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ArribaAbajoCapítulo IV

Abandono y destrucción de Chillán en 1655


1.- El trabajo de los hijos de Chillán habían hecho la grandeza de la ciudad; el mal Gobierno de don Antonio de Acuña y Cabrera frustra todas las esperanzas: sus hermanos lo dominan y engañan; expedición descabellada contra los osorninos que subleva a los indios. 2.- Rompe la sublevación en Chillán; horribles males que causan entre Mauley Bío-Bío; la expedición del sur fracasó vergonzosamente. 3.- Desgracias que experimenta Chillán; se levanta Lehuepillan, cacique de Tomeco, y le sigue Tinaqueupu, que hace en el pueblo grandes perjuicios; el capitán Gómez Bravo sale contra Tinaqueupu y muere, juntamente con el capellán Juan Bernal. 4.- Nuevos jefes araucanos indígenas se encargan del ataque a Chillán; el cacique Loncomilla y el capitán Bravo de Saravia: marchas y contra marchas del indio; salen de la plaza los Barrera y otros jefes y se retira el cacique. 5.- Quelataru, cacique de Tomeco, asalta a Chillán, levanta un fuerte; pelean valerosamente ambos ejércitos; la Virgen del Rosario colocada en la plaza pública, para consuelo y esperanza de los guerreros. 6.- Retíranse los indios hacia la Araucanía; la peste viruela prende en la ciudad; el jesuita, P. Nicolás Mascardi, llega oportunamente a prestar sus servicios en el pueblo; ataque de los cordilleranos a la ciudad. 7.- Vecinos de Concepción aumentan la inquietud entre los sitiados; cuentan las desventuras de los del sur; cabildo abierto para estudiar la situación; proyecto de abandonar la ciudad. 8.- La bella Peregrina o la Virgen Santísima en traje de caminante. 9.- Se acuerda abandonar la ciudad e irse a Santiago; jefes que preparan y dirigen el viaje; marcha la expedición llevando a los apestados: el P. Mascardi lleva el Santísimo Sacramento; los indios destruyen la ciudad y no dejan piedra sobre piedra, para borrar aun el recuerdo de Chillán.


1.- Setenta y cinco años de vida llevaba la ciudad de San Bartolomé de Chillán y marchaba por una senda accidentada, ya de contratiempos, ya de esperanzas; pero siempre con la fundada expectativa de que el trabajo tesonero de sus hijos la llevaría a muy alto grado de prosperidad. Las paces celebradas por el presidente don Antonio de Acuña y Cabrera con los araucanos en Boroa, en el verano de 1651, mantuvieron en tranquilidad a las principales tribus indígenas y tal vez la general tranquilidad se habría prolongado por algunos años, si no hubiera sido que la desmentida ambición de unos cuantos allegados del gobernador, sacan a éste del honrado propósito de ganarse a los indígenas por medios pacíficos y de evitar la guerra con ellos.

El gobernador Acuña y Cabrera, que había sido nombrado interinamente al principio, entró a gobernar en propiedad desde principios de 1653. Desde esta fecha puede decirse que fueron ministros absolutos de gobierno la mujer del gobernador Juana Salazar, y sus dos cuñados, Juan y José Salazar. Los tres hermanos soñaron con labrarse una colosal fortuna y echaron mano de cuanto medio podía favorecer sus ambiciosos cálculos: fue uno de ellos el disponer frecuente correrías entre los indios y hacer el mayor número de cautivos, de toda edad y condición. Esos prisioneros eran vendidos y después enviados fuera de sus tierras y aún fuera del país, al Perú, en donde eran sometidos a servicios semejantes a la esclavitud.

Llevados de sus instintos de rapacidad, los hermanos Salazar idearon una expedición contra los indios del sur, de la región costanera de Osorno, que a su juicio, les rendiría buena ganancia. Los principales capitanes españoles condenaban la expedición, y los araucanos no la miraron con buenos ojos.

No vieron los desaconsejados hermanos que actuaban entre militares españoles descontentos con ellos y con el gobernador, ni con los indígenas eran más astutos y menos pacientes que lo que ambos se habían imaginado.

Desde que los indios entendieron que las paces no serían respetadas por los jefes del gobierno y del ejército, se prepararon calladamente para amparar sus derechos y sus personas; y anduvieron tan cautos y mañosos en tomar sus medidas de defensa, que nadie entre los españoles pudo conocer con exactitud cuan extensiva era la sublevación que contra ellos se preparaban en todo el país.

Porfiados y tenaces los hermanos Salazar, no hicieron caso de las generales y prudentes advertencias de todos los jefes y capitanes más experimentados del ejército ni de otras personas graves y dignas de ser oídas, y dieron las órdenes necesarias para la expedición al sur. Al frente de ella se puso Juan Salazar; el otro hermano quedó al mando de las tropas que resguardaban los territorios araucanos.

2.- Apenas se habían alejado los expedicionarios al sur, rompió la sublevación indígena comenzando por los habitantes del oriente de Chillán. El fuego prendió rápida y vorazmente en toda la región guerrera, del Maule al sur, y se extendió aún hasta entre los indígenas auxiliares de las tropas españolas hasta Santiago. Entre el Maule y el Bío-Bío, todo lo asaltaron, todo lo robaron los sublevados. Quemaron las casas de los fundos mataron o cautivaron miles de los vivientes en ellos; arrollaron los víveres y ganados que encontraron en las haciendas y los llevaron hacia los campos de ceja de la cordillera andina, con el ánimo de llevarlos a las reducciones más apartadas, dentro de los propios territorios y hasta las regiones de los pehuenches y de los huilliches ultracordilleranos.

«En un momento -dice un cronista- se echaron sobre todos los establecimientos y sobre las estancias del territorio comprendido entre los ríos Maule y Bío-Bío, y atacaron las plazas situadas en su país interior. Cautivaron más de mil trescientas personas españolas. Saquearon trescientas noventa y seis estancias. Quitaron cuatrocientas mil cabezas de ganado vacuno, caballar, cabrío y de lana; y ascendió la pérdida de los vecinos y del rey a ocho millones de pesos, de que se hizo jurídica información. Se abandonaron las playas y fuerte sin que quedasen otros que Arauco, Baroa y un fortín en el cerro de Chepe. Arruinaron todas las casas de conversación. Cautivaron los vasos sagrados y con sacrílego desacato destrozaron y ultrajaron las santas imágenes y entregaron los templos al fuego.

Fue tan general la conspiración que de más de treinta mil indios amigos no quedaron de paz más de treinta. Los demás se revelaron y fueron los mejores soldados de su ejército: habían aprendido en buena escuela el arte de la guerra. Estos horribles males causaron el interés y la adulación fomentada por una mujer»41.



La expedición al sur tuvo el más vergonzoso fracaso, y los ejercicios de la Araucanía, mandados por José Salazar, experimentaron las más humillantes derrotas.

El gobernador, engañado hasta el último momento, no abrió los ojos sino cuando se vio amenazado en su cuartel general de Rere y obligado, por el temor y la cobardía, a emprender la fuga más vergonzosa de que hay recuerdo en la historia nacional.

Llegado a Concepción el atribulado gobernador, y hecho el blanco de la pública indignación, tuvo que soportar la vergüenza de verse depuesto del mando por el pueblo enfurecido que, con justicia, lo hacía responsable del diluvio de males que se descargaban sobre la nación.

Seguían entre tanto los indios su obra de destrucción y de muerte, yendo de norte a sur en la región de guerra como un inmenso turbión que todo lo arrolla en su furia y todo lo sepulta en su vertiginosa corriente:

«Éste fue el fin de tan estrepitosa campaña -dice el cronista Córdoba y Figueroa- y el principio de un diluvio de males, para cuya expresiva nos faltan adecuada voces: y es cosa portentosa de que en un improviso se sublevasen doscientos leguas de país en longitud y latitud de mar a cordillera, que es la del reino, tomando las armas cuantos indios la habitaban, todos voluntarios y raros compulsos... Se abandonaron las plazas de Arauco, San Pedro, Coleura, Buena Esperanza, Nacimiento, Talcamávida, Boroa y después la ciudad de San Bartolomé de Gamboa, con tan terrible consternación que a la credulidad excede»42.



De este lamentable suceso de los sufrimientos de los vecinos de Chillán, del abandono, de la ciudad y de su destrucción por los indios de los escasos pormenores que, sin orden ni concierto, se encuentran en las crónicas coloniales y de datos que nos hemos proporcionado y que sólo ahora ven la luz de la publicidad.

3.- Hemos dado una rápida idea de lo que fue la gran sublevación de 1655, y dijimos que por Chillán aparecieron sus primeras manifestaciones, y ellas fueron causadas por desaciertos administrativos cometido en esta región por el desgraciado presidente Acuña y Cabrera.

Mandó el presidente que los indios de la reducción de Tomeco, noroeste de Yumbel, fueran llevados Chillán y sus cercanías, con el objeto de ocuparlos en los trabajos de los fundos y en los servicios de la ciudad. Esta orden en consulta, dictada contra el parecer de personas sensatas, prendió el fuego de la sublevación que venía preparándose desde tiempo atrás. El cacique de Tomeco, Lehuepillan, se resistió a las órdenes del gobernador e incitó a los indios a la revuelta y envió la flecha a los indios de guerra y a los del servicio y amistad de los españoles.

«Como a nosotros -decían Lehuepilla-, a los demás caciques, nos querían obligar a trabajar, otro día los obligarían a ellos que fuesen a las minas y sementeras y que ya comenzaban por él y por su gente, por lo cual era mejor rebelarse de una vez y acabar con todos los españoles».



Fue esto a fines de 1654.

Antes de dar el grito de guerra general y por modo de tanteo de la situación, se movió al llamado de Lehuepillan, el jefe pehuenche Inaqueupu y concertó con los cordilleranos del Partido del Ñuble, una salida hacia el llano, con el objeto de asaltar las estancias de los españoles y llevarse los animales y cuantos elementos de boca y de vida pudieron recoger. Vinieron en su ayuda algunos expertos capitanes araucanos y de acuerdo todos, salieron los asaltantes por todos lo boquetes de la cordillera, desde el Laja hasta el Longaví. Salió Inauqeupu por el paso de Retamal, orillas del Longaví, y fue a marcha forzada, hacia el punto de cita, orillas de cordillera, entre el Ñuble y el Chillán.

Más de dos mil indios se juntaron a Inaqueupu, que, al oriente de Chillán, hizo frente a la caballería del capitán Bartolomé Gómez Bravo, que iba desde la ciudad a carretear al indio. En la refriega murió el capitán Gómez Bravo y el cura Juan Bemal, párroco de Yumbel que quiso acompañar al ejército en calidad de capellán. No se hizo ilusiones Inaqueupu sobre la suerte de sus armas. Partió su gente en dos divisiones: despidió a una que llevara los caballos y ganados robados al enemigo y con la otra sostuvo mañosamente la atención de los españoles hasta tanto calculó que la primera división estaría libre de todo peligro. Hábil el indio, midió la capacidad de las fuerzas españolas y calculando que no lo podían atacar con éxito, se fue retirando hacia la cordillera, defendiéndose del enemigo que lo seguía a corta distancia, pero sin resolver a empeñar batalla. Ganó los cerros de los Baños Inaqueupu, por el lado del sur, y volviendo por el norte del nevado de Chillán. siguió tranquilamente con su abundante presa, que repartió con sus capitanes en las lagunas de Epulafquen43.

Ardió luego el fuego de la general conspiración y fue Chillán uno de los puntos más amargados por los rebeldes, Bien sabían ellos que esta ciudad, con su fuere y con el que se construyó a la orilla del Ñuble, eran puntos estratégicos de primera fuerza, tanto para la defensa de la región, como para descanso y seguridad de las tropas que pudieran pasar hacia los territorios Araucanos. Por eso se propusieron destruir ambos estorbos y tenerlos libres el paso a los indios del sur del Bío-Bío, a quienes suponían triunfadores de los españoles y resueltos a marchar sobre Santiago.

4.- El cacique Loncomilla se puso a la cabeza de los indios cauquenes purapeles, putaganes y perquilauquenes y se acercó al Ñuble. Salió de Chillán el alférez real don Francisco Bravo de Saravia, con trescientos hombres, entre españoles e indios amigos y alcanzó a pasar el Ñuble antes que llegara a sus orillas el cacique. Tenía éste más numerosas huestes; pero no quiso comprender el éxito de su expedición, cuyo objeto principal era llegar a la ciudad y tomarla. Simuló Loncomilla una contramarcha y con ella engañó a Bravo de Saravia, que armó sus tiendas en Canga (Cocharcas), libre de sobresalto de parte de un enemigo que se retiraba.

Durante la noche hizo un rodeo hacia el oeste el jefe indio y velando el sueño de los españoles, atravesó el río como una legua más abajo. Percibió la maniobra Bravo de Saravia y repasó el río a las primeras luces del alba, y sin detenerse fue acercándose a la ciudad sin apresuramiento44.

Conocedores en Chillán de lo que pasaba en Ñuble, salieron en auxilio de Bravo de Saravia los capitanes Barrera, don Juan, don Diego y don Gaspar, militares valerosísimos y llenos de entusiasmo por defender su ciudad natal.

No estimó prudente el cacique Loncomilla empeñar combate y se volvió al otro lado del Ñuble, a esperar ocasión oportuna de llegar a la ciudad con probabilidades de tomarla. No tardó en presentarse la facilidad deseada.

5.- El cacique Quelutaru se acercó a Chillán por el sur, capitaneaba los indios de Tomeco, y de los llanos y juntándose ambos jefes prepararon el cerco de la ciudad, confiados en que la suerte favorecería sus ambiciones. Frente y un poco al sur oriente de Chillán levantó Quelutaru un fuerte semejante al que defendía la ciudad: lo rodeó de fosos y de palizadas que dieran abrigo y defensa a sus agentes durante el sitio y los pusieran a salvo de la mortífera acción de las armas de fuego.

Se preparó a la defensa el corregidor y jefe militar de la ciudad don Tomás Ríos y Villalobos, acopiando víveres y amunicionándose como le fue posible. Distribuyó convenientemente sus escasas tropas, que no llegaban a 120 soldados de línea, y puso al frente de las distintas divisiones a los oficiales, alférez real Bravo de Saravia, capitán don Pedro Mardonez, don José Saldías Figueroa y al «famoso triunvirato de la Barrera, don Juan, don Diego y don Gaspar, que desempeñaron gloriosamente su apellido, siendo de barrera invencible contra el torrente impetuoso, y formidable de los rebeldes».

