Biografía y obra del Arcipreste de Hita (1283-1350)
El autor del Libro de buen amor, Juan Ruiz, arcipreste de Hita, es una personalidad tan atractiva como oscura y misteriosa. Apenas sabíamos de él, por confesión de parte, su nombre y su condición («por ende yo, Juan Ruiz, / Arçipreste de Fita…»), y prácticamente nada más. La investigación de los últimos años, sin embargo, ha documentado su existencia real hacia 1330 (fecha de un documento toledano, en el que se menciona, entre los venerables prestes, a un «Johanne Roderici archipresbitero de Fita», que actúa como primer testigo en una sentencia arbitral entre el arzobispo Gimeno de Luna y la cofradía de clérigos de Madrid) y va perfilando su identidad como arcipreste vinculado a la diócesis de Toledo, con buena formación en cánones y teología, y amplios conocimientos musicales y literarios. A esa personalidad de clérigo secular y arcipreste, se le une tal vez una infancia y adolescencia un tanto novelesca, que quiere hacerle descendiente de Arias González de Cisneros, caballero palentino, que combatió en la guerra de Granada, fue hecho prisionero y permaneció cautivo durante veinticinco años, probablemente en Benzayde (Alcalá la Real). Allí el rey de Granada le entregó a una joven cristiana, con la que tuvo seis hijos varones, el tercero de los cuales sería Juan Ruiz (o Rodríguez).
Tras esos primeros años en tierras musulmanas, una vez liberada y devuelta a Castilla toda la familia, hacia 1305, Juan Ruiz y sus hermanos quedarían bajo la protección de su tío Simón de Cisneros, obispo de Sigüenza, muy influyente ante la reina María de Molina, por cuya intercesión seguramente conseguiría más tarde algunos beneficios y dispensas eclesiásticas. Juan Ruiz adquiriría su más amplia formación en el entorno de la escuela catedralicia de Toledo y en el ambiente intelectual de las reformas clericales emprendidas por el arzobispo Gonzalo Pétrez y el arcediano Jofré de Loaisa. Pasaría luego a desempeñar cargos eclesiásticos, que le llevarían, sobre todo, por tierras alcarreñas de Hita, Guadalajara, Alcalá de Henares (en cuyo estudio entonces también pudo recibir formación) e incluso Madrid y Segovia, lugares que definen el contexto geográfico de su libro. Formaría parte también del séquito de don Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo de 1337 a 1350, a quien pudo acompañar a Aviñón y a Roma, y quien hubo de encomendarle alguna actuación concreta de reforma de los clérigos de su arciprestado, que se indispondrían contra él y lo enfrentarían a don Gil.
No sabemos con certeza cuándo escribió Juan Ruiz la única y extensa obra que se le conoce, que él mismo nombra en el interior del texto como Libro de buen amor. Aunque los manuscritos que poseemos registran las fechas de 1330 y de 1343 y el texto conservado se compilara seguramente de una sola vez, el proceso de composición de la obra hubo de ser dilatado en el tiempo, pues el libro -aunque ordenado en unidad- tiene carácter fragmentario y discontinuo, escrito a través de un elaborado proceso de ejercitación retórica continuada, cuyos dos procedimientos compositivos esenciales son la inserción de elementos (farcire) y la amplificación. El esquema narrativo del relato amoroso en primera persona permite, en efecto, la inserción reiterada de variados casos de amores, así como la inclusión de cuentos, fábulas y relatos, canciones o refranes. De igual modo, en la práctica retórica, todo es susceptible de amplificación, tanto las fuentes literarias como la mención o descripción de cualquier suceso, persona u objeto.
Si es cierto que el Libro de buen amor no se encuadra en ningún género conocido de la literatura medieval, sí puede decirse que es una síntesis de toda la literatura anterior, un compendio de temas y de géneros que venían inspirando a los poetas medievales. Es lo primero una narración autobiográfica, en la que el autor nos cuenta una larga serie de episodios y aventuras sentimentales, que ha ido protagonizando y que presenta como una lección y advertencia para quienes no sepan seguir la senda del buen amor. Su protagonista, un clérigo, un arcipreste (que muchas veces desdobla su personalidad y juega con la ambigüedad del yo), es un persistente y tenaz amante que una y otra vez trata de alcanzar la plenitud del amor, aunque, consciente de sus peligros y contradicciones, no logra sino cosechar un fracaso tras otro.
