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El alma que alberga la filosofía debe, para la cabal salud de aquélla, hacer sana la materia; la filosofía ha de mostrar hasta exteriormente el reposo y el bienestar; debe formar a semejanza suya el porte externo y procurarle, por consiguiente, una dignidad agradable, un aspecto activo y alegre y un semblante contento y benigno. El testimonio más seguro de la sabiduría es un gozo constante interior; su estado, como el de las cosas superlunares, jamás deja de ser la serenidad y la calma; esos terminajos de baroco y baralipton214, que convierten la enseñanza de los sabios artificiales en tenebroso lodazal, no son la ciencia, y los que por tal la tienen, o los que de tal suerte la explican, no la conocen más que de oídas. ¡Cómo! la filosofía, cuya misión es serenar las tempestades del alma; enseñar a resistir las fiebres y el hambre con continente sereno, no valiéndose de principios imaginarios, sino de razones naturales y palpables, tiene la virtud por término, la cual no está como la escuela asegura, colocada en la cúspide de un monte escarpado e inaccesible; los que la han visto de cerca, considéranla, por el contrario, situada en lo alto de una hermosa planicie, fértil y floreciente, bajo la cual contempla todas las cosas; y quien sabe la dirección puede llegar a ella fácilmente por una suave y amena pendiente cubierta de grata sombra y tapizada de verde césped. Por no haber logrado alcanzar esta virtud suprema, hermosa, triunfante,   —120→   amorosa y deliciosa, al par que valerosa, natural e irreconciliable enemiga de todo desabrimiento sinsabor, de todo temor y violencia, que tiene por guía a naturaleza y por compañeros la fortuna y el deleite, los pedantes la han mostrado con semblante triste, querelloso, despechado, amenazador y avinagrado, y la han colocado sobre la cima de escarpada roca, en medio de abrojos, cual si fuera un fantasma para sembrar el pasmo entre las gentes.

Nuestro preceptor, que conoce su deber de que el discípulo ame y reverencie la virtud, le mostrará que los poetas siguen las tendencias comunes, y le hará ver de un modo palpable que los dioses se han mostrado siempre más propicios a Venus que a Pallas. Cuando el niño llegue a la edad viril, lo ofrecerá a Bradamante o a Angélica por amadas, a quienes adorna una belleza ingenua, activa, generosa; no hombruna, sino vigorosa, al lado de una belleza blanda, afectada, delicada, en conclusión artificial: la una disfrazada de mancebo, cubierta la cabeza con un brillante casco; la otra con traje de doncella, adornada la suya con una toca cubierta de perlas. El maestro juzgará varonil su pasión si va por diverso camino que el afeminado pastor de Frigia.

Enseñará además el maestro que el valor y alteza de la virtud verdadera residen en la facilidad, utilidad y placer de su ejercicio, tan apartado de toda traba, que hasta los niños pueden practicarla del propio modo que hombres, así los sencillos como los sutiles. El método será su instrumento, no la violencia. Sócrates se colocaba al nivel de su escolar para mayor provecho, facilidad y sencillez de su doctrina. Es la virtud la madre que alimenta los placeres humanos, y al par que los mantiene en el justo medio, contribuye a hacerlos puros; al moderarlos los mantiene en vigor y nos hace desearlos; eliminados los que no admite, nos trueca en más aptos para disfrutar de los que nos son lícitos, y nos lo son muchos; todos los que la naturaleza nos permite soportar, no sólo hasta la saciedad, sino hasta el cansancio; a menos que creamos que lo que detiene al bebedor antes de la borrachera, al glotón antes de la indigestión y al lascivo antes de la calvicie, sean enemigos de nuestros placeres. Si la fortuna le falta, la virtud hace que prescinda de ella, que no la eche de menos, forjándose otra que le pertenezca por entero. Sabe la virtud ser rica, sabia y poderosa y reposar en perfumada pluma; ama la vida, la belleza, la gloria y la salud, pero su particular misión consiste en usar con templanza de tales bienes y en que estemos siempre apercibidos a perderlos: oficio más noble que rudo, sin el apoyo del cual toda humana existencia se desnaturaliza, altera y deforma, y puede a justo título representarse llena de escollos y arbustos espinosos, plagada de monstruos.

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Si el discípulo es de tal condición que prefiere oír la relación de una fábula a la narración de un viaje interesante o a escuchar una máxima profunda; si al toque del tambor, que despierta el belicoso fuego de sus compañeros, permanece indiferente y prefiere ver las mojigangas de los titiriteros; si no encuentra más grato y dulce y volver polvoriento y victorioso de un combate, que del baile o del juego de pelota, con el premio que acompaña a estas diversiones, en tal caso no encuentro otro remedio sino que tempranamente el preceptor le estrangule cuando nadie le vea, o que le coloque de aprendiz en la pastelería de alguna ciudad, aunque sea el hijo de un duque, siguiendo el precepto de Platón, que dice: «Es preciso establecer a los hijos según la capacidad de su espíritu y no conforme al talento de sus padres.»

Puesto que la filosofía nos instruye en la práctica de la vida y la infancia es tan apta como las otras edades para recibir sus lecciones, ¿qué razón hay para que dejemos de suministrárselas?


Udum el molle lutum est; nunc properandus, et acri
fingendus sine fine rota.215



Se nos enseña a vivir cuando nuestra vida ya ha pasado. Cien escolares han tenido el mal venéreo antes de haber llegado a estudiar el tratado de la Templanza, de Aristóteles. Decía Cicerón que, aun cuando viviera la existencia de dos hombres, no perdería su tiempo estudiando los poetas líricos. Considero yo a nuestros tristes ergotistas como mucho más inútiles. Nuestro discípulo tiene mucha más prisa; a la pedagogía no debe más que los quince primeros años de su vida, el resto pertenece a la acción. Empleemos aquel tiempo tan reducido sólo en las instrucciones necesarias; apartemos todas esas sutilezas espinosas de la dialéctica, de que nuestra vida no puede sacar ningún prevecho; hagamos sólo mérito de los sencillos discursos de la filosofía, sepamos escogerlos y emplearlos oportunamente son tan fáciles de comprender como un cuento de Boccacio; están al alcance de un niño recién destetado: más a su alcance que el aprender a leer y a escribir. La filosofía encierra máximas lo mismo para el nacimiento del hombre que para su decrepitud.

Soy del parecer de Plutarco: Aristóteles no amaestró tanto a su gran discípulo en el artificio de componer silogismos ni en los principios de la geometría como le instruyó en los relativos al valor, proeza, magnanimidad, templanza y seguridad de no temer nada. Merced a provisión tan sana, pudo Alejandro, siendo casi un niño, subyugar   —122→   el imperio del mundo con treinta mil infantes, cuatro mil soldados de a caballo y cuarenta y dos mil escudos solamente. Las demás ciencias y artes, dice Aristóteles que Alejandro las honraba; poseía y alababa su excelencia, mas sólo por el placer que en ellas encontraba; su afición no le llevaba hasta el extremo de quererlas ejercer.


Petite hinc, juvenesque senesque
finem animo certum, miserisque viatica canis.216



Dice Epicuro, al principio de su carta a Meniceo, «que ni el joven rehúsa el filosofar ni el más viejo se cansa». Por todas las razones dichas no quiero que se aprisione al niño; no quiero que se le deje a la merced del humor melancólico de un furioso maestro de escuela; no quiero que su espíritu se corrompa teniéndole aherrojado, sujeto al trabajo durante catorce o quince horas, como un mozo de cordel, ni aprobaría el que, si por disposición solitaria y melancólica el discípulo se da al estudio de un modo excesivo se aliente en él tal hábito: éste les hace ineptos para el trato social y los aparta de más provechosas ocupaciones. ¡Cuántos hombres he visto arrocinados por avidez temeraria de ciencia! El filósofo Carneades se trastornó tanto por el estudio que jamás se cortaba el pelo ni las uñas. No quiero que se inutilicen las felices disposiciones del adolescente a causa de la incivilidad y la barbarie de los preceptores. La discreción francesa ha sido de antiguo considerada como proverbial, nacía en los primeros años y su carácter era el abandono. Hoy mismo vemos que no hay nada tan simpático como los pequeñuelos en Francia; mas ordinariamente hacen perder la esperanza que hicieran concebir, y cuando llegan a la edad de hombres, en ellos no se descubre ninguna cualidad excelente. He oído asegurar a personas inteligentes, de los colegios donde reciben la educación, de los cuales hay tantísimo número, los embrutecen y adulteran.

A nuestro discípulo, un gabinete, un jardín, la mesa y el lecho, la soledad, la compañía, la mañana y la tarde, todas las horas le serán favorables; los lugares todos serviranle de estudio, pues la filosofía, que como formadora del entendimiento y costumbres constituirá su principal enseñanza, goza del privilegio de mezclarse en todas las cosas. Hallándose en un banquete rogaron a Isócrates, el orador, que hablara de su arte, y todos convinieron en que su resuesta fue cuerda al contestar que no era aquél lugar ni ocasión oportunos para ejecutar lo que él sabía hacer, y que lo más adecuado a aquella circunstancia era precisamente de lo que él no se sentía capaz. En efecto, pronunciar discursos,   —123→   o proponer discusiones retóricas ante un concurso cuyo intento no es otro que la diversión y la pitanza, hubiera sido cosa fuera de propósito, o igualmente si se hubiese hablado de cualquiera otra ciencia. Mas por lo que respecta a la filosofía, en la parte que trata del hombre y de sus deberes, todos los sabios han opinado que por la amenidad no debe rechazarse de los festines ni de las diversiones, y Platón, que la llevó a su diálogo el Banquete, hace que los circunstantes hablen de un modo ameno, en armonía con el tiempo y el lugar, aunque se trataba de las máximas más elevadas y saludables de la sabiduría.


Aeque pauperibus prodest, locupletibus aeque;
et, neglecta, aeque pauris senibusque nocebit.217



De suerte que nuestro discípulo vagará menos que los demás. Del propio modo que los pasos que empleamos en recorrer una galería, aunque ésta sea tres veces más larga que un camino de antemano designado, nos ocasionan menos cansancio, así nuestra enseñanza administrada como por acaso, sin obligación de tiempo ni lugar, yendo unida a todas nuestras acciones, pasará sin dejarse sentir. Los mismos y los ejercicios corporales constituirán una parte del estudio; la carrera, la lucha, la música, la danza, la caza, el manejo del caballo y de las armas. Yo quiero que el decoro, el don de gentes y el aspecto todo de la persona sean modelados al propio tiempo que el alma. No es un alma, no es tampoco un cuerpo lo que el maestro debe tratar de formar, es un hombre; no hay que elaborar dos organismos separados, y como dice Platón, no hay que dirigir el uno sin el otro, sino conducirlos por igual, como se conduce un tronco de caballos sujeto al timón. Y si seguimos los consejos del propio filósofo a este respecto, veremos que concede más espacio y solicitud mayor a los ejercicios corporales que a los del espíritu, por entender que éste aprovecha al propio tiempo de los de aquél en vez con ellos perjudicarse.

Debe presidir a la educación una dulzura severa, no como se practica generalmente; en lugar de invitar a los niños al estudio de las letras, se les brinda sólo con el horror y la crueldad. Que se alejen la violencia y la fuerza, nada hay a mi juicio que bastardee y trastorne tanto una naturaleza bien nacida. Si queréis que el niño tenga miedo a la deshonra y al castigo, no le acostumbréis a ellos, acostumbradle más bien a la fatiga y al frío, al viento, al sol, a los accidentes que le precisa menospreciar. Alejad de él toda blandura y delicadeza en el vestir y en el dormir, en el comer y en el beber; que con todo se familiarice, que no se   —124→   convierta en un muchachón hermoso y afeminado, sino que sea un mozo lozano y vigoroso. Las mismas han sido mis ideas siendo niño, joven y viejo, en la materia de que voy hablando; mas entro otras cosas, los procedimientos que se emplean en la mayor parte de los colegios me han disgustado siempre: con mucha mayor cordura debiera emplearse la indulgencia. Los colegios son una verdadera prisión de la juventud cautiva, a la cual se convierte en relajada castigándola antes de que lo sea.

Visitad un colegio a la hora de las clases, y no oiréis más que gritos de niños a quienes se martiriza; y no veréis más que maestros enloquecidos por la cólera. ¡Buenos medios de avivar el deseo de saber en almas tímidas y tiernas, el guiarlas así con el rostro feroz y el látigo en la mano! Quintiliano dice que tal autoridad imperiosa junto con los castigos, acarrea, andando el tiempo, consecuencias peligrosas. ¿Cuánto mejor no sería ver la escuela sembrada de flores, que de trozos de mimbres ensangrentados? Yo colocaría en ella los retratos de la Alegría, el Regocijo, Flora y las Gracias, como los colocó en la suya el filósofo Speusipo. Así se hermanaría la instrucción con el deleite; los alimentos saludables al niño deben dulcificarse, y los dañinos amargarse. Es maravilla ver el celo que Platón muestra en sus Leyes en pro del deleite y la alegría, y cómo se detiene en hablar de sus carreras, juegos, canciones, saltos y danzas, de los cuales dice que la antigüedad concedió la dirección a los dioses mismos: Apolo, las Musas, y Minerva; extiéndese en mil preceptos relativos a sus gimnasios; en la enseñanza de la gramática y la retórica se detiene muy poco, y la poesía no la ensalza ni recomienda sino por la música que la acompaña.

Toda rareza y singularidad en nuestros usos y costumbres debe desarraigarse y aniquilarse como monstruosa y enemiga de la comunicación social. ¿Quién no se maravillará de la complexión de Demofón, maestrasala de Alejandro, que sudaba a la sombra y temblaba al sol? Yo he visto alguien que huía del olor de las manzanas con más horror que del disparo de los arcabuces; otros, a quienes un ratón atemorizaba; otros, en quienes la vista de la leche provocaba náuseas; otros que no podían ver ahuecar un colchón. Germánico era incapaz de soportar la presencia y el canto de los gallos. Puede quizás a tales rarezas presidir alguna razón oculta, pero ésta se extinguirá sin duda acudiendo con el remedio a tiempo. La educación ha logrado que yo, salvo la cerveza, todo lo demás me sea indiferente para mi sustento. Bien que para llegar a tal resultado hubo que vencer algunas dificultades.

El cuerpo está todavía flexible; débese, pues, plegar a todos los hábitos y costumbres; y siempre y cuando que puedan mantenerse el apetito y la voluntad domados,   —125→   debe hacerse al joven apto para vivir en todas las naciones y en todas las compañías, mas todavía: que no le sean extraños el desorden y los excesos, si es preciso. Que sus costumbres sigan el uso común; que pueda poner en práctica todas las cosas y no guste realizar sino las que sean buenas. Los filósofos mismos no alababan en Callisthenes el que perdiera la gracia de Alejandro, su señor, porque no quiso beber con él a competencia. Nuestro joven reirá, loqueará con el príncipe, y tomará parte en la francachela misma, hasta sobrepujar a sus compañeros en vigor, firmeza y resistencia; no debe dejar de practicar el mal ni por falta de fuerzas ni por falta de capacidad, sino por falta de voluntad. Multum interest utrum peccare aliquis nolit an nesciat218. Tratando de honrarle, preguntó a un señor, enemigo de toda suerte de desórdenes cual ninguno, cuántas veces se había emborrachado en Alemania, por requerirlo así los asuntos del rey de Francia: respondiome que tres, me relató en qué circunstancias. Sé de algunos que por hallarse imposibilitados de hacer otro tanto pasaron graves apuros en aquella nación. He profesado siempre admiración grande por la maravillosa naturaleza de Alcibíades, que se acomodaba sin violencia alguna a las circunstancias más opuestas, sin que su salud sufriese ni remotamente: tan pronto sobrepujaba la pompa y suntuosidad persas, como la austeridad y frugalidad lacedemonias, como la sobriedad de Esparta, como la voluptuosidad de Jonia:


Omnis Aristippum decuit color, et status, et res.219



Así quisiera yo formar mi discípulo.


    Quem duplici panno patientia velat,
mirabor, vitae via si conversa decebit,
personamque feret non inconcinnus utramque.220



Tales son mis principios; aprovechará mejor quien los practique que quien los sepa. ¡A Dios no plegue, dice un personaje de los diálogos de Platón, que el filosofar consista en aprender diversas ciencias y la práctica de las artes! Hanc amplissimam omnium artium bene vivendi disciplinam, vita magis, quam litteris, persecuti sunt221. León, príncipe de los fliasienos, preguntó a Heráclito Póntico cuál era la ciencia o arte que ejercía: «No ejerzo arte ni   —126→   ciencia alguna: soy filósofo», respondió. Censurábase a Diógenes el que siendo ignorante discutiera sobre filosofía: «Mejor puedo hablar porque soy ignorante», repuso. Hegesias rogole que le leyera algo: «Bromeáis, repuso Diogenes; del propio modo que preferís las brevas auténticas y naturales a las pintadas, así debéis preferir también las enseñanzas naturales, auténticas, a las escritas.»

El discípulo no recitará tanto la lección como la practicará; la repetirá en sus acciones. Se verá si preside la prudencia en sus empresas; si hay bondad y justicia en su conducta; si hay juicio y gracia en su conversación, resistencia en sus enfermedades, modestia en sus juegos, templanza en sus haceres, método en su economía o indiferencia en su paladar, ya se trate de comer carne o pescado, o de beber vino o agua. Qui disciplinam suam non ostentationem scientiae, sed legem vitae putet; quique obtemperet ipse sibi, et decretis pareat222. El verdadero espejo de nuestro espíritu es el curso de nuestras vidas. Zeuxidamo contestó a alguien que le preguntaba por qué los lacedemonios no escribían sus preceptos sobre la proeza, y una vez escritos por qué no los daban a leer a los jóvenes, que la razón era porque preferían mejor acostumbrarlos a los hechos que a las palabras. Comparad nuestro discípulo así formado, a los quince o dieciséis años; comparadle con uno de esos latinajeros de colegio, que habrá empleado tanto tiempo como nuestro alumno en educarse, en aprender a hablar; solamente a hablar. El mundo no es más que pura charla, y cada hombre habla más bien más que menos de lo que debe. Así la mitad del tiempo que vivimos se nos va en palabrería; se nos retiene cuatro o cinco años oyendo vocablos y enseñándonos a hilvanarlos en cláusulas; cinco más para saber desarrollar una disertación medianamente, y otros cinco para adornarla sutil y artísticamente. Dejemos todas estas vanas retóricas a los que de ellas hacen profesión expresa.

Caminando un día hacia Orleáns encontró antes de llegar a Clery dos pedagogos que venían de Burdeos; cincuenta pasos separaban al uno del otro; más lejos, detrás de ellos, marchaba una tropa con su jefe a la cabeza, que era el difunto conde de la Rochefoucault. Uno de los míos se informó por uno de los profesores de quién era el gentilhombre que caminaba tras él, y el maestro, que no había visto a los soldados, y que creía que le hablaban de su compañero, respondió sonriéndose: «No es gentilhombre, es un gramático, y yo soy profesor de lógica.» Ahora bien; nosotros que pretendemos formar no un gramático ni un lógico, sino un gentilhombre, dejémosles perder el tiempo; nuestro   —127→   fin nada tiene que ver con el de los pedagogos. Si nuestro discípulo está bien provisto de observaciones y reflexiones, no echará de menos las palabras, las hallará demasiado, y si no quieren seguirle de grado seguiranle por fuerza. Oigo a veces a gentes que se excusan por no poderse expresar y simulan tener en la cabeza muchas cosas buenas que decir, pero que por falta de elocuencia no pueden exteriorizarlas ni formularlas; todo ello es pura filfa. ¿Sabéis, a mi dictamen, en qué consiste la razón? En que no son ideas lo que tienen en la mollera, sino sombras, que proceden de concepciones informes, que tales personas no pueden desenvolver ni aclarar en su cerebro, ni por consiguiente exteriorizar; tampoco gentes así se entienden ellas mismas: ved cómo tartamudean en el momento de producirse. Desde luego puede reconocerse que su trabajo no está maduro sino en el punto de la concepción, y que no hacen más que dar suelta a la materia imperfecta. Por mi parte creo, y Sócrates así lo dice, que quien está dotado de un espíritu alerta y de una imaginación clara, acertará a expresarse siempre, aunque sea en bergamesco223; aunque sea por gestos, si es mudo:


Verbaque praevisam, rem non invita sequentur.224



Y como decía tan poética y acertadamente Séneca en prosa: quum res animum occupavere, verba ambiunt225, y Cicerón: ipsae res verba rapiunt226. Ignorando lo que es ablativo, subjuntivo y sustantivo; desconociendo la gramática, tan ignorante como su lacayo o una sardinera del Puentecillo, os hablarán a vuestro sabor, si así lo deseáis, y sin embargo así faltarán a los preceptos de su habla como y el mejor de los catedráticos de Francia. Desconocen la retórica, el arte de captarse de antemano la benevolencia del cándido lector, y poco les importa el no saberlas. Todo ese artificio desaparece al punto ante el brillo de una verdad ingenua y sencilla; tales adornos sólo sirven para cautivar al vulgo, incapaz de soportar los alimentos más nutritivos y resistentes, cual claramente muestra Afer en un escrito de Tácito. Los embajadores de Samos comparecieron ante Cleomenes, rey de Esparta, cada uno de ellos preparado con un hermoso y largo discurso, para moverle a que emprendiera la guerra contra el tirano Policrates. Luego que los hubo dejado hablar cuanto quisieron, respondioles: «En cuanto a vuestro comienzo y exordio   —128→   no lo recuerdo ya, ni por consiguiente tampoco del medio; y por lo que respecta a la conclusión, nada quiero tampoco saber ni hacer.» He aquí una buena respuesta, a lo que yo entiendo, y unos arengadores que se lucieron en su embajada. ¿Y qué me diréis de este otro ejemplo? Tenían los atenienses necesidad de escoger entre dos arquitectos construir un gran edificio; el primero de ellos, más estirado, presentose con un pomposo discurso premeditado sobre el asunto en cuestión, y procurose con él los aplausos del pueblo; mas el segundo remató su oración en tres palabras, diciendo: «Señores atenienses: todo lo que éste a dicho lo haré yo.» Ante la elocuencia de Cicerón muchos se llenaban de pasmo; Catón se reía, añadiendo: «Tenemos un gracioso cónsul.» Vaya delante o detrás, una sentencia útil, un rasgo hermoso, están siempre en lugar pertinente. Aunque no cuadren bien a lo que precede ni a lo que sigue, bien están por sí mismos. Yo no soy de los que creen que la buena medida de los versos sea sólo lo esencial para el buen poema; dejad al poeta alargar una sílaba corta, no nos quejemos por ello: si la invención es agradable y si el espíritu de la obra y las ideas son como deben ser, tenemos un buen poeta, diré yo, pero un mal versificador:


Emunctae naris, durus componere versus.227



Hágase, dice Horacio, que los versos del vate pierdan toda huella de labor:


Tempora cerca modosque, et, quod prius ordine verbum est,
posterius facias, praeponens ultima primis...
Invenias etiam disjecti membra poetae228:



más grande será el artista; los fragmentos mismos serán hermosos. Tal fue la contestación de Menandro, a quien se censuraba por no haber puesto mano todavía en una comedia que debía haber terminado en cierto plazo: «La comedia está ya compuesta y presta, respondió; sólo falta ponerla en verso.» Como tenía las ideas bien premeditadas y ordenadas en el espíritu, daba poca importancia a lo que le quedaba por hacer. Desde que Ronsard y Du Bellay han acreditado nuestra poesía francesa, veo por doquiera copleros que inflan las palabras y ordenan las cadencias, como ellos, sobre poco más o menos. Plus sonat, quam valet229. Para el vulgo jamás hubo tantos poetas como hoy; mas así como les ha sido fácil imitar los ritmos y cadencias, son impotentes para aproximarse a las hermosas descripciones de uno y a las delicadas invenciones del otro.

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¿Qué hará nuestro discípulo si se le obliga a tomar parte en la sofística sutileza de algún silogismo, por ejemplo, de este tenor?: «El jamón da sed, el beber quita la sed, luego el jamón quita la sed.» Debe burlarse de tales cosas; mas agudeza acusa burlarse que responder. Que imite de Aristipo esta chistosa réplica: «¿Por qué razón osará desatar el silogismo, puesto que atado me embaraza?» Alguien proponía contra Cleanto tales finezas dialécticas, al cual respondió Crisispo: «Guarda para los muchachos esos juegos de saltimbanqui y no conviertas a ellos las serias reflexiones de un anciano» contorta et aculeata sophismata230. Si estas estúpidas argucias le persuadieran de alguna mentira, la cosa sería perjudicial; mas si permanecen sin efecto y no le ocasionan otro que la risa, no veo por qué haya de ponerse en guardia contra ellas. Hay hombres tan tontos que se apartan de su camino hasta un cuarto de legua para atrapar una palabra deslumbrante: aut qui non verba rebus aptant, sed res extrinsecus arcessunt quibus non verba conveniant231, y otros, qui alicujus verbi decore placentis, vocentur ad id, quod non proposuerant scribere232. Yo aprovecho de mejor grado una buena sentencia para acomodarla a mi propósito, que me aparto de él para ir a buscarla. Lejos de sacrificarse el discurso a las palabras, son éstas las que deben sacrificarse al discurso; y si el francés no hasta a traducir mi pensamiento, echo mano de mi dialecto gascón. Yo quiero que las cosas predominen y que de tal manera llenen la imaginación del oyente, que éste no se fije siquiera en las palabras ni se acuerde de ellas. El hablar de que yo gusto es un hablar sencillo o ingenuo, lo mismo cuando escribo que cuando hablo; un billar sustancioso y nervioso, corto y conciso, no tanto pulido y delicado como brusco y vehemente:


Haec demum sapiet dictio, quae feriet233;



más bien difícil que pesado, apartado de afectación; sin regla, desligado y arrojado; de suerte que cada fragmento represente alguna idea de por sí, un hablar que no sea pedantesco, ni frailuno, ni jurídico, sino más bien soldadesco, como llama Suetonio al estilo de Julio César. No acierto a averiguar la razón, mas tal es el dictado que le aplicó.

He imitado de buen grado siendo joven el descuido que se ve en nuestros mozos en el modo de llevar sus ropas: la esclavina en forma de banda, la capa al hombro y una media caída, que representan la altivez desdeñosa hacia los extraños   —130→   adornos, y que no se cura del arte; más adecuada, mejor empleada encuentro yo tal costumbre aplicada al hablar. Toda afectación, principalmente en el espíritu y maneras franceses huelgan en el cortesano. Sin embargo, en una monarquía todo joven noble debe ser encauzado al buen porte palaciego; por esta razón procedemos con tino al evitar la demasiada ingenuidad y familiaridad. Me disgusta el tejido que deja ver la hilaza; un cuerpo hermoso impide que puedan contarse los huesos y las venas. Quae veritati operam dat oratio, incomposita sit et simplex234. Quis accurate loquitur, nisi qui vult putide loqui235. La elocuencia que aparta nuestra atención de las cosas las perjudica y las daña. Como en el vestir es dar prueba de pusilanimidad el querer distinguirse por alguna particularidad desusada, así en el lenguaje el ir a la pista de frases nuevas y de palabras poco frecuentes emana de una ambición escolástica y pueril. ¡Pudiera yo no servirme más que de las que se emplean en los mercados de París! Aristófanes, el gramático, reprendía desacertadamente en Epicuro la sencillez de las palabras; el arte de aquél consistía sólo en la oratoria, en la perspicacia y fineza de lenguaje. La imitación en el hablar, como cosa fácil, luego es seguida por todo un pueblo. La imitación en el juzgar, en el inventar, no va tan de prisa. Casi todos los lectores, por haber hallado semejante vestidura, creen erróneamente encontrarse en posesión de un mérito semejante; la fuerza y los nervios no se reciben en préstamo, mas si el adorno y el manto protector. Así hablan los que me frecuentan de este libro, no sé si pensarán como hablan. Los atenienses, dice Platón, recibieron como patrimonio la elegancia y abundancia en el decir; los lacedemonios, la concisión; los de Creta eran más fecundos en las ideas que en el lenguaje; estos últimos son los mejores. Zenón decía que sus discípulos eran de dos suertes: los unos, que llamaba imagen, curiosos en la asimilación de las ideas, eran sus preferidos; los otros, que designaba con el nombre de imagen, no se fijaban más que en el lenguaje. Todo lo cual no significa que el buen decir sea cosa digna de desdén: dársele; y por lo que a mí toca, declaro que me desconsuela el que nuestra existencia se emplee toda en ello, en el decir correcto y limado. Yo quisiera, en primer lugar, conocer bien mi lengua, y después la de mis vecinos, con los que mantengo relaciones más frecuentes.