Emprendieron el asalto los indios con tremenda furia resueltos a rendir la plaza o a morir en la demanda.

Divididos en pelotones numerosísimos se acercaron a la ciudad, bajo el fuego que les hacían los castillos del fuerte y sin hacer caso de los destrozos que les causaban. Penetraron por distintas calles llegando hasta las barricadas y defensas que les cerraron el paso. Alertas y resueltos estaban detrás los defensores y opusieron tenaz resistencia al empuje de los enemigos, contestando con igual coraje y denuedo al heroico esfuerzo de los asaltantes. Duró la lucha por largas horas, al fin de las cuales, muertos ya algunos centenares de indios e imposibilitados otros tantos, retiró sus huestes Quelutaru y se acogió al reparo del fuerte que tenía construido.

Rehicieron también sus pérdidas y quebrantos los sitiados: repararon las barricadas y trabajaron otras nuevas más al centro de la ciudad.

A otro elemento de defensa recurrieron los afligidos habitantes. Confiaba muchísimo en sus propias fuerzas; pero ellas podían ser insuficientes para contrastar las más fuertes, y cada día reforzadas, de los indígenas; y acudieron entonces, en forma pública y solemne, a la protección del cielo. El comandante Ríos y Villalobos hizo colocar en la plazuela de San Francisco y muy cerca de las barricadas una imagen de la Santísima Virgen María del Rosario, Patrona de la ciudad. A ella encomendaba el jefe militar la suerte de la ciudad y todos la perdían en fervoroso ruego que sostuviera el valor de los soldados y no permitiría el triunfo de los enemigos.

El número del ejército sitiador se aumentaba diariamente con los refuerzos que venían de todos los puntos del partido, especialmente con los indios de las haciendas, yanaconas o amigos, que se levantaban contra sus patrones y ayudaban eficazmente en las obras de devastación y de guerra. Con ese auxilio y repuestos ya los retirados de las pasadas fatigas, se lanzaron nuevamente al asalto con más resolución que antes. Arrollaron con las defensas que había al comenzar las calles y obligaron a los defensores de la plaza a guarecerse tras la segunda fila de defensas. Arrasaron los asaltantes todo lo que les dejaban libre los sitiados y amenazaban con la destrucción total de la ciudad.

Tampoco favoreció la suerte esta vez a las huestes de Quelutaru. Los españoles hacían terrible resistencia y no abandonaron un solo palmo de suelo detrás de la segunda barricada.

6.- Amainó repentinamente la furia de los indígenas y con extrañeza de los sitiados, no sólo cesaba el combate, sino que se retiraba parte del ejército hacia el sur, dejando sólo las fuerzas necesarias para mantener en el encierro al enemigo. Iban esas tropas hacia Nacimiento y Concepción, en donde se concentraban elementos poderosos para atacar al ejército de Arauco y al cuerpo de milicias que acompañaban al gobernador Acuña y Cabrera, que huía desde Buena Esperanza (Rere) hacia Concepción.

Algo se aligeraron de las fatigas de la guerra los sitiados, pero no para descansar, sino para hacer frente a otra calamidad tan terrible como la que los oprimía: comenzaba a hacerse sentir el hambre y se declaró la peste en la ciudad. Cundió el mal con rapidez, ocasionando gravísimas molestias a los habitantes, que se sintieron oprimidos por un trabajo que se duplicaba penosamente. Comenzó a flaquear el ánimo de los chillanejos y los abatía la idea de que pronto serían imponentes para defenderse de la furia de los indígenas y de los estragos del hambre y de la peste. Pero no cundió el desaliento. El párroco y los religiosos (mercedarios, franciscanos y dominicanos), se multiplicaron para atender a los apestados y alentar a los guerreros. A estos eclesiásticos vino a unirse otro, que fue de grande auxilio para todos, sanos y enfermos. El santo jesuita Nicolás Mascardí. Era misionero de Rere, y ejercía entonces su ministro por los campos: lo sorprendió la noticia del alzamiento lejos de su casa y estando más cerca de Chillán, se vino a este ciudad como a seguro refugio. Lo nombró el cura su teniente y aceptó él la parte de labor que le correspondía en tan tristes circunstancias y trabajó con tanto celo y sacrificio que merece un recuerdo agradecido de parte de los que esto lean.

No habían bajado aún al llano los indios cordilleranos y los puelches y convinieron en salir juntos por le boquete de Alico para caer sorpresivamente sobre Chillán. Llegarían a la ciudad de noche y darían la sorpresa apenas clareara la primera luz del día: así aseguraban el éxito del ataque y entrarían por las calles antes que lo notaran los habitantes. Aunque era algo pueril el cálculo de los pehuenches, podía sin embargo realizarse en parte y causar algún daño al enemigo.

Oyó las conferencias de los capitanes indios un español cautivo que venía con ellos en calidad de hombre de servicio y puso atención a todo lo que hablaban los opinantes. Enterado del proyecto de asalto, huyó del campamento y, forzando la marcha, llegó con suerte a la ciudad, en donde dio aviso y cuenta al comandante de la plaza.

Realizó su programa el ejército cordillerano; entró sigilosamente a la ciudad cuando aún no clareaba la aurora y sin que hubiera manifestado alguna de vida en la población; halagó a los caudillos la ilusión de que serían dueños de la ciudad.

Cauteloso entraron por las calles; pero al querer escalar los parapetos de defensa o las barricadas, se encontraron con los defensores de la plaza que los esperaban en son de guerra. Alguna intestina hicieron los asaltantes; pero instruidos suficientemente de la situación de los españoles, se retiraron con prontitud. Por sobre la barricada que estaba vecina a la plazuela de San Francisco dispararon sus armas sobre algunos soldados españoles que se hallaban a corta distancia y especialmente contra la imagen de la Virgen que estaba allí para la pública veneración y que quedó con varias flechas en su vestuario.

7.- Burlando la vigilancia de los sitiadores, llegaron de Concepción dos vecinos pudientes (más crecido número, según otras opiniones), que venían con la resolución de llevar a esa ciudad a algunos de sus deudos que estaban en Chillán, librándolos de la desesperada y triste situación en que se encontraban. Estos viajeros trajeron al vecindario otra calamidad más temible que las que ya los abrumaban: el pánico.

Contaron que había caído en poder de los indios sublevados todos los pueblos y plazas fuertes de la tierra araucana; pintaron con vivos colores el diluvio de desgracias que llovía sobre las haciendas y propiedades en toda la nación; creían que sólo era cuestión de tiempo el triunfo completo de los indios y que no quedaba otro recurso que acogerse al reparo de Concepción, en donde había más facilidades de vida y la seguridad de retirarse por el mar, si los sublevados oprimían la ciudad.

¡He aquí los chillanejos aplastados por tanto cúmulo de sufrimientos y angustias! ¡El hambre, la peste, las fuerzas militares que se diezmaban, las municiones que se acabarían pronto! Y cerniéndose por sobre ese mar de amargura, la consideración de que, de un día a otro, podían llegar las legiones victoriosas de los araucanos, a sellar tanta calamidad con la destrucción y la muerte. ¿Qué hacer...?

Era evidente que, aunque no apretaban el cerco los indios, siempre era insostenible una situación tan desventajosa y tan triste, y que la peste y el hambre abrirían a los enemigos y dentro de muy poco, las puertas de la ciudad. Se reunieron en asamblea todas las autoridades y vecinos de la ciudad, y en cabildo abierto se discutió tan interesante y trascendental problema, de cuya solución pendían la vida o la muerte de los chillanejos. Tres soluciones se presentaban como las más razonables: defenderse hasta el fin, confiando en que pudiera serles favorable la suerte de las armas; aguardar que pudieran venir en su auxilio los ejércitos del sur; o abandonar la ciudad, y emigrar hacia Concepción o Santiago. Como en toda reunión de seres humanos, hubo partidarios para todas esas opiniones y los hubo ardorosísimas. En medio de tanta vacilación, uniformó los pareceres una idea que tuvo unánime aceptación: era ella hacer pública oración al cielo para pedirle que de alguna manera se manifestara a los habitantes cuál era su conveniente.

Del resultado de la súplica general nada dicen los documentos conocidos. Esos cultos públicos dieron origen a una hermosa tradición que, con insignificantes variaciones, ha llegado hasta nosotros: la consignan en sus escritos dos cronistas, de los cuales es como sigue.

8.- El cabildo abierto que se reunió para tratar de lo que convenía hacer la tristísima situación de la ciudad, acordó pedir a Dios, con públicas plegarias, que se dignara usar de especiales misericordia en favor de un pueblo tan afligido. Para obtener con más seguridad el logro de su petición, acordó la autoridad civil pedir al cura y a los superiores de los religiosos (que eran los de la Merced, de San Francisco y de Santo Domingo), que consultaron ellos la medida más apropiada para obtener el fin deseado. Fue unánime parecer entre los eclesiásticos y el vecindario poner como intercesora a la reina del cielo, la Virgen María, que goza en ser invocada con el título de «consoladora de los afligidos». Se dispuso la celebración de una solemne novena en la iglesia parroquial, en honor de la Santísima Virgen del Rosario, honrada como Patrona de la ciudad y que se la hicieran especiales súplicas para que obtuviera de su Divino Hijo Jesús que, de cualquier manera, manifestara su voluntad acerca de las opiniones vertidas en la asamblea, o de lo que más convenía a la población.

Acudió todo el pueblo a los solemnes cultos. Ese vecindario era todo profundamente piadoso y aunque no hubiera sido tanto, pasaba tan dura prueba, que el natural instinto del ser racional, que es naturalmente cristiano, lo elevaba hacia arriba, a buscar en la bondad y poder de Dios la protección y defensa que las propias débiles fuerzas, eran importantes para darles.

Pasaban los días de las súplicas y el cielo se mostraba cerrado y mudo y la Virgen, diferente, al parecer, al clamor de sus hijos. No decayó, sin embargo, la fe y la confianza de aquellas gentes y esperaron que el último día les trajera el consuelo que necesitaban; y así pasó en realidad. Terminaban los devotos ejercicios de la tarde, cuando, súbitamente, aparece en el altar una extraordinaria visión, que sobrecogió los ánimos de los devotos allí presentes, porque a todos y a cada uno se hizo visible. «La bella Peregrina» -gritaron unánimemente todos, grandes y pequeños...- ¡¡La bella Peregrina!!

Era la Santísima Virgen, vestida con el traje de peregrina: tenía la esclavona o muceta, con las conchas que eran de uso para esta pieza de vestir; sostenía en la mano el bordón o bastón y le cubría la cabeza un gracioso sombrerillo y velo como defensa para el sol y el viento, y había en su ademán algo que dejaba entender que iba de marcha, dispuesta a emprender largo viaje. ¡Es la bella Peregrina que va con nosotros -exclamó el pueblo-; es el cielo que nos avisa que dejemos la ciudad emprendamos la peregrinación para salvarnos! Y agrega la tradición que la bella Peregrina, cambiada nuevamente la imagen del altar, marchó al norte, a la cabeza de la expedición, sirviendo a los chillanejos de guía y defensa, hasta que llegaron a lugar seguro. Dejemos aquí la tradición y sigamos nuestro relato.

9.- Resolvió el vecindario abandonar la ciudad y se dirigieron hacia el norte, porque el camino de Concepción estaba lleno de peligro y había el temor de que amagaran esa ciudad los rebeldes que seguían oprimiendo a los españoles en la línea de la frontera.

Dirigieron los aprestos de la marcha los regidores don juan Verdugo y Sotomayor y don Agustín de Saldías y los capitanes don Diego y Gaspar de la Barrera, don Pedro Mardonez, don Francisco Riquelme, don Duarte Suárez de Figueroa, don Gonzalo García Quintana. Enterraron todo los objetos de valor que no podían cómodamente llevar, entre ellos, los candelabros y útiles de iglesia voluminosos o pesados y hasta algunas imágenes.

«Y fue tal la confusión o imposibilidad al tiempo de su retiro, que dejaron oculta una imagen de San Sebastián (que hoy se venera en la plaza de Yumbel) en un tremedal pajizo»45.

«Para abandonar la ciudad formaron las tropas en dos escuadrones y colocaron entre ellos a las mujeres y niños, con los bagajes y utensilios de valor y a corta distancia los pobrecillos apestados, a quiénes los piadosísimos emigrado a no abandonaron un solo momento».



Defensa en lo material era los heroicos soldados, reliquias de los defensores de la plaza, reducidos ahora a la tercera parte del número primitivo; y sostén en lo espiritual, eran el cura párroco don Cristóbal de Segura, los religiosos franciscanos, dominicanos y mercedarios y el padre Mascardí46.

Y auxiliares era las personas grandes, que puedan calcularse en un número de trescientos emigrantes, entre grandes y pequeños, que da el censo que hemos aceptado como más probablemente verdadero. A los cuales hay que agregar algunos centenares de indios de servicio que se mantuvieron fieles, tal vez por tener a algunos de los suyos heridos por la peste.

Se puso a la cabeza de la expedición a la venerada imagen de María, patrona de la ciudad, la misma que estuvo de defensora del pueblo en la plazuela de San Francisco y la misma a quien la hermosa tradición relatada llama la «bella Peregrina».

El padre Mascardí se colocó al cuello una bolsa limpia y en ella guardó el Santísimo Sacramento, que quisieron llevar para el viático de los pobres apestados y para seguro amparo de los peregrinos.

Hicieron los sacerdotes fervorosas plásticas para alentar a los emigrantes e infundirles valor y confianza. Y dada la señal de partida, se puso en marcha el pueblo y salieron en calmado movimiento en dirección a Santiago.

Contemplaban la impotente escena los indios sitiados, y dejaron pasar a los españoles sin hace manifestación alguna hostil.

Apenas abandonaron la ciudad los últimos fugitivos, entraron en ella indígenas y se entregaron a toda clase de fiestas y regocijos en celebración de su triunfo. Entre ellos había muchos indios que fueron del servicio de los chillanejos; ellos señalaron los lugares en que estaban los tesoros y muebles y útiles que escondieron o enterraron los españoles y de todo ello hicieron los vencedores un rico botín.