La concepción del amor del Arcipreste se mueve entre el «buen amor», el amor de Dios, el amor conforme a la ley de Dios (al que se opone el «loco amor», el pecado) y un naturalismo amoroso, aprendido principalmente en Aristóteles y su tratado De anima, muy difundido en las escuelas en la segunda mitad del siglo XIII (condenado en París en 1277 por el obispo Etienne Tempier). Juan Ruiz condensa jovialmente esa concepción naturalista en la famosa copla 71: «Como dize Aristótiles, cosa es verdadera, / el mundo por dos cosas trabaja: la primera, / por aver mantenencia; la otra cosa era / por aver juntamiento con fembra plazentera». En cuanto al relato amoroso en primera persona, era bien conocido en obras de la tradición ovidiana medieval, como el poema De vetula o la comedia elegíaca Pamphilus, o en tratados hispanoárabes de teoría amorosa, como El collar de la paloma. Juan Ruiz, que se inspirará sobre todo en las obras latinas, sabrá transformar sus argumentos en algo menos escolar y retórico y sí más animado y en contacto con el propio vivir.
Las aventuras amorosas están protagonizadas por figuras femeninas muy diversas, como la dueña rica y noble, la panadera Cruz, la viuda doña Endrina, la dueña de pocos años, las serranas, la viuda lozana y rica, la monja doña Garoza, la mora. En la mayoría puede advertirse una cierta postura misógina por parte del Arcipreste. La mujer viene a ser una presa, que el desasosegado amante tiene que atrapar. Cuando no lo consigue, como sucede casi siempre, descarga en ella su frustración, como con la panadera Cruz y el mensajero traidor; su indiferencia, con la dueña encerrada o con la mora; o su burla, como en el caso de las cuatro serranas salteadoras (la Chata de Malangosto, Gadea de Riofrío, la serrana del Cornejo y Alda de Tablada), con las que tiene que vérselas en su deambular por parajes de la sierra de Guadarrama (desde el valle de Lozoya y el puerto de Malangosto a Sotosalbos y Segovia, de donde regresa por el puerto de la Fuenfría, Otero de los Herreros y la venta del Cornejo al pie del puerto de La Tablada). Pero hay también mujeres que le conmueven y por las que siente especial ternura, como doña Endrina, la serrana Menga Lloriente con la que cruza requiebros de casamiento, o la monja doña Garoza, cuyo amor le hace sentir el celibato con nostálgica pesadumbre.
Todas las aventuras, de un modo u otro, vienen a concluir con el fracaso del amante y en casi todas interviene un mensajero o mensajera que le acompañará en aquellos lances amorosos, como el taimado Ferrán García, el degenerado don Hurón y sobre todo la vieja, sabia y fiel Trotaconventos. Este de la vieja tercera es uno de los personajes más atractivos del libro. Su figura es diseñada en los episodios iniciales, cuando don Amor aconseja al Arcipreste que tome por mensajera una de esas «viejas que andan las iglesias e saben las callejas», que «estas trotaconventos fazen muchas baratas». Cuando cobra cuerpo y nombre es en el episodio de don Melón y doña Endrina, donde logra también el encuentro de los amantes y exhibe todos sus rasgos caracterizadores. Sobre todo, sus habilidades de tercera en el proceso de seducción de la joven viuda doña Endrina mediante su hábil dominio de la palabra. Otra serie de rasgos completan la caracterización del tipo, pero quedan menos desarrollados, como su vinculación al mundo eclesiástico, su conocimiento de las artes mágicas, su codicia, su diversidad de oficios, aunque aquí solo ejerce el de buhonera «destas que venden joyas», que le franqueará la entrada en casa de la dueña. Las demás aventuras en que interviene (la «viuda loçana», la «buena dueña», doña Garoza, la mora), serán una reiteración de su conducta esencial y de sus habilidades en las artes del loco amor, pero también testigo del fracaso del amante. Su muerte le inspira un sentido planto, en el que vierte toda suerte de imprecaciones contra la muerte, denunciando su arbitrario poder, su desprecio por todo lo bello y hermoso, y su desmesura: «¡Ay, muerte! ¡Muerta seas, muerte, e mal andante! / Mataste a mi vieja, matases a mí ante!... / Muerte desmesurada, matases a ti sola, / ¿qué oviste conmigo? ¿mi leal vieja dóla?».
