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- V -

Continúa la propaganda herética en Sevilla. -Introducción de libros. -Julianillo Hernández. -Noticia de otros luteranos andaluces: don Juan Ponce de León, el predicador Juan González, Fernando de San Juan, el Dr. Cristóbal de Losada, Isabel de Baena, el Mtro. Blanco (Garci-Arias), etc. -Autos de fe de 24 de septiembre de 1559 y 22 de diciembre de 1560. -Fuga de los monjes de San Isidro del Campo.

     No se comprendería la rápida propagación del luteranismo en Sevilla, no hubieran bastado los sermones de Egidio y Constantino, ni los mil artificios y rodeos de éste para producir aquel incendio sin la ayuda de un singular personaje, el más activo de todos los reformadores, hombre de clase y condición humilde, pero de una terquedad y fanatismo a toda prueba, de un valor personal que rayaba en temeridad y de una sutileza de ingenio y fecundidad de recursos que verdaderamente pasman y maravillan. Este tipo de contrabandista puesto al servicio de una causa religiosa no era sevillano, ni andaluz siquiera, sino castellano viejo, de tierra de Campos, nacido en Villaverde. «Se había criado en Alemania entre herejes», dice el Padre Roa, y esto es cuanto se sabe de sus primeros años (1805). Dicen que era arriero; pero parece más probable que adoptó este oficio para introducir con más seguridad sus generos de ilícito comercio. Llamábase [75] Julián Hernández, y por la pequeñez de su estatura le apellidaron los españoles Julianillo, y los franceses, Julián le Petit. «Su cuerpo era tan macilento, que parecía constar sólo de piel y huesos», dice Reinaldo González de Montes (1806).

     Transportó de Ginebra a España en 1557 dos grandes toneles, no de biblias, como dice Montes, porque aún no habían publicado los protestantes ninguna completa en lengua castellana, sino de Nuevos Testamentos, traducidos por el Dr. Juan Pérez; y los esparció profusamente en Sevilla (1807), depositando parte de ellos en casa de D. Juan Ponce de León, hijo del conde de Bailén, y otra parte en el monasterio de San Isidro del Campo cuyos monjes, de la Orden jerónima, abrazaron casi todos la nueva doctrina.

     Preparado ya el terreno por Valer, Egidio y Constantino pronto se formó un conventículo tan numeroso y temible como el de Valladolid. Las memorias de esta sociedad secreta, que duró cerca de doce años, han sido escritas por uno de los afiliados, que, fugitivo después en Alemania, publicó, con el supuesto nombre de Reinaldo González Montano, el libro de las Artes de la Inquisición, tantas veces citado y aprovechado en estas páginas.

     Dos focos principales tenía el luteranismo sevillano: uno, en el monasterio de jerónimos de San Isidro, cerca de Sancti Ponce (antigua Itálica), fundación de D. Alonso Pérez de Guzmán el Bueno; otro, en casa de Isabel de Baena, donde se recogían los fieles para oír la palabra de Dios, según escribe Cipriano de Valera (1808).

     Los monjes de San Isidro tenían desde antiguo grandes rentas y muy mala fama; culpa, en parte, de la fertilidad y regalo de la tierra. Fueron al principio cistercienses; pero como viviesen con poco recato, se los expulsó en 1431, y les sustituyeron los jerónimos de Buena Vista, que moraban a la orilla opuesta del río. A casi todos los catequizó Egidio, pero disimularon por algún tiempo. Era prior de ellos Garci-Arias, llamado vulgarmente el Maestro Blanco (hoy diríamos albino), por ser como la nieve su tez y sus cabellos. Tipo acabado de doblez y falsía, homo vafer et versipellis, y a sus propios correligionarios, tantas veces engañados y vendidos por él, llaman taimado, astuto, [76] disimulado y maligno (1809). Cubría estos y otros vicios con máscara de santidad y pasaba por hombre de buen ingenio y de mucho saber en las sagradas Letras. Lejos de mostrar en público tendencias innovadoras, se le halló siempre tímido y reacio en la hora del peligro y artero y falso en todos sus procederes. Habiendo predicado el Dr. Gregorio Ruiz (1810) un sermón sobre la fe y las obras y los méritos y el beneficio de Cristo en sentido estrictamente luterano, le procesó la Inquisición, y él, dos días antes de comparecer en juicio para la defensa, tomó consejo de Garci-Arias y le manifestó sus argumentos. ¡Cuál sería el asombro de Ruiz cuando, llegado el día de la disputa pública, vio al Mtro. Blanco entre sus acusadores y contradictores! Con igual deslealtad se portó cuando tuvo que calificar las proposiciones del Dr. Egidio.

     Entre tanto que tales cosas hacía, iba acabando de pervertir uno por uno a los frailes de su convento e intentaba variar del todo la regla. Dicen que llegó a suprimir las horas canónicas y toda especie de rezo, sustituyéndole con la lectura de las Sagradas Escrituras y con pláticas diarias sobre los Proverbios de Salomón; y es cierto que vedó los ayunos, abstinencias y mortificaciones y el culto de las imágenes. Pero de repente, y arrebatado de la inconstancia de su condición o movido de la necesidad de disimular, quiso volver al estado antiguo e imponerles severísimas penitencias, tales, que alguno de los frailes llegó a perder el juicio y otros huyeron.

     Sus amigos Egidio y Vargas no alcanzaban a explicarse semejante conducta, y Constantino le dijo como en profecía: «Cuando la corrida de toros venga, no pienses que has de mirarla desde barreras, sino en la misma arena» (1811).

     Era, en suma, hombre más medroso que las liebres y las monas, en opinión de su correligionario y panegirista Montes (1812), el cual, por lo mismo, creo que miente o exagera cuando le atribuye la supresión absoluta del rezo canónico, cosa que ya pareció inverosímil a D. Adolfo de Castro y que raya en lo imposible si se repara que aún quedaban algunos monjes católicos y que la delación hubiera sido inmediata.

     Pasaba por el más docto de aquellos monjes Cristóbal de Arellano, muy versado en la teología escolástica, y especialmente en los libros de Santo Tomás, Escoto y Pedro Lombardo. Pero también él cayó miserablemente, y aplicó la sutileza de su ingenio y su facilidad en la disputa a la defensa de las nuevas [77] opiniones sobre la justificación: «Predicador de inculpada vida», le llama su biógrafo (1813).

     De la comunidad de San Isidro salieron también dos de los más señalados escritores de la Reforma española: Antonio del Corro y Cipriano de Valera. De ellos se dará noticia en el capítulo siguiente.

     De los secuaces no frailes de la herejía, el más ilustre y conspicuo por la nobleza de su cuna era D. Juan Ponce de León, hijo segundo de D. Rodrigo, conde de Bailén, muy dado a la lectura de los sagrados Libros y en extremo caritativo y limosnero; tanto, que vino a dar al traste con su opulento patrimonio. Pero ¿fue caridad todo? Reinaldo González de Montes confiesa que el «juicio inicuo del vulgo atribuyó la ruina de Ponte de León a su desidia y censurable prodigalidad» (1814). Para colmo de desdichas, le hizo protestante el Dr. Constantino, y se consagró en cuerpo y alma al servicio de la nueva idea. Decía que no deseaba las riquezas sino para gastarlas en la defensa y propagación de sus doctrinas, y todos los días pedía al Señor fervorosamente que le concediese la gloria de morir por ellas, así como a su mujer e hijos. Tan fanático era, que en la misa solía volverse de espaldas al altar cuando el sacerdote alzaba la hostia consagrada. Huía del viático si le encontraba en su camino y frecuentaba los quemaderos de la Inquisición para perder el miedo a los suplicios y arreciar el temple de su alma. Era su oráculo un predicador de linaje morisco, llamado Juan González (1815), a quien ya a los doce años había penitenciado la Inquisición de Córdoba por prácticas muslímicas. Es singular el número de prosélitos que hizo la Reforma entre los cristianos nuevos; ni podía producir más católicos frutos la antievangélica distinción que engendró los Estatutos de limpieza y alimentó el odio ciego del vulgo contra las familias de los conversos. Obsérvese bien: los Cazallas eran judaizantes; Constantino, también; Juan González y Casiodoro de Reina, moriscos. La cuestión de raza explica muchos fenómenos y resuelve muchos enigmas de nuestra historia.

     Más extraño motivo tuvo la apostasía del médico Cristóbal de Losada, mozo de honestísimas costumbres y muy afortunado en sus curaciones. El amor le hizo luterano. Galanteaba a la hija de un discípulo del Dr. Egidio, y el padre no quiso consentir en la boda si su futuro yerno no se ponía bajo la enseñanza del célebre magistral, y entraba en la secreta congregación. Y tanto progresó el mancebo, que después de la muerte de Egidio y Vargas y de la prisión de Constantino quedó por jefe o pastor de aquella iglesia, «escondida en las cuevas» (in cavernis delitescentem), que su historiador dice (1816). [78]

     No poco contribuyó a la difusión de la secta un diabólico maestro de niños llamado Fernando de San Juan. rector del Colegio de la Doctrina, donde por ocho años enseñó. El P. Roa y las relaciones del auto en que San Juan fue quemado le llaman idiota. Y Montes no acierta a ponderarle sino por el candor de su índole y por el deseo de hacer bien al prójimo (1817). ¡Pobres niños! ¡Y pobres mujeres también! Porque las había, aunque en menos número que en la congregación de Valladolid. Las principales eran: D.ª María Bohorques, hija bastarda de D. Pedro García de Xerez, noble caballero sevillano, docta en la lengua latina, al modo de tantas otras españolas del siglo XVI, y discípula del Dr. Egidio; su hermana D.ª Juana, mujer de D. Francisco de Vargas, Señor de la Higuera; D.ª Francisca Chaves, monja del convento franciscano de Santa Isabel, de Sevilla; D.ª María de Virués y la ya citada Isabel de Baena, cuya casa era el templo de la nueva luz (1818).

     Según una relación manuscrita que poseo, la congregación fue delatada por una mujer, a cuyas manos llegó, por error de los encargados de la distribución, un ejemplar de la Imagen del Antichristo, libro herético de los que repartía Julianillo Hernánrez (1819). Llegó a entender éste el peligro y huyó de Sevilla; pero le prendieron en la sierra de Córdoba, y después de él, a sus secuaces. Las cárceles se llenaron de gente. Más de 800 personas fueron procesadas, si hemos de creer a Montes, Julianillo estuvo impenitente y tenaz. Por más de tres años se hicieron esfuerzos extraordinarios para convencerle; todo en vano. Ni las persuasiones ni los tormentos pudieron domeñarle. Cuando salía de las audiencias solía cantar:

                          Vencidos van los frailes,
   vencidos van;
Corridos van los lobos,
   corridos van.

     Tenía la manía teológica, y disputaba sin tino, pero con toda la terquedad y grosería de un hombre rudo e indocto. «Cuando le apretaban los católicos -escribe el P. Roa-, reducíalos a voces y escabullíase mañosamente de todos los argumentos.»

     Don Juan Ponce de León flaqueó al cabo de algunos meses; se dejó vencer por los ruegos y promesas de algunos eclesiásticos amigos suyos y firmó una retractación. Pero la víspera del auto de fe de 24 de septiembre de 1559, en que fue condenado, se desdijo, volvió a sus antiguos errores y no quiso confesarse (1820). [79] Lo mismo hizo el predicador Juan González, que se defendía con textos de la Escritura aun entre las angustias del tormento y no quiso nunca revelar sus cómplices. Imitáronle en tal resolución dos hermanas suyas, que le veneraban como oráculo suyo y varón santísimo. Lo mismo hicieron el médico Losada, Cristóbal de Arellano y (¿quién lo hubiera dicho?) Garci-Arias, que, trocado en otro hombre ante la perspectiva del suplicio, no solo se declaró protestante, sino que llevó su audacia hasta afrentar a los jueces con duras palabras, llamándolos «arrieros, más propios para guiar una recua que para sentenciar las causas de fe». Así lo cuenta Cipriano de Valera.

     Los monjes de San Isidro habían procurado con tiempo ponerse en salvo. Doce de ellos habían huido antes de la persecución; luego escaparon otros seis o siete. Refugiáronse unos en Ginebra, otros en Alemania, algunos en Inglaterra; pero no a todos les aprovechó la fuga. Uno de ellos, Fr. Juan de León, antiguo sastre en Méjico y dos veces apóstata de su Orden, tropezó en Estrasburgo con espías españoles, y fue preso en un puerto de Zelanda cuando quería embarcarse para Inglaterra juntamente con el vallisoletano Juan Sánchez (1821).

     Las mujeres estuvieron contumaces y pertinacísimas, sobre todo D.ª María Bohorques, con ser tierna doncellita, no más de veintiún años. En el tormento delató a su hermana, pero ni un [80] punto dejó de defender sus herejías y resistió a las predicaciones de dominicos y jesuitas, que en la prisión la amonestaron. Todos se condolían de su juventud y mal empleada discreción, pero ella prosiguió en sus silogismos y malas teologías, hasta ser relajada al brazo secular.