El latín y el griego son sin género de duda dos hermosos ornamentos, pero suelen pagarse demasiado caros. Hablaré   —131→   aquí de un medio de conocerlos con menos sacrificios, que fue puesto en práctica en mí mismo; de él puede servirse quien lo juzgue conveniente. Mi difunto padre, que, hizo cuantos esfuerzos estuvieron en su mano para informarse entre gentes sabias y competentes de cuál era la mejor educación para dirigir la mía con mayor provecho, fue advertido desde luego del dilatado tiempo que se empleaba en el estudio de las lenguas clásicas, lo cual se consideraba como causa de que no llegásemos a alcanzar ni la grandeza de alma ni los conocimientos de los antiguos griegos y romanos. No creo yo que esta causa sea la única. Sea de ello lo que quiera, el expediente de que mi padre echó mano para librarme de tal gasto de tiempo, fue que antes de salir de los brazos de la nodriza, antes de romper a hablar, me encomendó a un alemán, que más tarde murió, en Francia siendo famoso médico, el cual ignoraba en absoluto nuestra lengua y hablaba el latín a maravilla. Este preceptor a quien mi padre había hecho venir expresamente y que estaba muy ten retribuido, teníame de continuo consigo. Había también al mismo tiempo otras dos personas de menor saber para seguirme y aliviar la tarea del primero, las cuales no me hablaban sino en latín. En cuanto al resto de la casa, era precepto inquebrantable que ni mi padre, ni mi madre, ni criado, ni criada, hablasen delante de mí otra cosa que las pocas palabras latinas que se les habían pegado hablando conmigo. Fue portentoso el fruto que todos sacaron con semejante disciplina; mis padres aprendieron lo suficiente para entenderlo y disponían de todo el suficiente para servirse de él en caso necesario; lo mismo acontecía a los criados que se separaban menos de mi. En suma, nos latinizamos tanto que la lengua del Lacio se extendió hasta los pueblos cercanos, donde aun hoy se sirven de palabras latinas para nombrar algunos utensilios de trabajo. Contaba yo más de seis años y así había oído hablar en francés o en el dialecto del Perigord como en el habla de los árabes. Así que sin arte alguno, sin libros, sin gramática ni preceptos, sin disciplinas, sin palmetazos y sin lágrimas, aprendí el latín con tanta pureza como mi maestro lo sabía; pues yo no podía haberlo mezclado ni alterado. Cuando me daban un tema, según es usanza en los colegios, el profesor lo escribía en mal latín y yo lo presentaba correcto; a los demás se lo daban en francés. Los preceptores domésticos de mi infancia, que fueron Nicolás Grouchy, autor de Comittis Romanorum; Guillermo Guerente, comentador de Aristóteles; Jorge Bucanam, gran poeta escocés y Marco Antonio Muret, a quien Italia y Francia reconocen como el primer orador de su tiempo, me contaban que temían hablar conmigo en latín por lo bien que yo lo poseía, teniéndolo presto y a la mano en todo momento. Buchanam, a quien vi   —132→   más tarde al servicio del difunto mariscal de Brissac, me dijo que estaba escribiendo un tratado sobre la educación de los niños, y que tomaría ejemplo de la mía, pues en aquella época estaba a su cargo el conde de Brissac, a quien luego hemos visto tan bravo y valeroso.

En cuanto al griego, del cual casi nada conozco, mi padre intentó hacérmelo aprender por arte, mas de un modo nuevo por un procedimiento de distracción y ejercicio. Estudiamos las declinaciones a la manera de los que se sirven del juego de damas para aprender la aritmética y la geometría; pues entre otras cosas habían aconsejado a mi padre que me hiciera gustar la ciencia y el cumplimiento del deber, por espontánea voluntad, por mi individual deseo, al par que educar mi alma con toda dulzura y libertad, sin trabas ni rigor. Y de hasta qué punto se cumplía conmigo tal precepto, puede formarse una idea considerando que, porque algunos juzgan nocivo el despertar a los niños por la mañana con ruidos violentos, por ser el sueño más profundo en la primera edad que en las personas mayores, despertábanme con el sonido de algún instrumento, y siempre hubo en mi casa un hombre encargado de este quehacer.

Tal ejemplo bastará para juzgar de los cuidados que acompañaron a mi infancia, y también para recomendar la afección y prudencia de tan excelente padre, del cual no hay que quejarse si los resultados no correspondieron a una educación tan exquisita. Dos cosas fueron la causa: en primer lugar el campo estéril en que se trabajaba, pues aunque yo gozara de salud completa y resistente, y en general me hallara dotado de un natural social y apacible, era, en medio de estas cualidades, pesado, indiferente y adormecido; ni siquiera para jugar podía arrancárseme de la ociosidad. Aquello que veía, veíalo con claridad, y bajo mi complexión desprovista de viveza, alimentaba ideas atrevidas, y opiniones más propias de un hombre que de un niño. Era mi espíritu lento, y sólo se animaba con el concurso de ajena influencia; tarda la comprensión, la invención débil, y por cima de todo, agobiábame una falta increíble de memoria. Con tal naturaleza, no es peregrino que mi padre no sacara de mí provecho alguno. Luego, a la manera de aquellos a quienes acomete un deseo furioso de curarse alguna enfermedad, que se dejan llevar por toda suerte de consejos, el buen hombre, temiendo equivocarse en una cosa que había tomado tan a pechos, dejose dominar por la común opinión, que siempre sigue a los que van delante, como las grullas, y se acomodó a la general costumbre, por no tener junto a él a los que le habían dado los primeros consejos relativos a mi educación, que había aprendido en Italia y me envió a los seis años al colegio de Guiena, en muy floreciente estado por aquella   —133→   época, y el mejor de cuantos había en toda Francia. Allí fui objeto de los cuidados más exquisitos; no es posible hacer más de lo que mi padre hizo: rodeóseme de competentísimos preceptores y de todo lo demás concerniente al cuidado material, al que contribuyó con toda clase de miras; muchas de éstas apartábanse de la costumbre seguida en los colegios. Mas, de todas suertes, no dejaba de ser colegio el sitio donde me llevaron. Mi latín se bastardeó en seguida, y como luego no me serví de él, acabé pronto por olvidarlo, y no me fue útil sino para llegar de un salto a las clases primeras, pues a los trece años, época en que salí del establecimiento, había terminado lo que llamaban mi curso, como los profesores dicen, en verdad sin fruto de ningún género para lo sucesivo.

La primera inclinación que por los libros tuve, vínome del placer que experimenté leyendo las fábulas de las Metamorfosis de Ovidio. No contaba más que siete u ocho años, y ya me privaba de todo placer por leerlas, y con tanto más gusto, cuanto que, como llevo dicho, el latín fue mi lengua maternal, y además porque el citado libro era el más fácil que yo conociera, al par que el que mejor se acomodaba a mi tierna edad por el asunto de que trata. Los Lancelot del lago, los Amadís, los Huons de Burdeos y demás fárrago de libros con que la infancia se regocija, no los conocía ni siquiera por el título, ni hoy mismo los he leído; tan severa era mi disciplina. En cuanto a las otras enseñanzas, descuidábalas bastante. Toleró mi inclinación a la lectura un preceptor avisado que supo diestramente conllevar esta propensión y ocultar algunas otras faltas menudas; y gracias a él devoré de una sentada, primero Virgilio, luego Terencio; después Plauto y el teatro italiano, atraído por el encanto o los asuntos de dichas obras. Si mi maestro hubiera cometido la imprudencia de detener bruscamente el furor de mis lecturas, no hubiera sacado otro fruto del colegio que el odio de los libros, como acontece a casi toda nuestra nobleza. Mi preceptor se las arreglaba de modo que simulaba no ver, y así excitaba mi apetito por la lectura, al par que me mantenía en una disciplina indulgente para los estudios obligatorios, pues es de saber que la cualidad primera que mi padre buscaba en mis educadores era la benignidad y bondad de carácter; mis defectos en este particular eran la pereza y languidez. El peligro no podía residir en que yo me inclinase al mal, sino en que me dejara ganar por la inacción; nadie temía que yo fuera perverso, sino inútil; preveíase en mí la haraganería, pero no la malicia. Y en efecto así ha sucedido; aún me suenan en los oídos las reprimendas. «Es un ocioso, tibio para la amistad y para su familia; y para los empleos públicos, ensimismado y desdeñoso.»

En verdad me hubiera sido grato que se hubiese realizado   —134→   el general deseo de verme mejorar de condición, mas procedíase injustamente, exigiendo lo que yo no debía, con un rigor que mis censores no se aplicaban a sí mismos, ni siquiera en lo relativo a sus estrictas obligaciones. Condenando mi proceder suprimían la gratitud a que hubieran sido acreedores. El bien que yo puedo de grado realizar es tanto más meritorio, cuanto que no estoy obligado a practicarlo. De mi fortuna puedo disponer con tanta más libertad, cuanto que me pertenece, y lo mismo de mi individuo. Sin embargo, si fuera yo amigo de la jactancia, fácil me sería probar que no les contrariaba tanto el que no fuera aprovechado como el que podía haberlo sido más de lo que realmente lo fui.

Mi alma no dejaba de experimentar, a pesar de todo, por sí misma, sin que nadie la impulsara, fuertes sacudidas; hallaba juicios acertados y abiertos sobre los objetos que la eran conocidos, y reteníalos sin el concurso de nadie. Entiendo, además, que hubiera sido incapaz de rendirse ante la fuerza y la vivencia. ¿Incluiré entre mis merecimientos infantiles la firmeza en la mirada, la voz flexible y el adecuado gesto para la representación teatral? De edad bien temprana,


Alter ab undecimo tum me vix ceperat annus236,



he desempeñado los primeros papeles en las tragedias latinas de Buchanam, Guerente y Muret, las cuales representábamos solemnemente en nuestro colegio de Guiena. En este pasatiempo, como en las demás atribuciones de su cargo, Andrés Govea, nuestro director, no tuvo rival en toda Francia, y me consideraba como actor sin reproche. No desapruebo tal ejercicio a nuestros jóvenes nobles, y hasta nuestros príncipes se han dado a él, según yo he visto, imitando en ello a los antiguos: Aristoni tragico actori rem aperit, huic et genus et fortuna honesta erant; nec ars, quia nihil tale apud Graecos pudori est, ea deformabat237. En Grecia era acción lícita, honrosa y laudable el que las gentes distinguidas adoptaran el oficio de actor. Siempre he tenido por impertinentes a los que censuran tales diversiones, y por injustos a los que impiden la entrada en nuestras ciudades a los comediantes de mérito, privando así al pueblo de legítimos placeres. Las ordenanzas acertadas cuidan de reunir a los ciudadanos, así para las serias prácticas de la devoción como para los juegos y distracciones, con ello van en aumento la amistad y comunicación generales. No podrán concederse al pueblo pasatiempos   —135→   más ordenados que aquellos que se verifican ante la presencia de todos, a la vista misma del representante de la autoridad; y hasta encontraría muy puesto en razón que el soberano los gratificase a sus expensas alguna vez para este fin, liberalidad que sería considerada como paternal; paréceme también acertado que en las ciudades populosas haya sitios destinados y dispuestos para el espectáculo teatral; pues entiendo que éste es un remedio excelente contra la comisión de acciones culpables y ocultas.

Y volviendo a mi asunto, diré que para el escolar no hay nada que aventaje ni que sustituya a la excitación permanente del gusto y afecto hacia el estudio; de otra suerte, el discípulo será sólo un asno cargado de libros, si la ciencia se le administra con el látigo. Para que la ciencia sea beneficiosa no basta ingerirla en la cabeza, precisa asimilársela y hacer de ella cabal adopción.




ArribaAbajoCapítulo XXVI

Locura de los que pretenden distinguir lo verdadero de lo falso con la aplicación de su exclusiva capacidad


Acaso no sin razón achacamos a ignorancia y sencillez la facilidad en el creer y dejarse llevar a la persuasión, pues entiendo haber oído que la creencia es como una impresión que se graba en nuestra alma, y conforme ésta es más blanda y ofrece menos resistencia, es más fácil el que las cosas impriman en ella su sello. Ut necesse est, lancem in libra, ponderibus impositis, deprimi; sic animum per spicuis cedere 238. A medida que el alma está más vacía y más sin contrapeso, tanto más apta se encuentra para acomodarse a la persuasión; y he aquí por qué los niños, el vulgo, las mujeres y los enfermos, están más sujetos a dejarse llevar por patrañas y cuentos. Mas si tal principio es verídico, no deja por ello de ser una presunción torpe la de condenar como falso todo lo que no se nos antoja verosímil, que es vicio en que caen los que se figuran ser dueños de alguna capacidad que sobrepasa los límites de la generalidad. Incurría yo hace tiempo en este error, y cuando oía hablar de los espíritus que vuelven del otro mundo o del pronóstico de las cosas futuras, relatar encantamientos, brujerías o cualquiera otra cosa fantástica,


Somnia terrores magicos, miracula, sagas.
Nocturnus lemures, portentaque Thessala239,



  —136→  

que yo no acertaba a explicarme, compadecía al paciente pueblo, engañado con tales locuras. Actualmente creo que yo era digno, por lo menos, de igual conmiseración, y no porque de entonces acá haya visto cosas maravillosas que me hayan encaminado a otorgar fe a lo extraordinario, lo cual no ha sido por falta de curiosidad, sino porque la razón me ha enseña que el condenar así resueltamente una cosa como falsa e imposible, vale tanto como considerar que el hombre tiene guardados en su cabeza los límites a que puede alcanzar la voluntad divina y los del poder de la naturaleza misma; y entiendo que la mayor locura que el humano entendimiento puede albergar es el medirlas conforme a nuestra capacidad e inteligencia. Si llamamos monstruoso o milagroso a lo que nuestra razón es incapaz de concebir, equivocámonos lastimosamente. ¿Cuántas cosas de tal índole no se ofrecen constantemente a nuestra isla? Consideremos al través de cuántas opacidades reflexionemos cuán a tientas se nos lleva al conocimiento de la mayor parte de los objetos que tenemos constantemente en nuestro derredor, y veremos que es más la costumbre que la ciencia la que aparta de nuestro espíritu la extrañeza de las mismas:


       Jam nemo, fessus saturusque videndi,
suspicere in caeli dignatur lucida templa240:



y que si tales conocimientos nos fueran de nuevo presentados, los hallaríamos tanto o más increíbles que los otros.


       Si nunc primum mortalibus adsint
ex improviso, ceu sint objecta repente,
nil magis his rebus poterat mirabile dici,
aut minus ante quod auderent fore credere gentes.241



Quien no había visto nunca un río, el primero que se presentó ante sus ojos creyó que fuese el océano. Las cosas más grandes que conocemos, antójansenos las mayores que la naturaleza produzca en su género:


Scilicet et fluvius qui non est maximus, ei'st
qui non ante aliquem majorem vidit; et ingens
arbor, homoque videtur; et omnia de genere omni
maxima quae vidit quisque, haec ingentia fingit.242



Consitetudine ocuiorum assitescunt animi, neque admirantur, neque requirunt rationes earum rerum, quas   —137→   semper vident243. Incitanos la novedad de los objetos más que su grandeza a investigar la causa de los mismos. Preciso es juzgar reverentemente del poder infinito de la naturaleza, y necesario es también que tengamos conciencia de nuestra debilidad o ignorancia. ¡Cuántas cosas hay poco verosímiles testimoniadas por gentes dignas de crédito, las cuales, sino pueden llevarnos a la persuasión, al menos deben dejarnos en suspenso! El declararlas imposibles es hacerse fuertes por virtud de una presunción temeraria, que vale tanto como la pretensión de conocer hasta dónde llega la posibilidad. Si se comprendiera bien la diferencia que existe entre lo imposible y lo inusitado; entre lo que va contra el orden del curso de la naturaleza y contra la común idea de los hombres, no creyendo temerariamente, ni tampoco negando con igual facilidad, observaríase el precepto del justo medio que ordenó el filósofo Quilón.

Cuando se lee en Froissard que el conde de Foix tuvo nuevas en el Bearne de la derrota del rey don Juan de Castilla en la batalla de Aljubarrota al día siguiente de acontecida, y se consideran los medios que el conde alega para el tan presto conocimiento de la noticia, puede uno tomarlos a broma, no sin fundamento; e igualmente lo que cuentan nuestros anales de que el papa Honorio, el mismo día que murió en Mantes Felipe Augusto, hizo que se celebraran exequias públicas y mandó que se celebrasen igualmente en toda Italia, la autoridad de ambos testimonios carece de razones suficientes para ser creídos. ¿Pero qué diremos si Plutarco (sin contar parecidos ejemplos que de la antigüedad relata, y que asegura saber casi a ciencia cierta) nos dice que en tiempo del emperador Domiciano, la nueva de la batalla perdida por Antonio en Alemania, fue publicada en Roma y esparcida por todo el mundo el mismo día que tuvo lugar, y si César afirma que con frecuencia a muchos sucesos precedió el anuncio de los mismos? ¿Habremos nosotros de concluir, en vista de los referidos testimonios, que Plutarco y César dejáronse engañar con el vulgo por carecer de la clarividencia que a nosotros nos adorna? ¿Hay nada más delicado, más preciso, ni más vivo que el criterio de Plinio, cuando le place ponerlo en juego? Nada hay más alejado de la presunción que el juicio de este escritor, -y dejo a un lado la excelencia de su saber, el cual tengo en menos consideración.- ¿En cuál de esas dos calidades le sobrepasamos nosotros? Sin embargo no hay estudiantuelo que no deje de encontrarlo en error y que no quiera aleccionarle, apoyándose en el progreso de las ciencias naturales.

Cuando leemos en Bouchot los milagros realizados por   —138→   las reliquias de san Hilario, podemos negarlos; el crédito qué merece el escritor no es suficiente para alejar de nosotros la licencia de contradecirlo; pero negar redondamente todos los hechos análogos me parece singular descaro. Testifica el gran san Agustín haber visto en Milán que un niño recobró la vista por el contacto de las reliquias de san Gervasio y san Protasio; que una mujer en Cartago fue curada de un cáncer por medio de la señal de la cruz que le hizo otra mujer recientemente bautizada; Hesperio, discípulo san Agustín, expulsó los espíritus que infestaban su casa con una poca tierra del sepulcro de nuestro Señor; y añade que la misma tierra transportada luego a la iglesia, curó repentinamente a un paralítico; una mujer que hallándose en la procesión tocó el relicario de san Esteban con un ramo de flores, se frotó después con ellas los ojos y recobró la vista que había perdido hacía mucho tiempo; y el mismo santo relata otros varios milagros que dice haber presenciado. ¿Qué acusación le lanzaremos, como tampoco a los dos santos obispos Aurelio y Maximino, que presenta en apoyo de sus asertos? ¿Le acusaremos de ignorancia, simplicidad y facilidad en el creer? ¿o de malicia e impostura? ¿Hay algún hombre en nuestro siglo de presunción tanta, que crea resistir el parangón con aquellos varones, ni en virtud, ni en piedad, ni en saber, como tampoco en juicio ni inteligencia? qui ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent244.

Es la de que hablo osadía peligrosa y que acarrea consecuencias graves, a más de la absurda temeridad que supone el burlarnos de aquello que no concebimos; pues luego que con arreglo a la medida de nuestro entendimiento dejamos establecidos y sentados los límites de la verdad y el error, necesariamente tenemos que creer en cosas en las cuales hay mayor inverosimilitud que en las que hemos desechado por inciertas, y que para proceder con recto criterio debiéramos desechar también. En conclusión, lo que me parece acarrear tanto desorden en nuestras conciencias, en estos trastornos de guerras de religión, es la licencia con que los católicos interpretan los misterios de la fe. Paréceles desempeñar un papel moderador y ejercer oficio de entendidos cuando abandonan a sus adversarios algunos artículos de los que se debaten; mas sobre no ver la ventaja que acompaña al que acomete cuando el acometido se echa atrás y pierde terreno, y cómo esto le anima a seguir él combate, aquellos artículos que nuestros adversarios eligen como menos importantes, suelen a veces ser los más esenciales. Una de dos cosas precisa: o someterse en absoluto a la autoridad eclesiástica, o abandonarla por completo.   —139→   No reside en nosotros la facultad de establecer en qué la debemos obediencia. Este principio puedo yo sentarlo mejor que ningún otro por haber antaño puesto en práctica cierta libertad en la elección y escogitación particular de lo que ordena nuestra iglesia y tenido por débiles ciertos principios de su observancia, que simulan tener un aspecto más pueril o extraño; pero habiendo luego comunicado aquellas miras a hombres competentes, he visto que estas cosas tienen un fundamento macizo y muy sólido, y que sólo por simpleza e ignorancia las recibimos con menor reverencia que las demás. ¡Qué no recordemos la constante contradicción de nuestro juicio! ¡Cuántas cosas teníamos ayer por artículo de fe que consideramos hoy como fábulas! La curiosidad y la vanagloria son el azote de nuestra alma; la primera nos impulsa a meter las narices por todas partes, y la segunda nos impide dejar nada irresuelto e indeciso.




ArribaAbajoCapítulo XXVII

De la amistad


Considerando el modo de trabajar de un pintor que en mi casa empleo, hanme entrado deseos de seguir sus huellas. Elige el artista el lugar más adecuado de cada pared para pintar un cuadro conforme a todas las reglas de su arte, y alrededor coloca figuras extravagantes y fantásticas, cuyo atractivo consiste sólo en la variedad y rareza. ¿Qué son estos bosquejos que yo aquí trazo, sino figuras caprichosas y cuerpos deformes compuestos de miembros diversos, sin método determinado, sin otro orden ni proporción que el acaso?


Desinit in piscem mulier formosa superne.245



En el segundo punto corro parejas con mi pintor, pero en el otro, que es el principal, reconozco que no le alcanzo, pues mi capacidad no llega, ni se atreve, a emprender un cuadro magnífico, trazado y acabado según los principios del arte. Así que, se me ha ocurrido la idea de tomar uno prestado a Esteban de La Boëtie, que honrará el resto do esta obra: es un discurso que su autor tituló la Servidumbre voluntaria. Los que desconocen este título le han designado después acertadamente con el nombre de el Contra uno. Su autor lo escribió a manera de ensayo, en su primera juventud, en honor de la libertad, contra los tiranos. Corre ya el discurso de mano en mano tiempo ha entre las   —140→   personas cultas, no sin aplauso merecido, pues es agradale y contiene todo cuanto contribuye a realzar un trabajo de su naturaleza. Cierto que no puede asegurarse que es lo mejor que su autor hubiera podido componer, pues si más adelante, en el tiempo que yo le conocí, hubiera formado el designio que yo sigo de transcribir sus fantasías, hubiéramos visto singulares cosas que lindarían de cerca con las producciones de la antigüedad, pues a ciencia cierta puedo asegurar que a nadie he conocido que en talento y luces naturales pudiera comparársele. Sólo el discurso citado nos queda de La Boëtie, y eso casi de un modo casual pues entiendo que después de escrito no volvió a hacer mérito de él, dejó también algunas memorias sobre el edicto de 1588, famoso por nuestras guerras civiles, que acaso en otro lugar de este libro encuentren sitio adecuado. Es todo cuanto he podido recobrar de sus reliquias. Con recomendación amorosa dejó dispuesto en su testamento que yo fuera el heredero de sus papeles y biblioteca. Yo le vi morir. Hice que se imprimieran algunos escritos suyos, y respecto al libro de la Servidumbre, le tengo tanta más estimación, cuanto que fue la causa de nuestras relaciones, pues mostróseme mucho tiempo antes de que yo viese a su autor, y me dio a conocer su nombre, preparando así la amistad que hemos mantenido el tiempo que Dios ha tenido a bien, tan cabal y perfecta, que no es fácil encontrarla semejante en tiempos pasados, ni entre nuestros contemporáneos se ve parecida. Tantas circunstancias precisan para fundar una amistad como la nuestra, que no es peregrina que se vea una sola cada tres siglos.

Parece que nada hay a que la naturaleza nos haya encaminado tanto como al trato social. Aristóteles asegura que los buenos legisladores han cuidado más de la amistad que de la justicia. El último extremo de la perfección en las relaciones que ligan a los humanos, reside en la amistad; por lo general, todas las simpatías que el amor, el interés y la necesidad privada o pública forjan y sostienen, son tanto menos generosas, tanto menos amistades, cuanto que a ellas se unen otros fines distintos a los de la amistad, considerada en sí misma. Ni las cuatro especies de relación que establecieron los antiguos, y que llamaron natural, social, hospitalaria y amorosa, tienen analogía o parentesco con la amistad.

Las relaciones que existen entre los hijos y los padres están fundadas en el respeto. Aliméntase la amistad por la comunicación, la cual no puede encontrarse entre hijos y padres por la disparidad que entre ellos existe, y además porque chocarla los deberes que la naturaleza impone; pues ni todos los pensamientos íntimos de los padres pueden comunicarse a los hijos, para no dar lugar a una privanza perjudicial y dañosa, ni los advertimientos y correcciones,   —141→   que constituyen uno de los primeros deberes de la amistad, podrían tampoco practicarse de los hijos a los padres. Pueblos ha habido, en que, por costumbre, los hijos mataban a los padres, otros en que los padres mataban a los hijos para salvar así las querellas que pudieran suscitarse entre los unos y los otros. Filósofos ha habido, que han desdeñado la natural afección y unión de padres e hijos; Aristipo entre otros, el cual cuando se le hacía presente el cariño que a los suyos debía por haber salido de él, se ponía a escupir diciendo que su saliva tenía también el mismo origen, y añadía que también engendramos piojos y gusanos. Habla Plutarco de otro a quien deseaban poner en buena armonía con su hermano, que objetó: «No doy importancia mayor al accidente de haber salido del mismo agujero.» El nombre de hermano es en verdad hermoso, e implica un amor tierno y puro, por esta razón nos lo aplicamos La Boëtie y yo. Mas entre hermanos naturales la confusión de bienes, los repartimientos y el que la riqueza de uno ocasione la pobreza del otro desliga la soldadura fraternal; teniendo los hermanos que conducir la prosperidad de su fortuna por igual sendero y por modo idéntico, fuerza es que con frecuencia tropiecen. Más aún, la relación y correspondencia que crean las amistades verdaderas y perfectas, ¿qué razón la hay para que se encuentren entre los hermanos? El padre y el hijo pueden ser de complexión enteramente opuesta, lo mismo los hermanos. Es mi hijo, es mi padre, pero es un hombre arisco, malo o tonto. Además, como son amistades que la ley y obligación natural nos ordenan, nuestra elección no influye para nada en ellas; nuestra libertad es nula y ésta a nada se aplica más que a la afección y a la amistad. Y no quiere decir lo escrito que yo no haya experimentado los goces de la familia en su mayor amplitud, pues mi padre fue el mejor de los padres que jamás haya existido, y el más indulgente hasta en su extrema vejez; y mi familia fue famosa de padres a hijos, y siempre ejemplar en punto a concordia fraternal:


       Et ipse
notos in fratres animi paterni.246



La afección hacia las mujeres, aunque nazca de nuestra elección, tampoco puede equipararse a la amistad. Su fuego, lo confieso,


Neque enim est dea nescia nostri,
quae dulcem curis miscet amaritiem247,



es más activo, más fuerte y más rudo, pero es un fuego temerario, inseguro, ondulante y vario; fuego febril, sujeto   —142→   a accesos e intermitencias que no se apodera de nosotros más que por un lado. En la amistad, por el contrario, el calor es general, igualmente distribuido por todas partes, atemperado; un calor constante y tranquilo, todo dulzura y sin asperezas, que nada tiene de violento ni de punzante. Más aún, el amor no es más que el deseo furioso de algo que huye de nosotros:


Come segue la lepre il cacciatore
al freddo, al caldo, alla montagna, al lito;
né piú l'estima poi che presa vede;
e sol dietro a chi fugge affretta il piede248:



luego que se convierte en amistad, es decir, en el acuerdo de ambas voluntades, se borra y languidece; el goce ocasiona su ruina, como que su fin es corporal y se encuentra sujeto a saciedad. La amistad, por el contrario, más se disfruta a medida que más se desea; no se alimenta ni crece sino a medida que se disfruta, como cosa espiritual que es, y el alma adquiere en ella mayor finura practicándola. He preferido antaño otras fútiles afecciones a la amistad perfecta, y también La Boëtie rindió culto al amor; sus versos lo declaran demasiado. Así es que las dos pasiones han habitado en mi alma, y he tenido ocasión de conocer de cerca una y otra; jamás las he equiparado, y actualmente considero que en mi espíritu la amistad mira de un modo desdeñoso y altivo al amor y le coloca bien lejos y muchos grados por bajo.

