgarme allí medio año, y vila tan revuelta que quince días me pareció mucho, en los cuales vi tanto como otro en seis años, porque no tenía otra cosa que hacer. De esta poco hay que decir, porque un libro anda escrito que pone las maravillas de Roma. Un día de la Ascensión vi toda la sede apostólica en una procesión.

MATA.-  ¿Visteis al Papa?

PEDRO.-  Sí, y a los cardenales.

MATA.-  ¿Cómo es el Papa?

PEDRO.-  Es de hechura de una cebolla, y los pies como cántaro. La más necia pregunta del mundo; ¿cómo tiene de ser sino un hombre como los otros? Que primero fue cardenal y de allí le hicieron Papa. Sola esta particularidad sabed que nunca sale sobre sus pies a ninguna parte, sino llévanle sobre los hombros, sentado en una silla.

MATA.-  ¿Qué hábito traen los cardenales?

PEDRO.-  En la procesión unas capas de coro, de grana, y bonetes de lo mismo. A palacio van en unas mulazas, llenas de chatones de plata; cuando pasan por debajo del castillo de San Ángel les tocan las chirimías, lo que no hacen a otro ningún obispo ni señor; fuera de la procesión, por la ciudad, muchos traen capas y gorras, con sus espadas.

JUAN.-  ¿Todos los cardenales?

PEDRO.-  No, sino los que pueden servir damas, que los que no son para armas tomare estanse en casa; algunos van disfrazados dentro de un carro triunfal, donde van a pasear damas, de las cuales hay muchas y muy hermosas, si las hay en Italia.

MATA.-  ¿De buena fama o de mala fama?

PEDRO.-  De buena fama hay muchas matronas en quien está toda la honestidad del mundo, aunque son como serafines; de las enamoradas, que llaman cortesanas, hay ¿qué tantas pensáis?

MATA.-  No sé.

PEDRO.-  Lo que estando yo allí vi por experiencia quiero decir, y es que el Papa mandó hacer minuta de las que había, porque tiene de cada una un tanto, y hallose que había trece mil, y no me lo creáis a mí, sino preguntadlo a cuantos han estado en Roma, y muchas de a diez ducados por noche, las cuales tenían muchos negociantes echados al rincón de puros alcanzados, y haciendo mohatras, cuando no podían simonías; yo vi a muchos arcedianos, deanes y priores que acá había conocido con mucho fausto de mulas y mozos, andar allá con una capa llena y gorra, comiendo de prestado, sin mozo ni haca, medio corriendo por aquellas calles como andan acá los citadores.

MATA.-  ¿Capa y gorra siendo dignidades?

PEDRO.-  Todos los clérigos, negociantes, si no es alguno que tenga largo que gastar, traen capa algo larga y gorra, y pluguiese a Dios que no hiciesen otra peor cosa, que bien se les perdonaría.

JUAN.-  ¿De qué procede que en habiendo estado uno algunos años en Roma luego viene cargado de calongías y deanazgos y curados?

PEDRO.-  Habéis tocado buen punto; estos que os digo, que, por gastar más de lo razonable, andan perdidos y cambiando y recambiando dineros que paguen acá de sus rentas, toman allá de quien los tenga quinientos ducados o mil prestados, por hacerle buena obra, y como no hay ninguno que no tenga, juntamente con la dignidad, alguna calongía o curado anexo, por la buena obra recibida del otro le da luego el regreso, y nunca más el acreedor quiere sus dineros, sino que él se los hace de gracia, y cuando los tuviere sobrados se los pagará.

JUAN.-  Esa, simonía es en mi tierra, encubierta.

MATA.-  ¡Oh, el diablo! Aunque estotro quiera decir las cosas con crianza y buenas palabras, no le dejaréis.

PEDRO.-  ¿Pues pensabais que traían los beneficios de amistad que tuviesen con el Papa? Hágoos saber que pocos de los que de acá van le hablan ni tienen trabacuentas con él.

JUAN.-  ¿Pues cómo consiente eso el Papa?

PEDRO.-  ¿Qué tiene de hacer, si es mal informado? ¿Ya no responde: «si sic est fiat»?, más de cuatro que vos conocéis, cuyos nombres no os diré, que tenían acá bien de comer, comerían allá si tuviesen, que yo pensaba que la galera era el infierno abreviado, pero mucho más semejante me pareció Roma.

MATA.-  ¿Es tan grande como dicen, que tenía cuatro leguas de cerco y siete montes dentro?

PEDRO.-  De cerco solía tener tanto, y hoy en día lo tiene; pero mucho más sin comparación es lo despoblado que lo poblado. Los montes es verdad que allí se están, donde hay agora huertas y jardines. Las cosas que, en suma, hay insignes son: primeramente, concurso de todas las naciones del mundo; obispos de a quince en libra sin cuento. Yo os prometo que en Roma y el reino de Nápoles que pasan de tres mil obispos de doscientos a ochocientos ducados de renta.

MATA.-  ¿Esos tales serán de San Nicolás?

PEDRO.-  Y aún menos, a mi parecer; porque si no durase tan poco, tanto es obispo de San Nicolás como cardenal al menos. Ruin sea yo si no está tan contento como el Papa. Las estaciones en Roma de las siete iglesias es cosa que nadie las deja de andar, por los perdones que se ganan.

JUAN.-  ¿Cuáles son?

PEDRO.-  San Pedro y San Pablo, San Juan de Letrán y San Sebastián, Santa María Mayor, San Lorencio, Santa Cruz. Bien es menester, quien las tiene de andar en un día, madrugar a almorzar, porque hay de una a otra dos leguas; al menos de San Juan de Letrán a San Sebastián.

JUAN.-  Calles, ¿cuáles?

PEDRO.-  La calle del Pópulo, la plaza In agona, los Bancos, la Puente, el Palacio Sacro, el castillo de San Ángelo, al cual desde el Palacio Sacro se puede ir por un secreto pasadizo.

MATA.-  ¿Es en San Pedro el palacio?

PEDRO.-  Sí.

JUAN.-  Suntuosa cosa será.

PEDRO.-  Soberbio es por cierto, así de edificios como de jardines y fuentes y placas y todo lo necesario, conforme a la dignidad de la persona que dentro se aposenta.

MATA.-  ¿Caros valdrán los bastimentos por la mucha gente?

PEDRO.-  Más caros que en Nápoles; pero no mucho.

MATA.-  ¿Tiene mar Roma o no? Esto nunca se ha de olvidar.

PEDRO.-  Cinco leguas de Roma está la mar, y pueden ir por el río Tíber abajo, que va a dar en la mar, en barcas y en bergantines, que allá llaman «fragatas», en las cuales traen todo lo necesario a Roma.

JUAN.-  Cosa de grande majestad será ver aquellas audiencias. ¿Y la Rota?

PEDRO.-  No es más ni aun tanto que la Chancillería y el Consejo Real. Así, tienen sus salas donde oyen. De las cosas más insignes que hay en Roma que ver es una casa y huerta que llaman la Viña del Papa Julio, en donde se ven todas las antiguallas principales del tiempo de los romanos que se pueden ver en toda Roma, y una fuente que es cosa digna de ir de aquí allá a sólo verla; la casa y huerta son tales que yo no las sabré pintar, sino que al cabo de estar bobo mirándola no sé lo que me he visto; digo, no lo sé explicar. Bien tengo para mí que tiene más que ver que las siete maravillas del mundo juntas.

JUAN.-  ¿Qué tanto costaría?

PEDRO.-  Ochocientos mil ducados, dicen los que mejor lo saben; pero a mí me parece que no se pudo hacer con un millón.

JUAN.-  ¿Y quién la goza?

PEDRO.-  Un pariente del Papa; pero el que mejor la goza es un casero, que no hay día que no gane más de un escudo a sólo mostrarla, sin lo que se le queda de los banquetes que los cardenales, señores y damas cada día hacen allí.

JUAN.-  Pues, ¿cómo no la dejó al Pontificado una cosa tan admirable y de tanta costa? Más nombrada fuera si siempre tuviera al Papa por patrón.

PEDRO.-  No sé; más quiso favorecer a sus parientes que a los ajenos.

MATA.-  ¿Si le había pesado de haberla hecho?

PEDRO.-  Bien podrá ser que sí.

MATA.-  Cuánto más triunfante entrara el día del Juicio ese Papa con un carro, en el cual llevara detrás de sí cincuenta mil ánimas que hubiera sacado del cautiverio donde vos salís y otras tantas pobres huérfanas que hubiera casado, que no haber dejado un lugar adonde Dios sea muy ofendido con banquetear y borrachear y rufianear. Por eso me quieren todos mal, porque digo las verdades; estamos en una era que en diciendo uno una cosa bien dicha o una verdad, luego le dicen que es satírico, que es maldiciente, que es mal cristiano; si dice que quiere más oír una misa rezada que cantada, por no parlar en la iglesia, todo el mundo a una voz le tiene por hereje, que deja de ir el domingo, sobre sus finados, a oír la misa mayor y tomar la paz y el pan bendito; y quien le preguntase agora al papa Julio por cuánto no quisiera haber malgastado aquel millón, cómo respondería que por mil millones; y si le dejasen volver acá, ¿cómo no dejaría piedra sobre piedra? ¿Qué más hay que ver, que se me escalienta la boca y no quiero más hablar?

PEDRO.-  El Coliseo, la casa de Virgilio y la torre donde estuvo colgado; las termas y un hombre labrado de metal encima de un caballo de lo mismo, muy al vivo y muy antiguo, que dicen que libró la patria y prendió a un rey que estaba sobre Roma y la tenía en mucho aprieto, y no quiso otro del Senado romano sino que le pusiesen allí aquella estatua por memoria. Casas hay muy buenas.

JUAN.-  El celebrar del culto divino, ¿con mucha más majestad será que acá y más suntuosas iglesias?

PEDRO.-  Por lo que dije de los obispos habíais de entender lo demás. No son, con mil partes, tan bien adornadas como acá; antes las hallaréis todas tan pobres que parecen hospitales robados; los edificios, buenos son, pero mejores los hay acá. San Pedro de Roma se hace agora con las limosnas de España; pero yo no sé cuándo se acabará, según va el edificio.

JUAN.-  ¿Es allí donde dicen que pueden subir las bestias cargadas a lo alto de la obra?

PEDRO.-  Eso mismo. En Sena hay buena iglesia, y en Milán y Florencia, pero paupérrimas; los canónigos de ellas como racioneros de iglesias comunes de acá; pobres capellanes, más que acá.

JUAN.-  Con sólo eso basto a cerrar las bocas de cuantos de Roma me quisieren preguntar.

PEDRO.-  Aunque sean cortesanos romanos, podréis hablar con ellos; y no se os olvide, si os preguntaren de la aguja que está a las espaldas de San Pedro, que es de una piedra sola y muy alta, que será como una casa bien alta, labrada como un pan de azúcar cuadrado. Bodegones hay muy gentiles en toda Italia, adonde cualquier Señor de salva puede honestamente ir, y le darán el recado conforme a quien es. Tomé la posta y vine en Viterbo, donde no hay que ver más de que es una muy buena ciudad, y muy llana y grande. Hay una santa en un monasterio que se llama Santa Rosa, la cual muestran a todos los pasajeros que la quieren ver, y está toda entera; yo la vi, y las monjas dan unos cordones que han tocado al cuerpo santo, y dicen que aprovecha mucho a las mujeres para empreñarse y a las que están de parto para parir; hanles de dar algo de limosna por el cordón, que de eso viven.

MATA.-  ¿Y vos no trajisteis alguno?

PEDRO.-  Un par me dieron, y diles un real, con lo que quedaron contentas; y díjeles: «Señoras, yo llevo estos cordones porque no me tengáis por menos cristiano que a los otros que los llevan; mas de una cosa estad satisfechas, que yo creo verdaderamente que basta para empreñar una mujer más un hombre que cuantos santos hay en el cielo, cuanto más las santas». Escandalizáronse algo, y tuvimos un rato de palacio. Dijéronme que parecía bien español en la hipocresía. Yo les dije que en verdad lo de menos que tenía era aquello, y yo no traía los cordones porque lo creyese, sino por hacerlo en creer acá cuando viniese, y tener cosas que dar de las que mucho valen y poco cuestan.