     El Mtro. Fernando de San Juan, que enseñaba a los niños el credo y los artículos de la fe con adiciones y escolios de su cosecha, hizo una confesión explícita en cuatro pliegos de papel; pero luego se retractó, aunque fue reciamente atormentado, y animó a perseverar en el mismo espíritu a su compañero de calabozo, el P. Morcillo, monje jerónimo.

     De todos los presos en los calabozos de Triana, sólo uno logró huir: el Licdo. Francisco de Zafra, beneficiado de la parroquial de San Vicente, de Sevilla. Pasaba por hombre docto en las Sagradas Escrituras y tan poco sospechoso, que había sido calificador del Santo Oficio. En 1555 le delató un beata, loca furiosa, que tenía reclusa en su casa, y esta delación, a la cual acompañaba una lista de otras trescientas personas comprometidas en la trama (1822), fue la piedra angular del proceso y puso en guardia a la Inquisición antes de los rigores de 1559.

     El Santo Oficio instruyó rápidamente todos estos procesos. Como D. Fernando de Valdés se hallaba ausente, ocupado en el castigo de los luteranos de Valladolid, subdelegó en el obispo de Tarazona, D. Juan González de Munabrega, antiguo inquisidor de Cerdeña, Sicilia y Cuenca. El cual, asistido por los inquisidores de Sevilla, Licdo. Miguel del Carpio y Andrés Gasco y por el provisor Juan de Ovando, dispuso la celebración del auto de fe de 24 de septiembre de 1559 en la plaza de San Francisco, de Sevilla. Asistieron a él los obispos de Lugo y Canarias, la Real Audiencia, el cabildo catedral, muchos grandes y caballeros, la duquesa de Béjar y otras señoras de viso y una multitud innumerable de pueblo. Los relajados al brazo seglar fueron veintiuno, y ochenta los penitenciados, no todos por luteranos.

     El licenciado Zafra salió en estatua.

     Los relajados en persona fueron:

     Isabel de Baena: mandóse arrasar su casa y colocar en ella un padrón de ignominia, lo mismo que en la de los Cazallas de Valladolid.

     Don Juan Ponce de León: Reinaldo González de Montes supone que fue quemado vivo. Es falso. Se confesó en el momento del suplicio; fue agarrotado y su cuerpo reducido a cenizas; así lo dicen las relaciones del auto y lo confirma Llorente. Como la sentencia de inhabilitación alcanzaba a sus hijos, no pudo heredar el mayor de ellos, D. Pedro, el título de conde de Balién, que recayó en un D. Luis de León, pariente más lejano. Pleiteó, sin embargo, el desposeído, y obtuvo de la Audiencia [81] de Granada el mayorazgo, pero no el título. Al fin se lo concedió Felipe III (1823).

     Juan González: caminó al auto con mordaza. Cuando se la quitaron recitó con voz firme el salmo 106: Deus, laudem meam ne tacueris; y mandó hacer lo mismo a sus hermanas. Fue quemado vivo.

     Garci-Arias (el Mtro. Blanco).

     Fray Cristóbal de Arellano.

     Fray Juan Crisóstomo.

     Fray Juan de León.

     Fray Casiodoro.

     La misma suerte tuvieron estos cuatro monjes de San Isidro. El primero protestó enérgicamente cuando oyó leer la sentencia, en que se le acusaba de negar la perpetua virginidad de Nuestra Señora. A Fr. Juan deLeón procuró convencerle un condiscípulo suyo y hermano de religión, pero en balde.

     Cristóbal de Losada.

     Fernando de San Juan.

     Doña María de Virués.

     Doña María Coronel.

     Doña María Bohorques.

     Las tres murieron agarrotadas, aunque habían dado pocos signos de arrepentimiento. Ponce de León exhortó a última hora a la Bohorques a convertirse y desoír las exhortaciones de Fr. Casiodo, pero ella le llamó ignorante, idiota y palabrero.

     El P. Morcillo abjuró a última hora, y evitó así la muerte de fuego.

     Los demás relajados no lo fueron por luteranos.

     Un año después, el 22 de diciembre de 1560, se celebró segundo auto en la misma plaza. Hubo catorce rebajados, tres en estatua, treinta y cuatro penitenciados y tres reconciliados. Las estatuas fueron de Egidio, Constantino y el Dr. Juan Pérez (1824). La efigie del primero era de cuerpo entero, en actitud de predicar.

     El principal relajado era Julianillo Hernández que murió como había vivido. Fue al suplicio con mordaza y él mismo se colocó los haces de leña sobre la cabeza. «Encomendaron los inquisidores esta maldita bestia -dice el P. Martín de Roa- al Padre licenciado Francisco Gómez, el cual hizo sus poderíos para poner seso a su locura; mas viendo que sólo estribaba en su desvergüenza y porfía y que a voces quería hazer buena su causa y apellidaba gente con ella, determinó quebrantar fuertemente su orgullo, y cuando no se rindiese a la fe, a lo menos confesase su ignorancia, dándose por convencido de la verdad, siquiera con mostrarse atado, sin saber dar respuesta a las razones de la enseñanza católica. Y fue así que, comenzando la disputa junto a la hoguera, en presencia de mucha gente [82] grave y docta y casi innumerable vulgo, el Padre le apretó con tanta fuerza y eficacia de razones y argumentos, que con evidencia le convenció; y atado de pies y manos, sin que tuviese ni supiese qué responder, enmudeció.»

     Con él murieron D.ª Francisca de Chaves, monja de Santa Isabel, que llamaba generación de víboras a los inquisidores; Ana de Ribera, viuda de Hernando de San Juan; Fr. Juan Sastre, lego de San Isidro; Francisca Ruiz, mujer del alguacil Francisco Durán; María Gómez, viuda del boticario de Lepe, Hernán Núñez (aquella misma beata que en un acceso de locura delató al Licdo. Zafra); su hermana Leonor Núñez, mujer de un médico de Sevilla, y sus tres hijas Elvira, Teresa y Lucía (1825).

     Entre los penitenciados figuraban D.ª Catalina Sarmiento, viuda de D. Fernando Ponce de León, veinticuatro de Sevilla; D.ª María y D.ª Luisa Manuel y Fr. Diego López, natural de Tendilla; Fr. Bernardino Valdés, de Guadalajara; Fr. Domingo Churruca, de Azcoitia; Fr. Gaspar de Porres, de Sevilla, y fray Bernardo de San Jerónimo, de Burgos, monjes todos de San Isidro.

     Abjuraron de vehementi o de levi, por sospechas de luteranismo, D. Diego de Virués, jurado de Sevilla; Bartolomé Fuentes, mendigo (que no creía que Dios bajase a las manos de un sacerdote indigno), y dos estudiantes, Pedro Pérez y Pedro de Torres, que habían copiado unos versos de autor incierto en alabanza de Lutero.

     Finalmente fue relajado al brazo secular un mercader inglés llamado Nicolás Burton, que había manifestado opiniones anglicanas en Sanlúcar de Barrameda y en Sevilla. Fueron confiscados sus bienes y el buque que los había conducido. Y, si dice verdad Reinaldo González de Montes, el Santo Oficio cometió la injusticia de no atender a las reclamaciones de otro inglés, Juan Fronton, vecino de Bristol, que vino a Sevilla para reclamar los efectos secuestrados, y que tuvo que abjurar de vehementi en este mismo auto. Fueron reconciliados asimismo, por sospechas más o menos leves, un flamenco y un genovés (1826), este último ermitaño, cerca de Cádiz (1827).

     En cambio, se proclamó la inocencia de D.ª Juana Bohorques, la cual desdichadamente había perecido en el tormento que bárbaramente se le dio cuando estaba recién parida (1828).

     Aquí termina la historia de la Reforma en Sevilla. Una enérgica reacción católica borró hasta las últimas reliquias del contagio. El monasterio de San Isidro fue purificado; los monjes católicos que allí quedaban suplicaron a los jesuitas que viniesen [83] a su convento a doctrinarlos con buenas pláticas. Las misiones duraron dos años (1829).

     A la herética enseñanza de Fernando de San Juan sustituyó la de los Padres de la Compañía. Ofreció la ciudad 2.000 ducados, y con ellos y otras limosnas particulares comenzaron los jesuitas a enseñar gramática, con gran concurso de estudiantes, que en pocos años, desde 1560 a 1564, llegaron a 900. Después se dio un curso de letras humanas y otro de artes y filosofía.



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- VI -

Vestigios del protestantismo en otras comarcas. -Fr. Diego de Escalante: escándalo promovido en la iglesia de los Dominicos de Oviedo.

     Recojamos ahora cuidadosamente los escasos y aislados rastros de luteranismo fuera de Valladolid y Sevilla. La tarea es fácil y breve por fortuna, y eso que la continuaremos hasta fines del siglo XVII.

     Afirma Llorente (1830) que «apenas dejó de salir un luterano en cada auto desde 1560 a 1570»; pero la mayor parte eran extranjeros; otros no pasaban de sospechosos, y todos gente oscurísima. Así, v. gr., en el auto de 8 de Septiembre de 1560 en Murcia hubo cinco penitenciados, y once en el de 20 de mayo de 1563. Dos de ellos eran presbíteros franceses: Pedro de Montalbán y Francisco Salar; abjuraron de formali, fueron reclusos por un año en la cárcel de piedad y desterrados luego de España, con apercibimiento de ir a galeras si tornaban a entrar. Aquí la Inquisición trabajaba mucho, pero casi siempre en materia de judaizantes.

     Lo mismo acontecía en Toledo, donde se celebraron autos solemnísimos en 25 de febrero de 1560, con asistencia de Felipe II, de la reina Isabel y del príncipe D. Carlos; en 9 de marzo de 1561, en 17 de junio de 1565, en 4 de junio de 1571 y en 18 de diciembre de 1580. Salieron en el primero algunos sospechosos de la doctrina protestante; en el segundo fueron quemados cuatro por impenitentes, dos de ellos frailes españoles y otros dos seculares franceses, y reconciliados diecinueve, la mayor parte flamencos. Entre ellos estaba un paje del rey, llamado D. Carlos Street, a quien, por intercesión de la reina le fueron perdonadas todas las penitencias.

     En el auto de 1565 empieza a designarse a algunos reos de ultrapuertos con el nombre de huguenaos o hugonotes. En el de 1571 pereció el Dr. Segismundo Archel, médico sardo, que había dogmatizado en Madrid y huido de las cárceles de Toledo. Era grande enemigo de los papistas; murió impenitente y amordazado. Finalmente, en el de 1571, notable por la extravagancia de los crímenes que en él se penaron (1831), hallo los nombres de [84]Fr. Vicente Cielbis, dominico flamenco; de Ursula de la Cruz, natural de Viena, monja de las Recogidas de Alcalá de Henares, y de Juan Pérez García, natural de Tendilla; condenados los dos primeros a cárcel perpetua y el tercero a azotes y a galeras por diez años. Conforme pasaba el peligro iba disminuyéndose el rigor de los castigos, que siempre fue menor también con los extraños que con los naturales.

     La Inquisición de Zaragoza tuvo harto que hacer con los hugonotes del Bearne, que entraban en Aragón por Jaca y el Pirineo como mercaderes. Felipe II encargó la más escrupulosa vigilancia a las guardas de los puertos, y se llegó a considerar como sospechosos de herejía a los contrabandistas que llevaban caballos a Francia. Pero ni esto ni los procesos políticos ocasionados por la fuga de Antonio Pérez tienen que ver nada con el propósito de nuestra historia. Cuando en 1592 los refugiados aragoneses, y a su cabeza D. Diego de Heredia y D. Martín de Lanuza, entraron por el valle de Tena acaudillando 500 bearnes que puso a su servicio la princesa Catalina, nada les dañó tanto como este inoportuno auxilio. Y, aunque habían consultado el caso con teólogos y vedado, so graves penas, a sus heréticos soldados que hiciesen daño en iglesias y monasterios, con todo eso, el país se levantó contra ellos y ni un solo aragonés se les unió. El obispo de Huesca llegó a armar a clérigos y frailes como para la guerra santa (1832).

     Parece que D. Carlos de Seso dejó en la Rioja alguna semilla protestante, que se acrecentó con el trato de algunos calvinistas de la Navarra francesa. Todavía en un auto de Logroño de 1593 fueron quemados en estatua cuatro de ellos. Pero la especialidad de aquel tribunal fueron los procesos de brujería, como veremos a su tiempo (1833).

     El mismo año fueron penitenciados en Granada dos sospechosos de luteranismo. [85]

     El peligro de infección debía ser mayor en los puertos. A la vista tengo una lista de los sambenitos colocados en la iglesia de San Juan de Dios, de Cádiz, y mandados quitar por las Cortes de 1812. Encuentro sólo dos protestantes relajados en persona al brazo secular y catorce reconciliados desde 1529 hasta 1695. Todos son mercaderes y herreros ingleses, toneleros flamencos, maestros de navío franceses. Sólo hay un español, fray Agustín de la Concepción, agustino descalzo, reconciliado con penitencias leves en 1695 (1834).