Y para acabar hasta con el recuerdo de la ciudad, echaron por tierra los edificios sólidos y destruyeron el fuerte; y para completar la destrucción prendieron fuego a los edificios: al cabo de pocas horas no quedaban sino ruinas y el recuerdo de la que había sido San Bartolomé de Gamboa de Chillán. Esto pasaba a mediados de marzo de 1655.




ArribaAbajoCapítulo V

Segunda fundación de Chillán en 1664


1.- Llegan a Maule los emigrados de Chillán: las autoridades de la capital los obligan a no pasar adelante; acuerdos de la Real Audiencia y del Cabildo civil; tristísima suerte que allí esperaba a los chillanejos y sigue por siete años; por qué se prolonga tan rara y triste situación. 2.- El gobernador don Ángel de Peredo: en 1663 comisiona a don Juan de las Ruelas Millán, para iniciar las reconstrucción de Chillán: comienza en octubre de ese año; facilidades que les da Peredo a los operarios y a los jefes. 3.- Cómo trabajó Ruelas Millán: el mismo año 1663 vio terminadas las obras necesarias; viene Peredo a establecer la ciudad. 4.- Instalación de la ciudad el 10 de enero de 1664; nuevas autoridades. 5.- Acta de la fundación de la ciudad del Santo Ángel de Chillán. 6.- Providencias especiales que dicta Peredo en favor del vecindario; la Ordenanzas municipales, hechas por Ruelas Millán: higiene pública, fiestas religiosas, contribuciones; el Santo Ángel de la Guarda, nuevo Patrono de la ciudad, reconocido oficialmente en las Ordenanzas. 7.- Algunos datos sobre la persona moral de Peredo: saludo de despedida al fundador de Chillán.


1.- Los habitantes de Chillán, cuyo éxodo hemos indicado en el precedente capítulo, hicieron alto al otro lado del Maule y no pasaron adelante. Cuando atravesaron ese río, se creyeron a salvo de las incursiones de los sublevados indios y libres para buscar domicilio y hospedaje, en previsión del invierno que se acercaba. Por supuesto que era deseo general dirigirse a la capital, en donde faltaban parientes y amigos, en donde estaba el auxilio del gobierno y, así era de esperarlo, la nunca desmentida hospitalidad española. Pero semejante idea no pasó de una pura ilusión, porque precisamente la capital cerraba sus puertas a los afligidos emigrantes y éstos tendrían que resignarse a soportar varios inviernos en el mayor desampara.

Tan pronto se supo en santiago el abandono de Chillán y que sus habitantes iban hacia el norte, se reunieron la Real Audiencia y el Cabildo para estudiar ese asunto. Fue unánime en ambas corporaciones el acuerdo que se tomó de enviar algún auxilio a los chillanejos; pero también fue unánime la resolución de detener la emigración y fijarla en la región del Maule.

La Audiencia condenó a velas apagada la despoblación de Chillán y declaró que en semejante proceder había mediado más el temor que el cálculo prudente. En consecuencia, mandó que los emigrados se detuvieran en la ribera del Maule, a la espera de una ocasión -que pronto debía presentarse- para volver a repoblar la abandonada ciudad. A esa resolución dura y desaconsejada agregó la Audiencia otra con cuyo calificativo no acertamos: debía levantarse un sumario para esclarecer quiénes era los autores de aquellos acontecimientos y castigar a los responsables de ellos.

Por su parte el Cabildo, después de practicar la obra de misericordia de auxiliar a los emigrantes, pedía al gobierno que no les permitiera llegar más al norte, pues la epidemia de que iban contagiados era una amenaza gravísima para la capital47.

Vinieron de Santiago órdenes e instrucciones para que los chillanejos se acomodaran en las estancias vecinas al Maule y permanecieran allí hasta tanto pasaba la peste y se hacía variable la vuelta al abandonado hogar. Nadie era profeta, ni en la Audiencia, ni en el Cabildo, ni entre los emigrados y, por lo tanto, no hubo quién predijera la tristísima suerte que aguardaba a aquellos desdichados chillanejos. Por espacio de ocho años iban a permanecer diseminados en una larga faja de tierra, parte al amparo del fuerte militar vecino al camino de Santiago48, parte en caseríos improvisados a lo largo del río, parte en las casas de los fundos vecinos.

Bien difícil es dar una idea aproximada siquiera de las penas y sufrimientos que pusieron a prueba las energías y la virtud de aquellas gentes, cuya situación no ha tenido semejante en la historia patria. Hay, sí, que dejar constancia de que la prolongación de tanta penalidad era, en buen aparte, efecto lógico de la incertidumbre e intranquilidad en que vivían los habitantes todos de la nación y en especial de los de la región del Maule al sur: había general pobreza y el temor de los indios quitaba el sueño a los españoles, sin distinción.

La pesadilla de los indígenas hizo concebir en esos años la idea de abandonar el sur de Chile al dominio pacífico de los naturales y construir el río Maule como línea fronteriza, abandonando la del Bío-Bío. Se necesitó el buen sentido práctico de algunos experimentados y valerosos capitanes del ejército, hijos de Chile y de calma y prudente juicio de eclesiástico conocedores de las cosas del sur, para hacer desistir de tamaña aberración a los oidores de la Audiencia y a algunas autoridades y a algunos vecinos ricos y regalones de la capital.

2.- El 22 de mayo de 1662 entraba en Concepción y era reconocido como presidente de la nación, por el Cabildo y autoridades, don Ángel de Peredo. A él le estaba reservada, como buen militar y hombre de virtud y juicio práctico, la honra de acabar con el absurdo proyecto de abandonar la línea fronteriza del Bío-Bío, y de entregar a los indios la región del sur Hasta el Maule. Como lógico corolario, a él le tocó poner fin al forzado destierro de los hijos de Chillán.

Peredo estudió personalmente la situación de la tierra araucana y dictó acertadas medidas para asegurar la tranquilidad de la región: para el caso fundó varios fuertes en la costa del Bío-Bío al sur; mandó construir otros de la línea fronteriza y estudió cuidadosamente cuanto se relacionaba con la región de Penco al norte. Vuelto a Santiago, por agosto de 1663, dictó acertadas medidas de gobierno: entre las más importantes estaba la orden de la reconstrucción de Chillán.

Ese mismo mes dispuso Peredo que don Juan de las Ruelas Millán, comisario general, sargento Mayor o segundo jefe del ejército nacional, se encargara de la reedificación de la ciudad. Tomaría Ruelas Milán la dirección del personal de trabajo y de las obras mismas y el comando de las fuerzas militares que vinieron a trabajar y a proteger las obras.

Vinieron de Concepción doscientos hombres de caballería, traídos por los capitanes don Pedro Agustín de Saldías, don Alonso García de la Peña y José Basilio Rojas que, a su grado de capitán de caballos, unía sus títulos de ingeniero militar. A esta gente se agregó un crecido número de indios de los alzados, que ya estaban en paz, de los antiguos indios amigos y de servicio, que aceptaban de buen grado la reconstrucción de la ciudad y ofrecían su trabajo personal.

Comenzaron las faenas en septiembre con una actividad asombrosa. Los indios cortaron las maderas (que entonces las había a no larga distancia), y las arrastraron hasta las obras; se acoplaron otros materiales. Basilio Rojas rayó de nuevo la ciudad y comenzaron trabajos de edificios el 1.º de octubre, día del Santo Ángel de la Guarda.

No se hizo cambio del antiguo sitio de la ciudad:

«No hubo mutación de lugar -dice el cronista Córdoba y Figueroa-, pues aquel ameno país no envidia delicia alguna a célebres pensiles del orbe y ser su terreno muy fructuoso»49.



Al amparo de las fuerzas militares se comenzaron también las labores agrícolas en las estancias vecinas. Los dueños de éstas, viendo que era una realidad la construcción de los fuertes militares y de la ciudad, comenzaron poco a poco a venirse a sus propiedades, ya desde Concepción, ya del Maule y emprendieron las labores que reclamaban fundos abandonados desde ocho años y que habían sido arrasados por los indígenas en 1655.

El gobernador Peredo dio a estas faenas de campo la importancia que realmente tenían, y con el objeto de alentarlas proporcionó a los agricultores cuanto elemento tuvo a mano: les facilitó las adquisición de herramientas, de semillas, de animales de labranza y crianza; y, al mismo tiempo que pagaba a los soldados su sueldo mensual y a los trabajadores de la ciudad sus jornales, daba también a los vecinos propietarios auxilios en dinero para la reconstrucción de sus edificios urbanos y rurales, y para la atención de las labores agrícolas: fue así, como la cosecha del próximo verano aseguró la repoblación de la ciudad para un próximo plazo, como lo seguiremos relatando50.

3.- El comandante Ruelas Millán trabajó denodadamente contra los obstáculos que pudieran entorpecer su empeño y vio llegar el fin del año con orgullosa satisfacción. En diciembre había construido treinta casas e material sólido y más que otras tantas en activa preparación; estaba construida «una capilla capaz que sirve de iglesia mayor»; «estaban levantados y reedificados los dos conventos e iglesias de Santo Domingo y San Francisco, asistidos de los padres prior y guardián de ellos»; prestaban sus servicios «los hornos de cocer pan así para los vecinos como para la gente de guerra; «y asimismo estaban dispuestos los materiales, casa y agua del molino antiguo»; ya en servicio estaban «las casas de cabildo en su lugar en la plaza pública, y en ella puesto el árbol de la justicia».

Junto al pueblo, en el ángulo norte-oeste, se levantaba:

«Un castillo fuerte con dos torreones eminentes y sus baluartes que bastantemente se guarnecían con cuarenta hombres y se pueden alojar más de doscientos con su cuerpo de guarda y almacenes para la guarda de los bastimentos de la gente de guerra».

«Y además de eso para su mayor seguridad y defensa fabricó dicho sargento mayor, Ruelas Millán dos fuertes: el uno en Quinchamalí, camino de la ciudad de Concepción, guarnecido con diez soldados y un cabo y otros tantos en el otro, balsadero del río Ñuble, camino del Maule».



A más de lo dicho, trabajó también Ruelas Millán el estandarte, o bandera nacional, porque se había perdido en la destrucción de la ciudad. Costeó la obra de su propio peculio, e hico bordar en él las armas reales, por un lado, y por el otro las armas de Peredo, la imagen del Santo Ángel de la Guarda, nuevo titular de la ciudad, y de la Virgen del Rosario, patrona principal de la ciudad.

Si a eso se agrega que ya estaban en Chillán, casi todos lo emigrados de Maule, se verá que la refundación de la ciudad podía hacerse sin más demora.

Todas esas noticias llegaron a conocimiento de don Ángel Peredo, que estaba en Concepción, y, con ellas, resolvió poner remate a su acariciada obra. Avisó a Chillán y dio sus instrucciones para que todo estuviera listo.

Salió Peredo de Concepción con un lucido acompañamiento, porque dar al acto de instalación de la nueva ciudad todo el posible esplendor. Lo acompañaban el vicario general y el gobernador del obispado, presbítero don Juan de las Ruelas Sandoval; el capitán mayor de ejército, Fr. Bartolomé del Castillo, visitador y vicario general de los dominicanos; uno de los curas de Concepción y prior del convento dominicano, Fr. Francisco Valverde, el auditor general, abogado Antonio Negrón: el superior del colegio jesuita, Padre Antonio de Amparán; una lucida escolta militar, compuesta de los más distinguidos jefes del ejército, de los cuales una buena parte era chillanejos.

4.- El primero de enero de 1664, muy de mañana, se reunían en la sala de Cabildo el gobernador Peredo, sus acompañantes de Concepción, las autoridades eclesiásticas y militares de Chillán, la oficialidad de las tres compañías de la guarnición y los vecinos más caracterizados de la ciudad. Tomó la palabra Peredo y explicó la significación del acto que allí los congregaba.

Pasó en revista los acontecimientos que habían sucedido como consecuencia última la fundación de la nueva Chillán: su destrucción por los indios en 1655, la emigración del vecindario hacia el Maule, el deseo grande del mismo gobernador, de reunir otra vez a los vecinos dispersos.

Dio las razones políticas y militares que aconsejaban la fundación de la ciudad y que lo movieron a dictar las medidas conducentes a realizarla, confiando la obra al comandante Ruelas Millán.

Hizo un entusiasta elogio de la laboriosidad y acierto de Ruelas Millán y aseguró que:

«Con su asistencia y trabajo y la de la gente de guerra que ha sido necesaria, ha fabricado y puesto la ciudad en buen estado y forma y casi en el que tenía de antes, al tiempo del alzamiento de 1655».



Agregó que, estando ya hecho lo más necesario para instalar oficialmente la ciudad, convenía hacerlo y que ello sería incentivo poderoso para que se terminara pronto y bien lo que aún faltaba por hacer. Para asegurar la fundación era necesario nombrar las autoridades administrativas y judiciales, que debían cuidar de la ciudad y su distrito; y ya que en ese día se hacían las elecciones comunales en el reino, proponía él la conveniencia de proceder a la elección, para no alterar la práctica general y como manifestación de que se aceptaban las ideas expuestas.

Todos los presentes aceptaron de lleno cuanto acabada de decir Peredo y como una prueba de confianza en la rectitud del gobernador, declararon que, en cuanto fuere necesario, los electores que allí estaban cedían de su derecho y daban al gobernador la facultad de elegir para todo lo que fuere necesario para «la nueva fundación y reedificación de la ciudad».

Nombró Peredo a las nuevas autoridades y tomando enseguida el estandarte real, lo descubrió y enarbolándolo por tres veces, dio en cada una el reglamento «¡¡viva el rey!!», que era repetido en coro por la asamblea, y solemnizado a son de cajas y trompetas y salvas de arcabucería. Lo entregó en sus manos al alférez real Juan Millán Patriño, para su custodia y defensa «como correspondía a un leal vasallo de su majestad».

La asamblea acordó como homenaje de gratitud al gobernador, que la nueva población se llamaría ciudad del santo Ángel de Chillán y no de San Bartolomé, que fue título de la antigua, y que se celebraría el aniversario de su fundación el primero de octubre de cada año, con las solemnidades acostumbradas.