JUAN.-  Pues para eso acá tenemos una cinta de San Juan de Ortega.

PEDRO.-  ¿Y paren las mujeres con ella?

JUAN.-  Muchas he visto que han parido.

MATA.-  Y yo muy muchas que han ido allá y nunca paren.

JUAN.-  Será por la poca devoción que llevan esas tales.

MATA.-  No, sino porque no lleva camino que por ceñirse la cinta de un santo se empreñen.

JUAN.-  Eso es mal dicho y ramo de herejía, que Dios es poderoso de hacer eso y mucho más.

MATA.-  Yo confieso que lo puede hacer, mas no creo que lo hace. ¿Es artículo de fe no lo creer? Si yo he visto sesenta mujeres que después de ceñida se quedan tan estériles como antes, ¿por qué lo he de creer?

JUAN.-  Porque lo creen los teólogos, que saben más que vos.

MATA.-  Eso será los teólogos como vos y los frailes de la misma casa; pero asnadas que Pedro de Urdimalas, que sabe más de ello que todos, que de eso y sudar las imágenes poco crea; ¿qué decís vos?

PEDRO.-  Yo digo que la cinta puede muy bien ser causa que la mujer se empreñe si se la saben ceñir.

JUAN.-  Porfiará Mátalas Callando en su necedad hasta el día del juicio.

MATA.-  ¿Cómo se ha de ceñir?

JUAN.-  ¿Cómo, sino con su estola el padre prior y con aquel debido acatamiento?

PEDRO.-  De esa manera poco aprovechará.

JUAN.-  ¿Pues cómo?

PEDRO.-  El fraile más mozo, a solas en su celda, y ella desnuda, que de otra manera yo soy de la opinión de Mátalas Callando.

JUAN.-  Como sea cosa de malicias y ruindades, bien creo yo que os haréis presto a una.

PEDRO.-  Más presto nos aunaremos con vos en la hipocresía. Sabed también que en Viterbo se hacen muchas y muy buenas espuelas, más y mejores, y en mejor precio que en toda Italia, y no pasa nadie que no traiga su par de ellas; tiene también unos baños naturales muy buenos, adonde va mucha gente de Roma, aunque yo por mejores tengo los de Puzol, que es dos leguas de Nápoles, en donde hay grandísimas antiguallas; allí está la Cueva de la Sibila Cumana y el Monte Miseno, y estufas naturales y la laguna Estigia, adonde si meten un perro le sacan muerto al parecer, y metido en otra agua está bueno, y si un poco se detiene, no quedará sino los huesos mondos; y esto dígolo porque lo vi; sácase allí muy gran cantidad de azufre.

MATA.-  ¿Y eso se nos había pasado entre renglones siendo la cosa más de notar de todas? Pues agora se me acuerda, porque decís de azufre, ¿qué cosa es un monte que dicen que echa llamas de fuego?

PEDRO.-  Eso es en Sicilia tres o cuatro montes; el principal se llama Mongibelo, muy alto, y tiene tanto calor que los navíos que pasan por junto a él sienten el aire tan caliente que parece boca de horno, y una vez entre muchas salió de él tanto fuego que abrasó cuanto había más de seis leguas al derredor. De allí traen estas piedras como esponjas, que llaman «púmices», con que raspan el cuero. Hay otros dos que se llaman Estrómboli y Estrombolillo, y otro volcán, que los antiguos llamaban Ethna, donde decían que estaban los cícoplas y gigantes.

JUAN.-  ¿Pues de los mismos montes, de la concavidad de dentro, sale el fuego?

PEDRO.-  Perpetuamente están echando humo negro y centellas, como si se quemase algún grandísimo horno de alcalleres, y aquello dicen que es la boca del infierno.

MATA.-  ¿Qué ven dentro subiendo allá?

PEDRO.-  ¿Quién puede subir nunca? Nadie pudo, porque ya que van al medio camino, comienzan a hirmar en tierra quemada como ceniza, y más adelante pueden menos, por el calor grandísimo, que cierto se abrasarían.

MATA.-  ¿Qué ciudades nombradas tiene Sicilia?

PEDRO.-  Palermo es de las más nombradas, y con razón, porque, aunque no es grande, es más proveída de pan y vino y carne y volatería y toda caza, que ciudad de Italia; Zaragoza también es buena ciudad, Trapana y Mecina.

JUAN.-  ¿Cae Venecia hacia esa parte?

PEDRO.-  No; pero diremos de ella que es la más rica de Italia y la mayor y de mejores casas, y muchas damas; aunque la gente es algo apretada, en el gastar y comer son muy delicados; todo es cenar ellos y los florentines ensaladitas de flores y todas hierbecitas, y si se halla barata, una perdiz la comen o gallina; de otra manera, no.

MATA.-  ¿Es la que está armada sobre la mar?

PEDRO.-  La misma.

MATA.-  ¿Qué, es posible aquello?

PEDRO.-  Es tan posible que no hay mayor ciudad ni mejor en Italia.

JUAN.-  ¿Pues cómo las edifican?

PEDRO.-  Habéis de saber que es mar muerta, que nunca se ensoberbece, como ésta de Laredo y Sevilla, y tampoco está tan hondo allí que no le hallen suelo. Fuera de la mar hacen unas cajas grandes a manera de arcas sin cobertor, y cuando más sosegada está la mar métenles dentro algunas piedras para que la hagan ir a fondo, y métenla derecha a plomo, y en tocando en tierra comienzan a toda furia a hinchirla de tierra o piedras o lo que se hallan, y queda firme para que sobre ella se edifique como cimientos de argamasa, y si me preguntáis cómo lo sé, preguntadlo a los que fueron cautivos de Zinan Bajá y Barbarroja, que nos hicieron trabajar en hinchir más de cada cien cajas para hacer sendos jardines que tienen, donde están enterrados, en la canal de Constantinopla, legua y media de la ciudad, y con ser la mar allí poco menos fuerte que la de Poniente, quedó tan perpetuo edificio como cuantos hay en Venecia.

JUAN.-  ¿Y qué tantas cajas ha menester para una casa?

PEDRO.-  Cuan grande la quisiere, tantas y más ha menester.

JUAN.-  ¿Grande gasto será?

PEDRO.-  Una casa de piedra y lodo no se puede acá hacer sin gasto; mas no cuesta más que de cal y canto y se tarda menos.

MATA.-  Y las calles, ¿son de mar o tienen cajas?

PEDRO.-  Todo es mar, sino las casas, y adonde quiera que queráis ir os llevarán, por un dinero, en una barquita más limpia y entoldada que una cortina de cama; bien podéis si queréis ir por tierra, por unas cajas anchas que están a los lados de la calle, como si imaginaseis que por cada calle pasa un río, el cual de parte a parte no podéis atravesar sin barca; mas podéis ir río abajo y arriba por la orilla.

MATA.-  Admirable cosa es esa; ¿quién por poco dinero se querrá cansar?

JUAN.-  Mas ¿quién quisiera dejar de haber oído esto de Venecia por todo el mundo, y entenderlo tan a la clara de persona que tan bien lo ha dado a entender que me ha quitado de la mayor confusión que puede ser? Jamás la podía imaginar cómo fuese cada vez que oía que estaba dentro en la mar.

MATA.-  ¿Acuérdaseos de aquel cuento que os contó el duque de Medinaceli del pintor que tuvo su padre?

JUAN.-  Sí, muy bien, y tuvo mucha razón de ir.

PEDRO.-  ¿Qué fue?

JUAN.-  Contábame un día el duque, que es mi hijo de confesión, que había tenido su padre un pintor, hombre muy perdido.

MATA.-  No es cosa nueva ser perdidos los pintores; más nueva sería ser ganados ellos y los esgrimidores y maestros de danzar y de enseñar leer a niños. ¿Habéis visto alguno de éstos ganado en cuanto habéis peregrinado?

PEDRO.-  Yo no; dejadle decir.

JUAN.-  Tan pocos soldados habréis visto ganados; y, como digo, fuese, dejando su mujer e hijos, con un bordón en la mano a Santa María de Loreto y a Roma, viendo a ida y a venida, como no llevaba prisa, las cosas insignes que cada ciudad tenía, y en toda Italia, no dejó de ver sino a Venecia; estuvo por allá tres o cuatro años, y volviose a su casa; y el duque dábale de comer como medio limosna, y el partido mismo que antes tenía, y mandole, como daba tan buena cuenta de todo lo que había andado, que cada día mientras comiese le contase una ciudad de las que había visto, qué sitio tenía, qué vecindad, qué cosas de notar. Él lo hacía, y el duque gustaba mucho, como no lo había visto. Y decía: «Señor, Roma es una ciudad de esta y de esta manera; tiene esto y esto». Acabado de comer, el duque le prevenía diciendo: «Para mañana, traed estudiada tal ciudad», y traíala, y aquel día le señalaba para otro. Mi fe, un día díjole: «Para mañana traed estudiada a Venecia». El pintor, sin mostrar flaqueza, respondió que sí haría; y salido de casa viose el más corrido del mundo por habérsela dejado. No sabiendo qué se hacer, toma su bordón, sin más hablar a nadie, y camina para Francia y pásase en Italia otra vez, y vase derecho a Venecia, y mírala toda muy bien y particularmente, y vuélvese a Medinaceli como quien no hace nada, y llega cuando el duque se asentaba a comer muy descuidado, y dice: «En lo que vuestra señoría dice de Venecia, es una ciudad de tal y tal manera, y tiene esto y esto y lo otro». Y comienza de no dejar cosa en toda ella que no le diese a entender. El duque quedose mudo santiguando, que no supo qué se decir, como había tanto que faltaba.

PEDRO.-  El más delicado cuento que a ningún señor jamás aconteció es ese en verdad; él merecía que le hiciesen mercedes.

JUAN.-  Hízoselas conforme a buen caballero que era, porque le dio largamente de comer a él y a toda su casa por su vida.

MATA.-  Pues a fe que en la era de agora pocos halléis que hagan mercedes de por vida; antes os harán diez mercedes de la muerte que una de vida. De Viterbo ¿adónde vinisteis?

PEDRO.-  A Sena y su tierra, la cual no hay nadie que la vea que no haga los llantos que Jeremías por Jerusalén; pueblos quemados y destruidos, de edificios admirables de ladrillo y mármol, que es lo que más en todo el Senes hay, y no pocos y como quiera, sino de a mil casas y a cuatrocientas y en gran número, que no hallarais quien os diera una jarra de agua; los campos, que otro tiempo con su gran soberbia florecían abundantísimos de mucho pan, vino y frutas, todos barbechos, sin ser en seis años labrados; los que los habían de labrar, por aquellos caminos pidiendo misericordia, pereciendo de la viva hambre, hécticos, consumidos.

MATA.-  ¿Y eso todo de qué era?

PEDRO.-  De la guerra de los años de 52, 53, 54, 55, cuando por su propia soberbia se perdieron. La ciudad es cosa muy de majestad; las casas y calles todo ladrillo. Una fortísima fortaleza se hace agora, con la cual estarán sujetos a mal de su grado. Hay que ver en la ciudad, principalmente damas que tienen fama, y es verdad que lo son, de muy hermosas; una iglesia que llaman el Domo, que sólo el suelo costó más que toda la iglesia.

JUAN.-  ¿Es de plata o de qué?

PEDRO.-  De polidísimo mármol, con toda la sutileza del mundo asentado, y todo esculpido de mil cuentos de historias que en él están grabadas, que verdaderamente se os hará muy de mal pisar encima. En Italia toda no hay cosa más de ver de templo.

MATA.-  Pues, ¡qué necedad era hacer el suelo tan galán!

PEDRO.-  Soberbia que reinó siempre mucha en los seneses. Una placa tiene también toda de ladrillo, que dudo si hay de aquí allá otra tal; y una fuente, entre muchas, dentro la ciudad, que sale de una peña por tres ojos o cuatro, que cada uno basta a dar agua a una rueda de molino.

MATA.-  ¿Está junto a la mar?

PEDRO.-  No, sino doce leguas hasta puerto Hércules y Orbitelo. Luego fui en Florencia, ciudad, por cierto, en bondad, riqueza y hermosura, no de menos dignidad que las demás, cuyas calles no se pueden comparar a ningunas de Italia. La iglesia es muy buena, de cal y canto toda, junto a la cual está una capilla de San Juan, donde está la pila del bautismo, toda de obra musaica de las buenas y costosas piezas de Italia, con cuatro puertas muy soberbias de metal y con figuras de culto.