     De intento he reservado para este lugar la noticia de un extraño y desconocido caso, aparecer de heterodoxia, que sucedió donde menos pudiera imaginarse: en Oviedo. Tenía largo y empeñado pleito el obispo, D. Juan de Ayora, hombre de carácter duro e inflexible, a la vez que de gran celo y pureza de doctrinas, con el prior y frailes dominicos del convento del Rosario, extramuros de aquella ciudad, sobre el púlpito y prebenda magistral de dicha iglesia, y quería despojarlos de la posesión en que estaban de predicar allí los sermones ordinarios. La Chancillería de Valladolid dio la razón a los frailes, pero el obispo persistió en su empeño y prohibió a los Dominicos predicar el sermón de Mandato el Jueves Santo de 1568. Subióse al púlpito un fraile (montañés a lo que entiendo) llamado fray Diego de Escalante, hombre revolvedor y temerario. Apenas lo supo el Obispo, salió de su palacio con sus criados y familiares y se presentó en la iglesia con ánimo de impedirlo. Escalante y los suyos, que recelaban aquella fuerza, tenían prevenido al escribano Gabriel de Hevia para que diese testimonio de ella, pero el obispo no quiso oír el requerimiento, «y con gran ímpetu y furia mandó a sus criados y familiares que derribasen del púlpito abajo al dicho Fr. Diego, por lo cual Pedro de Vitoria, Alguacil mayor del Obispo, y Jusepe Victoria, su paje, arremetieron al dicho fraile, y le echaron las manos a los cabezones y a los hábitos, e arrastrándole e dándole muchos empujones e rompiéndole sus hábitos, le bajaron del dicho púlpito» (1835). Hubo con este motivo razonable cantidad de puñadas y mojicones; el fraile y todos los de su comunidad protestaron a grandes voces, y el obispo dijo que quitasen de allí aquel bellaco luterano. Alborotóse la gente; echáronse por medio el Licdo. Cifuentes y el bachiller Lorenzana, jueces ordinarios de la ciudad, pusieron mano a las espadas los criados y familiares del obispo y llevaron preso a Escalante. [86]

     En un memorial de agravios que él y los de su convento enviaron a Roma, refiere este Escalante de la manera más cómica y divertida del mundo las angustias de su prisión y atropello: «Echáronme sus criados del púlpito abajo, quitáronme el hábito, rompiéronme la cinta, rompiéronme la saya o túnica, truxiéronme delante todo el pueblo por espacio de media hora por la Iglesia Mayor, dándome muchos golpes, llamándome muchas infamias y luterano; lleváronme preso el Provisor y criados del Obispo, asido de pies y manos, como si fuera muerto; tendiéronme en un corredor: manda el Provisor cerrar las puertas: díceme allá a solas grandes injurias, manda traer unos grillos, métenme en un cerrado estrecho... cierran por defuera muy bien; consultan fuera no sé qué; quedo con temor que me pornán la vida en peligro: era tanta la fatiga que tenía que por muy gran espacio no podía alcanzar huelgo... Con el temor que me matarían, quité los grillos, salté por una ventana sobre un tejado, sin capa y sin zapatos y sin cintas: la ventana estaba del suelo en alto, diez o doce brazas poco más o menos: viome gente mucha sobre el tejado; concurrieron dando voces no me echase del tejado abajo: quité las tejas y techumbre e hice un agujero: bajéme a un desván, salí ansí por la puerta, vino mucha gente conmigo, acompañándome no me tornase a coger la gente del Obispo... Lloraban de compasión de ver tan mal tratamiento», etc.

     Después de estas ridículas angustias, contadas por el paciente no sin rapidez y gracia, ocurre preguntar: ¿sería Diego de Escalante luterano de veras? Pero el no haber tenido consecuencias el negocio y la sencillez y buena fe con que todo su memorial está escrito, me persuaden de lo contrario. Indudablemente, lo de luterano fue una frase pronunciada por el obispo en momentos de indignación y que no ha de tomarse como suena. La verdad es que los dominicos de Oviedo y el obispo, cada cual por su parte, eran cizañeros y litigantes eternos. ¡Más de cien pleitos dice el memorial que tenían!

     Del otro lado de los mares, en las regiones americanas, llegó algún venticello de protestantismo con los mercaderes y piratas extranjeros, pero sin consecuencia notable. En el primer auto de fe celebrado en Méjico en 1574 fueron relajados al brazo secular un francés y un inglés por impenitentes; y entre los penitenciados hay algunos por sospechas de luteranismo (1836).

     Rara avis in terra era un protestante en el siglo XVII. Por eso debo hacer especial mención del auto de Madrid de 21 de enero de 1624, en que fue relajado un cierto Ferrer, franciscano catalán (de linaje judaico por parte de madre), dos veces expulso de su Orden y hereje calvinista, que en un rapto de diabólico furor había arrancado la hostia consagrada de manos [87] de un sacerdote que decía misa y héchola pedazos. Fue quemado vivo cerca de la puerta de Alcalá. La concurrencia al auto fue grande y presidió a los familiares Lope de Vega. Hiciéronse muchas procesiones, novenas y funciones de desagravios (1837).



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Capítulo X

Protestantes españoles fuera de España en los siglos XVI y XVII.

I. Vicisitudes de los fugitivos de Sevilla. -II. El Dr. Juan Pérez de Pineda. Sus traducciones del Nuevo Testamento y de los Salmos. Su Catecismo. Su Epístola consolatoria. -III. Casiodoro de Reina. Su vida. Sus cartas. Su traducción de la Biblia. -IV. Reinaldo González Montano, nombre o seudónimo del autor de las Artes inquisitoriales. -V. Antonio del Corro. Su carta al rey de España. Ídem a Casiodoro de Reina. Polémica de Corro con el consistorio de la iglesia francesa de Londres. Otras obras suyas. -VI. Cipriano de Valera. Sus traducciones bíblicas. Sus libelos y obras de propaganda. -VII. Adrián Saravia, clérigo de la iglesia anglicana. Sus obras sobre la potestad de los obispos. -VIII. Juan Nicolás y Sacharles. ¿Es persona real o ficticia? Su autobiografía. -IX. Fernando Tejeda. El Carrascón. -X. Melchor Román y Ferrer. -XI. Aventrot. Su propaganda en España. Es quemado en un auto de fe. -XII. Montealegre. Su Lutherus Vindicatus. -XIII. Miguel de Montserrate. ¿Fue o no protestante? Sus obras. -XIV. Jaime Salgado. Sus librillos contra los frailes, el papa y la Inquisición. -XV. El jesuita Mena.-XVI. Juan Ferreira de Almeida, traductor portugués de la Sagrada Escritura. -XVII. Noticia de varias obras anónimas o seudónimas dadas a luz por protestantes españoles de los siglos XVI y XVII. -XVIII. ¿Fue protestante el intérprete Juan de Luna, continuador del Lazarillo de Tormes?



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- I -

Vicisitudes de los fugitivos de Sevilla.

     No tenemos noticias de que llegase a escapar uno solo de los luteranos de Valladolid; pero algunos de los de Sevilla, más prevenidos o más cautos, buscaron asilo, con tiempo, en Suiza, en Alemania y en Inglaterra, y desde allí escribieron traducciones de la Biblia, opúsculos de propaganda, cartas, protestas y libelos de toda especie; literatura curiosa, aunque no muy variada ni rica. Daremos cuenta, primero, de las vicisitudes comunes a la mayor parte de estos refugiados, para entrar después en las noticias biográficas de cada uno.

     Parece que nuestros emigrados (monjes jerónimos en su mayor parte) escogieron al principio la residencia de Alemania. Todos los años llevaban a la feria de Francfort sus libros, [88] y los más audaces llegaban a Flandes con algunas cajas para remitirlas a España.

     Los protestantes que aquí quedaron, particularmente en Andalucía, costeaban los gastos de las ediciones, y Pedro Bellero, Esteelsio y otros libreros de Amberes servían de intermedios para este contrabando. Los libros venían en toneles desde Francfort, y llegaron a venderse, más o menos encubiertamente, en la feria de Medina del Campo y en Sevilla, donde tenía sucursales Pedro Vilman, librero antuerpiense. En su memorial presentado a los inquisidores por el arzobispo Carranza hay curiosas noticias sobre este punto (1838):

     «Ítem dixo que Cosme el cordonero, que vive en Amberes, en la calle de la Balsa, que sale a la Mera, tiene un primo, hereje, que va y viene de Alemania. Éste corrompió en la religión a Francisco de San Román, que fue quemado en Valladolid, e a Francisco de Ávila, mercader, que se ha alzado en Amberes dos o tres veces... El Cosme tiene un hermano en Málaga, que trata allí y en Granada; a éste quedan sus mercaderías y sus libros.»

     Mandó Felipe II al alcalde D. Francisco de Castilla que hiciese prender a Ávila y a Cosme; pero no pudiendo hacerlo en Amberes, por respeto a los fueros de la ciudad, concertó el alcalde con Diego de Ayala, mercader español, que los hiciese salir de la ciudad a sitio donde impunemente pudiera hacerse la prisión. Acaecía esto en 1558.

     La introducción de los libros se hacía por Bearne y tierras de Vendôme. Todo esto y los nombres de los autores y cuanto se refería al colportage descubriólo el famoso agustino Fr. Lorenzo de Villavicencio, que desde Brujas, donde predicaba, fue disfrazado a la feria de Francfort, y conoció allí de visu a Antonio del Corro y a Diego de Santa Cruz, que dirigían la empresa.

     En 1563, algunos de estos protestantes, entre ellos Casiodoro de Reina, pasaron a Inglaterra, buscando el amparo de la reina Isabel, a quien servían de espías. Súpolo Felipe II por aviso de su embajador Cuadra, y en 15 de agosto le escribió: «He visto lo que me decís que ha ido ahí un don Francisco Zapata con su mujer, y porque holgaría mucho que se pudiese hallar algún remedio para sacar de ahí al dicho don Francisco Zapata y al Casiodoro: os encargo mucho que miréis sobre ello y me aviséis de la orden que se podía tener para sacarlos de ahí y traerlos a estas partes, o qué se podrá hacer para remediar el daño que ahí hacen, y esto sea con toda brevedad, que en ello me serviréis mucho» (1839). [89]

     Pensionado por la reina con 60 libras, Casiodoro estableció en Londres una capilla, en que predicaba a los españoles herejes que en Londres había; pero esto duró pocos meses. En 5 de octubre del mismo año (1563) avisa Diego Pérez, secretario del emperador, que la pensión y la capilla habían cesado, sin duda porque la reina no quería aún herir de frente al monarca español dando amparo y protección a súbditos suyos forajidos y rebeldes.

     Lo cierto es que el embajador Guzmán de Silva escribía dos años después, en 26 de abril de 1565 (1840): «Este conventículo que había aquí de españoles herejes se va acabando. Un Gaspar Zapata, que entiendo fue secretario o criado del duque de Alcalá, hombre hábil y de buen ingenio, esperaba del Santo Oficio recaudo o seguridad para volver a ese reino: he procurado que salga de aquí con su casa y mujer, y ha ido a Flandes, con salvoconducto de la duquesa de Parma, hasta que venga recaudo de ese reino, y con tan buen conoscimiento que me deja en mucha satisfacción, y su mujer le ha dado buena priessa, que estoy informado que jamás se ha podido acabar con ella que se juntasse en los oficios destos. Éste estuvo con el Almirante y Conde en la guerra pasada y casóse allí con esta española, natural de Zaragoza, que estaba con madame Vandome. Entiendo que sería más servido N. S. y V. Md. que los españoles que desta manera andan perdidos se redujesen, y aun honor de la nación, porque hacen más caudal en cualquiera parte de un hereje español para defenderse con él, que de 10.000 que no lo sean, y esta es persona con quien se ha tenido cuenta, y si se tracta bien, espero que a su ejemplo se han de reducir los más dellos, que, según los males destos herejes, más debe tener a algunos el miedo que el no conoscer la verdad. El duque de Alcalá ha hecho en esto harto buen oficio, escribiéndome algunos consejos que yo le he mostrado; pero lo principal entiendo que ha sido Dios, que ha ayudado a su buena voluntad e intento.»

     De este Zapata no he podido hallar más noticias (1841). Al margen de la carta en que se le noticiaba su conversión escribió Felipe II: «Deste capítulo se envíe copia al Inquisidor general.»

     Si hemos de creer al archivero D. Tomás González, los protestantes refugiados en Inglaterra hicieron imprimir allí en 1569 un Nuevo Testamento en castellano y un Salterio con paráfrasis (1842).

     En marzo del mismo año escribe al duque de Alba su agente Assonleville desde Londres: «Y porque yo fui avisado que [90] había en la prisión de Briduel hasta 150 españoles, vizcaínos y otros, a quien se habían tomado navíos, los cuales vivían allí de limosna, y cada día venía un español apóstata, herético, que les hacía una prédica con intención de corromperlos... hice requerir al maire de Londres... que luego lo remediase, si no yo sería forzado de dar queja a la Reina... El día siguiente, el dicho maire me envió a decir que él había enviado a llamar al predicador español, el cual dijo que ninguna otra cosa había hecho más que repartir la limosna a los españoles y declararles el Pater Noster en su lengua: que todavía, pues yo no lo tenía por bueno, el dicho maire se lo había defendido.»

     Conjetura Usoz, en unos a untes suyos manuscritos que tengo a la vista, que el predicador era Casiodoro.