En cuanto al matrimonio, sobre ser un mercado en el cual sólo la entrada es libre, si consideramos que su duración es obligatoria y forzada, y dependiente de circunstancias ajenas a nuestra voluntad, ordinariamente obedece a fines bastardos; acontecen en él multitud de accidentes que los esposos tienen que resolver, los cuales bastan a romper el hilo de la afección y a alterar el curso de la misma, mientras que en la amistad no hay cosa que la ponga trabas por ser su fin ella misma. Añádase que, a decir verdad, la inteligencia ordinaria de las mujeres no alcanza a que puedan compartirse los goces de la amistad; ni el alma de ellas es bastante firme para sostener la resistencia de un nudo tan apretado y duradero. Si así no aconteciera, si pudiera fundamentarse y establecerse una asociación voluntaria y libre, de la cual no sólo las almas participaran sino también los cuerpos, en que todo nuestro ser estuviera sumergido, la amistad sería más cabal y más viva. Pero no hay ejemplo de que el sexo débil haya dado pruebas de semejante, afección, y los antiguos filósofos de declaran a la mujer incapaz de profesarla.

  —143→  

En el amor griego, justamente condenado y aborrecido por nuestras costumbres, la diferencia de edad y oficios de los amantes tampoco se aproximaba a la perfecta unión de que vengo hablando: Quis est enim iste amor amicitiae. Cur neque deformem adolescentem quisquam amat, neque formosum senem?249 La Academia misma no desmentirá mi aserto, si digo que el furor primero inspirado por el hijo de Venus al corazón del amante, siendo causado por la tierno juventud, al cual eran lícitos todas las insolencias apasionadas, todos los esfuerzos que pueden producir un ardor inmoderado, estaba siempre fundamentado en la belleza exterior, imagen falsa de la generación corporal. La afección no podía fundamentarse en el espíritu, del cual estaba todavía oculta la apariencia, antes de la edad es que su germinación principia. Si el furor de que hablo se apoderaba de un alma grosera, los medios que ésta ponía en práctica para el logro de su fin eran las riquezas, los presentes, los favores, la concesión de dignidades y otras bajas mercancías, que los filósofos reprueban. Si la pasión dominaba a un alma generosa, los medios que ésta empleaba eran generosos también; consistían entonces en discursos filosóficos, enseñanzas que tendían al respeto de la religión, a prestar obediencia a las leyes, a sacrificar la vida por el bien de su país, en una palabra, ejemplos todos de valor, prudencia y justicia. El amante procuraba imponer la gracia y belleza de su alma, acabada ya la de su cuerpo, esperando así fijar la comunicación moral, más firme y duradera. Cuando este fin llegaba a sazón pues lo que no exigían del amante en lo relativo a que aportase discreción, en su empresa, exigíanlo en el amado, porque este necesitaba juzgar de una belleza interna de difícil conocimiento y descubrimiento abstruso, entonces nacía en el amado el deseo de una concepción espiritual por el intermedio de una belleza espiritual también. Esta era la principal; la corporal era accidente y secundaria, al contrario del amante. Por esta causa prefieren al amado, alegando como razón que los dioses le dan también la primacía, y censuran mucho al poeta Esquilo por haber en los amores de Aquiles y Patroclo, hecho el amante del primero, el cual se encontraba en el primitivo verdor de su adolescencia, el más hermoso para los griegos. Después de esta comunidad general la parte principal de la misma, que predominaba y ejercía en sus oficios, dicen que producía utilísimos frutos en privado y en público; que era la fuerza del país lo que acogía bien el uso y la principal defensa de la equidad y de la libertad, como lo prueban los salubles amores de Harmodio y Aristogitón. Por eso la llamaban sagrada y divina, y   —144→   según ellos, sólo la violencia de los tiranos y la cobardía de los pueblos tenía como enemigos. En suma, todo cuanto puede concederse en honor de la Academia, es asegurar que era el suyo un amor que acababa en amistad, idea que no se aviene mal con la definición estoica del amor: Amorem conatum esse amicitiae faciendae ex pulchritudinis specie250.

Y vuelvo a mi descripción de una amistad más justa y mejor compartida. Omnino amicitiae, corroboratis jam, confirmatisque et ingeniis, et aetatibus, judicandae sunt251. Lo que ordinariamente llamamos amigos y amistad no son más que uniones y familiaridades trabadas merced a algún interés, o merced al acaso por medio de los cuales nuestras almas se relacionan entre sí. En la amistad de que yo hablo, las almas se enlazan y confunden una con otra por modo tan íntimo, que se borra y no hay medio de reconocer la trama que las une. Si se me obligara a decir por qué yo quería a La Boëtie, reconozco que no podría contestar más que respondiendo: porque era él y porque era yo. Existe más allá de mi raciocinio y de lo que particularmente puedo declarar, yo no sé qué fuerza inexplicable y fatal, mediadora de esta unión. Antes de que nos hubiéramos visto, nos buscábamos ya, y lo que oíamos decir el uno del otro, producía en nuestras almas mucha mayor impresión de la que se advierte en las amistades ordinarias; diríase que nuestra unión fue un decreto de la Providencia. Nos abrazábamos por nuestros nombres, y en nuestra entrevista primera, que tuvo lugar casualmente en una gran fiesta de una ciudad, nos encontramos tan prendados, tan conocidos, tan obligados el uno del otro, que nada desde entonces nos tocó tan de cerca como nuestras personas. Escribió él una excelente sátira latina, que se ha impreso, en la cual explica la precipitación de una amistad que llegó con tal rapidez a ser perfecta. Habiendo de durar tan poco tiempo su vida y habiendo comenzado tan tarde nuestras relaciones (pues ambos éramos ya hombres hechos, él me llevaba algunos años), no tenían tiempo que perder, ni necesitaban tampoco acomodarse al patrón de las amistades frías y ordinarias, en las cuales precisan tantas precauciones de dilatada y preliminar conversación. En la amistad nuestra no había otro fin extraño que le fuera ajeno, con nada se relacionaba que no fuera con ella misma; no obedeció a tal o cual consideración, ni a dos ni a tres ni a cuatro ni a mil; fue no sé qué quinta esencia de todo reunido, la cual habiendo arrollado toda mi voluntad condújola a sumergirse y a abismarse en la suya con   —145→   una espontaneidad y un ardor igual en ambas. Nuestros espíritus se compenetraron uno en otro; nada nos reservamos que nos fuera peculiar, ni que fuese suyo o mío.

Cuando Lelio, en presencia de los cónsules romanos, quienes después de la condenación de Tiberio Graco persiguieron a todos los que habían pertenecido al partido de éste, preguntó a Cayo Blosio(que era el principal de sus amigos) qué hubiera sido capaz de hacer por él, Blosio respondió: «Lo hubiera hecho todo.» -¿Cómo todo? siguió Lelio; ¿pues qué, hubieras cumplido su voluntad si te hubiera mandado poner fuego a nuestros templos? -Jamás me hubiera ordenado tal cosa, repuso Blosio. -¿Pero y si lo hubiera hecho? añadió Lelio. -Le hubiera obedecido», respondió. Si era tan perfecto amigo de Graco, como la historia cuenta, no tenía por qué asustar a los cónsules haciéndoles la última atrevida confesión y no podía separarse de la seguridad que tenía en el designio de Tiberio Graco. Los que acusan de sediciosa esta respuesta no penetran su misterio, y no presuponen, como en realidad debía acontecer, que Blosio era soberano de la voluntad de Graco, por poder y por conocimiento: ambos eran más amigos que ciudadanos; más amigos que enemigos o amigos de su país, y que amigos en la ambición o el desorden: confíanlo profundamente el uno en el otro, eran dueños perfectos de sus respectivas inclinaciones, que dirigían y guiaban por la razón mutua; y como sin esto es completamente imposible que las amistades vivan, la respuesta de Blosio fue tal cual debió ser. Si los actos de ambos hubieran discrepado, no eran amigos, según mi criterio, ni el uno del otro, ni en sí mismos. Por lo demás, tal respuesta no difiere de la que yo daría a quien me preguntase: «Si vuestra voluntad os ordenara dar muerte a vuestra hija, ¿la mataríais? «y que yo contestara afirmativamente, nada prueba de mi consentimiento a realizar tal acto, porque yo no puedo dudar de mi voluntad, como tampoco de la de un amigo como La Boëtie. Ni en todos los razonamientos del mundo reside el poder de desposeerme de la certeza en que estoy de las intenciones y alcance de mi juicio: ninguna de sus acciones podría mostrárseme, sea cual fuere el cariz que tuviera, de la cual yo no encontrara en seguida la causa. Tan unidas marcharon nuestras almas, con cariño tan ardiente se amaron y con afección tan intensa se descubrieron hasta lo más hondo de las entrañas, que no sólo conocía yo su alma como la mía, sino que mejor hubiera fiado en él que en mí mismo.

Que no se incluyan en este rango esas otras amistades corrientes; yo he mantenido tantas como cualquiera otro, y de las más perfectas en su género,- pero no aconsejo que se confundan, pues se padecería un error lamentable. Es preciso proceder en estas uniones con prudencia y precaución; el enlace no está anudado de manera que no haya   —146→   nada que desconfiar. «Amadle, decía Quilón, como si algún día tuvierais que aborrecerle; odiadle como si algún día tuvierais, que amarle.» Este precepto, que es tan abominable en la amistad primera de que hablo, es saludable en las ordinarias, y corrientes, a propósito de las cuales puede emplearse, una frase familiar a Aristóteles: «¡Oh amigos míos, no hay ningún amigo!» En aquel noble comercio los servicios que se hacen o reciben, sostenes de las otras relaciones, no merecen siquiera ser tomados en consideración; la entera compenetración de nuestras voluntades es suficiente, pues del propio modo que la amistad que yo profeso no aumenta por los beneficios que hago en caso de necesidad, digan lo que quieran los estoicos, y como yo no considero como mérito el servicio proporcionado, la unión de tales amistades siendo verdaderamente perfecta hace que se pierda el sentimiento de semejantes deberes, al par que alejar y odiar entre ellas esas palabras de división y diferencia, acción buena, obligación, reconocimiento, ruego, agradecimiento y otras análogas. Siendo todo común entre los amigos: voluntades, pensamientos, juicios, bienes, mujeres, hijos, honor y vida; no siendo su voluntad sino una sola alma en dos distintos cuerpos, según la definición exacta de Aristóteles, nada pueden prestarse ni nada tampoco darse. He aquí la razón de que los legisladores, para honrar el matrimonio con alguna semejanza imaginaria de ese divino enlace, prohíban las donaciones entre marido y mujer, concluyendo, por esta prohibición que todo pertenece a cada uno de ellos, y que nada tienen que dividir ni que repartir.

Si en la amistad de que hablo el uno pudiera dar alguna cosa al otro, el que recibiera el beneficio sería el que obligaría al compañero, pues buscando uno y otro, antes que todo, prestarse mutuos servicios, aquel que facilita la ocasión es el que practica mayor liberalidad, proporcionando a su amigo, el contentamiento de realizar lo que más desea. Cuando el filósofo Diógenes tenía necesidad de dinero, decía que lo reclamaba, no que lo pedía. Y para probar cómo esto se practica en realidad, traeré a colación un singular ejemplo antiguo. Eudomidas, corintio, tenía dos, amigos: Carixeno, cioniano, y Areteo, también corintio. Cuando murió, como estaba pobre y sus dos amigos eran ricos, hizo así su testamento: «Lego a Areteo el cuidado de alimentar a mi madre y de sostenerla en su vejez; a Carixeno le encomiendo el casamiento de mi hija, y además que la dote lo mejor que pueda. En el caso de que uno de los dos venga a morir, encomiendo su parte al que sobreviva.» Los que vieron primero este testamento se burlaron, pero advertidos los herederos de su alcance lo aceptaron, con singular contentamiento. Habiendo muerto cinco días después Carixeno, Areteo mantuvo largamente a la madre y de su fortuna, que consistía en cinco talentos, entregó dos   —147→   y medio a su hija única, y otros dos y medio a la hija de Eudomidas. Las dos bodas se efectuaron el mismo día.

Este ejemplo es bien concluyente, y sería practicado si no hubiera tantos amigos en el mundo. La perfecta amistad es indivisible: cada uno se entrega tan por completo a su amigo, que nada le queda para distribuir a los demás; al contrario, le entristece la idea de no ser doble, triple o cuádruple; de no ser dueño de varias almas varías voluntades para, confiarlas todas a una misma amistad. Las amistades comunes pueden dividirse; puede estimarse en unos la belleza, en otros el agradable trato, en otros la liberalidad, la paternidad, la fraternidad, y así sucesivamente; mas la amistad que posea el alma y la gobierna como soberana absoluta, es imposible que sea doble. Si dos amigos pidieran ser socorridos al mismo tiempo, ¿a cuál acudiríais primero? Si solicitaran opuestos servicios, ¿qué orden emplearíais en tal apuro? Si uno confiara a vuestro silencio lo que al otro fuera conveniente saber, ¿qué partido tomaríais? La principal y única amistad rompe toda otra obligación; el secreto que juro no descubrir a otro puedo sin incurrir en falta comunicarlo a otro, es decir, a mi amigo. Es un milagro grande el duplicarse y no lo conocen bastante los que hablan de triplicarse. Nada es tan raro como poseer su semejante; quien crea que de dos personas estimo a la una lo mismo que a la otra, o que dos hombres se quieran y me estimen tanto como yo los estimo, convierten en varias unidades la cosa más única e indivisible; una sola es la cosa más rara de encontrar en el mundo. El resto de aquella historia se acomoda bien con lo que yo decía, pues Eudomidas considera como un favor que proporciona a sus amigos el emplearlos en su servicio, dejándolos como herederos de su liberalidad, que consiste en procurarles el medio de favorecerle; y sin duda la fuerza e la amistad se muestra con mayor esplendidez en este caso que en el de Areteo. En conclusión: son éstos efectos que no puede imaginar el que no los ha experimentado, y que me hacen honrar sobremanera la respuesta que dio a Ciro un soldado joven, a quien el monarca preguntó qué precio quería por un caballo con el cual había ganado el premio de la carrera, añadiendo si lo cambiaría por un reino: «No en verdad, señor; pero lo daría de buen grado por adquirir un amigo, si yo encontrara un hombre digno de tal alianza.» No decía mal «si yo encontrara», pues se tropieza fácilmente con hombres propios para mantener una amistad superficial; pero en la otra en que nada se reserva ni nada se exceptúa, en que se obra con abandono completo, hay necesidad de que todos los resortes sean perfectamente nítidos y seguros.

En las relaciones que nos procuran algún auxilio o servicio no hay para qué preocuparse de las imperfecciones   —148→   que particularmente no se relacionan con el motivo de las mismas. Nada me importa la religión que profesen mi médico ni mi abogado, tal consideración nada tiene que ver con los oficios de la amistad que me deben; en las relaciones domésticas que sostengo con los criados que me sirven, sigo la misma conducta. Me informo poco de si mi lacayo es casto; más me interesa saber si es diligente: no temo tanto a un mulatero jugador, como a otro que sea imbécil, ni a un cocinero blasfemo, como a otro ignorante de las salsas. No me mezclo para nada en dar instrucciones al mundo de lo que es preciso hacer, otros lo hacen de sobra; sólo hablo de lo que conmigo se relaciona.


Mihi sic usus est: tibi, ut opus est facto, face.252



A la familiaridad de la mesa asocio lo agradable, no lo prudente; en el lecho antepongo la belleza a la bondad; cuando estoy en sociedad prefiero el lenguaje amable y el bien decir, al saber y aún a la probidad, y así por el estilo en todas las demás cosas. De la propia suerte que el que fue sorprendido cabalgando sobre un bastón, jugando con sus hijos, rogó a la persona que le vio que no se lo contara a nadie hasta que él fuese padre, estimando que la pasión que entonces nacería en su alma le haría juez equitativo de tal acción, así yo quisiera hablar a personas que hubiesen experimentado lo que digo; pero conociendo cuán rara cosa es y cuán apartada de lo ordinario una amistad tan sublime, no espero encontrar ningún buen juez. Los mismos discursos que la antigüedad nos dejó sobre este asunto me parecen débiles al lado del sentimiento que yo guardo; y los efectos de éste sobrepasan a los preceptos mismos de la filosofía.


Nil ego contulerim jucundo sanus amico.253



El viejo Menandro llamaba dichoso al que había podido siquiera encontrar solamente la sombra de un amigo; razón tenía para decirlo, hasta en el caso en que hubiera encontrado al uno. Si comparo todo el resto de mi vida -aunque ayudado de la gracia de Dios la haya pasado dulce, gustosa y, salvo la pérdida de tal amigo, exenta de aflicciones graves, llena de tranquilidad de espíritu, habiendo disfrutado ventajas y facilidades naturales que desde mi cuna gocé, sin buscar otras ajenas, -si comparo, digo, toda mi vida con los cuatro años que me fue dado disfrutar de la dulce compañía y sociedad de La Boëtie, el otro tiempo de mi existencia no es más que humo, y noche pesada y tenebrosa. Desde el día en que la perdí,

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Quem semper acerbum,
semper honoratum (sic, Di, voluistis!) habebo.254



no hago más que arrastrarme lánguidamente; los placeres mismos que se me ofrecen, en lugar de consolarme, redoblan el sentimiento de su pérdida; como lo compartíamos todo, me parece que yo le robo la parte que le correspondía.


Nec fas esse ulla me voluptate hic frui
decrevi, tantisper dum ille abest meus particeps.255



Me encontraba yo tan hecho, tan acostumbrado a ser el segundo en todas partes, que se me figura no ser ahora más que la mitad.


Illam meae si partem animae tulit
maturior vis, quid moror altera?
    Nec carus aeque nec superstes
       integer. Ille dies utramque
duxit ruinam...256



No ejecuto ninguna acción ni pasa por mi mente ninguna idea sin que le eche de menos, como hubiera hecho él si lo le hubiese precedido, pues así como me sobrepasaba infinitamente en todo saber y virtud, así me sobrepujaba también en los deberes de la amistad.


       Quis desiderio sit pudor, aut modus
       tam cari capitis?257


    O misero frater adempte mihi!
Omnia tecum una perierunt gaudia nostra,
    quae tuus in vita dulcis alebat amor.
Tu mea, tu moriens fregisti commoda, frater;
    tecum una tota est nostra sepulta anima
cujus ego interitu tota de mente fugavi
    haec studia, atque omnes delicias animi.
Alloquar?, audiero nunquam tua verba luquentem?
    Nunquam ego te, vita frater amabilior,
adspiciam posthac? At certe semper amabo.258



Pero oigamos hablar un poco a este joven cuando tenía dieciséis años.

  —150→  

Porque veo que este libro ha sido publicado con malas miras por los que procuran trastornar y cambiar el estado de nuestro régimen político, sin cuidarse para nada de si sus reformas serán útiles, los cuales han mezclado la obra de La Boëtie a otros escritos de su propia cosecha personal, renuncio a intercalarla en este libro. Y para que la memoria del autor no sufra crítica de ningún género de parte de los que no pudieron conocer de cerca sus acciones o ideas, yo les advierto que el asunto de su libro fue desarrollado por él en su infancia y solamente a manera de ejercicio, como asunto vulgar y ya tratado en mil pasajes de muchos libros. Yo no dudo que creyera lo que escribió, pues ni en broma era capaz de mentir; me consta también que si en su mano hubiera estado elegir, mejor hubiera nacido en Venecia que en Sarlac, y con razón. Pero tenía otra máxima soberanamente impresa en su alma: la de obedecer y someterse religiosamente a las leyes bajo las cuales había nacido. Jamás hubo mejor ciudadano, ni que más amara el reposo de su país, ni más enemigo de agitaciones y novedades; mejor hubiera querido emplear su saber en extinguirlas que en procurar los medios de excitarlas más de lo que ya están: su espíritu se había moldeado conforme al patrón de otros tiempos diferentes de los actuales. En lugar de esa obra seria publicará otra259 que igualmente escribió en la misma época de su vida, y que es más lozana y alegre.




ArribaAbajoCapítulo XXVIII

Veintinueve sonetos de Esteban de La Boëtie


A la señora de Grammont, condesa de Guissen260

Nada mío os ofrezco, señora, ya porque todo lo que me pertenece es vuestro de antemano, bien porque nada encuentro en mí que sea digno de vos; pero he querido que estos versos, en cualquier lugar que se vieran, llevasen vuestro nombre al frente por el honor que recibirán al tener por guía a la gran Corisanda de Andouins. Me ha parecido que este presente os pertenecía, tanto más, cuanto que hay pocas damas en Francia que sean mejores jueces que vos en materia de poesía, y además porque nada hay que pudiera servir de mejor galardón a estas estrofas que las ricas y hermosas con que en medio de otras bellezas la naturaleza os ha dotado. Estos versos merecen, señora, cariño   —151→   grande de vuestra parte; pues, yo creo que mi parecer será también el vuestro, yo creo que nunca salieron de Gascuña otros que en invención ni en gentileza los aventajen, ni que den testimonio de haber sido escritos por una mano más espléndida. Y no os dé cuidado de que no os dedique más que el resto de lo que tiempo ha hice imprimir bajo el nombre del conde de Foix, vuestro buen pariente; pues estos de ahora tienen no sé qué de más vivo e hirviente, como compuestas que fueron en su primera juventud, cuando estaba inspirado por el hermoso y noble ardor de que algún día, señora, os hablaré al oído. Los otros fueron compuestos después, cuando se encontraba en vías de casarse, en loor de su mujer, y en ellos se advierte a cierta frialdad marital. Yo soy de los que entienden que la poesía nunca es más fresca ni agradable que cuando trata un asunto libre y juguetón261.




ArribaAbajoCapítulo XXIX

De la moderación


Cual si nuestro contacto, fuera infeccioso, corrompemos, al manejarlas, las cosas que por sí mismas son hermanas y buenas. Podemos practicar la virtud, haciéndola viciosa, de abrazarla con un deseo en que predomine la violencia excesiva. Los que afirman que en la virtud no puede haber exceso, puesto que, dicen, ya no es virtud si hay exceso, déjanse engañar por las palabras, y toman como principio evidente una sutileza de la filosofía:


Insani sapiens nomen ferat, aequus iniqui,
ultra quam satis est, virtutem si petat ipsam.262



Puede amarse demasiado la virtud y trasponer los límites de la misma en la comisión de un acto justo. Tal es también el principio de la Sagrada Escritura: «No seáis más prudentes de lo necesario, mas sed prudentes con sobriedad.» Tal gran personaje he visto que perjudicó al buen   —152→   nombre de su religión para mostrarse más religioso que los hombres de su clase. Gusto de las naturalezas templadas, medias y equilibradas; la falta de moderación si no me ofende, hasta cuando va encaminada al bien mismo, me extraña al menos, me pone en duro aprieto para calificarla. Ni la madre de Pausanias, que dio las primeras instrucciones y llevó la primera piedra para la muerte de su hijo; ni el dictador Postumio, que hizo morir al suyo, a quien el ardor juvenil había empujado victoriosamente hacia los enemigos algo más allá de su puesto, me parecen casos dignos de alabanza; más bien los considero extraños que justos, y no soy partidario de aconsejar ni de seguir virtudes tan costosas y salvajes. El arquero que sobrepasa el blanco comete igual falta que el que no le alcanza; mi vista se turba cuando ve de pronto una luz esplendorosa, lo mismo que al entrar bruscamente en las sombras. Callicles, en las obras de Platón, dice que el exceso de filosofía perjudica, y aconseja no sobrepasarla hasta un punto en que ya trasponga los límites de lo útil; que tomada con moderación es agradable y provechosa, con exceso convierte al hombre en vicioso y salvaje: hace que desdeñe las leyes y religiones, que se enemiste con la sociedad, que sea adversario de los humanos placeres, incapaz de todo gobierno político, de socorrer a sus semejantes y de auxiliarse a sí mismo; propio, en suma, a ser impunemente abofeteado. Callicles dice verdad, pues en su exceso la filosofía esclaviza nuestra natural razón, y, por una sutilidad importuna nos desvía del camino llano y cómodo que la naturaleza nos ha trazado.

La amistad que profesamos a nuestras mujeres es bien legítima; mas no por ello la teología deja de reglamentarla ni de restringirla. Paréceme haber leído en santo Tomás, en un pasaje en que condena los matrimonios entre parientes cercanos, la siguiente razón, entre otras, en apoyo de su aserto: que hay peligro en que la amistad que se profese a la mujer en este caso sea inmoderada, pues si la afección marital es cabal y perfecta, como debe ser siempre, al sobrecargarla con la afección que existe entre parientes, no cabe duda que tal a aditamento llevará al marido a conducirse más allá de los límites que la razón prescribe.

Las ciencias que gobiernan las costumbres sociales, como la teología y la filosofía, de todo se hacen cargo; no hay acto por privado o secreto que sea que se desvíe de su jurisdicción y conocimiento. Son demasiado ignorantes los que rechazan sus reglas en este particular, los cuales hacen lo que las mujeres, que se avergüenzan de mostrar al médico sus desnudeces, cuando no tienen inconveniente en hacer ver sus más secretas bellezas al amante. Quiero, en pro de aquellas ciencias enseñar lo que sigue a los maridos, si es que todavía los hay extremados en el calor hacia sus   —153→   mujeres: los goces mismos que experimentan al juntarse con sus esposas, son reprobables si la moderación no los presido; hay peligro de caer en licencia y desbordamiento en este punto, igualmente que en el trato ilegítimo. Los refinamientos deshonestos que el calor primero nos sugiere son no ya sólo enemigos de la decencia, sino perjudiciales a nuestras mujeres. Que al menos aprendan el impudor de otros maestros; están constantemente sobrado despiertas para nuestra necesidad. En cuanto a mí, en este punto, siempre me guió lo natural y lo sencillo.

El matrimonio es una unión religiosa y devota y he aquí por qué el placer que con él se experimenta debe ser un placer moderado, serio, que vaya unido a alguna severidad; debe ser un goce un tanto prudente mesurado. Y porque su misión principal es la generación, hay quien duda de si cuando estamos ciertos de no trabajar para ella, lo cual acontece cuando las mujeres son ya viejas o están en cinta, nos es lícito unirnos a ellas. Al entender de Platón, tal acto es un homicidio. Ciertas naciones, la mahometana entre otras, abominan la cohabitación con las mujeres preñadas; otros pueblos la rechazan igualmente cuando las mujeres están con la regla. Zenobia no recibía a su marido más que una vez, después dejábale libre a sus anchas mientras duraba el período de la concepción, pasado el cual, y efectuado el alumbramiento, le autorizaba a comenzar de nuevo. Digno y generoso ejemplo de matrimonio. Platón tomó sin duda la narración siguiente de algún poeta sin dinero que estaba hambriento del goce amoroso: Acometió Júpiter a su mujer un día con tal vigor, que no teniendo paciencia para aguardar a que ganara el lecho, tendiola en el suelo, y a causa de la vehemencia del placer, olvidó las graves e importantes resoluciones que acababa de tomar con los otros dioses de su celestial corte; Júpiter aseguró que había encontrado tanto placer en su operación como la vez primera que deshizo la virginidad de su mujer, a escondidas de los padres de ella.

