Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoCapítulo XIX

Que filosofar es prepararse a morir


Dice Cicerón que filosofar no es otra cosa que disponerse a la muerte. Tan verdadero es este principio que el estudio y la contemplación parece que alejan nuestra alma de nosotros y la dan trabajo independiente de la materia, tomando en cierto modo un aprendizaje y semejanza de la muerte; o en otros términos, toda la sabiduría y razonamientos del mundo se concentran en un punto: el de enseñarnos a no tener miedo de morir. En verdad, o nuestra razón nos burla, o no debe encaminarse sino a nuestro contentamiento, y todo su trabajo tender en conclusión a guiarnos al buen vivir y a nuestra íntima satisfacción, como dice la Sagrada Escritura. Todas las opiniones del mundo convienen en ello: el placer es nuestro fin, aunque las demostraciones que lo prueban vayan por distintos caminos. Si de otra manera ocurriese, se las desdeñaría desde luego, pues ¿quién pararía mientes en el que afirmara que el designio que debemos perseguir es el dolor y la malandanza? Las disensiones entre las diversas sectas de filósofos en este punto son sólo aparentes; transcurramus solertissimas nugas119; hay en ellas más tesón y falta de buena fe de las que deben existir en una profesión tan santa; mas sea cual fuere el personaje que el hombre pinte, siempre se hallarán en el retrato las huellas del pintor.

Cualesquiera que sean las ideas de los filósofos, aun en lo tocante a la virtud misma120, el último fin de nuestra vida es el deleite. Pláceme hacer resonar en sus oídos esta palabra que les es tan desagradable, y que significa el placer supremo y excesivo contentamiento, cuya causa emana más   —46→   bien del auxilio de la virtud que de ninguna otra ayuda. Tal voluptuosidad por ser más vigorosa, nerviosa, robusta, viril, no deja de ser menos seriamente voluptuosa, y debemos darla el nombre de placer, que es más adecuado, dulce y natural, no el de vigor, de donde hemos sacado el nombre. La otra voluptuosidad, más baja, si mereciese aquel hermoso calificativo debiere aplicárselo en concurrencia, no como privilegio: encuéntrola yo menos pura de molestias y dificultades que la virtud, y además la satisfacción que acarrea es más momentánea, fluida y caduca; la acompañan vigilias y trabajos, el sudor y la sangre, y estas pasiones en tantos modos desvastadoras, producen saciedad tan grande que equivale a la penitencia. Nos equivocamos grandemente al pensar que semejantes quebrantos aguijonean y sirven de condimento a su dulzura (como en la naturaleza, lo contrario se vivifica por su contrario); y también al asegurar cuando volvemos a la virtud que parecidos actos la hacen austera e inaccesible, allí donde mucho más propiamente que a la voluptuosidad ennoblecen, aguijonean y realzan el placer divino y perfecto que nos proporciona. Es indigno de la virtud quien examina y contrapesa su coste según el fruto, y desconoce su uso y sus gracias. Los que nos instruyen diciéndonos que su adquisición es escabrosa y laboriosa y su goce placentero, ¿que nos prueban con ello sino que es siempre desagradable? porque, ¿qué medio humano alcanza nunca al goce absoluto? Los más perfectos se conforman bien de su grado con aproximarse a la virtud sin poseerla. Pero se equivocan en atención a que de todos los placeres que conocemos el propio intento de alcanzarlos es agradable: la empresa participa de la calidad de la cosa que se persigue, pues es una buena parte del fin y consustancial con el. La beatitud y bienandanza que resplandecen en la virtud iluminan todo cuanto a ella pertenece y rodea, desde la entrada primera, hasta la más apartada barrera.

Es, pues, una de las principales ventajas que la virtud proporciona el menosprecio de la muerte, el cual provee nuestra vida de una dulce tranquilidad y nos suministra un gusto puro y amigable, sin que ninguna otra voluptuosidad sea extinta. He aquí por qué todas las máximas convienen en este respecto; y aunque nos conduzcan de un común acuerdo a desdeñar el dolor, la pobreza y las otras miserias a que la vida humana está sujeta, esto no es tan importante como el ser indiferentes a la muerte, así porque esos accidentes no pesan sobre todos (la mayor parte de los hombres pasan su vida sin experimentar la pobreza, y otros sin dolor ni enfermedad, tal Xenófilo el músico, que vivió ciento seis años en cabal salud), como porque la muerte puede ponerlas fin cuando nos plazca, y cortar el hilo de todas nuestras desdichas. Mas la muerte es inevitable:

  —47→  

Omnes eodem cogimur; omnium
versatur urna serius, ocius,
    sors exitura, et nos in aeternum
       exsilium impositura cymbae121:



y por consiguiente si pone miedo en nuestro pecho, es una causa continua de tormento, que de ningún modo puede aliviarse. No hay lugar de donde no nos venga; podemos volver la cabeza aquí y allá como si nos encontráramos en un lugar sospechoso: quae quasi saxum Tantalo, semper impendet122. Con frecuencia nuestros parlamentos mandan ejecutar a los criminales al lugar donde el crimen se cometió; durante el camino hacedles pasar por hermosas casas, dispensadles tantos agasajos como os plazca,


       Non Siculae dapes
dulcem elaborabunt saporem;
    non avium citharaeque cantus
somnum reducent123:



¿pensáis, acaso que en ello recibirán satisfacción, y que el designio final del viaje, teniéndolo fijo en el pensamiento, no les haya trastornado el gusto de toda comodidad?


Audit iter, numeratque dies, spatioque viarum
metitur vitam; torquetur peste futura.124



La muerte es el fin de nuestra carrera; el objeto necesario de nuestras miras: si nos causa horror, ¿cómo es posible dar siquiera un paso adelante sin fiebre ni tormentos? El remedio del vulgo es no pensar en ella, ¿mas de qué brutal estupidez puede provenir una tan grosera ceguetud? Preciso le es hacer embridar al asno por el rabo:


Qui capite ipse suo instituit vestigia retro.125



No es maravilla si con frecuencia tal es atrapado en la red. Sólo con nombrar la muerte se asusta a ciertas gentes y la mayor parte se resignan cual si oyeran el nombre del diablo. Por eso le pone mano en su testamento hasta que el médico le desaucia; entonces Dios sabe, entre el horror y el dolor de la enfermedad de qué lucidez de juicio disponen los que testan.

Porque esta palabra hería con extremada rudeza los oídos de los romanos, teniéndola como de mal agüero, solían   —48→   ablandarla y expresarla con perífrasis: en vez de decir ha muerto, decían ha cesado de vivir, vivió; con que se pronunciara la palabra vida, aunque ésta fuera pasada, se consolaban. Hemos tomado nuestro difunto señor Juan de esa costumbre romana. Como se dice ordinariamente, la palabreja vale cualquier cosa. Yo nací entre once y doce de la mañana, el último día de febrero de mil quinientos treinta y tres, conforme al cómputo actual que hace comenzar el año en enero. Hace quince días que pasé de los treinta y nueve aires, y puedo vivir todavía otro tanto. Sin embargo, dejar de pensar en cosa tan lejana sería locura. ¡Pues qué!, a jóvenes y viejos ¿no sorprende la muerte de igual modo? A todos los atrapa como si acabaran de nacer; además no hay ningún hombre por decrépito que sea, que acordándose de Matusalén no piense tener por lo menos todavía veinte años en el cuerpo. Pero, ¡oh pobre loco!, ¿quién ha fijado el término de tu vida? ¿Acaso te fundas para creer que sea larga, en el dictamen de los médicos? Más te valiera fijarte en la experiencia diaria. A juzgar por la marcha común de las cosas, tú vives por gracia extraordinaria; has pasado ya los términos acostumbrados del vivir. Y para que te persuadas de que así es la verdad, pasa revista entre tus conocimientos, y verás cuántos han muerto antes de llegar a tu edad; muchos más de los que la han alcanzado, sin duda. Y de los que han ennoblecido su vida con el lustre de sus acciones, toma nota, y yo apuesto a que hallarás muchos más que murieron antes que después de los treinta y cinco años. Es bien razonable y piadoso tomar ejemplo de la humanidad misma de Jesucristo, que acabó su vida a los treinta y tres años. El hombre más grande, pero que fue sólo hombre, Alejandro, no alcanzó tampoco mayor edad. ¡Cuántos medios de sorprendernos tiene la muerte!


Quid quisque vitet, numquam homini satis
cautum est in horas.126



Dejando a un lado las calenturas y pleuresías, ¿quién hubiese jamás pensado que todo un duque de Bretaña hubiera de ser ahogado por la multitud como lo fue éste a la entrada del papa Clemente, mi paisano, en Lyón? ¿No has visto sucumbir en un torneo a uno de nuestros reyes, en medio de fiestas y regocijos? Y uno de sus antepasados, ¿no murió de un encontrón con un cerdo? Amenazado Esquilo de que una casa se desplomaría sobre él, para nada le sirvió la precaución ni el estar alerta pues pereció del golpe de una tortuga que en el aire se había desprendido de las garras de un águila; otro halló la muerte atravesando   —49→   el grano de una pasa; un emperador con el arañazo de un peine, estando en su tocador; Emilio Lépido por haber tropezado en el umbral de la puerta de su casa; Aufidio por haber chocado al entrar contra la puerta de la cámara del Consejo; y hallándose entre los muslos de mujeres, Cornelio Galo, pretor; Tigilino, capitán del Gueto en Roma; Ludovico, hijo de Guido de Gonzaga, marqués de Mantua. Más indigno es que acabaran del mismo modo Speusipo filósofo platónico, y uno de nuestros pontífices. El infeliz Bebis, juez, mientras concedía el plazo de ocho días en una causa, expiró repentinamente; Cayo Julio, médico, dando una untura en los ojos de un enfermo vio cerrarse los suyos, y en fin si bien se me consiente citaré a un hermano mío, el capitán San Martín, de edad de veintitrés años, que había dado ya testimonio de su valer: jugando a la pelota recibió un golpe que le dio en la parte superior del ojo derecho, y como le dejó sin apariencia alguna de contusión ni herida, no tomó precaución de ningún género, pero cinco o seis horas después murió a causa de una apoplejía que le ocasionó el accidente.

Con estos ejemplos tan ordinarios y frecuentes, que pasan a diario ante nuestros ojos, ¿cómo es posible que podamos desligarnos del pensamiento de la muerte y que a cada momento no se nos figure que nos atrapa por el pescuezo? ¿Qué importa, me diréis, que ocurra lo que quiera con tal de que no se sufra aguardándola? También yo soy de este parecer, y de cualquier suerte que uno pueda ponerse al resguardo de los males, aunque sea dentro de la piel de una vaca, yo no repararía ni retrocedería, pues me basta vivir a mis anchas y procuro darme el mayor número de satisfacciones posible, por poca gloria ni ejemplar conducta que con ello muestre:


Praetulerim... delirus inersque videri,
dum mea delectent mala me, vei denique fallant,
quam sapere, et ringi.127



Pero es locura pensar por tal medio en rehuir la idea de la muerte. Unos vienen, otros van, otros trotan, danzan otros, mas de la muerte nadie habla. Todo esto es muy hermoso, pero cuando el momento les llega, a sí propios, o, a sus mujeres, hijos o amigos, les sorprende y los coge de súbito y al descubierto. ¡Y qué tormentos, qué gritos, qué rabia y qué desesperación les dominan! ¿Visteis alguna vez nada tan abatido, cambiado ni confuso? Necesario es ser previsor. Aun cuando tal estúpida despreocupación pudiese alojarse en la cabeza de un hombre de entendimiento, lo cual tengo por imposible, bien cara nos cuesta luego. Si   —50→   fuera enemigo que pudiéramos evitar, yo aconsejaría tomar armas de la cobardía, pero como no se puede, puesto que nos atrapa igual al poltrón y huido que al valiente y temerario


Nompe et fugacem persequitur virum;
nec parcit imbellis inventae
    poplitibus timidoque tergo128,



y ninguna coraza nos resguarda, sea cual fuere su temple,


Ille licet ferro cautus se condat et aere,
    mors tamen inclusum protrahet inde caput129,



sepamos aguardarla a pie firme, sepamos combatirla, y para empezar a despojarla de su principal ventaja contra nosotros, sigamos el camino opuesto al ordinario; quitémosle la extrañeza, habituémonos, acostumbrémonos a ella. No pensemos en nada con más frecuencia que en la muerte; en todos los instantes tengámosla fija en la mente, y veámosla en todos los rostros; al ver tropezar un caballo, cuando se desprende una teja de lo alto, al más leve pinchazo de alfiler, digamos y redigamos constantemente, todos los instantes: «Nada me importa que sea éste el momento de mi muerte.» En medio de las fiestas y alegrías tengamos presente siempre esta idea del recuerdo de nuestra condición; no dejemos que el placer nos domine ni se apodere de nosotros hasta el punto de olvidar de cuántas suertes nuestra alegría se aproxima a la muerte y de cuan diversos modos estamos amenazados por ella. Así hacían los egipcios, que en medio de sus festines y en lo mejor de sus banquetes contemplaban un esqueleto para que sirviese de advertencia a los convidados:


Omnem crede diem tibi diluxisse supremum:
grata supervienet, quae non sperabitur, hora.130



No sabemos dónde la muerte nos espera; aguardémosla en todas partes. La premeditación de la muerte es premeditación de libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre; no hay mal posible en la vida para aquel que ha comprendido bien que la privación de la misma no es un mal: saber morir nos libra de toda sujeción y obligación. Paulo Emilio respondió al emisario que lo envió su prisionero el rey de Macedonia para rogar que no le condujera en su triunfo: «Que se haga la súplica a sí mismo.»

A la verdad en todas las cosas, si la naturaleza no viene en ayuda, es difícil que ni el arte ni el ingenio las hagan   —51→   prosperar. Yo no soy melancólico, sino soñador. Nada hay de que me haya ocupado tanto en toda ocasión como de pensar en la muerte, aun en la época más licenciosa de mi edad:


Jucundum quum aetas florida ver ageret131.



Hallándome entre las damas y en medio de diversiones y juegos, alguien creía que mi duelo era ocasionado por la pasión de los celos, o por alguna esperanza defraudada; sin embargo, en lo que pensaba yo era en alguno que habiendo sido atacado los días precedentes de unas calenturas, al salir de una fiesta parecida a la en que yo me encontraba, con la cabeza llena de ilusiones y el espíritu de contento, murió rápidamente, y a mi memoria venía aquel verso de Lucrecio:


Jam fuerit, nec post unquam revocare licebit.132



Ni éste ni ningún otro pensamiento ponían el espanto en mi ánimo. Es imposible que al principio no sintamos ideas tristes; pero insistiendo sobre ellas y volviendo a insistir, se familiariza uno sin duda; de otro modo, y por lo que a mí toca, hallaríame constantemente en continuo horror y frenesí, pues jamás hombre alguno estuvo tan inseguro de su vida; jamás ningún hombre tuvo menos seguridad de la duración de la suya. Ni la salud que he gozado hasta hoy, vigorosa y en pocas ocasiones alterada, prolonga mi esperanza, ni las enfermedades la acortan: figúraseme a cada momento que escapo a un gran peligro, y sin cesar me repito: «Lo que puede acontecer mañana, puede muy bien ocurrir dentro de un momento.» Los peligros, riesgos y azares nos acercan poco o nada a nuestro fin, y si consideramos cuántos accidentes pueden sobrevenir además del que parece ser el que nos amenaza con mayor insistencia, cuántos, millones de otros pesan sobre nuestras cabezas, hallaremos que nos siguen lo mismo en la mar que en nuestras casas, en la batalla que en el reposo, frescos que calenturientos: cerca está de nosotros en todas partes: Nemo altero fragilior est; nemo in crastinum sui certior133. Lo que he de ejecutar en vida me apresuro a rematarlo; todo plazo se me antoja largo, hasta el de una hora.

Alguien hojeando el otro día mis apuntes encontró una nota de algo que yo quería que se ejecutara después de mi muerte; yo le dije, como era la verdad, que hallándome cuando la escribí a una legua de mi domicilio, sano y vigoroso, habíame apresurado a asentarla, porque no tenía la certeza de llegar hasta mi casa. Ahora en todo   —52→   momento me encuentro preparado, y la llegada de la muerte no me sorprenderá, ni me enseñará nada nuevo. Es preciso estar siempre calzado y presto a partir tanto como de nosotros dependa, y sobre todo guardar todas las fuerzas de la propia alma para el caso:


Quid brevi fortes jaculamur aevo,
    multa?134



de todas habremos menester para tal trance. Uno se queja más que de la muerte por que le interrumpe la marcha de una hermosa victoria; otro por que le es preciso largarse antes de haber casado a su hija o acabado la educación de sus hijos; otro lamenta la separación de su mujer, otro la de su hijo, como comodidades principales de su vida. Tan preparado me encuentro, a Dios gracias, para la hora final, que puedo partir cuando al Señor le plazca, sin dejar por acá sentimiento de cosa alguna. De todo procuro desligarme. Jamás hombre alguno se dispuso a abandonar la vida con mayor calma, ni se desprendió de todo lazo como yo espero hacerlo. Los muertos más muertos son los que no piensan en el último viaje:


...Miser!, o miser (aiunt)!, omnia ademit
una dies infesta mihi tot praemia vitae135;



y el constructor dice:


Manent opera interrumpta, minaeque
murorum ingentes.136



Preciso es no emprender nada de larga duración, o de emprenderlo apresurarse a darle fin. Vinimos a la tierra para las obras y la labor:


Quum moriar, medium solvar et inter opus.137



Soy partidario de que se trabaje y de que se prolonguen los oficios de la vida humana tanto como se pueda, y deseo que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero sin temerla, y menos todavía siento dejar mi huerto defectuoso. He visto morir a un hombre que en los últimos momentos se quejaba sin cesar de que su destino cortase el hilo de la historia que tenía entre manos, del quince o diez y seis de nuestros reyes:

  —53→  

Illud in his rebus non addunt: nec tibi earum
jam desiderium rerum suber insidet una.138



Es preciso desprenderse de tales preocupaciones, que sobre vulgares son perjudiciales. Así como los cementerios han sido puestos junto a las iglesias y otros sitios los más frecuentados de la ciudad, para acostumbrar, decía Licurgo, al bajo pueblo, las mujeres y los niños, a no asustarse cuando ven a un hombre muerto, y a fin de que el continuo espectáculo de los osarios, sepulcros y convoyes funerarios sea saludable advertencia de nuestra condición:


Quin etiam exhilarare viris convivia caedo
mos olim, et miscere epulis spectacula dira
certantum ferro, saepe et super ipsa cadentum
pocula, respersis non parco sanguine mensis139;



y como los egipcios, después de sus festines, mostraban a los invitados una imagen de la muerte por uno que gritaba: «Bebe, y... alégrate, pues cuando mueras seras lo mismo» así tengo yo la costumbre, así tengo yo por hábito guardar, no sólo en la mente, sino en los labios, la idea y la expresión de la muerte. Y nada hay de que me informe con tanta solicitud como de la de los hombres: «qué palabra pronunciaron, qué rostro pusieron, qué actitud presentaron», ni pasaje de los libros en que me fije con más atención; así se verá que en la elección de los ejemplos muestro predilección grande por esta materia. Si compusiera yo un libro, haría un registro comentado de las diversas suertes de morir. Quien enseñase a los hombres a morir enseñarlos a vivir. Dicearco compuso una obra de título análogo, mas de diverso y menos útil alcance.

Se me responderá, acaso, que el hecho sobrepuja de tal modo la idea, que no hay medio que valga a atenuar la dureza de nuestro fin. No importa. La premeditación proporciona sin duda gran ventaja; y además, ¿no es ya bastante llegar al trance con tranquilidad y sin escalofrío? Pero hay más. La propia naturaleza nos da la mano y contribuye a inculcar ánimo en nuestro espíritu; si se trata de una muerte rápida y violenta, el tiempo material nos falta para temerla; si es más larga, advierto que a medida que la enfermedad se apodera de mí voy teniendo en menos la vida. Entiendo que tales pensamientos y resoluciones deben practicarse hallándose en buena salud, y así yo me conduzco, con tanta más razón cuanto que en mí comienza ya a flaquear el amor a las comodidades y la práctica del placer.   —54→   Veo la muerte con mucho menos horror que antes, lo cual me permite esperar que cuanto más viejo sea, más me resignaré a la pérdida de la vida. En muchas circunstancias he tenido ocasión de experimentar la verdad del dicho de César, quien aseguraba que las cosas nos parecen más grandes de lejos que de cerca, y así, en perfecta salud, he tenido más miedo a las enfermedades que cuando las he sufrido. El contento que me domina, el placer y la salud, muéstrame el estado contrario tan distinto, que mi fantasía abulta por lo menos el mal, el cual creo más duro estando sano que pesando sobre mí. Espero que lo propio me acontecerá con la muerte.

Estas mutaciones y ordinarias alternativas nos muestran cómo la naturaleza nos hace apartar la vista de nuestra pérdida y empeoramiento. ¿Qué le queda a un viejo del vigor de su juventud y de su existencia pasadas?


Heu!, senibus vitae portio quanta manet.140



Un soldado de la guardia de César, que se hallaba molido y destrozado, pidió al emperador licencia para darse la muerte. César, al contemplar su decrépito aspecto, le contestó ingeniosamente: «¿Acaso crees hallarte vivo?» Mas, guiados por su mano, por una suave y como insensible pendiente, poco a poco, y como por grados, acércanos a aquella miserable situación y nos familiariza con ella de tal modo, que no advertimos ninguna transición violenta cuando nuestra juventud acaba, lo cual es en verdad una muerte más dura que el acabamiento de una vida que languidece, cual es la muerte de la vejez. El tránsito del mal vivir al no vivir, no es tan rudo como el de la edad floreciente a una situación penosa y rodeada de males del cuerpo encorvado se aminoraron ya las fuerzas, y lo mismo las del alma; habituémosla a resistir los ataques. de la muerte. Pues como es imposible que permanezca en reposo mientras la teme, si logra ganar la calma (cosa como que sobrepuja la humana condición), de ello puede alabarse entonces pues es harto difícil que la inquietud, el tormento y el miedo, ni siquiera la menor molestia se apoderen de ella.


Non vultus instantis tyranni
mente qualit solida, neque Auster
dux inquieti turbidus Adriae,
nec fulminantis magna jovis manus.141



Conviértese en dueña de sus concupiscencias y pasiones, dueña de la indigencia, de la vergüenza, de la pobreza y de   —55→   todas las demás injurias de la fortuna. Gane quien para ello disponga de fuerzas tal ventaja. Tal es la soberana y verdadera libertad que nos comunica la facultad de reírnos de la fuerza y la injusticia, a la vez que la de burlamos de los grillos y de las cadenas.