     Los españoles refugiados en Ginebra se agregaron a la iglesia italiana, que dirigía un cierto Nicolás Balboni, biógrafo de Galeazzo Caracciolo.



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- II -

El Dr. Juan Pérez de Pineda. -Sus traducciones del «Nuevo Testamento» y de los «Salmos». -Su «Catecismo». -Su «Epístola consolatoria».

     La biografía de este elegante escritor anda envuelta en sombras, y no han sido Llorente y Usoz los que menos han contribuido a oscurecerla. Afirmó el primero (1843), y ciegamente han repetido los demás, que el heresiarca Juan Pérez de Pineda, natural de Montilla, traductor del Nuevo Testamento y autor de la Epístola consolatoria, era la misma persona que un Juan Pérez agente o encargado de negocios del emperador en Roma en tiempo del saco y el mismo que obtuvo el breve de Clemente VII en favor de Erasmo. Pero como esto no se ha probado ni puede probarse y como el nombre y apellido de Juan Pérez son tan comunes y vulgares en toda España, que no dos, sino muchos homónimos pudo haber al mismo tiempo, y como, por otra parte, las fechas no concuerdan bien, y el Juan Pérez, de Montilla, parece haber sido clérigo y no diplomático, lícito nos será distinguir al teólogo Pérez del agente de Carlos V, por más que éste se permita en sus correspondencias libertades un tanto erasmianas.

     Juan Pérez de Pineda fue rector del Colegio de la Doctrina de Sevilla, uno de los focos del luteranismo, y tuvo estrecha amistad con los Dres. Egidio y Constantino. Esto es cuanto puede decirse de él antes de su salida de España (1844).

     No huyó después de la gran persecución de 1559, sino mucho antes, después de la prisión del Dr. Egidio. Y se refugió en Ginebra, donde publicó, con la falsa data de Venecia, los comentarios de Juan de Valdés a las Epístolas de San Pablo (1845), y [91] sus propias traducciones del Nuevo Testamento (1846) y de los Salmos.

     Propias he dicho, aunque lo son no más que hasta cierto punto, ya que en la primera se aprovechó ampliamente Juan Pérez de la de Francisco de Enzinas y para la segunda puede conjeturarse que tuvo a la vista la de Juan de Valdés. Pérez no era hebraizante y helenista de profesión, sino arreglador y propagandista; hasta sospecho que ignoraba las lenguas en que [92] los sagrados originales se escribieron. Ni aun dio su nombre a la traducción del Nuevo Testamento. Cipriano de Valera es quien nos lo revela en la exhortación que precede a su Biblia impresa.

     Encabezó Juan Pérez el Nuevo Testamento con una dedicatoria Al Todopoderoso Rey de cielos y tierra, Jesucristo, y una larga carta o prefacio «en que se declara qué cosa sea Nuevo Testamento, y las causas que hubo de traducirlo en romance»; especie de apología de la lectura de la Biblia en las lenguas vulgares. Siguiendo el ejemplo de Enzinas, pone algunas notas marginales sobre palabras de dudosa significación y nota de bastardilla los vocablos que suple para mayor claridad del texto.

     Menos conocida y trabajo de más mérito, si es original, me parece la versión de los Salmos. Atrevióse el traductor a encaminarla a la reina de Hungría, hermana de Carlos V, no porque esta señora manifestara inclinación a las doctrinas de la Reforma, sino por dar Juan Pérez esta especie de pasaporte a su libro, que quería que corriese entre católicos. Así la dedicatoria como la Declaración del fructo y utilidad de los Psalmos para todo cristiano están gallardísimamente escritas. Juan Pérez es prosista sobrio y vigoroso, de la escuela de Juan de Valdés, y menos resabiado que Cipriano de Valera y otros por la sequedad ginebrina. No era escritor vulgar el que acertó a decir de los Salmos que son como eslabones de acero, que hieren el pedernal de nuestro corazón, y como paraíso terreno, donde se oyen diversos cantos espirituales de grande melodía y suavidad, donde se hallan divinos y celestiales deleites.

     Quería el traductor darse por católico, y en el prólogo habla mal de las sectas y errores que andan por el mundo. La traducción es hermosa como lengua; no la hay mejor de los Salmos en prosa castellana. Ni muy libre ni muy rastrera, sin afectaciones de hebraísmo ni locuciones exóticas, más bien literal que parafrástica, pero libre de supersticioso rabinismo, está escrita en lenguaje puro, correcto, claro y de gran lozanía y hermosura. Menos mal hubiera hecho Usoz en reimprimirla que en divulgar tanto y tanto vulgarísimo y necio libro de controversia del mismo Pérez, de Valera y otros.

     Júzguese por algunos versículos del salmo 103, Benedic, anima mea, que me mueve a reproducir la gran rareza del libro:

     «2. Haste adornado de luz como de ropa, y estendiste los cielos como una cortina.

     3. Él entabla con aguas sus salas altas, y hace de las nubes su carro, y anda sobre las alas del viento.

     4. Hace a los spíritus sus mensajeros y al fuego encendido sus ministros.

     5. Fundó la tierra sobre su firmeza y no se moverá jamás. [93]

     6. Tú la avías cubierto del abysmo como de vestidura y las aguas estaban quedas sobre los montes.

     7. Los quales por tu amenaza huyeron, y al sonido de tu trueno echaron a huyr precipitadamente.

..............................

     10. El es el que hace correr las fuentes por los valles, de suerte que corran entre los montes.

     11. De donde deben todas las bestias de los campos, y los asnos silvestres matan su sed.

     12. Par de las fuentes moran las aves del cielo y cantan entre las ramas.

     13. Él riega los montes desde sus más altas salas y del fructo de sus obras es hartada la tierra.

     14. Hace crecer el heno para las bestias y la yerba para el servicio de los hombres, para sacar mantenimiento de la tierra.

     15. Y el vino que alegra el corazón del hombre y el aceyte que se hace relucir la cara...

     16. Los árboles muy altos son hartados, y los cedros del Líbano que él plantó.

     17. En ellos hacen las aves sus nidos y la cigüeña tiene su casa en los sabinos.

     18. A las gamas dio los altos montes y las peñas por madriguera a las liebres», etc.

     Fuera de estas traducciones, los demás escritos de Juan Pérez son de poca monta. Su Breve tratado de la doctrina antigua de Dios y de la nueva de los hombres es traducción de cierto libro latino de Urbano Regio (1847). Novae doctrinae ad veterem collatio, impreso en 1526. Ni aun es seguro que la traducción sea de Pérez; el único ejemplar hasta la fecha descubierto está falto de la hoja siguiente a la portada y primera del prólogo, donde quizá constara el nombre de su autor. Se atribuye al intérprete de los Salmos no más que por semejanzas de estilo y porque la impresión es idéntica a la de la Epístola consolatoria. [94]

     Inútil sería examinar con prolijidad un libro que no tiene de español más que la vestidura y que, por otra parte no presenta originalidad alguna en las ideas, que son las de Lutero en toda su pureza, sin mezcla de calvinismo. El autor reconoce como única regla de fe, único remedio y defensa, la palabra de Dios, las Sagradas Escrituras, y va cotejando la doctrina reformada con la católica y exponiendo las antítesis dogmáticas en los puntos de libre albedrío, confesión auricular, satisfacción, fe y obras, mérito, gracia y sacramentos, invocación de los santos, eucaristía, prohibición de manjares, ayuno, oración, votos, episcopado, matrimonio, tradiciones humanas, concilios y potestad del papa. Lo único que pertenece a Juan Pérez es una Amonestación al cristiano lector que va al fin de cada capítulo. En ellas declara que por la grandeza del primer pecado perdimos el libre albedrío y que Dios lo hace en nosotros todo; que carecemos de voluntal y potencia para el bien y que la voluntad que nos quedó después del pecado sólo sirve para amar el mal y correr tras él. Por lo cual se priva del beneficio de Cristo todo hombre que piensa satisfacer a Dios con sus obras y procura de allegar méritos, los cuales no son sino como tesoro de duende, que se torna carbones o se desvanece al tiempo del menester. En suma, nada merecemos por nuestras obras, sino juicio y condenación; pero la sangre de Cristo satisfizo por todos. Rechaza la transubstanciación, pero no la presencia sacramental. No admite la jerarquía episcopal y proclama la igualdad entre los ministros del Espíritu Santo por razón de la palabra que administran. Si el Dr. Constantino se había mostrado, quizá por disimulación, algo ritualista, su amigo Juan Pérez atropella por todo, y ni ceremonias, ni votos, ni tradiciones de ningún género le parecen aceptables.

     Además de este catecismo para la secta, debió de componer Juan Pérez otro, que en los Índices expurgatorios del Santo Oficio se prohíbe con esta advertencia: «Aunque falsamente dize que fue visto por los Inquisidores de España.» El Sumario de doctrina christiana, que allí también se veda, no debe de ser obra distinta del Breve tratado. Llorente cita una edición de Venecia, por Pedro Daniel, 1556, y otra, sin lugar, de 1559, que será, según conjeturamos, la de 1560.

     Wiffen descubrió y reimprimió otra obra de Juan Pérez, notable por la dulzura de los sentimientos y lo apacible y reposado del estilo. Titúlase Epístola consolatoria, o más bien Epístola para consolar a los fieles de Jesu-Christo que padecen persecución por la confesión de su nombre, en que se declara el propósito y buena voluntad de Dios para con ellos, y son confirmados contra las tentaciones y horror de la muerte, y enseñados cómo se han de regir en todo tiempo, próspero y adverso (1848). De la fecha y de que algunas alusiones puede inferirse [95] que él la escribió para sus hermanos de la iglesia o congregación luterana de Sevilla cuando estalló la persecución de 1559.El autor no se acuerda de las consolatorias de Séneca, antes procede siempre por manera bíblica y como de inspirado. Comienza describiendo el estado de los suyos antes de la conversión, faltos de toda energía y virtud espiritual; pone el origen de la salvación en acercarnos a Cristo por la potencia y virtud de su sangre, por ser Cristo causa de nuestra elección; se dilata en la sabida doctrina protestante de la fe y las obras: busca la causa de la aflicción de los fieles en que justo es que se parezcan a Cristo los que son sus miembros; muestra la providencia de Dios con los suyos perseguidos y la unión de los fieles con Cristo mediante la persecución; pondera las riquezas espirituales de los cristianos, que no se las pueden quitar aunque se les persiga y mate; tiene por privilegiados a los que padecen por el Evangelio; llama a los fieles glorificados en Cristo y herederos del mundo, por lo mismo que son los más afligidos; indica como refugio a los fieles la palabra de la promesa, que no depende de hombres, sino de Dios, fuente de todo bien, y acaba sus amonestaciones trayendo a la memoria que es vana la prosperidad de los malos y eterna la vida y reinado de los justos. [96]

     Tiene la epístola todo el aire y traza de un sermón y, fuera de los resabios protestantes, sobre todo en los primeros capítulos, está admirablemente escrita, aunque se advierte abuso de lugares comunes y de citas de la Escritura, y el autor acaba por tornarse lánguido, difuso y palabrero a fuerza de dar vueltas a una misma idea. Tiene, con todo eso, pasajes llenos de calor y brío; pero ganaría mucho el opúsculo con reducirse a la tercera parte de su extensión. Ni nos admiremos mucho de los primores de lengua; ¿quién no escribía bien en aquel glorioso siglo? La piedra de toque para conocer la inferioridad del libro de Juan Pérez es el profundo, sereno y admirable Tratado de la tribulación, del P. Rivadeneyra.

     Con la Epístola consolatoria hizo Juan Pérez escuela entre los protestantes españoles, y pronto le imitó Cipriano de Valera en el Tratado para los cautivos de Berbería, pero quedándose a larga distancia, porque ni era tan buen hablista como Pérez ni conservaba tanto como él del ascetismo católico.

     Poco más se sabe de Juan Pérez (1849). Estuvo agregado a una congregación de Ginebra y predicó allí a algunos españoles. Luego fue predicante en Blois y capellán de la duquesa Renata de Ferrara (hija de Luis XII) en el castillo de Montargis, adonde ella se retiró en 1559, después de la muerte de su marido, para hacer pública y descarada profesión de calvinismo y convertirse en amparadora y refugio de todos los herejes que huían de Italia y Francia.

     Murió Juan Pérez en París, ya muy anciano, dejando en el testamento todos sus bienes para la impresión de una Biblia española (1850). Entre los suyos fue muy venerada su memoria. Había contribuido más que ninguno a los desastres de Sevilla y sus libros fueron los primeros que Julianillo Hernández introdujo en San Isidro del Campo. Había proseguido la idea, iniciada por Valdés y Enzinas, de poner en castellano los sagrados Libros. Había escrito, además, el primer catecismo de la secta en lengua española. Motivos eran todos estos para que lo reconociesen por pontífice y maestro (1851).



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- III -

Casiodoro de Reina. -Su vida. -Sus cartas. -Su traducción de la Biblia.