Los reyes de Persia admitían en los festines a sus mujeres; pero cuando el vino les ponía el cerebro caliente, cuando ya daban rienda suelta a la voluptuosidad, enviábanlas a sus habitaciones particulares para no hacerlas partícipes de sus inmoderados apetitos, y hacían que los acompañasen otras mujeres a las cuales no les ligaba ninguna obligación de respeto. Todos los placeres y todas las cosas agradables no convienen por igual a toda suerte de gentes. Epaminondas puso en prisión a un mozo calavera; Pelópidas rogole que le dejara en libertad y que se lo cediese; aquél rechazó la petición, concediéndosele, sin embargo, a una muchacha que intercedió por el joven. Justificó Epaminondas su proceder diciendo que era aquélla una gracia que debía concederse a una amiga, no a un capitán.   —154→   Ejerciendo Sófocles la pretura en compañía de Péricles y viendo pasar por la calle a un mocito agraciado: «Guapo muchacho, dijo. -Seríalo para otro que no fuera pretor, contestó Péricles, pues un pretor debe tener castas no sólo las manos, sino también los ojos.» El emperador Aulio Vero respondió a su mujer en ocasión en que ésta se quejaba de que aquél gustaba de otras mujeres, que al proceder así obraba acertadamente, puesto que el matrimonio era una institución de honor y dignidad, no de concupiscencia loca y lasciva. Nuestra historia eclesiástica ha conservado con honor la memoria de aquella mujer que repudió a su marido por no querer prestarse a sus concupiscentes desbordamientos. En conclusión, no hay placer por legítimo que se considere cuyo exceso o intemperancia no nos sea reprochable.

Hablando con conocimiento de causa puede decirse que el hombre es un animal bien misérrimo. Apenas se halla en condición de gustar un placer cabal y puro, y ya se esfuerza por disminuirlo por reflexión. Sin duda no se cree suficientemente desdichado cuando aumenta sus penas por inclinación y por arte:


Fortunae miseras auximus arte vias.263



La ciencia humana se las ingenia bien estúpidamente, ejercitándose en disminuir el número y dulzura de los goces que nos pertenecen; mas procede de una manera razonable al emplear sus artificios en embellecernos y ocultar nos los males, aligerando el sentimiento de los mismos. Si hubiera yo sido jefe de una secta filosófica, hubiese seguido diferente rumbo, hubiera seguido un camino más natural, un camino verdadero, cómodo y santo, y acaso habría tenido la fuerza suficiente para contenerme en el justo límite. Como si nuestros médicos, así los espirituales como los corporales, hubieran formado entre ellos un concierto, no encuentran camino ni remedio a nuestros males del cuerpo ni tampoco a los del alma, sino valiéndose del tormento, el dolor y la pena. Las vigilias, los ayunos, los cilicios, el destierro a regiones lejanas y solitarias, las prisiones a perpetuidad, los castigos y otras aflicciones han sido introducidos para agravar nuestra miseria, de tal suerte que constituyan amarguras verdaderas en las cuales predomine el dolor supremo, de manera que no acontezca lo que sucedió al senador romano Galo, el cual, habiendo sido desterrado a la isla de Lesbos, se tuvo noticia en Roma de que lo pasaba bastante bien, y que aquello mismo que se le había impuesto como penitencia habíalo trocado en comodidad. Por ello los que le condenaron dispusieron llamarle a su casa   —155→   de Roma, al lado de su mujer, para acomodar así el castigo a su resentimiento. Es bien seguro que a aquel a quien el ayuno mejorase la salud y le pusiera contento, a aquel para quien el pescado fuera más apetitoso que la carne, ya no le serían recomendados como precepto saludable. Lo propio acontece en la otra medicina, en la corporal: las drogas no producen saludable efecto a quien las toma de buen grado, con placer; la amargura y la dificultad son requisitos indispensables para el buen resultado de los medicamentos. La naturaleza que aceptase el ruibarbo como cosa familiar, corrompería su uso; es preciso que las medicinas den al traste con nuestro estómago para curarlo, y aquí no se cumple la consabida regla de que las cosas se curan con sus contrarias, porque el mal cura el mal mismo.

Tales cosas se relacionan igualmente con la tan antigua idea de pretender gratificar al cielo y a la naturaleza con los sacrificios humanos, práctica que fue universalmente abrazada por todas las religiones. Todavía en tiempo de nuestros padres, Amurat, en la toma del Istmo, sacrificó seiscientos jóvenes griegos, al alma de su padre, a fin de que la sangre derramada sirviese de alivio al espíritu del difunto. En esas nuevas tierras, descubiertas en nuestros días, puras y vírgenes todavía, comparadas con las nuestras, los sacrificios humanos son generales; todos sus ídolos se abrevan con sangre humana, a lo cual acompañan ejemplos de crueldad horrible; se queman vivas a las víctimas, y cuando están ya medio asadas, se las retira del fuego para arrancarlas el corazón y las entrañas; a otras, aun a las mujeres, se las deshuella vivas, y con su piel ensangrentada se cubre y enmascara a las demás. Y en estos horrores no faltan la resolución ni la firmeza, pues las pobres gentes destinadas a la degollina -mujeres, viejos y niños- van algunos días antes de la inmolación pidiendo limosnas para la ofrenda de su sacrificio, y se presentan a la carnicería cantando y bailando con los concurrentes.

Explicando los embajadores del rey de Méjico la grandeza de su soberano a Hernán Cortés, después de haberle dicho que contaba treinta vasallos, de los cuales cada uno podía reunir cien mil combatientes, y que residía en la ciudad más hermosa que cobijara el cielo, añadieron que sacrificaba a los dioses cincuenta mil hombres cada año. Le dijeron que el emperador hacía la guerra a los pueblos vecinos, no sólo para ejercicio de la juventud de su país, sino más bien para proveerse de víctimas con los prisioneros para ejecutar los sacrificios. En los mismos países, y en cierto lugar pequeño, para hacer a Cortés un lucido recibimiento, sacrificaron cincuenta hombres reunidos. Añadiré, además, que algunos de estos pueblos, que fueron derrotados por el conquistador, le reconocieron y solicitaron su amistad; y los mensajeros le ofrecieron tres clases   —156→   de presentes, en esta forma: «Señor, aquí tienes cinco esclavos; si eres un dios altivo, que te apacientas de carne y sangre, cómetelos, y te traeremos más; si eres un dios benévolo, he aquí plumas o incienso; si eres hombre, toma los pájaros y frutos que tienes ante tu vista.»




ArribaAbajoCapítulo XXX

De los caníbales


Cuando el rey Pirro pasó a Italia, luego que hubo reconocido la organización del ejército romano que iba a batallar contra el suyo: «No sé, dijo, qué clase de bárbaros sean éstos (sabido es que los griegos llamaban así a todos los pueblos extranjeros), pero la disposición de los soldados que veo no es bárbara en modo alguno.» Otro tanto dijeron los griegos de las tropas que Flaminio introdujo en su país, y Filipo, contemplando desde un cerro el orden disposición del campamento romano, en su reino, bajo Publio Sulpicio Galba. Esto prueba que es bueno guardarle de abrazar las opiniones comunes, que hay que juzgar por el camino de la razón y no por la voz general.

He tenido conmigo mucho tiempo un hombre que había vivido diez o doce años en ese mundo que ha sido descubierto en nuestro siglo, en el lugar en que Villegaignon tocó tierra, al cual puso por nombre Francia antártica. Este descubrimiento de un inmenso país vale bien la pena de ser tomado en consideración. Ignoro si en lo venidero tendrán lugar otros, en atención a que tantos y tantos hombres que vallan más que nosotros no tenían ni siquiera presunción remota de lo que en nuestro tiempo ha acontecido. Yo recelo a veces que acaso tengamos los ojos más grandes que el vientre, y más curiosidad que capacidad. Lo abarcamos todo, pero no estrechamos sino viento.

Platón nos muestra que Solón decía haberse informado de los sacerdotes de la ciudad de Saís, en Egipto, de que en tiempos remotísimos, antes del diluvio, existía una gran isla llamada Atlántida, a la entrada del estrecho de Gibraltar, la cual comprendía más territorio que el Asia y el África juntas que los reyes de esta región, que no sólo poseían esta isla, sino que por tierra firme extendíanse tan adentro que eran dueños de la anchura de África hasta Egipto, y de la longitud de Europa hasta la Toscana, quisieron llegar al Asia y subyugar todas las naciones que bordea el Mediterráneo, hasta el golfo del Mar Negro. A este fin atravesaron España, la Galia o Italia, y llegaron a Grecia, donde los atenienses los rechazaron; pero que andando el tiempo, los mismos atenienses, los habitantes de la Atlántida y la isla misma, fueron sumergidos por las aguas del diluvio.   —157→   Es muy probable que los destrozos que éste produjo hayan ocasionado cambios extraños en las diferentes regiones de la tierra, y algunos dicen que del diluvio data la separación de Sicilia de Italia;


Haec loca, vi quondam et vasta convulsi ruina,
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Dissiluisse ferunt, quum protenus utra se tellus
una foret...264



la de Chipre de Siria y la de la isla de Negroponto de Beocia, y que juntó territorios que estaban antes separados, cubriendo de arena y limo los fosos intermediarios.


    Sterllisque diu palus, aptaque remis,
vicinas urbes alit, et grave sentit aratrum.265



Mas no hay probabilidad de que esta isla sea el mundo que acabamos de descubrir, pues tocaba casi con España, y habría que suponer que la inundación habría ocasionado un trastorno enorme en el globo terráqueo, apartados como se encuentran los nuevos países por más de mil doscientas leguas de nosotros. Las navegaciones modernas, además, han demostrado que no se trata de una isla, sino de un continente o tierra firme con la India oriental de un lado y las tierras que están bajo los dos polos de otro, o que, de estar separada, el estrecho es tan pequeño que no merece por ello el nombre de isla.

Parece que hay movimientos naturales y fuertes sacudidas en esos continentes y mares como en nuestro organismo. Cuando considero la acción que el río Dordoña ocasiona actualmente en la margen derecha de su curso, el cual se ha ensanchado tanto que ha llegado a minar los cimientos de algunos edificios, me formo idea de aquella agitación extraordinaria que, de seguir en aumento, la configuración del mundo se cambiaría; mas no acontece así, porque los accidentes y movimientos, ya tienen lugar en una dirección, ya en otra, ya hay ausencia de movimiento. Y no hablo de las repentinas inundaciones que nos son tan conocidas. En Medoc, a lo largo del mar, mi hermano, el señor de Arsac, ha visto una de sus fincas enterrada bajo las arenas que el mar arrojó sobre ella; todavía se ven los restos de algunas construcciones; sus dominios y rentas hanse trocado en miserables tierras de pastos. Los habitantes dicen que, de algún tiempo acá, el mar se les acerca tanto, que ya han perdido cuatro leguas de territorio. Las arenas que arroja son a manera de vanguardia. Vense   —158→   grandes dunas de tierra movediza, distantes media legua del océano, que van ganando el país.

El otro antiguo testimonio que pretende relacionarse con este descubrimiento lo encontramos en Aristóteles, dado que el libro de las Maravillas lo haya compuesto el filósofo. En esta obrilla se cuenta que algunos cartagineses, navegando por el Océano atlántico, fuera del estrecho de Gibraltar, bogaron largo tiempo y acabaron por descubrir una isla fértil, poblada de bosques y bañada por ríos importantes, de profundo cauce; estaba la isla muy lejos de tierra firme, y añade el mismo libro que aquellos navegantes, y otros que los siguieron, atraídos por la bondad y fertilidad de la tierra, llevaron consigo sus mujeres o hijos y se aclimataron en el nuevo país. Viendo los señores de Cartago que su territorio se despoblaba poco a poco, prohibieron, bajo pena de muerte, que nadie emigrara a la isla, y arrojaron a los habitantes de ésta, temiendo, según se cree, que andando el tiempo alcanzaran poderío, suplantasen a Cartago y ocasionaran su ruina. Este relato de Aristóteles tampoco se refiere al novísimo descubrimiento.

El hombre de que he hablado era sencillo y rudo, condición muy adecuada para ser verídico testimonio, pues los espíritus cultivados, si bien observan con mayor curiosidad y mayor número de cosas, suelen glosarlas, y a fin de poner de relieve la interpretación de que las acompañan, adulteran algo la relación; jamás muestran lo que ven al natural, siempre lo truecan y desfiguran conforme al aspecto bajo el cual lo han visto, de modo que para dar crédito a su testimonio y ser agradables, adulteran de buen grado la materia, alargandola o ampliándola. Precisa, pues, un hombre fiel, o tan sencillo, que no tenga para qué inventar o acomodar a la verosimilitud falsas relaciones, un hombre ingenuo. Así era el mío, el cual, además, me hizo conocer en varias ocasiones marineros y comerciantes que en su viaje había visto, de suerte que a sus informes me atengo sin confrontarlos con las relaciones de los cosmógrafos. Habríamos menester de geógrafos que nos relatasen circunstanciadamente los lugares que visitaran; mas las gentes que han estado en Palestina, por ejemplo, juzgan por ello poder disfrutar el privilegio de darnos noticia del resto del mundo. Yo quisiera que cada cual escribiese sobre aquello que conoce bien, no precisamente en materia de viajes, sino en toda suerte de cosas; pues tal puede hallarse que posea particular ciencia o experiencia de la naturaleza de un río o de una fuente y que en lo demás sea lego en absoluto. Sin embargo, si le viene a las mientes escribir sobre el río o la fuente, englobará con ello toda la ciencia física. De este vicio surgen varios inconvenientes.

Volviendo a mi asunto, creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que se me ha referido;   —159→   lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo e idea de las opiniones y usos de país en que vivimos, a nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las cosas. Así son salvajes esos pueblos como los frutos a que aplicamos igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en verdad creo yo que mas bien debiéramos nombrar así a los que por medio de nuestro artificio hemos modificado y apartado del orden a que pertenecían; en los primeros se guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles, las cuales hemos bastardeado en los segundos para acomodarlos al placer de nuestro gusto corrompido; y sin embargo, el sabor mismo y la delicadeza se avienen con nuestro paladar, que encuentra excelentes, en comparación con los nuestros, diversos frutos de aquellas regiones que se desarrollan sin cultivo. El arte no vence a la madre naturaleza, grande y poderosa. Tanto hemos recargado la belleza y riqueza de sus obras con nuestras invenciones, que la hemos ahogado; así es que por todas partes donde su belleza resplandece, la naturaleza deshonra nuestras invenciones frívolas y vanas.


    Et veniunt hederae sponte sua melius;
surgit et in solis formosior arbutus antris;
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    Et volucres nulla dulcius arte canunt.266



Todos nuestros esfuerzos juntos no logran siquiera edificar el nido del más insignificante pajarillo, su contextura, su belleza y la utilidad de su uso; ni siquiera acertarían a formar el tejido de una mezquina tela de araña.

Platón dice que todas las cosas son obra de la naturaleza, del acaso o del arte. Las más grandes y magníficas proceden de una de las dos primeras causas; las más insignificantes e imperfectas, de la última.

Esas naciones me parecen, pues, solamente bárbaras, en el sentido de que en ellas ha dominado escasamente la huella del espíritu humano, y porque permanecen todavía en los confines de su ingenuidad primitiva. Las leyes naturales dirigen su existencia muy poco bastardeadas por las nuestras, de tal suerte que, a veces, lamento que no hayan tenido noticia de tales pueblos, los hombres que hubieran podido juzgarlos mejor que nosotros. Siento que Licurgo y Platón no los hayan conocido, pues se me figura que lo que por experiencia vemos en esas naciones sobrepasa no   —160→   sólo las pinturas con que la poesía ha embellecido la edad de oro de la humanidad, sino que todas las invenciones que los hombres pudieran imaginar para alcanzar una vida dichosa, juntas con las condiciones mismas de la filosofía, no han logrado representarse una ingenuidad tan pura y sencilla, comparable a la que vemos en esos países, ni han podido creer tampoco que una sociedad pudiera sostenerse con artificio tan escaso y, como si dijéramos, sin soldura humana. Es un pueblo, diría yo a Platón, en el cual no existe ninguna especie de tráfico, ningún conocimiento de las letras, ningún conocimiento de la ciencia de los números, ningún nombre de magistrado ni de otra suerte, que se aplique a ninguna superioridad política; tampoco hay ricos, ni pobres, ni contratos, ni sucesiones, ni particiones, ni más profesiones que las ociosas, ni más relaciones de parentesco que las comunes; las gentes van desnudas, no tienen agricultura ni metales, no beben vino ni cultivan los cereales. Las palabras mismas que significan la mentira, la traición, el disimulo, la avaricia, la envidia, la detractación, el perdón, les son desconocidas. ¡Cuán distante hallaría Platón la república que imaginé de la perfección de estos pueblos! [Viri a diis recentes.267]


Hos natura modos primum dedit.268



Viven en un lugar del país, pintoresco y tan sano que, según atestiguan los que lo vieron, es muy raro encontrar un hombre enfermo, legañoso, desdentado o encorbado por la vejez. Están situados a lo largo del Océano, defendidos del lado de la tierra por grandes y elevadas montañas, que distan del mar unas cien leguas aproximadamente. Tienen grande abundancia de carne y pescados, que en nada se asemejan a los nuestros, y que comen cocidos, sin aliño alguno. El primer hombre que vieron montado a caballo, aunque ya había tenido con ellos relaciones en anteriores viajes, les causó tanto horror en tal postura que le mataron a flechazos antes de reconocerlo. Sus edificios son muy largos, capaces de contener dos o trescientas almas; los cubren con la corteza de grandes arboles, están fijos al suelo por un extremo y se apoyan unos sobre otros por los lados, a la manera de algunas de nuestras granjas; la parte que los guarece llega hasta el suelo y les sirve de flanco. Tienen madera tan dura que la emplean para cortar, y con ella hacen espadas, y parrillas para asar la carne. Sus lechos son de un tejido de algodón, y están suspendidos del techo como los de nuestros navíos; cada cual ocupa el suyo; las mujeres duermen separadas de sus maridos. Levántanse cuando amanece, y comen, luego de haberse levantado,   —161→   para todo el día, pues hacen una sola comida; en ésta no beben; así dice Suidas que hacen algunos pueblos del Oriente; beben sí fuera de la comida varias veces al día y abundantemente; preparan el líquido con ciertas raíces, tiene el color del vino claro y no lo toman sino tibio. Este brebaje, que no se conserva más que dos o tres días, es algo picante, pero no se sube a la cabeza; es saludable al estómago y sirve de laxante a los que no tienen costumbre de beberlo, pero a los que están habituados les es muy grato. En lugar de pan comen una sustancia blanca como el cilantro azucarado; yo la he probado, y, tiene el gusto dulce y algo desabrido. Pasan todo el día bailando. Los más jóvenes van a la caza de montería armados de arcos. Una parte de las mujeres se ocupa en calentar el brebaje, que es su principal oficio. Siempre hay algún anciano que por las mañanas, antes de la comida, predica a todos los que viven en una granjería, paseándose de un extremo a otro y repitiendo muchas veces la misma exhortación hasta que acaba de recorrer el recinto, el cual tiene unos cien pasos de longitud. No les recomienda sino dos cosas el anciano: el valor contra los enemigos y la buena amistad para con sus mujeres, y a esta segunda recomendación añade siempre que ellas son las que les suministran la bebida templada y en sazón. En varios lugares pueden verse, yo tengo algunos de estos objetos en mi casa, la forma de sus lechos, cordones, espadas, brazaletes de madera con que se preservan los puños en los combates, y grandes bastones con una abertura por un extremo, con el toque de los cuales sostienen la cadencia en sus danzas. Llevan el pelo cortado al rape, y se afeitan mejor que nosotros, sin otro utensilio que una navaja de madera o piedra. Creen en la inmortalidad del alma, y que las que han merecido bien de los dioses van a reposar al lugar del cielo en que el sol nace, y las malditas al lugar en que el sol se pone.

Tienen unos sacerdotes y profetas que se presentan muy poco ante el pueblo, y que viven en las montañas a la llegada de ellos celébrase una fiesta y asamblea solemne, en la que toman parte varias granjas; cada una de éstas, según queda descrita, forma un pueblo, y éstos se hallan situados una legua francesa de distancia. Los sacerdotes les hablan en público, los exhortan a la virtud y al deber, y toda su ciencia moral hállase comprendida en dos artículos, que son la proeza en la guerra y la afección a sus mujeres. Los mismos sacerdotes pronostícanles las cosas del porvenir y el resultado que deben esperar en sus empresas, encaminándolos o apartándolos de la guerra. Mas si son malos adivinos, si predicen lo contrario de lo que acontece, se los corta y tritura en mil pedazos, caso de atraparlos, como falsos profetas. Por esta razón, aquel que se equivoca una vez, desaparece luego para siempre.

  —162→  

La adivinación es sólo don de Dios, y por eso debiera ser castigado como impostor el que de ella abusa. Entre los escitas, cuando los adivinos se equivocaban, tendíaseles, amarrados con cadenas los pies y las manos, en carros llenos de retama, tirados por bueyes, y así se los quemaba. Los que rigen la conducta de los hombres son excusables de hacer para lograr su misión lo que pueden; pero a esos otros que nos vienen engañando con las seguridades de una facultad extraordinaria, cuyo fundamento reside fuera de los límites da nuestro conocimiento, ¿por qué no castigalos en razón a que no mantienen el efecto de sus promesas, al par que por lo temerario de sus imposturas?

Los pueblos de que voy hablando hacen la guerra contra las naciones que viven del otro lado de las montañas, más adentro de la tierra firme. En estas luchas todos van desnudos; no llevan otras armas que arcos, o espadas de madera afiladas por un extremo, parecido a la hoja de un venablo. Es cosa sorprendente el considerar estos combates, que siempre acaban con la matanza y derramamiento de sangre, pues la derrota y el pánico son desconocidos en aquellas tierras. Cada cual lleva como trofeo la cabeza del enemigo que ha matado y la coloca a la entrada de su vivienda. A los prisioneros, después de haberles dado buen trato durante algún tiempo y de haberlos favorecido con todas las comodidades que imaginan, el jefe congrega a sus amigos en una asamblea, sujeta con una cuerda uno de los brazos del cautivo, y por el extremo de ella le mantiene a algunos pasos, a fin de no ser herido; el otro brazo lo sostiene de igual modo el amigo mejor del jefe; en esta disposición, los dos que le sujetan destrozan a espadazos. Hecho esto, le asan, se lo comen entre todos, y envían algunos trozos a los amigos ausentes. Y no se lo comen para alimentarse, como antiguamente hacían los escitas, sino para llevar la venganza hasta el último límite; y así es en efecto, pues habiendo advertido que los portugueses que se unieron a sus adversarios ponían en práctica otra clase de muerte contra ellos cuando los cogían, la cual consistía en enterrarlos hasta la cintura y lanzarles luego en la parte descubierta gran número de flechas para después ahorcarlos, creyeron que estas gentes del otro mundo, lo mismo que las que habían sembrado el conocimiento de muchos vicios por los pueblos circunvecinos, que se hallaban más ejercitadas que ellos en todo género de malicia, no realizaban sin su por qué aquel género de venganza, que desde entonces fue a sus ojos más cruel que la suya; así que abandonaron su antigua práctica por la nueva de los portugueses. No dejo de reconocer la barbarie y el horror que supone el comerse al enemigo, mas sí me sorprende que comprendamos y veamos sus faltas y seamos ciegos para reconocer las nuestras. Creo que es más bárbaro comerse   —163→   a un hombre vivo que comérselo muerto; desgarrar por medio de suplicios y tormentos un cuerpo todavía lleno de vida, asarlo lentamente, y echarlo luego a los perros o a los cerdos; esto, no sólo lo hemos leído, sino que lo hemos visto recientemente, y no es que se tratara de antiguos enemigos, sino de vecinos y conciudadanos, con la agravante circunstancia de que para la comisión de tal horror sirvieron de pretexto la piedad y la religión. Esto es más bárbaro que asar el cuerpo de un hombre y comérselo, después de muerto.

Crisipo y Zenón, maestros de la secta estoica, opinaban que no había inconveniente alguno en servirse de nuestros despojos para cualquier cosa que nos fuera útil, ni tampoco en servirse de ellos como alimento. Sitiados nuestros antepasados por César en la ciudad de Alesia, determinaron, para no morirse de hambre, alimentarse con los cuerpos de los ancianos, mujeres y demás personas inútiles para el combate.


Vascones, ut fama est, alimentis talibus usi
produxere animas.269



Los mismos médicos no tienen inconveniente en emplear los restos humanos para las operaciones que practican en los cuerpos vivos, y los aplican, ya interior ya exteriormente. Jamás se vio en aquellos países opinión tan relajada que disculpase la traición, la deslealtad, la tiranía y la crueldad, que son nuestros pecados ordinarios. Podemos, pues, llamarlos bárbaros en presencia de los preceptos que la sana razón dicta, mas no si los comparamos con nosotros, que los sobrepasamos en todo género de barbarie. Sus guerras son completamente nobles y generosas; son tan excusables y abundan en acciones tan hermosas como esta enfermedad humana puede cobijar. No luchan por la conquista de nuevos territorios, pues gozan todavía de la fertilidad natural que los procura sin trabajo ni fatigas cuanto les es preciso, y tan abundantemente que les sería inútil ensanchar sus límites. Encuéntranse en la situación dichosa de no codiciar sino aquello que sus naturales necesidades les ordenan; todo lo que a éstas sobrepasa es superfluo para ellos. Generalmente los de una misma edad se llaman hermanos, hijos los menores, y los ancianos se consideran como padres de todos. Estos últimos dejan a sus herederos la plena posesión de sus bienes en común, sin más títulos que el que la naturaleza da a las criaturas al echarlas al mundo. Si sus vecinos trasponen las montañas para sitiarlos y logran vencerlos, el botín del triunfo consiste únicamente en la gloria y superioridad de haberlos sobrepasado en valor y en virtud, pues de nada les servirían   —164→   las riquezas de los vencidos. Regresan a sus países, donde nada de lo preciso los falta, y donde saben además acomodarse a su condición y vivir contentos con ella. Igual virtud adorna a los del contrario bando. A los prisioneros no les exigen otro rescate que la confesión y el reconocimiento de haber sido vencidos; pero no se ve ni uno solo en todo el transcurso de un siglo que no prefiera antes la muerte que mostrarse cobarde ni de palabra ni de obra; ninguno pierde un adarme de su invencible esfuerzo, ni se ve ninguno tampoco que no prefiera ser muerto y devorado antes que solicitar el no serlo. Trátanlos con entera libertad a fin de que la vida les sea más grata, y les hablan generalmente de las amenazas de una muerte próxima, de los tormentos que sufrirán, de los preparativos que se disponen a este efecto, del magullamiento de sus miembros y del festín que se celebrará a sus expensas. De todo lo cual se echa mano con el propósito de arrancar de sus labios alguna palabra blanda o alguna bajeza, y también para hacerlos entrar en deseos de fluir para de este modo poder vanagloriarse de haberlos metido miedo y quebrantado su firmeza, pues consideradas las cosas rectamente, en este solo punto consiste la victoria verdadera:


Victoria nulla est,
quam quae confessos animo quoque subjugat hostes.270



Los húngaros, combatientes belicosísimos, no iban tampoco en la persecución de sus enemigos más allá de ese punto de reducirlos a su albedrío. Tan luego como de ellos alcanzaban semejante confesión, los dejaban libres, sin ofenderlos ni pedirles rescate; lo más a que llegaban las exingencias de los vencedores era a obtener promesa de que en lo sucesivo no se levantarían en armas contra ellos. Bastantes ventajas alcanzamos sobre nuestros enemigos, que no son comunmente sino prestadas y no peculiares nuestras. Más propio es de un mozo de cuerda que de la fortaleza de ánimo el tener los brazos y las piernas duros y resistentes; la buena disposición para la lucha es una cualidad muerta y corporal; de la fortuna depende el que venzamos a nuestro enemigo, y el que le deslumbremos. Es cosa de habilidad y destreza, y puede estar al alcance de un cobarde o de un mentecato el ser consumado en la esgrima. La estimación y el valer de un hombre residen en el corazón y en la voluntad; en ellos yace el verdadero honor. La valentía es la firmeza, no de las piernas ni de los brazos, sino la del vigor y la del alma. No consiste en el valor de nuestro caballo ni en la solidez de nuestra armadura, sino en el temple de nuestro pecho. El que cae lleno   —165→   de ánimo en el combate, si succiderit, de genu pugnat271;el que desafiando todos los peligros ve la muerte cercana y por ello no disminuye un punto en su fortaleza; quien al exhalar el último suspiro mira todavía a su enemigo con altivez y desdén, son derrotados no por nosotros, sino por la mala fortuna; muertos pueden ser, mas no vencidos. Los más valientes son a veces los más infortunados, así que puede decirse que hay pérdidas triunfantes que equivalen a las victorias. Ni siquiera aquellas cuatro hermanas, las más hermosas que el sol haya alumbrado sobre la tierra, las de Salamina, Platea, Micala y Sicilia, podrán jamás oponer toda su gloria a la derrota del rey Leónidas y de los suyos en el desfiladero de las Termópilas. ¿Quién corrió nunca con gloria más viva ni ambiciosa a vencer en el combate que el capitán Iscolas a la pérdida del mismo? ¿Quién con curiosidad mayor se informó de su salvación que él de su ruina? Estaba encargado de defender cierto paso del Peloponeso contra los arcadios, y como se sintiera incapaz de cumplir su misión a causa de la naturaleza del lugar y de la desigualdad de fuerzas, convencido de que todo cuanto los enemigos quisieran hacer lo harían, y por otra parte, considerando indigno de su propio esfuerzo y magnanimidad, así como también del nombre lacedemonio er derrotado, adoptó la determinación siguiente: los más jóvenes y mejor dispuestos de su ejército reservolos para la defensa y servicio de su país, y les ordenó que partieran; con aquellos cuya muerte era de menor trascendencia decidió defender el desfiladero, y con la muerte de todos hacer pagar cara a los enemigos la entrada, como sucedió efectivamente, pues viéndose de pronto rodeado por todas partes por los arcadios, en quienes hizo una atroz carnicería, él y los suyos fueron luego pasados a cuchillo. ¿Existe algún trofeo asignado a los vencedores que no pudiera aplicarse mejor a estos vencidos? El vencer verdadero tiene por carácter no el preservar la vida, sino el batallar, y consiste el honor de la fortaleza, en el combatir, no en el derrotar.