In manices et
compedibus, saevo, te sub custode tenebo.
Ipse deus, simul atque volam, me solvet opinor,
hoc sentit: moriar. Mors ultima linea rerum est.142



Nuestra religión no ha tenido más seguro fundamento humano que el menosprecio de la vida. No sólo el discernimiento natural lo trae a nuestra memoria, sino que es necio que temamos la pérdida de una cosa, la cual estamos incapacitados de sentir después. Y puesto que de tan diversos modos estamos amenazados por la muerte, ¿no es mayor la pena que ocasiona el mal de temerlos todos para librarnos de tirio solo? ¿No vale más que venga cuando lo tenga a bien, puesto que es inevitable? Al que anunció a Sócrates que los treinta tiranos le habían condenado a morir, el filósofo contestó que la naturaleza los había condenado a ellos. ¡Qué torpeza la de apenarnos y afligirnos cuando de todo duelo vamos a ser libertados! Como el venir a la vida nos trae al par el nacimiento de todas las cosas, así la muerte hará de todas las cosas nuestra muerte. ¿A qué cometer la locura de llorar porque de aquí a cien años no viviremos, y por qué no hacer lo propio porque hace cien años no vivíamos? La muerte es el origen de nueva vida; al entrar en la vida lloramos y padecemos nuestra forma anterior; no puede considerarse como doloroso lo que no ocurre más que una sola vez. ¿Es razonable siquiera poner tiempo tan dilatado en cosa de tan corta duración? El mucho vivir y el poco vivir son idénticos ante la muerte, pues ambas cosas no pueden aplicarse a lo que no existe. Aristóteles dice que en el río Hypanis hay animalillos cuya vida no dura más que un día; los que de ellos mueren a las ocho de la mañana acaban jóvenes su existencia, y los que mueren a las cinco de la tarde perecen de decrepitud. ¿Quién de nosotros no tornaría a broma la consideración de la desdicha o dicha de un momento de tan corta duración? La de nuestra vida, si la comparamos con la eternidad, o con la de las montañas, ríos, estrellas, árboles y hasta con la de algunos animales, ¿no es menos ridícula?

Mas la propia naturaleza nos obliga a perecer. «Salid, nos dice, de este mundo como en él habéis entrado. El mismo   —56→   tránsito que hicisteis de la muerte a la vida, sin pasión y sin horror, hacedlo de nuevo de la vida a la muerte. Vuestro fin es uno de los componentes del orden del universo, es uno de los accidentes de la vida del mundo.


    Inter se mortales mutua vivunt,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Et, quasi cursores, vitae lampada tradunt.143



»¿Cambiaré yo por vosotros esta hermosa contextura de las cosas? La muerte es la condición de vuestra naturaleza; es una parte de vosotros mismos; os huís a vosotros mismos. La existencia de que gozáis pertenece por mitad a la vida y a la muerte. El día de vuestro nacimiento os encamina así al morir como al vivir.


    Prima, quea vitam dedit, hora, carpsit.144


Nascentes morimur; finisque ab origine pendet.145



»Todo el tiempo que vivís se lo quitáis a la vida: lo vivís a expensas de ella. El continuo quehacer de vuestra existencia es levantar el edificio de la muerte. Os encontráis en la muerte mientras estáis en la vida; pues estáis después de la muerte cuando ya no tenéis vida, o en otros términos: estáis muertos después de la vida; mas durante la vida estáis muriendo, y la muerte ataca con mayor dureza al moribundo que al muerto, más vivamente y más esencialmente. Si de la vida habéis hecho vuestro provecho, tenéis ya bastante: idos satisfechos.


Cur non ut plenus vitae conviva recedis?146



»Si no habéis sabido hacer de ella el uso conveniente, si os era inútil, ¿qué os importa haberla perdido? ¿Para qué la queréis todavía?


Cur amplius addere quaeris,
Rursum quod pereat male, et ingratum occidat omne?147



»La vida no es, considerada en si misma, ni un bien ni un mal; es lo uno o lo otro según vuestras acciones. Si habéis vivido un día lo habéis visto todo: un día es igual a siempre. No hay otra luz ni otra oscuridad distintas. Ese sol, esa luna, esas estrellas, esa armonía de las estaciones es idéntica a la que vuestros abuelos gozaron y contemplaron,   —57→   y la misma que contemplarán nuestros nietos y tataranietos.


Non allum videre patres, aliumve nepotes
adspicient.148



»La variedad y distribución de todos los actos de mi comedia se desarrollan en un solo año. Si habéis parado vuestra atención en el vaivén de mis cuatro estaciones, habréis visto que comprenden la infancia, adolescencia, virilidad y vejez del mundo: con ello ha hecho su partida; después comienza de nuevo, y siempre acontecerá lo mismo.


    Versamur ibidem, atque insumus usque.149


Atque in se sua per vestigia volvitur annus.150



»No reside en mi la facultad de forjaros nuevos pasatiempos:


Nam tibi praeterea quod machiner, inveniamque
quod placeat, nihil est: eadem sunt omnia semper.151



»Dejad a los que vengan el lugar, como los demás os lo dejaron a vosotros. La igualdad es la primera condición de la equidad. ¿Quién puede quejarse de un mal que todos sufren? Es, pues, inútil que viváis; no rebajaréis nada del espacio que os falta para la muerte: para ello todos vuestros esfuerzos son inútiles. Tanto tiempo como permanecéis en ese estado de temor, nada vale ni a nada conduce. Igual da que hubierais muerto cuando estabais en brazos de vuestra nodriza:


In vera nescis nullum fore morte alium te,
qui possit vivus tibi te lugere peremptum,
stansque jacentem?152



»Y si a tal estado de ánimo llegarais, no experimentaríais descontento alguno;


Nec sibi enim quisquam tum se, vitamque requirit.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Nec desiderium nostri nos afficit ullum.153



ni desearíais una vida cuya pérdida sentís tanto.

»Es la muerte menos digna de ser temida que nada, si hubiera alguna cosa más insignificante que nada.

  —58→  

Multo... mortem minus ad nos esse putandum.
Si minus esse potest, quam quod nihil esse videmus.154



»Ni muertos ni vivos debe concernirnos; vivos, porque existimos; muertos, porque ya no existimos. Nadie muere hasta que su hora es llegada el tiempo que dejáis era tan vuestro u os pertenecía tanto como el que transcurrió antes de que nacierais, y que tampoco os concierne.


Respice enim, quam nil ad nos anteacta vetustas
temporis aeterni fuerit.155



»Allí donde vuestra vida acaba está toda comprendida. La utilidad del vivir no reside en el tiempo, sino en el uso que de la vida se ha hecho: tal vivió largos días que vivió poco. Esperadla mientras permanecéis en el mundo: de vuestra voluntad pende, no del número de años el que hayáis vivido bastante. ¿Pensáis acaso no llegar al sitio donde marcháis sin cesar? No hay camino que no tenga su salida. Y por si el mal de muchos sirve a aliviaros, sabed que el mundo todo sigue la marcha que vosotros seguís.


...Omnia te, vita perfuncta, sequentur.156



Todo se estremece al par de vosotros. ¿Hay algo, que no envejezca cuando vosotros envejecéis y como vosotros envejecéis? Mil hombres, mil animales y mil otras criaturas mueren en el propio instante que vosotros morís.


Nam nox nulla diem, neque noctem aurora sequuta est,
quae non audierit mixtos vagitibus aegris
Ploratus, mortis comites et funeris atris.157



»¿A que os sirve retroceder? Bastantes habéis visto que se han encontrado bien hallados con la muerte por haber ésta acabado con sus miserias. ¿Mas, habéis visto alguien mal hallado con ella? Gran torpeza es condenar una cosa que no habéis experimentado ni en vosotros ni en los demás. ¿Por qué tú te quejas de mí y del humano destino? Aunque tu edad no sea todavía acabada, tu vida sí lo es; un hombrecito es hombre tan completo como un hombre ya formado. No se miden por varas los hombres ni sus vidas. Chirón rechaza la inmortalidad informado de las condiciones en que se le concede por el dios mismo del tiempo, por Saturno, su padre. Imaginad cuánto más perdurable sería la vida y cuán menos soportable al hombre, y cuanto más penosa de lo que lo es la que yo le he dado. Si la muerte no se hallare al cabo de vuestros días, me maldeciríais sin   —59→   cesar por haberos privado de ella. De intento he mezclado, alguna amargura, para impediros, en vista de la comodidad de su uso, el abrazarla con demasiada avidez, con indiscreción extremada. Para llevaros a una tal moderación, para que no huyáis de la vida ni tampoco de la muerte que exijo de vosotros, he entreverado la una y la otra de dulzores y amarguras. Enseñé a Thales, el primero de vuestros sabios, que el morir y el vivir eran cosas indiferentes, por eso al que le preguntó por qué no moría, respondiole prudentísinamente: Porque da lo mismo. El agua, la tierra, el aire, el fuego y otros componentes de mi edificio, así son instrumentos de tu vida como de tu muerte. ¿Por que temes tu último día? Tu último día contribuye lo mismo a tu muerte que los anteriores que viviste. Él último paso no produce la lasitud, la confirma. Todos los días van a la muerte: el último llega.» Tales son los sanos advertimientos de nuestra madre naturaleza.

Con frecuencia he considerado por qué en las guerras, el semblante de la muerte, ya la veamos en nosotros mismos ya en los demás, nos espanta mucho menos que en nuestras casas (si así no fuera compondríanse los ejércitos de médicos y de llorones); y siendo la muerte lo mismo para todos, he considerado también que la aguardan con mayor resignación las gentes del campo y las de condición humilde que los demás. En verdad creo que todo depende del aparato de horror de que la rodeamos el cual pone más miedo en nuestro ánimo que la muerte misma; los gritos de las madres, de las mujeres y de los niños; la visita de gentes pasmadas y transidas; la presencia numerosa de criados pálidos y llorosos; una habitación a oscuras; la luz de los blandones; la cabecera de nuestro lecho ocupada por médicos y sacerdotes: en suma, todo es horror y espanto en derredor nuestro: henos ya bajo la tierra. Los niños tienen miedo de sus propios camaradas cuando los ven disfrazados; a nosotros nos acontece lo propio. Preciso es retirar la máscara lo mismo de las cosas que de las, personas, y una vez quitada no hallaremos bajo ella a la hora de la muerte nada que pueda horrorizarnos. Feliz el tránsito que no deja lugar a los aprestos de semejante viaje.




ArribaAbajoCapítulo XX

De la fuerza de imaginación


Fortis imaginatio generat casum158, dicen las gentes disertas. Yo soy de aquellos a quienes, la imaginación avasalla: todos ante su impulso se tambalean, mas algunos dan en   —60→   tierra. La impresión de mi fantasía me afecta, y pongo todo esmero y cuidado en huirla, por carecer de fuerzas para resistir su influjo. De buen grado pasaría mi vida rodeado sólo de gentes sanas y alegres, pues la vista de las angustias del prójimo angustíame materialmente, y con frecuencia usurpo las sensaciones de un tercero. El oír una tos continuada irrita mis pulmones y mi garganta; peor de mi grado visito a los enfermos cuya salud deseo, que aquellos cuyo estado no me interesa tanto: en fin, yo me apodero del mal que veo y lo guardo dentro de mi. No me parece maravilla que la sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de los que no saben contenerla. Hallándome en una ocasión en Tolosa en casa de un viejo pulmoníaco, de abundante fortuna, el médico que le asistía, Simón Thomas, facultativo acreditado, trataba con el enfermo de los medios que podían ponerse en práctica para curarle y le propuso darme ocasión para que yo gustase de su compañía; que fijara sus ojos en la frescura de mi semblante y su pensamiento en el vigor y alegría en que mi adolescencia rebosaba, y que llenase todos sus sentidos de tan floreciente estado; así decía el médico al enfermo que su situación podría cambiar, pero olvidábase de añadir que el mal podría comunicarse a mi persona. Galo Vibio aplicó tan bien su alma a la comprensión de la esencia y variaciones de la locura que perdió el juicio; de tal suerte que fue imposible volverle a la razón. Pudo, pues, vanagloriarse de haber llegado a la demencia por un exceso de juicio. Hay algunos condenados a muerte en quienes el horror hace inútil la tarea del verdugo; y muchos se han visto también que al descubrirles los ojos para leerles la gracia murieron en el cadalso por no poder soportarla impresión. Sudamos, temblamos, palidecemos y enrojecemos ante las sacudidas de nuestra imaginación, y tendidos sobre blanda pluma sentimos nuestro cuerpo agitado por sí mismo algunas veces hasta morir; la hirviente juventud arde con ímpetu tal, que satisface en sueños sus amorosos deseos:


Ut, quasi transactis saepe, omnibu, rebu, profundant
fluminis ingentes fluctus, vestemque cruentent.159



Aunque no sea cosa desusada ver que le salen cuernos por la noche a quien al acostarse no los tenía, el sucedido de Cipo, rey de Italia, es por demás memorable. Había éste asistido el día anterior con interés grande, a una lucha de toros, y toda la noche soñó que tenía cuernos en la cabeza; y efectivamente, el calor de su fantasía hizo que le salieran. La pasión comunicó al hijo de Creso la palabra, de que la naturaleza lo había privado. Antíoco tuvo recias calenturas a causa de la belleza de Stratonice, cuya hermosura   —61→   habíase sellado profundamente en su alma. Refiere Plinio haber visto cambiarse a Lucio Cosicio de hombre en mujer el mismo día de sus bodas. Pontano y otros autores, cuentan análogas metamorfosis ocurridas en Italia en los siglos últimos. Y por vehemente deseo, propio y de su madre,


Vota puer solvit, quae femina voverat, Iphis.160



En el Vitry, francés vi a un sujeto a quien el obispo de Soissons había confirmado con el nombre de Germán; todas las personas de la localidad le conocieron como mujer hasta la edad de ventidós años, y le llamaban María. Era, cuando yo le conocí, viejo, bien barbado y soltero, y contaba que, habiendo hecho un esfuerzo al saltar, aparecieron sus miembros viriles. Aun hoy hay costumbre entre las muchachas del Vitry de cantar unos versos que advierten el peligro de dar grandes brincos, que podría exponerlas a verse en la situación de María-Germán. No es maravilla encontrar con frecuencia el accidente referido, pues si la imaginación ofrece poder en cosas tales, está además tan de continuo y tan fuertemente identificada con ellas, que para no volver al mismo pensamiento y vivo deseo, procede mejor la fantasía al incorporar de una vez para siempre la parte viril en las jóvenes.

A la fuerza de imaginación atribuyen algunos las cicatrices del rey Dagoberto y las llagas de san Francisco. Otros el que los cuerpos se leven de la tierra. Refiere Celso que un sacerdote levantaba su alma en éxtasis tan grande, que su cuerpo permanecía largo espacio sin respiración ni sensibilidad. San Agustín habla de otro a quien bastaba sólo oír gritos lastimeros, para ser trasportado instantáneamente tan fuera de sí, que era del todo inútil alborotarle, gritarle, achicharrarle y pincharle hasta que recobraba de nuevo los sentidos. Entonces declaraba haber oído voces, que al parecer sonaban a lo lejos, y echaba de ver sus heridas y quemaduras. Que el accidente no era fingido sino natural, probábalo el hecho de que mientras era presa de él, la víctima no tenía pulso ni alentaba.

Verosímil es que el crédito que se concede a las visiones, encantamientos y otras cosas extraordinarias provenga sólo del poder de la fantasía; la cual obra más que en las otras en las almas del vulgo, por ser más blandas e impresionables. Tan firmemente arraigan en ellas las creencias, que creen ver lo que no ven.

Casi estoy por creer que esos burlones maleficios con que algunas personas suelen verse trabadas (y no se oye hablar de otra cosa) reconocen por causa la aprensión y el miedo. Por experiencia sé que cierta persona de quien puedo dar   —62→   fe como de mí mismo, en la cual no podía haber sospecha alguna, de debilidad ni encantamiento, habiendo oído relatar un amigo suyo el suceso de una extraordinaria debilidad en que el del cuento había caído cuando más necesitado se hallaba el vigor y fortaleza, el horror del caso asaltó de pronto la imaginación del oyente o hízole atravesar situación análoga. De entonces en adelante experimentó repetidas veces tan desagradable accidente, porque el importuno recuerdo de la historia le agobiaba y tiranizaba constantemente. Pero encontró algún remedio a la ilusión de que era víctima con otra parecida, y fue que declarando de antemano la calamidad que le amarraba, ensanchose la contención de su alma, pues considerando el mal como esperado y casi irremediable, pesábale menos la preocupación. Cuando tuvo ocasión, libremente (encontrándose su pensamiento despejado y a sus anchas, y su cuerpo en la situación normal), de comunicar y sorprender el entendimiento ajeno, quedo curado por completo. La desdicha de que hablo no debe temerse sino en los casos en que nuestra alma se encuentre extraordinariamente embargada por el deseo y el respeto, y también allí donde todo lo allanó la facilidad y la urgencia precisa. Yo sé de alguien a quien procuró medio el satisfacerse en otra parta para calmar los ardores de su furor, y que por la edad se encuentra menos impotente precisamente por ser menos potente; y de otro, a quien ha sido de utilidad grandísima el que un amigo le haya asegurado que se encuentra, provisto de una contrabatería de encantamientos, seguros a preservarle. Pero mejor será que refiera el caso menudadamente.

Un conde de alcurnia distinguida, de quien yo era amigo íntimo, casó con una hermosa dama que antes había sido muy solicitada y requerida por uno de los que asistían a la bodas. El desposado hizo entrar en cuidado a sus amigos, principalmente a una dama de edad, parienta suya, en cuya casa tenía lugar la ceremonia, y que la presidía, mujer humorosa de estas brujerías, quien así me lo confesó. Por casualidad guardaba yo en mi cofre una piececita de oro delgada, que tenía grabadas algunas figuras celestes, y que era remedio eficaz contra las insolaciones y el dolor de cabeza, colocándola, en la sutura del cráneo; para que la medallita pudiera llevarse estaba sujeta a un cordón suficientemente largo que podía rodear la cara, y anudarlo junto a la garganta; ensueño es este idéntico al de que voy hablando. Santiago Pelletier161, viviendo en mi casa, me había hecho tan singular presente. Ocurriome sacar de él algún partido, y dije al conde que también él podía correr peligro de impotencia a causa del encantamiento de algún rival, añadiendo   —63→   que se acostara en seguida, que yo me encargaba de prestarle un servicio de amigo, y que ponía a su disposición un milagro, cuyo poder de realizarlo residía en mis manos, siempre y cuando que por su honor me jurase guardar, el más profundo secreto, y que le recomendaba únicamente que durante la noche, cuando fuéramos a llevarlos la colación al lecho, si las cosas no habían ido a medida de sus deseos, me hiciera una señal, convenida previamente. Había tenido el alma tan intranquila y los oídos le chillaron tanto por mis palabras, que sufrió los efectos de su imaginación y me hizo la señal a la hora prescrita. Yo le dije entonces, sin que nadie nos oyera, que se levantara con el pretexto de echarnos de la alcoba, y que, como jugando, se apoderase de mi bata (éramos de estatura casi idéntica) y se cubriera con ella mientras practicaba la recomendación que le hiciera, lo cual ejecutó; añadí que cuando nos marcháramos saliera a orinar, recitara tres veces ciertas oraciones y ejecutara ciertos movimientos; que cada una de esas tres voces se ciñera el cordón que yo lo daba en la cintura y se aplicara la medalla que con él iba sujeta a los riñones, teniendo el cuerpo en determinada posición; y por último, que, después de haber practicado escrupulosamente todas mis instrucciones sujetara bien el cordón, a fin de que no pudiera desatarse ni moverse del lugar en que lo tenía, y que se dirigiese con tranquilidad completa a su labor, sin olvidarse de tender mi traje sobre la cama, de modo que los cubriera a los dos. Todas estas patrañas constituyen lo principal del efecto; nuestra mente no puede rechazar el que medios tan extraños no procedan de alguna ciencia abstrusa; su insignificancia misma los reviste de autoridad, y hace que se respeten. En conclusión; es lo cierto que los signos de la medalla se mostraron más venéreos que solares, más activos que prohibitivos. Fue un capricho repentino Y malicioso lo que me invitó a tal acción, alejado por lo demás de mi naturaleza. Soy enemigo de las acciones sutiles y fingidas; odio las finezas, no sólo las recreativas, sino también las provechosas. Si el acto en sí mismo no es vicioso, en cambio el procedimiento sí lo es.

Amasis, rey de Egipto, casó con Laodice, hermosísima joven griega. Mas el soberano, que se había mostrado vigoroso con las demás mujeres, no acertó a disfrutar de Laodice, y la amenazó con darla muerte, creyendo que la causa de su debilidad fuera cosa de brujería. Para remediar la desdicha recomendole la dama la práctica de actos devotos, y habiendo ofrecido a Venus ciertas promesas, encontrose divinamente fuerte la noche que siguió a las oblaciones y sacrificios. Hacen mal las mujeres en adoptar continente melindroso de contrariedad; todo eso nos debilita y acalora. Decía la suegra de Pitágoras que la mujer que se acuesta con un hombre debe con su chambra dejar   —64→   también la vergüenza y tomarla de nuevo con las enaguas. El alma del varón, intranquila por alarmas diversas, piérdese fácilmente; aquel a quien la imaginación hizo sufrir una vez tal percance (no acontece esto sino en los primeros ayuntamientos, por lo mismo que son más hirvientes y rulos; y también por el temor de que no salga el disparo, recelo que la vez primera es mucho más grande el sobrecogimiento). Y cuando se principia mal, el espíritu se altera y despecha del accidente, que persiste en las ocasiones sucesivas.

Los casados, como tienen por suyo todo el tiempo, no deben buscar ni apresurar el acto si no están en disposición de realizarlo. Preferible es incurrir en falta en el estreno de la cópula nupcial, llena de agitación y fiebre, y aguardar ocasión más propicia y menos revuelta, a caer en una perpetua miseria por la desesperación que acarrea el primer fracaso. Antes de la posesión debe el paciente de cuando en cuando hacer ensayos sin acalorarse ni extremarse para asegurarse así de sus fuerzas. Y los que son en este punto de naturaleza fácil, procuren por imaginación contenerse.