MATA.-  ¿Qué llaman obra musaica?

PEDRO.-  Antiguamente, que agora no se hace, usaban hacer ciertas figuras todas de piedrecitas cuadradas como dados y del mismo tamaño, unas doradas, otras de colores, conforme a como era menester.

JUAN.-  No lo acabo bien de entender.

PEDRO.-  En la pared ponen un betún blanco.

JUAN.-  Bien.

PEDRO.-  Y sobre él asientan un papel agujerado con la figura que quieren, que llaman padrón, y déjala allí señalada. Ya lo habréis visto esto.

JUAN.-  Muchas veces los bosladores lo usan.

PEDRO.-  Así, pues, sobre esta figura que está señalada asientan ellos sus piececitas cuadradas, como los vigoleros las taraceas.

JUAN.-  Entiéndolo agora muy bien. ¿Pero será de grandísima costa?

PEDRO.-  En eso yo no me entremeto, que bien creo que costará.

MATA.-  Muchas veces había oído decir obra musaica, y nunca lo había entendido hasta agora; y apostaré que hay más de mil en España que presumen de bachilleres que no lo saben.

PEDRO.-  Con cuán ricos son los florentinos, veréis una cosa que os espantará, y es que si no es el día de fiesta ninguna casa de principal ni rico veréis abierta, sino todas cerradas con ventanas y todo, que os parecerá ser inhabitada.

JUAN.-  ¿Pues dónde están? ¿Qué hacen?

PEDRO.-  Todos metidos en casa, ganando lo que aquel día han de comer, aunque sean hombres de cuatrocientos mil ducados, que hay muchos de ellos; quién, escarmenando lana con las manos; quién, seda; quién, hace esto de sus manos, quién, aquello, de modo que gane lo que aquel día ha de comer; que tampoco es menester mucho, porque todo es ensaladillas, como dije de los venecianos. De pan y vino, cebada y otras cosas es mal proveída, porque es todo de acarreo y por eso vale todo caro. De sedas, paños y rajas es muy bien bastecida y barato, y otras muchas mercancías. Tiene buen castillo y huertas y jardines. El palacio del duque es muy bueno, a la puerta del cual está una medalla de metal con una cabeza de Medusa, cosa muy bien hecha y de ver. Una leonera tiene el duque mejor que ningún rey ni príncipe, en la cual veréis muchos leones, tigres, leopardos, onzas, osos, lobos y otras muchas fieras. Así en Florencia como en todas las grandes ciudades de Francia e Italia, tienen todos los que tienen tiendas, de cualquier cosa que sea, unas banderetas a la puerta con una insignia, la que él quiere, para ser conocido, porque de otra arte sería preguntar por Pedro en la Corte, y así cada uno dice: «Señor, yo vivo en tal calle, en la insignia del Cisne, en la del León, en la del Caballo», y así.

JUAN.-  ¿Es de eso unas figuras que traen todos los libros en los principios, que uno trae la Fortuna, otro no sé qué?

PEDRO.-  Lo mismo; eso significa que donde se vende o se imprimió tienen aquella insignia.

JUAN.-  Agora digo que tiene razón Mátalas Callando, que nos podrían echar acá en España a todos sendas albardas, que no sabemos tener orden ni concierto en nada. ¿Qué cosa hay en el mundo mejor ordenada?

PEDRO.-  Pues aun en el reloj pusieron los florentinos orden, que porque daba veinticuatro y los oficiales se detenían en contar, y perdían algo de sus jornales, hicieron que no diese sino por cifra de seis en seis.

JUAN.-  Eso me haced entender, por amor de Dios, porque algunos de los soldados que de allá pasan, blasonan del arnés: «Fuimos los nuestros a las quince horas a cierta correduría, e hiciéronnos la escolta tantos y volvimos a las veinte». El reloj de Italia y acá, ¿no es todo uno o es diverso sol el de allá que el de acá?

PEDRO.-  Uno mismo es, como la luna de Salamanca decía el estudiante; pero Italia, de lo que los antiguos astrólogos tenían y de lo que agora tenemos en España, Francia y Alemania difieren en la manera del contar el día natural, que se cuenta noche y día, son veinte y cuatro horas. Éste, nosotros contamos de medio día a medio día, como los matemáticos; la mitad hacemos hasta media noche y la otra mitad de allí al día, a medio día. Estas veinte y cuatro horas, los italianos las cuentan de como el sol se pone hasta que otro día se ponga, y así como nosotros decimos a medio día que son las doce, que es la mitad de veinte y cuatro, así ellos, en el punto que el sol se pone dicen que son las veinte y cuatro; y como nosotros una hora después de medio día decimos que es la una, y cuando da las cuatro quiere decir que son cuatro horas después de medio día, así en Italia, si el reloj da una significa que es una hora después de puesto el sol, y si las cuatro, cuatro horas después de puesto el Sol.

JUAN.-  ¿Y si da veinte, qué significa?

PEDRO.-  Que ha veinte horas que se puso el sol el día pasado.

JUAN.-  Mucha retartalilla es esa.

PEDRO.-  Más tiene cierto que el nuestro.

JUAN.-  Hoy a las dos del día en nuestro reloj, ¿cuántas serán en el de Italia?

PEDRO.-  Las 21.

JUAN.-  ¿Por qué?

PEDRO.-  Porque agora son quince de enero, y el sol, a nuestra cuenta, se pone a las cinco; pues de las dos a que el sol se ponga, ¿cuántas horas hay?

JUAN.-  Tres.

PEDRO.-  Quitad aquellas de veinte y cuatro, ¿cuántas quedarán?

JUAN.-  Veinte y una.

PEDRO.-  Pues tantas son.

MATA.-  Yo, con cuan asno soy, lo tengo entendido, y vos nunca acabáis. Si no, preguntadme a mí.

JUAN.-  ¿Qué hora es en este punto que estamos?

MATA.-  Las siete y media.

JUAN.-  ¿Cómo?

MATA.-  Porque media hora ha que tañeron los frailes a media noche, y de las cinco que el sol se puso acá son siete horas y media.

PEDRO.-  Tiene razón.

JUAN.-  Ello requiere, como las demás cosas, ejercicio para ser bien entendido.

PEDRO.-  Aquí no se dice esto sino para que así, en suma, lo sepáis, dando algún rastro de haber estado donde se usa, y para si fuéredes allá tenerlo deprendido.

MATA.-  ¿Qué os parece, si yo estudiara, de la habilidad del rapaz?

PEDRO.-  Bien en verdad; paréceme que cuando yo me partí comenzabais a estudiar de Menores en el Colegio de Alcántara.

JUAN.-  ¿No le quitaron un día la capa por el salario y vino en cuerpo como gentil hombre?

MATA.-  Nunca más allá volví. Acerté a llevar aquel día, que nevaba, una capilla vieja, y quedose por las costas. Decorar aquel arte se me hacía a mí gran pereza y dificultoso como el diablo, principalmente en aquel «gurges, merges, verres, sirinx et meninx et inx», que parecen más palabras de encantamiento que de doctrina. Tan dificultosas se me hacían después, que me las declaraban, como antes. Parécenme los versos del Antonio como los Salmos del Salterio, que cuanto más oscuros, son más claros; mejor entiendo yo, sin saber latín, los versos del Salterio que en romance. «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga tus enemigos por escaños de tus pies. En la salida de Israel de Egipto, la casa de Iacob, del pueblo bárbaro»; dice el Antonio: «La hembra y el macho asientan el género sin que ninguno se lo enseñe». Mas parece que enseñen a hacer corchetes que no latinidad. Machos te serán los cuasi machos y hembras las como hembras.

PEDRO.-  Malditos seáis si no me habéis hecho echar tantas lágrimas de risa como esta tarde de pesar con vuestros corchetes.

MATA.-  ¿No os parece que quien tuviese hilo de yerro y unas tenazuelas que podría hacerlos por estos versos?

JUAN.-  ¿Qué entendimiento os le daban a esos versos?

MATA.-  No son ni más ni menos como yo dije vueltos en romance, o el licenciado Alcántara y Pintado mienten.

JUAN.-  El pie de la letra eso es; mas ¿qué inteligencia le daban?

MATA.-  ¿Qué? ¿Por inteligencia tengo yo de estudiar la gramática? ¡Pardiós! La que ellos daban no tenía más que hacer con la significación de los versos que agora llueve.

PEDRO.-  Nunca medre yo sino es más literal sentido el que Mátalas Callando le da, y más arrimado a la letra.

MATA.-  Pues si por esas inteligencias o fantasmas, o como las llamáis, tengo de entender latín, ¿no es mejor nunca lo saber? Mejor entiendo sin saber latín lo que dice el profeta: «Et tu, Bethlem, terra Juda, nequaquam minima es»; y el otro: «Egrediet virga de radice Jese», que no esas enigmas del Antonio, y aun él mismo las debía de entender mejor.

PEDRO.-  ¿Pues todavía se lee la gramática del Antonio?

JUAN.-  ¿Pues cuál se había de leer?¿Hay otra mejor cosa en el mundo?

PEDRO.-  Agora digo que no me maravillo que todos los españoles sean bárbaros, porque el pecado original de la barbarie que a todos nos ha tenido es esa arte.

JUAN.-  No os salga otra vez de la boca, si no queréis que cuantos letrados y no letrados hay os tengan por hombre extremado y aun necio.

PEDRO.-  ¿Qué agravio me hará ninguno de ésos en tenerme por tal como él es? No me tengan por más ruin, que lo demás yo se lo perdono. Gracias a Dios que Mátalas Callando, sin saber gramática, ha descubierto todo el negocio; parece cosa de revelación. Entretanto que está el pobre estudiante tres o cuatro años decorando aquella borrachería de versos, ¿no podrá saber tanto latín como Cicerón? ¿No ha menester saber tanto latín como Antonio cualquiera que entender quisiere su arte? Doy os por ejemplo los mismos versos que agora os han traído delante; ¿qué es la causa que para la lengua latina, que bastan dos años se gastan cinco, y no saben nada, sino el arte del Antonio?

JUAN.-  Antonio dejó muy buen arte de enseñar, y vosotros decid lo que quisiéredes, y fue español y hémosle de honrar.

PEDRO.-  Ya sabemos que fue español y docto, y es muy bien que cada uno procure de imitarle en saber como él; mas si yo lo puedo hacer por otro camino mejor que el que él me dejó para ello, ¿por qué no lo haré?

JUAN.-  No le hay mejor.

PEDRO.-  Esa os niego, y cuantas al tono dijéredes; pregunto: italianos, franceses y alemanes, ¿son mejores latinos que nosotros o peores?

JUAN.-  Mejores.

PEDRO.-  ¿Son más hábiles que nosotros?

JUAN.-  Creo yo que no.

PEDRO.-  ¿Pues cómo saben más latín sin estudiar el arte del Antonio?

JUAN.-  ¿Cómo sin estudiarle?; pues ¿no aprenden por él la gramática?

PEDRO.-  No, ni saben quién es; que tienen otras mil artes muy buenas por donde estudian.

JUAN.-  ¿Que no conocen al Antonio en todas esas partes ni deprenden por él? Agora yo callo y me doy por sujetado a la razón. ¿Qué artes tienen?

PEDRO.-  De Erasmo, de Felipo Melanthon, del Donato. Mirad si supieron más que nuestro Nebrisense; cinco o seis pliegos de papel tiene cada una, sin versos ni burlerías, sino todos los nombres que se acaban en tal y tal letra, son de tal género, sacando tantos que no guardan aquella regla, y en un mes sabe muy bien todo cuanto el Antonio escribió en su arte. La gramática griega ¿teneisla por menos dificultosa que la latina?

JUAN.-  No.

PEDRO.-  Pues en dos meses se puede saber de esta manera, con ser mucho más dificultosa. Lo que más hace al caso es el uso del hablar y ejercitar a leer. Luego los cargan acá de media docena de libros, que de ninguno pueden saber nada.

JUAN.-  ¿Y allá?