Volviendo a los caníbales, diré que, muy lejos de rendirse los prisioneros por las amenazas que se les hacen, ocurre lo contrario; durante los dos o tres meses que permanecen en tierra enemiga están alegres, y meten prisa a sus amos para que se apresuren a darles la muerte, desafiándolos, injuriándolos, y echándoles en cara la cobardía y el número de batallas que perdieron contra los suyos. Guardo una canción compuesta por uno de aquéllos, en que se leen los rasgos siguientes: «Que vengan resueltamente todos cuanto antes, que se reúnan para comer mi carne, y comerán al mismo tiempo la de sus padres y la de sus abuelos,   —166→   que antaño sirvieron de alimento a mi cuerpo; estos músculos, estas carnes y estas venas son los vuestros, pobres locos; no reconocéis que la sustancia de los miembros de vuestros antepasados reside todavía en mi cuerpo; saboreadlos bien, y encontraréis el guste de vuestra propia carne.» En nada se asemeja esta canción a las de los salvajes. Los que los pintan moribundos y los representan cuando se los sacrifica, muestran al prisionero escupiendo en el rostro a los que le matan y haciéndoles gestos. Hasta que exhalan el último suspiro no cesan de desafiarlos de palabra y por obras. Son aquellos hombres, sin mentir, completamente salvajes comparados con nosotros; preciso es que lo sean a sabiendas o que lo seamos nosotros. Hay una distancia enorme entre su manera de ser y la nuestra.

Los varones tienen allí varias mujeres, en tanto mayor número cuanta mayor es la fama que de valientes gozan. Es cosa hermosa y digna de notarse en los matrimonios, que en los celos de que nuestras mujeres echan mano para impedirnos comunicación y trato con las demás, las suyas ponen cuanto está de su parte para que ocurra lo contrario. Abrigando mayor interés por el honor de sus maridos que por todo lo demás, emplean la mayor solicitud de que son capaces en recabar el mayor número posible de compañeras, puesto que tal circunstancia prueba la virtud de sus esposos. Las nuestras tendrán esta costumbre por absurda, mas no lo es en modo alguno, sino más bien una buena prenda matrimonial, de la cualidad más relevante. Algunas mujeres de la Biblia: Lía, Raquel, Sara y las de Jacob, entre otras, facilitaron a sus maridos sus hermosas sirvientes. Livia secundó los deseos de Augusto en perjuicio propio. Estratonicia, esposa del rey Dejotaro, procuró a su marido no ya sólo una hermosísima camarera que la servía, sino que además educó con diligencia suma los hijos que nacieron de la unión, y los ayudó a que heredaran el trono de su marido. Y para que no vaya a creerse que esta costumbre se practica por obligación servil o por autoridad ciega del hombre, sin reflexión ni juicio, o por torpeza de alma, mostraré aquí algunos ejemplos de la inteligencia de aquellas gentes. Además de la que prueba la canción guerrera antes citada, tengo noticia de otra amorosa, que principia así: «Detente, culebra; detente, a fin de que mi hermana copie de tus hermosos colores el modelo de un rico cordón que yo pueda ofrecer a mi amada; que tu belleza sea siempre preferida a la de todas las demás serpientes.» Esta primera copla es el estribillo de la canción, y yo creo haber mantenido, suficiente comercio: con los poetas para juzgar de ella, que no sólo nada tiene de bárbara, sino que se asemeja a las de Anacreonte. El idioma de aquellos pueblos es dulce y agradable, y las palabras terminan de un modo semejante a las de la lengua griega.

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Tres hombres de aquellos países, desconociendo lo costoso que sería un día a su tranquilidad y dicha el conocimiento de la corrupción del nuestro, y que su comercio con nosotros engendraría su ruina, como supongo que habrá ya acontecido, por la locura de haberse dejado engañar por el deseo de novedades, y por haber abandonado la dulzura de su cielo para ver el nuestro, vinieron a Ruán cuando el rey Carlos IX residía en esta ciudad. El soberano los habló largo tiempo; mostrárenseles nuestras maneras, nuestros lujos, y cuantas cosas encierra una gran ciudad. Luego alguien quiso saber la opinión que formaran, y deseando conocer lo que les había parecido más admirable, respondieron que tres cosas (de ellas olvidé una y estoy bien pesaroso, pero dos las recuerdo bien): dijeron que encontraban muy raro que tantos hombres barbudos, de elevada estatura, fuertes y bien armados como rodeaban al rey (acaso se referían a los suizos de su guarda) se sometieran a la obediencia de un muchachillo, no eligieran mejor uno de entre ellos para que los mandara. En segundo lugar (según ellos la mitad de los hombres vale por lo menos la otra mitad), observaron que había entre nosotros muchas personas llenas y ahítas de toda suerte de comodidades y riquezas; que los otros mendigaban de hambre y miseria, y que les parecía también singular que los segundos pudieran soportar injusticia semejante y que no estrangularan a los primeros, o no pusieran fuego a sus casas.

Yo hablé a mi vez largo tiempo con uno de ellos, pero tuve un intérprete tan torpe o inhábil para entenderme, que fue poquísimo el placer que recibí. Preguntándole qué ventajas alcanzaba de la superioridad de que se hallaba investido entre los suyos, pues era entre ellos capitán, nuestros marinos le llamaban rey, díjome que la de ir a la cabeza en la guerra. Interrogado sobre el número de hombres que le seguían, mostrome un lugar para significarme que tantos como podía contener el sitio que señalaba (cuatro o cinco mil). Habiéndole dicho si fuera de la guerra duraba aún su autoridad, contestó que gozaba del privilegio, al visitar los pueblos que dependían de su mando, de que lo abriesen senderos al través de las malezas y arbustos, por donde pudiera pasar a gusto. Todo lo dicho en nada se asemeja a la insensatez ni a la barbarie. Lo que hay es que estas gentes no gastan calzones ni coletos.



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ArribaAbajoCapítulo XXXI

De la conveniencia de juzgar sobriamente de las cosas divinas


El más adecuado terreno, el que se encuentra más sujeto a error e impostura, es el discurrir sobre las cosas desconocidas pues en primer lugar, la singularidad misma del asunto hace que las concedamos crédito, y luego, como esas cosas no forman la materia corriente de nuestra reflexión, nos quitan el medio de combatirlas. Por eso dice Platón que es mucho más fácil cautivar a un auditorio cuando se le habla de la naturaleza de los dioses que cuando se trata de la naturaleza de los hombres; la ignorancia de los oyentes procura libertad grande al ocuparse de una cuestión oculta. De aquí se sigue que nada se cree con mayor firmeza que aquello que se conoce menos; ni hay hombres más seguros de lo que dicen que los que nos refieren cosas fabulosas, como los alquimistas, adivinos, quirománticos, astrólogos, médicos, id genus omne272, a los cuales añadiría de buen grado, si a tanto osara, una caterva de gentes, intérpretes y fiscalizadoras ordinarias de los designios de Dios, que hacen profesión de inquirir las causas de cada accidente y de ver en los arcanos de la voluntad divina los motivos inescrutables de sus obras; y aun cuando la variedad y continua discordancia de esos acontecimientos los lleva de un extremo al opuesto, de oriente a occidente, no por eso dejan de ser descifradores impertérritos, y con el mismo lapicero pintan lo blanco y lo negro.

En un pueblo de las Indias existe esta laudable costumbre: cuando pierden algún encuentro o batalla piden públicamente perdón al sol, que es su dios, de su culpa, como si hubieran cometido una acción injusta, relacionando su dicha o desdicha a la razón divina, y sometiéndola su juicio y sus acciones. Para un buen cristiano es suficiente creer que todas las cosas Dios nos las envía, y recibirlas además con reconocimiento de su divina o inescrutable sabiduría; así que deben tomarse siempre en buena parte, ya produzcan el mal ya el bien. No puedo menos de censurar la conducta que ordinariamente veo seguir a muchas gentes, las cuales apoyan nuestra religión conforme a la prosperidad de sus empresas. Cuenta nuestra fe bastantes otros fundamentos, sin necesidad de autorizarla con el curso bueno o malo de los acontecimientos terrenales. Acostumbrado el pueblo a aquellos argumentos, que aplaude y encuentra muy dignos de su agrado, se le expone a que su fe vacile   —169→   cuando los sucesos le sean adversos y la ventura no le acompañe. Ocurre lo propio con nuestras guerras de religión; los que ganaron la batalla de la Rochelabeille, metieron grande algazara por semejante accidente, y se sirvieron de su fortuna para probar que era justa la causa que defendían; luego tratan de explicar sus descalabros de Montcontour y de Jarnac, diciendo que ésos fueron castigos paternales: si no tuvieran un pueblo a su disposición completa para embaucarlo, se convencería éste fácilmente de que todo eso no son más que artificios engañosos. Valdría mucho más enseñarle los sólidos fundamentos de la verdad. En estos meses pasados ganaron los españoles una batalla gloriosa contra los turcos, mandando las fuerzas cristianas don Juan de Austria. Otras derrotas hemos sufrido nosotros también por la voluntad de Dios, y eso que no somos turcos. En conclusión, es difícil acomodar las cosas divinas a nuestra balanza sin que sufran menoscabo. Quien pretenda explicarse que León y Arrio, principales sectarios de la herejía arriana, acabaron, aunque en épocas diversas, de muertes semejantes (retirados de la disputa a causa del dolor de vientre, ambos expiraron repentinamente en un común); quienquiera ver un testimonio de la venganza divina en la circunstancia de morir en un lugar tan inmundo, tendrá que añadir a aquéllas la muerte de Heliogábalo, que fue asesinado en una letrina; y sin embargo, Irene, santa mujer a quien adornaban todas las virtudes, se encuentra en el mismo caso. Queriendo Dios enseñarnos que los buenos tienen otra cosa que esperar y los malos otra cosa que temer que las bienandanzas o malandanzas terrenales, se sirve de ambas y las aplica por medios ocultos, despojándonos así de todo recurso de alcanzar torpemente nuestro provecho, con nuestra experiencia. Equivócanse de medio a medio los que quieren prevalerse de la razón humana, y jamás encuentran una explicación atinada sin que al punto les asalten dos contrarias; de lo cual saca san Agustín sólidos argumentos contra sus adversarios. Es un conflicto que solucionamos con las armas de la memoria más bien que con las de la razón. Menester es que nos conformemos con la luz que place al sol comunicarnos. Quien eleve la mirada a fin de procurarse claridad mayor, no extrañe si por castigo de su osadía se queda ciego. Quis hominum potest scire consilium Dei?, aut quis poterit cogitare quid velit Dominus?273



  —170→  

ArribaAbajoCapítulo XXXII

De cómo algunos buscaron la muerte por huir los placeres de la vida


La mayor parte de los antiguos filósofos convienen en que la muerte es preferible a la vida cuando de ésta se esperan más desdichas que bienandanzas; y afirman que poner ahínco en conservar la existencia para sufrir tormentos y trabajos es ir contra los preceptos mismos de la naturaleza, como enseñan estos versos griegos:


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Pero llevar el desdén de la muerte al extremo de buscarla para evitar honores, riquezas, grandezas y otros favores y bienes, que conocemos con el nombre de beneficios de la fortuna, como si la razón sola no bastara a persuadirnos de la conveniencia de abandonarlos sin necesidad de echar mano de aquel remedio supremo, no lo había visto ordenar ni practicar hasta que me cayó en las manos un pasaje de Séneca, en el cual el filósofo aconseja a Lucilio, personaje influyentísimo y de gran autoridad cerca del emperador que trueque la vida de voluptuosidad y pompa por el abandono del mundo, y se retire a la vida solitaria, apacible y filosófica. A la realización de tales consejos, Lucilio opone algunas dificultades: «Mi parecer es, le dice Séneca, que dejes esa manera de vivir o la vida misma; yo te aconsejo que sigas camino más apacible, y que mejor que romper, desates lo que tan mal has anudado; mas si no se pudiera desatar, rómpelo: no hay hombre tan cobarde que no prefiera caer de una vez a permanecer siempre tambaleándose.» Hubiera encontrado este consejo natural en la rudeza estoica, pero lo extraño es que está tomado de Epicuro, que escribe de un modo parecido a Idomeneo en una ocasión semejante. Algún rasgo análogo tengo idea de haber advertido entre nosotros, pero éste iba acompañado de la moderación cristiana.

San Hilario, obispo de Poitiers enemigo famoso de la herejía arriana, encontrándose en Siria tuvo noticia de que su hija única, que se llamaba Abra, a quien había dejado en las Galias en compañía de su madre, era solicitada para casarse por los importantes señores del país, como joven muy bien educada, hermosa, rica, y que se hallaba   —171→   además en la flor de su edad; su padre la escribió (prueba tenemos de ello) que desechara su afición a todas esas bienandanzas y placeres con que la brindaban, porque él había encontrado en su viaje un partido preferible, mucho más digno y grande: un marido de magnificencia y poderío bien distintos, el cual la obsequiaría con trajes y joyas de valor inestimable. Su designio no era otro que hacerla perder el gusto de los placeres mundanos para que ganara la gloria; pero antojándosele que para ello el camino más breve y seguro era la muerte de su hija, no cesó un momento de pedir a Dios que la quitara del mundo y la llamase a su seno, como aconteció en efecto, pues al poco tiempo de regresar al país murió Abra, con lo cual su padre recibió singular contento. Este caso sobrepasa los anteriores, porque la muerte es solicitada, por intercesión de Dios, y demás porque es un padre quien la pide para su hija única; mientras que los otros se encaminan por sí mismos a la desaparición para la cual emplean medios exclusivamente humanos. No quiero omitir el desenlace de esta historia, aunque sea extraña al asunto de que hablo. Enterada la mujer de san Hilario de que la muerte de su hija aconteció por designio y voluntad del padre, e informada además de que la joven sería mucho más dichosa que si hubiera permanecido en este mundo, tomó una afección tan viva a la beatitud eterna y celeste, que solicitó de su marido con extrema insistencia el que rogara a Dios por su fin próximo. Oyendo Dios las oraciones de los esposos, la llamó poco después a su seno, y fue una muerte aceptada con singular contentamiento de ambos cónyuges.




ArribaAbajoCapítulo XXXIII

Coincidencias del acaso y la razón


La inconstancia de los movimientos diversos de la fortuna es causa de que ésta nos muestre toda suerte de semblantes. ¿Hay algún acto de justicia más palmario que el siguiente? Habiendo resuelto el duque de Valentinois envenenar a Adriano, cardenal de Cornete, en cuya casa del Vaticano estaban invitados a comer el pan Alejandro VI su padre y aquél, mandó que llevaran al banquete antes de que él compareciera una botella devino envenenado, y ordenó al copero que la guardase cuidadosamente; como el papa llegara antes que el de Valentinois, y pidiera de beber, le sirvieron vino de la botella por suponer que era el mejor; el duque mismo pocos momentos después, creyendo que no habrían tocado a su vino, bebió a su vez, de suerte que el padre murió de repente, y el hijo, después de haber estado largo tiempo atormentado por la enfermedad, experimentó   —172→   todavía suerte peor que si de ella hubiera sucumbido.

Diríase que algunas veces la fortuna se burla bonitamente de nosotros en los momentos más críticos. El señor de Estrée, a la sazón portaestandarte del señor de Vandome, el señor de Licques, teniente de la compañía del duque de Ascot, en ocasión en que ambos se encontraban enamorados de la hermana del señor de Foungueselles, aunque pertenecía a distintos partidos, el de Licques resultó vencedor; mas el mismo día de la boda, y lo que es aun más triste, antes de la noche nupcial, el recién casado, sintiendo deseos de romper una lanza en favor de su nueva esposa, salió a la escaramuza cerca de Saint-Omer, donde el de Estrée, desplegando superiores fuerzas, le hizo prisionero, y para sacar partido de su victoria, fue necesario además que la doncella,


Conjuges ante coacta novi dimittere collum,
    quam veniens una atque altera rursus hyems
noctibus in longis avidum saturasset amorem278,



la cual cortésmente le pidió luego que lo devolviera su prisionero, como así lo hizo el vencedor; que la nobleza francesa jamás rechazó a las damas ninguna petición.

Los caprichos de la fortuna parecen a veces combinados por el arte. Constantino, hijo de Elena, fundó el imperio de Constantinopla; al cabo de buen número de siglos, Constantino, hijo de Elena, lo acabó. En ocasiones se complace en sobrepasar hasta los mismos milagros a que damos fe. Sabemos que cuando Clodoveo cercó a Angulema, las murallas de la ciudad se desplomaron por gracia divina. Bouchet dice, tomándolo de otro autor, que en ocasión en que el rey Roberto sitiaba una plaza, habiéndose alejado del recinto de la misma para dirigirse a Orleáns a solemnizar la santa fiesta de Aignán, mientras asistía devotamente a la misa, los muros de la plaza sitiada cayeron de pronto en ruinas. La fortuna lo acomodó todo al revés en nuestras guerras de Milán, pues al capitán Ranse, de nuestro ejército, cercando a Erone, hizo poner la mina bajo una parte del muro, el cual, saltando bruscamente, cayó perpendicular, sin que por ello se vieran menos defendidos los sitiados.

Otras veces ejerce la medicina con singular acierto. Viéndose Jasón Fereo desahuciado por los médicos a causa de una apostema que tenía en el pecho, y ardiendo en deseos de limpiarse de ella aun a costa de la vida, lanzose en un combate en medio de la turba de los enemigos. Una herida que recibió la reventó la apostema y le curó radicalmente.   —173→   El acaso sobrepasó al pintor Protógones en el conocimiento de su arte. Había el artista trasladado al lienzo la imagen de un perro rendido de fatiga, y estaba satisfecho de su obra en todos sus detalles, pero como no acertara a pintar a su gusto la espuma y la baba del animal, incomodado, cogió la esponja, y como estaba empapada con pinturas de diversos colores, al arrojarla contra el cuadro para borrarlo, la casualidad hizo que diera en el hocico del perro y realizara la obra que el arte no había podido efectuar. A veces endereza nuestras deliberaciones y las corrige viéndose obligada Isabel, reina de Inglaterra, a pasar de Zelanda a su país con el ejército para combatir en pro de su hijo contra su marido, la hubiera ido muy mal de llegar al puerto que deseaba, porque en él la aguardaban sus enemigos; mas contra su voluntad, el acaso arrojola en otra parte, donde pudo desembarcar con seguridad completa. Y aquel hombre de la antigüedad que al lanzar una piedra a un perro dio a su madrastra y la mató, ¿no tuvo motivo sobrado para recitar este verso?


imagen.279



Icetas sobornó a dos soldados para dar muerte a Timoleón, que se encontraba en Adra, en Sicilia. Puestos de acuerdo para realizar su empresa en el momento en que la víctima celebrara algún sacrificio en el templo, hallándose ya en medio de la multitud, como se hicieran una seña para lanzarse a la obra, surge de pronto un tercero que acaba instantáneamente con su espada a uno de los asesinos y escapa. El compañero del muerto, suponiéndose descubierto y perdido, se dirige al altar y pide gracia prometiendo declarar toda la verdad. Tan luego como hubo relatado los pormenores de la conjura, aparece el que había huido, a quien habían atrapado, y a quien el pueblo maltrata, pisotea y arrastra hacia el lugar que ocupa Timoleón y los personajes principales de su séquito. Allí solicita la gracia del soberano y declara haber dado justa muerte al asesino de su padre, probando en el momento mismo, con testigos que su buena estrella le había procurado inopinadamente, que efectivamente su padre había sido muerto en la ciudad de los Leontinos por la misma persona a quien él acababa de matar. Entonces fue gratificado con diez minas áticas por haber tenido la dicha de vengar la muerte del autor de sus días, al par que salvado la vida del padre común de los sicilianos. Este conjunto de casualidades sobrepasa todas las previsiones de la prudencia humana.

Y para concluir, ¿no se descubre en el hecho siguiente una demostración palmaria del favor, bondad y piedad singulares de la fortuna? Proscriptos de Roma por los triunviros   —174→   Ignacio y su hijo, determinaron ambos quitarse juntos la vida, dejándola el uno en las manos del otro para frustrar así la crueldad de los tiranos. Lanzáronse el uno contra el otro con la espada empuñada, e hizo el acaso que padre e hijo recibieran dos golpes igualmente mortales, concediendo además en honor de una tan hermosa amistad, que tuvieran todavía la fuerza de apartar de sus pechos los brazos armados y sangrientos, para estrecharse tan fuertemente, que los verdugos cortaron juntas las dos cabezas, dejando los cuerpos unidos, y juntas también las heridas, absorbiéndose amorosamente la sangre y los restos de una y otra existencia.




ArribaAbajoCapítulo XXXIV

De un vacío en nuestros usos públicos


Mi difunto padre (que era hombre de juicio claro para no ayudarse sino de la experiencia natural) me habló hace tiempo de su deseo de ver establecido en las ciudades un lugar al cual pudieran acudir los que tuvieran necesidad de alguna cosa, y donde un empleado puesto al efecto registrase el asunto de que se tratara; por ejemplo, tal individuo quiere vender perlas, tal otro quiere comprar; tal persona desea compañía para ir a París; tal otra busca un servidor de ésta o de aquella condición; otro busca un amo; tal necesita un obrero; en fin, quiénes unas cosas, quiénes otras, cada cual según sus necesidades. Es probable que este medio de ponernos al corriente proporcionaría alguna ventaja al bienestar público, pues en toda ocasión hay cosas que se desean y por falta de comunicación se ven muchas gentes en la necesidad más extrema.

No puedo menos de recordar con vergüenza para nuestro siglo que a nuestra vista muchos excelentísimos personajes en ciencia por no tener que comer: Lilio Gregorio Giraldo, en Italia, Sebastián Castellón, en Alemania, y creo que existen miles de personas que los hubieran acomodado en condiciones muy ventajosas, o socorrido en las ciudades mismas donde se encontraban, de haber conocido su situación. El mundo no está tan universalmente corrompido; yo conozco alguien que desearía muy vivamente que los medios que los suyos le pusieron en las manos pudieran emplearse a tenor de los intereses de que goza, mientras a la fortuna plazca conservárselos, en poner al abrigo de la necesidad a los hombres singulares y notables en cualquier clase de saber y valer, a quienes la desdicha combate a veces hasta el último límite; esa persona   —175→   les procuraría facilidades en las tenebreces de la vida, con las cuales, de ser razonables, se conformarían.

En el manejo de los asuntos de su casa, mi padre seguía un orden que yo ensalzo como merece, pero que no soy capaz de imitar. A más del registro de las cosas domésticas, donde se sientan las cuentas menudas, pagos, compras y en general todo aquello en que no precisa el concurso del notario, registro que está a cargo de un administrador, ordenaba a su secretario que tuviera un papel en el que se insertaban todos los acontecimientos dignos de alguna recordación, día por día; el cual formaba como las memorias para la historia de la casa, muy gratas de repasar cuando el tiempo comienza a borrar la huella de las cosas pasadas, y muy adecuado medio para saber en qué tiempo acontecieron. Consignábase la fecha en que tal trabajo se comenzó y la en que se acabó; quiénes fueron las personas que pasaron por su residencia, y cuánto tiempo se detuvieron; nuestros viajes, ausencias, matrimonios y defunciones; las noticias buenas y malas; el cambio de los principales servidores y otros sucesos análogos. Es ésta una costumbre antigua, que a mi entender debería refrescar cada cual en su chisconera. Yo reconozco la torpeza que cometí al dejar de practicarla.




ArribaAbajoCapítulo XXXV

De la costumbre de vestirse


Cualquiera que sea el asunto de que yo trate, siempre me precisa ir en algún respecto contra los usos recibidos; en tal grado éstos han tomado todas las- avenidas. Reflexionaba yo en esta fría estación del año si la costumbre de ir completamente desnudos en esas naciones últimamente descubiertas, la determina la temperatura cálida del aire, como vemos en los indios y en los moros, o si obedece a natural necesidad del hombre. Las gentes de entendimiento se han hecho con frecuencia consideraciones parecidas, puesto que todo cuanto cobija la bóveda celeste, como dice al Sagrada Escritura, está sujeto a las mismas leyes, entre las cuales se trata de distinguir las que son naturales de las que fueron falseadas, y de recurrir para buscar la razón primordial de las cosas al general gobierno del mundo, donde nada contrahecho puede haber. De suerte que, hallándose todos los seres vivos provistos de aguja o hilo para cubrir sus desnudeces, no es creíble que seamos sólo nosotros los que no podamos subsistir sin extraño auxilio. Así yo entiendo que como las plantas, los árboles, los animales y o por cuanto vive se encuentra por la naturaleza dotado de   —176→   suficiente cobertura para defenderse de las injurias del tiempo,


Proptercaque fere res omnes, aut corio sunt
aut seta, aut conchis, aut callo, aut cortice, tectae280,



de igual beneficio gozábamos nosotros, pero como aquellos que prescinden de la luz del día para servirse de la artificial, hemos ahogado nuestros medios naturales para echar mano de los ajenos.