Con razón se ha advertido la indócil rebeldía de este órgano, que se subleva importunamente, cuando de ello no hemos menester, y se aplaca, más importunamente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contrario. Tan imperiosamente se opone a nuestra voluntad, que rechaza con altivez y obstinación indomables lo mismo nuestras solicitaciones mentales que las manuales. Sin embargo de que se censura su rebelión y por ello se la condena, si estuviese yo encargado de defender su proceder, acaso hiciera cómplices a los otros miembros, sus compañeros, de haberle motejado por pura envidia de la importancia y dulzura de sus funciones; de haber todos juntos conspirado contra él y de hacerle cargar con la responsabilidad de una culpa común. Considerad, si no, si hay siquiera una sola parte de nuestro cuerpo que no se oponga con frecuencia más que sobrada a la determinación de nuestra voluntad. Cada cual tiene sus pasiones propias que la despiertan o adormecen sin nuestro con sentimiento. ¡Cuántas veces declara nuestro rostro los pensamientos que guardamos secretos y nos traiciona ante las personas que nos rodean! La causa misma que vivifica el órgano de que hablo anima también, sin que nos demos cuenta de ello, el corazón, el pulmón y el pulso; la vista de un objeto grato esparce imperceptiblemente en nosotros la llama de una emoción febril. ¿Acaso son sólo los músculos y las venas los que se aplacan o ponen rígidos, sin licencia, no ya sólo de nuestra voluntad, sino tampoco de nuestro pensamiento cabe? No ordenamos o nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestras carnes que tiemblen por el deseo o el temor; la mano se dirige con frecuencia donde nosotros no la ordenamos   —65→   que vaya; la lengua enmudece y la voz se apaga cuando se las antoja; en ocasión en que no tenemos viandas ni agua a nuestro alcance prohibiríamos de buen grado a nuestro apetito la excitación y haríamos que nuestra sed se aplacara, pero no alcanza a tanto nuestro poder; nos ocurre lo mismo que con el otro apetito de que antes hablé; las ganas de comer nos abandonan cuando se les antoja. Los órganos que sirven a descargar el entre se dilatan o contraen por sí mismos, e igualmente los que desocupan los riñones. Lo que san Agustín escribe para demostrar el poderío de nuestra voluntad de alguien que ordenaba a su trasero expeler tantos pedos como quería, y que Vives, glosador del santo, apoya con otro ejemplo de su época, diciendo que algunos tienen la facultad de expeler vientos musicales, que concuerdan con el tono de voz que se les impone, no supone ninguna obediencia del trasero, pues en general, puede decirse que no hay órgano más impertinente y tumultuario. Sé de uno tan turbulento y rebelde, que lleva ya cuarenta años obligando a su dueño a peer constante e incesantemente y que le llevará así al sepulcro. Y a, Dios pluguiera que hubiese tenido noticia por las historias de semejante monstruosidad. ¡Cuantísimas veces, por oponernos a la salida de un solo pedo, nuestro vientre nos coloca en el dintel de una muerte angustiosísima! El emperador que nos dio libertad absoluta de peer162 en todas partes, no nos hubiera podido otorgar lo mismo la facultad de hacerlo cuando lo tuviéramos por conveniente. Pero nuestra voluntad, a que acusamos de impotencia en este particular, podríamos igualmente censurarla de rebelión y sedición en otros puntos por su desorden y desobediencia. ¿Quiere en toda ocasión lo que desearíamos que quisiera? ¿No sucede muchas veces que anhela aquello que la prohibimos, precisamente lo que nos daña? ¿Acaso se deja conducir por los principios de nuestra razón? En conclusión diré, en beneficio de mi defendido163que me place considerar que su causa está inseparable e indistintamente unida a la de un consocio; y sin embargo, aquél sólo carga con los vidrios rotos, y por argumentos y cargos tales, vista la condición de las partes, no pueden en modo alguno pertenecer ni concernir a dicho consocio, pues el fin de éste es a veces invitar a destiempo, pero nunca oponerse, y también invitar sin esfuerzo, todo o cual es prueba palmaria de la animosidad e ilegalidad de los acusadores. De todos modos, protestando que los abogados y jueces pierden el tiempo al emitir quejas y formular sentencias, la naturaleza seguirá la marcha que le acomode y habrá obrado acertadamente aun cuando haya dotado a este miembro de algún privilegio particular, como   —66→   autora de la única obra inmortal entre los mortales. Por eso consideraba Sócrates la generación como acto divino, y el amor como deseo de inmortalidad y espíritu inmortal.

Hay quien a causa del efecto de su imaginación deja aquí las escrófulas164que su compañero llevará a España. Por eso, para tales casos acostumbraba a recomendarse que el espíritu se encontrara en buena disposición. Por idéntica razón preparan los médicos de antemano la fe de sus pacientes en los medicamentos, con tantas promesas falsas de curación, a fin de que el efecto de la fantasía supla la inutilidad de sus pócimas. Saben bien que uno de los maestros de su arte les dejó escrito que hubo personas a quienes hizo el efecto sólo la vista de la medicina. Hame venido lo apuntado a la memoria recordando la relación que me hizo un boticario que estaba al servicio de mi difunto padre, hombre sencillo, suizo de nación, que es un pueblo nada charlatán ni embustero. Contome haber tratado largo tiempo en Tolosa a un comerciante enfermizo, sujeto al mal de piedra, que tenía con suma frecuencia necesidad de darse lavativas y se las hacía preparar por los médicos, según las alternativas del mal; luego que le presentaban el líquido con todos los adminículos veía si estaba demasiado caliente, y héteme aquí a nuestro enfermo tendido boca abajo, con todos los preparativos admirablemente dispuestos, pero que en fin de cuentas no tomaba lavativa alguna. Alejado el médico de la alcoba, el paciente se instalaba como si realmente se hubiese aplicado el remedio y experimentaba efecto igual al que sienten los que le practican. Y si el facultativo consideraba que no se había puesto bastantes, recomdábale dos o tres más en forma idéntica. Jura mi testigo que para economizar el gasto, pues el enfermo pagaba como si las hubiera recibido, la mujer de éste le presentó varias veces sólo agua tibia; el efecto nulo descubrió el engaño, y por haber encontrado inútiles las últimas, fue necesario volver a las preparadas por la farmacopea.

Una mujer que creía haber tragado un alfiler con el pan que comía, gritaba y se atormentaba como si sintiera en la garganta un dolor insoportable, donde, a su entender, teníalo detenido; pero como no había hinchazón ni alteración en la parte exterior, una persona hábil que estaba junto a ella consideró que la cosa no era más que aprensión, que obedecía a algún pedacito de pan que la había arañado al pretender tragarlo; hizo vomitar a la mujer y puso a escondidas en lo que arrojó un alfiler torcido. La paciente, creyendo en realidad haberlo expulsado, sintiose de pronto libre de todo mal y dolor. Sé que un caballero   —67→   que había dado un banquete a varías personas de la buena sociedad se vanagloriaba, por pura broma, pues, la cosa no era cierta, de haber hecho comer a sus invitados un pastel de gato; una señorita de las convidadas se horrorizó tanto al saberlo que cayó enferma con calenturas, perdió el estómago y fue imposible salvarla. Los animales mismos vense como nosotros sujetos al influjo de la imaginación; acredítanlo los perros que se dejan sucumbir de dolor a causa, de la muerte de sus amos; vémoslos ladrar y agitarse en sueños, y a los caballos relinchar y desasosegarse. Todo lo cual puede explicarse por la estrecha unión de la materia y el espíritu, que se comunican entre sí sus estados mutuos; por eso la imaginación actúa a veces, no ya contra el propio cuerpo, sino también contra el ajeno. De la misma suerte que un cuerpo comunica el mal a su vecino, como se ve en a epidemias, en las bubas y en los males de los ojos, que pasan de unos en otros:


Dum spectan oculi laesos, laeduntur et ipsi;
    multaque corporibus transitione nocent165,



así la imaginación, vehemente sacudida, lanza dardos que alcalizan a otro cuerpo que no es el suyo. La antigüedad creía que ciertas mujeres de Escitia, cuando tenían a alguien mala voluntad, podían matarle con la mirada. Las tortugas y los avestruces incuban sus huevos con la vista sola, prueba evidente de que poseen alguna virtud ocular. Dícese que los brujos tienen dañina la mirada:


Nescio quis teneros oculus mihi fascinat agnos166;



pero yo no doy crédito a la ciencia de mágicos y adivinos. Por experiencia vemos que las mujeres producen en el cuerpo de las criaturas que paren los signos de sus caprichos, como la que parió un moro. A Carlos, emperador rey de Bohemia, fue presentada una muchacha cubierta de pelos erizados, cuya madre decía haber sido así concebida a causa de una imagen de san Juan Bautista que tenía colgada junto al lecho.

Lo propio acontece a los animales, como vemos por las ovejas de Jacob y por las perdices que la nieve blanquea en las montañas. Poco ha viose en mi casa un gato que acechaba a un pájaro colocado en lo alto de un árbol; los ojos del uno estuvieron clavados en los del otro un corto espacio y luego el pájaro se dejó caer como muerto entre las patas del gato, bien trastornado por su propia imaginación, bien atraído por alguna fuerza peculiar del felino. Los amantes de la caza de halconería conocen el cuento del   —68→   halconero, que, fijando obstinadamente su mirada en la de un milano que volaba, apostaba que le hacía dar en tierra por virtud de la sola fuerza de su mirada, y ganaba la apuesta, según cuentan; pues debo advertir que las historias que traigo aquí a colación déjolas sobre la conciencia de aquellos en quienes las encontré. Mías son las reflexiones, que pueden demostrarse por la razón, sin echar mano de casos particulares. Cada cual puede acomodar a la doctrina sus ejemplos, y quien no los tenga, que no sea incrédulo, en atención a número y variedad de los fenómenos de la naturaleza. Si me sirvo de ejemplos que no cuadran exactamente con los asuntos de que hablo, que otro los acomode más pertinentes. De manera que, en el estudio que aquí hago de nuestras costumbres y transportes, los testimonios fabulosos, siempre y cuando que sean verosímiles, me sirven como si fuesen auténticos. Acontecido o no, en Roma o en París, a Juan o a Pedro, siempre será la cosa un rasgo de la humana capacidad que yo utilizo. Léolo y aprovécholo igualmente en sombra que en cuerpo; en los casos diversos que las historias citan me sirvo de los que son más raros y dignos de memoria. Hay autores cuyo único fin es relatar los acontecimientos; el mío, si a él acertara a tocar, sería escribir, no lo acontecido, sino lo que puede acontecer. Lícito es en las discusiones de filosofía atestiguar con cosas verosímiles cuando no existen las reales; yo no voy tan allá, sin embargo; y sobrepaso en escrupulosidad a las historias mismas. En los ejemplos que saco de lo que he leído, oído, hecho o dicho tengo por sistema no alterar ni modificar siquiera las más inútiles circunstancias: mi conciencia no falsifica ni una coma; de mi falta de ciencia no puedo responder lo mismo.

Creo yo que la ocupación de escribir la historia conviene bien a un teólogo o a un filósofo, y en general a los hombres prudentes, de conciencia exacta y exquisita. Sólo ellos, pueden deslindar su fe de las creencias del pueblo, responder de las ideas de personas desconocidas y mostrar sus conjeturas como moneda corriente. De las acciones que pasan ante su vista y que se prestan a interpretaciones varias opondríanse a prestar juramento ante un juez, y por íntimo trato que tuvieran con un hombre rechazarían igualmente el responder con plenitud de sus intenciones. Tengo por menos aventurado escribir sobre las cosas pasadas que sobre las presentes, entre otras razones porque en las primeras el escritor no tiene que dar cuenta sino de una verdad prestada.

Me invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiempo, considerando que los veo con ojos menos desapacibles que los demás, y más de cerca, por la proximidad en que la fortuna me ha puesto de los jefes de los distintos partidos. Pero no saben aquéllos que por alcanzar la gloria de Salustio   —69→   no me procuraría ningún mal rato, como enemigo jurado que soy de toda obligación asidua y constante; ni que nada hay tan contrario a mi estilo como una narración dilatada. Falto de alientos, deténgome a cada momento. Ignoro más que una criatura los vocablos y frases que se aplican a las cosas más comunes; por eso he tomado a mi cargo el escribir sólo sobre aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas. Si me impusiera un asunto determinado, mi medida podría faltar a la suya, y como la libertad mía es tan grande, emitiría juicios que, en mi sentir mismo y conforme a las luces de la razón, serían injustos y censurables.

Plutarco nos diría seguramente que en sus obras no es él responsable si todos sus ejemplos no son enteramente auténticos; que fueran útiles a la posteridad y estuvieran presentados de modo que nos encaminaran a la virtud, fue lo que procuro. No ocurre lo mismo que con las medicinas con los cuentos antiguos: en éstos es indiferente que la cosa pasara así, o de otro modo diferente.




ArribaAbajoCapítulo XXI

El beneficio de unos es perjuicio de otros


El ateniense Demades condenó a un hombre de su ciudad, cuyo oficio era vender las cosas necesarias para los entierros, so pretexto de que de su comercio quería sacar demasiado provecho y de que tal beneficio no podía alcanzarlo sin la muerte de muchas gentes. Esta sentencia me parece desacertada, tanto más, cuanto que ningún provecho ni ventaja se alcanza sin el perjuicio de los demás; según aquel dictamen habría que condenar, como ilegítimas, toda suerte de ganancias. El comerciante no logra las suyas sino merced a los desórdenes de la juventud; el labrador se aprovecha de la carestía de los trigos; el arquitecto de la ruina de las construcciones; los auxiliares de la justicia, de los procesos querellas que constantemente tienen lugar entre los hombres; el propio honor y la práctica de los ministros de la religión débese a nuestra muerte y a nuestros vicios; a ningún médico le es grata ni siquiera la salud de sus propios amigos, dice un autor cómico griego, ni a ningún soldado el sosiego de su ciudad, y así sucesivamente. Más aun puede añadirse: examínese cada uno en lo más recóndito de su espíritu, y hallará que nuestros más íntimos deseos en su mayor número, nacen y se alimentan a costa de nuestros semejantes. Todo lo cual considerado, me convence de que la naturaleza no se contradice en este punto en su marcha general, pues los naturalistas aseguran que el nacimiento, nutrición y multiplicación de cada   —70→   cosa tiene su origen en la corrupción y acabamiento de otra.


Nan, quodcumque suis mutatum finibus exit
continuo hoc mors est illius, quod fuit ante.167






ArribaAbajoCapítulo XXII

De la costumbre y de la dificultad de cambiar los usos recibidos


Bien comprendió el imperio de la fuerza de la costumbre el que primero forjó el cuento siguiente: una aldeana estaba habituada a acariciar y a llevar en brazos un ternerillo desde el momento en que salió del vientre de la vaca, y de tal modo se hizo a ello, que cuando el animal se convirtió en buey, todavía lo conducía entre sus brazos. La costumbre es al par maestra violenta y traidora. Ella fija en nuestro espíritu, poco a poco y como si de ello no nos diéramos cabal cuenta el peso de su autoridad, y por suave que sea la pendiente por donde descendamos ocurre un día que ha dejado bien sellada su huella en nuestra naturaleza. Vémosla de tal modo violentar siempre las leyes de ésta, que cuando menos lo pensamos nos descubre un rostro tiránico, que carecemos de fuerzas para mirar de frente; Usus efficacissimus rerum omnium magiter168. Creo de buen grado en el antro de que Platón habla en su República; y en los médicos que con frecuencia abandonan a su autoridad las razones de su arte; y en aquel rey que por hábito hizo su estómago refractario al veneno, y en la joven de que habla Alberto, la cual se alimentaba con arañas; y por fin creo que en ese mundo de las Indias Nuevas se encontraron pueblos grandes, de climas diversos, que se alimentaban y hacían provisión, manteniéndolos, de langostas, hormigas, lagartos y murciélagos: en esos países fue vendido un sapo en seis escudos, en una época de carencia de víveres, y cuecen esos animales aderezándolos con diversas salsas. Otros pueblos se vieron en que las carnes de que nosotros nos alimentamos eran para ellos venenosas y mortíferas. Consuetudinis magna vis est: pernoctant venatores in nive; in montibus uri se patiuntur; pugiles caestibus contusi, ne ingemiscunt quidem169.

Ejemplos tales, que parecen peregrinos, no lo son si consideramos (lo cual experimentamos ordinariamente), cuánto   —71→   la costumbre embota nuestros sentidos. No nos precisa conocer lo que se nos relata de los vecinos de las cataratas del Nilo; ni lo que los filósofos juzgan de la música celeste; o sea que estos cuerpos, siendo como son sólidos y lisos, cuando se frotan y chocan unos con otros, por virtud de sus movimientos, no pueden dejar de producir una harmonía maravillosa, conforme a la medida, y al tono cuyas variedades les imprimen movimientos y cadencia. Pero tales harmonías no las advierten los oídos de los mortales, adormecidos como los de los egipcios, a causa de la continuidad del sonido. Los herradores, molineros y armeros no podrían soportar el estruendo propio de sus respectivos oficios si como a nosotros, que no los ejercitamos, los impresionaran.

El perfume que se desprende de mi coleto lo percibe mi olfato por espacio de tres días, mas el cuarto ya no lo advierten sino los circunstantes. Más singular es todavía el que a pesar de largos intervalos e intermisiones, la costumbre pueda siempre establecer y unir el efecto de su impresión sobre nuestros sentidos, como les ocurre a los que viven cerca de los campanarios. Yo ocupo en mi casa una torre en la cual al toque de diana y al anochecer una campana grande toca diariamente el Ave María. Tal estrépito estremece a la torre misma, y si bien pareciome insoportable los primeros días, poco después me acostumbré a él, de modo que hoy lo oigo como si tal cosa, y muchas veces hasta sin despertarme.

Platón reprendió a un muchacho que jugaba a los dados. El chico le contestó que por fútil pretexto le reprendía. La costumbre, repuso Platón, no es cosa insignificante ni fútil. Yo entiendo que nuestros mayores vicios emprenden su ruta desde nuestra más tierna infancia y que nuestra dirección principal se encuentra encomendada a nuestras nodrizas. Para las madres suele ser cosa de pasatiempo ver que un niño retuerce el cuello a un pollo, y que se divierte maltratando a un perro o a un gato; y padres hay de simplicidad tal, que consideran como excelente augurio de alma marcial el ver a sus criaturas injuriar y, pegar a un campesino o a un lacayo que no se defienden; y toman a gracia el ver a sus hijos engañar a sus camaradas maliciosa y deslealmente. Tales comienzos son, sin embargo, las verdaderas semillas y raíces de la crueldad, de la tiranía y de la traición; así germinan y se educan después frondosamente, acabando su desarrollo en manos de la costumbre. Es dañosa en alto grado el excusar tan perversas inclinaciones fundándose en la tierna edad y debilidad de la criatura, pues, en primer lugar, es la naturaleza que se exterioriza, cuya voz es entonces más pura y más ingenua cuanto es más débil y más nueva; en segundo lugar, la fealdad del engaño no depende de la diferencia de valer que puede haber entre un escudo o un alfiler; depende   —72→   o se fundamenta en la naturaleza misma de la falta. Hallo, pues, bien razonable la conclusión siguiente: ¿Por qué no engañará tratándose de escudos, puesto que engañó tratándose de alfileres? No vale responder que estas faltas son insignificantes y que el muchacho no pasará a mayores. Es indispensable inculcar en la naturaleza de la niñez el odio al vicio; precísales comprender la natural deformidad del mismo; es indispensable que huyan de él y no ya sólo de cometerlo, sino que la idea misma les aparezca odiosa de cualquier suerte que el vicio sea.

Estoy convencido de que por haberme acostumbrado desde niño a marchar por el buen camino y a no poner engaños ni falacias en mis juegos infantiles (menester es advertir que los de la niñez no son tales juegos, menester es juzgarlos en las criaturas como sus acciones más serias), no hay pasatiempo, por ligero que sea, al cual deje yo de aportar por natural propensión, instintivamente, una tenaz oposición al engaño. En los juegos de baraja mi lealtad es idéntica, trátese de cuartos o de doblones; lo mismo cuando me es indiferente ganar o perder, cuando juego con mi mujer y mi hija, que cuando me las he con un extraño. Mis propios ojos bastan para que me mantenga digno. No hay quien pueda vigilarme tan de cerca, ni nadie a quien yo respete más.

En mi casa acabo de ver un hombrecillo natural de Nantes, que careciendo de brazos había acostumbrado tan bien sus pies al servicio que le debían las manos, que sus extremidades inferiores habían olvidado, o medio olvidado su natural oficio. Los llamaba sus manos, y con ellos cortaba, cargaba y descargaba una pistola, enhebraba su aguja, cosía, escribía, se quitaba el gorro, se peinaba, jugaba a la baraja y a los dados y manejaba ambas cosas con destreza tal que maravillaba; el dinero que yo le dí (pues ganaba su vida mostrándose a todo el mundo), lo cogió con su pie como nosotros lo cogemos con la mano. He visto otro hombre, siendo yo niño, que manejaba un espadón y una alabarda, con el pliegue de su cuello, sin las manos, que no tenía: arrojábalos y cogíalos con increíble destreza; lanzaba una daga y hacía chasquear un látigo como el más experto de los carreteros.

Estos efectos de la costumbre descúbrense todavía mejor en la impresión que produce en nuestra alma, donde no encuentra tanta resistencia. ¿De qué poderío no dispone sobre nuestros juicios y creencias? Hay opinión, por extraña que sea (y dejo a un lado toda la grosera impostura de las religiones, con la cual tantas naciones populosas y tantos personajes esclarecidos hanse visto dominados, pues en las religiones, estando por cima de la humana razón, es más excusable el extravío a quien por modo sobrenatural no se encuentra socorrido por el favor divino); en cosas puramente   —73→   terrenales, ninguna hay, por extraordinaria y peregrina que sea, que la costumbre no haya implantado como ley allí donde bueno le ha parecido. No puede, pues, ser más justa esta antigua sentencia: Non pudet physicum, id est, speculatorem venatoremque naturae, ab animis consuetudine imbutis quaerere testimonium veritatis170.

Creo firmemente que no pasa por la humana imaginación ningún capricho por estrambótico que sea, que no encuentre el ejemplo en alguna costumbre pública, y por consiguiente que nuestra razón no explique y apoye. Pueblos hay en que se vuelve la espalda a la persona que se saluda y nunca se mira a la persona a quien trata de honrarse. Hay otros en que cuando el rey escupe, la más favorecida de las damas de su corte tiende la mano, y en otra nación los más próximos al monarca se bajan al suelo para recoger con un trapo sus basuras. Dejemos aquí lugar para relatar un cuento.

Tenía un noble francés la costumbre de sonarse las narices con la mano, cosa en verdad enemiga de nuestra usanza, y defendía tal hábito, pues era hombre presto a encontrar respuestas atinadas, diciendo que qué privilegio tenía lo que expelemos por las narices para recogerlo con una buena tela ni para que lo guardáramos luego cuidadosamente; que esto era mucho más repugnante que el arrojar la materia en cuestión donde quiera que fuese, como hacemos con todos las demás basuras. Creo que hablaba de un modo razonable, o al menos que no se expresaba del todo sin razón. La costumbre me había hecho no mirar la cosa con asco, como me hubiera acontecido a oírla referir de una nación que yo no hubiera visto. Dependen los milagros de nuestra ignorancia del modo de obrar que la naturaleza tiene, no de la naturaleza misma; el hábito adormece la vista de nuestro juicio. Los habitantes de países remotos no nos parecerían raros ni peregrinos, como tampoco nosotros lo seríamos para ellos, si cada cual supiera, después de haber examinado los ejemplos que le procuran las costumbres de otros pueblos, reflexionar acertadamente sobra las peculiares del país en que vive, y comparar las unas con las otras. Es la humana razón una tintura infusa, semejante y de valor análogo a nuestras costumbres y opiniones de cualquiera suerte que éstas sean, infinita en materia y en diversidad también infinita. Pero volvamos a mi asunto.