Recibieron la vara de la justicia, insignia de los respectivos cargos, cada una de las nuevas autoridades y prestaron el juramento de fidelidad. A los nuevos nombrados libró el gobernador del pago de la media anata y a todos los moradores, de la de papel sellado; todo por un año.

Y en señal de la nueva fundación y posesión, se llevó a pasear el real estandarte por las calles de la ciudad, con acompañamiento de todo el vecindario.

Y se finalizó la ceremonia, yéndose el vecindario a la iglesia parroquial «a asistir a la misa de día con las ceremonias de uso».

5.- De tan hermosa ceremonia y tan trascendental para los moradores de Chillán, se levantó acta solemne, que autorizaron con sus firmas las autoridades y vecinos más importantes, dando fe de todo el Notario Público don Francisco Maldonado de Madrigal.

Esa Acta es la segunda partida de bautismo de Chillán y tiene derecho a figurar en estas páginas, para memoria permanente de la segunda fundación de esta ciudad y para honra de las personas que en ella cooperaron. Dice así:

«En la ciudad del Santo Ángel de la Guarda, Nombrada San Bartolomé de Gamboa, el primer día del mes de enero de mil seiscientos y sesenta y cuatro años, el señor Ángel de Peredo, del Consejo de su Majestad, Gob. y Capn. general de este reino y presidente de su Real Audiencia que en él reside, habiendo convocado, a las casas de cabildo de esta ciudad, a todos los prelados eclesiásticos de ella, y religiosos que se hallan en ella, y a todos sus vecinos y moradores y los ministros superiores del ejército que han concurrido, a saber: el licenciado Juan de las Ruelas Sandoval, cura propietario del tercio de San Felipe de Austria, provisor y vicario general en sede vacante del obispado de Concepción por el ilustrísimo y reverendísimo señor arzobispo de los reyes; el muy reverendo padre fray Bartolomé del castillo, del sagrado orden de predicadores, capellán mayor del real ejército, visitador y vicario general en esta dha. provincia; el muy reverendo padre fray Francisco Valverde, predicador general del convento de la Concepción y prior de predicadores de ella; el muy reverendo padre fray Francisco de Gil Gómez, del orden del señor San Francisco y guardián del convento de esta ciudad; el muy reverendo padre Antonio de Emparan, misionero y superior del colegio de la compañía de Jesús; el licenciado don Antonio Negrón, abogado de la real audiencia de Lima y auditor general del ejército de este reino; comisario general Juan de las Ruelas Millán, sargento mayor del real ejército de este reino; capitán Francisco Gutiérrez Quiñones, que lo es de la compañía de caballos, libreas, lanzas, que están de guardia en el presidio de esta dha. ciudad y cabo de la gente de guerra; el capitán Pedro de Olivera, que es de la compañía de infantería española que asimismo está de guarnición en este presidio los capitanes Luis de Godoy, Juan de Sepúlveda, Pedro de Sepúlveda, Esteban Díaz de Fuenmayor, Martín de Lagos, Juan de Mesa, Juan de las Ruelas, Juan de Umaña Reinoso, Juan Pérez de Guzmán Ponce de León, Francisco de Olivares, Pedro Sánchez de Amaya, Francisco de Ocampo, Gerónimo de Ocampo, Francisco del Castillo, Juan Muñoz Ruiz de Santiago, García de Lagos, Esteban de Lagos, Miguel Candia, Alejandro de Candia, Juan de Umaña. Juan Millán, Francisco de Saavedra, Martín del Pino, sargento mayor Pedro Mardones; sargento mayor Alonso García de la peña, alférez Bartolomé de Benavides, alférez Bartolomé Retamal Bermúdez, alférez Juan de Sosa, alférez Felipe Vivancos, alférez Luis Suaso, alférez Manuel de Lagos, Antonio de Ureta, sargento Francisco Hernández, Bartolomé Hernández, Agustín de Tapia, Antonio Rodríguez de San Juan, Bernabé de León, Juan de Lagos, y otras personas de dicha ciudad. Y estando en cabildo con los susodichos y las demás personas que concurrieron, el gobernador les propuso y dijo que con el alzamiento general de los indios de este reino del año pasado de seiscientos y cincuenta y cinco, en que se destruyó y despobló la tierra de esta jurisdicción y asimismo esta ciudad, por lo cual se vieron los vecinos y habitantes de ella obligados a desampararla y despoblarla, retirándose a las campañas de la otra banda de Maule y dejándola, como la dejaron, arruinada del todo, de manera que no quedó piedra sobre piedra, y reconocimiento el gobernador el servicio de su majestad y aumento de este reino es el de volver a fundar y reedificar la ciudad, atendiendo al uno y al otro, como lo ha hechos en lo demás que ha tocado desde que entró a gobernar, y por haber acabado las poblaciones de los tercios y ser la de esta ciudad muy conveniente para la guarda y seguro de todo él; trató y puso por ejecución el reedificarla y para ello encomendó la acción al comisario general Juan de las Ruelas Millán, sargento mayor que es del real ejército desde que reinó, el cual, habiéndole puesto por obra con su asistencia y trabajo y de la gente de guerra que ha sido necesario, ha fabricado y puesto la ciudad en buen estado y forma y casi en el que tenía de antes al tiempo de dicho alzamiento, donde tiene hecho un castillo fuerte con dos torreones eminentes y sus baluartes, que bastantemente se guarnece con cuarenta hombres y se pueden alojar mas de doscientos, son su cuerpo de guarda y almacén para la guarda de los bastimentos de la gente de guerra; y asimismo una capilla, capaz que sirve de iglesia mayor, dentro de él, por convenir por ahora para mejor seguro de ella, y con su muralla está toda de tapias y adobes y una puerta principal y un postigo en que están de presente dos compañías, la una de caballos y otra de infantería, que se componen de ciento cincuenta hombres; y asimismo están levantados y reedificados los dos conventos e iglesias de Santo Domingo y San Francisco, asistidas de los padres prior y guardián de ellas, y treinta casas de vecinos sin las que están de próximo para reedificarse, aguardando sus dueños a coger las cosechas de este año para ponerlo en efecto; y asimismo estas dispuestos los materiales, casa y agua del molino antiguo, aguardando solo el fiero, en este situado para levantarle y ponerle corriente; y hechos hornos de cocer pan así para los vecinos como para la gente de guerra; y las dichas casas de cabildo en su lugar, en plaza pública, y en ella puesto el árbol de la justicia; y todo ello parecido y puede ser necesario para ciudad y su reedificación; y demás de eso, para su mayor seguro y defensa, ha fabricado el sargento mayor dos fuertes: el uno en Quinchamalí, camino de la ciudad de Concepción, guarnecido con diez soldados y un cabo; y otros tantos en el otro, balsadero del río Ñuble, camino de Maule, con doce indios y un español por cabo; y uno y otro para escala de los bastimentos que han de traer para la gente del presidio de una parte y otra; y porque estando como está la ciudad reedificada y con la defensa que fuese necesaria, y en ella los dichos templos e iglesias para el culto divino en servicio de Dios nuestro señor y de los fieles así de los vivos que hoy la habiten, y de los demás que han de venir, como de los difuntos cuyos cuerpos estaban habitando su soledad; y para el mejor aumento y continuación de dicha ciudad conviene para que sea como se debe mantener en justicia, es necesario nombrar y elegir personas que la administren y ejerzan, eligiendo cabildo justicia y regimiento de las personas de ella, atento a ser hoy el día en que se acostumbra a hacer las tales elecciones en las ciudades y reinos de su majestad; por lo cual y por lo necesario de la administración de dicha justicia no será bien que se invierta el hacerlo, propuso el señor gobernador se hiciese; en que vinieron todas las dichas personas arriba referidas, y los dichos vecinos lo pidieron y dijeron que, si era necesario, cedían en el señor gobernador el derecho que pueden tener de hacer las dichas elecciones, y asimismo de todo aquello que pueden y deben y fuese necesario para este acto y los demás que lo fueren para la nueva fundación y reedificación de la ciudad; en cuya conformidad el señor gobernador nombró y eligió por alcalde de primer voto al capitán don Francisco del Castillo, y por alcalde de segundo voto al capitán don Juan de Umaña; alguacil mayor, don Antonio de Iturra; regidores de vecinos, el capitán Juan Millán, y al mismo, alférez real, y al capitán Pedro de Sepúlveda; de moradores, el capitán Juan Muñoz de Santiago y al capitán don Francisco de Ocampo; alcaldes de la hermandad de vecinos, el capitán Martín de Lagos y de moradores, el capitán don Juan Pérez de Guzmán Ponce de León; y, hechas en esta forma las elecciones, entregó las varas en nombre de su majestad a cada una de estas justicias; y, habiendo descubierto el estandarte real y teniéndolo en su mano, lo enarboló tres veces diciendo en altas voces, que repitan los capitanes y todos los circunstantes: ¡viva el rey nuestro señor! ¡viva el rey nuestro señor! ¡viva el rey nuestro señor!, con toda solemnidad, son de cajas y trompetas, y salva de la arcabucería; y luego le entregó en la suya al alférez real, el cual lo recibió, y hizo pleito homenaje de tener en guarda y custodia el estandarte real, y por ella y en su defensa hará todo cuanto fuere de su obligación como leal vasallo de su majestad; el cual estandarte, por haberse perdido el propio con dicho alzamiento, se hizo de nuevo a costa y expensas del sargento mayor, y se lo pusieron las reales armas de su majestad por una banda y por la otra las del señor gobernador y una imagen de nuestra señora del Rosario y otra del Santo Ángel de la Guarda; y este nombre se lo puso de nuevo a esta ciudad y se subrogó por el de San Bartolomé que antes tenía y en que se celebraba su erección, y se determinó por el señor gobernador y dichos capitulares nombrados celebran y pasean el estandarte en aquel día, que se celebra a primero del mes de octubre, por ser tiempo más oportuno respecto de haber cesado por entonces las aguas, empezar la primavera y otras razones convenientes; con lo cual el señor gobernador hizo justicia y regimiento y les entregó las varas de la justicia y mandó que hicieran un juramento; y lo hicieron en forma de derecho, de que usarán bien y fielmente los dichos oficios en que son nombrados, haciendo justicia a todos igualmente y guardando las reales cédulas, ordenanzas y leyes de su majestad, y procurar el aumento y conservación de esta ciudad y su defensa del real estandarte, y de proceder en todo como sus fieles y leales vasallos; y el señor gobernador, en nombre de su majestad, atendiendo al estado presente, dijo su señoría que relevaba y relevó a los dichos capitulares del derecho de media anata por este presente año, y asimismo del uso del papel sellado a todos los vecinos y moradores de la ciudad, y mandó que, en señal de la nueva fundación y posesión de ella, se saque ahora el estandarte y se pasee por las calles públicas de la ciudad y se lleve con el acompañamiento de el cabildo y la ciudad a la iglesia mayor de ella, donde van a asistir a la misa de este día con las ceremonias acostumbradas; y mandó que se ponga este auto en este libro por cabeza de él; y así lo proveyó, mandó y afirmó su señoría con las personas de el cabildo, justicia y regimiento y las demás arriba referidas. -Don Ángel de Peredo. -Francisco Gutiérrez Quiñónez. -Francisco del Castillo. -Don Juan de las Ruelas Sandoval. -Juan de Umaña Reynoso. -Pedro de Leiva Sepúlveda. -Juan Millán Patiño. -Don Antonio de Soria. -Juan Muñoz Ruiz de Santiago. -Don Francisco de Ocampo. -Martín de Lagos. -Juan Pérez de Guzmán Ponce de León. -Fray Bartolomé del Castillo Velasco. -Fray Francisco Valverde. -Fray Francisco Jil Gómez. -Antonio de Emparan. -Juan de las Ruelas Millán Patiño. -Antonio Negrón de Luna. -Don Luis de Godoy y Figueroa. -Estaban Díaz de Fuenmayor. -Juan de Mesa. -Francisco de Olivares. -Pedro de Mardonez. -Miguel Boza.- Ante mí: Don Francisco Maldonado de Madrigal, Esc. P.»51.

6.- Completó su obra Peredo y entendió en que quedara todos los servicios de la nueva ciudad sólida y convenientemente establecidos.

Queda dicho que el gobernador dispensó de la contribución de papel sellado; agregó todavía otra dispensa más general. Dejó establecido que las contribuciones generales de todo el Partido quedarían reducidas a una cantidad pequeña, que pagaría el cabildo directamente a las Reales Cajas o Tesorería general en Concepción, sin intervención alguna de los empleados de la Tesorería general: esa cantidad quedó fijada en trescientos pesos al año. El cabildo recaudaba las contribuciones conforme a las leyes y, hecho el pago a Concepción, empleaba el sobrante en los trabajos públicos que aseguraban la fundación de la ciudad y su progreso.

El cabildo que acababa de nombrar le pidió que diera las Ordenanzas municipales necesarias; a lo cual accedió Peredo. Pero no siéndole posible permanecer por más tiempo en Chillán, atendió a la petición del cabildo en una forma tan llena de gentileza para con los habitantes, que no podía menos que aumentar en favor suyo la estimación con que ya todos lo distinguían. Dictó un decreto en que daba una pública muestra de reconocimiento de los servicios de un hijo del pueblo y de gratitud por ellos. El decreto dice:

«Santo Ángel de la Guarda, enero 2 de 1664. Atento a que el Comisionado, Don Juan de las Ruelas Millán, Sto. Mayor del Reino, ha asistido y cuidado de la Reedificación de la ciudad, y a la satisfacción que se tiene de su persona de su capacidad y talento, se le comete el hacer más ordenanzas que el Cabildo pide; y hechas se pongan en el archivo de él; que, siendo necesario, desde luego las apruebo y doy por bien hecho. -Peredo».



Aceptó la comisión Ruelas Millán y redactó las Ordenanzas y las entregó al cabildo algún tiempo después. Es muy interesante este documento y sirve al historiador para formarse concepto exacto de lo que en aquellos lejanos siglos era la labor municipal, que en algunos puntos, es superiora a lo moderno.

Son puntos importantes de la Ordenanza la continuación de los trabajos de la ciudad, y para conseguirla impone una contribución de $4 al año, a los cosecheros (Artículo 11):

«Para gastos; por la pobreza y tener que trabajar desde los cimientos».