PEDRO.-  Uno no más les dan, que es Tulio, porque si aquél saben no han menester más latín, y comienzan también por algunos versos del Virgilio, para diferenciar, y poco a poco, en dos años, sabe lo que acá uno de nosotros en treinta; porque su fin no es saber fábulas, como acá, de tantos libros, sino entender la lengua, que después que la saben cada uno puede leer para sí el libro que se le antojare.

MATA.-  Pluguiera a Dios que yo hubiera estado lo que en Alcalá, en París o en Bolonia, que a fe que de otra manera hubiera sabido aprovecharme.

JUAN.-  Yo estaba engañado por pensar que no hubiese en todo el mundo otra arte sino la nuestra; agora digo que aun del maldecir he sacado algún fruto, apartando lo malo y en perjuicio de partes.

PEDRO.-  ¿Qué malo, qué maldecir, qué perjuicio de partes veis aquí? Lo que yo decía el otro día: maldecir llamáis decir las verdades y el bien de la República; si eso es maldecir, yo digo que soy el más maldiciente hombre del mundo.

MATA.-  ¿Por cuánto quisierais dejar de saber esta particularidad?

JUAN.-  Por ningún dinero; eso es la verdad.

PEDRO.-  Nunca os pese de saber, aunque más penséis que sabéis, y haced para ello esta cuenta que sin comparación es más lo que no sabéis vos y cuantos hay que lo que saben, pues cuando os preguntan una cosa y no la sabéis holgaos de deprenderla, y haced cuenta que es una de las que no sabíais.

MATA.-  ¿No sabremos por qué se levantó nuestra plática de disputar?

JUAN.-  Por lo del reloj de Italia.

MATA.-  ¡Válgame Dios cómo se divierten los hombres! Mirad de dónde adónde hemos saltado, aunque no es mucho, que en fin no hemos salido de las cosas insignes de Italia. ¿De manera que los florentines hicieron dar al reloj por cifra?

PEDRO.-  Sí; de seis en seis.

JUAN.-  ¿Cómo?

PEDRO.-  Cuando ha de dar veinte y cuatro que no dé sino seis, y cuando ha de dar siete da una; sé que yo no me puedo engañar en seis horas, aunque esté borracho, que si me da una a estas horas no he de entender que es una hora después de puesto el sol.

JUAN.-  Es verdad. ¿Y Florencia, cúya es?

PEDRO.-  Del duque, que es un grande señor; tiene de renta ochocientos mil ducados, según el común, pero con los tributos que echa a los vasallos bien llega a un millón.

MATA.-  Más tiene él solo que veinte de acá.

PEDRO.-  Hay muy grandes dictados en Italia: el Ducado de Ferrara, el de Milán, el de Saboya, el de Plasencia y Parma; todos estos son grandísimos.

JUAN.-  ¿Y el de Venecia?

PEDRO.-  Ése no es más de por tres años, que es señoría por sí, y eligen a uno de ellos, como en Génova. Todo el tocino, pan y vino que se vende en Florencia dicen que es del duque, lo cual le renta un Perú. De Florencia vine a Bolonia, por un pueblo que se llama Escarperia, donde todos son cuchilleros, y se hacen muy galanos, y muchos aderezos de estuches, labrados a las mil maravillas; y lo que más de todo es que por muy poco dinero lo dan, y no pasa caminante que, apeándose, no lleguen en la posada veinte de aquéllos a mostrar muchas delicadezas, y fuerzan, dándole tan barato, a que todos compren. Pasé los Alpes de Bolonia, que son unos muy altos montes, donde está una cuesta que llaman «Descarga el Asno».

JUAN.-  ¿Por qué?

PEDRO.-  Porque no pueden bajar las bestias cargadas sin grande fatiga, y así todos se apean, y entré en Bolonia, ciudad que no debe nada en grandeza y cuanto quisiéredes a todas las de Italia.

JUAN.-  ¿Cuál es?

PEDRO.-  Del Papa.

MATA.-  ¿Está junto al mar?

PEDRO.-  No, ni Florencia tampoco. Hay que ver el Colegio de los españoles, cosa muy insigne y de toda la ciudad venerada, aunque más mal quieran a los españoles.

JUAN.-  ¿Qué hábito traen?

PEDRO.-  Unas ropas negras fruncidas, hechas a la antigua, con unas mangas en punta, que acá llamáis, y unas becas moradas. El rector de ellos suele ser también de la Universidad, y estonces trae la ropa de raso y la beca de brocado, que llaman el «capucio», el cual le dan con tanta honra y triunfo como en tiempo de los romanos se solía hacer; gastó, porque lo vi, uno en el capucio, ochocientos ducados, y los que sacaron las libreas cada uno la hizo a su costa por honrarle, que de otra manera no lo hiciera con seis mil.

JUAN.-  ¿Y qué le dan aquel año que es rector?

PEDRO.-  Cuatrocientos ducados le podrá valer y la honra.

JUAN.-  Y la Escuela, ¿qué tal es?

PEDRO.-  Muy excelente, y donde hay varones doctísimos en todas Facultades.

JUAN.-  ¿Qué estudiantes tendrá?

PEDRO.-  Hasta mil y quinientos o dos mil.

JUAN.-  ¿Y esa decís que es buena Universidad? Mal lograda de Salamanca, que suele tener ocho mil.

PEDRO.-  No alabo yo la Universidad porque tenga muchos estudiantes ni pocos, sino por los muchos y grandes letrados que de ella salen y en ella están; y el ejercicio de las letras no menos anda que en París, que hay treinta mil y más, ¿deja una casa de ser buena porque no viva nadie en ella?

JUAN.-  ¿Todas Facultades se leen allí?

PEDRO.-  Y muy bien y curiosamente.

JUAN.-  ¿Es bien proveída?

PEDRO.-  Tanto que la llaman Bolonia la grasa; de cuantas cosas pidiéredes por la boca; lo que por acá se trae de allí y se lleva en toda Italia son jabonetes de manos, de la insignia del melón o del león, que son los mejores, aunque muchos los hacen; son tan buenos que parecen pomas de almizque y ámbar; no se dan manos veinte criados en cada tienda de estas a dar recado. Al Rey se le puede acá presentar una docena de aquéllos.

MATA.-  ¿Cuestan caros?

PEDRO.-  No muy baratos; más de a real cada uno, y dos si son de los crecidos. Hay también guantes de damas, labrados a las mil maravillas y no caros, todos cortados de cuchillo, con muchas labores. No hay quien pueda pasar sin traer algo de esto.

MATA.-  ¿Quién cree que el zurroncillo no trae alguna fiesta de estas?

PEDRO.-  Sí traía; mas todo lo he repartido por ahí, que no me ha quedado cuasi nada. Todavía habrá para los amigos. Una cosa entre muchas tiene excelente: que os podéis ir, por más que llueva, por soportales sin mojaros.

MATA.-  ¿Como la calle Mayor de Alcalá?

PEDRO.-  Mirad la mala comparación. No hay casa de todas aquellas que no sea unos palacios; tan grande y mayor es que Roma; cada casa tiene su huerta o jardín, empedradas las calles de ladrillo. En aquella plaza son muy de ver las «contadinas» que llaman, que son las aldeanas que vienen a vender ensaladas, verduras, cosas de leche, frutas cogidas de aquella mañana; hasta los gatillos que le parió la gata viene a la ciudad a vender, cuando otra cosa no tenga.

JUAN.-  Cosa real es esa.

PEDRO.-  Yo os diré; cuanto que como todas están puestas en la plaza por su orden, hacen unas calles que toda la plaza, con cuan grande es, hinchen; de trescientos abajo no hayáis miedo de ver; junto a una iglesia está una torre que sale toda ladeada, que si la veis no diréis sino que ya se cae, y es una muy buena antigualla.

JUAN.-  ¿En qué iglesia?

PEDRO.-  En Santo Domingo creo que es, y allí está el cuerpo santo suyo. Pasa un río pequeño por la ciudad, en medio, en el cual hay muchas invenciones de papelerías, herrerías, sierras de agua y, lo mejor, torcedores de seda.

JUAN.-  ¿Cómo puede el agua torcer la seda?

PEDRO.-  Una canal de agua trae una rueda, la cual tuerce a otra grande, que trae puestos más de mil y doscientos husos; y pasa una como mano dando bofetones a todos los husos, y antes que se pare ya le ha dado otro y otro, de tal manera que da bien en que entender a quince o veinte hombres en dar recado de anudar si algo se quiebra, que es poco, y quitar y poner husadas; una jerigonza es que yo no la sé explicar, mas de que es un sutilísimo ingenio.

JUAN.-  Yo la medio entiendo así, y me parece tal.

PEDRO.-  ¿Pareceos que podréis hablar con esto de Bolonia donde quiera?

JUAN.-  Sí puedo; mas de los grados no hemos hablado.

PEDRO.-  Allá no hay bachilleres ni licenciados; el que sabe le dan el grado de doctor, y al que no echan para asno, aunque venga cargado de cursos; el coste no es mucho.

MATA.-  Necio fuisteis en no os graduar por allí de doctor, que acá no lo haréis con tanta honra sin gastar lo que no tenéis, y según me parece podéis vivir por vuestras letras tan bien como cuantos hay por acá.

PEDRO.-  ¿Qué sabéis si lo hice? Y aun me hicieron los doctores todos de la Facultad mil mercedes, por intercesión de unos colegiales amigos míos; y como yo les hice una plática de suplicacionero, no les dejé de parecer tan bien, que perdonándome algunos derechos, me dieron con mucha honra el doctorado, con el cual estos pocos días que tengo de vivir pienso servir a Dios lo mejor que pudiere; pero avísoos que no me lo llaméis hasta que venga otro tiempo, porque veo la medicina ir tan cuesta abajo en España, por nuestros pecados, que antes se pierde honra que se gane.

MATA.-  Sea para bien el grado, y hacerse ha lo que mandáis; mas hago saber que como la gente es amiga de novedades todos se irán tras vos con decir que venís de Italia, aunque no sepáis nada, y las obras han de dar testimonio, aunque acordándose de quien solíais ser, todos no os tendrán por muy letrado, pensando que no os habéis mudado; mas como hagáis un par de buenas curas es todo el ganar de la honra y fama.

PEDRO.-  Subido en una montañica que está fuera de Bolonia, en donde hay un monasterio, se ve el mejor campo de dehesas, grados y heredades, llano como un tablero de ajedrez, a todas partes que miren, que hay en la Europa. Y de Bolonia hasta Susa dura este camino.

MATA.-  ¿Cuántas leguas?

PEDRO.-  Más de ciento. Primeramente vine a Módena, ciudad razonable; de allí a Rezo, otra pequeña, y a dormir en Parma; y por ser español no me dejaban entrar dentro la ciudad. Al cabo entré y la vi: es muy buena y muy grande ciudad, y por estas tierras es menester traer poca moneda, porque de una jornada a otra no corre. De Parma, en un día, vine en Plasencia, que son doce leguas, la cual tiene la más hermosa muralla que ciudad de cuanto he andado; toda nueva, con un gentil foso, que le pueden echar un río caudaloso, que se llama el Po; tiene buena iglesia y es grande ciudad, pero tiene ruines edificios de casas pequeñas y bajas, y posadas para los pasajeros ruines; en Parma y Plasencia, con su tierra se hace el queso muy nombrado placentino, que son grandes como panes de cera, y aunque allí vale barato, en todas partes es caro. Para venir a Milán, que es doce leguas, se pasa el Po en una barca allí cerca, y luego se entra en Lombardía, el mejor pedazo de Italia, que no es más caminar por ella que pasear por un jardín; los caminos, muy llanos y anchos, y por cada parte del camino corre un río pequeño que riega todo aquel campo, donde se coge pan y vino y leña, todo junto.

JUAN.-  ¿Cómo?

PEDRO.-  Las viñas en Italia son de esta suerte: que las heredades están llenas de olmos y por ellos arriba suben las parras, y es tan fértil tierra que aunque la siembren cada año no deja de traer mucho pan, y cada cepa de aquéllas trae tres o cuatro cargas de uva y algunas diez, y los olmos dan harta leña.

JUAN.-  ¿Todo en un mismo pedazo?