En la trama del libro aparecen también personajes y episodios alegóricos. Tras los primeros fracasos del protagonista, se le aparece don Amor, con quien disputa airado como causa y origen de todos los pecados, pero es sin embargo quien le adoctrina y aconseja en las artes de la conquista amorosa. A tales consejos se sumará también con sus amonestaciones doña Venus, de manera que al Arcipreste no le quedará sino ponerlos en práctica con la ayuda de Trotaconventos. Después de las aventuras en la sierra, aparecerá otro episodio alegórico, muy extenso, de más de mil versos, que es el de la batalla de don Carnal y doña Cuaresma, del que luego trataremos.
Como muchos de sus posibles modelos, ya sea el De Vetula de la tradición ovidiana, el Collar de la paloma de Ibn Hazm o el Libro de las delicias de Ibn Sabarra, de la tradición narrativa hispano-hebrea, el Libro de buen amor también combina la autobiografía amorosa con abundantes digresiones didácticas y variaciones líricas. La parte didáctica principal la ocupan diverso número de fábulas y de cuentos, que casi siempre sirven para ilustrar alguna enseñanza o principio moral o para reforzar en el diálogo los argumentos de los interlocutores. Junto a esos cuentos y fábulas, hay esparcidas por el libro abundantes disquisiciones didácticas. Unas abordan temas profanos, como la astrología, la música o cuestiones de derecho civil y canónico; otras tratan temas religiosos y morales, como los pecados capitales, la confesión, las armas del cristiano, el dinero y sus propiedades («Mucho faz el dinero, e mucho es de amar; / al torpe faze bueno, e omne de prestar; / faze correr al coxo, e al mudo fablar; / el que non tiene manos, dineros quiere tomar…»). Las fábulas proceden de la tradición esópica y de las colecciones de cuentos orientales, como la del ladrón y el mastín, la del lobo, la cabra y la grulla, la del lobo, la raposa y el simio, la del gallo y el zafiro en el muladar, la de la raposa y el cuervo, etc. Algunos de los cuentos, como el de don Pitas Payas, pintor de Bretaña, de carácter apicarado y erótico, parece emparentado con la narrativa francesa medieval. De fuentes legendarias diversas son otros, como el del horóscopo del hijo del rey Alcaraz, sobre el que cinco sabios profetizan distintas muertes, o el de Virgilio el encantador, que es engañado y burlado por una dama que lo deja expuesto a la vergüenza pública en una cesta por donde había de subir a la cita amorosa.
Asimismo hay en el libro diverso número de composiciones líricas. Varias son de inspiración devota, como los Gozos y Cánticas de loores de Santa María, al comienzo y el final del libro, o las coplas a la Pasión de Cristo, ofrecidas a la Virgen en Santa María del Vado, que revelan un sincero y profundo sentimiento religioso («A ti, noble Señora, Madre de piedat, / luz luziente del mundo, del çielo claridat, / mi alma et mi cuerpo ante tu magestat / ofresco con cantiga se con granthomildat»). Otras composiciones son de carácter profano, como la «troba cazurra» a la panadera Cruz, las cánticas de serrana y los cantares de escolares y de ciegos. En diversos episodios habla el autor de cantigas de amores que compuso para su enamorada, pero nunca aparecen en el texto (en realidad, sólo las de la panadera y las serranas). Aunque cabe pensar que se hayan perdido, lo más probable es que Juan Ruiz nunca las escribiera, y que su carácter jovial y burlón le llevara a una cierta inhibición ante la lírica de amores, que sólo interpreta en tono burlesco y paródico.