Según el Artículo 13, el Cabildo dirige o vigila la construcción de los edificios y reparte los solares a los vecinos que se establezca en la ciudad.

Fija las normas para la elección de las autoridades y da grande importancia a la higiene.

En el Artículo 10:

«Ordena y manda que la acequia principal que sale del río de esta ciudad y viene a ella, se plante luego de arriba a abajo de la arboleda para que cause limpieza y fresco; y dentro de un mes estén hechos los puentes necesarios para pasar. Que se eviten derramamientos y que se ahonde para que no haya carrizo y yerba».



Eminentemente cristianos como eran, Ruelas Millán y el cabildo, debían consultarse en la Ordenanza las disposiciones relacionadas con los deberes religiosos de autoridades y vecinos. El Artículo 2.º establece que el cabildo cumpla los votos hechos a Dios y a los santos patronos y protectores y que asistan en corporación a los actos religiosos prometidos y a las fiestas de tabla.

Ese Artículo tiene alta significación histórico-social. En lo poco que queda dicho en las páginas anteriores de este escrito, avisto el lector que la vida de Chillán se ha pasado en medio de contratiempos, angustias y peligros sin cuento. La existencia misma de la ciudad y la vida de sus habitantes, estuvo muchas veces en situaciones tan difíciles que los elementos humanos eran absolutamente ineficaces para salvarlos. Entonces los afligidos habitantes levantaban sus corazones a Dios para pedirle su poderosa protección; o invocaban a los bienaventurados moradores del cielo, pidiéndoles su intersección ante el trono de la divina misericordia; y acompañando a esa invocación iba muchas veces una promesa o un voto de algún sacrificio, de alguna práctica piadosa, de alguna limosna o caridad en favor de los enfermos o de los pobres, de alguna fundación de beneficencia, o caso semejantes. El cabildo formulaba esos votos y era el encargado de cumplirlos; de modo que el Artículo de la Ordenanza era una advertencia y un recuerdo para que el cabildo pagara a Dios las deudas contraídas con la divina bondad, y llamara al vecindario al cumplimiento de sus compromisos.

La religiosidad fue también el origen y objeto del Artículo 1.º de la Ordenanza. Era práctica entonces como lo es hoy en todas las naciones cristianas, el que los pueblos tengan sus santos patronos o titulares, a los cuales dedican sus habitantes especiales cultos públicos, y a cuya particular protección confían la suerte de sus personas, de sus familias, de sus negocios y de la general felicidad. Es una hermosísima creencia cristiana (parte del dogma de la Comunión de los santos), que relaciona a los habitantes de aquí abajo con los moradores del cielo, y a todos con Dios; es una doctrina altamente moralizadora, que recuerda a las autoridades y al pueblo su dependencia del Supremo Legislador y la necesidad que todos tienen de contar, en todo y para todo, con el favor de la divina Providencia. Créalo o no, quiéralo o no el hombre, el destino de la sociedad y de los pueblos está en manos de Dios y de él depende su suerte.

Ya dijimos que el titular de la ciudad era ahora el Santo Ángel de la Guardia y así lo dejó consignado Ruelas Millán:

«Primeramente ordeno y mando que el día del Santo Ángel de la Guarda, que es el primero octubre, cuya celebridad está concedida generalmente por la Santidad de Paulo Quinto, Pontífice Romano, se celebre su festividad por esta ciudad con el aparato que puede ser, atento a haber sido elegido por titular de ella en esta reedificación y nueva fundación, y que para su conversación y crecimiento es bien procurarle agradar para que así le libre de los trabajos y calamidades que pueden sobrevenir y que ha experimentado continuamente, como parte tan arriesgada y que es la llave del Reino; que este día se sacará en su víspera el Real Estandarte y se paseará por la ciudad y las calles acostumbradas, hasta venir a la Iglesia Catedral donde se ha de hacer su fiesta; y en el lugar y forma se observará la costumbre que hubo antes de la despoblación y destrucción que le causó el enemigo. Se encarga el Cabildo y Regimiento no olviden al bienaventurado San Bartolomé, que tantos años fue Patrón Compañero, ya que por los accidentes y causas notorias ha parecido conveniente mudar la advocación».



¡Qué bien sienta en el bravo capitán Ruelas Millán la gratitud para con el antiguo titular y patrono de la ciudad, el apóstol San Bartolomé! Él lo había invocado centenares de veces en tantos hechos de armas, como llenaban su hermosa hoja de servicios, y no quería borrar lisa y llanamente del escalafón al venerado patrono, cuya protección invocó la ciudad desde su primera fundación52.

El cabildo de Chillán aprobó, meses después, la nueva Ordenanza y la puso en vigencia; con ello entraba la ciudad en la corriente regular de la vida ordinaria de los pueblos organizados. Y con ello quedaba terminada la obra del segundo fundador de Chillán, don ángel de Peredo.

Quedaba terminada la fundación y organización de Chillán; pero no quedaba del todo asegurada su vida para el porvenir. Vivían ya en la ciudad muchos de los más prestigiosos antiguos moradores, pero permanecían aún muchos en Santiago, en Maule y en Concepción. Peredo dio orden para que volvieran a sus propiedades y a la atención de sus encomiendas o haciendas. Y en cuanto a los pequeños propietarios, dio él, de su bolsillo, lo necesario para proporcionarles ganados menores y algunos elementos de trabajo como aperos y herramientas:

«Y porque aún fuese mayor el incentivo de unos y el recelo de la pérdida de su conveniencia en otros, publicó una orden circular para que los dueños de las tierras las poblasen dentro de un competente término y, en caso de no hacerlo por culpable omisión, se reputasen por vacantes para darles a otros que lo hiciesen. En tan loables ejercicios se hallaba entendiendo el gobernador, cuando llegó al reino su sucesor»53.



7.- Nos resta únicamente despedir en estas líneas a Peredo con las manifestaciones de la gratitud y del honor que se merece: esto último lo conseguiremos diciendo algo de la persona del ilustre gobernador.

Es Peredo uno de los más esclarecidos mandatarios que España mandó a estas lejanas tierras de Chile. Como no nos es lícito alargar demasiado estas páginas, daremos en breves líneas el juicio que Peredo ha merecido a los historiadores cronistas de la colonia, algunos de los cuales lo conocieron personalmente.

Para Carvallo y Goyeneche, Peredo «era una persona en quien, además de los talentos militares indispensables para hacer la guerra con buen efecto, concurría también aquel golpe de prudencia que constituye y eleva a los hombres al carácter de buenos gobernadores»; era activo y enérgico en la obra; dotado de grande amor por los indígenas y muy interesado en que la raza araucana fuera conservada en su natural vigor, para civilizarla y hacerla ingresar en la masa general del pueblo cristiano; «fue famoso capitán para la guerra y sabio político para la paz. Su virtud era como la de un religioso muy ajustado a los preceptos de su religión»54.

Para el cronista Córdoba y Figueroa:

«Fue el numen propicio, a donde se veía tanta orfandad y descarriadas familias, don Ángel de Peredo, de la orden de santiago, de tan reconocida piedad y ejemplar vida, que diariamente tenía siete horas de oración mental y vocal, sin que dejara las obligaciones de su cargo».

«El gobernador siempre prefirió el ser amado a ser temido, a imitación de la Suma Bondad: procuró corregir y enmendar lo que se pudo, y se atrajo las voluntades con los beneficios que hizo, pues no siempre es cierto que quien al común sirve, a nadie obliga. Dejó su memoria laureada de bendiciones, de que fue merecedora su inculpable vida, y singulares talentos. A los siete años de su muerte, se halló su cuerpo incorrupto, y acción tan sobrenatural indica la pureza de costumbres que siempre se le notó»55.



Para el cronista Juan de Jesús María, don Ángel de Peredo:

«Vino a poner término a la general guerra de los indios; y, a semejanza de la paloma que anunció la paz del mundo con el ramo de oliva en la boca, le trajo don Ángel en la mano, serenando aquellas nubes de horror y de confusión que arrojaba diluvios de trabajos. Alentó los ánimos, puso en reputación las armas de su Majestad, retiradas y vencidas; las adelantó con nuevas poblaciones a la vanguardia: las del tercio de San Felipe o Yumbel en aquel su antiguo cuartel de donde las habían sacado las injurias del tiempo; las del estado de Arauco, que habían padecido la misma afrenta, si no las puso en el lugar de su anciana población, las adelantó muy cerca de ella a los lares que habían dejado. reedificó la ciudad antigua de Chillán, invadida y hollada de los enemigos; restituyó a sus vecinos y moradores con nuevos muros para su defensa y seguridad; fabricó fuertes en distintas partes de las fronteras de guerra; y ya con la fuerza, ya con el arte trajo de la melena a todos los rebeldes, obligándolos a doblar las cervices y que diesen la obediencia a su rey y señor natural, gobernando en la paz y en la guerra con el premio y el castigo. Se vio autorizados los tribunales, respetados sus ministros, premiada la virtud y castigado el vicio. Estas y otras empresas comenzadas con gloria y terminadas con felicidad, hicieron glorioso el gobierno de don ángel de Peredo. Amigos y enemigos lo alabaron; pero no necesitó de sus encomios, porque él fue pregonero de sí mismo y sus obras le granjearon nombre inmortal»56.



Y cerramos esta serie de elogios con las hermosas palabras del cronista chillanejo, P. Miguel de Olivares, que contienen, a juicio nuestro, el mayor elogio del gobernador:

«Quedó depuesto don Ángel, con general sentimiento de todos, porque su buen ejemplo, sus obras y beneficios a todos, su valor y bizarría los tenía cautivos a indios y españoles y le querían entrañablemente; y así de muchas partes vinieron indios y caciques a darle el pésame, llorando, que les faltaba su padre y amparo»57.



Queda claro que el segundo fundador de Chillán es digno compañero de Martín Ruiz de Gamboa, el fundador de la ciudad de 1580 y que, como éste, mereció Peredo que la ciudad del Santo Ángel de la Guarda de Chillán haya hecho, para perpetuar su memoria, lo que le exigían la nobleza y la gratitud. No sabemos que recuerdos había dedicados a Peredo en la segunda Chillán.




ArribaAbajoCapítulo VI

Desarrollo de la ciudad y serios contratiempos que experimentó: algunas fundaciones


1.- Progreso de la ciudad: primeras contribuciones: la curtiduría. 2.- Explota el polvorín militar sin causar daños. 3.- El gobernador don Juan Henríquez bienhechor de Chillán: funda el pueblo de Huambalí protege las iglesias. 4.- Gran inundación de 1679: el gobernador Henríquez la defensa con murallas: desarrollo de las construcciones e industrias.


1.- En el capítulo anterior dejamos establecida la ciudad y dotada por el fundador de los elementos más indispensables para su afianzamiento y desarrollo. Uno a uno fueron recogiéndose a sus estancias, primero, y a sus casas de la ciudad, después, los vecinos que se dispersaron por Concepción o por Santiago y vivieron separados del núcleo chillanejo que moró cerca del Maule.

El cabildo nombrado por Peredo trabajó con entusiasmo, y antes de dos años Chillán entró abiertamente por la senda de un relativo progreso.

No pasó mucho tiempo y ya se formaron quintas en las vecindades y se establecieron algunas industrias.

El corregidor don Juan de las Ruelas Millán, que gobernó por largos años, cumplió las obligaciones de su cargo con dedicación y con alto interés por el bien de la ciudad, secundando en todo a los dignos miembros del cabildo. Respetó el corregidor los derechos del vecindario y procuró apoyarse en la opinión y en el concurso de los vecinos parra emprender y ejecutar las obras de beneficio público. Para este objeto procuró siempre tratar los asuntos de interés en asambleas generales o cabildos abiertos, como entonces se decía.

Estableció Ruelas Millán la contribución que es de uso en tantas grandes ciudades de Europa y América en la actualidad, la de aduana para todo objeto, de comercio y de consumo, que entraba o salía de la ciudad. Nombró como primer jefe de este servicio a don Francisco Fonseca, uno de los más honorables vecinos de la ciudad. Tenía por objeto este impuesto ayudar a pagar la contribución que Chillán y su Partido pagaban a fondos reales y que era la cantidad de trescientos pesos al año, según dijimos; servía para ese pago el impuesto agrícola, que daban a prorrata de sus productos los estancieros: estos estaban libres del derecho de aduana.

La primera industria que, según los documentos que hemos consultado, aparece establecida en la ciudad, fue la curtiduría y la estableció don Luis Lara. En un cabildo abierto denunció Fuelas Millán a Lara, porque este industrial usaba el agua del canal de la ciudad y podían «resultar algunas pestes y daños a la demás gente»; y, como medida de pública seguridad, pedía que se paralizara la obra. Para cumplir este deseo del público, y para que corriera con el arreglo y cuidado del canal público se nombró al capitán don Duarte Suárez de Figueroa.

2.- Lo que acabamos de decir pasaba el año de 1671; y aunque de distinta especie, queremos dejar aquí constancia de un hecho realmente extraordinario, que aconteció entonces en la celebración de las fiestas de la Merced, y que pudo haber tenido muy fatales consecuencias para la ciudad; las cosas pasaron así:

En la víspera de la fiesta, 23 de septiembre, el comendador del convento, P. Juan de Céspedes, comisionó al P. Serafín Corbalán para que se acercara al jefe militar de la plaza, coronel don Pedro Mardonez, y le pidiera un poco de pólvora para preparar los camarotes, voladores y otros fuegos de artificio con que solemnizar las fiestas de María de la Merced. Accedió el coronel y enviaron al polvorín a un joven de unos veintidós años a traer la pólvora. Falto de previsión el guardia del polvorín, no advirtió al muchacho que debía entrar sin llevar luz ni fuego; y falto el muchacho de conocimiento del peligro, entró llevando una vela encendida, que colocó junto a la botija, que inclinó para sacar la pólvora. No terminó el muchacho su operación: no pasaba minutos desde su entrada en el polvorín, cuando se produce un estruendo espantoso. Los guardias militares y buen número de vecinos vieron una gruesa columna de humo que salía del polvorín y se elevó a inconmensurable altura; y simultáneamente vieron que bajaba desde bastante arriba el techo íntegro del cuarto-polvorín, que cayó a la calle sin mayores desperfectos. A algunos metros de distancia, estaba el joven comisionado, como muerto y sin sentido; pero sin un solo rasguño en el cuerpo; como pudo constatarse a las pocas horas, cuando, vuelto en sí, dio prueba de estar enteramente sano.