PEDRO.-  Todo; y ver aquellos ingenios que tienen para los regadíos, que acontece cuatro ríos en medio el camino hacer una encrucijada y llevar los unos por encima de los otros, unos corriendo hacia abajo y otros hacia arriba y por toda esta tierra podréis llevar los dineros en la mano y caminar solo, que nadie os ofenderá. Vine en Milán, que ya habréis oído su grandeza; ninguna ciudad tan grande en Italia; buena gente, más amiga de españoles que los otros; dos mesones tiene insignes, adonde cualquier príncipe se puede aposentar, que los llaman hosterías: la del Falcón y la de los Tres Reyes; no menos darán de comer a cada uno en llegando que si un señor le hiciese acá banquete, y así, aunque vayan príncipes ni perlados, no comen ni pueden más de lo que el huésped les da.

JUAN.-  ¿Cuánto paga cada día un hombre con su caballo?

PEDRO.-  El ordinario es cuatro reales y medio, y no paga más el señor que el particular, porque no le dan más, sea quien quiera, ni hay más que le dar. En cada uno hay un escribano, que tiene bien en qué entender en tomar dineros y asentar el día y hora a que vino, y así allí como en toda Francia bien podéis descuidaros del caballo, que os le darán todo recado y os le limpiarán, y no os harán la menor traición del mundo; por allá no hay paja, sino heno; ni cebada, sino avena.

MATA.-  ¿El huésped da de comer al caballo?

PEDRO.-  Tiene seis criados de caballeriza, que en ninguna otra cosa entienden sino en darles de comer, y otros tantos de mesa que sirvan, y otros tantos cocineros, y otros tantos despenseros.

JUAN.-  ¿Y a ésos que les da?

PEDRO.-  ¿Qué les ha de dar sino el comer? Por sólo esto le sirven, y alzan las manos a Dios de que los quiera tener en casa.

JUAN.-  ¿Qué interés se les sigue?

PEDRO.-  Grande. La buena «andada», que llaman; y es que por los servicios que hacen a los huéspedes, quién les da un cuarto y quién una tarja, y habiendo tanto concurso de huéspedes es mucho. No es más ni menos la entrada de la casa que uno de los palacios buenos de España. Pregunté al escribano me dijese en su conciencia cuántos escudos tocaba cada día. Díjome, mostrándome la minuta, que cincuenta, uno con otro.

JUAN.-  Gran cosa es ésa; ¿y no hay más de ésos?

PEDRO.-  Muchos otros; pero éstos son los nombrados, por estar en lo mejor de la ciudad. El castillo es muy fuerte, y poco menos que una ciudad de las pequeñas de acá. Cosas de armas y joyas valen más baratas que en toda Italia y Flandes; espadas muy galanas de atauxia, con sus bolsas y talabartes de la misma guarnición, y dagas, cinco escudos cuestan, que sola la daga se lo vale acá.

MATA.-  ¿Qué es atauxia?

PEDRO.-  Graban el yerro, y en la misma grabadura meten el oro, que nunca se quita como lo que se dora; arneses grabados y muy galanes, 25 escudos, que acá valen 200; plumas, bolsas y estas cosillas, por el suelo. La plaza de Milán es tan bien proveída, que a ninguna hora llegaréis que no podáis hallar todas las perdices, faisanes y francolines y todo género de caza y fruta que pidiéredes, y en muy buen precio todo.

MATA.-  ¡Válgame Dios! ¿Qué es la causa que en Florencia y por ahí son tantos los ricos?

PEDRO.-  Por la multitud de pobres que hay.

MATA.-  No lo dejo de creer.

PEDRO.-  En ninguna de todas éstas iréis a misa que seáis señor de la poder oír, que cargarán sobre la persona las manadas de ellos, que no caben en la iglesia, y si acaso sacáis un dinero que dar alguno, cuantos hay en la iglesia vendrán sobre vos que os sacarán los ojos. Ningún remedio tenía yo mayor que no dar a nadie. Cosa muy hermosa es de ver la iglesia mayor, de las mejores de Italia, y harto antigua; vi en ella una particularidad que pocos deben haber mirado: el que dice la misa, primero dice el pater noster que el credo, y después del prefacio, cuando quiere tomar la ostia para alzar, se lava las manos, y otras cosillas que no me acuerdo.

JUAN.-  ¿Qué mejor cosa queréis acordaros que de esa, que en verdad nunca tal ceremonia oí?

PEDRO.-  Muchas cosas hay por allá que acá no las usan: todos los clérigos y frailes traen barbas largas, y lo tienen por más honestidad, y allá no se alza en ninguna parte la hostia postrera.

JUAN.-  Eso de las barbas me parece mal y deshonesta cosa. Dios bendijo la honestidad de los sacerdotes de España con sus barbas raídas cada semana.

PEDRO.-  Más deshonestidad me parece a mí eso, y aun ramo de hipocresía pensar que perjudique al culto divino la barba.

JUAN.-  No digáis eso, que es mal dicho.

PEDRO.-  No es sino bien. Veamos, el Papa y los cardenales y perlados de Italia, ¿no son cristianos?

JUAN.-  Sí son, por cierto.

PEDRO.-  Pues creo que si pensasen ofender a Dios, que no lo harían ni lo consentirían a los otros. Decid que es uso, y yo concederé con vos; pero pecado, ¿por qué? De Milán me vine en Génova, pensando de embarcarme allí para venirme por mar, y no hallé pasaje. Es una gentil ciudad, y muy rica; las calles tiene angostas, pero no creo que hay en Italia ciudad que tenga a una mano tantas y tan buenas casas; la ribera de Génova es la mejor que nadie ha visto en parte ninguna, porque aunque es toda riscos y montañas y no da pan ni vino, cosa de jardines en las vivas peñas hay muchos, que traen naranjas y toda fruta en cantidad, y hay tantas casas soberbias, que los genoveses llaman «vilas», que toda la ribera parece una ciudad.

JUAN.-  ¿Qué tan grande es?

PEDRO.-  Desde Sahona a la Especia, que serán veinte leguas.

JUAN.-  ¿Y todo eso está lleno de casas?

PEDRO.-  Y qué tales, que la más ruin es mejor que las muy buenas de España.

MATA.-  ¿Por qué lo hacen eso?

PEDRO.-  No tienen en qué gastar los dineros, y a porfía les dio esta fantasía de edificar y hacer aquellas «vilas», donde se ir a holgar. Hacen esta cuenta: «Fulano gastó en su casa cincuenta mil ducados; pues yo he de gastar sesenta mil»; el otro dice «Pues vos sesenta, ¡voto a tal!, yo setenta», y el otro: «Yo ochenta», y así hay de este precio casas muy muchas sin cuento.

MATA.-  ¿Y en el campo?

PEDRO.-  Y aun cuatro y seis leguas de la ciudad.

MATA.-  Gran soberbia es esa; nunca se deben de pensar morir.

PEDRO.-  Tierra es bien sana, y adonde hay más viejos que en cuantas ciudades he visto; un capitán de la guarda de la ciudad quiso hacer una casa y no se halló con dineros para ser nombrado, y determinó en una huerta, no de las más galanas que había afuera de la ciudad, de hacer una fuente porque tenía allí el agua, que gastó en ella doce mil ducados, la más delicada cosa que imaginarse puede, y que más honra ganó, porque no hay que ver sino la fuente del capitán en Génova.

JUAN.-  ¿Qué tiene, que costó tanto?

PEDRO.-  No sé sino que si la vieseis con tantos mármoles, corales, nácaras, medallas y otras figuras, parecerá poco lo que costó; unos gigantes hechos todos de unas guijitas como media uña, tan bien formados que espanta verlo, y cuando quieren que manen, por cuantas coyunturas tienen les hacen sudar agua en cantidad, y unos cuervos y otras aves de la misma manera; es imposible saberlo nadie dar a entender.

JUAN.-  ¿Y en qué parte está ésa?

PEDRO.-  Junto a las casas del príncipe Doria. La iglesia mayor, que se llama San Laurencio, no es de las mayores de Italia ni de las buenas, pero tiene dos muy buenas joyas: la una es el plato en que Cristo cenó con sus discípulos el día de la Cena, que es una esmeralda de tanta estima, dejada aparte la grande reliquia, que valdría una ciudad; la otra es la ceniza de San Juan Bautista.

JUAN.-  Reliquias son dignas de ser tenidas en veneración.

PEDRO.-  De las damas de Milán se me olvidó que son feas como la noche.

MATA.-  ¿Está junto a la mar?

PEDRO.-  No, sino bien lejos. Las damas genovesas son muchas y hermosas; tienen grandísima cuenta con sus cabellos; más que en toda Italia; no dejará ninguna semana del mundo, principalmente el sábado, de lavarse y poner los cabellos al rayo del sol, aunque sea verano, por la vida. Yo les dije hartas veces que si así cumplían los mandamientos como aquello, que bienaventuradas eran. No gastan en tocados nada, porque todas hacen plato de los cabellos: quién los lleva de una manera, quién de otra; menos gastan en vestir, porque ninguna puede traer ropa de seda, con haber allí más seda que en toda Italia; ni anillo, ni arracada, ni otra cosa de oro, sino una cadena que valga de doce ducados abajo.

JUAN.-  Y las viudas, ¿qué traen?

PEDRO.-  Muchas maneras de chamelotes y de diversos colores, y otras telillas, y muy buen paño finísimo y bien guarnecido, aunque tampoco pueden echar toda la guarnición que quieren.

MATA.-  ¿Traen por allá chapines?

PEDRO.-  Ni mantos, si no es en Sicilia.

JUAN.-  ¿Con qué van a la iglesia?

PEDRO.-  En cuerpo, y darán por llevar aquel día una clavelina, jazmín o rosa, si es por este tiempo, uno y dos ducados.

JUAN.-  Y las viudas, ¿qué traen?

PEDRO.-  Ni más ni menos andan que las otras en cabello, salvo que una redecica muy rala que las otras traen de oro, ellas negras.

JUAN.-  Deshonestidad parece ésa.

PEDRO.-  Todo es usarse; también andan con vestidos negros, que no traen de color.

MATA.-  ¿Y qué traen calzado?

PEDRO.-  Las piernas no las cubren las ropas más de hasta las espinillas, y las calzas traen de aguja, más estiradas que los hombres, y unas chinelicas.

JUAN.-  Mejor hábito es ese que el de acá.

PEDRO.-  También quiero que sepáis que las mujeres de acá naturalmente son más chicas de cuerpo que las de por allá. Vanse todos los domingos y fiestas a una ribera de un río, que se llama Bisaño, y allí danzan todo el día con cuantos quieren.

JUAN.-  Y los hombres, ¿son buena gente?

PEDRO.-  De todo hay; no son muy largos en el gastar.

MATA.-  Algo os han hecho, que no parece que estáis muy bien con ellos.

PEDRO.-  Yo os diré: en el cautiverio estaba uno, que era principal, y porque le enviaban a trabajar con los otros encomendóseme, y a pesar de todos los guardianes, le hice que no trabajase más de un año, fingiendo que era quebrado, y para cumplir con ellos mandaba a un barbero que cada día le pusiese en la bolsa una clara de huevo, y al tiempo que se hizo la almoneda de los esclavos de mi amo, yo fui parte para que le diesen por doscientos ducados, que no pensó salir por mil y quinientos. Después un día le topé en su tierra y casa, hombre de cuenta en la ciudad, y llevome a un bodegón y convidome allí, y nunca más me dio nada ni fue para preguntarme si había menester algo.

MATA.-  Eso hiciéralo él de miedo que le dijerais de sí; mas con todo fue gran crueldad.

PEDRO.-  Otros cuatro o cinco topé también allí en sus casas, que les había yo allá hecho placer, e hicieron lo mismo. Pues éstos son así, de creer es que a quien menos bien hiciéredes, menos os hará.

MATA.-  Todavía dice el refrán: «Haz bien y no cates a quien; haz mal y guarte».