Hay pueblos en que, salvo su esposa e hijos, nadie se comunica con el soberano sino por medio de un portavoz. En una misma nación las doncellas llevan al descubierto las partes vergonzosas, y las casadas las ocultan cuidadosamente. En otras, la castidad no tiene valor sino para los frutos   —74→   del matrimonio, pues las jóvenes pueden entregarse a sus instintos, y si resultaren preñadas echan mano de cualquier abortivo adecuado, a los ojos de todos. En otras partes, cuando un comerciante se casa, todos los de su gremio que han sido convidados a la boda, se acuestan con la desposada antes que el marido, y cuantos más convidados hay más honor recibe la mujer. Lo mismo acontece cuando un militar se casa, y lo mismo cuando es un noble el que contrae matrimonio, y así sucesivamente, salvo si es un labrador el que contrae justas nupcias, o un individuo de la plebe: entonces, es el señor quien se aprovecha. A pesar de todo lo antecedente, no deja de recomendarse la más estricta fidelidad durante el matrimonio. Países hay en que se ven burdeles públicos de hombres; en que las mujeres van a la guerra con sus maridos y toman parte, no sólo en el combate, sino también en el mando; en que las sortijas no sólo sirven de adorno en las narices, labios, mejillas, orejas y pies, sino que además se echa mano de pesadas varillas de oro para atravesar con ellas los pechos y el trasero; en que al comer se limpian los dedos en los muslos, en los testículos y en las plantas de los pies; en que los hijos no son los herederos de sus padres, y, sin embargo, lo son los hermanos y sobrinos de éstos; en otras partes lo son los sobrinos solamente, salvo cuando la herencia es la de un príncipe; entonces, para ordenar la comunidad de bienes en usanza, ciertos magistrados soberanos ejercen el omnímodo cargo del cultivo de las tierras y distribución de los frutos de las mismas, a tenor de las necesidad de cada uno; en que se llora la muerte de los hijos y se festeja la de los viejos; en que diez o doce personas se acuestan en el mismo lecho, acompañadas de sus mujeres respectivas; en que las mujeres que pierden sus esposos por muerte violenta pueden de nuevo contraer matrimonio, y no pueden hacerlo las demás; en que tan poco valor se concede a la mujer, que se da muerte a las hembras que nacen y se compran las del vecino para llenar con ellas las necesidades naturales; en que los maridos son dueños de repudiar sin alegar causa alguna, y a las mujeres no les asiste tal derecho; en que los maridos pueden venderlas si son estériles; en que se cuecen los cadáveres y se machacan luego hasta que forman una especie de papilla, la cual mezclan al vino que beben; en que la sepultura más envidiable es ser devorado por perros, y en otros sitios por pájaros; en que se cree que las almas dichosas viven en completa libertad en los alegres campos, provistas de toda suerte de comodidades, y que son, ellas las que producen el eco que oímos cuando en despoblado resuena nuestra voz; en que se combate dentro del agua, y los hombres disparan nadando sus arcos, con golpe certero, en que, como muestra de sumisión, se levantan los hombros y se baja la cabeza;   —75→   en que precisa descalzarse para entrar en la cámara real; en que los eunucos, guardadores de las religiones tienen los labios cortados y lo mismo la nariz, para que no puedan inspirar amor;. y los sacerdotes se saltan los ojos para que no puedan inspirar amor; y los sacerdotes se cambian ojos para entrar en comunicación con los espíritus y consultar los oráculos; en que cada cual hace su dios de aquello que más le place: el cazador de un león o de un zorro; el pescador de un pez cualquiera: e ídolos de cada una de las acciones o pasiones humanas: el sol, la luna y la tierra son los dioses principales; en que el procedimiento en uso para jurar consiste en tocar la tierra mirando al sol; en que se come cruda la carne y lo mismo el pescado; en que el juramento que merece más fe es el que se ejecuta en nombre de la persona muerta que de mayor crédito gozó en el país, tocando su tumba con la mano; en que los aguinaldos que el rey envía a los príncipes, sus vasallos, anualmente, consisten en fuego; llevado que es a su destino, apágase el antiguo, y del nuevo se provee todo el pueblo que el príncipe gobierna; cada cual toma su parte correspondiente so pena de incurrir en crimen de lesa majestad; en que cuando el rey se consagra por entero a la vida contemplativa y abandona su cargo, lo cual acontece con frecuencia, su primer sucesor está en el deber de hacer lo propio, y así pasar el reino a manos de un tercero; en que la forma de gobierno cambia a medida que los acontecimientos lo exigen; hácese que el rey dimita cuando bien a sus súbditos se les antoja; es sustituido por los ancianos en el gobierno del Estado, y, a veces, déjase la dirección de éste en manos de la comuna; en que mujeres y hombres son circuncidados lo mismo que bautizados; en que el soldado que en uno o varios combates consigue presentará su rey siete cabezas de enemigos, es elevado a la categoría de noble; en que se cree en la mortalidad y acabamiento de las almas; en que las mujeres dan a luz sin quejas ni lamentos; en que las mismas mujeres llevan en ambas piernas armaduras de cobre, y si un hijo las muerde están obligadas, por deber de magnanimidad a morderle ellas a su vez; en que no se determinan a casarse sin haber ofrecido a su rey su doncellez; en que se saluda dirigiendo un dedo a tierra levantándole después al cielo; en que los hombres llevan la carga en la cabeza y las mujeres en las espaldas; éstas orinan de pie, aquellos agachados; en que los hombres envían sangre en prueba de amistad e inciensan como a dioses a las personas a quienes tratan de honrar: en que no ya sólo en el cuarto grado de parentesco, sino en ninguno más apartado el matrimonio es permitido; en que los muchachos están cuatro años encomendados a la nodriza, y a veces doce; y en estos mismos países créese peligrosamente mortal dar de mamar al niño el día que nace; en que los padres castigan a los varones y las madres   —76→   a las hembras, y el castigo consiste en colgarlos por los pies, cabeza abajo a unos y otros, y en ahumarlos; en que se circuncida a las hembras; en que se come toda suerte de hierbas sin otra precaución que desechar aquellas que despiden mal olor; en que todo está abierto, y las casas, por ricas y hermosas que sean, carecen de puertas y ventanas, y no tienen arcas ni cofres cerrados; en lugares tales, los ladrones reciben doble castigo que en otros sitios; en que se matan los piojos con los dientes, como hacen los orangutanes, y encuentren odioso verlos despachurrar con las uñas; en que nadie se corta nunca el pelo ni las uñas, y otros países hay en los cuales se cortan sólo las de la mano derecha, y las de la izquierda se dejan crecer por elegancia; otros se dejan la cabellera del lado derecho tanto como crecer puede, y se cortan la del lado opuesto; otros países hay en que los padres prestan a sus hijos, y los maridos facilitan sus mujeres a sus huéspedes para que las gocen, pagando; otros en que es lícito tener hijos con su propia madre, y a los padres tener comercio deshonesto con sus hijas y con sus hijos; otros pueblos que en los festines se mezclan unos con otros sin distinción de parentesco, y los muchachos los unos con los otros; aquí se alimentan de carne humana; allí, para ejercer con ello un acto piadoso, se mata al padre cuando llega a una edad determinada; acullá, los padres, antes de que los hijos nazcan, cuando todavía están en el vientre de su madre, deciden los que han de ser criados y conservados y los que han de ser abandonados y muertos; en otros puntos los maridos viejos prestan sus esposas a la gente joven para que se sirva de ellas; y en otras partes, las mujeres, sin incurrir por ello en falta, pertenecen a varios hombres; hay países en que las mujeres ostentan, como otros tantos timbres de su honor, igual número de franjas en el borde de su vestido que varones las han ayuntado. El uso y la costumbre han hecho, a veces, atribuir a las mujeres funciones que les son de ordinario extrañas y las ha hecho empuñar las armas, conducir ejércitos y dar batallas. Y todo cuanto la filosofía es incapaz de hacer aprobar a los hombres más avisados, ¿no lo enseña la costumbre por sí sola a las almas vulgares? Sabemos de naciones en que no sólo la muerte se menospreciaba, sino que se la festejaba, y en las cuales hasta las criaturas de siete años sufrían estoicamente cuantos latigazos eran precisos para morir, sin inmutarse siquiera; en que la riqueza era de tal suerte despreciada, que el más mísero ciudadano hubiera desdeñado inclinarse para coger del suelo un bolsillo repleto de dinero. Igualmente tenemos noticia de regiones fertilísimas en toda clase de producciones animales y vegetales, donde los manjares más frecuentes y sabrosos de que se hacía uso eran el pan, los berros y el agua. La costumbre, en fin, hizo que   —77→   en la isla de Cío transcurriesen setecientos años sin que mujer casada ni soltera osara faltar a su honor.

En conclusión, y a mi parecer, nada hay en el mundo que la costumbre no haga o no pueda hacer; con razón la llama Píndaro, a lo que tengo entendido, reina emperadora del mundo. Un individuo a quien sorprendieron golpeando a su padre, respondió que tal era la costumbre de su casa; que el autor de sus días había golpeado a su vez a su abuelo, y éste a su bisabuelo; y mostrando a su hijo, añadió: éste me pegará a mí cuando llegue a la edad que tengo; y el padre a quien el hijo maltrataba en mitad de la calle, mandole interrumpir la tarea al llegar a cierto lugar, en atención a que él no le había llevado al suyo hasta aquel punto, reponiendo que allí estaba el término de los injuriosos tratamientos hereditarios que los hijos acostumbraban infringir a sus padres en la familia. Por hábito, dice Aristóteles, tanto como por enfermedad, las mujeres se arrancan el pelo, se roen las uñas y comen tierra y carbón; y más por costumbre que por tendencia natural, los machos comercian entre sí.

La ley de la conciencia, que consideramos como compañera de la humana naturaleza, nace también y tiene su origen en la costumbre; cada cual acata y venera los hábitos o ideas recibidos y aprobados en derredor suyo, y no sabe desprenderse de ellos sin remordimiento, ni practicarlos sin aplauso. Cuando los cretenses querían en los pasados tiempos maldecir a alguno, rogaban a los dioses que le arrastraran a contraer alguna costumbre perversa. Pero el principal efecto de su poderío consiste en apoderarse de nosotros de tal suerte, que apenas sí somos dueños de libertarnos de sus garras ni de razonar ni discurrir en qué consiste tal influjo. Diríase que con la leche de nuestras nodrizas penetra en nuestro ser el espectáculo del mundo, y así queda luego estereotipado para siempre; diríase que nacemos con la condición expresa de seguir la marcha general, y que los hábitos sociales que nos circundan y están en crédito se ingieren en nuestra alma con la semilla de nuestros padres, y son para nosotros los ordinarios y naturales; por donde nos acontece que todo aquello que queda fuera de los linderos de la costumbre, lo creemos fuera de los de la razón; y Dios sabe con cuánta sinrazón las más de las veces.

Si cual nosotros, que tenemos el hábito de estudiarnos, hicieran los demás, al oír cualquier justa máxima, y considerasen por qué razón tal o cual juicio les acomoda, cada cual hallaría que aquélla no tanto era una sentencia luminosa cuanto un buen latigazo a la ordinaria torpeza de su criterio; pero es lo normal el recibir las advertencias de la verdad y sus preceptos como si al pueblo fuesen siempre dirigidos, nunca individualmente; y en lugar de aplicarlas   —78→   a sus hábitos particulares, todos las encomiendan estúpidamente a su memoria, con inutilidad palmaria y manifiesta. Volvamos al imperio de la costumbre.

Los pueblos que están habituados a la libertad y por sí mismos a gobernarse, estiman monstruosa toda otra forma de gobierno, y entienden que va contra la naturaleza; los que están hechos a la monarquía abrigan y practican igual creencia, y cualquier suerte de facilidad que la fortuna les preste para cambiar de instituciones, aun habiéndose desembarazado de su amo venciendo dificultades grandes, adquieren nuevo amo venciendo también obstáculos análogos, por no poder acostumbrarse a odiar la soberanía. A la costumbre se debe el que cada cual se acomode al lugar en que la naturaleza le colocó; los salvajes de Escocia no echan de menos la Turena, ni los escitas la Tesalia. Preguntaba Darío a algunos griegos a qué precio querían adoptar la costumbre de los indios, que se comen a sus padres cuando mueren por estimar que éstos no pueden hallar sepultura mejor que en sus mismos cuerpos; respondiéronle los griegos que por nada en el mundo harían tal enormidad; y habiendo intentado persuadir a los indios para que abandonasen aquella costumbre y adoptaran la de los griegos, los cuales quemaban los cadáveres de sus padres, rechazaron la idea con horror. Cada cual procede de un modo semejante, con tanta más razón cuanto que el uso aparta de nosotros el aspecto verdadero de las cosas.


Nil adeo magnum, nec tam mirabile quidquam
principio, quod non minuant mirarier omnes
paullatim.171



Antiguamente, cuando se pretendía dar valor y crédito a alguna observación, para que fuese bien recibida, no queriendo como suele hacerse apoyarla sólo con la fuerza de las leyes y de los ejemplos, buscábase siempre hasta llegar a los orígenes. Tal procedimiento me ha parecido siempre desprovisto de razón y hanse enojado por tener que confiarla en otro. Platón intenta rechazar por este medio los amores contra naturaleza, ordinarios en su tiempo, y la razón estímala soberana, en atención a que la opinión pública los condena, y a que cada cual de su lado hace lo propio, y las explica que las hijas más hermosas no exciten el amor en sus padres, ni los hermanos más distinguidos en belleza el de sus hermanas, como verán las fábulas de Thvestes, Edipo y Macareo, cuyo canto infundió ya aquella idea en los débiles cerebros de los niños. Es el pudor una virtud hermosa, cuya utilidad es sobrado conocida, mas no es tan cómodo juzgarlo ni hacerlo valer según naturaleza, como examinarlo e inculcarlo según las ventajas que con él se alcanzan, y   —79→   los preceptos y leyes que lo recomiendan. Las razones primeras y universales son siempre de difícil examen, y nuestros maestros pasan por ellas como sobre ascuas; ni siquiera se atreven a tocarlas, escudándose desde luego en las costumbres, en cuyo campo triunfan con facilidad extremada. Aquellos que proceden de manera contraria y en la naturaleza buscan la razón primera, incurren en opiniones salvajes; ejemplo de ello Crisipo, que en muchos lugares de sus escritos da claras muestras de la poca importancia que para él teníanlos enlaces incestuosos, de cualquiera índole que fuesen.

Quien pretenda desembarazarse de este violento prejuicio de la costumbre hallará muchas cosas que, a pesar de estar aprobadas e indubitablemente recibidas, no tienen otro fundamento que la nevada barba y faz rugosa del uso, que las ha dado su autoridad; arrancada esta careta, conduciendo las cosas a la verdad y a la razón, sentirá su juicio como trastornado y, sin embargo, llevado a situación más firme. Yo le preguntaría entonces qué puede haber de más extraño que el ver a un pueblo obligado a practicar las leyes que no comprendió jamás; obligado en todos sus asuntos domésticos: donaciones, matrimonios, testamentos, ventas y compras, al cumplimiento de reglas que no puede conocer; puesto que ni escritas ni publicadas están en su propia lengua, de las cuales sin embargo le precisa hacer interpretación y uso; mas no al tenor de la ingeniosa opinión de Isócrates, el cual aconsejaba a su rey que hiciese libres los tráficos y negociaciones de sus súbditos para que al par fuesen más francas y lucrativas, y las querellas y debates onerosos se cargasen de gruesos estipendios.

¿Qué cosas hay más bárbara que ver una nación donde por costumbre aptada y legitimada se venden los empleos de justicia, los juicios son pagados en dinero contante y sonante y donde se consiente que la justicia sea rechazada a quien carece de recursos para pagarla, y goce de tan grande crédito esta mercancía que los que a llevan y la traen, constituyen un cuarto estado para unirlo a los tres antiguos de la iglesia, la nobleza y el pueblo; el cual, hallándose encargado de interpretar las leyes y disponiendo de una autoridad soberana sobre vidas y haciendas, forma un grupo aparte del de la nobleza; de donde proviene el que haya leyes dobles: las que tocan al honor y las que se refieren a la justicia, que en muchas cosas son contradictorias? Caducan aquéllas con tanto rigor como éstas; por la ley militar degrádase a un hombre de nobleza y honor, por haber sufrido una injuria, y por la ley civil incurre el que se venga en pena capital. Quien se dirige a las leyes para reparar una ofensa le echa a su honor se deshonra, y el que no se dirige es castigado por las mismas leyes. Estos dos procedimientos tan diversos se refieren sin embargo a un   —80→   solo caso. Unos tienen en su mano la paz, otros la guerra; aquéllos la ganancia, éstos el honor; aquéllos el saber, éstos la virtud; la palabra los unos, y los otros la acción; unos la justicia y los demás el valor; otros la razón y los otros la fuerza; aquéllos la toga larga y éstos la corta en patrimonio; todo lo cual es el colmo de la monstruosidad.

Hablando de cosas de entidad menor como los vestidos que usamos, ¿quién será el que los conduzca a su verdadero fin, que no es otro que el servicio y comodidad del cuerpo de donde dependen la gracia y el decoro de los mismos? Entre los más singulares que puedan imaginarse, a mi manera de ver, coloco entre otros, nuestros gorros cuadrados; la larga y abigarrada cola de terciopelo plegada que pende de la cabeza de nuestras mujeres, y el modelo inútil de un órgano que ni siquiera en la conversación nos es lícito nombrar, del cual sin embargo hacemos público alarde. No desvían todas estas razonables consideraciones a ningún hombre de seguir la común usanza; por el contrario, diríase que todo va contra la sensatez y confina con la locura, y que el verdadero filósofo guarda su libertad en su fuero interno para juzgar libremente de las cosas, mas cuanto al exterior, sigue ciegamente las maneras y formas aceptadas. Nada o muy poco interesan a la sociedad nuestras ideas, pero en cuanto a lo demás, como nuestras acciones, nuestro trabajo, vida y fortuna, preciso es que se ajusten a su servicio y manera de ver de aquélla: así el humano y grande Sócrates rechazó el salvar su vida por la desobediencia a un magistrado extremadamente injusto, pues es la regla de las reglas y general ley de las leyes, que cada cual observe las del lugar donde vive:

imagen172



Veamos ahora ejemplos de diversa naturaleza. Hay duda grande sobre si puede cambiarse una ley recibida hallando en el cambio mejora, o si el mal aumenta con la reforma, y esta duda se funda en que un gobierno es como un edificio, que se compone de diversas partes unidas y amalgamadas de tal suerte, que es imposible sacar una de su lugar sin que las demás se resientan. El legislador de los turianos ordenó que aquel que quisiera abolir alguna de las antiguas leyes o establecer una nueva se presentara ante el pueblo con una cuerda al cuello a fin de que, si la novedad no era aprobada por todos los ciudadanos, fuese inmediatamente estrangulado. El legislador de los lacedemonios empleó su vida entera en arrancar a sus ciudadanos la promesa de que no cambiarían ninguna de sus leyes. El Eforo que cortó por modo tan rudo las dos cuerdas que   —81→   Friné había unido a la citara no se curó para nada al ejecutar su acción de si el instrumento era mejor, ni de si los acordes estaban mejor acomodados; bastole para condenarlas simplemente el que fuese una alteración de la manera antigua. Igual alcance tenía la espada mohosa de la justicia de Marsella.

La novedad, sea cual fuera la manera como se nos muestre, me repugna, y razones múltiples me asisten para ello, pues he visto en muchas ocasiones sus efectos desastrosos a que nos empuja de tantos años acá no ha producido aún todos sus efectos, pero puede asegurarse que ha ocasionado engendrado las ruinas y males que después han acaecido y han pesado sobre todos. Sólo ella es la responsable:


Heu!, patior telis vulnera facta meis!173



Los que alteran el orden de un Estado, caen envueltos en su ruina; el fruto que el desorden acarrea no lo alcanza casi nunca el que lo ha producido; unos baten y enturbian el agua para que otros pesquen a su sabor.

Cuando la unión y contextura de esta monarquía y este gran edificio se destruyen y disuelven y a lo viejo sustituye lo nuevo, queda tanto espacio como se quiera para que nazcan y prosperen toda suerte de trastornos; la majestad real, dice un escritor antiguo, desciende con mayor dificultad de la cumbre al medio que del medio al fondo. Mas si los innovadores ocasionan mayores males, los imitadores son más viciosos, por seguir ejemplos cuyo horror y daño sintieron y castigaron. Y si en la práctica del mal existe algún grado honorífico, éstos deben a los primeros la gloria de la invención y la iniciativa del primer impulso. Toda suerte de licencias nuevas se fundamentan con éxito en esa primera y fecunda fuente: a su imagen se hacen y por su patrón se cortan. En nuestras mismas leyes, hechas para remediar ese primer mal, se busca el aprendizaje y la excusa de toda suerte de empresas perversas, y nos ocurre lo que Tucídides escribe de las guerras civiles de su tiempo; que en beneficio de los vicios públicos se las bautiza con palabras nuevas, más dulces, para excusarlas, bastardeando y adulterando sus nombres verdaderos. Todo lo cual se ejecuta para reformar nuestra conciencia y nuestras creencias: honesta oratio est174. El mejor pretexto de novedad es siempre peligrosísimo: adeo nihil motum ex antiquo, probabile est175. Paréceme, hablando francamente, que revela una presunción y un amor de sí mismo sobrepotentes el juzgar las propias opiniones hasta tal extremo de valer, que,   —82→   para llevarlas a la práctica, se consienta en trastornar la paz pública e introducir tantos males inevitables y corrupción tan horrenda en las costumbres como a que las guerras civiles acarrean, junto con las mutaciones de estado en cosa de tal peso, o introducirlas en su propio país. ¿No es locura el engendrar tantos vicios ciertos y evidentes para combatir errores contestables y debatibles? ¿Existen vicios peores que los que chocan a la propia conciencia y al natural conocimiento? El senado romano decidió dar una contestación artificiosa para salvar la diferencia entre él y el pueblo, en un asunto relativo a la religión, ad deos id magis, quam ad se, pertinere; ipsos visuros ne vacra sua polluantur176; de modo semejante a lo que respondió el oráculo de Delfos en las guerras medas porque los griegos temían la invasión de los persas: preguntado el dios sobre lo que deberían hacer con los tesoros sagrados de su templo, si esconderlos o llevárselos a otra parte, contestó que tuvieran calma, y que se cuidaran de sí mismos, que él se bastaba para atender a lo que le incumbía.

La religión cristiana guarda en todo el sello de la justicia y utilidad extremas, y recomienda eficazmente la obediencia a los magistrados y el cumplimiento de lo que las leyes preceptúan. ¡Qué ejemplo tan maravilloso el que nos dejó la divina sabiduría, la cual para establecer la salvación del género humano y libertarnos de la muerte y el pecado cumpliolo conforme a la voluntad de nuestro orden político, sometiendo el progreso y dirección de un efecto tan elevado saludable a la ceguedad e injusticia de nuestros usos y observancias; dejando correr la inocente sangre de tantos elegidos, sus favorecidos, y consintiendo que pasaran muchos años para que madurase su inestimable fruto! Hay diferencia grandísima entre el que sigue los hábitos y leyes de su país y el que intenta gobernarlos y cambiarlo; aquél alega como razón de su conducta, la sencillez, la obediencia y el ejemplo; sus acciones, sean cuales fueren, nunca obedecen a la malicia, son cuando más infortunadas: quis est enim quem non moveat clarissimis monumentis testata consignataque antiquitas?177 Añádase a esto lo que sobre el particular dice Isócrates, o sea que los defectos suponen mayor moderación que el exceso. El otro es un adversario mucho más terrible: quien se impone como cargo el escoger y el cambiar atropella el derecho de juzgar, y de e ser capaz de ver la falta de lo que desdeña, y el bien de lo que introduce.