     Los trabajos bíblicos, considerados como instrumento de propaganda, han sido en todo tiempo ocupación predilecta de [97] las sectas protestantes. No los desdeñaron nuestros reformistas del siglo XVI: Juan de Valdés puso en hermoso castellano los Salmos y parte de las Epístolas de San Pablo; Francisco de Enzinas, no menor helenista, vertió del original todo el Nuevo Testamento; Juan Pérez aprovechó y corrigió todos estos trabajos. Faltaba, con todo eso, una versión completa de las Escrituras que pudiera sustituir con ventaja a la de los judíos de Ferrara, única que corría impresa, y que por lo sobrado literal y lo demasiado añejo del estilo, lleno de hebraísmos intolerables, ni era popular ni servía para lectores cristianos del siglo XVI. Uno de los protestantes fugitivos de Sevilla se movió a reparar esta falta, emprendió y llevó a cabo, no sin acierto, una traducción de la Biblia y logró introducir en España ejemplares a pesar de las severas prohibiciones del Santo Oficio. Esta Biblia, corregida y enmendada después por Cipriano de Valera, es la misma que hoy difunden, en fabulosa cantidad de ejemplares, las sociedades bíblicas de Londres por todos los países donde se habla la lengua castellana.

     El escritor a quien debió nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati era un morisco granadino llamado Casiodoro de Reina (1852). Nicolás Antonio le tuvo equivocadamente por extremeño, y Pellicer por sevillano. Su verdadera patria y origen constan en las comunicaciones de nuestros embajadores en Inglaterra a Felipe II.

     Había sido estudiante en la universidad, luego fraile y a la postre luterano, huido cuando la persecución de 1559. No tengo noticia de él hasta que en 1563 le hallo en Londres convertido en espía de la reina Isabel, asalariado por ella con 60 libras y predicando en una capilla a los pocos españoles allí refugiados (1853), quienes se reunían tres veces por semana en una casa que les facilitó el obispo de Londres. Casiodoro tenía allí a su padre y a su madre, que habían apostatado con él. Al poco tiempo se casó, no sé si con inglesa o con española. En 1564 asistió al famoso coloquio de Poissy con los hugonotes franceses. Para el viaje le facilitaron dineros el conde de Bedford y el embajador inglés en París, Fragmarten.

     Casiodoro tuvo que salir de Inglaterra y refugiarse en los Países Bajos por un motivo nefando y vergonzoso; se le acusó de sodomita, y vinieron en pos de él comisionados ingleses para [98] hacer una información judicial sobre el dicho crimen. Parece que se justificó completamente en Amberes (1854).

     En 1567 le encuentro en Estrasburgo preparando ya su edición de la Biblia, con los fondos que para ella había dejado Juan Pérez, y en relaciones literarias con el predicador Conrado Hubert y con el rector del Gimnasio, Juan Sturm. Su correspondencia ha sido publicada por Bochmer.

     Basilea era el centro de la tipografía protestante. A Basilea se dirigió, pues, Casiodoro, que desde allí escribe, en 28 de octubre, a Hubert pidiendo un certificado del rector Sturm para que los inspectores basilenses Sulzer y Coctio autorizasen la impresión del libro, a la cual oponían algunas dificultades por ignorar la lengua castellana y no conocer al autor.

     Aunque Casiodoro residía habitualmente en Basilea, solía hacer viajes a Estrasburgo, donde había dejado a su mujer. De vuelta de una de estas expediciones, cayó gravemente enfermo; estuvo cinco semanas en cama, y al convalecer supo la mala noticia de que había muerto el tipógrafo Juan Oporino, dejándole a deber más de 500 florines, que Reina le había adelantado a cuenta de la impresión. El cobrarlos era difícil empresa, porque Oporino había muerto agobiado de deudas, y no bastaban sus bienes para cubrirlas (1855). Acudió el traductor a sus amigos de Francfort, que giraron sobre Estrasburgo el dinero suficiente para continuar la impresión. No pudo ir a recogerlo Casiodoro por lo débil de su salud y lo riguroso del invierno de 1568, y encargó de este cuidado a sus íntimos Sturm y Hubert.

     La salud de Casiodoro era débil; sentía vehementes dolores de cabeza y continuas fiebres. Por eso la impresión adelantaba poco; hasta mayo de 1569 no había llegado a los Actos de los [99] Apóstoles, y faltaba por traducir desde la segunda Epístola a los Corintios hasta el fin. Casiodoro de Reina había tenido esperanza de adquirir algún ejemplar del Nuevo Testamento traducido por Enzinas o Juan Pérez y reimprimirlo con enmiendas; pero tan escasos eran ya, que no logró ninguno, y tuvo que hacer de cosecha propia todo el trabajo. Además, se encontraba sin dinero; necesitaba por lo menos 250 florines para acabar el libro, y no había cobrado ni un céntimo de la herencia de Oporino a pesar de las reclamaciones que hizo al Senado de Basilea.

     Cómo salió de este apuro, lo ignoro; lo cierto es que un mes adelante, en 14 de junio, da a sus amigos la buena noticia de haber recibido el último pliego de la Biblia y les pregunta si convendría dedicarla a la reina de Inglaterra. Juan Sturm debía escribir la dedicatoria latina, y así lo hizo; pero prefirió encabezarla a los príncipes de Europa y especialmente a los del Sacro Romano Imperio (1856).

     En 6 de agosto, Casiodoro envía ya a Estrasburgo, por medio de Bartolomé Versachio, cuatro grandes toneles de Biblias para que Huber los recoja con el objeto que él sabe (quo nostris consilio); sin duda para introducirlos en Flandes, y desde allí en España.

     Aún existe en la Universidad de Basilea el ejemplar regalado por Casiodoro, con una dedicatoria latina autógrafa, que, traducida, dice así: «Casiodoro de Reina, español, sevillano, alumno de esta ínclita Academia, autor de esta traducción española de los Sagrados Libros, en la cual trabajó por diez años cumplidos, llegando a imprimirla con auxilio de los piadosos ministros de la Iglesia de Basilea, y por decreto del prudentísimo Senado, en la imprenta del honrado varón Tomás Guerino, ciudadano de Basilea, dedica este libro a la ilustre Universidad, en muestra perenne de su gratitud y respeto» (1857).

     Esta Biblia es rarísima; llámasela comúnmente del Oso por el emblema o alegoría de la portada. Tiene año (1569), pero no lugar de impresión ni nombre del traductor; sólo sus iniciales C. R. al fin del prólogo (1858). [100]

     Doce años invirtió Casiodoro en su traslación, aunque como trabajo filológico no es el suyo ninguna maravilla. Sabía poco hebreo, y se valió de la traducción latina de Santes Pagnino (muy afamada por lo literal), recurriendo a la verdad hebraica sólo en casos dudosos. De la Vulgata hizo poca cuenta, pero mucha de la Farrariense, «no tanto por haber acertado más que las otras... quanto por darnos la natural y primera significación de los vocablos hebreos y las diferencias de los tiempos de los verbos», aunque la tacha de tener grandes yerros, introducidos por los judíos en odio a Cristo, especialmente en las profecías mesiánicas, y de haber dejado muchas cosas ininteligibles o ambiguas.

     En cuanto a Casiodoro, aunque él mismo confiesa que «la erudición y noticia de las lenguas no ha sido ni es la que quisiéramos», y le habilitaba sólo para entender y cotejar los diversos pareceres de los intérpretes, procuró ceñirse al texto sin quitar nada, como no fuera algún artículo o repetición de verbo cuya falta no menoscabara la entereza del sentido, ni añadir cosa alguna sin marcarla de distinta letra que el texto común o encerrarla entre vírgulas. Estas ediciones son, ya de una o pocas palabras que aclaran el sentido, ya de variantes, especialmente en Job, en los Salmos, en los libros de Salomón y en las historias de Tobías y Judit. De la versión siríaca del Nuevo Testamento confiesa que no pudo aprovecharse porque salió aquel mismo año, cuando ya estaba impresa la suya (1859). [101]

     Conservó en el texto la voz Jehová, aunque nunca la pronuncien los hebreos. Usa los nombres concierto, pacto, alianza, para designar lo que los Setenta y la Vulgata llaman Testamento y se defiende en el prólogo de haber usado por primera vez en castellano los nombres reptil y escultura, que en la Farrariense son removilla y doladizo. Y procuró retener todas las formas hebraicas que conciertan con las españolas. Llenó la obra de notas marginales, que son interpretaciones o declaraciones de palabras. Las anotaciones de doctrina las reservó para imprimirlas aparte o ponerlas en otra edición. Antepuso a cada capítulo largos sumarios, o más bien argumentos, que muestran el orden y conexión de los hechos o de las ideas. Según Ricardo Simón, las notas de Casiodoro están tomadas casi siempre de la Biblia zuingliana, de León de Judá, o de la antiguas de Ginebra. Como hecha en el mejor tiempo de la lengua castellana, excede mucho la versión de Casiodoro, bajo tal aspecto, a la moderna de Torres Amat y a la desdichadísima del P. Scío.

     Preceden al libro de Reina la ya citada dedicatoria de Sturm y una Amonestación al lector, en que se defiende la conveniencia de trasladar las Sagradas Escrituras en lengua vulgar (1860); se habla de los trabajos y preparativos de la traducción misma, y el intérprete alega en su favor las reglas tercera y cuarta del concilio de Trento, y manifiesta el poco liberal y tolerante deseo de que los reyes y pastores cristianos, las universidades e iglesias, manden hacer una nueva Vulgata latina para las escuelas, y otra en romance para el vulgo de cada país, e impongan estas traducciones por autoridad pública y bajo gravísimas penas, dando privilegio y monopolio a un solo impresor para estamparlas. Para esto no valía la pena de haber dejado la antigua Vulgata ni de haberse separado del centro de unidad de la Iglesia, proclamando el examen individual de las Escrituras.

     Ni el traductor ni el prologuista disimulan su herejía. El primero bendice a los príncipes alemanes por su protección a la Iglesia, «que acaba de renacer y está todavía en la cuna» (nuper renatam Ecclesiam et in cunis adhuc vagientem); y cuanto a [102] Casiodoro, aunque es verdad que se apellida católico, quizá para engañar a los lectores españoles, lo hace en términos ambiguos o solapados, que no dejan lugar a duda sobre su verdadero pensamiento (1861).

     ¿Existió alguna Biblia protestante antes de la de Casiodoro de Reina? Boehmer (1862) ha promovido esta cuestión, citando una carta de Felipe II a su embajador en París, D. Francisco de Álava, fecha 6 de abril de 1568 (Documentos inéditos, t. 27, página 23): «Mucho holgaríamos que hubiésedes hallado el original de la Biblia en español, y que ansimismo hubiésedes recogido y quemado lo que della se había imprimido... y de que en todo caso hiciésedes retirar de ahí los dos frailes quien escribís, pues su estada no puede ser de ningún fruto.» Uno de estos frailes era de fijo Antonio del Corro; el otro quizá Diego de Santa Cruz. Pero de una carta de Casiodoro a Diego López inferimos que se trataba no de una Biblia, sino de un Nuevo Testamento, que debe de ser el mismo condenado por la Facultad de Teología de la Sorbona en 7 de agosto de 1574; como que contenía anotaciones tomadas de las biblias de Ginebra. Y tan rigurosamente fue quemado y destruido, que ni un solo ejemplar ni una sola hoja de esta edición de París ha llegado hasta nosotros (1863). Seguramente no llegó a entrar en circulación. Veremos, además, en el artículo de Antonio del Corro, que él y Casiodoro tuvieron pensamiento de imprimir la Biblia en tierras de la reina de Navarra, que les ofrecía para ello uno de sus castillos; [103] pero todos estos proyectos se frustraron, y los dineros que en su testamento había legado el Dr. Juan Pérez sirvieron para la edición de Basilea.

     ¿Por qué no se atrevió a dedicar Casiodoro su traducción a la reina de Inglaterra? Una carta de Sturm a esta princesa (Estrasburgo, septiembre de 1569) nos da la clave. Temía que los españoles mirasen con recelo un libro escudado por tan odioso patrocinio y, además, y ésta era la razón principal, había sido expulsado ignominiosamente de Inglaterra, aunque deseaba volver a ella. Valióse como intercesor de Sturm, que en esta epístola pondera la virtud y piedad de su amigo; achaca las desgracias de él a envidia de sus émulos y recomienda eficacísimamente al autor y el libro (1864), todo para que pudieran venderse públicamente los ejemplares en Inglaterra. A esta carta acompañaba otra para el ministro Guillermo Cecil (1865).

     Terminada la impresión de los 2.600 ejemplares de la Biblia, Casiodoro pasó de Basilea a Estrasburgo, desde donde escribe a Hubert en 7 de agosto. En aquella ciudad, refugio de los protestantes escapados de Colonia, tenía muchos amigos, y el Senado o Ayuntamiento le hizo ciudadano de Francfort, según él dejó consignado en la dedicatoria de un ejemplar de su libro. Allí hizo gran amistad con el pastor Matías Ritter; y trataron, de acuerdo con Hubert, de hacer una edición completa de las obras de Bucero, que habían de llevar al frente su biografía, escrita por Sturm (1866). Nada de esto pasé de proyecto.

     Desde 1574, fecha de la última carta a Hubert, hasta 1578 vuelvo a perder de vista a Casiodoro; pero ese año reaparece en Amberes al frente de una congregación luterana (de martinistas o confesionistas de Ausburgo), que se reunían en el claustro de los Carmelitas, y eran casi todos de lengua francesa (1867).