Es bien fácil convencerse de que la costumbre es la que nos hace imposible lo que en realidad no lo es, pues entre los pueblos que desconocen toda clase de vestidos los hay que están situados bajo un cielo semejante al nuestro, y también existen otros en que la temperatura es más ruda que la de nuestros climas. Consideremos además que las partes más delicadas de nuestro cuerpo las llevamos siempre al descubierto: los ojos, la boca, las narices y las orejas; y nuestros campesinos, como nuestros abuelos, llevan desnudos el pecho y el vientre. Si hubiéramos venido al mundo con el deber de vestir refajos y gregüescos, la naturaleza nos hubiera armado de una piel más resistente en el resto del cuerpo para soportar las intemperies, como ocurre con las yemas de los dedos y las plantas de los pies. Entre mi traje y el de un labriego de mi país encuentro mayor diferencia que entre su vestido y el de un hombre que va completamente desnudo. ¡Cuántos hombres hay, en Turquía sobre todo, que van en cueros vivos por practicar un acto devoto! No recuerdo quién preguntaba a un mendigo, a quien veía en camisa en pleno invierno, tan alegre como cualquiera otro que se tapa hasta las orejas, cómo podía vivir con tan ligero traje. «Usted, señor, respondió el interpelado, tiene la faz descubierta; pues bien suponga que yo soy todo faz.» Cuentan los italianos del bufón del duque de Florencia, que, preguntado por su amo cómo yendo tan mal ataviado podía resistir el frío, que él apenas soportaba, respondió: «Seguid mi ejemplo; echaos encima todos vuestros vestidos, como hago yo con los míos, y no tendréis frío ninguno.» El rey Masinisa no pudo nunca acostumbrarse a llevar cubierta la cabeza hasta que llegó a la vejez extrema, y soportaba así el frío, las tormentas y las lluvias. Lo propio se cuenta del emperador Severo. Refiere Herodoto, que en los combates de los egipcios y los persas, entre los que morían por haber recibido heridas en el cráneo, oponían mucha mayor resistencia los primeros que los segundos, en atención a que éstos llevaban siempre sus cabezas cubiertas con gorros y turbantes. Los egipcios llevaban las suyas rapadas desde la infancia y siempre a la intemperie. El rey Agesilao   —177→   vistió siempre igual traje en invierno y en verano hasta la vejez más caduca. Según Suetonio, César marchaba constantemente a la cabeza de sus tropas, generalmente a pie, sin nada en la cabeza, lo mismo cuando hacía sol que cuando llovía. Otro tanto se dice de Aníbal,


       Tum vertice nudo
excipere insanos imbres, caelique ruinam.281



Un veneciano que acaba de llegar del Perú, donde ha permanecido largo tiempo escribe que en aquellas regiones las gentes van descalzas hasta cuando cabalgan, y llevan cubiertas las demás partes del cuerpo. Platón aconseja expresamente, que para la conservación de la salud lo mejor de todo es llevar desnudos los pies y la cabeza. El monarca que los polacos han elegido para que los gobierne, después del nuestro, y que es en verdad uno de los príncipes más grandes de nuestro siglo, no lleva nunca guantes; así en invierno como en verano usa el mismo bonete en la calle con que se cubre la cabeza en su casa. De la propia suerte que yo no puedo tolerar el ir desabotonado ni con los vestidos sueltos, los jornaleros de mi vecindad se violentarían si lo fueran. Dice Varrón que al ordenar que permanezcamos con la cabeza descubierta en presencia de los dioses o del magistrado, se atiende más a nuestra salud y a fortalecernos contra las injurias del tiempo que al respeto y reverencia. Y puesto que hablamos del frío, y como franceses estamos habituados a abígarrarnos (aunque esto no reza conmigo, pues no me visto sino de negro o de blanco, a imitación de mi padre) añadamos otro sucedido. Refiere el capitán Martín del Bellay que en su viaje al Luxemburgo vio heladas tan terribles, que el vino de la guarnición se cortaba a hachazos y se pesaba al entregarlo a los soldados, que lo llevaban en cestos. Y Ovidio:


Nudaque consistunt formam servantia testae
    vina, nec hausta meri, sed data frusta, bibunt.282



Las heladas son tan rudas en la embocadura del Palus Meotides283, que en el mismo lugar en que el lugarteniente de Mitrídates libró a pie enjuto una batalla contra sus enemigos, llegado el verano ganó contra los mismos un combate naval. Los romanos experimentaron desventaja grande en el que sostuvieron contra los cartagineses cerca de Plasencia por haber entrado en la lid con la sangre congelada y los miembros ateridos por el frío; mientras que Aníbal mandó hacer hogueras para que se calentaran sus   —178→   soldados, y además distribuyó aceite entre ellos a fin de que se untaran y vivificaran sus nervios, y también para que se cerrasen los poros contra el cierzo helado que reinaba.

La retirada de los griegos de Babilonia a su país es famosa por las dificultades y trabajos que tuvieron que vencer. Sorprendidos en las montañas de Armenia por una horrible tempestad de nieves, perdieron el conocimiento del lugar en que se hallaban y el de los caminos; y viéndose detenidos de pronto, permanecieron un día y una noche sin comer ni beber. La mayor parte de los animales que llevaban sucumbieron, y también muchos hombres; a otros cegó el granizo y el resplandor de la nieve; otros se quedaron cojos y muchos transidos, rígidos o inmóviles, conservando entera la lucidez de sus facultades.

Alejandro vio una nación en que se enterraban los árboles frutales durante el invierno para resguardarlos de las heladas. En nuestro país podemos también ver igual costumbre.

En punto a trajes, el rey de Méjico cambiaba cuatro veces al día sus vestiduras; nunca se servía de uno mismo dos veces, y empleaba tan gran deshecho en sus continuas liberalidades y recompensas. Tampoco usaba más que una sola vez de los jarros, platos y otros utensilios de mesa y cocina.




ArribaAbajoCapítulo XXXVI

Del joven Catón


No soy de los que incurran en el error de juzgar a los demás según mis peculiares sentimientos. Creo de buen grado en las cosas que más difieren de mi naturaleza y de mi manera de ser. Por la circunstancia de sentirme inclinado a una costumbre no obligo a los demás a que la practiquen, como suele acontecer generalmente; creo y concibo mil maneras diferentes de vivir a la mía, y contraria mente a las ideas del vulgo, me hago cargo con mayor facilidad de la diferencia que de la semejanza, al poner otras existencias en parangón con la mía. Sé desembarazarme de mis gustos al juzgar a quien difiere de mis condiciones y principios, y considerarlo simplemente, en sí mismo, sin relación alguna extraña, juzgándolo sobre su propio modelo. Porque yo no sea continente no dejo de aprobar con sinceridad cabal la honestidad de los cartujos y capuchinos, ni de acomodarme mentalmente a su regla de vida; por medio del espíritu colócome en el lugar de aquellos varones y los estimo y los honro tanto mas cuanto son diferentes de mí. Yo deseo muy singularmente que a cada cual se le juzgue según es, y por lo que a mí toca, que no se me   —179→   considere según los principios comunes. Mi flojedad no modifica en modo alguno la opinión que debe merecerme la fuerza y el vigor en los que poseen estas cualidades: Sunt qui nihil suadent, quam quod se imitari posse confidunt284. Porque yo me arrastre por el cieno no dejo de elevar hasta las nubes la inimitable alteza de algunas almas heroicas, y encuentro en mi meritorio tener el juicio bien equilibrado aun cuando los efectos de éste no correspondan a las acciones; así mantengo al menos sana esta parte principal de mi individuo, algo es ya tener la voluntad sana cuando las piernas faltan. El siglo en que vivimos, por lo menos en lo que a nuestros climas toca, es tan pesado de atmósfera que no ya la ejecución sino hasta la sola imaginación de la virtud es difícil, y diríase que ésta no es otra cosa que pura jerga de colegiales:


Virtutem verba putant, ut
lucem ligna285,



quam vereri deberent, etiam si percipere non possent286; un chirimbolo para colgarlo en un gabinete, o un vocablo que tenemos en la punta de la lengua, y que suena en nuestro oído como cosa de adorno. Ya no se encuentra ni una sola acción virtuosa; las que lo parecen lo son sólo en apariencia, pues el provecho, la gloria, el temor, la costumbre y otras causas análogas, nos incitan a producirlas. Los actos de justicia, el valor y la benignidad que ponemos en práctica al realizar la virtud no pueden llamarse tales en cuanto los ejercemos por consideración a otro, para que ofrezcan buen cariz ante los ojos de los demás; en el fondo, quien aquellas cosas practica, no es virtuoso: la causa ocasional es distinta, y la virtud reconoce como suyo sólo lo que por sí misma ejecuta.

En aquella gran batalla de Platea, que los griegos ganaron a Mardonio y a los persas, bajo el mando de Pausanias, los vencedores, según la costumbre recibida, al repartirse la gloria de la expedición atribuyeron a la nación esparciata la primacía del valor en la lucha. Los espartanos, jueces excelentes en materia de virtud, luego que hubieron decidido en qué ciudadano de su nación debía recaer el honor de haberse conducido con mayor arrojo en la jornada, acordaron que Aristomedo había sido el más valeroso; mas a pesar del acuerdo no le concedieron ningún premio, porque su virtud había sido fruto del deseo de purgarse de la mancha en que incurriera en la batalla de las Termópilas;   —180→   así es que quiso morir valientemente para librarse de su vergüenza pasada.

Nuestros juicios son malsanos y se acomodan a la depravación de las costumbres reinantes. Yo veo a la mayor parte de los espíritus de mi tiempo emplear su ingenio en obscurecer la gloria de las acciones más generosas de los antiguos, dándolas una vil interpretación, encontrando para aminorarlas ocasiones y causas baladíes. ¡Sutileza grande, en verdad! Presénteseme el acto más excelente y puro, y yo me encargo al momento de encontrar razones verosímiles para achacarlo a cincuenta intenciones viciadas. Más que en malicia incurren en pesadez y grosería los hombres que a tales tareas se consagran.

Igual trabajo y licencia que algunos emplean en la difamación de aquellos grandes nombres, y libertad análoga, tomaríame yo de buen grado para realzarlos a esos raros varones, escogidos para ejemplo del mundo por la aprobación de los sabios, no intentaré recargarlos de honor; por mucho que mi invención acertara a encontrar, fuerza es reconocer que todos los medios que nuestra imaginación pusiera en juego quedarían muy por bajo de su mérito. Es deber de las gentes honradas el pintar la virtud con sus bellos colores; de tal suerte no nos causará disgusto el que la pasión nos arrastre en pro de ejemplos tan santos. Lo que practican aquellos de que hablé antes tiene su fundamento en la maldad o en el vicio de ajustarlo todo a lo que se compagina con sus ideas personales, o también porque no tienen la mirada suficientemente fuerte ni suficientemente clara, ni habituada a concebir el espectáculo de la virtud en su pureza ingenua. Dice Plutarco que algunos escritores de su tiempo atribuyeron la causa de la muerte de Catón el joven al miedo que había tenido a César; de semejante interpretación protesta con razón sobrada el citado historiador, y puede juzgarse por este hecho cuánto más le hubiera ofendido el testimonio de los que la atribuyeron luego a la ambición. ¡Pobres gentes, no imaginan que antes hubiera realizado una acción heroica por la ignominia que por la gloria! Catón fue uno de esos hombres modelos que la naturaleza elige para mostrar hasta dónde pueden alcanzar la humana virtud y firmeza.

No me propongo extenderme ahora sobre esta magnífica acción; quiero sólo comparar los testimonios de cinco poetas latinos en alabanza de Catón, por el interés de éste, e incidentalmente también por el de los poetas. Ahora bien, el joven instruido en las cosas de la antigüedad hallará lánguidos los dos primeros en comparación con los otros, el tercero más vigoroso, pero a quien la extravagancia de su fuerza ha abatido; estimará, además, que queda todavía espacio para uno o dos grados de invención antes de llegar al cuarto; cuando llegue a éste la admiración le hará   —181→   juntar las manos, y en el último, que es el primero en ciertos respectos, juzgará que a él no alcanza ningún humano espíritu y se admirará y traspondrá de admiración.

He aquí una cosa maravillosa: contamos con mayor número de poetas que de jueces e intérpretes de la poesía; es más fácil producirla que conocerla. Juzgándola superficialmente se la aplican los preceptos del arte; mas la buena, la suprema, la divina, está muy por cima de las reglas y de la razón. Quien discierne la belleza con vista reposada, no la ve, como no se ve tampoco el esplendor de un relámpago; la poesía no sólo interesa nuestro juicio, lo encanta y le trastorna.El furor que aguijonea a quien la sabe penetrar, comunícase también a quien la oye recitar, a la manera del imán que no sólo atrae la aguja, sino que también infunde a ésta la propiedad atractiva. Tal poder de la poesía se ve más palmario en los teatros; la sagrada inspiración de las musas arrastra al poeta a la cólera, al quebranto, al odio, transpórtale y lo conduce donde quiere; el fuego del poeta pasa al actor y de éste a todo el pueblo; diríase el contacto de las agujas imantadas suspendidas unas en otras. La poesía me conmovió y me transportó siempre, desde la primera infancia; mas tan vivo gusto y sentimiento, que reside naturalmente en mí, ha sido producido y excitado por modos diversos y formas distintas, no tanto más altas o más bajas, pues siempre fueron las más elevadas en cada género, como de índole diversa; primeramente fui atraído por la fluidez alegre e ingeniosa; luego por la sutileza aguda y refinada; y, por último, por la fuerza madura y constante. El ejemplo lo declarará mejor: Ovidio, Lucano, Virgilio.

Mas ved aquí ya a nuestros poetas en la arena:


Sit Cato, dum vivit, sane vel Caesare major287



dice uno:


Et invictum, devicta morte, Catonem288,



dice otro; y el siguiente, hablando de las guerras civiles entre César y Pompeyo, escribe:


Victrix causa diis placuit sed victa Catoni289;



el cuarto añade, a propósito de las alabanzas, que todos tributaban a César:


Et cuncta terrarum subacta,
praeter atrocem animum Catonis.290



  —182→  

Y el maestro del coro, luego de haber anunciado en su pintura los nombres de los más grandes romanos, concluye de este modo:


His dantem jura Catonem.291






ArribaAbajoCapítulo XXXVII

De cómo reímos y lloramos por la misma causa


Cuando leemos en las historias que Antígono desaprobó completo por que su hijo le presentara la cabeza del rey Pirro, su enemigo, que acababa de encontrar la muerte en un combate contra aquél, y que habiéndola visto vertió abundantes lágrimas; que el duque Renato de Lorena, lloró también la muerte del duque Carlos de Borgoña, a quien acababa de vencer, y que vistió de luto en su entierro; que en la batalla d'Auray, ganada por el conde de Montfort contra Carlos de Blois, rival suyo en la posesión del ducado de Bretaña, el vencedor encontrando muerto a su enemigo experimentó duelo grande, no hay que exclamar con el poeta:


E cosi avven, che l'animo clascuna,
sua passion sotto'l contrario manto
ricopre, con la vista or'chiara, or'bruna.292



Refieren los historiadores que, al presentar a César la cabeza de Pompeyo, aquél volvió a otro lado la mirada, cual si se tratase de contemplar un espectáculo repugnante. Había existido entre ambos una tan dilatada inteligencia y sociedad en el manejo de los negocios públicos, tal comunidad de fortuna, tantos servicios y alianzas recíprocos, que no hay razón alguna para creer que la conducta de César fuese falsa y simulada, como estima Lucano:


Tutumque putavit
jam bonus esse socer; lacrymas non sponte cadentes
effudit, gemitusque expressit pectore laeto293;



pues bien que la mayor parte de nuestras acciones no sean sino puro artificio, y que a las veces pueda ser cierto que


Heredis fletus sub persona risus est294,



  —183→  

es preciso considerar que nuestras almas se encuentran frecuentemente agitadas por pasiones diversas y encontradas. De igual suerte que los médicos afirman que en nuestros cuerpos hay un conjunto de humores diferentes, de los cuales uno solo manda en los demás, según la naturaleza de nuestro temperamento, así acontece en nuestras almas; bien que diversas pasiones las agiten, es preciso que haya una que domine; este predominio no es completo sino en razón de la volubilidad y flexibilidad de nuestro espíritu y a veces los más débiles movimientos suelen dominar. Por esta razón vemos que no son sólo los niños los que se dejan llevar por la naturaleza, y ríen y lloran por una misma causa, sino que ninguno de nosotros puede preciarse de que, por ejemplo, al emprender algún viaje, al separarse e su familia y amigos no haya sentido decaer su ánimo; y si las lágrimas no brotan abiertamente de sus ojos, al menos puso el pie en el estribo con rostro melancólico y triste. Por grande que sea la llama que arde en el corazón de las jóvenes bien nacidas, precisa todavía arrancarlas del cuello de sus madres para entregarlas a sus esposos, diga Catulo lo que quiera:


Estne novis nuptis odio Venus?, anne parentum
    frustrantur falsis gandia lacrymallis
ubertim thalami quas intra limina fundunt?
    Non, ita me divi, vera gemunt, juverint.295



No es, pues, de maravillar el que se llore cuando muerto a quien en modo alguno quisiera verse vivo. Cuando yo lanzo alguna fuerte reprimenda a mi criado, lo regaño con todas mis fuerzas, diríjole verdaderas y no fingidas imprecaciones, pero pasado el acaloramiento, si el muchacho tuviera necesidad de mí, hallaríame de todo en todo propicio, pues cambio pronto de humor. Cuando lo llamo bufón y ternero, no pretendo colgarle para siempre tales motes ni creo contradecirme llamándole hombre honrado poco después. Ninguna cosa se apodera de nosotros completa y totalmente. Si no fuera cosa de locos el hablar a solas, apenas habría día en que yo dejara de propinarme recriminaciones a gritos, y sin embargo no siempre me recrimino ni me desprecio. Quien por verme frío o cariñoso con mi mujer estimara que uno de esos dos estados fuese fingido, se equivocaría neciamente. Nerón al separarse de su madre, a quien mandó ahogar, experimentó sin embargo la emoción del adiós maternal y sintió el horror y la piedad juntamente. Dicen que la luz solar no es de una sola pieza, sino que el astro nos envía vivamente, sin cesar, nuevos rayos,   —184→   unos sobre otros, de suerte que no podemos apreciar el intervalo ni la solución de continuidad. Así nuestra alma lanza sus dardos uno a uno, aunque imperceptiblemente.


Largus enim liquidi fons luminis aetherius sol
inrigat assidue caelum candore recenti,
suppeditatque novo confestim lumine lumen.296



Artabano reprendió a Jerjes, su sobrino, por el repentino cambio de su continente. Considerando la desmesurada grandeza de las fuerzas guerreras que mandaba a su paso por Helesponto, cuando se dirigía a la conquista de Grecia, sintiose primero embargado por el contento, al ver a su servicio tantos millares de hombres, y su rostro dio claras muestras de alegría; mas de pronto, casi en el mismo instante, pensando en que tantas vidas se apagarían antes de que transcurriera un siglo, su frente se ensombreció, y se entristeció hasta verter lágrimas.

Perseguimos con voluntad decidida la venganza de una injuria y experimentamos contento singular por nuestra victoria; mas a pesar de ello lloramos, no por la ofensa vengada, pues en nosotros nada ha cambiado, sino porque nuestra alma considera la cosa desde otro punto de vista y se la representa de distinto modo; cada cosa ofrece diversos aspectos y matices diferentes.

El parentesco, las relaciones y amistades antiguas se apoderan de nuestra imaginación y la apasionan según las circunstancias, según la ocasión, mas la sacudida es tan fugitiva que no podemos apreciarla ni medirla:


Nil adeo fieri coleri ratione videtur,
quam si mens fiet propouit, et inchoat ipsa.
Ocies ergo animus, quam res se perci ulla,
ante oculos quarum in promptu natura videtur297;



por esta razón, pretendiendo de todas estas formas pasajeras deducir una consecuencia, nos equivocamos. Cuando Timoleón llora la muerte que cometiera, después de madura y generosa deliberación, no lamenta la libertad que dio a su patria; tampoco lamenta la desaparición del tirano, sino que llora a su hermano. Una parte de su deber está desempeñada, dejémosle desempeñar la otra.



  —185→  

ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

De la soledad


Dejemos a un lado la acostumbrada comparación de la vida solitaria con la vida activa. Y por lo que toca a la hermosa sentencia con que se amparan la ambición y la avaricia, o sea: «que no hemos venido al mundo para nuestro particular provecho, sino para realizar el bien común», consideremos sin reparo a los que toman parte en la danza; que éstos sondeen también su conciencia y reconozcan por él contrario que los empleos, cargos, y toda la demás trapacería del mundo, se codician principalmente para sacar de la fortuna pública provecho particular. Los torcidos procedimientos de que se echa mano en nuestro tiempo para alcanzar esas posiciones, muestran bien a las claras que el fin vale tanto como los medios. Digamos que la misma ambición nos hace buscar la soledad, pues aquélla es la que con mejor voluntad huye la sociedad, procurando tener los brazos libres. El bien y el mal pueden practicarse en todas partes; mas sin embargo, si damos crédito a la frase de Bias, quien asegura que «la peor parte de los humanos es la mayor», o a lo que dice el Eclesiastés, «que entre mil hombres no hay uno justo»,


Rari quippe boni: numero vix sunt totidem quot
Thebarum portae, vel divitis ostia Nili298,



convendremos en que el contagio es inminente en la multitud. En medio de la sociedad hay que imitar el ejemplo de los malos o hay que odiarlos; ambas cosas son difíciles: asemejarse a ellos, porque son muchos, odiarlos mucho porque las maldades de cada uno son diferentes. Los comerciantes que viajan por mar siguen una conducta prudente cuando procuran que los que van en el mismo barco no sean disolutos, blasfemos, ni malos, estimando peligrosa toda sociedad. Por esta razón Bias dijo ingeniosamente a los que sufrían con él el peligro de una fuerte tormenta y llamaban a los dioses en su auxilio: «Callaos, que no se enteren de que estáis en mi compañía.» Otro ejemplo más reciente de la misma índole: Albuquerque, virrey de la India en nombre de Manuel, rey de Portugal, hallándose en inminente peligro en el mar, echó sobre sus hombros un muchacho, con objeto de que en su compañía la inocencia del niño le sirviera de salvoconducto para procurarse el favor divino y no perecer. Sin duda el que es virtuoso puede vivir en todas partes contento; puede estar solo hasta   —186→   entre la multitud de la corte; mas si reside en su mano la elección, huirá hasta la vista de aquélla; en caso de necesidad absoluta soportará la sociedad palaciega; pero si de su voluntad depende el cambio, escapará a ella. No le basta haberse desligado de los vicios si precisa después que discuta con los de los otros. Carondas consideraba como malos todos los que frecuentaban la mala compañía, y entiendo que Antístenes no satisfizo con su respuesta a quien le censuró su trato con los perversos, cuando dijo que también los médicos viven entre enfermos, pues si ayudan a la salud de éstos, deterioran la propia por el contagio, la vista continua y la frecuentación de las enfermedades.

El fin último de la soledad es, a mi entender, vivir sin cuidados y agradablemente; mas para el logro del mismo no siempre se encuentra el verdadero camino. Créese a veces dejar las ocupaciones, y no se hace sino cambiarlas por otras: no ocasiona cuidados menores el gobierno de una familia que el de todo un Estado. Donde quiera que el alma esté ocupada, toda ella es absorbida; por ser los quehaceres domésticos menos importantes, no dejan de ser menos importunos. Por habernos alejado de la corte y de los negocios, no quedamos en situación más holgada en punto a las principales rémoras que acompañan nuestra vida:


Ratio et prudentia curas,
non locus effusi late maris arbiter, aufert299;



la ambición, la avaricia, la irresolución, el miedo y la concupiscencia no nos abandonan por cambiar de lugar:


...Et
post equitem sede atra cura300;



a veces nos siguen hasta los sitios más recónditos y hasta las escuelas de filosofía: ni los desiertos, ni los abismos, ni los cilicios, ni los ayunos sirven a desembarazarnos:


Haeret lateri lethalis arundo.301



Como dijeran a Sócrates que un individuo no había modificado su condición después de haber hecho un viaje: «Lo creo, respondió, sus vicios le acompañaron.»


       Quid terras alio calentes
sole mumatus?Patriae quis exsul
    se quoque fugit?302



Si el cuerpo y el alma no se desligan del peso que los oprime, el movimiento concentrará sólo la carga, como en un navío las mercancías ocupan menos espacio después del   —187→   viaje. Mayor mal que bien se procura al enfermo haciéndole cambiar de lugar; el mal se comprime con el movimiento, como la estaca se introduce más en la tierra cuanto más se la empuja. No basta dejar el pueblo, no basta cambiar de sitio, es preciso apartarse de la general manera de ser que reside en nosotros, es necesario recogerse y entrar de lleno en la posesión de sí mismo.


       Rupi jam vincula, dicas:
nam luctata canis nodum arripit; attanem illi,
quum fugit, a collo trahitur pars longa catenae.303



Llevamos con nosotros la causa de nuestro tormento. No poseemos libertad completa; volvemos la vista hacia lo que hemos dejado y con ello llenamos nuestra imaginación:


Nisi purgatum est pectus, quae praelia nobis
atque pericula tunc ingratis insinuandum?
Quantae conscindunt hominem cuppedinis acres
sollicitum curae?, quantique perinde timores?
Quidve superbia spurcitia, ac petulantia, quantas
Efficiunt clades?, quid luxus, desidiesque?304



Radica el mal en nuestra alma, y por consiguiente de ella no puede desligarse;


In culpa est animus, qui se non affugit unquam.305



Así, pues, es inevitable que aquélla se recoja y se asile en sí misma: tal es lo que constituye la soledad verdadera, que puede gozarse en medio de las ciudades y de los palacios, pero que se disfruta, sin embargo, con mayor comodidad en el aislamiento. Y pues que tratamos de vivir solos, prescindiendo de toda compañía, hagamos que nuestro contentamiento dependa únicamente de nosotros; desprendámonos de todo lazo que nos sujete a los demás; ganemos conscientemente él arte de vivir conforme a nuestra satisfacción.

Habiendo Estilpón escapado con vida del incendio de su ciudad, en el mal perdió mujer, hijos y bienes de fortuna, Demetrio Poliorcetes, viéndole en tan terrible ruina sin manifestar ninguna pena, preguntole si por ventura no había experimentado ninguna pérdida, a lo cual Estilpón respondió que no, que gracias a Dios nada suyo había perdido. La misma idea expresó ingeniosamente el filósofo Antístenes, cuando dijo que él hombre debía proveerse de municiones que flotasen en el agua y que pudieran salvarse con él a nado del naufragio. Y así debe ser en efecto; el verdadero filósofo nada ha perdido si salvó su conciencia   —188→   y su ciencia. Cuando la ciudad de Nola fue arrasada por los bárbaros, Paulino, su obispo, que perdió cuanto poseía y fue además encarcelado, rogaba así a Dios: «Señor, librame de sentir esta pérdida, pues bien sabes que a nada han llegado todavía de lo que es mío.» Las riquezas que le hacían rico y los bienes que le hacían bueno estaban todavía intactos. He aquí un modo acertado de escoger los tesoros que pueden librarse de la injuria, y de ocultarlos en lugar donde nadie vaya, donde nadie pueda ser traicionado más que por sí mismo. Tenga en buen hora mujeres, hijos, bienes, y sobre todo salud quien pueda, mas no se ligue a ellos de tal suerte que en su posesión radique su dicha; es necesario reservar una trastienda que nos pertenezca por entero, en la cual podamos establecer nuestra libertad verdadera, nuestro principal retiro y soledad. En ella precisa buscar nuestro ordinario mantenimiento moral, sacándolo de recursos propios, de tal suerte que ninguna comunicación ni influencia ajenas alteren nuestro propósito; discurrir y reír cual si no tuviéramos mujer, hijos, bienes ni criados, a fin de que cuando llegue el momento de perderlos no nos sorprenda su falta. Tenemos un alma que puede replegarse en sí misma; ella sola es capaz de acompañarse; ella sola puede atacar y defenderse, puede ofrecer y recibir. No temamos, pues, en esta soledad que la ociosidad fastidiosa nos apoltrone:


In solis sis tibi turba locis.306



La virtud se conforma consigo misma, sin necesidad de echar mano de disciplinas, palabras ni otros auxilios. Entre todas las acciones que practicamos, de mil no hay siquiera una sola que nos interese realmente. Ese que ves escalando las ruinas de esa fortificación, furioso y fuera do sí, expuesto a recibir el disparo de los arcabuces, ese otro cubierto de cicatrices, transido y pálido por el hambre, decidido a morir antes que abrirle la puerta, ¿crees que tales proezas las realizan por sí mismos? Las llevan a cabo por un hombre a quien jamás vieron, el cual no se cura siquiera de que existan en el mundo; por un hombre sumido en la ociosidad y en los deleites. Ese otro que ves abandonar el estudio a media noche, legañoso, acometido por la tos y mugriento, ¿piensas acaso que busca en los libros el medio de mejorar su condición moral, de alcanzar vida más satisfecha y prudente? Nada de eso; llegara su última hora, y reventará, o habrá enseñado a la posteridad la medida de los versos de Plauto y la recta ortografía de una palabra latina. ¿Quién no cambia gustoso la salud, el reposo y la vida por la reputación y la gloria, que es la moneda más inútil, vana y falsa que exista para nuestro   —189→   provecho? Como si nuestra propia muerte no bastara a darnos miedo, preocupámonos también de la de nuestras mujeres, de la de nuestros hijos y la de todos nuestros servidores. Como si nuestros asuntos peculiares no nos ocasionaran sobrados cuidados, echamos sobre nuestros hombros los de nuestros vecinos y amigos para atormentarnos Y rompernos la cabeza.