PEDRO.-  El día de hoy veo por experiencia, ser mentiroso ese refrán, y muy verdadero al revés: «Haz mal y no cates a quien; haz bien y guarte». Muy muchos males me han venido por hacer bien, y de los mismos a quien lo hacía. No digo yo que es mejor hacer mal, pero el dicho es más verdadero. Salido de Génova, vine a Casar de Monferrar, que es en el Piamonte, y de allí a Alejandría la Palla, y luego a Nohara y de allí a Berse; todas estas son ciudadelas del Piamonte, y de allí a Turín, que está por Francia, una muy fuerte tierra, y pasa por ella el Po, y es llave de todo el Piamonte; di luego conmigo en Susa, y comencé de ir al pie de las montañas, que hasta allí todo era llano, y vi que por aquella tierra las mujeres y muchos de los hombres todos son papudos, y preguntando yo si vivían menos los que tenían aquellos papos, dijéronme que no, porque aquella semana había muerto un hombre de noventa años, y tenía el papo tan grande, que le echaba sobre el hombro porque no le estorbase.

MATA.-  Válgame Dios, ¿pues de qué puede venir eso?



ArribaAbajoHacia España

PEDRO.-  Creo que lo hacen las aguas, porque también lo vi en Castrovilla y Cosencia, dos ciudades de Calabria. Vine luego por aquellas montañas de Saboya y por muchos valles bien poblados; pero de pueblos pequeños, con quien no se ha de tener cuenta, hasta que vine en León, de Francia, que en grandeza y provisión y mercadería ya veis el nombre que acá tiene, que mucho más es el hecho; tiene dos muy caudalosos ríos, por los cuales se puede ir a la mar con muchas barcas que van y vienen; casas muy buenas; tratos de mercancías con todo el mundo; libros hay los más y en mejor precio que en la cristiandad, y todos los bastimentos baratos; mesones en Francia todos son como los que os conté de Milán; la ropa y seda me maravillo que con traerla de otras partes vale mucho más barato que en donde se hace; iglesias hay muchas, y muy buenas; arcabucicos, que llaman pistoletes, darán por escudo y medio uno, con todo su aderezo, que valga acá seis. De León vine en Tolosa y a Burdeos, que no hay que decir de ellas más de que son buenas ciudades y grandes, y muy bien bastecidas. Y de Burdeos a Bayona, una villa de hasta seiscientas casas, muy fuerte, adonde hay un río tan caudal, que van las naves por él y sacan mucha pesca, y la mejor es unas truchas muy grandes, salmonadas. Viénese luego a San Juan de Lus y a Fuenterrabía, por toda Guipúzcoa y Álava a Victoria, y de Victoria aquí, y de aquí a la cama si os place.

JUAN.-  Mozos, tomad esta vela y alúmbrenle, vaya a reposar.

PEDRO.-  A la mañana no me llamen, porque tengo propósito hasta comer de no me levantar.

MATA.-  En buen hora.

JUAN.-  Vámonos nosotros a hacer otro tanto.

MATA.-  ¿Pasáis por tal cosa? Si lo que ha contado es verdad, como creo que lo es, ¡cuántas fatigas, cuántas tribulaciones, cuántos millones de martirios ha padecido y cuán enmendado y otro de lo que solía ser, y gordo y bueno viene!

JUAN.-  ¿No sabéis que no en sólo pan vive el hombre como dijo Cristo, y que no hay cosa que más engorde el caballo que el ojo de su amo? Mirad cuán a la clara se manifiesta que Dios ha puesto los ojos en él aficionadamente y particularísima, como los puso en una Madalena y en un ladrón y en tantos cuentos de mártires. De cuanto ha dicho no me queda cosa escrupulosa, sino que pondría yo mi mano en una barra ardiendo que antes ha pecado de carta de menos que alargase nada. Conózcole yo muy bien, que cuando habla de veras ni cuando estaba acá no sabía decir una cosa por otra. Allende de esto, tengo para mí que él viene muy docto en su facultad, porque no es posible menos un hombre que tenía la habilidad que acá visteis, aunque la empleaba mal, y que entiende tan bien las lenguas latina y griega, sin las demás que sabe, y buen filósofo, y el juicio asentado, y lo que más le hace al caso haber visto tantas diversidades de regiones, reinos, lenguajes, complexiones; conversado con cuantos grandes letrados grandes hay de aquí a Jerusalén, que uno le daría este aviso, el otro el otro.

MATA.-  Y habrá también visto muchas cosas de medicinas que por acá no las alcanzan, y certificádose de ellas; y lo que más a mí de todo me contenta es venir escarmentado de haber visto las orejas al lobo, que tiene delante el temor de Dios, que es una bandera que basta para vencer todos los enemigos.

JUAN.-  ¿No os parece que es obligado a quien tanto debe, que en aquellas disputas preguntaba por él, respondía por él, prestábale lenguas con que diese razón de sí, sacábale del brazo en los golfos del mar?

MATA.-  Todos somos obligados a quererle, por quien Él es, sin interés, cuanto más que no hay hora ni momento que no nos hace mil mercedes. ¿No miráis el orden y concierto con que lo ha contado todo?

JUAN.-  Agora me parece que le haría en creer, si quisiese, que he andado todo lo que él, cuanto más a otro.

MATA.-  Cuanto más que, sabiendo eso, aunque os pregunten cosas que no hayáis visto, podéis dar respuestas comunes: «Pasé de noche»; «No salí de las galeras»; «Como la ciudad es grande, no vi eso». «Esto vi y estotro vi, que era lo que más había que mirar», y con eso os evadiréis.

JUAN.-  Mañana nos contará, si Dios quisiere, qué vida tienen los turcos, y qué gente son, y qué vestidos traen.

MATA.-  Dejadme vos a mí el cargo de preguntar, que yo os le sacaré los espíritus. ¿Bien no se los he sacado en estotro?

JUAN.-  Muy bien; pero no le habéis de ir a la mano, que creo que se corre.

MATA.-  Al buen pagador no le duelen prendas. Si lo que dice es verdad, él dará razón de ello, como ha hecho siempre; si no, no queremos oír mentiras, que harta nos cuentan todos esos soldados que vienen del campo de Su Majestad y los indianos.

MATA.-  Yo estoy tan desvelado, que no sé si podré; pero porfiaré a estarme en la cama hasta las diez, como Pedro, que no le dejaremos estar dos días solos.

JUAN.-  Toda esta semana le haré estar aquí, aunque le pese: la venida ha sido en su mano; la ida, en la nuestra.

*  *  *

JUAN.-  Contá.

MATA.-  Siete.

JUAN.-  ¿Habéis contado las otras?

MATA.-  Callad; ocho, nueve, diez dio por cierto.

JUAN.-  Paréceme que llaman: escuchá.

PEDRO.-  ¡Ah los de abajo! ¡Es hora!

JUAN.-  ¡Ya, ya!

MATA.-  Volveos del otro lado que no es amanecido.

JUAN.-  Levantémonos y vámosle a tener palacio en la cama.

MATA.-  Mas no le dejemos levantar, que hace frío, y pues no ha de salir de casa ni ser visto de nadie, mejor se estará allí y podrá también comer como parida en la cama.

JUAN.-  Hacedle llevar una ropa aforrada, para si se quiere levantar.

MATA.-  Anoche se la hice poner junto a la cama y un bonete. Cogerlo hemos echado y entretanto que se adereza de comer parlaremos.

JUAN.-  ¡Buen jorno!

PEDRO.-  Me ricomando.

JUAN.-  ¿Qué tal noche habéis llevado? Creo que ruin.

PEDRO.-  No ha sido sino buena, aunque no he podido dormir mucho. En despertando antes que amanezca, una vez, ya puedo volver al ristre.

JUAN.-  ¿Debía de estar dura la cama?

PEDRO.-  Antes por estar tan blanda, porque no lo tengo acostumbrado.

JUAN.-  Eso me hace a mí dormir más.

PEDRO.-  Todas las cosas consisten en costumbre. Así como vos no podéis dormir en duro, yo tampoco en blando. También podría suceder enfermedad a quien ha dormido en duro y sin cama, al darle una cama regalada, como a mí me aconteció en Nápoles, que habiendo tres años que no había dormido en cama, sino vestido y en suelo, me dieron una muy buena cama y comenzáronme a hacer regalos, y yo caí en una enfermedad que estuve cuatro meses para morir.

JUAN.-  La causa natural de eso no alcanzo. ¿Por mejorarse uno venirle mal?

PEDRO.-  Sáltase de un extremo en otro sin pasar por medio, que es malo; y como esto se hace, no se puede dormir, y la vela causa enfermedad. Así mismo, con aquella blandura escaliéntanse los riñones, las espaldas, todos los miembros, y la sangre comienza a hervir y alborotarse, y dan con el hombre en tierra. Últimamente, como tenéis costumbre de no os desnudar, no tenéis frío de noche aunque os descubráis; desnudo en la cama, revolveisos, como no estáis acostumbrado a estar cubierto, descubrisos, y entra el sereno y frío y la mala ventura, y penetraos.

JUAN.-  Todas son buenas razones; mas ¿qué remedio?

PEDRO.-  El que dije de pasar por medio: comenzar a no tener más de un colchón y una manta, y a no quitar más de sólo el sayo; luego, de allí a unos días, añadir otro colchón y quitar las calzas, y últimamente, la mejor cama que tuviéredes, quitando jubón y todo. Si durmieseis una noche al sereno sin cama, ¿no pensaríais caer malo?

JUAN.-  Y aun morirme.

PEDRO.-  Pues así yo con buena cama.

JUAN.-  Pues quitaremos de aquí adelante, si queréis, de la ropa.

PEDRO.-  No, que ya estoy acostumbrado a camas regaladas otra vez; no lo digo por tanto, que el no dormir más lo ha causado el grande contentamiento que mi espíritu y alma tienen de verme en donde estoy; y el ánima no permite que tan grande placer se pase en sueño sin que se comunique a todos los sentidos, pues el tiempo que dormimos no vivimos ni somos nadie.

JUAN.-  Así dijo el otro filósofo. Preguntado qué cosa era sueño, dijo que retrato de la muerte. La misma causa, en verdad, he tenido yo para no pegar ojo en toda la noche.

MATA.-  Mirad que la olla esté descocida, y asar no pongáis hasta que os lo mandemos, que yo me subo arriba... ¿Úsase en Turquía madrugar tanto? ¡Buenos días! ¿Cómo lo habéis pasado esta noche?

PEDRO.-  ¿Cómo lo había de pasar, sino muy bien? Que me habéis dado una cama con sábanas tan delgadas y olorosas, y todo lo demás tan a gusto, que me ha hecho perder el regalo con que me vi en el cautiverio que habéis oído, y de momento a momento doy y he dado mil gracias a Dios que de tanto trabajo me libró; y en tanto, con comenzar...

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ArribaAbajoLa vida en Turquía. La religión

JUAN.-  Pues no estamos muy ocupados al presente, me saquéis de una duda en que me tiene puesto mi entendimiento, y es que cuando un turco pide a un cristiano se vuelva a su perversa secta, de qué suerte se lo pide y el orden que tienen, que estarán seguro de él para le tomar y la legalidad y juramento que conforme a su secta le toman.

PEDRO.-  Toda su secta consiste en que, alzado el dedo, diga tres veces estas palabras; aunque no se circuncidase, queda atado de manera que si se volviese atrás le quemaran: «La Illa he hilda da Mahamed resulula».

JUAN.-  ¿Qué quiere decir?

PEDRO.-  Que Dios es criador de todas las cosas, y no hay otro sino Él y Mahoma junto a Él, su Profeta, que en su lengua se dice «acurzamam penganber»: «último profeta».

JUAN.-  ¿Y qué confesión tienen?

PEDRO.-  Ir limpios cuando van a hacer su oración, que llaman «zala», y muy lavados; de manera que si han pecado se tienen de lavar todos con unos aguamaniles, arremangados los brazos; y si han orinado o descargado el vientre, conviene que vayan lavadas lo primero las partes bajeras.

JUAN.-  ¿Y si es invierno?

PEDRO.-  Con agua caliente; no puede nadie ir a la necesaria si no lleva consigo un jarro de agua con que se limpie, como nosotros con paño. Si con papel se limpiasen es uno de los más graves pecados que ellos tienen, porque dicen que Dios hizo el papel y es malo hacer poco caso de él; antes si topan acaso un poco de papel en suelo, con gran reverencia lo alzan y lo meten en un agujero, besándolo y poniéndolo sobre su cabeza.

JUAN.-  ¿No hay más fundamento de eso?

PEDRO.-  No cabe demandarles razón de cosa que hagan, porque lo tienen de defender por armas y no disputar. Lo mismo hacen si topan un bocado de pan, diciendo que es la cara de Dios. La boca, brazos y narices y cabeza se han de lavar tres veces y los pies.