Las murallas del polvorín quedaron en sus niveles naturales y se le techó pronto, con su mismo techo, como si se tratara de obra nueva.

En el sermón de la fiesta del siguiente día, narró el hecho con todos sus pormenores el predicador, religioso mercedario, P. Juan Barrenechea y Alviz. El cuerpo militar que guarnecía la plaza quedó sin un poderoso elemento de defensa, pero el público dio gracias a Dios y a la Virgen de Merced, porque un accidente que pudo ocasionar muchas muertes e incendios, no tuvo otras consecuencias que el sobresalto de un momento y los comentarios animados a que dio lugar.

3.- En 1670 llegaba de gobernador a Chile don Juan Henríquez, hombre de distinción, bien preparado como militar y marino, de vasta ilustración y con buenas disposiciones para la labor administrativa.

Gobernó diez años y durante ellos tuvo una actuación que llena bastantes páginas en la historia de la nación. Chillán debe al gobernador Henríquez atenciones que hacen su nombre digno de recordación, y de los cuales recordaremos rápidamente los más valientes.

En 1672 trajo Henríquez desde las orillas del Imperial, en castigo y como experimento para conseguir su enmienda, a las reducciones del cacique de Huambalí y los colocó junto a Chillán, constituyéndolos en un pueblo a que los mismos indios dieron el nombre de Huambalí, en recuerdo de su tierra natal. Eran, según Carvallo Goyeneche, doscientas ochenta familias. Las distribuyó en lugares que se dieron a cada familia, y se asignó al vecindario en general un extenso ejido para uso y beneficio público. Siguieron gobernando las autoridades indígenas, pero bajo la vigilancia y alta dirección de los corregidores de la ciudad y la autoridad de los jefes militares de la plaza.

El párroco y algunos religiosos se encargaron del servicio espiritual de los guambalíes.

Protegió generosamente Henríquez a los conventos de la ciudad, especialmente a los dominicanos. El 16 de junio de 1677 dio a estos religiosos seiscientos cuadros de suelo en Dadinco, ribera norte del Ñuble, que recibieron al prior Fr. José Pacheco y el vicario Pedro de Águila58. Y desde antes ayudaba a los dominicanos a construir su templo, según lo afirman los franciscanos en carta al rey, de algún tiempo antes:

«Ha conseguido gloriosamente el gobernador -decía la carta- dos poblaciones, una de naturales, cerca de San Bartolomé de Chillán, para que con facilidad les enseñen la doctrina cristiana».



Y agrega la carta:

«En la ciudad dicha, una de las arruinadas del Reino, está edificando un templo en el convento de Santo Domingo, a su costa»59.



4.- En junio de 1677 el río Chillán creció rápida y abundantemente. Lluvias continuadas aumentaron el caudal de aguas, y saliendo el río de madre, se echó sobre la ciudad, causando una desastrosa inundación. El alcalde ordinario, don Duarte Suárez de Figueroa, citó, para el 17 del mes, a las autoridades y vecinos a un «cabildo abierto» para tratar de remediar los males causados y para prevenir futuras contingencias.

A la asamblea concurrieron los cabildantes, Suárez de Figueroa, Juan Verdugo, Antonio Vergara, Manuel Henríquez, Francisco Navarrete y Agustín Saldías; el cura párroco, Francisco del Pino; el prior de Santo Domingo, Fr. José Pacheco; el guardián de San Francisco, Fr. Nicolás Peralta, el comendador de la Merced, Fr. Lorenzo del Pino; Juan de Lagos; el cura de la Buena Esperanza (Rere), el Procurador de la ciudad, Esteban de Lagos, y muchos respetables vecinos.

Expuso el alcalde el objeto de la reunión y, entre otras cosas, dijo:

«Que por cuanto el día jueves que se contaron ocho de este presente mes y año, el río que pasa de esta ciudad muy cerca de ella, salió de madre reventando por dos partes esta ciudad, con peligro de sus vecinos, por haberse inundado muchas casas y el convento de Nuestra Señora de las Mercedes de esta ciudad, y la plaza que está pegada al presidio y fuerte, de manera que con la reciente inundación ha causado temor con el conocido riesgo a que se les apercibe de haber de asegundar el río con otra creciente, y atendiendo al pro y útil de la República les propone estudiar el asunto y discurrir los mejores medios para la seguridad del pueblo y vecinos».



El público asistente estimó aceptables dos de las principales ideas propuestas por Suárez de Figueroa, que eran: 1.º, construir como defensa del río un tajamar de cuatro o cinco cuadras de largo y cuatro varas de ancho; y 2.º, edificar la ciudad en una parte más cómoda y conveniente.

De la celebración de este cabildo abierto y de su resultado se acordó dar conocimiento al gobernador, para su aprobación y para que prestara su ayuda a fin de realizar esos proyectos que el vecindario no podría llevar a efecto60.

Del expediente de donde tomamos las anteriores noticias, no consta si contestó el gobernador; pero calculamos que debió prestar atención a las indicaciones de los vecinos de Chillán y que, en los pormenores que debieron remitírsele de ambos proyectos, se basó para ejecutar una obra tanto o más importante que la exigida por la ciudad. Al año siguiente trabajó el gobernador un muro de defensa para toda la ciudad, poniéndola así a salvo de las invasiones de las aguas del río y de las irrupciones de los indígenas, tan temibles como aquéllas61.

El amparo que a la ciudad dieron las nuevas defensas y el cuerpo militar que la guarnecía, contribuirían, no hay duda, a la tranquilidad que reinó entre los vecinos; y a que se dedicaran con empeño a sus trabajos de todo género. la edificación tomó importancia y la industria tomó algún vuelo, sin que faltaran la comodidad y el buen gusto que se desarrolló en dar comodidad y elegancia a las casa-quintas de las cercanías de la ciudad. El historiador Córdoba y Figueroa, que por los años 1690 vio a Chillán, dice:

«Hay muchos jardines y molinos dentro y fuera de la ciudad: el río viene tan somero que suele inundar parte de ella: el agua es muy electa y de una singular claridad, que casi sin estorbo de ella se registra el plan de sus profundos raudales, y los peces que lo surcan, de que hay notable abundancia en entre ambos ríos»62.






ArribaAbajoCapítulo VII

El «Real Seminario de Caciques», el Colegio de Vecinos, 1700; Inundación


1.- El «Real Seminario de Caciques», no lo han conocido bien los historiadores. 2.- Verdades, orígenes del Colegio: el cura José González de la Rivera, sus cualidades: Se va a Araucanía y la recorre misionando; estudia el estado moral de los indios e idea los medios de mejorarla, una era la educación; en 1691 y 1692 propone sus ideas de Gobernador María de Poveda y éste los envía al rey: funda misiones, dedicadas a Nuestra Señora del Carmen; parlamento de Choque-Choque en 1693, en donde se habla de colegio. 3.- La persona de González y sus ideas son aceptadas en Madrid; se le recomienda para obispo diocesano; el rey da la cédula de creación del colegio; comisión de la Junta a González: memorial que presenta a la Junta. 4.- Se funda el colegio en 1700; don Francisco Riquelme trae doce caciquitos araucanos; el gobierno no da la plata para los gustos, pero el vecindario ayuda. 5.- Le da carácter estable al Colegio: así lo pide el P. Covarrubias; dos Oradores de la Real Audiencia visitan el Colegio e informan acerca de él: nada se obtiene por de pronto. 6.- El P. Covarrubias vuelve nombrado Provincial: visita el Colegio y ordena su traslado al alto de la Horca y Viña Moscatel; se oponen los vecinos en cabildo abierto algunos alumnos del colegio. 7.- El provincial recurre a la Junta de Misiones: ésta acepta los proyectos del provincial: resultados de la educación de los caciques. 8.- Muerte de González de Rivera. 9.- El Colegio de Vecinos sigue después de cerrado el de caciques: sus frutos; la familia Pietas y Garcés. 10.- Inundaciones de Chillán: en 1735 el gobernador Salamanca defiende la ciudad. 11.- En 1748 el río causa gravísimos perjuicios: sufren las casas y la iglesia parroquial queda casi inservible.


1.- Dedicamos capítulo separado a una fundación netamente regional y de que no han tratado los historiadores con la atención que se merece. Ninguno de los escritores que de ella dan noticias ha contado los verdaderos orígenes, ni ha dado los nombres de los efectivos y verdaderos fundadores. Esa omisión quita una legítima honra a la ciudad de Chillán, y arrebata un título de honor a un cura de esta parroquia. Nos referimos al «Real Colegio Seminario» o «Real Colegio de Caciques» o Colegio de Nobles Araucanos», nombres con que se conoce al colegio fundado en Chillán, el año 1700, para educar a los hijos de los caciques de la Araucanía.

El origen del colegio remonta de 1690, año en que vamos con nuestro relato; razón esa que nos autoriza para hablar de su creación.

Con documentos inéditos y con lo poco que los historiadores cuentan, diremos nosotros lo necesario para que los lectores conozcan de las páginas más curiosas de las historias de la instrucción pública en Chile, y uno de los proyectos más inteligentes que se idearon para civilizar a los araucanos durante la colonia.

2.- En 1682 fue nombrado cura de Chillán el presbítero don José González de la Rivera y Moncada, que ya tenía el cargo de visitador parroquial. Era el nuevo cura hombre de ardiente celo, de grande energía, poseedor de una regular fortuna y sin apego a ella. Esas buenas cualidades le permitieron trabajar en la parroquia con dedicación y con provecho: arregló y alhajó la iglesia parroquial y construyó para sí una casa, a que después daría honroso destino.

Movido por la predicación de un celoso jesuita que misionaba en la parroquia, se enardeció su celo y tomó una resolución que le atrajo la admiración de todos. Autorizado por el vicario de Concepción, arcediano don Pedro Camus, confió González de la Rivera la parroquia a su hermano, el presbítero don Miguel63, y, acompañado de su teniente cura, don José Díaz, se fue a misionar entre los indígenas de ultra Bío-Bío contando con el apoyo del Protector de indígenas, don José Gasco. Comenzando por la región vecina a la cordillera, hicieron los dos misioneros una recorrida de casi todo el territorio araucano, obteniendo en sus correrías apostólicas abundante fruto.

Su excursión la hizo González en relativa tranquilidad, porque casi en todas partes fue bien recibido de los caciques, y fueron pocos los indígenas que opusieron abierta oposición a la labor del misionero. González era hombre de larga y penetrante visión y sabía aprovechar de su estudio y observaciones. La excursión al territorio araucano le dio un conocimiento exacto del modo de ser y de vivir de sus habitantes y le sugirió ideas muy prácticas y muy nobles acerca de la conquista de la raza indígena. Notó y apreció debidamente los inconvenientes y defectos de la obra del conquistador español, y se propuso remediarlas en cuanto estuviera de su parte: ideó la conquista del indio por medio de la cultura y la civilización, teniendo al ejército únicamente como una fuerza moral, que permitiera al misionero, al maestro y al preceptor entregarse con seguridad a sus tareas, contando con la fuerza armada, que sólo estaba para ampararlos en caso de que ellos solicitaran su concurso. La cultura de la juventud indígena debía darse en colegios establecidos especialmente para ellos.

Bien conoció que la obra aislada de un sacerdote, aunque contara con poderosos elementos, necesariamente resultaría ineficaz, y se propuso, confiar sus observaciones y proyectos al gobierno de la nación, a fin de que éste los hiciera suyos y, si era necesario, solicitara el auxilio del soberano español.

En 1691 y 1692 elevó González de la Rivera un memorial al presidente don Tomás Marín de Poveda daba cuenta de sus trabajos y de sus proyectos e indicaba los medios de realizarlos. La obra de González era simpática, tanto la ya realizada, como la proyectada, pues, buena en sí, no imponía gravamen al tesoro real, porque todo lo hacía el cura con fondos propios. Acogió Marín de Poveda con agrado lo que le decía González de la Rivera y él por su parte juntó otros antecedentes y con todo eso escribió al rey. Proponía al monarca sus ideas y proyectos acerca de la conquista pacífica de la raza indígena por medio de las misiones y de la instrucción en escuelas y colegios64.

Mientras las cartas de Marín de Poveda y del cura de Chillán iban a Madrid y eran allí estudiadas en el Consejo de Indias, el cura fundaba, en 1693, dos misiones cerca del Renaico y del Bío-Bío, al oriente de la actual línea de ferrocarril central, en Repocura y Lolco: una sirvió personalmente y confió la otra a su compañero don José Díaz. Ambas misiones fueron creadas bajo la advocación de Nuestra Señora del Carmen, porque todos sus grandes asuntos los resolvía González de la Rivera confiando su suerte a la celestial señora, bajo ese nombre que tan genuina y profundamente chileno había de hacerse más tarde.

En noviembre de 1693 celebró el gobernador Marín de Poveda un gran parlamento con los indios, en Choque-Choque, cerca de Temuco. Uno de los concurrentes al parlamento, en su calidad de jefe de misión, fue González de la Rivera. Entre los asuntos que se trataron propuso este la creación de un colegio en donde se formaran los hijos de los caciques y de los nobles araucanos. Eso sería, según el autor del proyecto, uno de los más seguros medios de conseguir una paz efectiva y duradera y de alcanzar el incalculable bien de la civilización en favor de la raza indígena65. Voló González a su misión y siguió trabajando con empeño en sus tareas de apostolado.

3.- El trato constante de varios años amaestró a González en el conocimiento del indígena, y lo arraigó en la convicción de que sus proyectos eran buenos. Seguía observando y de todo daba conocimiento al gobernador y, éste, a su vez, lo comunicaba al soberano. El nombre del cura de Chillán era pronunciado con respeto y gratitud en la corte de Madrid, y no sonó mal en el Consejo de Indias la recomendación que Marín de Poveda hacía del cura para obispo de Concepción, en el caso de que, como se temía, falleciera el obispo diocesano, don Martín de Hijar y Mendoza, que ya era muy anciano y achacoso.