Vah!, quemquamne hominem in animum instituere, aut
parare, quod sit carius, quam ipse est sibi?307



Paréceme más adecuada la soledad para aquellos que han consagrado al mundo su vida más activa y floreciente, conforme al ejemplo de Thales. Bastante se ha vivido para los demás; vivamos en lo sucesivo para nosotros, al menos lo que nos resta de existencia; dirijamos a nosotros y a nuestro sabor nuestras intenciones y pensamientos. No es cosa nimia la de buscar acertadamente su retiro; éste es por sí solo ocupación sobrada sin que con él mezclemos otras empresas. Puesto que Dios nos da lugar para disponer de nuestra partida del mundo, preparémonos, hagamos nuestro equipaje, despidámonos con tiempo de la sociedad, desprendámonos de todo lo ajeno a nuestra determinación, y le todo lo que nos aleja de nosotros mismos.

Es indispensable desposeerse de toda obligación importante; y bien que se guste de esto o de aquello, no inquietarse más que de sí mismo; que si alguna cosa nos interese no sea en tal grado que esté como pegada a nuestra naturaleza, de tal suerte que no pueda separársela sin arrancarnos la piel y llevarse consigo alguna parte de nuestro ser. La primera de todas las cosas de este mundo es saber pertenecerse a sí mismo. Tiempo es ya de que nos desatemos de la sociedad, puesto que nada podemos procurarla, y quien no puede prestar, impóngase el sacrificio de no pedir prestado. Los alientos nos faltan, retirémonos y concentrémonos en nosotros. Aquel que pueda echar por tierra, sacándolas de sus propias fuerzas, las obligaciones de la amistad y de la sociedad, que lo haga. En el período del decaimiento que convierte al hombre en ser inútil, pesado o importuno a los demás, librese a su vez de ser importuno a sí mismo, pesado o inútil. Alábese y acariciese, y sobre todo gobiérnese, respetando y temiendo su razón y su conciencia hasta tal punto que no pueda, sin que padezca su pudor, tropezar en presencia de ellas. Rarum est enim, ut satis se quisque vereatur308. Decía Sócrates que los jóvenes debían instruirse; los hombres ocuparse en la práctica del bien, y los viejos apartarse de toda ocupación   —190→   civil y militar, viviendo libres, sin obligación ninguna determinada. Hay naturalezas que son más propicias que otras a estas condiciones del retiro. Aquellos cuya percepción es débil y floja, cuya voluntad y facultades afectivas son delicadas y no se pliegan fácilmente, a los cuales pertenezco yo por natural complexión y raciocinio, se avendrán mejor con la soledad que las almas activas y laboriosas, que todo lo abrazan y a todo se ligan, se apasionan por todas las cosas, se ofrecen y se hacen visibles en toda circunstancia. Es preciso servirse de estas cualidades accidentales, que no dependen de nosotros, en tanto que su ejercicio nos sea grato, mas sin hacer de ellas nuestra principal ocupación; la razón y la naturaleza se oponen a ello. ¿Por qué contra sus leyes hacer depender nuestra calma y tranquilidad del poder y voluntad de otro? Adelantad además los accidentes de la fortuna; privarse de las comodidades que se tienen a la mano, como algunos hicieron por religiosidad y los filósofos por principio; privarse de servidores, tener por lecho las piedras, saltarse los ojos, arrojar al agua las riquezas, buscar el dolor, los unos con el designio de alcanzar por el tormento de esta vida la dicha en la otra, los otros porque estando colocados en la condición más baja quieren asegurarse contra nueva caída, acciones son todas éstas que acusan una virtud excesiva. Las naturalezas más fuertes y mejor templadas, hasta con su alejamiento del mundo realizan un acto ejemplar y glorioso:


Tuta et parvula laudo
quum res deficiunt, satis inter vilia fortis:
verum, ubi quid melius contingit et unctius, idem
hos sapere, et solos aio bene vivere, quorum
conspicitur nitidis fundata pecunia villis.309



En cuanto a mí, me basta con mucho menos, sin ir tan lejos como esas almas fuertes. Bástame, con la ayuda de la fortuna, prepararme a su disfavor; con representarme, estando en situación grata, la desdicha venidera, tanto como la imaginación puede realizarlo, de la propia suerte que nos acostumbramos a las justas y torneos simulando la guerra en plena paz. No tengo al filósofo Arcesilao como menos ordenado en sus costumbres porque usara utensilios de oro y plata, según que sus medios se lo consentían; al contrario; con mejores méritos le creo porque empleó su fortuna moderada y liberalmente, que si de su riqueza se hubiera privado. Comprendo hasta qué límites puede llegar la necesidad natural, y cuando veo un pobre mendigo a mi   —191→   puerta, a veces más contento y más sano que yo, me coloco en su lugar e intento aplicar mi alma en la suya; y continuando del propio modo con los otros casos, aunque crea tener la muerte, la pobreza, el desdén del prójimo sobre mí, me determino fácilmente a no horrorizarme por lo que no causa horror a un hombre que vale menos que yo, el cual recibe aquellos males con paciencia; y no me resigno a creer que la bajeza de alma pueda más que el vigor o que el esfuerzo de raciocinio para soportar las desdichas. Conociendo cuán poco valen las comodidades accesorias de la vida, nunca dejo de suplicar a Dios en mis oraciones que siembre el contento en mi espíritu por los bienes que nacen de mí. Yo veo jóvenes gallardos que disfrutan de salud excelente, los cuales se proveen anticipadamente de píldoras para tomarlas cuando el romadizo los moleste, al cual temen tanto menos cuanto que creen tener el remedio a la mano; esa conducta hay que seguir, y mas aún: por si una dolencia más fuerte nos ataca, proveámonos de los medicamentos que adormecen la parte dolorida.

La ocupación que precisa elegir en la vida solitaria, no debe ser de índole penosa ni ingrata; de otro modo, ¿para qué nos serviría haber buscado el reposo? Aquélla depende del gusto particular de cada uno. El mío en manera alguna se acomoda al manejo de los negocios domésticos; los que de ellos gustan, entréguense con moderación


Comentur sibi res, non se submittere rebus.310



De lo contrario, practicase un oficio servil, consagrándose con ahínco a la economía doméstica, como la llama Salustio. Esta, sin embargo, incluye algunas cosas que no son indignas, como el cuidado de los jardines, que según Jenofonte ocupaba a Ciro, y puede encontrarse un término medio entre aquella ocupación bajuna y la profunda y extrema desidia, que lo deja caer todo en el abandono, como acontece a muchos:


Democriti pecus edit agellos
cultaque, dum peregre est animus sine corpore velox.311



Oigamos el precepto que Plinio el joven da a Cornelio Rufo, su amigo, para vivir en el retiro: «Te recomiendo, le dice, que en esa completa y espléndida soledad en que vivos dejes a tus gentes el abyecto y bajo cuidado doméstico; conságrate al estudio de las letras para sacar de él algo que te pertenezca por entero.» Plinio alude a la reputación, de la cual tenía un concepto análogo al de Cicerón,   —192→   quien quería emplear su soledad y apartamiento de los negocios en procurarse por sus escritos vida inmortal.


Usque adeone
scire tuum nihil est, nisi te scire hoc, sciat alter.312



Parece cosa razonable, puesto que se habla de alejarse del mundo, que de él se aparte la vista por completo. Los que se curan de la fama, no la desvían sino a medias; ocúpanse en hacer proyectos para cuando hayan salido de él; mas el provecho de su designio pretenden sacarlo todavía fuera del mundo, del cual están ausentes merced a una contradicción ridícula.

La imaginación de las personas piadosas que por devoción buscan la soledad, llenando su ánimo con la seguridad de las promesas divinas en la otra vida, está más plenamente satisfecha que la de aquéllos. Proponiéndose como norma el servicio de Dios, objeto infinito en bondad y en poder el alma halla siempre medio de aplacar sus deseos bien de su grado; las aflicciones, los dolores, conviértense para ellas en cosas provechosas empleadas en la conquista o la salud y dicha eternas; la muerte las procura el paso de la salud y dicha eternas, la muerte las procura el paso a un estado tan perfecto; la rigidez de su regla de vida se atenúa al punto por la costumbre, y los apetitos carnales se ven enfriados y adormecidos por la inacción, pues nada los aumenta más que el uso y ejercicio. Este solo fin de otra vida dichosamente inmortal, merece lealmente que abandonemos las comodidades y dulzuras de este mundo; y el que puede abrasar su alma con ardor de fe tan viva y esperanza tan grande por modo real y constante, créase en la soledad una existencia llena de goces y delicias muy por cima de toda otra suerte de vivir.

Ni el fin ni los medios del consejo que daba Plinio a Rufo me satisfacen; diríase que recaemos siempre de fiebre en calentura. La ocupación del estudio es tan penosa como cualquiera otra, e igualmente que las demás enemiga de la salud, que es cosa esencialísima, razón por la cual no hay que dejarse adormecer por el placer que aquél procura. El gusto que su pasión nos comunica es semejante al que pierde a los emprendedores, a los avariciosos, a los voluptuosos y a los ambiciosos. Los filósofos nos enseñan de sobra a guardarnos de la traición de nuestros apetitos, a distinguir los verdaderos placeres de los que van mezclados y entreverados con mayor trabajo; pues la mayor parte de nuestros goces, dicen aquéllos, nos cosquillean y nos abrazan para luego estrangularnos, como hacían los ladrones que los egipcios llamaban filistas. Si el dolor de cabeza se apoderase de nosotros antes de la borrachera, nos guardaríamos   —193→   de beber demasiado; mas el deleite, a fin de engañarnos, va delante y nos oculta las consecuencias. Los libros son gratos pero si a causa de su frecuentación perdemos la alegría y la salud, que son nuestros mejores atributos, echémoslos a un lado; yo soy de los que creen que el fruto del estudio no puede compensar aquella pérdida. Del propio modo que los hombres que de antiguo se sienten debilitados por alguna indisposición concluyen por echarse en brazos de la medicina, y hacen que se les ordene un régimen de vida para practicarlo religiosamente, así quien se retira disgustado y aburrido de la vida común debe acomodar su vivir a los preceptos de la razón, ordenarlo premeditada y discursivamente. Debe despedirse de toda suerte de trabajo, de cualquier naturaleza que sea, y huir en general las pasiones enemigas de la tranquilidad del cuerpo y del alma, «eligiendo el camino que mejor se avenga con su carácter»,


Unusquisque sua noverit ire via.313



En el gobierno doméstico, en el estudio, en la caza, en cualquiera otro ejercicio, puede llegarse hasta el último límite del placer y cuidar de no tocar más adentro, allí donde la pena comienza a tomar parte. En cuanto a ocupación y trabajo, bastan sólo los suficientes para mantenernos en vigor y librarnos de las incomodidades que acompañan a los que caen en el extremo de una ociosidad cobarde y adormecida. Hay ciencias que de suyo son estériles y espinosas; la mayor parte de ellas han sido forjadas para el mundo, y deben dejarse a los que al servicio del mundo se consagran. Para mi uso no gusto más que de libros agradables y poco complicados, que me regocijen, o de los que me consuelan y contribuyen a ordenar mi vida y a disponerme a una buena muerte:


       Tacitum silvas inter reptare salubres
curantem, quidquid dignum sapiente bonoque est.314



Los hombres superiores pueden forjarse un reposo espiritual, puesto que están dotados de un alma vigorosa; la mía es vulgar, y precisa por ello que yo contribuya a mi sostenimiento, ayudándome con las comodidades corporales. La edad me ha desposeído de las que eran de mi agrado, y ahora trato de afinarme para disfrutar aquellas que más convienen a mis años. Es indispensable defender con garras y dientes el uso de los placeres de la vida, que la edad nos va arrancando sucesivamente:

  —194→  

       Carpamus dulcia; nostrum est,
quod vivis: cinis, et manes, et fabula fies.315



En cuanto a perseguir como fin la gloria, según nos proponen Cicerón y Plinio, mi designio está bien lejos de ello. La disposición de ánimo que más se aparta del retiro, es precisamente la ambición; gloria y reposo son dos cosas que no pueden cobijarse bajo el mismo techo a mi dictamen, aquellos no tienen sino los brazos y las piernas fuera de la sociedad, su espíritu y su alma permanecen más que nunca amarrados al mundo:


Tun, vetule, auriculis alienis colligis escas?316



Sólo se han echado atrás para tomar carrera de un modo más seguro, para proveerse de un movimiento más fuerte y abrir así mejor la brecha entre la multitud. ¿Queréis convenceros de que no se apartaron ni un ápice de las vanidades terrenas? pongamos en parangón el parecer de dos filósofos y de dos sectas bien opuestas. Escribiendo el uno a Idomeneo y el otro a Lucilio, sus amigos, a fin de alejarlos del manejo de los negocios y grandezas de la vida: «Habéis vivido hasta ahora, les decían Epicuro y Séneca, nadando y flotando; venid a morir al puerto; habéis consagrado a la luz todo el tiempo que vivisteis; consagrad a la sombra lo que os resta. Es imposible dejar los negocios si al mismo tiempo no se deja el fruto; deshaceos, pues, de todo lo que se llama renombre y gloria, porque es posible que el resplandor de vuestras acciones pasadas os ilumine demasiado y os acompañe hasta vuestra gruta. Dejad con los otros deleites el que produce la alabanza del mundo, y que vuestra ciencia y vuestros merecimientos no os preocupen ya, que no quedarán sin recompensa si vosotros los superáis. Acordaos de aquel a quien preguntaron por qué razón se desvelaba tanto en alcanzar competencia en un arte de que casi nadie podía tener conocimiento: 'Yo me conformo con poca cosa, respondió; con una persona me basta, y con ninguna también me basta', y decía bien. Vosotros y un amigo sois suficiente teatro el uno para el otro, o cada uno distintamente para vivir consigo mismo. Es una ambición cobarde el pretender alcanzar gloria de la ociosidad del retiro; imitemos a los animales que borran la huella que marcaron con sus pasos a la entrada de sus guaridas. Lo que precisa buscar no es que el mundo hable de vosotros, sino que vosotros habléis con vuestras almas respectivas. Recogeos en vosotros mismos mas preparaos previamente a encontraros en disposición   —195→   de recibiros; sería insensato el fiaros en vosotros si carecéis de fuerzas para gobernaros. Hay ocasión de incurrir en falta lo mismo en a soledad que en el mundo. Hasta, que la perfección resida en vuestras almas de tal suerte que lleguéis a asemejaros a las personas ante quienes jamás osarais incurrir en falta; hasta que poseáis el pudor y respeto de vosotros mismos, obversentur species honestae animo317; aparezcan siempre a vuestra mente las figuras de Catón, Foción y Arístides, en presencia de los cuales, hasta los locos ocultarían sus faltas. Sin apartar la vista de ellos examinad vuestros actos; si éstos no son rectos, la reverencia de aquellos varones os conducirá al buen camino; ellos os sostendrán en la dirección verdadera, que no consiste sino en contentaros de vosotros mismos, en no buscar nada que de vosotros no provenga, en detener y sujetar vuestra alma en el recogimiento, donde pueda encontrar su encanto. Y habiendo ya comprendido cuáles son los verdaderos bienes, aquellos que se disfrutan mejor cuanto más rectamente se aprecian, conformarse con ellas, sin acariciar el menor deseo de aumentar el renombre.» He aquí lo que preceptúa y aconseja la filosofía sencilla y verdadera, que en nada se parece a la otra, amiga de la ostentación y la charla, la cual patrocinaban, Cicerón y Plinio el joven.




ArribaAbajoCapítulo XXXIX

Consideración sobre Cicerón


Dedúcense de los escritos de Cicerón y Plinio, como semejante él de éste, a mi entender, al carácter de su tío, testimonios numerosos de la ambiciosa manera de ser de ambos, entre los cuales figura el de solicitar sin ambajes que los historiadores de su tiempo no los olviden en sus anales. El acaso, como por ironía, hizo llegar hasta nosotros la vanidad de tales suplicas, pero no las historias ni los panegíricos. Mas sobrepasa toda suerte de bajeza en personas de tal rango, la circunstancia de haber querido sacar partido para su gloria de la cháchara, hasta el punto de emplear en beneficio de aquélla las cartas privadas, escritas a sus amigos; de suerte que algunas, no habiendo sido enviadas a tiempo, no por ello dejaron de publicarlas, so pretexto de que no querían perder sus vigilias y trabajo. ¿Es acaso propio de dos cónsules romanos, magistrados, soberanos de la república gobernadora del mundo el ocupar los momentos de ocio en preparar con toda la lentitud   —196→   necesaria, frase por frase, una misiva de que sacar la reputación de poseer a maravilla el lenguaje de sus nodrizas respectivas? ¿Qué podría hacer peor un simple maestro de escuela que con sus palotes ganara su vida? Si las empresas de Jenofonte y César no hubieran con mucho sobrepasado la elocuencia de ambos, creo que jamás las hubieran escrito; quisieron éstos recomendar lo que hicieron, no lo que escribieron, y si la perfección en el hablar pudiera añadir algo a la gloria de un personaje importante, Escipión y Lelio no hubiesen cedido el honor de las comedias que compusieron y las delicadezas todas de la lengua latina a un siervo africano: que tales obras sean de aquéllos, su belleza y excelencia lo pregonan de sobra, el mismo Terencio lo confiesa. Por mi parte me desagradaría encontrar razones para creer lo contrario.

Constituye una especie de burla o injuria el querer enaltecer a un hombre por las cualidades que se avienen mal con su categoría, aunque tales prendas sean consideradas estimables desde otros puntos de vista; como por ejemplo, el alabar a un monarca como buen pintor o excelente arquitecto, y ni aun como buen arcabucero o maestro en el arte de correr sortija. Estos encomios no son honrosos ni dignos, si no se presentan en conjunto, después de los que son más pertinentes a los personajes a quienes se consagran, que deben ser la justicia y la ciencia de gobernar su pueblo, así en la paz como en la guerra. De tal suerte es Ciro digno de alabanza por el conocimiento de la agricultura, y Carlomagno por su elocuencia y penetración en todo lo relativo a las bellas letras. Yo he visto tener muy en poco sus estudios, desdeñar las ciencias y afectar una ignorancia que el pueblo no puede suponer en personas que pasan por competentes, las cuales se recomendaban por otras cualidades. Los compañeros de Demóstenes en la embajada que visitó a Filipo, alababan a este príncipe por ser hermoso, elocuente y buen bebedor. Demóstenes reponía que elogios semejantes convenían mejor a una dama, a un abogado o a una esponja, que a un rey:


Imperet bellante prior, jacentem
       lenis in hostem318,



la profesión del cual no consiste precisamente en ser buen cazador o impecable bailarín:


Orabunt causas alu, caelique meatus
describent radio, et fulgentia sidera dicent;
hic regere imperio populos sciat.319



  —197→  

Plutarco es todavía más explícito en este punto, y dice que mostrarse tan aventajado en esos méritos menos necesarios, es declarar a voces haber empleado mal el tiempo y el estudio que debieron consagrarse a cosas más necesarias útiles. Filipo de Macedonia, después de oír cantar a su hijo Alejandro, a gusto de los mejores músicos: «¿No te da vergüenza, le dijo, cantar tan bien?» Un músico que discutía con el mismo Filipo de cosas tocantes a su arte, dijo al príncipe: «No quiera Dios, señor, que os acontezca la desgracia de llegar a ser más competente que yo en las cosas de mi oficio.» Un soberano debe hallarse en el caso de responder lo que contestó Ifícrates al orador que le censuraba en su invectiva, de esta suerte: «En suma, ¿quién eres tú para echarlas tan de valiente? ¿Eres guerrero, arquero, piquero? -No soy nada de eso, pero en cambio soy quien sabe mandar a todos los que has citado.» Antistenes consideró como cosa de escasa monta en Ismenias, el que le ensalzara como flautista excelente.

Yo bien sé, cuando oigo a alguien que se detiene a encomiar el lenguaje de los Ensayos, cuál es su intento: me gustaría mejor que se callara: su propósito no es tanto ensalzar la elocución como deprimir el sentido, con tanta mayor ambigüedad, cuanta mayor es la malicia que la alabanza emplea. O yo me equivoco grandemente, o si muchos otros escriben con mayor profundidad que yo, malo o bueno, mi libro es de tal naturaleza que apenas hay ninguno en que se hallen acumulados mayor número de sustanciosos materiales, o al menos más copiosamente amontonados. Para de dejar más lugar a las ideas echo mano sólo de las principales, y si en desarrollarlas me detuviera, multiplicaría muchas veces este volumen. ¡Cuántas citas he traído a colación que nada dicen en apariencia, y que meditadas con detenimiento darían lugar a ensayos numerosos! Ni estas citas, ni mis comentarios sirven solo de ejemplo, autoridad u ornato; no las considero exclusivamente por el uso que hago de ellas: muchas veces tienen otros fines, y pudieran ser la semilla de una materia más rica y más vigorosa, lo mismo para mí, que no quiero sacar mayor partido en los pasajes donde las coloco, que para quien bien penetre el sentido de lo que escribo.

Volviendo a la virtud parlera, dirá que no establezco distinción alguna entre no saber más que expresarse mal o no saber sino hablar elegantemente. Non est ornamentum virile, concinnitas320. Dicen los filósofos que en punto a ciencia nada hay superior a la filosofía, y por lo que a los efectos toca, nada aventaja a la virtud, que generalmente es adecuada a todos los grados y a todos los órdenes de la vida.

Algo semejante a la vanidad de Cicerón y Plinio es la de   —198→   Séneca y Epicuro; estos dos filósofos prometen también una duración eterna a las cartas que escriben a sus amigas, pero de modo diverso a la de aquéllos, prestándose por cumplir un servicio en pro de la vanidad ajena, pues los informan que si el interés de ser famosos en los venideros siglos los retiene todavía en el manejo de los negocios públicos, haciéndoles temer la soledad y el retiro, adonde quieren llamarlos para que no emprendan ocupaciones nuevas, añadiendo que sus actos pasados los acreditan para con la posteridad, y que las solas cartas que escribieran servirían para hacer es tan renombrados como sus acciones públicas. Salvo esta semejanza, las cartas de Séneca y Epicuro no están vacías de sentido ni son descarnadas como esas otras que no tienen mayor mérito que el de un delicado escogitamiento de palabras, amontonadas y ordenadas según una cadencia armoniosa, llenas de falsedades y bellos discursos de sapiencia; por ellas no se acreditan de elocuentes, sino de prudentes, y nos enseñan no a bien decir, sino a bien obrar. Desdeñemos la elocuencia por sí misma, la que no nos conduce a la práctica del bien. La de Cicerón, sin embargo, dicen que es de una perfección tan elevada, que por sí sola se avalora.

Añadiré todavía una anécdota relativa al gran orador, muy pertinente a lo que hablo, la cual nos hace conocer su naturaleza: teniendo necesidad de perorar en público, y como estuviera algo falto de tiempo para prepararse a su gusto, Eros, uno de sus esclavos, le anunció que la audiencia se había aplazado para el siguiente día; Cicerón recibió de ello tanto gozo, que dio libertad a su siervo por la buena nueva.

Sobre este asunto de epístolas, diré que mis amigos afirman que no me falta acierto para escribirlas; de buen grado hubiera adoptado la forma epistolar para dar cuerpo a mis improvisaciones, si hubiese tenido una persona con quien hablar. Érame preciso, y en otro tiempo la tuve, cierta comunicación que me atrajese y que me sustentase, pues dirigirse al viento, como algunos hacen, no lo haría ni por sueños; como tampoco forjaría nombres vanos para comunicar cosas serias, pues soy enemigo jurado de toda falsificación. Hubiera así permanecido más atento y seguro habiendo tenido un corresponsal inteligente y amigo, que contemplando los diversos aspectos de un pueblo; y, o mucho me equivoco, o hubiese sido más diestro en mis escritos. Mi estilo es naturalmente familiar y festivo, pero de forma que me es peculiar; impropio para las públicas negociaciones, como mi conversación; demasiado conciso, desordenado, cortado, particular, y nadie más inhábil que yo para escribir cartas de ceremonia de esas que no tienen mayor sustancia de la que la que encierra un bello amalgamamiento de palabras corteses. No poseo ni la facultad   —199→   ni el gusto de esas dilatadas ofertas de afección y servicios, no creo en tantas dulzuras, y me disgusta traspasar los límites de lo que creo, lo cual está bien lejos del uso presente, pues en ninguna época se emplearon con mayor profusión ni se prostituyeron en tal grado las palabras vida, alma, devoción, adoración, siervo y esclavo. Todos estos dictados corren con frecuencia tanta que, cuando con ellos se quiere expresar algo de sincero y respetuoso, no se encuentra medio de conseguirlo.

Odio a muerte oír a los cumplimenteros, los cuales son razón sobrada para que yo inmediatamente adopte un tono seco, duro y francote, que inclina a quien me desconoce a considerarme como desdeñoso. Festejo más a los que cumplimento menos, y allí donde mi alma marcha con mayor regocijo olvida el camino de lo convencional, de los miramientos; ofrézcome por entero a aquellos a quienes pertenezco, y me muestro menos obsequioso a quien sin reserva alguna me he dado. Paréceme que a los que tal afección profeso deben leerla en mi corazón, y que la expresión de mis palabras sea más débil que los sentimientos que abrigo. Al desear la bienvenida, al despedirme, al dar las gracias, al saludar, al ofrecer mis servicios y en otras fórmulas verbales de las leyes ceremoniosas de nuestra urbanidad, mi torpeza de lengua compite con la del más inepto; y cuando por complacer a alguien he escrito alguna carta de recomendación, la persona a quien trataba de favorecer la encontró siempre floja e ineficaz. Los italianos son muy hábiles en esto de escribir misivas; yo tengo de ellas buen número de volúmenes: las de Aníbal Caro me parecen las mejores. Si conservase todo el papel que antaño emborronaba para las damas, cuando mi mano era guiada por la pasión, quizás se hallaría entre ello alguna página digna de ser conocida por la ociosa juventud de tal furor embaucada. Yo escribo mis cartas a escape, tan precipitadamente, que aunque mi caligrafía es insoportable, prefiero servirme de mi mano a buscar la ayuda de otra, pues no hallo quien me pueda seguir, y no las transcribo nunca. Las empiezo de buen grado, sin plan; la primera frase engendra la segunda. Las cartas que ahora se redactan más se componen de adornos y prefacios que de ideas. Como prefiero mejor escribir dos que doblar y cerrar una, encomiendo siempre a otra persona esta comisión. Lo propio me acontece cuando he dicho lo que tenía que decir, comisionaría de buena gana a otro para que añadiera esas largas arengas, súplicas y ofertas que colocamos al final. Yo deseo que alguna costumbre nueva nos libre de tal uso, como también de inscribir una dilatada lista de títulos y calidades a la cabeza de la epístolas; por ello he dejado a veces de enviar ciertas cartas principalmente a gentes que ejercían destinos de justicia o hacienda: tantas innovaciones en los empleos, la difícil   —200→   distribución y ordenamiento de los diversos cargos honoríficos, habiendo sido caramente pagados, no pueden ser cambiados ni olvidados sin ofensa de la persona a quienes escribe. Me desagrada igualmente ver cómo se recarga el frontispicio de los libros que ahora salen con toda suerte de títulos.