JUAN.-  ¿Qué iglesias tienen?

PEDRO.-  Unas mezquitas bien hechas, salvo que ni tienen santos ni altar. Aborrecen mucho las figuras, teniéndolas por gran pecado. Están las mezquitas llenas de lámparas. En lugar de torre de campanas tienen una torrecica en cada una mezquita, muy alta y muy delgada, porque no usan campanas, en la cual se suben una manera de sacerdotes inferiores, como acá sacristanes, y tapados los oídos, a las mayores voces que pueden llaman la gente con este verso: «Exechnoc mach laila he hillala, calezala calezala, etc.». No se les da nada, sino son sacerdotes, ir a las mezquitas como acá, sino donde se hallan hacen su oración, y los señores siempre tienen en sus casas sacerdotes que les digan sus horas.

JUAN.-  ¿Cuántas veces al día lo hacen?

PEDRO.-  Cinco, con la mayor devoción y curiosidad; que si así lo hiciésemos nosotros, nos querría mucho Dios. La primera oración es cuando amanece, que se llama «sala namazi»; la segunda, a medio día, «uile namazi»; la tercera, dos horas antes que el sol se ponga, «iquindi namazi»; la cuarta, al punto que se pone, «acxam namazi», la postrera, dos horas de noche, «iatsi namazi». De tal manera entended que oran estas cinco veces, que no queda ánima viva de turco ni turca, pobre ni rico, desde el emperador hasta los mozos de cocina, que no lo haga.

JUAN.-  ¿Tienen relojes, o cómo saben esos sacerdotes la hora que es para llamar la gente?

PEDRO.-  Para sí tienen los de arena, mas para el pueblo no los hay, como no haya campanas.

JUAN.-  ¿Pues cómo sabe la gente qué hora es?

PEDRO.-  Por las oraciones, poco más o menos. Cuando a la mañana oyen gritar, ya saben que amanece; cuando a medio día, también saben qué hora es; y así de las otras horas; de manera que si quiero saber qué hora es, conforme, poco más o menos de día, pregunto: «¿Han cantado a medio día?» Respóndenme: «Presto cantarán» o «Rato ha que cantaron». Y no penséis que cantan en una o dos mezquitas, sino en trescientas y más, que hunden la ciudad a voces más que campanas. Lo mismo hago de las otras horas; pregunto si han cantado al «quindi», que es la oración dos horas antes que el sol se ponga, y conforme aquello sé la hora que es. Congregados todos en la mezquita, viene el que llamaba y comienza el mismo salmo recado, y todos se ponen en pie muy mesurados, vueltos hacia mediodía, y las manos una sobre otra en la cintura, mirando al suelo. Este sacerdote que canta en lo alto se llama «meizin»; luego se levanta otro sacerdote de mayor calidad, que se llama «imam», y dice un verso, al cual responde el «meizin», y acabado el verso, todos caen de hocicos en tierra y la besan, diciendo: «Saban Alá, saban Alá, sabán Alá», que es: «Señor, misericordia»; y estanse así sobre la tierra hasta que el «imam» torne a cantar, que todos se levantan, y esto hacen tres o cuatro veces. Últimamente, el «imam» comienza, estando todos de rodillas en tierra, a decir una larga oración por la cual ruega a Dios que inspire en los cristianos, judíos y los otros, a su manera de hablar, infieles, que tornen a su secta, y oyendo estas palabras todos alzan las manos al cielo diciendo muchas veces: «amin, amin»; y tócanse todos los ojos y barba con las manos, y acábase la oración.

JUAN.-  ¿Y cinco veces hacen todo eso cada día?

PEDRO.-  Tantas. Mirad qué higa tan grande para nosotros, que no somos cristianos sino en el nombre.

JUAN.-  ¿Qué fiestas celebran?

PEDRO.-  El viernes cada semana, porque dicen que aquel día nació Mahoma. Tienen también dos pascuas; la mayor de ellas es en la luna nueva de agosto, que dura tres días, y toda una luna antes tienen su cuaresma, que dura un mes, y la llaman «ramazán».

JUAN.-  ¿Y ayunan esos días?

PEDRO.-  Todos a no comer hasta que vean la estrella; pero estonces pueden comer carne y cuanto quisieren toda la noche.

JUAN.-  ¿Y qué significa ese «ramazán»?

PEDRO.-  Los treinta días que Mahameto estuvo en ayunos y oraciones esperando que Dios le enviase la ley en que habían los hombres de vivir; y la pascua es cuando bajó del cielo un libro en el cual está toda su ley que llaman «Coraham».

JUAN.-  ¿Con quién dicen que se le envió Dios?

PEDRO.-  Con el ángel Gabriel. Tienen este libro en tanta veneración, que no pueden tocar a él sino estando muy limpios y lavados o con un paño envuelto a las manos. El que le tiene de leer es menester que tenga resonante voz, y cuando lee no le puede tener más abajo de la cintura, y está moviendo todo el cuerpo a una y a otra parte. Dicen que es para más atención. Los que le oyen leer están con toda la posible atención, abiertas las bocas.

JUAN.-  ¿De manera que ellos creen en Dios?

PEDRO.-  Sí, y que no hay más de uno, y sólo aquél tiene de ser adorado, y de aquí viene que aborrecen tanto las imágenes, que en la iglesia, ni en casa, ni en parte ninguna no las pueden tener, ni retratos, ni en paramentos.

JUAN.-  ¿Qué contiene en sí aquel «Alcoram»?

PEDRO.-  Muchas cosas de nuestra fe, para mejor poder engañar. Ocho mandamientos: amar a Dios, al prójimo, los padres, las fiestas honrarlas, casarse, no hurtar ni matar y ayunar el «ramazán» y hacer limosna. Así mismo todos los siete pecados mortales les son a ellos pecados en su «Coraham». Y dice también que Dios jamás perdona a los que tienen la maldición de sus padres. Tienen una cosa, que no todos pueden entrar en la mezquita como son: homicidas, borrachos y hombres que tienen males contagiosos, logreros, y lo principal las mujeres.

JUAN.-  ¿Las mujeres no pueden entrar en la iglesia?

PEDRO.-  Muy pocas veces, y éstas no todas. Cantoneras en ninguna manera, ni mujeres que no sean casadas a ley y bendición suya; vírgenes y viudas, después de cinco meses, pueden entrar, pero han de estar en un lugar apartado y tapadas, donde es imposible que nadie las vea, porque dicen que les quitan la devoción.

JUAN.-  Ponerlas donde nadie las pueda ver en ninguna manera, bien hecho me parece; mas vedarles que no entren dentro, no. ¿Y hacen sacrificios?

PEDRO.-  La pascua grande, que llaman «bairam biuc», son obligados todos a hacer cualquier sacrificio de vaca o carnero o camello, y repartirlo a los pobres, sin que les quede cosa ninguna para ellos, porque de otra manera no aprovecha el sacrificio. Cuando están malos mucho, usan, según la facultad de cada uno, sacrificar muchos animales, que llaman ellos «curban», y darlos por amor de Dios. Los príncipes y señores, cuando se ven en necesidad, degüellan un camello, y dicen que la cosa que más Dios oye es el gemido que da cuando le degüellan; y en todo dicen que, así como Dios libró a Isach de no ser degollado, quiera librar aquel enfermo.

JUAN.-  ¿El mismo «Alcoram» les manda que den limosna?

PEDRO.-  Hallan escrito en él que, si supiesen la obra que es dar limosna, cortarían de su misma carne para dar por Dios, y si los que la piden supiesen el castigo que por ello les está ordenado, comerían primero sus propias carnes que demandarla; porque dice la letra: «Ecsa de chatul balla ah».

JUAN.-  ¿Qué quiere decir?

PEDRO.-  Que la limosna quita al que la da los tormentos y tribulaciones que le están aparejados, y caen, juntamente con la limosna, sobre el pobre que la recibe, y por experiencia ven que nunca están sanos los pobres.

JUAN.-  ¿Y el matar también lo tienen por pecado?

PEDRO.-  Y de los más graves; porque dice el «Coraham» que el segundo pecado del mundo fue el de Caim, y por eso el primero que irá al infierno el día del juicio será él. Y cuando Dios le echó la maldición, se entendió por él y todos los homicidas.

JUAN.-  ¿Confiesan infierno y juicio?

PEDRO.-  Y aun purgatorio.

JUAN.-  ¿Quién dicen que ha de juzgar?

PEDRO.-  Dios. Dicen que está un ángel en el cielo que tiene siempre una trompeta en la mano, y se llama Israfil, aparejado para si Dios quisiese que fuera el fin del mundo, tocaría y luego caerían muertos los hombres todos y los ángeles del cielo.

JUAN.-  ¿Siendo los ángeles inmortales, han de morir?

PEDRO.-  Cuestión es que ellos disputan entre sí muchas veces, pero concluyen con que dice el «Coraham» que Dios dijo por su boca que todas las cosas mortales han de haber fin, y no puede pasar la disputa adelante, como ni en las otras cosas. Y hecho esto, vendrá un tan gran terremoto, que desmenuzará las montañas y piedras; y luego Dios tornará a hacer la luz, y de ella los ángeles, como hizo la primera vez, y vendrá sobre todo esto un rocío, que se llama «rehemetzu», «lluvia de misericordia», quedará la Tierra tornada a masar, y mandará Dios, de allí a cuarenta días, que torne el ángel a sonar la trompeta, y al sonido resucitarán todos los muertos, desde Abel hasta aquel día; unos con las caras que resplandezcan como el sol, otros como luna, otros muy oscuras y otros con gestos de puercos, y gritarán diciendo: «Nesi, nesi». «¡Ay de mí, mezquino!»

JUAN.-  ¿Qué significan esas caras?

PEDRO.-  Los que las tienen resplandecientes son los que han hecho bien; los otros, mal; y Dios preguntará por los emperadores, reyes, príncipes y señores que tiranizaban, y no les calerá negar, porque los miembros todos hablarán la verdad. Allí vendrá Moisén con un estandarte, y todos los judíos con él, y Cristo, hijo de María, virgen, con otro, debajo del cual estarán los cristianos; luego Mahoma con otra bandera, debajo la cual estarán todos los que le siguieron. Todos los que de éstos habrán hecho buenas obras tendrán buen refrigerio debajo la sombra de sus estandartes, y los que no, será tanto el calor que habrá aquel día, que se ahogarán de él; no se conocerán los moros de los cristianos ni judíos que han hecho bien, porque todos tendrán una misma cara de divinidad. Y los que han hecho mal todos se conocerán. A las ánimas que entrarán en el paraíso dará Dios gentiles aposentos y muy espaciosos, y habrá muchos rayos del sol sobre los cuales cabalgarán para andar ruando por el cielo sin cansarse, y comerán mucha fruta del paraíso, y en comiendo un fruto hará Dios dos, y beberán para matar la sed unas aguas dulces como azúcar y cristalinas, con las cuales les crecerá la vista y el entendimiento, y verán de un polo a otro.

MATA.-  ¿Y si comen y beben, no cagarán el Paraíso?

PEDRO.-  Maravillábame como no salíais ya; toda la superfluidad ha de ir por sudor de mil delicados manjares que tienen de comer, y han de tener muchas mozas vírgenes de quince a veinte años, y nunca se tienen de envejecer, y los hombres todos tienen de ser de treinta sin mudarse de allí.

JUAN.-  ¿Han de tener acceso a las vírgenes?

PEDRO.-  Sí, pero luego se tienen de tornar a ser vírgenes. Moisés y Mahoma serán los mejor librados, que les dará Dios sendos principados que gobiernen en el cielo.

JUAN.-  Pues si tienen que los cristianos y judíos que han hecho buenas obras van al cielo, ¿para qué ruegan a nadie que se haga turco?

PEDRO.-  Entienden ellos que todos los judíos que vivieron bien hasta que vino Cristo, y todos los buenos cristianos hasta que vino Mahoma son los que van al cielo.

JUAN.-  ¿Mas no los que hay después que vino Mahoma, aunque hagan buenas obras?