La simple lectura del libro revela ya la compleja personalidad y la diversidad de conocimientos de su autor. La pregunta que muchas veces se hacen lectores y críticos es si estamos ante una obra literaria culta o una obra popular. La respuesta inmediata es que evidentemente nos hallamos ante un autor culto que escribe para un auditorio también culto. Un clérigo, un arcipreste, con buena formación latina, en autores y en cánones, que escribe para un público también de clérigos, a los que trata de adoctrinar un tanto cínicamente en la práctica del amor, pero también en cuestiones de fe y de práctica religiosa, y los que pueden entender las muchas alusiones y referencias eruditas del libro (a los que pide mil veces complicidad y buen entendimiento). No hay duda de que es un libro culto. Está lleno de citas de la Biblia, de San Pablo, de Santo Tomás, de Aristóteles, Ovidio medieval, Esopo, los trovadores, las Decretales. Los conocimientos jurídicos que manifiesta, por ejemplo, son significativos de una buena formación en ambos derechos: en el episodio del pleito del lobo y la raposa ante don Ximio, alcalde de Buxía, hay una construcción de la fábula conforme a las normas del derecho procesal y una narración de la historia siguiendo las fases de un proceso ordinario, de la demanda a la sentencia; en la confesión del fraile a don Amor, se incluye todo un tratado de derecho canónico sobre la confesión; en la c. 1.152, en fin, se hace relación de los libros básicos de derecho canónico (entre otros, el Repertorium de Durando, la Summa Hostiensis, los comentarios a las Decretales). Todo cuadra bien con lo que vamos sabiendo de Juan Ruiz, formado en la escuela catedralicia de Toledo y tal vez luego en Alcalá, Aviñón y Roma, y bajo el magisterio de personalidades como Simón de Cisneros, Gonzalo Pétrez y Jofré de Loaisa o Gil de Albornoz. Ciertamente Juan Ruiz no es un iletrado, un simple clérigo andariego, una especie de ingenio lego, sino un hombre de iglesia bien formado.
Pero el Libro de buen amor también revela una patente presencia de la cultura popular, tanto en el tratamiento de algunos temas como en el de algunas formas discursivas. Una clara manifestación de la cultura popular es, por ejemplo, la conciencia del paso del tiempo y la ordenación de la vida misma conforme a los ritos y trabajos que encadena el ciclo anual; en la sociedad cristiana, conforme a las fiestas y al calendario litúrgico. El Libro de buen amor se ordena también conforme al calendario y a las festividades, y hay un tiempo explícitamente marcado, que es el que dicta la sucesión de las fiestas y celebraciones. Las referencias temporales son más escasas en la primera parte del libro, en la que la acción es más lenta y se demora con la exposición de razones, las discusiones con don Amor y las primeras aventuras ejemplarizantes (la muy extensa de doña Endrina), pero se hacen muy insistentes a partir de los episodios de la sierra y en el de Carnal y Cuaresma.
Esta parte del libro está jalonada por las referencias a distintas fiestas, que van marcando el ritmo temporal: día de San Emeterio, Jueves Lardero, Martes de Carnaval, Miércoles Corvillo, Domingo de Ramos, Sábado santo, Domingo de Pascua, Domingo de Cuasimodo y día de San Marcos. Todas son fiestas muy celebradas, carnavalescas, de alegría, de júbilo y alborozo, con gran presencia de la multitud, de festejos, músicas, bailes y comida. De todas, la que describe con mayor detenimiento es el Carnaval, la que se ha dicho fiesta por excelencia. De la fiesta aprovecha un elemento que era muy común, el de la representación risible de Carnal y de Cuaresma, aquél como un hombre gordo, barrigudo, rodeado de animales y alimentos grasientos, y ella como una mujer vieja y delgada, vestida de negro y rodeada de pescados, como en el famoso cuadro de Peter Bruegel. El Arcipreste, como es sabido, a esa representación le da la forma de un combate, de una lid caballeresca, con sus cartas de desafío y sus dos ejércitos en línea: la hueste de don Carnal, formada por toda suerte de carnes y grasas, y la de doña Cuaresma, constituida por pescados y hortalizas. De esa manera, el lenguaje típico de los relatos épicos se mezclará con el léxico de la cocina y el banquete. El ejército de don Carnal está formado por peones en la delantera (como gallinas, perdices, conejos, capones, ánades, lavancos, ansarones), ballesteros (cecinas, costados de carnero, piernas de puerco, jamones), caballeros (puestas de la vaca, lechones, cabritos, fesuelos fritos), infanzones (faisanes, pavones, gamos, jabalí). Venían bien armados y pertrechados: «venién muy bien garnidos, enfiestos los pendones, / traían armas estrañas e fuertes garniciones». Allí hacen alarde y presentación ante el señor: «Vinieron muchos gamos e el fuerte javalí...», «Vino presta e ligera al alarde la liebre...», «Estava don Tocino con mucha otra cecina... todos apercebidos para la lid marina». Los golpes imitan los de las lides campales: «El primero de todos que ferió a don Carnal / fue el puerro cuellalvo e feriólo muy mal», «Vino luego en ayuda la salada sardina, / firió muy reziamente a la gruessa gallina». Como en la descripción de combates reales, los componentes de la hueste de Cuaresma acompañan sus nombres con el del lugar de origen y procedencia: truchas de Alberche, langostas de Santander, besugos de Bermeo, sal de Belinchón.