Esta consideración tan sencilla mantúvome firme en mi   —83→   lugar e hizo que mi misma juventud, más temeraria, naturalmente, que mi edad sesuda, se mantuviera sujeta, no grabando mis hombres con una pesada carga que me hiciera responsable de una ciencia de tanta importancia, osando con ésta lo que en sano juicio no hubiera osado en la más sencilla de las que se me había instruido. Pareciéndome el colmo de lo injusto pretender someter las constituciones y reglas públicas e inmóviles a la instabilidad de una apreciación particular (la razón privada no posee sino una jurisdicción privada también) y emprender con las leyes divinas lo que ningún gobierno consentiría con las humanas. Por lo que a éstas respecta, aun cuando la razón del hombre pueda tocarlas más de cerca, ellas son jueces soberanos de los jueces mismos, y la capacidad mayor sirve a explicarlas y a extender su jurisdicción, no a falsificarlas ni a innovarlas. Si alguna vez la divina providencia pasó por cima de los preceptos a que nos sujetó, necesariamente no fue para dispensarnos de ellos. Son ésas sólo manifestaciones de su mano divina que no debemos imitar sino admirar, extraordinarios ejemplos sellados con un expreso y particular asenso, del género de los milagros, que la providencia nos muestra como testimonio de su poder infinito, superiores a nuestras órdenes y a nuestras fuerzas, y que no debemos seguir, sino considerar con admiración; actos dignos de su persona, no de la nuestra. Cotta sienta con razón prudentísima: Quum de religione agitur, Tib. Coruncanium, P. Scipionem, P. Scaevolam, pontifices maximos, non Zenonem, aut Cleanthem, aut Chrysippum sequor178. Dios bien lo sabe; en nuestra actual querella, en que hay cien artículos que quitar y poner, grandes y profundos artículos, ¿cuántas personas hay que puedan alabarse de haber reconocido exactamente las razones y fundamentos en que se apoyan los dos bandos? Un número, si es que llega a constituir número, que no tendría medios de trastornarnos mucho. Pero toda esa multitud, ¿adónde va? ¿Bajo qué enseña se lanza al combate? Acontece con el medicamento que nos procuran lo que con otros débiles e inadecuados; los humores de que el remedio pretendía purgarnos los ha enardecido, exasperado y agriado por la lucha, y se nos han quedado dentro. Por su debilidad no acertó la medicina a purgarnos, pero en cambio nos ha debilitado de tal suerte que no podemos arrojarla tampoco, y de su operación no recibimos sino dilatadísimos e intestinos dolores.

Como el acaso se reserva siempre su autoridad por cima de nuestra razón, muéstranos a veces la necesidad urgente de que las leyes le dejen algún lugar; pero cuando se hace   —84→   frente al desarrollo de una innovación que por violencia se introduce, debemos mantenernos firmes y en regla contra los libertinos, a quienes es lícito todo cuanto puede contribuir a la realización de sus deseos, y quienes no reconocen más ley ni más enseña que la ejecución de sus designios. Constituye una obligación peligrosa en la cual se lucha con armas desiguales:


Aditum nocendi perfido praestat fides179,



tanto más cuanto que la disciplina ordinaria de un Estado, que radica en su salud, hállase desprovista de medios para combatir contra esos accidentes extraordinarios; presupone un cuerpo que se mantiene en todas sus partes conforme a un común consentimiento de obediencia y observancia. El camino legítimo es un camino sereno, reposado y metódico, que no puede atajar la marcha licenciosa y desenfrenada. Sabido es que Octavio y Catón en las guerras civiles de Sila y César fueron censurados por consentir que la patria corriera toda suerte de peligros, antes que socorrerla con las leyes y dejarlo todo tranquilo. Y en verdad que en los casos extremos, en que todo se agita en medio el mayor desorden, quizás fuera mejor bajar la cabeza y resignarse un poco al golpe, que ir más allá de lo posible, no ceder ante nada y dar pretexto a la violencia de pisotearlo todo bajo sus plantas; valdría más acomodar las leyes a lo que pueden, puesto que no pueden todo lo que quieren. Tal fue la conducta que siguieron el que ordenó que durmieran durante veinticuatro horas180, el que cambió por una vez un día del calendario, y el que del mes de junio hizo un segundo mes de mayo. Los lacedemonios mismos, tan religiosos observadores de las leyes de su país, viéndose obligados por la que prohibía elegir almirante dos veces a una misma persona, de un lado, y exigiendo por otro los negocios públicos que Lisandro fuera reelegido, nombraron a Araco, pero aquél recibió el cargo de subintendente de la marina. Con sutileza análoga uno de sus embajadores, que había sido enviado a Atenas para alcanzar el cambio de una prescripción, obtuvo de Péricles la respuesta de que estaba prohibido quitar el cuadro en que una ley había sido puesta. El embajador repuso que lo volviera de lado solamente, puesto que para ello no había prohibición. Por lo mismo alaba Plutarco a Filopémenes, quien habiendo nacido para el mando, sabía, no solamente gobernar ateniéndose a las leyes, sino que ordenaba también a las leyes mismas cuando las necesidades públicas lo requerían.



  —85→  

ArribaAbajoCapítulo XXIII

Diversos sucesos del mismo orden


Santiago Amyot, limosnero mayor de Francia, me contó un día la relación siguiente, que recae en honor de uno de nuestros príncipes (y bien nuestro era, aunque su origen fuese extranjero). Durante nuestros primeros trastornos civiles, en el sitio de Ruan, habiendo sido informado el príncipe por la reina madre de que se tramaba una conspiración contra su vida, el instruido además muy circunstanciadamente por las cartas de aquélla de la persona que debía llevar a cabo el hecho, que era un noble de Anjou el cual frecuentaba para lograr su intento la casa del príncipe, éste no comunicó a nadie la advertencia, pero paseándose al día siguiente por el monte de Santa Catalina, donde estaba emplazada nuestra batería contra Ruan, teniendo a su lado al gran limosnero y a otro obispo, vio al noble que atentaba contra su vida y le hizo llamar. Cuando le tuvo en su presencia, le habló así, viéndole temblar y palidecer a causa de su intranquila conciencia: «Señor, de no sé qué lugar; bien conocéis de lo que quiero hablaros, y vuestro semblante mismo lo declara. Nada tenéis que ocultarme, pues informado estoy de vuestro intento, en tan alto grado, que no haríais más que empeorar vuestra situación si tratarais de encubrir vuestro designio. Bien conocéis tal y tal cosa (que eran los medios, propósitos y todos los secretos más recónditos de la empresa); no dudéis, por vuestra vida, confesarme la verdad toda de la conspiración.» Cuando el pobre hombre se encontró convicto y confeso (pues todo había sido descubierto a la reina por uno de los cómplices), juntó las manos pidiendo gracia y misericordia al príncipe, a los pies del cual quería arrojarse, pero éste impidió su proposito siguiendo de este modo: «¿Acaso os he disgustado?, ¿he ofendido a alguno de los vuestros con mi odio personal? Sólo tres semanas hace que os conozco; ¿qué razón os ha podido impeler a conspirar contra mi vida? «El noble respondió a estas preguntas con voz temblorosa que ninguna razón personal tenía para desear su muerte, sino el interés general de su partido, y que algunos habíanle persuadido de que sería una acción piadosa dar muerte a un tan poderoso enemigo de su religión. «Pues bien, añadió el príncipe, quiero mostraros que la religión que yo profeso es menos dura que la vuestra, la cual os ha conducido a darme la muerte sin oírme, no habiendo de mí recibido ofensa alguna; mientras que la mía me aconseja que os perdone, aun cuando estoy convencido de que habéis querido matarme sin razón. Idos, pues;   —86→   retiraos, que no os vea aquí; y si queréis obrar con prudencia en vuestras empresas, tratad en lo sucesivo de aconsejaros de gentes más honradas que las que os impulsaron a vuestra acción.»

Encontrándose en la Galia el emperador Augusto, tuvo noticia de una conspiración que contra él tramaba Lucio Cinna. Augusto decidió tomar venganza, y para realizarla pidió al día siguiente consejo a sus amigos. Mas la noche de aquel día la pasó muy inquieta considerando que iba a ocasionar la muerte a un mozo de eximia familia, sobrino del gran Pompeyo, y sostuvo consigo mismo y en alta voz diversos razonamientos. «¿Sería procedente, se decía, que yo permaneciera con temor y alarma y que dejara a mi matador libre y a sus anchas? ¿Es justo que le deje tranquilo, atentando contra mi vida, que yo he librado de tantas guerras civiles, de tantas batallas sostenidas por mar y tierra, y después de haber logrado asentar la paz más cabal en el mundo? ¿Será absuelto, habiendo decidido no sólo asesinarme, sino también sacrificarme?» pues la conjura había decidido matarle cuando estuviera haciendo algún sacrificio. Después de haber así hablado permaneció mudo algunos minutos, y luego pronunció con voz más fuerte interrogándose a sí mismo el siguiente monólogo: «¿Por qué vives si tantas gentes tienen interés en que mueras? ¿Tus crueldades y venganzas no acabarán alguna vez? Es tan grande el valor de tu vida que merezca que tantas gentes sean sacrificadas para conservarla?» Livia, su esposa, viéndole en situación tan angustiada, le dijo: «¿Me será permitido darte un consejo? Sigue la conducta de los médicos, los cuales cuando las recetas que emplean no producen efecto, echan mano de las contrarias. Nada has conseguido hasta ahora valiéndote de la severidad; Lépido ha seguido a Salvidenio; Murena a Lépido; Caepio a Murena; Egnacio a Caepio, ensaya el resultado que te darían la dulzura y la clemencia. Cinna, es verdad, quiere darte la muerte; perdónale; ya no podrá ocasionarte nuevos perjuicios, y tus bondades para con él recaerán en provecho de tu gloria.» Augusto experimentó gran placer al encontrar un abogado de su mismo parecer, y habiendo dado gracias a su mujer y congregado a sus amigos en consejo, ordenó que hicieran comparecer solo a Cinna ante su presencia, hizo que todo el mundo se retirase de su habitación, mandó sentar a Cinna, y hablole de esta suerte: «En primer lugar, escúchame sin interrumpir mis palabras; lugar tendrás de hacerlo más tarde; tú sabes, Cinna, que te han encontrado en el campo de mis adversarios; que no sólo te hiciste mi enemigo, sino que tu condición es la de haber nacido tal, y que a pesar de todo te he salvado, he puesto en tus manos todos tus bienes, y que en fin, te he dejado en situación tan holgada y floreciente, que los vencedores mismos envidian   —87→   la condición del vencido: el oficio de sacerdote que me pides te lo concedo, a pesar de habérselo rechazado a otros cuyos padres habían combatido siempre conmigo y habiéndote dejado tan obligado te propones matarme.» Cinna repuso a las palabras de Augusto que estaba bien lejos de abrigar tan perverso propósito. «No cumples, añadió Augusto, lo prometido; me habías asegurado que no me interrumpirías. Sí; has formado el propósito de matarme en tal lugar, tal día, en presencia de tal compañía y de tal manera.» Augusto, viéndole transido al escuchar las últimas palabras, en silencio, que no era deliberado sino impuesto por su conciencia, añadió: «¿Por qué quieres darme la muerte? ¿acaso para ser emperador? En verdad, los negocios públicos van mal si soy yo solo quien te impide llegar al imperio. No pudiste siquiera defender tu casa y perdiste ha poco un proceso contra un simple liberto. ¿Pues qué, no tienes otro medio que el de chocar contra César? Yo abandono de buen grado el trono si de mí depende la realización de tus esperanzas. ¿Piensas acaso que Paulo, Fabio, los Cosos y los Servilianos te soportarían, como tampoco un número crecido de nobles, que no lo son sólo de nombre, sino que por su virtud lo son también?» Después de otras consideraciones, pues Augusto habló más de dos horas enteras, concluyó: «Ahora vete; aunque traidor y parricida, guarda tu vida, de que te hago merced hoy y de que te hice antes como enemigo, que la amistad comience hoy entre nosotros; veamos cuál de los dos procede en lo sucesivo con mayor lealtad: yo que te he dado la vida o tú que la has recibido.» Pronunciando estas palabras, separose de él. Algún tiempo después le concedió el consulado, quejándose de que Cinna no hubiera osado pedírselo. Túvolo luego como grande amigo y fue el heredero de sus bienes. Después de este accidente, que aconteció a Augusto a los cuarenta años, no hubo nunca conjuraciones ni atentados contra su vida, recibiendo así justo premio su conducta clemente. Pero no ocurrió lo mismo al duque de Guisa, pues su dulzura no le libró de caer en los lazos de una conjuración. ¡Tan frívola y tan vana es la humana prudencia! Y al través de todos nuestros proyectos, de todos nuestros cuidados y precauciones, el acaso gobierna, siempre el desenlace de los acontecimientos.

Decimos que los médicos son diestros cuando logran curar a un enfermo, como si solamente su arte, que por sí mismo no puede tener fundamento, bastara sin el concurso que el acaso le presta para llegar a un resultado dichoso. Yo creo, en punto al arte de curar, todo lo mejor o todo lo peor que quieran decirme; pues, a Dios gracias, ningún comercio existe entre la medicina y yo. En este respecto practico lo contrario que los demás; pues siempre rechazo su concurso, y cuando caigo malo, en vez de transigir con ella,   —88→   más la detesto y más la temo; y digo a los que me invitan a tomar medicamentos que aguarden a que haya recuperado mis fuerzas y mi salud para contar con mejores medios de soportar el influjo de los brebajes. Dejo obrar a la naturaleza, suponiendo que se encuentra provista de dientes y garras para defenderse de los asaltos que la acosan y para mantener esta contextura por cuya conservación aquélla pugna. Temo que en lugar de socorrerla se socorra el mal que la mina y que se la recargue de nuevos males.

No sólo en la medicina, sino en otras artes más seguras, la fortuna tiene siempre una buena parte. Los arranques poéticos que arrastran al vate fuera de si, ¿por qué no atribuirlos a su buena estrella, puesto que el artista mismo declara que sobrepasan su capacidad y sus fuerzas, y reconoce que no tienen origen en su persona y que tampoco dependen de su voluntad? Los oradores ¿no confiesan también deber a la fortuna los movimientos y agitaciones extraordinarios que los impelen más allá de su designio? Acontece lo propio con la pintura, que a veces deja escapar de la mano del pintor rasgos que sobrepasan la ciencia y la concepción del artista, a quien admiran y sorprenden. Pero la fortuna muestra todavía, de un modo más palmario, la parte que toma en todas las obras artísticas, por las bellezas y gracias que se encuentran en ellas, no sólo sin designio, sino también sin conocimiento del que las ejecutó: un lector inteligente descubre a veces en el espíritu de otro perfecciones distintas de las que el autor puso y advirtió, y les encuentra sentido y matiz diversos.

En cuanto a las empresas militares, cualquiera puede ver cómo la casualidad tiene siempre en ellas buena parte. En nuestros acuerdos mismos, y en nuestras deliberaciones, precisa igualmente la intervención de la suerte y del acaso, pues lo más a que nuestra penetración alcanza, en realidad no es gran cosa; en tanto más vivo, cuanto más agudo es nuestro juicio, mayor debilidad reconocemos en él y tanto mayor desconfianza nos inspira.

Soy del parecer de Sila, que alejó la envidia que suscitaban sus expediciones afortunadas achacándolas a su buena estrella, y por último sobrenombrándose Faustus. Cuando considero con detenimiento las empresas más gloriosas de la guerra, me convenzo de que los que las dirigen no deliberan ni reflexionan sino por cubrir las apariencias; la parte principal de la empresa encomiéndanla a la fortuna, y merced a la confianza que ésta les inspira sobrepasan los límites todos que la razón les trazara. Sobrevienen inspiraciones inesperadas, extraños furores en medio de los planes mejor guiados, que impelen las más de las veces a los caudillos a tomar la determinación en apariencia menos fundada, pero que aumenta su valor muy   —89→   por cima de la razón. Por lo cual muchos esclarecidos capitanes de la antigüedad, con objeto de justificar sus temerarias determinaciones, declararon a sus huestes que estaban iluminados por la inspiración, o por algún signo o pronóstico evidentes.

Por eso en medio de la incertidumbre y perplejidad que nos acarrea la impotencia de ver y elegir lo que nos es más ventajoso, a causa de las dificultades de los diversos accidentes y circunstancias que acompañan a cada causa que nos solicita, aun cuando otras razones no nos invitaran a ello, es a mi ver encaminarse a la solución que presuponga mayor justicia y honradez, y puesto que el verdadero camino se ignora, seguir siempre el derecho. En los dos ejemplos de que hablé antes no cabe duda que fuera más generoso y más hermoso que aquel que recibiera una ofensa la perdonara en vez de proceder de distinto modo. Si con esta prudente conducta le sobreviniere alguna desdicha no debe culpar a su buen designio, pues tampoco se sabe si, en caso de no haberlo tenido hubiese eludido la ley del destino que le esperaba, y habría perdido la gloria de tan humanitaria conducta.

Vense en las historias muchas gentes agobiadas por ese temor. La mayor parte siguieron el camino de anticiparse a las conjuraciones que se tramaron contra ellos echando mano de suplicios y venganzas; mas en realidad se vieron muchos a quienes este proceder ayudara, como lo prueban los emperadores romanos. El soberano cuya vida está amenazada no debe confiar mucho en su fuerza ni en su vigilancia pues es bien difícil librarse de un enemigo encubierto bajo el velo del amigo más oficioso, y conocer la voluntad e ideas ocultas de los que nos rodean. Inútil es que las naciones extranjeras se empleen en su guarda, inútil que se halle circuido de hombres armados. Quien quiera que menosprecia su propia vida se hará duelo siempre de la del prójimo. El sobresalto continuo que hace dudar de todo el mundo al soberano, constituye para él un momento supremo. Advirtido Dión de que Calipso esperaba los medios de darle muerte, careció de valor para informarse de cuáles fueran, diciendo que mejor prefería morir que vivir en la triste condición de tener que guardarse no ya sólo de sus enemigos, sino también de sus amigos. Situación de espíritu de que Alejandro nos da la más viva muestra cuando habiendo sido informado por una carta de Parmenión de que Filipo, su médico preferido, había sido corrompido por el oro de Darío para envenenarle, Alejandro, al propio tiempo que mostraba la carta a Filipo, tomó el brebaje que le había presentado, con lo cual mostró la firme resolución de que consentía en ello de buen grado si sus amigos querían quitarle la vida. Es Alejandro modelo soberano de las acciones arriesgadas, pero a mi entender   —90→   ningún otro rasgo de su vida revela mayor entereza que éste ni es hermoso por tantos conceptos.

Los que pregonan a los príncipes una desconfianza perenne y atentísima so color de predicarles su seguridad personal, enaltécenles la ruina y la deshonra; nada noble puede sin riesgo llevarse a cabo. Yo sé de un soberano de valor marcialísimo por naturaleza y de complexión animosa, cuya buena fortuna se corrompe todos los días merced a reflexiones del tenor siguiente: «Que se guarezca entre los suyos; que no consienta jamás en reconciliarse con sus antiguos enemigos; que se mantenga aparte y no se encomiende a manos más vigorosas que las que lo gobiernan, sean cuales fueren las promesas que le hagan y las ventajas que en el cambio vea.» Conozco a otro cuya fortuna se acrecentó inesperadamente por haber seguido conducta en todo contraria.

El arrojo, cuya gloria buscan los soberanos con avidez, se prueba tan espléndidamente cuando es necesario en traje de corte como cubierto con los arreos guerreros; lo mismo en un gabinete que en un campo de batalla, así cuando el brazo está caldo como cuando está levantado.

La prudencia meticulosa y circunspecta es mortal enemiga de las grandes empresas. Supo Escipión para ganar la voluntad de Sifas, separarse de su ejército, y abandonando España de cuya conquista no estaba muy seguro, pasar al África con dos barquichuelos endebles para entregarse en tierra enemiga al poderío de un rey bárbaro, a una fe dudosa, sin obligación ni seguridad, merced al esfuerzo único de la grandeza de su propio valor, de su buena fortuna y de lo que le prometían las esperanzas que alentaba. Habita fides ipsam plerumque fidem obligat181 A una vida espoleada por la ambición y la fama precisa desechar las sospechas y menospreciarlas. El temor y la desconfianza atraen las ofensas y aun las invitan. El más receloso de nuestros reyes182 normalizó los negocios de su Estado por haber voluntariamente abandonado y encomendado su vida y libertad en manos de sus enemigos, mostrándoles confianza cabal a fin de inspirarla él a su vez. A sus legiones indisciplinadas y armadas contra él, César oponía solamente la autoridad de su semblante y la altivez de sus palabras; y era tal la confianza que tenía en sí mismo y en su buena estrella que no temió nunca abandonarse ni entregarse a un ejército rebelde y sedicioso:


       Stetit aggere fultus
cespitis, intrepidus vultu; meruitque timeri,
nil metuens.183



  —91→  

Verdad que semejante presencia de ánimo no puede ser mostrada, cabal ni ingenua sino por aquellos en quienes la idea de la muerte y de todas las desdichas que puedan sobrevenirles no produzca sobresalto alguno. Mostrarse temblando para buscar reconciliaciones con la altivez y la indisciplina, es de todo punto absurdo. Para ganar el corazón y la voluntad ajenos son medios excelentes el someterse y fiarse, siempre y cuando que se haga libremente, sin verse obligado por la necesidad, de manera que se albergue una confianza íntegra y pura y que el continente al menos esté descargado de toda inquietud. Siendo niño vi a un caballero, que mandaba una gran ciudad, trastornado por el pueblo en rebeldía; para hacer que las cosas no pasaran a mayores tomó el partido de abandonar el lugar segurísimo en que se hallaba para meterse entre las insubordinadas turbas, donde encontró la muerte. A mi ver el error no estuvo tanto en salir, como generalmente se dice cuando se habla del suceso, como en la sumisión y blandura de que dio muestras; en haber pretendido adormecer la revuelta siguiendo la corriente en vez de encauzarla, empleando las súplicas en lugar de las reconvenciones. Creo yo que si hubiera echado mano de una severidad templada, escudado en el mando militar que debía inspirarle confianza y seguridad plenas, conformes con su rango y la dignidad de sus funciones, hubiera tenido mejor fortuna; por lo menos su muerte habría sido más digna de un caudillo. Nada menos debe esperarse de ese monstruo así agitado que la humanidad y la dulzura; mejor acogerá la reverencia y el temor. Censuraría yo además el que habiendo tomado la determinación, en mi sentir más valerosa que temeraria, de lanzarse desarmado en medio de aquel tempestuoso mar de hombres iracundos, debió sostener con resolución su papel en vez de seguir la conducta que siguió, pues luego de haber reconocido el peligro de cerca se amilanó y adoptó un continente débil y sumiso, horrorizose y trató de esconderse, con todo lo cual inflamó a las mas masas, y él mismo las lanzó sobre su persona.