Las ideas de González de la Rivera hallaron eco en la corte de Madrid. El 11 de mayo de 1697 dio Carlos II una real cédula en que se dictaba muy atinadas disposiciones en orden a la conversión y civilización de los indios. Mandaba el rey que se regularizara el servicio de las misiones en la forma en que se le indicaba desde Chile; aconsejaba la reducción de los indios a pueblos, en las partes más adecuadas, dentro de sus propias reducciones; prohibía que, con ningún pretexto, se hiciera salir de sus posesiones a los indios ya convertidos, ni se les quitaran sus hijos, aunque fuera para mejorarlos; que se respetara a las autoridades araucanas y se las amparase en caso de necesidad; que a los convertidos se les declare libres y sólo dependientes de la autoridad del rey; y, en orden a la cultura de los indios, manda el rey:

«Que se funde un colegio seminario para la educación de los indios caciques circunvecinos del estado de Arauco, el cual esté a cargo de la religión de la Compañía de Jesús para que los enseñen a leer, escribir, contar, y la gramática y moral, gobernándose este colegio por las constituciones y órdenes que se dieran por dicha junta»;

«Que para la fundación de este colegio no se haga por ahora casa, sino que eligiéndose alguna, la que a la junta pareciere al propósito, se pague el precio de su arrendamiento en lo que fuese justo, y según el estilo de la ciudad, hasta que, reconociéndose si de la enseñanza en él resultan aquellos beneficios que se desean parra los indios, y sirva de atraer a otros a nuestra santa fe, se discurre y determina en el dicho mi consejo este punto, precediendo informes de lo que deberá ejecutarse en aumento y conservación de este colegio».



Los alumnos debían ser veinte al principio; serían tres los directores y maestros jesuitas, debiéndose dar noble dotación a los maestros; y el gasto anual no debía pasar de cuatro mil pesos.

Para poner en práctica lo ordenado en está cédula, el rey nombraba una «Junta» compuesta del gobernador de la nación, del oidor más antiguo de la Real Audiencia, del obispo, del deán catedral y de los presbíteros González de la Rivera y Díaz «si aún estaban en las misiones». La cédula llegó a Chile el año 1698.

Se reunió la Junta, que se llamó «Junta de misiones», y comisionó a González para que, haciendo una visita e inspección en el territorio araucano, estudiara la distribución y colocación de las nuevas misiones y viera cuál sería el pueblo en donde convenía fundar el colegio de indígenas.

Cumplió su cometido González de la Rivera y como resultado de su visita, pasó a la Junta el 18 de julio de 1699 un informe interesante y muy atinado, que de prueba clara del buen juicio, de la virtud y de los conocimientos de su autor en orden a educación e instrucción. Es largo el informe y nosotros nos concretaremos a dar de él breve noticia de lo que se relaciona con el colegio66.

Defiende calurosamente al indio contra «la vulgaridad» de que es incapaz de civilización y de recibir la fe cristiana»; pues la experiencia prueba lo contrario:

«No es dudable de cuanto fruto será el colegio para la conversión de la infidelidad de estos naturales, como para su paz y quietud; ésta se consigue teniendo entre nosotros estos sus hijos como rehenes, parra que esto les sirva de freno en cualquiera brevedad que se les ocurra; aquélla porque, doctrinados dichos hijos de caciques y bien firmes en la fe católica, vuelvan a sus tierras, o bien a predicarles y reducirlos con su mismo ejemplo, como se ha visto, porque don Alonso de Nahuel-Huala, que se crió entre nosotros, vive entre los suyos con una mujer, según el orden católico, y cogiendo el bastón y el gobierno de sus vasallos, los ha gobernado y gobierna como cristianos, solicitando, como solicitó hasta conseguir dos padres misioneros que están en sus tierras de la Imperial; y como se vio en un hijo de Painemal, cacique principal de Boroa, llamado don Pedro Riquelme, a quien trajo el reverendo padre provincial de la Compañía de Jesús, Antonio de Alemán que en la ocasión era de su sagrada religión de esta provincia de Chile, el año de ochenta y cinco y puesto en el colegio de San Francisco Javier, estudió con buen efecto hasta que, ordenado sacerdote, fue a su tierra a la conversión de su padre y parientes y levantó iglesia (que después coloqué y enterré en ella a dicho su padre)».



Conviene, decía el informe, fundar cuanto antes el colegio. En cuanto a la ubicación de ese establecimiento, discurría así González:

«El primer punto sería Puren; pero tiene dos inconvenientes graves, que destruye el fin que se pretende: el primero ser dicha plaza de soldados, cuyas costumbres extraviadas causarán escándalo en esta juventud, acostumbrándose a la libertad y vicios, opuestos a su buena educación; el segundo que dicho Puren está muy en medio de toda tierra y con gran cercanía a sus padres y madres, cuya frecuencia había de ser continua, y más llevados de los agasajos que necesariamente les habían de hacer por agradarlos, acrecentándose gastos sobre gastos; y juntamente se dará ocasión que por cualquier castigo, inexcusable en la licencia de la juventud, si huyesen; y que, si quisiesen intentar cualquier sublevación, los sacarían de entre nosotros con gran facilidad».



Sigue diciendo González que Concepción sería buena sede para el colegio; pero que mejor es Chillán:

«Esta ciudad -dice González- está en envidiable situación: no dista de la Araucanía tanto que haga incómodo el envió de los caciquitos; y su distancia es suficiente para impedir que los niños caigan en la tentación de huir o de irse a su tierra por cualquier motivo infundado. A eso se agrega que el campo de Chillán es agradable y feraz; lo que facilita la obra de los directores y hace agradable la permanencia de los colegiales».

«Se fundarían jesuitas -dice- de que tanto se necesita para la reformación de costumbres de sus habitadores y crianza de la juventud. Hablo con el conocimiento y experiencia que tengo de más de quince años de cura y vicario de dicha ciudad, y hablo en mi conciencia que no satisfacía mi obligación si no hiciere esta representación a la Junta».

«Se consigue el fin de la fundación y se ahorra el alquiler que Su Majestad manda se pague por la casa en que han de vivir dichos colegiales y sus maestros; porque tengo en dicha ciudad dos solares enteras, que hacen una cuadra en largo y media de ancho, y bastante edificio para que sin dilación puedan vivir, de que luego hago gracia y donación a la Compañía de Jesús por hacerse este servicio a Su Majestad y concurrir con lo que me queda a su santo y católico celo y para que en dichos solares se funde el colegio».



El cura González tropezaba siempre con Nuestra Señora del Carmen y caía siempre ante ella con profundo rendimiento y era anheloso de que su honra y culto se extendiera por todas partes. Quiso que fuera dedicado a ella el colegio:

«Que se había de titular de nuestra señora Santísima del Carmen; para que al abrigo de esta divina Señora crezca esta obra para mucha gloria de su santísimo Hijo».



Como complemento de la fundación que nos ocupa, indica González la necesidad de que se establezca cátedra de araucano, no sólo en el colegio proyectado (en donde era indispensable), sino en otro centro de formación de sacerdotes misioneros; y da para ello una razón que revela el mucho espíritu de observación y el conocimiento exacto que tenía de los indígenas y una curiosa cualidad de éstos. Opina que los jesuitas deben ser los encargados de la clase de araucano y en el noviciado de la Compañía «porque entre esos religiosos hay muy escogidos lenguaraces y porque, estando dedicados sus escolares para las misiones, se dedican ya en sus estudios a aprenderla». Y opina González que es de gran provecho que los misioneros hablen el araucano correctamente y, si podemos así expresarnos, el araucano clásico «porque los indígenas se precian de elocuentes en su idioma, de que hacen grande estimación, y celebran y veneran a los que más elegantes son en hablar». Y a la inversa: «la ignorancia del idioma indígena es una de las causas del poco fruto de las misiones, porque lo es de que los indios tengan aversión a los misioneros que no hablan el araucano».

Y para que se aprecie en su justo valer la solidez y amplitud de criterio del cura González, consignamos aquí una indicación que hace a la Junta, de establecer una defensa a la labor del misionero y del educador del indígena:

«Y para que todo lo dicho en este papel -dice- se reduzca al efecto deseado, es necesario discurrir que, aunque es verdad que la predicación evangélica se ha de proponer por los medios de suavidad, que hasta ahora llevo propuestos, sin que a los indios se les haga agravio alguno, antes se les hagan todos aquellos, y aun más si se pudieran, los tratamientos que pide la caridad cristiana; todavía es necesario advertir su natural, en lo universal adusto y altivo, y así se necesita de ponerles algún freno que, sin que los oprima, los reprima y no les dé lugar a ningún alboroto, ciertos de que, si lo intentaren, les saldrá muy mal. Todo se consigue con que la plaza de Puren, que fue en la antigüedad el escándalo de la insolencia auca, y que costó mucha sangre española, sujete su altivez, estando en el comedio y corazón de la tierra, se mantenga con un presidio de mil hombres españoles que, bien gobernados y prontos para cualquiera novedad y que los atajen sin dar lugar a que prosigan; así se verán estos indios necesitados a su sosiego y quietud, y a admitir la religión católica, facilitándole con el tiempo la reducción a pueblo y policía cristiana».



Propone González que se consulten para gastos de mantenimiento de cada joven cacique $150 al año; y $600 para dos profesores y $400 para el rector:

«Que todavía juzgo corta congrua respecto de que el que fuese rector necesita de alguna porción para los agasajos inexcusables cuando suceda venir algún padre o madre o pariente de los muchachos a visitarlos; la caridad del vecindario suplirá esta deficiencia».



4.- La Junta aceptó las ideas de González de la Rivera en acuerdo de 5 de septiembre de 1699, pero el Colegio de Caciques no se estableció sino en septiembre de 1700, con caciquitos traídos principalmente de las regiones de Imperial67.

Se estableció efectivamente el colegio en las casas del cura, y fue su primer rector el P. Nicolás Deodati y primer profesor el P. Domingo Javier Hurtado. Se asignó renta anual de $280 al rector, de $240 a cada uno de los profesores y una pensión de $120 por cada uno de los dieciséis caciquitos que debían vivir en el establecimiento, según lo dispuso la Junta.

El número de estudiantes se llenó en los primeros meses, merced a la labor de don Francisco Riquelme, que fue a la Araucanía a conquistar alumnos y consiguió su objeto. Riquelme había estado prisionero entre los indios algunos años y conocía a muchos caciques de los cuales varios se decían parientes suyos; lo que le valió para ser escuchado por ellos y atendido en sus intentos, pues trajo doce caciquitos para estudiantes.

El colegio se mantuvo siempre lleno de araucanitos, en buen pie los estudios y a satisfacción de los habitantes de Chillán, que lo favorecieron con largueza y con cariño.

Esta última circunstancia hay que dejarla bien establecida, porque González de la Rivera y el vecindario de Chillán son fundadores y mantenedores del colegio, gloria legítima que les han quitado, por ignorancia algunos historiadores y por maldad otros.

El rey mandó que se dieran cuatro mil pesos para la instalación del colegio, tomándolos del «real situado» o fondos fiscales que venían cada año desde Lima para pagos del ejército y gastos generales; pero el real situado llegó muy escaso y limitado el año 1699 y 1700. La «Junta de Misiones» reclamó al virrey de Lima el dinero correspondiente al colegio de caciques, y ese funcionario contestó que el situado «no podía traer nada para el colegio»68

. Y esa primera omisión del virrey se convirtió en práctica abusiva, y después fue posible que el situado trajera para todo, menos para los caciquitos de Chillán. Vino entonces la caridad del vecindario a ayudar al celo desinteresado de los jesuitas y entre ambos establecieron el colegio y lo siguieron manteniendo con una perseverancia de que no hay otro caso igual que se conozca, por lo menos, en la historia de la educación en el país.

El rector Deodati dedicó al sostenimiento de los colegiales el fundo Cato, de su propiedad. Como el fundo estuviera escaso de gentes de trabajo, la producción era escasa y se hacía sentir falta de recursos en el colegio. El procurador del colegio y profesor, P. Gonzalo Covarrubias, pidió al corregidor que enviara indios guambalíes a las faenas agrícolas, con cargo de que los dueños del fundo pagarían religiosamente los correspondientes jornales. Lo ordenó el corregidor «por ser de bien general el trabajo de la educación», y «que vayan los guambalíes en los tres tiempos del año, en los cuales los religiosos les pagarán lo que es de justicia»69.

5.- Se dijo ya que el rey dio el carácter de provisional al colegio de caciques, y que disponía que, una vez que se conocieran sus resultados, se proveería definitivamente a dotarlo de casa propia para su funcionamiento permanente. En 1708 creyeron los jesuitas que ya era tiempo de exigir esa estabilidad para la obra y dieron los pasos conducentes a conseguirla en Madrid.

Estaba designado para ir a Roma y Madrid, en calidad de procurador general de las cosas jesuitas de Chile, el jesuita chileno, P. Antonio Covarrubias, sacerdote inteligente, de carácter enérgico y muy emprendedor.

Para desempeñar fructuosamente su cometido en Europa, preparó memoriales y proyectos sobre la labor realizada en Chile por sus hermanos de religión y sobre lo que convenía hacer o fundar: entre esos proyectos estaba la situación legal del colegio de caciques. Se dirigió a la Junta de Misiones, a fin de que declarara ella su parecer, y pedía que la Junta se informara del estado de los estudios y de la obra educativa de los directores. A pedido de la Junta aceptaron comisión de visitadores del colegio, dos oidores de la Real Audiencia de Santiago, señores Diego Zúñiga y Alonso de Quiroz. Como se ve, no podía idearse una comisión más honorable y a satisfacción del más exigente.

Todo lo vieron detenidamente los oidores: «presenciaron los exámenes de lectura, escritura, gramática, cuentas, catecismo de religión, moral, y hasta de ayudar a misa», y quedaron «sorprendidos del éxito alcanzado por los maestros»; los estudios se hacían conforme a los programas fijados por la Junta; el número de alumnos había estado siempre completo; la permanencia en la casa era grata para los colegiales; el vecindario secundaba la labor de los directores, etc. Como consecuencia de todo eso, los visitadores fueron de opinión que se enterara a veinte el número de estudiantes, conforme a lo dispuesto por Carlos II en su cédula de 1697; que se pagaran los nueve mil trescientos treinta y nueve pesos y seis reales que el fisco debía a la casa por no habérsele entregado completa cada año la cantidad consultada para pensión de los alumnos; que era llegado el tiempo de asegurar la estabilidad del colegio, declarando definitivamente fundado «El real Seminario de Caciques» de la ciudad de San Bartolomé de Chillán.