La relación de alimentos y el saber culinario resultan así muy resaltados y exponentes de aquella cultura popular, pues más que de una cocina libresca y elaborada, parecen fruto de la experiencia vivida y conocida. Desde luego todo se presenta con el desbordamiento carnavalesco de la abundancia y desmesura, pero la relación de alimentos también nos informa de los hábitos gastronómicos de aquella sociedad, que distingue dos grupos principales, unos más propios de la vida ascética y espiritual, y otros más relacionados con la buena mesa, la fiesta. Los dos los separará también doña Garoza en contestación a Trotaconventos: «Más vale en convento las sardinas saladas... / que perder la mi alma con perdizes assadas» (c. 1.385) (que todavía amplía reprochándoselo Trotaconventos: «Comedes en convento sardinas e camarones, / verzuelas e lazeria e los duros caçones; / dexades del amigo perdizes e capones», c. 1.393). De todos modos, la comida de convento se amplía con el generoso repertorio de letuarios y golosinas que elaboran las monjas: diaçitrón, codoñate, letuario de nueces, alixandria, diagargante, gengibrante, diaçiminio, adragea, alfenique, estomaticón. Otra curiosa diferencia gastronómica se establece entre la cocina de ciudad y la cocina rural, en el episodio del mur de Monferrado y el mur de Guadalajara. El de Monferrado sólo dio al de Guadalajara un haba por comida; éste le correspondió y le ofreció queso, tocino lardo, enxundias y pan cocho, todo en abundancia. El fraile, por su parte, impone como penitencia a don Carnal comer verdura y legumbres, una sola cada día: el domingo garbanzos, el lunes arvejas, el martes espárragos, el miércoles espinacas, el jueves lentejas, el viernes sólo pan y agua, el sábado habas.
Otra de las manifestaciones de la cultura popular, siempre unida a la fiesta, es la música y el canto. El alborozo de la fiesta va unido al sonar de la música y de los más diversos instrumentos. El Libro de buen amor da perfecta cuenta de ello al describir la gran fiesta del recibimiento de don Amor el Domingo de Pascua, a quien sale a celebrar toda la naturaleza con sus diversos cantos y toda variedad de instrumentos musicales: la guitarra morisca, el laúd, la guitarra latina, la dulcema, la ajabeba, el albogón: «Allí sale gritando la guitarra morisca… / el corpudo laúd, que tiene punto a la trisca… / Dulçema, e axabeba, el finchado albogón, / çinfonia e baldosa en esta fiesta son, / el françés odreçillo…».
También es apreciable la presencia de elementos de la cultura árabe, que ponen de relieve un interés de Juan Ruiz por ella y que pueden deberse, más que a lecturas selectas, al contacto vivencial con aquella comunidad. La estructura autobiográfica y miscelánea del libro, las cualidades del amor, el ideal de belleza femenino, la figura de Trotaconventos, pueden estar influenciados por modelos árabes, aunque también se explican por la tradición latina occidental. Más significativos son los términos y expresiones lingüísticas en árabe que aparecen en el episodio de la mora y su conversación con Trotaconventos (iznedrí, legualá, ascut, amxí), en la digresión siguiente sobre los instrumentos y cantares de arábigo (çaguil hallaco) o en la enumeración de instrumentos musicales moriscos (el orabin taniendo la su rota) en el recibimiento a don Amor. Tales expresiones, aunque no supongan un conocimiento especial del árabe y algunas pudieran haber pasado en préstamo al castellano, revelan el particular interés de Juan Ruiz por aquellas manifestaciones culturales.