Deliberábase un día llevar a cabo una formación de diversas tropas armadas (generalmente la milicia es el lugar en que se organizan las venganzas secretas, en ninguna otra parte pueden realizarse con seguridad mayor), y había casi seguridad completa de que corrían malos vientos para algunos a quienes tocaba el papel de reconocer y señalar a los de la conjura. Como situación difícil y que podía acarrear consecuencias graves propusiéronse muchas opiniones para atajarla; fue la mía que se disimulara sobre todo hacer patente la duda; que aquellos que eran objeto de la conspiración se dirigieran a las filas con la cabeza erguida y el rostro sereno; y que en lugar de hacer acusaciones, a lo cual los otros se inclinaban, se ordenase únicamente a los capitanes   —92→   el recomendar a los soldados que hiciesen lucidos disparos en honor de los asistentes, y que no se economizara la pólvora. Esta conducta congració con las tropas a los que de ellas sospechaban, y engendró de entonces en adelante una mutua y provechosa confianza.

El proceder de Julio César creo que es entre todo el más hermoso que pueda adoptarse. Primeramente intentaba, valiéndose de la clemencia, hacerse amar hasta de sus propios enemigos, conformándose en las conjuraciones que le eran conocidas con declarar simplemente que de ello estaba ya advertido: hecho esto tornó la nobilísima resolución de aguardar sin miedo ni inquietudes lo que de las conjuras le pudiera sobrevenir abandonándose y encomendándose a la custodia de los dioses y de la fortuna. Y efectivamente esta conducta seguía cuando fue asesinado.

Un extranjero propagó la voz de que podría instruir a Dionisio, tirano de Siracusa, de un medio seguro de conocer y descubrir con cabal certeza las tramas y maquinaciones que sus súbditos idearan contra él, si le daba una fuerte suma. Advertido Dionisio le mandó llamar a fin de instruirse en un arte tan necesario para su conservación: entonces el extranjero le dijo que no tenía otra novedad que comunicarle, sino que le entregara un talento, y se alabó luego de haber comunicado al monarca un secreto singular. No encontró Dionisio desdichada la invención e hizo donativo al farsante de seiscientos escudos. No es verosímil que hubiera hecho un obsequio tan importante a un desconocido sin que fuera recompensa de una enseñanza utilísima. Efectivamente, la argucia sirvió para contener los planes de sus enemigos y mantenerlos en un temor saludable. Por eso los príncipes, obrando cuerdamente, hacen públicos los avisos que reciben de las conjuras que se urden contra sus vidas, para hacer ver que están bien advertidos, y que ni un paso puede darse sin que lo olfateen a escape. El duque de Atenas cometió varias torpezas al establecer su reciente tiranía en Florencia; y fue la principal de todas que habiendo sido el primero informado por Mateo de Moroso, uno de los conspiradores, de un atentado que el pueblo tramaba contra él, la hizo morir para borrar la nueva, con objeto que no es supiera que nadie en la ciudad podía disgustarse de su paternal gobierno.

Recuerdo haber leído antaño la historia de un romano, sujeto de dignidad, el cual huyendo de la tiranía del triunvirato, había logrado escapar mil veces de entre las manos de sus perseguidores merced a la ingeniosidad de los recursos que adoptó. Ocurrió un día que unas gentes de a caballo encargadas de prenderlo pasaron junto a unos matorrales en que se había guarecido, y estuvo a punto de ser descubierto; entonces el perseguido considerando las fatigas y trabajos que de tanto tiempo atrás venía experimentando   —93→   para salvarse de las continuas y minuciosas pesquisas que para dar con él se llevaban a cabo por todas partes, el mezquino placer que podía aguardar de vida semejante y cuánto mejor era franquear el paso de una vez que permanecer constantemente sufriendo trances tan duros, él mismo llamó a los que iban en su busca, descubrió el escondrijo y se abandonó voluntariamente a su crueldad para evitarlos y evitarse una pena más dilatada. Lanzar sobre sí las manos enemigas es un proceder algo extraño; de todos modos lo considero preferible a permanecer sumido en la fiebre continua de un mal que carece de remedio. Mas como las medidas que pueden adoptarse están llenos de inquietud o incertidumbre, mejor es prepararse con sereno continente a cuanto pueda sobrevenir, y guardar algún consuelo, considerando que está en lo posible que la desdicha no sobrevenga.




ArribaAbajoCapítulo XXIV

Del pedantismo


Siempre me contrarió cuando niño el ver que en las comedias italianas el papel de pedante lo representaba un bufón, y el que entro nosotros la palabra pedante corresponda a la de magister. Estando yo encomendado a éstos, no podía hacer menos que mostrarme celoso de su reputación y trataba de excusarlos y disculparlos por la natural desavenencia que existe entre el vulgo y las raras personas de saber y recto juicio, en atención a la marcha opuesta y tendencias distintas que siguen unos y otras; mas como acontece que los hombres más urbanos y galantes han sido los que con mayor desdén los han juzgado, aquí mi apoyo debilitábase y daba en tierra. Da testimonio de ello nuestro buen del Bellay:


Mais je hay par sur tout un sçavoir pedantesque184;



y esta opinión es ya antigua, pues dice Plutarco que griego y escolar eran entre los romanos palabras injuriosas y de menosprecio. Andando el tiempo, y creciendo en edad, encontré que había razón sobrada para que existieran semejantes opiniones. Mas, ¿de dónde puede nacer que las almas bien provistas de conocimientos de todas suertes no se conviertan en más vivas y más despiertas, y que un espíritu grosero y vulgar pueda poseer, sin sacar partido de ellos, los discursos y sentencias de los más exquisitos entendimientos que en el mundo hayan vivido? Cosa es ésta de que desconozco la razón. Como aquéllos reciben y acomodan   —94→   en el suyo el espíritu de tantos cerebros extraños, precisa es (decíame, una, joven, la primera de nuestras princesas hablando de un maestro) que el suyo se prense, apague y contraiga para dejar lugar a los otros; así como las plantas se ahogan cuando el vigor de la savia es excesivo, y, las lámparas se apagan cuando tienen demasiado aceite, así también acontece al entendimiento cuando en él, se amontonan estudio, y materia copiosos, pues hallándose ocupado y embarazado con diversidad heterogénea de cosas, pierde el medio de discernir, se tuerce y encoge. Mas tampoco es raro el ver ejemplos contrarios, pues nuestra alma se ensancha tanto más cuanto más se llena, y casos antiguos nos prueban que ha habido hombres peritos en el manejo de los públicos negocios, grandes capitanes y consejeros diestros en las cosas del Estado, que fueron al par hombres muy sabios.

Los filósofos, retirados de toda ocupación y comercio públicos, a veces han sido objeto de escarnio en las comedias de su tiempo; sus opiniones y conducta los han hecho ridículos. ¿Queréis convertirlos en jueces de los derechos de un proceso, o que estiman los actos de una persona? Pues no están preparados para ello y tienen necesidad de investigar primero si hay vida, si hay movimiento, si el hombre as cosa distinta de un buey, qué cosas sean obrar sufrir, y qué clase de animaluchos justicia y leyes. ¿Hablan del magistrado o se dirigen al magistrado? Pues lo hacen con una libertad llena de irreverencia incivil. ¿Se tributan alabanzas a su príncipe o a un rey? Pues para ellos el tal no es más que un pastor ocioso ocupado en esquilmar y esquilar sus ovejas con mayor rudeza que un rabadán auténtico. ¿Tenéis en predicamento a alguien porque posee dos mil yugadas de tierra? Ellos no pueden menos de burlarse, acostumbrados como están a abarcar todo el universo mundo, como si de cosa propia se tratara. ¿Os alabáis de vuestra nobleza, por haber tenido en vuestra familia siete abuelos bien acomodados? Nada os estiman por ello, pues no comprendéis la universal imagen de la naturaleza, ni cuántos predecesores ha tenido cada uno de nosotros, ricos, pobres, reyes, criados griegos bárbaros; y aun cuando fuerais el quincuagésimo descendiente de Hércules, encontrarían baladí el que hicierais alarde de este presente de la fortuna. Así el vulgo los desdeña, como ignorantes de las cosas más esenciales y comunes, y como insolentes y presuntuosos.

Mas esta platónica pintura está bien lejos de la que conviene a la naturaleza de las gentes de que voy hablando. Envidiase a los filósofos por estar por cima de la común manera de ser, porque menosprecian los actos públicos, por haber vivido existencia singular y rara, conforme a ciertas reglas elevadas y en desuso. A los pedantes se los, desdeña   —95→   porque están por bajo de la común manera, de ser, como incapaces del ejercicio de las funciones, públicas, y por arrastrar vida y costumbres viles y groseras, más ínfimas que las del vulgo:


Odi homines ignava opera, philosopha sententia.185



Por lo que toca a los filósofos, en ellos cumplíase la doble prenda de ser superiores en la ciencia y todavía más en la acción. Refiérase de Arquímedes, geómetra de Siracusa, que habiendo sido interrumpido en sus experimentos para dedicar algo de su saber a la defensa de su país, puso en juego de improviso tales máquinas de destrucción, que sobrepasaron a toda humana creencia; Arquímedes despreció, sin embargo, su obra, por creer con ella haber bastardeado la dignidad de su arte, del cual su máquina no era sino como un remedo o juguete. Si alguna vez se ha puesto a prueba para la vida práctica la capacidad de los filósofos háseles visto volar tan alto, que el alma y corazón de los mismos parecían haberse fortificado y enriquecido por virtud de la inteligencia de las cosas. Viendo algunos los cargos del gobierno en manos de hombres incapaces, hanse alejado en todo tiempo de las cosas públicas; y el que preguntó a Crates hasta cuándo era preciso filosofar, recibió esta respuesta: «Hasta tanto que los borriqueros dejen de conducir nuestros ejércitos.» Heráclito resignó el reino en manos de su hermano; y a los de Efeso, que le preguntaban cómo pasaba después su tiempo, jugando con los muchachos delante del templo, respondió: «¿No vale más hacer esto que dirigir los negocios en vuestra compañía?» Otros filósofos, cuya imaginación estaba muy por cima de las cosas terrenales, consideraron los puestos de la justicia y los tronos mismos de los reyes como cosas viles y bajas, y Empédocles rechazó la corona que los de Agrigento le ofrecían. Acusaba Thales a sus contemporáneos del sumo cuidado que ponían en los negocios para enriquecerse, y respondíanle que tal era la costumbre de la zorra que no podía lograr su intento de alcanzar las uvas, entonces el filósofo, tomando la cosa coma por puro pasatiempo, quiso robar su experiencia en los negocios, y habiendo para ello convertido su saber en provecho del beneficio y la ganancia, éstos fueron tan grandes, que en el solo transcurso de un año adquirió riquezas tantas como apenas en su vida todos los más experimentados en el comercio habían logrado realizar. Cuenta Aristóteles que algunos le llamaban (y también a Anaxágoras y a congéneres) sabio, mas no prudente, por no poner el cuidado necesario en las cosas útiles; aparte de que no encuentro muy fundamentada, tal diferenciación, esto no puede servir de disculpa a nuestros   —96→   filósofos; y en vista de la escasa y menesterosa fortuna con que se conforman, tenemos derecho a calificarlos de no sabios y faltos de prudencia

Dejando a un lado estas distinciones, entiendo que nuestro mal pedantesco proviene de la desacertada manera como nos consagramos a la ciencia y del modo como recibimos la instrucción, según las cuales no es maravilla que ni escolares ni maestros tengan mayor habilidad, aunque se hagan más doctos. Los sacrificios y cuidados de nuestros padres no se dirigen sino a amueblarnos la cabeza de ciencia; de juicio y de virtud, contadas nuevas. Decid al pueblo de uno que pasa por la calle: «¡Ved ahí un hombre sabio!» Y de otro: «¡Ved ahí un hombre bueno!» Ni uno solo dejará de mirar con respeto al primero; mas precisarla un tercero que gritase: «¡Oh, las cabezas de mampostería!» Más nos interesa informarnos de si una persona sabe latín o griego, o de si escribe en verso o en prosa, que de si la instrucción la ha hecho mejor y más avisada; esto era lo principal, y lo convertimos sin embargo en lo secundario. Valiera más informarse de quién es el que sabe mejor, no del que sabe más.

Trabajamos únicamente para llenar la memoria, y dejamos vacíos conciencia y entendimiento. Así como las aves van en busca del grano y lo llevan entero en su pico, sin partirlo, para que sirva de alimento a sus pequeñuelos, así nuestros pedantes van pellizcando la ciencia en los libros, colocándola sólo en los labios para desembucharla y lanzarla luego al viento. Maravilla es cómo la misma torpeza se atraviesa en mi camino; ¿lo que hacen esos maestros no es idéntico a lo que yo pongo en práctica en mi libro? Yo tomo a otros, de aquí y de allá, en los autores, aquellas sentencias que me placen, no para almacenarlas en mi memoria, pues carezco de esta facultad, sino para trasladarlas a este libro, en el cual las máximas son tan mías o me pertenecen tanto como antes de transcribirlas. No conocemos, tal yo entiendo, más que la ciencia presente, no así la pasada ni tampoco la venidera. Acontece todavía cosa peor: ni los discípulos ni los pequeñuelos se educan ni alimentan, pasa la ciencia de mano en mano con el exclusivo fin de hacer alarde, de hablar a otro, cual inútil y vana moneda que contar y arrojar. Apud alios loqui didicerunt, non ipsi secum186. Non est loquendum, sed gubernandum187. Para mostrar naturaleza que nada hay de violento en sus obras hace a veces que nazcan en las naciones menos cultivadas las producciones más artísticas. El proverbio gascón que tiene su origen en una poesía rústica acredita aquel aserto: Bouha prou bouha, mas à   —97→   remuda lous dits qu'em? El soplo no va mal, mas por lo que toca a manejar los dedos para producir sonidos en el caramillo, eso ya es harina de otro costal. Sabemos muy bien decir: «Cicerón escribe así; ved cuáles eran las costumbres de Platón; tales son las palabras de Aristóteles»; ¿mas nosotros, qué decimos? ¿qué juzgamos? ¿qué hacemos? Lo mismo diría un lorito.

Recuérdame lo precedente a aquel hacendado romano que reunió en su casa, a costa de cuantiosos gastos, un número suficiente de sabios en todas ciencias, que guardaba constantemente en su derredor a fin de que cuando se le ofrecía ocasión de hablar de alguna cosa los demás supliesen su deficiencia y estuvieran prestos a proveerle, quién de un discurso, quién de un verso de Homero, cada cual según su especialidad; con ello pensaba que el saber le pertenecía, porque se encontraba en la cabeza de sus gentes. Es también lo que saben aquellos otros cuya capacidad permanece encerrada en sus bibliotecas suntuosas. Conocía yo uno de éstos, quien, cuando yo solicitaba alguna razón de su ciencia, pedíame un libro para mostrármela; y no hubiera osado decirme ni siquiera que tenía sarna en el trasero sin haber al instante mirado en su diccionario qué cosas fuesen trasero y sarna.

Tomamos nota de las opiniones y de la ciencia de los demás, y allí se detiene nuestro esfuerzo; precisa hacer nuestra la ciencia ajena. Asemejámonos a aquél que tuviese necesidad de fuego y fuera a buscarlo a la casa del vecino, donde habiéndolo hallado hermoso y grande detuviérase a calentarse sin pasarle por los mientes llevarlo a su vivienda. ¿De qué nos sirve tener la barriga llena de carne si luego no la digerimos?, ¿si en nuestro organismo no se transforma, y no sirve ara aumentarle y fortificarle? ¿Pensamos acaso que Luculo, a quien los libros hicieron gran capitán, sin necesidad de experiencia, los estudiaba como nosotros? Echámonos de tal suerte en brazos de los demás, que aniquilamos nuestras propias fuerzas. ¿Quiero yo, por ejemplo, buscar armas contra el temor de la muerte? Encuéntrolas a expensas de Séneca. ¿Deseo buscar consuelo para mí o para los demás? Pues lo tomo de Cicerón. En mí mismo hubiera encontrado ambas cosas si en ello se me hubiera ejercitado. No me gusta esa capacidad relativa y meridiana; aun cuando nos fuera lícito extraer de otro la sabiduría, no podemos ser sabios más que con nuestras exclusivas fuerzas y recursos. imagen.188 «Detesto al sabio que por sí mismo no lo es.»

Ex quo Ennius: Nequidquam sapere sapientem, qui ipse sibi prodesse non quiret.189

  —98→  

Si cupidus, si
vanus, et Euganea quamtamvis mollior agna.190



Non enim paranda nobis solum, sed fruenda sapientia est.191

Burlábase Dionisio de los gramáticos que cuidan de informarse de los males de Ulises e ignoran los suyos propios; de los músicos que templan sus flautas y no hacen lo propio un sus costumbres; de los oradores que predican la justicia y no la practican. Si nuestra alma no sigue mejor camino; si no logramos disponer de un juicio más sano, estimaría mejor que mi escolar hubiera pasado su tiempo jugando a la pelota; al menos de este modo tendría el cuerpo más ágil. Vedle volver de sus estudios después de haber empleado en ellos quince o diez y seis años; encuéntrase incapaz e inhábil para el ejercicio de toda profesión o trabajo; lo solo, lo único que se echa de ver en él es que su latín y su griego le han vuelto más tonto y presuntuoso de lo que estaba al abandonar la casa de sus padres. Debiendo poseer el alma llena, tráela hinchada; en vez de fortificarla, se ha conformado con inflarla.

Tales maestros, como Platón llama a las sofistas, sus adláteres, son de todos los hombres los que prometen hacer mayor obra de utilidad; mas no sólo son inútiles, sino dañinos, pues tras no reparar lo que se les encomienda, lo estropean y hacen pagar sus destrozos. No proceden así el albañil ni el carpintero. Si se siguiera la ley que Protágoras proponía a sus discípulos, que consistía «en que éstos le pagasen confiando en su palabra, o jurando en el templo en cuanto estimaban el provecho, y según éste satisfacieran su trabajo», mis pedagogos veríanse burlados, de estar sujetos al juramento de mi experiencia. Mi vulgar dialecto perigordiano llama con gracia suma lettre-ferits a estos sabihondos, que viene a ser como si dijéramos lettre-ferus, a los cuales las letras han sacudido un martillazo, como suele decirse. Lo común es que se hallen desprovistos hasta de sentido común; el campesino y el zapatero proceden en la vida sencilla o ingenuamente, hablando de lo que conocen; aquéllos por querer engrandecerse y prevalerse de su saber, que sobrenada en la superficie de su cerebro, van embarazándose y dando traspiés sin cesar; escápanse de sus labios hermosas y palabras, mas precisa que otro las aproveche; conocen bien a Galeno, pero en manera alguna al enfermo; os han llenado la cabeza de leyes, y sin embargo, no comprenden la dificultad de la causa que se dilucida, conocen la teoría de todas las cosas, pero buscad otro que la aplique.

  —99→  

En mi casa he visto a un mi amigo, que por modo de pasatiempo hablaba con uno de estos pedantes, descomponer una especie de jerigonza o galimatías, sin pies ni cabeza, salvo la entonación de algunas palabras adecuadas a la controversia, pasar así un día entero; el maestro se debatía pensando siempre contestar con acierto a las objeciones que se le hacían; y pasaba sin embargo por hombre de reputación; era un preceptor que ocupaba por sus merecimientos una posición envidiable:


Vos, o patricius sanguis, quos vivere par est
occipiti caeco, posticae ocurrite sannae.192



Quien a gentes tales ve de cerca, mire más alla, y como yo, encontrará que las más de las veces ni se entienden a sí mismos ni a los demás, y que la facultad de juzgar en ellos está hueca, a no ser que la naturaleza les haya desprovisto bien de ella, como acontecía a Adriano Turnebo, que no ejerciendo otra profesión que la de las letras, en la cual fue, a mi entender, el hombre más grande, que haya existido de mil años acá, tenía sólo del pedante el hábito y algo del exterior, lo cual podía quizás no ser agradable, pero era cosa bien insignificante. Detesto a los que transigen mejor con un alma envenenada que con un traje inadecuado, y contemplan en sus reverencias el vestido y las botas para informarse del hombre con quien se las han. Nuestro Adriano fue el alma mejor educada del mundo; era para mi un placer interrogarle, aun sobre asuntos ajenos a sus ordinarias ocupaciones; veía tan claro en todas las cosas y estaba dotado de una percepción tan pronta, de un juicio tan sano, que hubiérase dicho no haber sido otra su profesión que el ejercicio de la guerra y los negocios del Estado. Tales naturalezas son privilegiadas y fuertes,


Queis arte benigna
et meliore luto finxit praecordia Titan193,



y conservan su vigor nativo al través de una dirección detestable. Ahora bien, no basta que la educación deje de empeorarnos, preciso es que nos haga mejores.

Hay algunos parlamentos que cuando tienen que recibir en su seno nuevos miembros, examínanlos sólo de derecho o jurisprudencia; otros juzgan además del sentido común, de los candidatos, preguntando a los examinandos su dictamen sobre alguna causa. Estos tienen, a mi entender, manera más razonable de proceder, y aun cuando sea necesario   —100→   el concurso de las dos circunstancias, referible y mucho más meritorio es poseer la segunda que la primera; pues como pregona este verso griego,

imagen.194



«¿Para qué sirve la ciencia a quien carece de inteligencia?» ¡Pluguiera a Dios que para bien de la justicia nuestros jueces se hallasen tan bien provistos de entendimiento y conciencia como lo están todavía de ciencia! Non vitae, sed scholae discimus195. En conclusión, no basta hilvanar el saber al alma, precisa incorporarlo, hacerlo penetrar en el espíritu; no hasta regarla, es preciso impregnarla; y si no transforma y mejora nuestro imperfecto estado, vale mucho, muchísimo más, que permanezcamos tranquilos; de lo contrario es el saber arma dañosa que ofende y molesta a quien lo posee por ir a parar a inhábiles manos que de él no saben hacer uso: ut fuerit melius non didicisse196.

Quizás sea ésta la razón de que así nosotros como la teología no nos mostremos exigentes en lo que toca a que las mujeres sean de espíritu cultivado. Francisco I, duque de Bretaña, hijo de Juan V, que casó con Isabel, nacida en Escocia, como le dijeran antes del matrimonio que su prometida había sido educada en medio de la mayor sencillez, y que carecía de toda suerte de instrucción literaria, respondió: «Prefiero que toda la ciencia en la mujer consista en saber distinguir la camisa de los calzones de su marido.»

No es, pues, maravilla el que nuestros antepasados hayan concedido escasa importancia a las letras y que aun hoy se hallen representadas como por acaso en los consejos de nuestros reyes; y si los únicos medios que hoy existen de llegar a la riqueza no fuesen la jurisprudencia, la medicina, el pedantismo y la teología, veríamos a aquéllas todavía en mayor descrédito de lo que jamás lo fueron. Y a la verdad la cosa no sería muy de lamentar, puesto que no nos enseñan ni a bien obrar ni a pensar rectamente. Postquam docti prodierunt, boni desunt197. El aditamento de toda otra ciencia es perjudicial a quien no posee la de la bondad.