     Tenemos hasta trece cartas suyas de esa época, todas dirigidas a Matías Ritter (1868). Procuraremos aprovecharlas. [104]

     Su navegación desde Alemania a Amberes fue larga y difícil. Recibiéronle bien sus correligionarios y le dieron cuenta del estado de aquella iglesia, que adolecía de penuria de ministros y se hallaba combatida a la vez por los católicos y por los calvinistas o reformados. Aun dentro del seno de la misma congregación surgían extrañas divisiones; se disputaba si el pecado original es accidente o es la misma sustancia física del hombre; se preguntaba si era lícito bendecir los matrimonios en domingo.

     Para dirigir y poner en orden a los revueltos hermanos traía Casiodoro amplios poderes de la congregación de Francfort, principal asiento de los confesionistas augustanos, pero le perjudicaba su antigua mala fama y el recuerdo de su salida de Inglaterra. Pensó volver allá para justificarse ampliamente antes de tomar el cargo de la naciente iglesia. ¿Llegó a ir? De las cartas no aparece claro (1869).

     Lo cierto es que en junio del año siguiente estaba en Colonia, quizá con el propósito de retirarse a Francfort; pero los ruegos, protestas y hasta amenazas de sus correligionarios le hicieron tornar a Amberes. La iglesia se hallaba en un estado desastroso; no había ni aun formulario o libro de preces y administración de sacramentos. Casiodoro tuvo que encargarle a Francfort, donde a toda prisa se tradujo al francés el que allí usaban. Los calvinistas comenzaron a decir que era afrenta y grave herida para aquella iglesia la venida de Casiodoro; no dejaron piedra por mover, y se dieron maña para descubrir en Inglaterra cierta confesión de fe que Reina había hecho en manos [105] del arzobispo de Cantorbery cuando años atrás se le había procesado en materia de fe y costumbres. Parece que en esta confesión se explicaba Casiodoro en términos calvinistas sobre la cena del Señor. Los reformados de Amberes imprimieron triunfalmente este documento nada menos que en tres lenguas y lo divulgaron profusamente, todo para hacer sospechoso al español entre los ministros de la Confesión de Augsburgo (1870).

     Casiodoro redactó a toda prisa una apología, en que se declaraba partidario de la Concordia de Wittemberg, ajustada en 1536 por Lutero con Butzer y los suyos, e invitaba a los ministros reformados a adherirse a ella sin embages, como único medido de llegar a una armonía en este punto (1871). Sostenía, además, que su confesión de Inglaterra no era contraria en nada a dicha Concordia y que a nadie podía tacharse de calvinista o zuingliano porque pensara de tal o cual modo en materias libres y opinables.

     Los magistrados de Amberes no dejaron imprimir la respuesta de Casiodoro, y sus mismos amigos de Ausburgo, especialmente Ritter, vieron con malos ojos los artículos de Londres y tuvieron por vana empresa la de querer conciliarlos con la ortodoxia witembergense (1872).

     A pesar de tales contrariedades, iba logrando Casiodoro organizar la congregación luterana, y tenía dispuestos para la impresión un catecismo y unos Salmos franceses, con la música de los de las iglesias alemanas (1873). Nuevo motivo de discordia [106] fue el haberse pasado a la comunión augustana un ministro expulsado por los calvinistas. Y, añadiéndose a todos estos disgustos el universal terror que produjo entre los rebeldes flamencos la noticia de la próxima llegada de las naves españolas. Casiodoro pensó muy seriamente en volverse a Francfort (1874). No tenía ni la cuarta parte de los ministros necesarios para la predicación de su secta; otros eran inhábiles y de malas costumbres, y la mayor parte de los sublevados ni eran católicos, ni hugonotes, ni luteranos, ni se entendían ya, ni sabían a qué atenerse. Los de la Confesión de Ausburgo y los reformados franceses se insultaban públicamente. Y Casiodoro, sin acertar a poner remedio, clamaba como Job: Taedet me vitae, deplorando la profanación del Evangelio.

     Al fin se decidió a quedarse; trajo a su mujer y a sus hijos y dio orden a Ritter de poner en venta los libros que en Francfort tenía, entre ellos una magnífica políglota de la edición de Plantino (1875).

     El catecismo que publicó en 1580 (1876) fue nueva manzana de discordia. Salieron a impugnarle un ministro luterano, cuyo nombre está en blanco en la carta, y el célebre teólogo Heshusio (1877).

     La última carta de Reina es de 9 de enero de 1582. Desde entonces no tengo ninguna noticia suya. Poco más debió de vivir, a juzgar por el tono lacrimatorio de sus últimas cartas, en que se declara viejo, enfermo y agobiado de mil penalidades y molestias. En cuanto a aquella raquítica y desconcertada iglesia de Amberes, pronto dieron cuenta de ella las armas de Alejandro Farnesio.

     Aparte de su traducción de la Biblia, es autor Casiodoro de un libro rarísimo acerca del evangelio de San Mateo impreso en Francfort en 1573 y dedicado a Juan Sturm (1878) a quien llama patrono de su inocencia, consuelo de sus aflicciones y refugio [107] suyo en la tempestad que contra él se había levantado en Estrasburgo.

     Boehmer cita, además, una exposición de la primera arte del capítulo 4 de San Mateo, dedicada en 1573 a logos de Basilea; obra para mí desconocida.

     Tuvo Casiodoro un hijo llamado Marco, que en 1593 aparece matriculado en la Universidad de Wittemberg, y en 29 de enero de 1594 escribió a Samuel Hubert, de Estrasburgo, antiguo catedrático suyo, una carta de cumplimientos, que Boehmer ha publicado (1879). Hay de este Marco Casiodoro Reinio una traducción latina de la Historia de los reyes de Francia, de Serranus.



- IV -

Reinaldo González Montano, nombre o seudónimo del autor de las «Artes inquisitoriales».

     En 1567 apareció en Heidelberg un libro, hoy rarísimo, cuyo título, a la letra, decía: Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes aliquot detectae, ac palam traductae; esto es: Algunas artes de la Inquisición española, descubiertas y sacadas a luz (1880). Este libro, el primero que se publicaba contra el Santo Oficio, escrito [108] por un testigo presencial, víctima de sus rigores y escapado de sus cárceles, tuvo un éxito maravilloso en todas las naciones enemigas de España y del catolicismo. Tradújose en el espacio de tres o cuatro años al inglés, al alemán, al holandés y al francés; se hicieron de él compendios, extractos y redacciones populares; dio materia a estampas, grabados y libros de imaginación; sirvió de base a innumerables cuentos y novelas; constituyó el principal fondo de todas las historias de la Inquisición anteriores a la de Llorente, y en especial a las de Ursino y Felipe Limborch; fue, en suma, un arsenal explotado sin cesar y que para todos daba nuevas armas.

     Realmente el libro estaba escrito con talento. Si Llorente hubiera tenido la mitad del arte de estilo que tuvo este fugitivo protestante sevillano, hubiera causado su historia mucho más daño del que al presente lamentamos. Pero Llorente era un compilador indigesto, sin artificio ni gracia narrativa; un curial adocenado, de pluma escribanil y mal tajada; mientras que el supuesto González de Montes, en medio de su latinidad afectada y pedantesca, tiene condiciones de libelista y de pamphletaire falsario como ninguno de los nuestros. No cita nunca; ¿ni para qué? Nadie le había de pedir las pruebas de su aserto; escribía para un auditorio convencido y dispuesto a acoger de buen grado todas las invenciones, por monstruosas que fuesen. Y, sin embargo, no mintió mucho, quizá menos que Llorente, con tener éste a su disposición bulas, concordias y procesos, mientras que el desterrado Montes sólo disponía de sus propios recuerdos y de los de sus compañeros de destierro. Hay, con todo, en su libro, especialmente en las descripciones de tormentos, circunstancias absolutamente inverosímiles y exageradas; hay en las mismas biografías de luteranos de Sevilla pormenores falseados por ignorancia o por malicia. Pero repito que, en lo sustancial de los hechos, Montano no suele ser embustero a sabiendas. Su arte diabólico está en presentarlos del modo más odioso, en ataviarlos [109] con detalles melodramáticos y, sobre todo, en dar como regla general todo lo que es particular y accidente. Como habla de memoria, y su libro son memorias (género raro en nuestra literatura); como, por otra parte, no tuvo a la vista ningún formulario, ni directorio, ni regla de procedimientos del Santo oficio, se engaña a veces groseramente en la cuestión jurídica. Da, asimismo, mucha importancia a grandísimas puerilidades y levanta no leves caramillos sobre el mal trato tal o cual alcalde o ministro inferior del Tribunal daba a los presos; como si tales vejaciones no acontecieran en todas las cárceles del mundo. Hace prolijas descripciones de los tormentos, y sus traductores las copian, sin reparar que no eran propios y exclusivos de la Inquisición, sino comunes a todos los tribunales, y consecuencia de un error jurídico que dominaba, igualmente que en España, y quizá con mayor crudeza y barbarie, en Alemania, Inglaterra y Francia, donde ellos escribían. Finalmente, las invectivas de Montes contra la Inquisición pierden todo su valor y eficacia en sabiéndose que el autor, lo mismo que los demás protestantes, no la rechaza cuando se dirige contra moriscos y judaizantes, sino cuando se trata de sus correligionarios. ¡Singular modo de entender la tolerancia! De igual manera se lamentaba Francisco de Enzinas de que entre los marranos quemados en un auto de Valladolid hubiese salido su amigo Francisco de San Román.

     Las Artes de la Inquisición se leen con el mismo deleite que una novela. Tal es el interés de los hechos y la claridad y orden de la narrativa. El estilo, a pesar de las cualidades ya dichas y de su animación y viveza, peca de enfático y retorcido.

     La primera parte contiene una reseña de los procedimientos inquisitoriales: delación, secuestro o embargo de bienes, audiencias, publicación de testigos, excepciones, cuestión de tormento, artes y maneras de inquirir, trato que se da a los presos, visitas de cárceles, autos de fe, lecturas de las sentencias. En un breve prefacio se expone el origen de la Inquisición, con algunas consideraciones generales sobre ella.

     La segunda parte es una historia panegírica de la congregación luterana de Sevilla. Sus datos quedan aprovechados en el capítulo antecedente. Como casi nunca hay modo de confrontarlos con otros documentos, tenemos que pasar por ellos, no sin que puede algún resquicio o legítima desconfianza. Usoz defiende la estricta veracidad de Reinaldo con el testimonio de Llorente; pero es el caso que Llorente, en todo lo que dice de los autos de Sevilla, apenas hace más que copiar a Montes. ¿Y quién nos responde de la veracidad de Montes? Llorente. Y nunca salimos del mismo círculo vicioso, porque la mitad de la historia de la Inquisición está envuelta en tinieblas y todos los testimonios son de acusadores suyos.

     ¿Y quién es el autor de este singularísimo libro? Nada puede afirmarse con certeza. Dice que conoció de cerca los misterios [110] de la Inquisición hispalense y que, en su mayor parte, los experimentó (1881) y (1882). Usoz conjeturaba en un principio que pudo escribir las Artes el Licdo. Zafra, cuya evasión de las cárceles se cuenta allí, sin añadir elogio ninguno a su nombre, al revés de lo que se hace con todos los restantes. Al reproducir el libro latino en 1857 mudó de opinión, y creyó ver en el texto dos manos distintas; una de ellas, quizá la de Casiodoro de Reina, a quien aludirá el Reginaldo, y que, si era morisco y nació en algún pueblo de la Alpujarra o de la serranía de Ronda, pudo llamarse Montano. A lo cual ha de añadirse que Casiodoro cita de pasada Los misterios de la Inquisición en la posdata de su carta a Diego López. Pero todas éstas no pasan de conjeturas más o menos plausibles. Y añadiré que el latín de la obra, con no ser bueno, es harto mejor que el de las cartas de Casiodoro, más aventajado escritor en su propia lengua que en las extrañas.



- V -

Antonio del Corro. -Su carta al rey de España. -Ídem a Casiodoro de Reina. -Polémica de Corro con el consistorio de la iglesia francesa de Londres. -Otras obras suyas.

     La biografía de este audaz e independiente calvinista no ha sido escrita hasta la fecha. Don Adolfo de Castro no lo menciona en su Historia de los protestantes españoles y Usoz no lo admitió en su colección, aunque por el número y calidad de sus obras lo merecía mejor que otros.