En cuanto a la composición del libro, hay que notar que la forma del relato en primera persona es un rasgo compositivo de especial relevancia, pues articula y ordena aquella diversidad de elementos y presta todo su sentido al libro. Éste resulta así una autobiografía amorosa, aunque de carácter ficticio, sin concreto referente existencial. Esto le permitirá al autor encubrir o sugerir diferentes personalidades bajo la forma autobiográfica. Por una parte, será un magnífico recurso didáctico con el que, a través del protagonismo personal en la serie sucesiva de aventuras amorosas, quedará reforzada la enseñanza contra el «loco amor», al igual que resultarán más directas y efectivas las digresiones doctrinales. Por otra parte, propiciará la presencia de la fogosa personalidad del propio Juan Ruiz en la obra, que podrá combinar así lo didáctico con lo paródico y satírico, lo profano casi irreverente con lo devoto, o podrá incorporar en ocasiones una realidad directamente sentida y experimentada. La continua tensión entre el propósito didáctico y la inevitable comparecencia temperamental del autor, prestan al libro su desconcertante carácter ambiguo y polisémico, sobre el que tantas veces insiste el autor («Las del buen amor son raçones encubiertas: / trabaja do fallares las sus señales çiertas; / si la razón entiendes o en el sesso açiertas, / non dirás mal del libro, que agorarefiertas»).
Pero junto a la ambigüedad, el procedimiento literario más eficaz es la parodia. Casi todo en el Libro de buen amor es parodia. El mismo libro material quiere ser una parodia del libro, del códice cerrado, con todo celo escrito y concluido. Su libro, sin embargo, es un libro distinto, invertido, un libro abierto, que cualquiera puede añadir y enmendar: «e con tanto faré / punto a mi librete, mas non lo çerraré (...) / Qualquier omne que loya, si bien trobar sopiere, / más á í a añedir e emendar, si quisiere; / ande de mano en mano a quienquier que.l pidiere, / como pella a las dueñas, tómelo quien podiere». Su contenido es igualmente paródico. El Libro de buen amor es un arte de amar, con normas y recomendaciones para los enamorados. Pero un arte de amar en el que el enamorado no aprende, en el que no se dan consejos para amar sino más bien para fracasar en el amor. Es un arte de amar con mal resultado, un libro de ayuda, pero de mala ayuda. De algún modo, Juan Ruiz está poniendo del revés las artes de amar que venían circulando por la Edad Media, desde Ovidio a Andrés el Capellán.
En episodios particulares, como las aventuras de serrana, se hace muy visible este arte de la parodia, aquí conseguida mediante la modificación de los elementos de la pastorela con motivos amplificados o deformados de los cantares de serrana: el protagonista, en lugar del caballero galante, es ahora la desapuesta figura de un clérigo a lomos de una mula; el mal tiempo invernal de nieve y granizo ha desplazado a la bonanza de la primavera, el escenario arriscado del puerto ha sustituido al locus amoenus y, en fin, la serrana salteadora, hombruna, bravía y deforme ha ocupado el lugar de la pastora idealizada. De manera semejante al retrato paródico de las serranas, buscando esa inversión de papeles que provoca la risa regeneradora, Juan Ruiz no dudará en introducir también en otros episodios el retrato paródico del amante cortés, la contrafigura del caballero amante. Lo hace en la aventura más estilizada y sentimental del libro, la de la monja doña Garoza, con quien llega a compartir amor («enamoróme la monja e yo enamoréla»). Allí precisamente, cuando doña Garoza pide a Trotaconventos que le haga el retrato del amante, que se lo describa, Juan Ruiz introduce el retrato bufo, el contrapuesto al galante. Frente al ideal de belleza armoniosa, de rasgos proporcionados, el Arcipreste es un ser desmesurado y desigual: sus miembros grandes, trefudo (musculoso), la cabeza no chica, velloso y pescozudo, el cuerpo no muy largo, cabello prieto, orejudo, cejas apartadas y muy negras, andar enhiesto, nariz luenga, boca no pequeña, labios gordos y rojos, habla tumbal.