ArribaAbajoCapítulo XL

Como el sentimiento de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos nos formamos


Los hombres, dice una antigua sentencia griega, se atormentan por las opiniones que se forman de las cosas, no por las cosas mismas. Mucho se ganaría para alivio de nuestra miserable condición humana si pudiera demostrarse la veracidad absoluta de esta proposición, pues si los males no penetran en nosotros sino por nuestro juicio, estaría en nuestra mano desdeñarlos o convertirlos en bienes. Si las cosas se nos doblegan, ¿por qué inquietarnos y no acomodarlas a nuestro provecho? Si lo que llamamos mal y tormentos no son tales cosas por sí mismos sino en tanto que nuestro ser los considera de ese modo, es indudable que reside en nosotros el poder de modificarlos; y residiendo en nuestro albedrío esa ventaja, somos locos de remate afligiéndonos, interpretándolos por el lado desventajoso, y considerando las enfermedades, la indigencia y los otros tormentos con amargura, pudiendo tomarlos dulcemente; hacer que lo que llamamos mal no lo sea por sí mismo, o por lo menos, tal cual es. Veamos hasta qué punto puede nuestra naturaleza modificar su alcance.

Si la esencia original de las cosas que tememos tuviera fuerza suficiente para dominarnos por su propia autoridad, es indudable que produciría en todos un efecto análogo, pues los hombres son todos de naturaleza idéntica, y con escasas diferencias se encuentran dotados de parecidos órganos e instrumentos, así para concebir como para juzgar; pero la diversidad de opiniones que encontramos al tratar del bien y del mal, muestran claramente que los males y los bienes no ejercen influencia en nosotros sino transformándose; unos los reciben, como por acaso, en su propia forma; mil otros les imprimen otra nueva y contraria. Consideramos la muerte, la pobreza y el dolor como nuestros principales enemigos, y sin embargo la primera, que algunos llaman la cosa más horrible entre las horribles, ¿quién no sabe que otros la nombran el único puerto de salvación en las miserias de esta vida, el soberano bien de la naturaleza, el solo apoyo de nuestra libertad, común y pronto remedio a todos los males? Y así como unos la aguardan   —201→   temblando y con horror, otros la soportan con mayor gusto que la existencia. Lucano se queja de su facilidad y liberalidad para acabar con los humanos:


Mors, utinam pavidos vitae subdecere nolles
sed virtus te sola daret.321



Dejemos a un lado este valor heroico. Teodoro respondió a Lisímaco, que le amenazaba con darle la muerte: «Harás una cosa notable, equiparando tu hazaña con la de una cantárida.» La mayor parte de los filósofos anticiparon voluntariamente la hora de su fin. Y vemos muchas gentes del pueblo, camino de él, y no de una muerte sencilla, sino llena de deshonra y a veces acompañada de crueles tormentos, que marchan sin inmutarse, unos por preconcebido designio, otros por temperamento natural; de tal suerte que nada se advierte en ellos, ningún cambio en su manera de ser ordinaria; unos ponen orden en sus negocios domésticos, se encomiendan a sus amigos, cantan, predican, hablan con el público y a veces mezclan algún chiste, y beben a la salud de sus conocidos. En una palabra, acaban sus días con la misma serenidad que Sócrates.

Un hombre a quien conducían al patíbulo decía que le guardasen de pasar por cierta calle, porque temía ser atrapado por un comerciante a quien debía cierta cantidad. Otro decía al verdugo que no le tocase en la garganta, porque lo haría desternillar de risa a causa de ser muy sensible a las cosquillas. Otro respondió a su confesor, que le prometía que aquel mismo día cenaría con nuestro Señor: «Mejor sería que le acompañara usted, porque yo ayuno.» Otro que pidió de beber, como el verdugo lo hiciera primero, dijo que ya no quería de miedo de atrapar el mal venéreo. De todos es conocido el cuento del picardo a quien, encontrándose en las gradas del patíbulo, presentaron una joven para que se desposara, libertándole así, como nuestra justicia consiente a veces, el picardo dijo al verdugo, luego de haberla contemplado ligeramente, y de haber advertido que cojeaba: «¡Ahórcame! ¡ahórcame! que se tambalea.» Refiere que en Dinamarca, un hombre que había sido condenado a muerte, estando ya en el patíbulo, como le hicieren la misma proposición que al picardo, dijo que la joven que le ofrecían tenía las mejillas caídas y la nariz demasiado puntiaguda. Un sirviente de Tolosa, acusado de herejía, dio por toda razón de su creencia que profesaba las mismas ideas de su señor, joven escolar que estaba preso en su compañía, y consintió mejor morir con él que declarar que su amo pudiera equivocarse. Muchos habitantes de la ciudad de Arrás, cuando ésta fue conquistada por Luis XI, prefirieron ser ahorcados antes que gritar ¡Viva   —202→   el rey! Entre las almas de los bufones ha habido algunos que no abandonaron su cínica licencia ni aun en la hora de la muerte. Uno a quien el verdugo iba a rematar, exclamó: «¡Vogue la galera!», tal era su expresión favorita. Otro a quién habían acostado, próximo ya a morir, en un jergón tendido a lo largo de un banco de la cocina, como el médico le preguntase dónde sentía el mal: «Entre el banco y el hogar», contestó; y al sacerdote que buscaba los pies del enfermo para darle la extremaunción (el bufón los tenía contraídos por el mal), le dijo: «Los encontrará en el extremo de mis piernas.» Como le exhortaran a que se encomendase a Dios: «¿Quién va a verle?», preguntó, y como le contestaran: «Tú mismo, si al Señor le place», replicó: «¿Iré mañana por la noche? -Encomiéndate a él, porque pronto estarás en su compañía. -Entonces, concluyó, mejor será que me recomiende yo misma en persona.»

Aun en el día, en el reino de Narsinga, las mujeres de las sacerdotes son enterradas vivas con los cuerpos de sus maridos; todas las demás son quemadas en los funerales de los suyos respectivos, consintiendo en ello con firmeza y alegría. A la muerte del rey, sus esposas, concubinas y favoritas, lo mismo que sus oficiales y servidores, que entre todos forman casi un pueblo, se presentan tan alegremente ante la hoguera donde sus cuerpos van a arder, que diríase que tienen a grande honor el acompañar a su amo. Durante nuestras últimas guerras de Milán, en las que tuvieron lugar peripicias de todas suertes, el pueblo, impaciente con tan variados cambios de fortuna, llegó a considerar la muerte con tal indiferencia, que según oí referir a mi padre, se suicidaron hasta veinticinco ricos propietarios en una semana, accidente que recuerda el de los xantianos, quienes sitiados por Bruto, se precipitaron en tropel, hombres, mujeres y niños, con un apetito tan furioso de la muerte, que nada hicieron por escaparla, de tal suerte que apenas si Bruto logró salvar a unos cuantos.

Toda opinión es suficientemente fuerte para abrazarla y defenderla aun a costa de la vida. El primer artículo del valeroso juramento que Grecia mantuvo en las guerras médicas, consistió en que cada ciudadano prefiriese la muerte a la vida, mejor que cambiar las leyes griegas por las persas. ¡Cuántos se ven en la guerra de los turcos y griegos que aceptan con placer una muerte dura antes que descircuncidarse para recibir el bautismo! Ejemplo es éste que todas las religiones imitarían.

Habiendo los reyes de Castilla arrojado a los judíos de sus dominios, el rey Juan de Portugal vendioles por ocho escudos por cabeza el derecho de recogerse en sus Estados durante cierto tiempo, con la condición de que transcurrido este tenían que marcharse, y el propio rey les prometía   —203→   facilitarles barcos para que se trasladasen al África. Llegado el día de la partida, pasado el cual los que se quedaran debían ser considerados como esclavos, los barcos les fueron concedidos con harta economía; los que se embarcaron recibieron perverso trato de los marineros, quienes, aparte de otras varías indignidades, los llevaron por el mar de un lado a otro, unas veces hacia adelante y otras hacia atrás, hasta que hubieron consumido sus vituallas, y se vieron obligados a comprárselas a ellos a tan elevado precio, que cuando tocaron tierra, no les quedaba más que al camisa. La nueva de esta inhumanidad, cuando fue sabida por los que no se habían embarcado, dio por resultado que la mayor parte de ellos se resignaran a la servidumbre; algunos cambiaron aparentemente de religión. Manuel, sucesor de Juan, cuando llegó al trono les concedió primero la libertad, y cambiando luego de parecer, les ordenó que abandonaran el país consignándoles tres puertos para el pasaje. Esperaba, dice el obispo Osorio, el mejor historiador latino de nuestra época, que el favor de la libertad que les había devuelto no habiéndoles convertido al cristianismo, el peligro de ser víctimas del saqueo de los marineros, junto con el abandonar un país a que estaban habituados y en el que eran dueños de grandes riquezas, para arrojarse en regiones extranjeras y desconocidas, los retendría. Mas viéndose engañado en su designio, porque los judíos deliberaron alejarse, les suprimió dos de los puertos que les había prometido para embarcarse, a fin de que la distancia, y molestias del trayecto retuviera algunos, o para que hubiese medio de amontonar a todos en un lugar determinado para poner en práctica un proyecto, que había ideado, que fue el de ordenar que arrancasen de entre los brazos de los padres y de las madres todas las criaturas que tuvieran menos de catorce años, para trasladarlas lejos de la vista y dirección de las que los habían engendrado, en lugar donde fuesen adoctrinadas en la religión católica. Cuentan que tal medida fue origen de espectáculos terribles; la natural afección de padres e hijos, junto con el celo que sujetaba a éstos a sus creencias religiosas, combatían al par tan violenta orden, y se vio a padres y madres darse la muerte y arrojar a sus criaturas en los pozos. A cometer actos tan horribles movíanles la compasión y la piedad, para que así escaparan al cumplimiento de la ley. En conclusión, expirado el plazo que el rey les había fijado, como tuvieran falta de medios para marcharse, entregáronse a la servidumbre. Algunos se hicieron cristianos; mas en su fe, aun hoy, que han transcurrido cien años, pocos portugueses tienen seguridad, aun cuando la costumbre y el transcurso del tiempo sean consejeros mejores para tales cambios que cualesquiera otras causas.

En la ciudad de Castelnaudary, cincuenta herejes albigenses   —204→   sufrieron a la vez con valor indomable el ser quemados vivos antes que renegar de sus creencias. Quoties non modo ductores nostri, dice Cicerón, sed universi etiam exercitus, ad non dubiam mortem concurrerunt322. He visto a uno de mis más íntimos amigos correr a la muerte con verdadera rabia; con afección tan intensa y tan arraigada en su corazón por causas diversas, que me fue imposible arrancárselas; y a la primera que a su imaginación se presentó, so pretexto de ideas de honor, se dio la muerte sin que pudieran conocerse los verdaderos motivos, con hambre tremenda y deseo ardientísimo. En nuestro tiempo mismo hemos visto muchas personas, hasta criaturas, que por temor de alguna leve incomodidad han corrido hacia la muerte. Y a propósito de hechos análogos, dice un escritor antiguo: «¿Qué será lo que no temamos, si hasta nos asusta aquello que la misma cobardía elige para su retiro?»

De trasladar aquí el registro de los individuos, hombres y mujeres de todas condiciones de sectas diversas que aun en los siglos más prósperos que el nuestro han guardado la muerte sin miedo o buscándola de intento, e ido a su encuentro, no sólo para huir los males de esta vida, sino también por escapar simplemente al cansancio de la existencia, y otros por la esperanza de encontrar una vida mejor, no acabaría nunca. El número es tan grande, tan infinito, que será mejor citar sólo algunos de los que la han temido. Un día de fuerte tormenta se encontraba Pirro el filósofo en un barco, y mostró a los que veía más dominados por el miedo un cerdo que se mantenía tranquilamente, sin temor alguno, sin inquietarse nada por la tempestad. ¿Nos atrevemos, pues, a sostener que la razón humana, que tanto enaltecemos y por la cual somos dueños y emperadores del resto de las criaturas, haya sido puesta en el hombre sólo para servirle de tormento? ¿Para qué nos sirve entonces el conocimiento de las cosas si nos hace ser más cobardes? ¿Si con el conocimiento perdemos tranquilidad y reposo, adónde iríamos a parar sin él? ¿Y si nos hace inferiores al cerdo, cuyo ejemplo mostraba Pirro a los miedosos? La inteligencia de que hemos sido dotados para nuestro mayor bien, ¿la emplearemos para nuestra ruina, yendo en oposición del designio de la naturaleza y del orden universal de las cosas, las cuales ordenan que cada uno use de sus facultades y medios para su comodidad y en ventaja propia?

Concedo, se me dirá, que estos razonamientos sirvan para no atemorizarse ante la muerte. ¿Pero cuáles oponer a la indigencia y al dolor, que Aristipo, Jerónimo y la mayor   —205→   parte de los sabios consideraron como el peor de los males? Y los que niegan la existencia del mal lo manifiestan por sus acciones. Encontrándose atormentado Posidonio por una enfermedad aguda, en extremo dolorosa, recibió la visita de Pompeyo, quien se excusó de haber escogido hora tan inoportuna para oír hablar al enfermo de filosofía. «No quiera Dios, respondió Posidinio, que el dolor tenga sobre mí fuerza bastante que me impida discurrir», y comenzó a disertar sobre el menosprecio del mismo; mas, sin embargo, el sufrimiento le oprimía, haciéndole exclamar: «¡Oh dolor, por más que me pruebes, no diré que seas un mal!» Este hecho, a que los estoicos dan importancia tan grande, ¿es por ventura un argumento contra el menosprecio con que debemos experimentar el dolor? Posidonio sólo niega la palabra. Si el aguijoneo del mal físico no la daña, ¿por qué interrumpe su discurso? ¿Por qué da importancia tanta al hecho simple de no llamarle un mal? Cuando nos encontramos bajo la influencia de la tortura física los razonamientos están de más. En nuestro poder sólo reside opinar del resto. La realidad verdadera desempeña aquí su papel. Nuestros propios sentidos son los jueces de él:


Qui nisi sunt veri, ratio quoque falsa sit omnis.323



¿Por ventura podemos persuadir a nuestra piel de que los latigazos la hacen cosquillas, ni a nuestro paladar de que el áloe sea vino generoso? El cerdo de Pirro puede servir aquí de ejemplo adecuado; el animal estaba impávido ante la muerte, pero si lo hubieran sacudido, se habría quejado. ¿Acaso reside en nuestra mano el poder de ir contra la ley general de la naturaleza, que domina en todo cuanto existe bajo el firmamento, dejando de estremecernos bajo el peso del dolor? Hasta los árboles parece que gimen cuando se les hiere. La muerte no se siente más que por raciocinio, por ser un hecho que se realiza en un instante.


Aut fuit, aut veniet; nihil est praesentis in illa:
morsque minus paenae, quam mora mortis, habet.324



Mil hombres, mil animales, mueren antes que se hagan cargo de encontrarse amenazados por la muerte. Lo que tememos en ella es el dolor que siempre la precede. Sin embargo, si damos crédito a un padre de la Iglesia, malam mortem non facit, nisi quod sequitur mortem325: yo me atrevería a suponer que ni lo que precede a la muerte, ni lo que las sigue guarda relación con ella para nuestro espíritu.

  —206→  

Buscamos para excusarnos pretextos que no tienen fundamento alguno; por experiencia creo que la idea de la muerte es lo que nos hace impacientes al dolor, y que la sentimos doblemente cruel porque nos amenaza con su golpe. Mas la razón acusa nuestra cobardía, que nos hace temer cosa tan repentina, tan inevitable, tan insensible. Los males que no tienen gran trascendencia no los consideramos como tales: el dolor de muelas o la enfermedad de gota, por crueles que sean, como no matan, no los miramos como enfermedades.

Ahora bien; supongamos que en la muerte consideramos sólo el dolor; como también la pobreza nada que temer ofrece sino el mismo dolor, al cual nos empuja por la sed, el hambre, el frío, el calor y todos los otros males que forman su séquito; limitémonos, pues, a hablar del dolor. Concedo de buen grado que sea la desgracia mayor de nuestra vida, pues soy de los que más la detestan y de los que más le huyen, por no haber tenido hasta el presente, gracias Dios, gran comercio con él; yo creo que en nosotros reside, si no el poder de reducirlo a la nada, al menos el de debilitarlo por la paciencia, y el de alcanzar, a pesar de los sufrimientos corporales, que el alma y la razón se mantengan resistentes y bien templadas. Si tal poder no estuviera en nuestra mano, ¿a qué serviría enaltecer el vigor, el valor, la fuerza, la magnanimidad y la resolución? ¿Cuál sería el empleo que daríamos a esas virtudes excelsas, si no hubiera sufrimiento que desafiar? Avida est periculi virtus326: Si no hubiera duras penalidades que sufrir; si no se pudiera resistir a pie firme el calor abrasador del mediodía, alimentarse de carne de burro o de caballo, verse cortar en pedazos y extraer una bala de los huesos, sufrir el cauterio y la sonda, ¿dónde estaría la superioridad que pretendemos tener sobre el vulgo? Difícil es escapar al influjo del dolor y al mal, por eso sientan los filósofos que entre los actos igualmente laudables debe preferirse la práctica del que mayor pena ocasione. Non enim hilaritate, nec lascivia, nec risu, aut joco, comite levitatis, sed saepe etiam tristes firmitate et constantia sunt beati327. Por esta razón también creyeron nuestros padres que las conquistas realizadas a viva fuerza, por el azar de guerra, eran superiores y más valederas que las que se llevan a cabo mediante la seguridad completa y las negociaciones diplomáticas.


Laetius est, quoties magno sibi constat hosestum.328



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Es una razón que recae en ayuda de nuestro consuelo el considerar que cuando el dolor es violento suele ser corto, y que si es de larga duración suele ser ligero; si gravis, brevis; si longus, levis. Experimentándolo con vigor no se siente mucho tiempo, pues al fin, o acabará el mal o la persona será la que concluya: uno y otro vienen a ser lo mismo; cuando el dolor no se soporta, él se encarga de ser el vencedor. Memineris maximos morte finiri; parvos multa habere intervalla requietis; mediocrium nos esse dominos: ut, si tolerabiles sint, feramus; sin minus, e vita, quum ea non placeat, tanquam e theatro, exeamus329. La causa de que seamos débiles para soportar el mal reside en que no estamos habituados a buscar en el alma nuestro principal contento; en que en ella no nos fundamentamos en tanto grado como debiéramos. El alma es dueña soberana de nuestra condición. El cuerpo no tiene, con escasa diferencia, mas que un solo modo, un solo medio; el alma es variable en toda suerte de formas y dirige hacia ella y a su estado, cualesquiera que éstos sean, los accidentes e impresiones del cuerpo; por tanto, precisa estudiarla y despertar en ella sus resortes, que son todopoderosos. No hay razón, prescripción ni fuerza que resistan a su inclinación y voluntad. De tantos y tantos medios como tiene a su disposición, démosla uno adecuado a nuestra conservación y reposo, y con ello nos veremos no sólo a cubierto de todo daño, sino hasta mejorados con su concurso de las ofensas y de los males. Todo puede el alma convertirlo en su provecho: el error, los sueños, pueden servirla útilmente como materia propicia a resguardarnos, y a proporcionarnos contento. Fácilmente puede reconocerse que lo que en nosotros aguza el dolor o hace más intensos los placeres es el aguijón de nuestro espíritu. Los animales, en quienes no reside tal fuerza, dejan al cuerpo sus sentimientos libres e ingenuos, que son, por consiguiente, iguales en cada especie, con escasas diferencias, como muestran por la semejante aplicación de sus movimientos. Si nosotros no alterásemos en nuestros órganos la función que les es inherente, es muy probable que estaríamos mejor, pues la naturaleza los ha dado un temple justo y moderado, lo mismo hacia el placer que hacia el dolor, el cual temple no puede menos de ser equitativo siendo uno mismo para uno y otro. Pero puesto que nos hemos emancipado de sus reglas para abandonarnos a la vagabunda libertad de nuestras fantasías, ayudémonos al menos a plegarlas del lado más agradable. Teme Platón   —208→   que el dolor y el placer nos atraigan de una manera demasiado viva, lo cual se explica considerando que, según este filósofo, existe una perfecta unión entre el alma y el cuerpo; yo no participo de tal creencia. Así como el enemigo se encarniza más cuando huimos, así el dolor se enorgullece cuando nos tiene bajo su dominio. Más soportable será para, quien le haga frente; es preciso que opongamos contra él toda suerte de resistencias. Si nos echamos atrás, si nos acobardamos, no hacemos más que llamarlo y atraer la ruina que nos amenaza. Del propio modo que el cuerpo soporta y se hace más resistente la fatiga sometiéndolo a duras pruebas, el alma adquiere también con los trabajos la fortaleza.

Pero vengamos a los ejemplos, que constituyen la materia más adecuada para las gentes que como yo no tienen grandes fuerzas, y encontraremos en ellos que con el dolor acontece lo mismo que con las piedras preciosas, las cuales muestran un brillo más o menos intenso, según el lugar donde se las coloca; así el dolor en el hombre no ocupa mayor espacio que el que se le consiente. Tantum doluerunt, quantum doloribus se inseruerunt330. Mayor mal nos ocasiona un lancetazo del cirujano que diez pinchazos recibidos en el calor del combate. Los dolores de parto, considerados por los médicos y por Dios mismo como de tanta gravedad, y que nosotros soportamos con mil alaridos, hay pueblos enteros que los resisten como si tal cosa. Y no hablemos de las mujeres de Lacedemonia. Entre las suizas, esposas de nuestros soldados, ¿qué alteración se encuentra cuando dan a luz? Marchando en pos de sus maridos se las ve que llevan hoy cargado en las espaldas el muchacho que ayer aun tenían en el vientre. ¿Y qué decir de esas gitanas que vemos en nuestros lugares, que por sí mismas lavan los hijuelos que acaban de nacerles, y toman sus baños en los ríos más próximos? Dejando a un lado tantas y tantas mujeres que destruyen sus criaturas en la generación lo mismo que en la concepción, ¿qué decir de aquella noble esposa de Sabino, patricio romano, que por cuidado del interés ajeno, soportó sola, sin auxilios, voces ni gemidos, el parto de dos gemelos? Un muchachuelo de Lacedemonia que había robado un zorro y ocultádolo bajo sus vestiduras, sufrió mejor que le destrozara el vientre que el ser descubierto. Hay que advertir que en Lacedemonia se temía más la vergüenza de pasar por desmañado de lo que nosotros tememos el castigo de nuestra maldad. Otro que incensaba el ara de un sacrificio, consintió en dejarse abrasar hasta los huesos por un carbón que le cayó en la bocamanga de su túnica antes que   —209→   perturbar la ceremonia. Otros hubo, en gran numero, que por poner a prueba su virtud, conforme a las costumbres de su país, sufrieron a la edad de siete años el ser azotados hasta la muerte, sin que por ello ni siquiera se alterase su mirada. Cuenta Cicerón que los vio atacarse en tropel con fiereza y rabia tales, haciendo uso de pies, manos y dientes para la lucha, que perdían el sentido antes que darse por vencidos. Nunquam naturam mos vinceret; est enim ea semper invicta: sed nos umbris, deliciis, otio, languore, desidia, aninum infecimus; opinionibus maloque more delinitum mollivimus331. De todos es conocida la acción de Mucio Scévola, el cual habiéndose internado en el campo enemigo para matar al jefe, no pudo lograr su intento; y viéndose obligado a declarar a Porsena, para dejar ileso el honor de su patria, no ya sólo su designio, sino además que había en el campo gran número de romanos cómplices de su empresa, todos de su mismo temple, dijo que no los descubriría; luego, para dar una muestra del vigor de su alma hizo que le llevaran un brasero en el cual puso su brazo hasta achicharrárselo, y allí lo dejó hasta que el enemigo mismo horrorizado ordenó retirar el fuego. ¿Qué decir del que sufrió la amputación de un miembro sin interrumpir la lectura de un libro que tenía en la mano? ¿Y también ce otro que se obstinó en reírse y burlarse a saciedad de los tomentos que le inferían hasta el punto de que irritada la crueldad de sus verdugos le dejaron libre? Este hombre era un filósofo. Pero hasta un gladiador de César sufrió riendo los suplicios más horribles: Quis mediocris gladiator ingemuit?, quis vultum mutavit unquam? Quis non modo stetit, verum etiam decubuit turpiter? Quis, quum decubuisset, ferrum recipere jussus, collum contraxit?332

Hablemos ahora de las mujeres. ¿Quién no ha oído el caso, en París, de una que se hizo arrancar la piel sólo porque su cutis adquiriera mayor frescura? Hay quien se ha hecho arrancar los dientes teniéndolos sanos, con objeto de poseer una voz más blanda y pastosa, o también para colocarlos de modo más conveniente. ¡Cuantísimos ejemplos de menospreciar el dolor podemos contar parecidos! ¿Qué no hacen, adónde no llega el poder de las mujeres por poco que se trate de mejorar, o de hacerlas esperar prosperidad en su belleza?

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Vellera queis cura est albos a stirpe capillos,
    et faciem, dempta pelle, referre novam.333



He visto algunas que comían arena o ceniza con objeto de estropearse el estómago y adquirir así palidez. Para formarse un talle esbelto, ¿qué suplicios no sufren apretándose y ciñéndose los costados con cinturones crueles hasta que las sale la carne viva, y algunas veces hasta encontrar la muerte?

Vese con frecuencia en muchos países de nuestro tiempo que algunos se infieren heridas para dar fe a su palabra. Nuestro rey cuenta ejemplos notables de los que vio en Polonia, y tuvo ocasión de examinar de cerca. Aparte de lo que había sido imitado en Francia por algunos, cuando regresé de los famosos Estados de Blois, poco antes había yo visto una muchacha en Picardía, quien, para testimoniar la sinceridad de sus promesas, al par que su constancia, se hirió con la aguja que llevaba en la cabeza, infiriéndose en el brazo cuatro o cinco hendiduras profundas que la hicieron castañetear la piel y manaban abundante sangre. Los turcos se hieren profundamente por sus damas, y con el fin de que las huellas de las cortaduras permanezcan, se aplican en ellas hierro candente, que dejan sobre las heridas un tiempo increíble para detener la sangre que la cicatriz se forme; personas que lo han visto me lo han contado y me han jurado ser verdad: por la cantidad de diez maravedises encuéntrase todos los días entre ellos quien esté dispuesto a darse una profunda cuchillada en el brazo o en los muslos. Me congratula encontrar más a la mano testimonios que nos conciernen más; la cristiandad nos los procura en grado suficiente, y después del ejemplo de Jesucristo Nuestro Señor, hubo muchas personas que por devoción quisieron llevar la cruz a cuestas. Por testimonio muy digno de crédito sabemos que el rey san Luis no dejó los cilicios hasta que en su vejez su confesor le dispensó de ellos, y que todos los viernes se hacía flagelar las espaldas por su limosnero con cinco cadenillas de hierro que para este uso llevaba siempre consigo en una caja.