No se obtuvo, por de pronto, de las gestiones del P. Covarrubias sino la buena impresión que produjo en el gobierno de Santiago y en la Junta el informe de los visitadores, y la buena disposición, de palabra tan sólo, que para el colegio manifestaron sucesivamente los gobernadores don Francisco Ibáñez y Peralta y don Juan Andrés Ustáriz.

6.- El P. Covarrubias marchó a Europa y de allá volvió en 1712, nombrado Provincial de los jesuitas de Chile: el provincialato de este distinguido religioso es uno de los más fecundos en obras de los que registran en sus páginas la historia de la Compañía de Jesús en Chile. En 1713 hizo la visita canónica de la casa y colegios de Chillán y en el auto de visita:

«Previno y ordenó la traslación del convento y colegios al alto de la loma llamada de la Horca y de la viña de Moscatel, porque el sitio en que están edificados es muy húmedo y contra la salud de los dhos. Padres».



El rector P. Antonio Hevia, sin más auto ni traslado, se dio prisa en cumplir lo ordenado por su superior y comenzó, en el verano de 1714 a abrir cimientos para los nuevos edificios en una cuadra cuadrada de suelo que para ello destinó el provincial. La nueva de los trabajos tomó de sorpresa al vecindario de Chillán y sus autoridades se creyeron en el caso de intervenir en el asunto; y lo hicieron efectivamente.

El corregidor, justicia mayor y teniente de gobernador, don José de Puga y Novoa citó a las autoridades y vecinos a un «cabildo abierto», que tuvo lugar el 30 de abril de 1714. Asistieron el corregidor, los alcaldes don Alonso Arias de Umaña y don Gabriel Riquel de la Barrera; el alguacil mayor don Francisco Simón de Fonseca; el alférez real don Juan Gallegos; el regidor don Manuel San Martín; el cura párroco don Juan Ángel de Echeandía70; el prior de Santo Domingo, Fr. Martín Fernández; el guardián de San Francisco, Fr. Agustín Quintana; el comendador de la Merced, Fr. Jerónimo de Vera y buen número de vecinos respetables. Expuso el corregidor Puga y Novoa el objeto de la asamblea, que era dictaminar y resolver sobre la traslación del «Colegio Real Seminario» al alto de la Horca, e hizo largas consideraciones sobre el particular. Dijo que el colegio funcionaba desde 13 años «dentro de los muros que fueron de la antigua ciudad»; «que tiene suficiente con el local que ocupa, de ½ cuadra de frente que basta por la cortedad del lugar»; que el proyectado edificio queda fuera de los muros, a siete cuadras de la plaza, fuera del recinto militar, expuesto a los asaltos de los enemigos y sin la defensa correspondiente; que hay un zanjón de por medio con la ciudad, que en el invierno suele perder vado y que aún en el verano lleva agua; que pierde el vecindario el servicio de tan buenos operarios espirituales, como son los jesuitas, tan preferidos del pueblo, y los perderán absolutamente por la noche; que el local es de lo mejor de la ciudad; que conviene respetar la voluntad del antiguo cura, González de la Rivera, y que hay que prevenirse por si la ciudad es asaltada de los indígenas, ya que lo ha sido, a pesar de estar amurallada.

Hubo seria y viva discusión sobre lo dicho, y fue general la opinión contraria al proyecto de traslación. Solo un voto favoreció al rector Hevia y fue del Procurador de ciudad, capitán don Manuel Salamanca. Dijo éste que la traslación presentaba evidentes ventajas y no acarreaba perjuicio de ningún género. El suelo es, dijo, más alto y seco en la loma; en la ciudad quedan tres conventos y la iglesia matriz para la atención del pueblo, mientras que en el alto hay vivientes que están absolutamente abandonados de servicio religioso; que pueden los jesuitas atender las peticiones del vecindario a hora oportuna; y, sobre todo eso, la traslación traerá el crecimiento de la población hacia la loma, lo cual es gran bien para los habitantes.

La réplica de los primeros opinantes fue unánime, y aseguraron «que eran ninguno ni suficientes los motivos que se proponían para poder desvanecer los que todos tenían presentados».

Como resultado final de la asamblea se acordó mandar copia de los antecedentes y del acta final, al gobernador de la nación, pidiéndole que resuelva lo que estime conveniente: ya veremos qué solución tuvo el asunto.

7.- Mientras esas cosas pasaban en Chillán, el provincial, P. Covarrubias, presentó un memorial ante la «Junta de Misiones»: exponía en él el estado del colegio y pedía que se le declarara definitivamente fundado; hacía ver que era reducido e insalubre el local cedido por González de la Rivera, y ofrecía una cuadra de suelo, y bien situada, en que edificar casas adecuadas para convento y para el colegio. La Junta aceptó las ideas del provincial, dándole las autorizaciones que solicitaba, confiándole el cuidado y evangelización de los indios guambalíes y autorizándolo para que empleara en los nuevos trabajos a los indios útiles, a los cuales pagarían los jornales correspondientes, y, por último, mandando que se pagaran los muchos miles de pesos de fondos fiscales que se adeudaban al colegio por pensiones de los caciquitos.

Este decreto de la Junta solucionaba la cuestión que vimos tratada en el cabildo abierto de 30 de abril, y dejaba expedito el camino al rector Hevia, que siguió tranquilo en sus nuevas construcciones. Sólo una dificultad se le presentó, pero fue fácilmente obviada, merced a la buena voluntad del corregidor. Los huambalíes no salían a los trabajos, porque muchos estaban sirviendo en las casas particulares, reclamó de esto el rector y pidió que se les dejara libres para ocuparse en la edificación del colegio, convento e iglesia: el corregidor Puga y Novoa proveyó favorablemente la solicitud «por ser ésa -como dice el decreto- la voluntad del Presidente y la mía». Eso era el 9 de julio de 1714.

Antes de mucho tiempo funcionó el colegio, en sus secciones de internado de caciques y de hijos del vecindario, en su nueva casa, y en ella siguió funcionando con toda regularidad.

En 1723 se cerró el «Real Colegio Seminario», con la vuelta a sus hogares de los caciquitos, ese año tuvo lugar la primera gran sublevación de los araucanos en el siglo XVIII y con esa ocasión fueron reclamados los estudiantes mapuches71.

Los frutos que se recogieron del Seminario de caciques son dignos de consideración. No se sabe cuántos de los caciquitos volvieron a sus familias y reducciones, a hacer participantes a los suyos del bien de la educación que recibieron en Chillán, pero no fueron pocos. La generalidad de los jóvenes se quedaron en Chillán o en sus vecindades, y aquí constituyeron su hogar, haciendo vida honorable, conforme en todo con las enseñanzas cristianas y con las prácticas de la civilización europea. Esto es un bien positivo hecho en centenares de jóvenes, que, dando pruebas de buen juicio, se agregaron a la sociedad chillaneja, tal vez en reconocimiento del beneficio que se les hizo con sacarlos de la vida del gentilismo72.

8.- Creemos oportuno terminar estas noticias del colegio de caciquitos, dando algunas otras noticias del verdadero fundador, el cura González de la Rivera. El rey de España tomó nota de los servicios de González y poco después de la fundación del colegio le escribía una carta gratulatoria, que honra tanto al rey como al cura:

«Os doy muy especiales gracias -decía la carta- por los trabajos y piadoso celo con que os habéis aplicado a la predicación y educación de los indios y os ruego y encargo continuéis en ella para la mayor extensión y culto del santo evangelio, esperando obraréis con la aplicación y desvelo que hasta aquí, por ser obra tan del servicio de Dios y mío»73.



Poco después de la carta citada, recibía González de la Rivera otra, en que el rey le comunicaba su presentación para una canonjía en la catedral de Santiago.

Pasó González a recibir su canonjía, pero desde allá siguió siempre preocupado del colegio, que le era altamente simpático. El último escrito que de él conocemos, una carta de 1707, trata precisamente de ese colegio «que le preocupa y absorbe su atención». Poco después pasó a mejor vida.

9.- Cerrado el seminario de caciques, como lo dejamos contado, siguieron funcionando el colegio de vecinos y la escuela elemental, anexa al convento. Las autoridades locales prestaban su concurso a ambas instituciones y no les fue difícil a los jesuitas dar mayores proporciones a ambos planteles.

Se construyó una buena iglesia, se echaron los cimientos para una casa de ejercicios, que no demoró demasiado en prestar acogida a las gentes que acudían a recibir el beneficio espiritual en esa casa de recogimiento.

El gobernador Ustáriz, el corregidor Puga y Novoa, el procurador Marcos Canales de la Cerda, el corregidor Domingo de León y otros fueron sucesivamente, interesándose por el colegio y con tanta eficacia que los estudios alcanzaron en Chillán gran prosperidad y produjeron abundantes y sazonados frutos. Varios de los alumnos chillanejos prestaron después importantes servicios a la ciudad y a la nación, contribuyendo algunos de ellos a enaltecer el nombre de esta tierra aún fuera de Chile. Como una muestra apuntamos el interesante caso del alcalde y corregidor Jerónimo Pietas y Garcés.

No podemos precisar el año en que comenzó a ser autoridad Pietas y Garcés; pero es cierto que estaba ya en Chillán en 1719. Era español de origen y comenzó sus servicios como jefe en varias plazas militares de la frontera araucana. Excursionó por casi todo el sur del país; recorrió la región de los pehuenches hasta las pampas argentinas, que recorrió en grandes extensiones. Era hombre de letras y juicioso observador de lo que veía; lo cual le dio facilidades para escribir una interesante relación sobre los territorios recorridos y «sobre las cosas de Chile», que fue recibida con aplauso en la corte del soberano español.

Llegó a Chillán y juzgamos que aquí formó su hogar, que fue de lo más digno, si se toma en vista su honorable descendencia, que hizo respetable el nombre de la familia.

Los hijos de Pietas y Garcés estudiaron en el colegio de la ciudad y de él pasaron, uno, Raimundo, al seminario de Concepción y los otros, Hilario José, Ignacio, Francisco Javier y Jerónimo, al noviciado de los jesuitas en Bucalemu. Raimundo fue un distinguidísimo sacerdote; sirvió varias parroquias, siendo la última esta de Chillán, de aquí fue llevado a Concepción en 1767, como rector del Seminario, que quedaba acéfalo con el destierro de los jesuitas.

Los otros hermanos de Raimundo llegaron también al sacerdocio en la Compañía de Jesús y no fueron de menos personalidad que su hermano. En varios períodos dos de ellos fueron superiores de casas de la orden y rectores del colegio de Chillán, tocándole a Hilario José la suerte de haber sido el último rector de este colegio, que se clausuró para siempre con el destierro de los jesuitas, entre los cuales salieron de Chile dos hermanos Pietas y Garcés y tal vez tres.

A más de los Pietas Garcés que dejamos nombrados hay que recordar todavía a dos hermanas de esos eclesiásticos: ambas se hicieron religiosas en el monasterio de trinitarias de Concepción y fueron en el claustro tan dignas como lo habían sido sus hermanos en la milicia sacerdotal.

10.- Dijimos más atrás que era preocupación del vecindario defenderse contra las inundaciones del río Chillán, y quedó relatado como uno de los gobernadores de la nación amuralló la ciudad contra las inundaciones y contra los indígenas. Debió el río dar buena cuenta de las tales murallas, porque periódicamente hemos encontrado referencia a las vigilias largas que pasaban los vecinos por causa de las amenazas de inundación74.

Las autoridades superiores se preocuparon seriamente de tranquilizar a los chillanejos. En 1735 don Manuel de Salamanca, gobernador del reino, hizo viaje a la ciudad, a tratar con los vecinos un tan importante asunto. Estudió personalmente las condiciones de la ciudad y del río y con el objeto de acertar mejor, convocó a los vecinos a un cabildo abierto, para discutir y acordar lo más conveniente.

El 29 de mayo se celebró la reunión. Habló Salamanca y expuso la razón de su viaje y el resultado de sus observaciones sobre el terreno:

«Casi todos los años -dijo- el río entra en la ciudad, con notable detrimento de sus edificios y hay que poner remedio a tamaño mal».



Como resultado de la discusión del asunto, se acordó «hacer un desagüe para el río, como un segundo cauce».

Aceptada la idea, se abrió una subscripción para ayudar a los gastos de la nueva obra. Salamanca se subscribió en 200 pesos; el cura Gregorio de Aranciaga con $8; el guardián de San Francisco Fr. Juan de Lagos «con diez carneros y cuatro fanegas de trigo para los trabajadores»; el prior de Santo Domingo Fr. Mauricio Aguilera, con $8; el rector del colegio, P. Nicolás de Toro, con $12. El resto del vecindario ofreció también contribuir a su tiempo con alguna cantidad. Firman el «acta» de la asamblea, además de los nombrados, los señores Alonso de Guzmán y Peralta, José de Benavides, Juan Carrasco, Francisco Navarrete, Francisco Javier Barrera, Agustín de Zúñiga, Ignacio de Zúñiga, Juan de Navarrete, Juan Esteban del Pino, Alejandro de la Jara, Andrés de Acuña, Francisco Friz, Carlos de Sepúlveda, Ignacio J. de Quintana, Luis Guajardo, Francisco Vargas Machuca.

11.- No sabemos qué fue del segundo cauce proyectado en 1735, pero es cierto que el río se entró violentamente por la ciudad en 1748, sin respetar ni murallas ni cauces.

Esta inundación es una de las más violentas que experimentó Chillán: sus fatales consecuencias equivalieron a una semi-ruina de la ciudad.

Los solos recursos del vecindario no bastaron a poner remedio a los perjuicios de los damnificados y hubo necesidad de recurrir a la protección del gobierno de la capital, como lo hizo efectivamente el corregidor don Agustín de Soto Aguilar75.

Uno de los damnificados de más importancia fue la iglesia parroquial. La invadieron las aguas en tal forma que quedó inutilizada por largo tiempo para prestar sus servicios. El prior de Santo Domingo, Fr. Cipriano González, prestó la iglesia de su convento, que no sufrió tanto, para que en ella funcionara el párroco don Simón de Mandiola.



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