También la religión resulta ámbito fecundo para la parodia, como muestra el episodio de «las horas canónicas» (cs. 372-387). Allí se contiene una narración burlesca en la que Juan Ruiz hace coincidir las etapas de una conquista amorosa con el rezo de las horas canónicas, de maitines a completas. Esa parodia forma parte de una amplia digresión, en la que el Arcipreste culpa a don Amor de ser causa de todos los pecados mortales. Como un exemplum para ilustrar el pecado de la acidia (pereza), el Arcipreste reprocha a don Amor que, allí donde llega, hace rezar mal las horas canónicas a los clérigos, que se distraen, pierden atención y confunden el rezo, mezclando las frases litúrgicas con pensamientos eróticos en su amiga. El texto aparecerá así entreverado de versículos latinos, tomados de textos litúrgicos cantados y recitados durante el oficio. Estos versículos, colocados en medio de un nuevo contexto, cobran un sentido nuevo muy alejado de su valor originario, sufren una radical transformación semántica. Tal puede apreciarse, por ejemplo, en las primeras estrofas, donde las palabras latinas del Salmo 50 y de un himno de San Gregorio, se mezclan y confunden con los deseos eróticos del amante: «Do tu amiga mora comienças a levantar, / "Domine, labia mea" en alta voz a cantar, / Primo dierumomnium los estormentos tocar, / Nostras preces ut audiat e fázesla despertar».
Junto a estos procedimientos, es característico del libro, en la expresión lingüística, la superposición de un estilo culto y retórico al lado de otro más bajo y popular. El primero se manifiesta especialmente en el continuo empleo de la variación retórica, tanto la amplificatio rerum en múltiples repeticiones y enumeraciones a lo largo de la obra, tales como las de los pecados capitales, las propiedades del dinero, los efectos del amor o las cualidades de las dueñas chicas (c. 1.609-1.610), como la amplificatio verborum: reduplicaciones y frases seriadas (como en la súplica de las ranas a don Júpiter, c. 199) o frecuentes acumulaciones de sinónimos en la frase, procedimiento que alcanzará su máxima intensificación en la relación de los nombres de la alcahueta (c. 924-926). Igualmente se manifiesta ese estilo culto en el frecuente uso de la interrogación retórica (c. 1.427: «¿Qué onra es al león, al fuerte, al poderoso, / en matar un pequeño, al pobre, al coitoso?»), del encarecimiento por omisión (c. 1.310: «non quiero de la tienda más prólogo fazer») o de numerosos y repetidos juegos de concepto y de palabras (c. 121: «Quando la Cruz veía, yo siempre me omillava»; c. 1.256: «son parientes del cuervo, de cras en crasandavan»; c. 1.518: «porque Trotaconventos ya non anda nin trota»). Al lado de esa expresión retórica se hace continuamente presente la lengua viva y coloquial, mediante la incorporación de numerosas sentencias y refranes, el empleo de diferentes usos sintácticos populares (dativo ético, anacolutos, desplazamientos de la frase enunciativa por las más animadas interrogativas, admirativas o imperativas), del sufijo deformador o el diminutivo afectiva, y otros múltiples recursos que realzan y animan vigorosamente la expresión.
Semejante variedad ofrece también la métrica del libro. Al lado de la estrofa culta de cuaderna vía, generalizada en toda la obra, se le impone también a Juan Ruiz el uso inevitable de metros populares, especialmente de estructura zejelesca (troba cazurra a la panadera, cantares de ciego y cánticas a la Virgen), característica de la poesía popular de todas las épocas. La propia cuaderna vía será manejada con entera flexibilidad, alternando las combinaciones del verso de catorce y de dieciséis sílabas (aunque seguramente, como advirtió Corominas, no dentro de una misma estrofa ni de un mismo verso, por lo que nunca se romperá la uniformidad de los hemistiquios 7+7, 8+8), y sirviéndose de esa alternancia para obtener diferentes efectos expresivos, como puede advertirse, por ejemplo, en el episodio de doña Endrina, donde la introducción, los consejos de doña Venus y los razonamientos y fábulas de Trotaconventos transcurren en versos alejandrinos, mientras que las quejas de los amantes y su plática amorosa van formulados en versos de dieciséis sílabas.
En lo que antecede creemos que queda expuesto lo más reseñable de la vida y la obra de Juan Ruiz, arcipreste de Hita. Los datos biográficos que tenemos no son ciertamente ni seguros ni suficientes, pero sí más numerosos y sugerentes que lo eran hace unos años. Su condición de arcipreste y su formación culta catedralicia, bien sabidas ahora, no le impidieron recorrer variedad de escenarios geográficos ni entrar en contacto con las gentes más diversas de la sociedad de su tiempo, cuyas formas de vida y de pensamiento supo recoger bulliciosamente en los versos de su Libro de buen amor, uno de los monumentos literarios de la Edad Media.
Miguel Ángel Pérez Priego
UNED (Madrid)