Acaso se hallará la razón de lo inútil que nos es la ciencia en que sólo la cultivan entre nosotros aquellos que pretenden sacarla provecho, a excepción de los pocos que habiendo tenido la fortuna de nacer en un medio más elevado, por afición se muestran inclinados al saber. Y como éstos   —101→   la abandonan pronto para ejercer profesiones que nada tienen que ver con los libros, generalmente sólo quedan como científicos las gentes sin fortuna que buscan con el estudio una manera de vivir; y siendo el alma de estas gentes así por naturaleza como por situación social de la extracción más baja, no sacan del estudio sino un fruto mezquino, pues éste no ilumina el espíritu que carece de luces, ni sirve tampoco para alumbrará los ciegos; consiste su misión, no en procurar la vista, sino en dirigirla y bien ordenarla, siempre y cuando que ésta disponga de pies y piernas sanas y bien derechas. La ciencia es un buen medicamento, pero no hay ningún remedio suficientemente eficaz para librarla del vicio que la comunica el vaso que la contiene. Tal tiene la vista clara, que no la tiene derecha, y por consiguiente ve el bien, mas no le practica, y ve la ciencia sin servirse de ella. El principio fundamental que Platón establece en su República, consiste en distribuir los cargos a los ciudadanos conforme a la naturaleza de éstos. Esta sabia maestra todo lo puede y practica. Los cojos son inhábiles para los ejercicios corporales; los del espíritu no convienen a las almas cojas; los entendimientos contrahechos y vulgares son indignos de la filosofía. Cuando reparamos en un hombre mal calzado, nada tiene de sorprendente que se nos ocurra preguntar si es zapatero, y análogamente vemos un médico mal medicinado, un teólogo poco reformado y un sabio más incapaz que el mayor lego.

Aristo Quío tenía razón al asegurar que los filósofos dañaban a sus oyentes; tan es verdad este parecer, que la mayor parte de las almas no se encuentran aptas para sacar provecho de la filosofía; y si ésta no cae bien en ellas, cae necesariamente mal: imagen ex Aristippi, acerbos ex Zenonis schola exire198.

En la hermosa educación que recibían los persas, según testimonia Jenofonte, vemos que enseñaban la virtud a sus hijos como las demás naciones les enseñan las letras. Dice Platón que el primogénito en la sucesión real era educado del siguiente modo: apenas nacía, poníasele en manos, no de mujeres, sino de los eunucos que por su virtud gozaban del favor de los reyes. Encomendábase a éstos el cuidado de la hermosura y sanidad del cuerpo y cuando llegaba el niño a los siete años enseñábanle a montar a caballo y adiestrábanle en el ejercicio de la caza. Cuando tenían catorce años sometíanle al cuidado de cuatro preceptores: el más sabio, el más justo, el más moderado y el más valiente de la nación; enseñábale el primero la religión, el segundo a ser veraz, el tercero a dominar sus pasiones, y el último a ser esforzado.

  —102→  

Es cosa digna de notarse que en la excelente y admirable legislación de Licurgo, tan perfecta y previsora, tan cuidadosa de la educación material de la infancia, que ponía en primer término desde el hogar mismo, no se haga siquiera mención de la doctrina, siendo Atenas la patria de la musas, como si aquella generosa juventud desdeñara todo otro yugo que no fuera la virtud; proveíasela, en lugar de pedagogos que la enseñaran la ciencia, de maestros que la inculcaban el valor, la prudencia y la justicia, ejemplo que Platón siguió en sus leyes. La disciplina consistía en proponerles cuestiones, para que juzgasen de los hombres y de sus actos, y si elogiaban o censuraban a tal personaje o tal suceso precisaba fundamentar el juicio en buenas razones; de este modo, al par que afinaban el entendimiento, se instruían en el derecho. Astyages en Jenofonte, pide razón a Ciro de su última lección. «En nuestra escuela, responde, un muchacho que tenía la túnica pequeña se la dio a uno de sus compañeros, de menos estatura, y tomó a cambio la de éste, que le estaba grande. Habiéndome nuestro preceptor hecho juez del caso, opiné que lo más pertinente era dejar las cosas en tal estado, y que los dos habían salido ganando con el cambio; a lo cual me repuso que yo había juzgado torcidamente, por haberme fijado sólo en las ventajas mutuas, siendo preciso tener en cuenta la justicia, que pide que a nadie se fuerce en las cosas de su pertenencia»; y dice Astyages que Ciro fue azotado ni más ni menos que lo somos nosotros en nuestras aldeas, cuando olvidamos e primer paradigma de las conjugaciones griegas. Mi maestro me dirigiría una hermosa arenga, in genere demonstrativo antes de persuadirme que su disciplina valía tanto como aquélla. Tomaron por el atajo, y puesto que es lo cierto que las ciencias rectamente interpretadas no pueden sino enseñarnos la prudencia, la probidad y la resolución, quisieron aquellos hábiles maestros poner a sus discípulos en contacto con la práctica de la vida e instruirlos no de oídas, sino por el ensayo de la acción, formándolos y modelándolos diestramente no sólo con preceptos y palabras, sino principalmente con ejemplos y obras, a fin de que la enseñanza penetrase no solamente en el alma, sino también en la complexión y costumbres; que no fuera únicamente adquisición, sino posesión natural. Preguntando a este propósito Agesilao, sobre lo que a su entender debían aprender los niños, respondió «que lo que debían hacer cuando fueran hombres». No es, pues, maravilla que semejante educación produjera tan admirables efectos.

En distintas ciudades de Grecia buscábanse retóricos, pintores y músicos; sólo en Lacedemonia legisladores, magistrados y jefes de ejército; aprendíase en Atenas a bien decir, y allí a bien obrar; en Atenas a rebatir un argumento sofístico y a rechazar la impostura de las palabras capciosamente   —103→   entrelazadas; en Lacedemonia, a librarse de los atractivos de la voluptuosidad y a rechazar con valor las amenazas del infortunio y de la muerte. Unos tenían por misión las palabras, y otros las cosas; unos ejercitaban a la juventud en el continuo manejo de la lengua, y otros en el ejercicio sin descanso del espíritu. En tal grado de estimación tenían los frutos de la enseñanza de la juventud, que cuando Antipáter les pidió en rehenes cincuenta muchachos, hicieron lo contrario de lo que nosotros hubiéramos hecho, es decir, que prefirieron entregar doble número de hombres ya formados. Cuando Agesilao invita a Jenofonte a que eduque sus hijos en Esparta, no es para que aprendan la gramática ni la dialéctica, sino para que se adoctrinen en la mejor de todas las ciencias: en la ciencia del mando y de la obediencia.

Agrada ver cómo Sócrates se burla de Hipias cuando éste le refiere que hasta en las aldeas más pequeñas de Sicilia ha ganado buena cantidad de dinero como profesor, y que en cambio en Esparta no ganó ni un solo maravedí; por tal razón, trataba de idiotas a los de esta república, que no sabían medir ni contar, ni conocían la gramática ni la prosodia, preocupándose sólo de estar bien informados de la cronología de sus soberanos, establecimiento y decadencia de sus Estados y de otro montón de frivolidades análogas; al cabo de la relación Sócrates hacía comprender a Hipias, hasta en sus menores detalles, la excelencia del gobierno de los espartanos, la virtud y dicha de su vida privada, dejándole adivinar, en conclusión, la inutilidad de sus enseñanzas.

La experiencia nos enseña que, según la viril legislación espartana y otras semejantes, el estudio de las ciencias debilita y afemina el valor, más que lo endurece y fortifica. El Estado más fuerte que actualmente existe en el mundo es Turquía, pueblo que estima las armas tanto como menosprecia las letras. Roma fue más valiente cuando barbara que cuando sabia. Las naciones más belicosas de nuestros días son las más groseras e ignorantes: los escitas, los partos y los súbditos de Tamerlán prueban bien este aserto. Cuando los godos asolaron la Grecia, quien salvó todas las bibliotecas de ser pasto de las llamas fue uno de ellos, que predicó la conveniencia de dejar intactos estos edificios para apartar así a sus enemigos del ejercicio de las armas y que cayeran en ocupaciones ociosas y sedentarias. Nuestro rey Carlos VIII se hizo dueño del reino de Nápoles y de una parte extensa de la Toscana, apenas sin desenvainar la espada. Los señores de su comitiva atribuyeron tan inesperada facilidad a que la nobleza y príncipes italianos ocupábanse más en hacerse, ingeniosos y sabios que vigorosos y guerreros.



  —104→  

ArribaAbajoCapítulo XXV

De la educación de los hijos a la señora Diana de Foix, condesa de Gurson


Jamás vi padre, por enclenque, jorobado y lleno de achaques que su hijo fuera, que no consintiese en reconocerlo como tal; y no es que no vea sus máculas, a menos que el amor le ciegue, sino porque le ha dado el ser. Así yo veo mejor que los demás que estas páginas no son sino las divagaciones de un hombre que sólo ha penetrado de las ciencias la parte más superficial y eso en su infancia, no habiendo retenido de las mismas sino un poco de cada cosa, nada en conclusión, a la francesa. Sé, en definitiva, que existe una ciencia que se llama medicina, otra jurisprudencia, cuatro partes de matemáticas, y muy someramente el objetivo de cada una de ellas; quizás conozco el servicio que dichas ciencias prestan al uso de la vida, pero de mayores interioridades no estoy al cabo; ni mi cabeza se ha trastornado estudiando a Aristóteles, príncipe de la doctrina moderna, ni tampoco empeñádose en el estudio de ninguna enseñanza determinada, ni ha arte del cual yo pueda trazar ni siquiera los primeros rudimentos; no hay muchacho de las clases elementales que no pueda aventajarme, y a tal punto alcanza mi insuficiencia, que, ni siquiera me sentiría capaz de interrogarle sobre la primera lección de su asignatura; y si se me obligara a hacerle tal o cual pregunta, mi incompetencia haría que le propusiera alguna cuestión general, por la cual podría juzgar de su natural disposición, la cual cuestión le sería tan desconocida como a mí la elemental.

Aparte de los de Séneca y Plutarco, de donde extraigo mi caudal, como las Danaides, llenándolo y vaciándolo perpetuamente, no he tenido comercio con ningunos otros libros de sólida doctrina. De esos escritores algo quedará en este libro, casi nada en mi cabeza. En materia le autores, me inclino a los de historia y poesía, pues como Cleantes opinaba, así como la voz encerrada en el estrecho tubo de una trompeta surge más agria y más fuerte, así entiendo yo que la sentencia comprimida por la poesía brota más bruscamente y me hiere con más viva sacudida. En cuanto a mis facultades naturales, de que este libro es ejercicio, siéntolas doblegar bajo su pesada carga; marchan mis conceptos y juicios a tropezones, tambaleándose, dando traspiés, y cuando recorro la mayor distancia que mis fuerzas alcanzan, ni siquiera me siento medianamente satisfecho, diviso todavía algo más allá, pero con vista alterada y nubosa, que me siento incapaz de aclarar. Haciendo propósito de hablar de   —105→   todo aquello que buenamente se ofrece a mi espíritu con el solo socorro de mis ordinarias fuerzas, acontéceme a veces hallar tratados en los buenos autores los mismos asuntos sobre que discurro, como en el capítulo sobre la fuerza de imaginación, materia que trató ya Plutarco. Comparando mis razones con las de tales maestros, siéntome tan débil y tan mezquino, tan pesado y adormecido, que me compadezco, y a mí mismo me menosprecio; congratúlame, en cambio, el que a veces quepa a mis opiniones el honor de coincidir con las de los antiguos, así los sigo al menos de lejos y reconozco lo que no todos reconocen: la extrema diferencia entre ellos y yo. Mas a pesar de todo dejo correr mis invenciones débiles y bajas como son, tales como han salido de mi pluma, sin remendar los defectos que la comparación me ha hecho descubrir.

Preciso es tener en sus propias fuerzas toda la confianza posible para marchar frente a frente de tales autores. Los indiscretos escritores de nuestro siglo, cuyas insignificantes obras están llenas de pasajes enteros de los antiguos, que para procurarse honor se apropian, practican lo contrario; y la diferencia entre lo suyo y lo que toman prestado es tan grande que da a sus escritos un aspecto pálido, descolorido y feo, con el cual pierden más que ganan.

Dos filósofos de la antigüedad tenían bien distinta manera de pensar y proceder en sus escritos: Crisipo incluía en sus obras, no ya sólo pasajes, sino libros enteros de otros autores, y en una incluyó la Medea de Eurípides: Apoliodoro decía de este filósofo que, suprimiendo lo prestado, en sus obras no quedaría más que el papel en blanco. Epicuro, por el contrario, en trescientos volúmenes que compuso jamás empleó citas ni juicios ajenos.

Ocurriome poco ha tropezar con un pasaje de éstos, para llegar al cual había tenido que arrastrarme languideciendo por medio de frases hueras, tan exangües, descarnadas y vacías de sentido, todas ellas sin meollo ni sustancia, que no eran, en suma, sino palabras amalgamadas unas a otras; al cabo de un largo y fastidioso camino me encontré con un trozo alto, rico y elevado hasta rayar en las nubes. Si hubiera encontrado la pendiente más suave y la subida algo áspera, la cosa hubiera sido natural; pero llegué a un precipicio tan derecho y tan recortado, que a las seis palabras primeras echó de ver que me hallaba en otro mundo distinto; desde él pude descubrir la hondonada de donde venía, tan baja tan profunda que no tuve luego el valor necesario para descender de nuevo. Si yo adornara alguno de mis escritos con tan ricos despojos, haría resaltar demasiado la insignificancia de los demás. Descubrir en otro mis propias faltas me parece tan lícito como reprender, lo que suelo hacer a veces, las de otro en mí; preciso es acusarlas en todos y hacer que desaparezca   —106→   todo pretexto de excusa. Bien se me alcanza cuán audazmente pongo mis ideas en parangón con las de los autores célebres, a todo propósito; mas no lo hago por temeraria esperanza de engañar a nadie con ajenos adornos, sino para demostrar mejor más asertos y razonamientos, para mayor servicio del lector. Sin contar con que tampoco me pongo a luchar frente a frente ni cuerpo acuerpo con campeones de tanto fuste; ejecuto sólo menudos y ligeros ataques, no me lanzo contra ellos, los tanteo, y no los acometo tanto como temo acometerlos. Si pudiera caminar a la par, obraría como hombre vigoroso y fuerte, porque sólo los acometo por sus máximas más elevadas. Practicar lo que he visto en algunos, adornarse con armas ajenas hasta el punto de dejar invisibles las propias, conducir los razonamientos como sólo es lícito que lo hagan los sabios verdaderos, parapetándose en las ideas de los antiguos, hurtándolas de aquí y de allá y querer hacerlas pasar por propias, cosa es al par que injusta, cobarde, porque los que tal hacen, no teniendo nada que les pertenezca, pretenden alcanzar méritos con lo que no es suyo. Es además suprema torpeza, pues los tales se contentan con la ignorante aprobación del vulgo y se desacreditan ante las gentes de entendimiento, que advierten la incrustación de ajenas cosas y de las cuales sólo la alabanza tiene peso y merece estima.

Nada más lejos de mi designio que semejantes procederes; yo no cito los otros sino para expresar mi pensamiento de una manera más diestra. No va lo dicho con los centones que en tal forma se presentan al público: yo los he visto sobrado ingeniosos, sin hablar de los antiguos, entre otros uno bajo el nombre de Capílupo. De esta suerte muestran también sus talentos algunos eruditos, entreverándolo acá y allá, como hizo Justo Lipsio en su laborioso y docto tratado de Política.

De todas maneras, y sean cuales fueren esos desaciertos, no he pedido menos de sacarlos a la superficie, igualmente que si un artista hiciera mi retrato habría de representarme cano y calvo; no pintando una cabeza perfecta, sino la que tengo. Esto que aquí escribo son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las veo y las creo atinadas, no como cosa incontrovertible y que deba creerse a pie juntillas: no busco otro fin distinto al de trasladar al papel lo que dentro de mí siento, que acaso será distinto mañana, si enseñanzas nuevas modifican mi manera de ser, y declaro que ni tengo ni deseo autoridad bastante para ser creído, reconociéndome, como me reconozco, demasiado mal instruido para enseñar a los demás.

Un mi amigo que leyó en mi casa el capítulo precedente días pasados, díjome que debía haberme extendido más sobre la educación de los jóvenes; por manera, señora, que   —107→   si realmente poseyera yo alguna competencia en tal materia, en modo alguno pudiera darle mejor empleo que haciendo de ella un presente al pequeñuelo que pronto verá la luz (vuestra hidalguía es grande para dejar de comenzar por un varón). Habiéndome cabido una grande parte en la conclusión de vuestro matrimonio, créome con derecho y estoy interesado en la grandeza y prosperidad de todo lo que sobrevenga, a más que de antiguo estoy obligado a vuestras mercedes, lo cual obliga doblemente mi interés hacia todo lo que con vos se relaciona directamente. Entiendo yo, señora, que la mayor y principal dificultad de la humana ciencia reside en la acertada dirección y educación de los niños, del propio modo que en la agricultura las labores que preceden a la plantación son sencillas y no tienen dificultad; mas luego que la planta ha arraigado, para que crezca hay diversidad de procedimientos, que son difíciles. Lo propio, acontece con los hombres: darles vida no es difícil, mas luego que la tienen vienen los diversos cuidados y trabajos que exigen su educación y dirección. La apariencia de sus inclinaciones es tan indecisa en la primera infancia y tan inciertas y falsas las promesas que de aquéllas pueden deducirse, que no es viable fundamentar por ellas ningún juicio atinado. Cimón y Temístocles fueron bien distintos de lo que por su infancia hubiera podido adivinarse. Los pequeñuelos de los osos y los perrillos muestran desde luego su inclinación natural, mas los hombres siéntense desde los comienzos impelidos por costumbres, leyes y opiniones que los disfrazan fácilmente, pues es bien difícil forzar las tendencias o propensiones naturales. De donde resulta que por no haber elegido bien su camino, trabájase sin fruto, empleando un tiempo inútil en destinar a los niños precisamente para aquello que no han de servir. No obstante tal dificultad, precisa a mi entender encaminarlos siempre hacia las cosas mejores, de las cuales puedan sacar mayor provecho, fijándose poco en adivinaciones ni pronósticos de que sacamos consecuencias demasiado fáciles en la infancia. Platón, en su República, entiendo que les concede autoridad demasiada.

Es la ciencia, señora, ornamento de valer, al par que instrumento que presta relevantes servicios, señaladamente, a las personas de vuestro rango. En verdad, entiendo que no se encuentra bien hallada en manos bajas y plebeyas, siéntese más orgullosa prestando su concurso para conducir una guerra, gobernar un pueblo, y frecuentar la amistad de un príncipe o de una nación extranjera, que para ordenar un argumento dialéctico, pronunciar una defensa o preparar una caja de píldoras. Así, señora, como estoy bien seguro de que no olvidaréis tal principio en la educación de vuestros hijos, vos que habéis gustado tiempo ha de la   —108→   dulzura de las letras y que pertenecéis a una familia literaria (aún poseemos los escritos de los antiguos condes de Foix, de quien desciende el señor conde vuestro esposo y descendéis vos misma, y Francisco, señor de Candal, vuestro tío, da a luz todavía obras que extenderán el conocimiento de aquella cualidad de vuestra familia hasta los siglos venideros), quiero manifestaros la sola opinión que acerca de educación profeso, contraria al común sentir y uso. Es cuanto puedo hacer en vuestro servicio en este punto.

Al cargo del maestro que le confiráis, en la elección del cual estriba todo el fruto de su educación, acompañan otras importantes atribuciones, de las cuales me guardará de hablar por no saber, nada importante acerca de ellas; y sobre lo que más adelante diré, sólo deseo que aquél fije su atención en lo que para él sea de mayor provecho. A un niño noble que cultiva las letras, no como medio de vivir (pues éste es fin abyecto e indigno de la gracia y favor de las musas, tras de suponer además la dependencia ajena), ni tampoco para buscar en ellas cosa de adorno; que se propone antes ser hombre hábil que hombre sabio, yo desearía que se pusiera muy especial cuidado en encomendarle a un preceptor de mejor cabeza que provista de ciencia, y que maestro y discípulo se encaminaran más bien a la recta dirección del entendimiento y costumbres, que a la enseñanza por sí misma, y apetecería también que el maestro se condujera en su cargo de una manera nueva.

No cesa de alborotarse en nuestros oídos, como quien vertiera en un embudo, y nuestro deber no se hace consistir más que en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro procedimiento, y que desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzase a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ir preparándole el camino, ya dejándole en libertad de buscarlo. Tampoco quiero que el maestro invente ni sea sólo el que hable; es necesario que oiga a su educando hablar a su vez. Sócrates, y más tarde Arcesilao, hacían primeramente expresarse a sus discípulos, y luego hablaban ellos. Obest plerumque iis, qui discere volunt, auctoritas eorum, qui docent199. Bueno es que le haga, correr ante su vista para juzgar de sus bríos y ver hasta qué punto se debe rebajar para acomodarse a sus fuerzas. Si de tales requisitos prescindimos, ningún fruto alcanzaremos; saberlos escoger y conducirlos con acierto y mesura es una de las labores más arduas que conozco. Un alma superior y fuerte   —109→   sabe condescender con los hábitos de la infancia, al par que guiarlos. Yo camino con mayor seguridad y planta más segura al subir que al bajar.

Aquellos que como nuestro uso tiene por hábito aplican idéntica pedagogía y procedimientos iguales a la educación de entendimientos de diversas medidas y formas, engáñanse grandemente: no es de maravillar si en todo un pueblo de muchachos apenas se encuentran dos o tres que hayan podido sacar algún fruto de la educación recibida. Que el maestro no se limite a preguntar al discípulo las palabras de la lección, sino más bien el sentido y la sustancia; que informe del provecho que ha sacado, no por la memoria del alumno, sino por su conducta. Conviene que lo aprendido por el niño lo explique éste de cien maneras diferentes y que lo acomode otros tantos casos para que de este modo pueda verse si recibió bien la enseñanza y la hizo suya, juzgando de sus adelantos según el método pedagógico seguido por Sócrates en los diálogos de Platón. Es signo de crudeza e indigestión el arrojar la carne tal como se ha comido; el estómago no hizo su operación si no transforma la sustancia y la forma de lo que se le diera para nutrirlo. Nuestra alma no se mueve sino por extraña voluntad, y está fijada y constreñida, como la tenemos acostumbrada a las ideas ajenas; es sierva y cautiva bajo la autoridad de su lección: tanto se nos ha subjugado que se nos ha dejado sin libertad ni desenvoltura. Nunquam tutelae suae fiunt200.

Hallándome en Pisa tuve ocasión de hablar familiarmente con una persona excelente, tan partidaria de Aristóteles, que profesaba con cabal firmeza la creencia de que el toque y la regla de toda verdad e idea sólida era su conformidad con la doctrina aristotélica, y que fuera de tal doctrina todo era quimera y vacío; que Aristóteles lo había visto todo y todo lo había dicho. Por haber sido esta proposición un tanto amplia, al par que injustamente interpretada, nuestro hombre se las hubo durante largo tiempo con la inquisición de Roma.

Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el tamiz todas las ideas que le trasmita y hacer de modo que su cabeza no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito. Los principios de Aristóteles, como los de los estoicos o de los epicúreos, no deben ser para él doctrina incontrovertible; propóngasele semejante diversidad de juicios, él escogerá si puede, y si no, permanecerá en la duda:


Che non men che saver, dubbiar m'aggrata201:



pues si abraza, después de reflexionarlas, las ideas de Jenofonte   —110→   y las de Platón, estas ideas no serán ya las de esos filósofos, serán las suyas; quien sigue a otro no sigue a nadie, nada encuentra, y hasta podría decirse que nada busca: que sepa darse razón a menos de lo que sabe. Es preciso que se impregne del espíritu de los filósofos; no basta con que aprenda los preceptos de los mismos; puede olvidarse si quiere cuál fue la fuente de su enseñanza pero a condición de sabérsela apropiar. La verdad y la razón son patrimonio de todos, y ambas pertenecen por igual al que habló antes que al que habla después. Tanto monta decir según el parecer de Platón que según el mío, pues los dos vemos y entendemos del mismo modo. Las abejas extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es producto suyo, y no tomillo ni mejorana: así las nociones tomadas a otro, las transformará y modificará para con ellas ejecutar una obra que le pertenezca, formando de este modo su saber y su discernimiento. Todo el estudio y todo el trabajo no deben ir encaminados a distinta mira que a su formación. Que sepa ocultar todo aquello de que se ha servido y exprese sólo lo que ha acertado a hacer. Los salteadores y los tramposos exihiben ostensiblemente sus fincas y las cosas que compran, y no el dinero que robaron o malamente adquirieron; tampoco veréis los honorarios secretos que recibe un empleado de la justicia, mostraraos sólo los honores y bienandanzas que obtuvo para sí y para sus hijos: nadie entera a los demás de lo que recibe, cada cual deja ver solamente sus adquisiciones.

El fruto de nuestro trabajo debe consistir en transformar al alumno en mejor y más prudente. Decía Epicarmes que el entendimiento que ve y escucha es el que de todo aprovecha, dispone de todo, obra, domina y reina; todo lo demás no son sino cosas ciegas, sordas y sin alma. Voluntariamente convertimos el entendimiento en cobarde y servil por no dejarle la libertad que le pertenece.

¿Quién preguntó jamás a su discípulo la opinión que formar de la retórica y la gramática, ni de tal o cual sentencia de Cicerón? Son introducidas las ideas en nuestra memoria con la fuerza de una flecha penetrante, como oráculos en que las letras y las sílabas constituyen la sustancia de la cosa. Saber de memoria, no es saber, es sólo retener lo que se ha dado en guarda a la memoria. De aquello que se conoce rectamente se dispone en todo momento sin mirar el patrón o modelo, sin volver la vista hacia el libro. Pobre capacidad la que se saca únicamente de los libros. Transijo con que sirva de ornamento, nunca de fundamento, y ya Platón decía que la firmeza, la fe y la sinceridad constituyen la verdadera filosofía; las ciencias cuya misión es otra, y cuyo fin es distinto, no son mas que puro artificio. Quisiera yo que Paluël o Pompeyo, esos dos conocidos bailarines, nos enseñaran a hacer cabriolas con verlos danzar   —111→   solamente, sin que tuviéramos necesidad de movernos de nuestros asientos; así pretenden nuestros preceptores adiestrarnos el entendimiento, sin quebrantarlo; fuera lo mismo el intentar enseñarnos el manejo del caballo, el de la pica, a tocar el laúd, o a cantar, sin ejercitarnos en estas faenas. Quieren enseñarnos a bien juzgar y a bien hablar sin acostumbrarnos a lo uno ni a lo otro. Ahora bien, para tal aprendizaje, todo lo que ante nuestra vista se muestra es libro suficiente: la malicia de un paje, la torpeza de un criado, una discusión de sobremesa, son otros tantos motivos de enseñanza.

Por esta razón es el comercio de los hombres maravillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento, igualmente que la visita a países extranjeros, no para aprender solamente, como hace la nobleza francesa, los pasos que mide Santa Rotonda o la riqueza de los pantalones de la señora Livia; otros nos refieren cómo la cara de Nerón, conservada en alguna vieja ruina, es más larga o más ancha que la de otra medalla de la misma época. Todas éstas son cosas bien baladíes; se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren y sus costumbres y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás. Yo quisiera que los viajes empezaran desde la infancia, y en primer término, para matar así de un tiro dos pájaros, por las naciones vecinas, en donde la lengua difiera más de la nuestra. Es indispensable conocer las lenguas vivas desde muy niño, de lo contrario, los idiomas no se pliegan luego a la pronunciación.

De igual modo es opinión de todos recibida, que no es conveniente educar a los hijos en el regazo de sus padres; el amor de éstos los enternece demasiado y hace flojos hasta a los más prudentes. No son los padres capaces ni de castigar sus faltas, ni de verlos alimentarse groseramente, como conviene que se haga; tampoco podrían soportar el verlos sudorosos y polvorientos después de algún ejercicio rudo, ni que bebieran líquidos demasiado calientes o fríos, ni el verlos sobre un caballo indócil, ni frente a un tirador de florete o un boxeador, como tampoco disparar la primera arcabuzada, cosas todas necesarias e indispensables. Tales ejercicios son el único medio de formar un hombre cual debe apetecerse, y ninguno hay que descuidar durante la juventud; hay que ir a veces contra los preceptos de la medicina:


Vitamque sub dio, et trepidis agat
in rebus.202



No basta sólo fortificar el alma, es preciso también endurecer los músculos; va el alma demasiado deprisa si muy   —112→   luego no es secundada, y tiene por si sola demasiada labor para bastar a dos oficios. Yo sé cuán penosamente trabaja la mía unida como está a un cuerpo tan flojo y tan sensible que se encomienda constantemente a sus fuerzas, y con frecuencia advierto que en sus escritos mis maestros los antiguos presentan como actos magnánimos y valerosos, ejemplos que dependen más bien del espesor de la piel y eje dureza de los huesos, que del vigor anímico.

He visto hombres, mujeres y niños de tal modo constituidos, que un bastonazo les es menos sensible que a mí un capirotazo en las narices; que no mueven lengua ni pestañas ante los golpes que se les propinan. Cuando los atletas imitan a los filósofos en lo pacientes, más que fortaleza de corazón, muestran vigor de nervios. Endurecerse al trabajo es endurecerse al dolor: Labor callum obducit dolori203. Es preciso habituar al niño a la aspereza y fatiga de los ejercicios para acostumbrarle así a la pena y al sufrimiento de la dislocación, del cólico, cauterio, prisión y tortura. Estos males pueden, según los tiempos, caer sobre los buenos como sobre los malos. Sobrados ejemplos de ello vemos en nuestros días, pues los que hoy combaten contra las leyes exponen a los suplicios y a la muerte a los hombres honrados.

La autoridad del preceptor, además, debe ser absoluta sobre el niño, y la presencia de los padres la imposibilita y aminora; a lo cual contribuye también la consideración que la familia muestra al heredero y el conocimiento que éste tiene de los medios y grandeza de su casa. Circunstancias son éstas, a mi entender, que se truecan en graves inconvenientes.

En las relaciones que mantienen los hombres entre sí, he advertido con frecuencia que, en vez de adquirir conocimiento de los demás, no hacemos sino darle amplio de nosotros mismos, preferimos mejor soltar nuestra mercancía, que adquirirla nueva, la modestia y el silencio son cualidades útiles en la conversación. Se acostumbrará al niño a que no haga alarde de su saber cuando lo haya adquirido; a no contradecir las tonterías y patrañas que puedan decirse en su presencia, pues es descortés censurar lo que nos choca o desagrada. Conténtase con corregirse a sí mismo y no haga a los demás reproche de lo que le disgusta, ni se ponga en contradicción con las públicas costumbres: Licet sapere sine pompa, sine invidia204. Huya de las maneras pedantescas y de la pueril ambición de querer aparecer a los ojos de los demás como más sutil de lo que es, y cual si fuera mercancía de difícil colocación no pretenda sacar partido de tales críticas y reparos. De   —113→   igual modo que sólo incumbe a los grandes poetas emplear las licencias del arte, así también corresponde sólo a las almas grandes y a los espíritus elevados el ir contra la corriente general. Si quid Socrates aut Aristippus contra morem et consuetudinem fecerunt, idem sibi ne arbitretur licere: magnis enim illi et divinis bonis hanc licentiam assequebantur205. Debe acostumbrárselo a no entrar en discusiones ni disputas más que cuando haya de habérselas con un campeón digno de ser contradicho. Debe hacerse de modo que sea escrupuloso en la elección de argumentos, al par que amante de la concisión y la brevedad en toda discusión; debe acostumbrársele sobre todo a entregarse y a deponer las armas ante la verdad, luego que la advierta, ya nazca de las palabras de su adversario, ya surja de sus propios argumentos, por haber dado con ella de pronto; pues no estando obligado a defender ninguna cosa determinada, debe sólo interesarle aquello que apruebe, no perteneciendo al oficio en que por dinero contante se participa de una u otra opinión, o se pertenece a uno u otro bando.

Si el preceptor comparte mi manera de ver, enseñará a su discípulo a ser muy leal servidor de su soberano y además afectuoso y valiente, cuidando a la vez de que su cariño al príncipe no vaya más allá de lo que prescribe el deber público. Aparte de otros obstáculos que aminoran nuestra libertad por obligaciones especiales, la opinión de un hombre asalariado, o no es cabal y está sujeta a trabas, o hay motivo para tacharla de imprudente e ingrata. El verdadero cortesano no puede tener más ley ni más voluntad que las de su amo, quien entre millares de súbditos lo escogió para mantenerlo y elevarlo. Tal merced corrompe la franqueza del súbdito y le deslumbra; así vemos de ordinario que el lenguaje de los cortesanos difiere del de las demás gentes del Estado y que gozan de escaso crédito cuando hablan de la corte.

Que la virtud y la honradez resalten en sus palabras, y que éstas vayan siempre encaminadas a la razón. Persuádasele de que la declaración del error que encuentre en sus propios razonamientos, aunque sea él solo quien lo advierta, es clara muestra de sinceridad y de buen juicio, cualidades a que debe siempre tender, pues la testarudez y el desmedido deseo de sustentar las propias aserciones son patrimonio de los espíritus bajos, mientras que el volver sobre su aviso corregirse, apartarse del error en el calor mismo de la discusión, arguye cualidades muy principales, al par que un espíritu elevado y filosófico. Debe acostumbrársele a que cuando se encuentre en sociedad fije en todas   —114→   partes su atención, pues suele ocurrir que los sitios de preferencia ocúpanlos las personas de menor mérito, y las que gozan de mayor fortuna no comulgan con la capacidad. En una ocasión he visto, sin embargo, que mientras en lo más apartado de una mesa hablábase de la hermosura de una tapicería o del sabor de la malvasía, en el otro extremo se hacía gala de ingenio de buena ley, en que los primeros no ponían la menor atención. Debe acostumbrársele a sondear el alcance de los rasgos de cada hombre en articular: el boyero, el albañil, la persona que pasa por la calle, todo debe examinarlo y apoderarse de lo característico de cada uno, pues todo es bueno para la casa; la misma torpeza y desacierto ajenos serviranle de instrucción, y en el examen de las maneras de los demás gustará de las buenas y desdeñará las malas.

Sea inspirado su entendimiento por una curiosidad legítima que le haga informarse de togas las cosas; todo aquello que haya de curioso en derredor suyo debe verlo, ya sea un edificio, una fuente, un hombre, el sitio en que se libró una antigua batalla, el paso de César o el de Carlo Magno:


Quae tellus sit lenta gelu, quae putris ab aestu;
    ventus in Italiam quis bene vela ferat206;



informarse a la vez de las costumbres, recursos Y alianzas de este o aquel príncipe; cosas son éstas que gusta aprender y el saberlas es muy útil.

Al hablar del trato de los hombres incluyo entre ellos y por modo principalísimo a los grandes, aquellos que no viven sino en los libros; debe frecuentar los historiadores que relataron la vida de las almas principales de los siglos más esclarecidos. Es éste para muchas gentes un estudio baladí, mas para los espíritus delicados ocupación que procura frutos inestimables y el único que según Platón los lacedemonios se reservaron para sí mismos. Puede sacar, por ejemplo, gran provecho y enseñanza con la lectura de las vidas de Plutarco, pero que el preceptor no pierda de vista cuál es el fin de sus desvelos; que no ponga tanto interés en enseñar a su discípulo la fecha de la ruina de Cartago como las costumbres de Escipión y Aníbal; ni tanto en informarle del lugar donde murió Marcelo como en hacerle ver que allí encontró la muerte por no haber estado a la altura de su deber. Que no ponga tanto interés en que aprenda los sucesos como en que sepa juzgarlos; es a mi modo de ver la historia la parte en que los espíritus se aplican de manera más diversa, sacando cada cual consecuencias distintas, según sus peculiares dotes; yo he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído. Plutarco   —115→   ha leído ciento más, que yo no he sabido encontrar y acaso haya entre ellas muchas en que el autor ni pensó siquiera; es para unos la historia un simple estudia de gramática, para otros la investigación recóndita de los principios filosóficos que explican las acciones más oscuras de la humana naturaleza. Hay en Plutarco amplios discursos que son muy dignos de ser sabidos, y según mi dictamen, es maestro acabado en tales materias; mas hay otros que el historiador no ha hecho más que indicar ligeramente, señalando sólo como de pasada el camino que podemos seguir si queremos profundizarlos. Preciso es, pues, arrancarlos del lugar donde se encuentran y hacerlos nuestros, como por ejemplo, la siguiente frase: que los habitantes de Asia obedecían a uno solo por ignorar la pronunciación de una sola sílaba, la sílaba no. Acaso fue este pasaje el que dio ocasión a La Boëtie para escribir la Servidumbre voluntaria. ¡Lástima que los hombres de gran entendimiento propendan con exceso a la concisión! Sin duda con ello su reputación no disminuye ni su valer decrece; mas para nosotros, que valemos mucho menos, el exceso de laconismo perjudica nuestra enseñanza. Gusta más Plutarco de ser estimado por sus juicios que por su saber; prefiere, antes que saciarnos, que nos quedemos con apetito, y comprende que hasta leyendo cosas excelentes puede fatigarse el lector, pues sabe que Alexandridas censuró con justicia a un hombre que hablaba con acierto a los eforos, pero que diluía demasiado las ideas: «¡Oh, extranjero, díjole, si bien nos cuentas cosas agradables, las expones de un modo inconveniente!» Los que tienen el cuerpo flaco lo abultan interiormente; así aquellos cuyas ideas son insignificantes las inflan con palabras.

La frecuentación del mundo y el trato de los hombres procuran clarividencia de juicio; vivimos como encerrados en nosotros mismos; nuestra vista no alcanza más allá de nuestras narices. Preguntado Sócrates por su patria, no respondió soy de Atenas, sino soy del mundo. Como tenía la imaginación amplia y comprensiva, abrazaba el universo cual su natal, extendiendo su conocimiento, sociedad y afecciones a todo el género humano, no como nosotros que sólo extendemos la mirada a lo que cae bajo nuestro dominio. Cuando las viñas se hielan en mi lugar, asegura el cura que la causa del mal es un castigo del cielo que el Señor envía al género humano, y afirma que la sed ahoga ya hasta a los caníbales. Considerando nuestras guerras intestinas, ¿quién no juzga que el mundo se derrumba y que tenemos encima el día del juicio final? Al abrigar tal creencia no se para mientes en que mayores males han acontecido, ni tampoco que en las diez mil partes del universo las cosas no van mal en igual momento. Yo, en presencia de tantas licencias y desórdenes, y de la impunidad   —116→   de los mismos, más bien encuentro que nuestras desdichas son blandas. Quien recibe el granizo sobre su cabeza cree que la tempestad reina en todo el hemisferio, y a este propósito merece citarse el dicho del saboyano, el cual entendía que el rey de Francia había sido un tonto; pues de haber sabido conducir con acierto sus intereses, hubiera llegado a ser mayordomo de su duque; su cabeza no concebía más elevada jerarquía que la de su amo. Insensiblemente todos permanecemos en error análogo, que acarrea graves consecuencias y prejuicios. Mas quien se representa como en un cuadro esta dilatada imagen de nuestra madre naturaleza en su cabal majestad; quien lea en su aspecto su general y constante variedad; quien se considere no ya él mismo, sino todo un reino, como un trazo casi imperceptible, sólo ése estima y juzga las cosas de un modo adecuado a su cabal magnitud.

Este mundo dilatado, que algunos multiplican todavía como las especies dentro de su género, es el espeje en que para conocernos fielmente debemos contemplar nuestra imagen. En conclusión, mi deseo es que el universo entero sea el libro de nuestro escolar. Tal diversidad de caracteres, sectas, juicios, opiniones, costumbres y leyes, enséñanos a juzgar rectamente de los nuestros peculiares, y encamina nuestro criterio al reconocimiento de su imperfección y de su natural debilidad; este aprendizaje reviste la mayor importancia, tantos cambios surgidos, así en el Estado como en la pública fortuna, nos enseñan a no admirarnos de la nuestra; tantos nombres, tantas victorias y conquistas, éstas y aquéllos enterrados en el olvido, hacen ridícula la esperanza de eternizar nuestro nombre por el mérito de habernos apoderado de diez mezquinos soldados y de un gallinero, cuya existencia salió a luz por la nueva de nuestra acción; la vanidad y el orgullo de tantas extrañas pompas, la majestad inflada de tantas cortes y grandezas nos afirma y asegura en la consideración de la nuestra, haciendo que la juzguemos atinadamente, con ojos serenos; tantos millares de hombres que vivieron antes que nosotros fortifícannos y nos ayudan a no temer el ir a encontrar al otro mundo tan excelente compañía. Nuestra vida, decía Pitágoras, se asemeja a la grande y populosa asamblea de los juegos olímpicos; unos ejercitan su cuerpo para alcanzar renombre en los juegos; otros en el comercio para lograr ganancia, y otros hay, que no son ciertamente los más insignificantes, cuyos fines consisten sólo en investigar la razón de las cosas y en ser pacíficos espectadores de la vida de los demás hombres para ordenar y juzgar la suya propia.

A estos ejemplos podrán acompañar todas las sentencias más provechosas de la filosofía, por virtud de las cuales deben juzgarse los actos humanos. Se le enseñará:

  —117→  

Quid fas optare, quid asper
utile nummus habet; patriae carisque propinquis
quantum clargiri deccat: quem te Deus esse.
Jussit, el humana qua parte locatus es in re;
quid sumus, aut quidam victuri gignimur...207



qué cosa es saber y qué cosa es ignorar; cuál debe ser el fin del estudio; qué cosas sean el valor, la templanza y la justicia; la diferencia que existe entre la ambición y la avaricia, la servidumbre y la sujeción; la libertad y la licencia, cuáles son los caracteres que reviste el sólido y verdadero contentamiento; hasta qué punto son lícitos el temor de la muerte, el dolor y la deshonra;


Et quo quemque modo fugiatque feratque laborem208;



cuáles son los resortes que nos mueven y la causa de las múltiples agitaciones que residen en nuestra naturaleza, pues entiendo que los primeros discursos que deben infiltrarse en su entendimiento deben ser los que tienden al régimen de las costumbres y sentidos; los que lo enseñen a conocerse, a bien vivir a bien morir. Entre las artes liberales, comencemos por las que nos hacen libres; todas, cada cual a su manera, contribuyen a la instrucción de nuestra vida y conducta, del propio modo que todas las demás cosas prestan también su concurso; mas elijamos entre ellas las de una utilidad más directa, y las que se refieren a nuestra profesión. Si sabemos restringir aquello que es pertinente a nuestro estado, si a sus naturales y justos límites lo reducimos, veremos que la mayor parte de las ciencias que se estudian son inútiles a nuestro fin particular; y que aun entre las de utilidad reconocida, hay muchas partes profundas inútiles de todo en todo, que procediendo buenamente debemos dejar a un lado. Con arreglo a los principios en que Sócrates fundamentaba la educación, debe prescindirse de todo cuanto no nos sea provechoso:


Sapere aude,
incipe: vivendi recto qui prorogat horam
rusticus espectat dum defluat amnis; at ille
labitur, et labetur in omne volubilis aevum.209



Es inocente el enseñar a nuestros hijos:

  —118→  

Quid moveant Pisces, animosaque signa Leonis,
    Lotus et Hesperia quid Capricornus aqua210;



la ciencia de los astros y el movimiento de la octava esfera antes que los suyos propios: sus inclinaciones y pasiones y los medios de gobernar unas y otras:

imagen

imagen211



Anaxímenes escribía a Pitágoras: «¿Qué provecho puedo yo sacar del conocimiento de la marcha de los astros cuando tengo siempre presentes ante mis ojos la muerte y la servidumbre?» En aquella época los reyes persas preparaban la guerra contra los griegos. Cada cual debe hacerse la consideración siguiente: «Hallándome devorado por la ambición, la avaricia, la superstición, la temeridad, y albergando además interiormente otros tantos enemigos de la vida, ¿es lícito que me preocupe del sistema del mundo?»

Luego de haberle enseñado todo cuanto contribuye a hacerle mejor y más juicioso, se le mostrará qué cosas son la lógica, la física, la geometría, la retórica; y la ciencia que particularmente cultive, teniendo ya el juicio formado, muy luego la poseerá. Recibirá la enseñanza por medio de explicaciones unas veces, y por medio de los libros otras; ya el preceptor le suministrará la doctrina del autor que estudie, ya le ofrecerá la misma doctrina extractada y aclarada; y si el discípulo no posee fuerzas bastantes para encontrar en los libros todo lo bueno que contienen para sacar la enseñanza que persigue, deberá procurársele un maestro especial en cada materia para que adoctrine completamente al alumno. Que tal enseñanza es más útil y natural que la de Gaza, ¿quién puede dudarlo? Consistía la de este gramático en preceptos oscuros e ingratos, en palabras vanas y descarnadas, en las cuales nada había que contribuyera a despertar el espíritu. En el método que yo preconizo, el espíritu encuentra materia con que nutrirse; el fruto que se alcanza es sin comparación mayor, y así llegará más pronto a la madurez.

Es cosa digna de fijar la atención lo que en nuestro siglo acontece; la filosofía constituye hasta para las personas de mayor capacidad una ciencia quimérica y vana que carece de aplicación y valor, así en la teoría como en la practica. Entiendo que la causa de tal desdén son los ergotistas que se han apostado en sus avenidas y la han disfrazado, y adulterado. Es error grande presentar como inaccesibles a los niños las verdades de la filosofía, considerándolas   —119→   con tiesura y ceño terribles; ¿quién ha osado disfrazármela con apariencias tan lejanas a la verdad, con tan adusto y tan odioso rostro? Nada hay, por el contrario, más alegre, divertido, jovial, y estoy por decir que hasta juguetón. No pregona la filosofía sino fiesta y tiempo apacible; una faz triste transida proclama que de ella la filosofía está ausente. Demetrio el gramático encontró en el templo de Delfos una reunión de filósofos y les dijo: «O yo me engaño grandemente, o al veros en actitud tan repasada y alegre no sostenéis disquisición ninguna.» A lo cual uno de ellos, Heracleo de Megara, respondió: «Bueno es eso para los que enseñan si el futuro del verbo imagen duplica la imagen, o para los que estudian los derivados de los comparativos imagen212 y imagen y de los superlativos imagen y imagen; pues menester es que los tales arruguen su ceño a causa de su ciencia; por lo que toca a las máximas de la filosofía, alegran y regocijan a los que de ellas tratan muy lejos de ponerlos graves ni de contristarlos.»


Deprendas animi tormenta latentis in aegro
corpore, deprendas et gaudia: sumit utrumque
inde habitum facies.213