     Antonio del Corro era de oriundez montañesa; el solar de su familia está en San Vicente de la Barquera. Pero él debió de nacer en Sevilla; a lo menos Hispalensis se llama en la portada de sus obras, aunque puede aludir no al lugar de su nacimiento, sino al de su educación y habitual residencia. Era pariente, quizá sobrino, del inquisidor Antonio del Corro, que fue juez del Dr. Egidio, y yace en elegante sepulcro de mármol, obra de gusto italiano, en la iglesia de San Vicente, con una inscripción que publica sus méritos (1883). ¡Cuán distinto de su sobrino, a quien él probablemente habría favorecido y dado la mano como padre allá en Sevilla! [111]

     Corro el hereje fue monje jerónimo en San Isidro del Campo y uno de los primeros discípulos de Egidio y Garci-Arias. Huyó con otros once frailes en 1557. Uno de ellos era Cipriano de Valera, que lo refiere en su Tratado del papa y de la missa: «Iba el negocio tan adelante tan a la descubierta en el monasterio de San Isidro, uno de los más célebres y de los más ricos de Sevilla, que doce frailes, no pudiendo estar allí más en buena conciencia, se salieron, unos por una parte y otros por otra, y corriendo grandes trances y peligros, de que los sacó Dios, se vinieron a Ginebra. Entre ellos se contaban el Prior, Vicario y Procurador de San Isidro, y con ellos asimismo salió el Prior del valle de Écija, de la misma Orden. Y todavía después libró Dios a otros seis o siete del mismo monasterio, entonteciendo y haciendo de ningún valor ni efecto todas las estratagemas, avisos, cautelas, astucias y engaños de los inquisidores, que los buscaron y no los pudieron hallar» (1884).

     Cuando Fr. Lorenzo de Villavicencio fue disfrazado a la feria de Francfort para conocer a los propagandistas que llevaban libros españoles, vio entre ellos a Corro, que era tuerto de un ojo, dice el Proceso de Carranza (1885).

     En 1560 era ministro protestante en Aquitania (1886). Su primera obra conocida es una Carta (en francés) al Rey de España, en que da razón de los motivos de su partida, expone las principales diferencias dogmáticas entre católicos y protestantes, inquiere el origen de las turbulencias de los Países Bajos y propone la tolerancia religiosa como único medio de remediarlas. Está escrita en 1567 desde Amberes, donde predicaba Corro en una congregación francesa.

     «No ignoro, señor -escribe-, que mi salida habrá sido una cosa muy sonada, tanto por los compañeros que salieron, como por la ocasión que nos obligó a emprender el viaje. Y eso que yo, cuando me impuse este destierro voluntario, no tenía ningún motivo de temor, ni nadie me perseguía o tildaba por causa de religión, antes me consideraban y estimaban mucho los inquisidores» (1887).

     Cuenta luego que, cuando el Dr. Egidio fue electo obispo de Tortosa, los frailes de Sevilla empezaron a acusarle de hereje, aunque era un apóstol en sus predicaciones y un dechado y ejemplo de buena vida. Un día, cierto inquisidor dijo a Corro que era injusta la persecución contra Egidio y que algún gran personaje [112] la movía, y bastó esto para que Corro empezase a dudar de la autoridad del Santo Oficio. Mostróle el inquisidor las calificaciones contra Egidio y sus respuestas, y allí aprendió él la doctrina de la fe y las obras. Buscó el trato de Egidio, frecuentó sus sermones y leyó los comentarios que había hecho sobre algunos libros de la Escritura. Tuvo maña para que los mismos oficiales de la Inquisición, que le consideraban sin duda, como de casa (1888), le vendieran algunos libros de Lutero y otros alemanes que tenían recogidos. Indignóle la prohibición de las Escrituras en lengua vulgar, y, además de los errores comunes a toda la secta, se le ocurrieron extraños pensamientos, que no tenía ningún otro protestante; v.gr.: que el Dios de los papistas era un Dios cruel, injusto y amador de presentes.

     En realidad de verdad, Corro tenía más de librepensador que de calvinista ni de luterano. Es casi el único de nuestros protestantes que, en términos expresos, invoca la universal tolerancia o más bien libertad religiosa. La quiere hasta para los católicos. «Dejemos a Dios que los ilumine», exclama. Parécenle de perverso gusto las invectivas contra el Papado; vitupera los atropellos de sus correligionarios, las quemas de iglesias y monasterios, la destrucción de imágenes y las matanzas de clérigos perpetradas por los hugonotes en Francia y Países Bajos. Cita el ejemplo de Constantinopla, donde hay tres religiones, y aun el de Roma, donde se tolera a los judíos. Abomina las guerras por causa de religión. Pide un perdón y amnistía general para que los españoles vuelvan a su tierra. «Viva cada uno en libertad e su conciencia; tenga el libre ejercicio de la predicación y de la palabra, conforme a la sencillez y sinceridad que los apóstoles y cristianos de la primitiva iglesia observaban. Paréceme, Señor, que los Reyes y magistrados tienen un poder restricto y limitado, y que no llega ni alcanza a la conciencia del hombre» (1889).

     Tan lejos estaban los suyos de participar de tan amplias y liberales ideas, que Corro encontró la iglesia de Amberes destrozada por las facciones de augustanos y calvinistas, los cuales mutuamente se excomulgaban y perseguían en la cuestión de la cena, y tuvo que escribir otra carta presentándose como mediador y en son de paz, aunque él se inclinaba al parecer de Calvino (1890). «Cuando llegué a Amberes -dice-, troqué mi gozo en lágrimas y gemidos al ver tales descontentos e injurias, y tan [113] escaso el fruto de la predicación.» Los protestantes se llamaban unos a otros herejes y tizones del infierno. Corro no se harta de clamar contra los inquisidores de la Iglesia reformada y pedir libertad y caridad en todos. Juzga nueva especie de servidumbre el someterse dócilmente a los pareceres de Lutero y Melanchton, que fueron hombres y, como hombres, erraron en muchas cosas, aunque les disculpe el tiempo en que escribieron. El mismo Lutero confesó que no tanto había venido a fundar nada como a destruir el reino del anticristo. En punto a la cuestión de la cena, Corro manifiesta secamente su sentir calvinista; la llama similitud y comparación.

     Este libro y probablemente algunos otros, en que, sin reparo, atacaba Corro a sus hermanos de secta y apuntaba ideas nuevas y peregrinas, hiciéronle mucho daño entre los protestantes franceses, añadiéndose a todo esto la enemistad personal y encarnizada del ministro Juan Cousin por razones que ignoramos. Para entender la cuestión entre ambos y las artimañas de que se valió Cousin con propósito de desacreditar a Corro, conviene tomar las cosas de más lejos.

     Hallándose de pastor en Teobon (1891) Antonio del Corro por los años de 1563, había escrito a Casiodoro de Reina una larguísima carta, notable por lo místico del tono. Decía en ella a su amigo que le era imposible vivir sin él: «El año pasado había determinado de hacer un hato e irte a buscar, sin saber aún dónde estabas. Pero habiendo andado treynta leguas, comenzaron por acá a condenar tanto mi liviandad y mudanza, que fui constreñido a hacer paso y dilatar mi vía.» Invitaba a Casiodoro para cierta reunión o junta, en que había de tratarse de la impresión de la Biblia, y rogábale que trajese consigo a Cipriano de Valera. «El viaje podrá ser passándose a Flandes, y de allí venirse en las urcas flamencas, hasta la Rochelle y hasta Bordeaux (sic). Y en las cosas que tuviere necesidad de encaminar hacia acá, fíese de un mercader de Bordeaux, que llaman Pierre du Perrey... Y si por ventura determinaré de venir por tierra, y no se atreviesse a cargarse dé los dineros de la impresión (1892) déjelos en manos seguras de algún mercader de Amberes, que aquí hallaremos respondente para recibirlos por póliza de cambio.»

     Tras esto suplicaba a Casiodoro que con el dinero suyo que tenía le comprase algunos libros de controversia de Valentino Crotoaldo y otros italianos mal avenidos con la ortodoxia reformada «que tratassen las cosas de nuestra religión con edificación de las consciencias». Y añadía: «Porque cierto ya estoy fastidiado de hebraísmos y helenismos, y los luengos comentarios no me dan gusto ni sabor ninguno.»

     «Holgareme yo mucho de que en sus cartas me hiciese v. ind. un discurso sobre una demanda que estando en Losana [114] le hice, conviene a saber: del conocimiento que un christiano debe tener en Jesuchristo, según los tres tiempos diversos de su ser, es a saber: en qué manera podremos contemplar la palabra prometida de Dios por remedio del hombre antes que tomasse nuestra carne, y en qué manera apareció a los Padres del viejo Testamento. Cómo, estando en el mundo, residía a la diestra de su padre, iuxta illud: Et nemo ascendit in caelum, nisi qui descendit de caelo. Ítem, tocante al tercer estado, después de su glorificación, es a saber: qué residencia hace Jesuchristo en los fieles, y por qué comparaciones se puede esto entender. Y para este efecto quería me buscasse y enviasse los libros que Osiandro escribió de la justificación del hombre christiano, donde prueba que esencialmente Christo se comunica a los fieles. Y sobre este punto quería que me declarasse un lugar de San Juan, 17: Ut omnes unum sint, sicut tu, pater, et in me es, et ego in te, ut et ipsi in nobis unum sint.

     Como se ve, Corro propendía al misticismo iluminado de las Consideraciones divinas, de Valdés, y quizá un poco o un mucho al unitarismo, cuyos sectarios le cuentan entre sus precursores.

     Aún añadía más interrogaciones y dudas sobre la ubicuidad del cuerpo de Cristo «y de qué sirve al christiano la afirmación de esta doctrina»; sobre la glorificación de Cristo, que llama cuestión superflua y sin fruto; sobre la manera de celebración de la cena (1893).

     Cousin tuvo, no sabemos cómo, maña para interceptar esta carta (1894) y (1895) y otras muchas de Corro por espacio de ocho meses [115] y quedarse con ellas. A los cinco años fue Corro a Amberes de pastor de la iglesia francesa, y Cousin escribió al consistorio pintando al español como sospechoso de mala doctrina. Y, no satisfecho con esto, imprimió en latín, francés e inglés la epístola de Casiodoro, con adiciones de su cosecha, en que aparecían más de resalto los atrevimientos y dudas del autor. Repartidos con profusión los ejemplares, cuando Corro llegó a Inglaterra en 1569, encontró las pasiones sobreexcitadas contra él hasta el máximo grado. Se quejó al obispo anglicano de Londres, y éste hizo que Cousin le restituyera las cartas, y por su parte dio a Corro una certificación o testimonio de pureza de doctrina en términos muy honrosos. Pero no se aquietó el ánimo del predicador francés, y prosiguió esparciendo contra su enemigo todo linaje de siniestros rumores, hablando mal de él en sus cartas a los ministros de Ginebra, especialmente a Teodoro Beza, y hasta reimprimiendo, a nombre de Corro, ciertas cuestiones de Juan Brencio estampadas en Alemania más de veinte años hacía.

     Corro escribió una apología en francés, en estilo acre y maldiciente, y sus enemigos lograron que el obispo de Londres le quitase las licencias de predicar y le excomulgase. Protestó Corro, y más de veintiocho meses duraron sus contestaciones con el Consistorio de la iglesia francesa de Londres. En varios libelos infamatorios que contra ellos publicó exclamaba: «Menos humanidad, menos hospitalidad he encontrado en nuestra iglesia reformada que entre turcos, paganos o gentiles; mayor y más inicua opresión y tiranía ejercéis que la de los Inquisidores españoles» (1896).

     Su mujer fue excluida de la sagrada cena (1897) y a él se le vejó y oprimió de todas maneras para obligarle a una formal retractación, que no llegó a hacer, porque el nuevo obispo de Londres, menos prevenido en contra suya que el anterior, nombró árbitros que oyesen a entrambas partes; absolvió a Corro y logró [116] ponerlos en paz. El acusado imprimió triunfalmente en Alemania las Actas del consistorio, opúsculo de peregrina rareza, del cual no se conoce más ejemplar que el que poseía Usoz (1898).

     Teodoro Beza y los suyos se declararon resueltamente contra Corro; le llamaron impío, supersticioso y eutichiano y le cargaron de insultos, amenazas y maldiciones, de las cuales él devolvió ciento por uno (1899). Muestra todo ello de la evangélica caridad de los padres y corifeos de la Reforma.

     Después de esta edificante y fraternal pelamesa, hallamos a Corro en 1573 explicando, con grande auditorio, la Epístola del Apóstol a los Romanos en San Pablo, de Londres. Al año siguiente publicó sus lecciones en forma de diálogo entre San Pablo y un ciudadano romano que va a visitarle en su prisión. En boca del Apóstol se ponen sus mismas palabras parafraseadas; y el objeto visible de la obra es inculcar la doctrina protestante sobre la justificación. Al fin insertó el comentador una profesión de fe para ahuyentar toda sospecha que pudiera quedar acerca de la suya.

     El libro tuvo mucho éxito; se reimprimió varias veces, se tradujo al inglés y valió a su autor tina cátedra de teología en la Universidad de Oxford y el favor y patrimonio de Lord Edwin Sandes, obispo de Londres.

     Entre los papeles de Usoz hallo una carta de Corro a Rodolfo Gualthero (fecha en Londres, en julio de ese mismo año), remitiéndole ejemplares de unos artículos suyos De praedestinatione para Dullinger y otros y un libro (quizá el mismo Diálogo sobre a Epístola a los Romanos) (1900) para que le hiciera imprimir en [117] Zurich o en Basilea, poniendo de manifiesto con tal publicación su inocencia y el fraude de sus enemigos (1901).