PEDRO.-  Ésos no. Los que irán condenados llevará cada uno escrito en la frente su nombre y en las espaldas cargados los pecados. Serán llevados entre dos montañas, donde está la boca del infierno; y de la una a la otra hay una puente de diez leguas de largo, toda de hierro muy agudo y llámase «serrat cuplisi», «puente de justicia». Los que no son del todo malos caerán en el purgatorio, donde no hay tanto mal; los otros todos irán la puente abajo al infierno, donde serán atormentados; en medio de todos los fuegos hay un manzano que siempre está lleno de fruta, y cada una parece una cabeza de demonio; llámase «zoacum agach», árbol de amargura, y las ánimas, comiendo la fruta, pensando de refrescarse, sentirán mayor sed y grande amargura que los atormente. Llenos de cadenas de fuego serán arrastrados por todo el infierno. Y los que llamaren a Dios por tiempo al fin saldrán, aunque tarde; los que le blasfemaren quedarán por siempre jamás. Veis aquí todo lo que cerca de esto tienen de fe de su «Alcoram».

JUAN.-  Una merced os pido, y es que, pues no os va nada en ello, que no me digáis otra cosa sino la verdad; porque no puedo creer que, siendo tan bárbaros, tengan algunas cosas que parezcan llevar camino.

PEDRO.-  ¿No sabéis que el diablo les ayudó a hacer esta secta?

JUAN.-  Muy bien.

PEDRO.-  Pues cada vez que quieren pescar es menester que lo haga a vueltas de algo bueno. Si hicieseis juntar todos los letrados que hay en Turquía, no os dirán un punto más ni menos de esto que yo os digo, y fiaos de mí, que no os diré cosa que no la sepa primero muy bien.

JUAN.-  Tal confianza tengo yo. Sepamos del estado sacerdotal. ¿Tienen papa y obispos?

PEDRO.-  Ocho maneras hay de sacerdotes. Primeramente el mayor de todos, como acá el papa, se llama el «cadilesquier»; luego es el «mufti», que no es inferior ni sujeto a este otro, sino como si hubiese dos papas; el tercero es el «cadi»; cuarto, los «moderiz», que son provisores de los hospitales; quinto, el «antipi», que dice el oficio los días solemnes, puesto sobre una escala y una espada desnuda en la mano, dando a entender lo que arriba dije, que no se tiene de poner su ley en disputa, sino defenderla con las armas. El sexto es el «imam», que son los que dicen el oficio al pueblo cada día. El postrero, «mezin», aquellos que suben a gritar en las torres. El «cadilesquier» eligen que sea un hombre el más docto que puedan y de mejor vida, al cual dan grandísima renta, para que no pueda por dinero torcer la justicia; éste es allá como si dijésemos presidente del Consejo real, y de éste y de lo que en el Consejo se hace se apela para el «mufti», que no entiende sino en lo eclesiástico. También tiene éste gran renta por la misma causa.

JUAN.-  ¿Tanta como acá el Papa?

PEDRO.-  Ni aun la mitad. ¿No le basta a un hombre que se tiene de sentar él mismo cada día a juzgar, y le puede hablar quien quiera, cien mil ducados?

JUAN.-  Y sobra. ¿Pero no tienen su Consejo que haga la audiencia y ellos se estén holgando?

PEDRO.-  Eso sólo es en los señores de España, que en lo demás que yo he andado, todos los príncipes y señores del mundo hacen las audiencias como acá los oidores y corregidores. En Nápoles, si queréis pedir una cosa de poca importancia a algún contrario vuestro, lo haréis delante el mismo virrey, y en Sicilia lo mismo y en Turquía lo mismo.

MATA.-  Ese me parece buen uso, y no poner corregidores pobres, que en ocho días quieren, a tuerto o a derecho, las casas hasta el techo.

PEDRO.-  El «cadi», que es el inferior a éstos, está como son acá los provisores de los obispos, administrando su justicia de cosas bajas, porque las de importancia van a los superiores. Ante éstos se hacen las cartas de dotes, castiga los borrachos, da cartas de horros a los esclavos, conoce también de los blasfemos.

JUAN.-  ¿Qué merece quien blasfema?

PEDRO.-  De Dios, cien palos; de Mahoma, muerte.

JUAN.-  ¿Pues en más tienen a Mahoma que a Dios?

PEDRO.-  Dicen que Dios es grande y puede perdonar y vengarse; mas Mahoma, un pobre profeta, ha menester amigos que miren por su honra.

JUAN.-  ¿Están dotadas las mezquitas como nuestras iglesias?

PEDRO.-  Todas, pero las dignidades de «cadilesquier», «mufti» y «cadi» el rey lo paga; las otras maneras de sacerdotes tienen sus rentas en las mezquitas; quién tres reales, quién cuatro y quién uno al día; y si esto no basta, como todos son casados y en el hábito no difieren de los seglares, hacen oficios mecánicos; ganan mucho, como allá no hay imprentas, a escribir libros, como el «Alcoram», el «Musaf» y otros muchos de canciones.

JUAN.-  ¿Caros valdrán de esa manera?

PEDRO.-  Un «Alcoram», comúnmente, vale ocho ducados; cuando murió el médico del Gran Turco, Amón, se apreció su librería en cinco mil ducados, por ser toda de mano, y le había costado, según muchas veces le oí jurar, ocho mil, y cierto los valdría, aunque yo para mí no daría cuatro reales.

MATA.-  Tampoco daría él dos por la vuestra.

PEDRO.-  Cuanto más por la que agora tengo.

JUAN.-  ¿Tienen escuelas allá?

PEDRO.-  Infinitas. Los señores, y primeramente el emperador, las tienen en sus casas para los pajes; tienen maestros salariados que van cada día a leerles su «Alcoram», que es en arábigo, y el «Musaf»; de manera que, como a nosotros el latín, les es a ellos el arábigo. Léenles también filosofía, astrología y poesía; verdad es que los que enseñan saben poco de esto y los discípulos no curan mucho de ello; pero, en fin, todavía saben más que los griegos cristianos y armenos, que son todos bestias.

JUAN.-  No me maravillo que sepan algo de eso, que árabes hubo muy buenos astrólogos y filósofos.

PEDRO.-  En aquellas cuatro mezquitas grandes hay también escuelas como acá universidades, muy bien dotadas, y colegiales muchos dentro, y es tan grande la limosna que en cada una se hace, que si tres mil estudiantes quisiesen cada día comer en cualquiera de las mezquitas podrían, y cierto, si fuesen curiosos de saber, habría grandísimos letrados entre ellos; pero en sabiendo hacer cuatro versos se contentan.

JUAN.-  ¿Es posible que usan poesía? ¡Por vida de quien nos dijere un par de ellos, por ver cómo son!

PEDRO.-  «Birichen, beg, ori ciledum derdumi, iaradandam iste miscem iardumi, terch, eiledumza anumi gurdumi, ne ileim ieniemejun gunglumi». Esta es una común canción, que cantan ellos, de amores a la diosa Asich, que es diosa de amor.

JUAN.-  ¿Qué quieren decir?

PEDRO.-  «Una vez, cinco y diez he estado apasionado, demandando del Criador ayuda; menosprecié el consuelo y placer de mi tierra. ¿Qué haré, que no puedo vencer la voluntad?»

MATA.-  Buena va.

PEDRO.-  Sabed que para quien las entiende no hay en ninguna lengua canciones más dolorosas que las turquescas; mas es la gente que allá sabe leer y escribir, mucha, que no acá.

MATA.-  Dense prisa, señores; ya saben que ha rato que estoy mudo.

JUAN.-  Callad hasta que yo acabe, que después tendréis tiempo sin que nadie os estorbe.

MATA.-  Con esa esperanza estoy más ha de una hora.

JUAN.-  Pasemos a las religiones.

PEDRO.-  Cuatro órdenes hay de religión, tal cual: «calender», «derbis», «torlach», «isachi». Los calenderos andan desnudos y en cabellos, los cabellos largos hasta la cintura, llenos de trementina; visten cilicio hecho de cerdas, y sobre las espaldas traen dos cueros de carnero la lana afuera; las ijadas desnudas; en las orejas y brazos traen ciertas sortijas de hierro, y para mayor abstinencia traen colgada del miembro una sortija de metal que pese tres libras; andan de esta manera por las calles, cantando canciones vulgares, y danles limosna, porque ninguna de estas órdenes tiene como acá monasterios, sino como ermitaños. El inventor de éstos, en un libro que escribió, fue más cristiano que moro. La segunda orden, de los «dervises», andan como éstos, en el traer los pellejos, mas los zarcillos son unas sortijas de piedra, la más fina que hallan; piden limosna con estas palabras: «Alá iche», «por amor de Dios». En la cabeza traen una caperuza de fieltro blanco a manera de pan de azúcar, y en la mano un bastón lleno de nudos tan grueso como pueden. Éstos tienen en la Anotolia un sepulcro de uno por quien dicen que se conquistó la mayor parte de Turquía, y fue de su orden, que llaman Cidibatal, donde habitan una multitud de más de quinientos, y cada año van allí a hacer el capítulo general, donde concurren muchas veces más de ocho mil, y están siete días con grandes fiestas y triunfos. El general de éstos se llama «azan babá», que significa «padre de padres». Entre ellos hay algunos mancebos muy doctos, que traen unas vestiduras blancas hasta en pies; y cada uno de éstos en llegando es obligado a contar una historia, y luego la escriben con el nombre del autor y dánsela al general.

JUAN.-  ¿De qué es la historia?

PEDRO.-  Una cosa de las más de notar que ha visto por donde ha peregrinado, que nunca paran de andar en todo el año. Luego el viernes, que es su fiesta, tienen en un prado un gran banquete, sobre la misma hierba, y siéntase el general entre todos aquellos mancebos, y sobre comida toman ciertas hierbas en polvo, que llaman «aseral»; yo creo que es cáñamo, que los hace estar, aunque no quieran, los más alegres del mundo, como borrachos. También le mezclan opio, que llaman «afion», y toma el general el libro de las historias y hácele leer públicamente que todos le oigan, y a la tarde hacen grandes hogueras, alrededor de las cuales bailan, como todos están borrachos, y cada uno con un cuchillo agudo se da muchas cuchilladas muy largas por los pechos, brazos y piernas, diciendo: «Ésta por amor de Ulana», «ésta por amor de la tal». Otros labran con la punta de una aguja en las manos corazones, o lo que quieren; y las heridas se sanan con un poco de algodón viejo quemado. Tras todo esto piden licencia del general y vanse todos. La tercera orden, de los «torlacos», viste ni más ni menos pellejos de carnero; pero en la cabeza no traen caperuza ni cabello, sino cada semana se raen a navaja, y por no se resfriar untan las cabezas siempre con aceite; y todos, por la mayor parte, por ser apasionados de catarro, se dan unos cauterios de fuego en las sienes con un poco de trapo viejo, porque no carguen los humores a los ojos y los cieguen. Son grandísimos bellacos, chocarreros, y no hay quien sepa entre ellos leer ni escribir; ándanse de taberna en taberna cantando y pegándose a donde ven que les han de dar de comer: salen a los caminos en cuadrilla, y si topan alguno que puedan quitar la capa, no lo dejan por miedo ni vergüenza; en las aldeas hacen como gitanos en creer que saben adivinar por las manos, y con esto allegan queso, huevos y pan y otras cosas; traen los bellacos de tantos en tantos un viejo de ochenta años que haga del santo, y adóranle como a tal, y muchas veces habla mirando al cielo cosas que dice ver allá y a grandes voces dice a sus discípulos: «Hijos míos, sacadme presto de este pueblo, porque acabo de ver en el cielo que se apareja un gran mal para él», y ellos fingen quererle tomar acuestas, y el vulgo les ruega con grandes dádivas que por amor de Dios no les lleven aquel santo de allí, sino que ruegue a Dios alce su ira, pues también está con él, y él comienza luego a ponerse en oración, y aquí veréis que la gente no se da manos a ofrecer, y todos salen cargados como asnos y se van riendo de las bestias que les creían. Son sobre todo esto grandísimos bujarrones. Los «isaches», que es la postrera orden, andan vestidos de lienzo y traen unos tocados turquescos groseros y pequeños, y cada uno una bandera en la mano, andan cantando por las calles pidiendo.

JUAN.-  Paréceme que me dijisteis que tenían dos pascuas, y no me declarasteis más de la una, de cuando les envió Dios la ley.


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