     Si mientras permaneció en Francia no estuvo unido Corro a iglesia alguna determinada, lo que es en sus últimos años parece haberse agregado a la iglesia oficial, que le dio títulos y honores y hasta esperanzas de ser obispo. Con fecha 23 de abril de 1579 escribía desde Oxford a milord Attey para que recordara a lord Leicester su promesa de darle una mitra.

     El mismo año imprimió una elegante traducción latina del Eclesiastés, acompañada de paráfrasis y notas (1902). Es obra seria [118] y no tabernaria ni de propaganda, como las de Cipriano de Valera y otros protestantes nuestros. Como el autor se proponía obispar por méritos de tal libro, puso empeño en mostrarse hábil escriturario, docto en hebreo y griego, ameno escritor latino y razonable filósofo, y se precia de haber consultado para su interpretación más de quince versiones en diferentes lenguas. Considera el Eclesiastés como un tratado acerca del sumo bien muy superior a cuanto especularon los filósofos y le divide en dos artes. Muestra en la primera que no está la felicidad en la sabiduría o ciencia mundana, ni en el deleite, ni en los honores y riquezas. Prueba en la segunda que sólo consiste el sumo bien en el santo temor de Dios, de donde nacen la sabiduría, la justicia, la igualdad de ánimo y la esperanza de la vida futura. La paráfrasis está en forma oratoria y al margen va la traducción.

     En 1583, Corro seguía en Oxford, según resulta de dos cartas suyas insertas en la correspondencia de Juan Hottomano; las dos de poca importancia. Pregúntale en la una noticias políticas, y especialmente si el rey de Francia se decide a ayudar a los rebeldes flamencos contra España. Se queja de las calumnias de sus émulos y sicofantas y le encarga memorias para Horacio Pallavicini, Felipe Sidney y milord Attey. En la segunda le da gracias por haberle enviado unos anteojos, aunque con el sentimiento de no encontrarlos útiles para su vista. En la posdata dice que su mujer ira pronto a Londres (1903).

     De aquí en adelante pierdo toda huella de Antonio del Corro. Sólo sé, por un apuntamiento de Usoz, que en 1590 publicó en Londres una Gramática castellana para uso de los ingleses (1904) y (1905). [119]



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- VI -

Cipriano de Valera. -Sus traducciones bíblicas. -Sus libelos y obras de propaganda.

     Se le llamó por excelencia el hereje español (1906). Escribía con donaire y soltura; pero, aparte de esto y de su fecundidad literaria, es un hereje vulgar. En nuestro tiempo hubiera sido periodista de mucho crédito. Me detendré poco en él porque sus méritos son harto inferiores a su fama y, por otra parte, sus obras son más conocidas y han sido más veces reimpresas que las de ninguno de nuestros protestantes.

     Era sevillano, y de diversas conjeturas podemos inferir que nació por los años de 1532. En la Exhortación que precede a su Biblia se jacta de haber sido condiscípulo de Arias Montano; poco le aprovechó la comunidad de estudios (1907). Fue monje en San Isidro del Campo y prevaricó, como los restantes, por el trato con el doctor Egidio. Temeroso de los rigores de la Inquisición, buscó asilo en tierra extranjera, y se casó en Londres, siguiendo el evangélico dechado de tanto clérigo y fraile apóstata y lujurioso como vino a aumentar los ejércitos de la Reforma.

     En 1588 publicó un inmundo libelo contra el catolicismo, obra a la cual da cierta estimación la rareza bibliográfica. Intitúlase Tratado del papa y de la Misa (1908). Usoz tuvo el mal gusto [120] de reimprimirla. El estilo es más francés que español, pero vivo y animado; volteriano en profecía. La obra es un tejido de groserías del peor género posible y de noticias bebidas sin crítica en las más impuras y desacreditadas fuentes. Los mismos autores católicos de quienes afecta tomar sus vidas de los papas, Platina, Pero Mexía, Fr. Juan de Pineda y Gonzalo de Illescas, pecan o de maldicientes y rencorosos, como el primero, o de crédulos, fabulosos y pueriles, como los últimos. Añádase a todo esto la mala fe, insigne y probada, del bellaco de Valera, y se tendrá idea de este libro absurdo, donde se admiten en serio las más ridículas consejas: las seis mil cabezas de niños, hijos de clérigos, ahogados en un estanque en tiempo de San Gregorio el Magno; la magia de Silvestre II con el libro de conjuros que hurtó a su maestro y el pacto que hizo con el demonio la cabeza encantada; las hechicerías del papa Teofilacto, que llevaba tras de sí con sus encantos a las mujeres; todas las grandes acciones de San Gregorio VII explicadas por arte de brujería y ciencias ocultas; los tratos entre el pontífice y el soldán de Babilorila en daño de Federico Barbarroja; los cuatro mil escoceses castrados por orden de Honorio III; la papisa Juana... Un libro semejante es inferior a toda crítica; el autor no se propuso más que recopilar cuantas injurias contra Roma, cuantas blasfemias de taberna, cuentos verdes y dicharachos soeces le suministraba su memoria. Sólo hay en nuestra literatura otro libro que le sobrepuja y vence, y es el Retrato político de los papas, de Llorente. ¡Y eso que escribió en tiempos de más crítica y menos fanatismo! Y a lo menos Valera tiene cierta gracia desvergonzada y plebeya de estilo, de que Llorente está ayuno por completo.

     En su furor propagandista, y desesperanzado, sin duda, de introducir sus libros en España, intentó Cipriano esparcir sus doctrinas entre los infelices españoles que yacían cautivos en las mazmorras de Argel. Tal es el fin ostensible del breve Tratado para confirmar en la fe cristiana a los cautivos de Berbería, por mas que algunos sospechen que Berbería es España, y los cautivos, los protestantes de Sevilla. Pero entonces, ¿a qué vendría confirmar con tantos argumentos, como lo hace Valera, el dogma de la divinidad de Cristo? Compréndese esto en un libro destinado a andar en manos de gentes que convivían con judíos y mahometanos, pero entre cristianos hubiera sido extemporáneo e impertinente. Además, bien claro lo dice el principio de la carta: «Siendo vosotros unos pobres y miserables cautivos, ocupados de día y de noche en grandes... trabajos corporales, y además de esto, no siendo vosotros ejercitados en la lección de la Sagrada Escritura antes muy agenos de ella, y, por tanto, cristianos solamente en el nombre.»

     Este tratado es la mejor escrita de las obras de Valera; no carece de cierto fervor y elocuencia; se conoce que quiso imitar la Epístola Consolatoria, de Juan Pérez. En la doctrina no hay [121] para qué insistir: Cipriano de Valera era un sectario de reata, y repite enojosamente, como tantos otros, las sabidas doctrinas de justificación, fe sin obras, beneficio de Cristo, etc. (1909) Usoz reimprimió este librillo con un prólogo necio, en que, so pretexto de hablar de los cautivos de Argel, da contra las Órdenes redentoras y las acusa de fomentar la codicia de los piratas argelinos con el cebo de los rescates (! !). Increíble parece que tales cosas anden escritas e impresas.

     Valera hacía profesión de calvinista y parece haber residido algún tiempo en Ginebra. Lo cierto es que en 1597 publicó una traducción de las Instituciones o Catecismo, de Calvino (1910) muy inferior al original en elegancia y pureza de dicción.

     La impresión de este grueso volumen fue costeada por Marcos Pérez, comerciante español, que vivía en Amberes con su mujer Úrsula López. Y más o menos contribuyeron a ella otros calvinistas españoles allí residentes: Fernando Bernuy y su mujer Ana Carrión, Jerónimo Daza, Martín López (traductor [122] de varios libros heréticos) y Marcos de Palma. Su agente en España era un tal Tilemont, antuerpiense, que tenía tienda en Sevilla y en Medina del Campo. Los gobernadores de los Países Bajos avisaron a España que en naves flamencas iban a la Península treinta mil biblias e instituciones de Calvino. Pero, según una carta de Diodati, citada por M'Crie, no fueron sino tres mil los ejemplares de la Biblia; y esto parece más verosímil, y aún me inclino a creer que el número es excesivo (1911).

     Tradujo, además, Cipriano de Valera un libro de Guillermo Perquino intitulado El Cathólico reformado o declaración que muestra quánto nos podemos conformar con la Iglesia Romana en puntos de Religión, y en qué puntos debemos apartarnos de ella. Es cierto que la portada de esta traducción da por intérprete a Guillermo Massan, pero la Epístola al lector está firmada por C. de V. (Cipriano de Valera). Quizá Massan trabajó con él o pagó los gastos de la edición, como afirma la portada, o todo esto y el personaje mismo es fingido (1912).

     El jubileo de 1600 y la bula de Clemente VIII en que se anunciaba dio ocasión a Cipriano de Valera para desahogar sus iras contra Roma en un nuevo libelo, rotulado Aviso a los de la Iglesia Romana, última obra suya original de que hay noticia. Sin duda por la pequeñez del volumen ha llegado a hacerse tan rara, que no se conoce más ejemplar que el del Museo Británico. La rareza es el mérito de los librejos que no tienen otro, aunque es la verdad que a éste y a otros muchos, hasta ese mérito les quitó el bueno de Usoz con sus reimpresiones (1913). El opúsculo de Valera es uno de tantos pamphlets contra las indulgencias, sin originalidad ni valor alguno.

     Pasa generalmente Cipriano de Valera por no vulgar escriturario, y un autor tan católico como D. Jusepe Antonio González de Salas llegó a apellidarle (1914) doctísimo hebraizante, y la Inquisición [123] se lo dejó pasar; pero es lo cierto que Valera ni de docto ni de hebraizante tenía mucho. Los veinte años que dice que empleó en preparar su Biblia (1915) deben ser ponderación e hipérbole andaluza, porque su trabajo en realidad se concretó a tomar la Biblia de Casiodoro de Reina y reimprimirla con algunas enmiendas y notas que ni quitan ni ponen mucho. Tampoco he de negar que, en general, mejoró el trabajo de su predecesor y que su Biblia, considerada como texto de lengua, debe tener entre nosotros la misma autoridad que la de Diodati entre los italianos. Al fin al cabo está hecha en el siglo de oro, por más que no la falten galicismos, nacidos de la familiaridad del traductor con las personas y libros de los calvinistas de Ginebra.

     Antes de dar completa la Sagrada Escritura, imprimió en Londres el Nuevo Testamento, con un prólogo que contiene curiosas noticias sobre traductores bíblicos, reproducidas luego con mayor extensión en su Biblia de 1602. Suprimió las notas marginales que Casiodoro había puesto, abrevió los sumarios de los capítulos y no tuvo cuenta con las variantes del texto griego y de la antigua traslación latina (1916).

     La Biblia completa no la imprimió ya en Inglaterra, sino en Amsterdam, en casa de Lorenzo Jacobi, en año 1602, con una exhortación al estudio de los sagrados Libros que es a la vez defensa de las traslaciones vulgares. En cuanto a la traducción, el mismo Cipriano confiesa que siguió palabra por palabra la de Casiodoro, cotejándola con otras interpretaciones en diversas lenguas y quitando lo añadido por los Setenta o por la Vulgata que no se halle en el texto hebreo; lo cual principalmente acontece en los Proverbios de Salomón. Y a esto, a alguna que otra nota añadida, que se indica con diversa letra que las del traductor antiguo, y a algún retoque en el lenguaje se reduce toda la labor de Valera, que, sin embargo, pone su nombre, y calla el de Casiodoro, en la portada (1917). [124]

     Acabada de imprimir la Biblia, hubo entre Cipriano y el tipógrafo Lorenzo Jacobi cierta trabacuenta, sin duda por cuestión de maravedises. El célebre Jacobo Arminio, padre de la secta de los remonstrantes, procuró ponerlos en paz, y finalmente, dejó el asunto en manos de Juan Witenbogaert, teólogo de Leyden. En la carta que dio a Valera para él decía: «Allá pasan Cipriano de Valera y Lorenzo Jacobi a presentar al señor conde (Mauricio de Nassau) y a los Estados generales al unos ejemplares de la Biblia española... hay entre ellos alguna disensión que compondréis, supuesto que los dos se comprometen en vos: es cosa de poco momento, y así con facilidad los pondréis en paz, y más que ambos son amigos, que hasta aquí con suma concordia, y conspirando a un mismo fin, han promovido aquella obra; y están resueltos a no perder esta amistad por cuanto tiene el mundo. Procuraréis de vuestra parte que Valera se restituya a Inglaterra con su mujer, provisto de una buena ayuda de costa. Yo he hecho por él aquí lo que he podido. Y, a la verdad, es acreedor a pasar el poco tiempo que le resta de vida con la menor incomodidad que sea posible» (1918).

     No sabemos si Valera vivía aún en 1625 cuando Enrique Lorenzi reimprimió en Amsterdam el Nuevo Testamento tal como se halla en su Biblia de 1602, sin alteración alguna (1919).



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- VII -

Adrián Saravia, clérigo de la Iglesia anglicana. -Sus obras sobre la potestad de los obispos.

     Dudo que fuera español, aunque Wiffen y Boehmer han juzgado que debe incluírsele entre los nuestros (1920). De sus obras sólo infiero que había sido pastor en varias iglesias de Flandes y Holanda. Teodoro Beza le llama belga, y yo me inclino a creer que nació de padres españoles en tierra flamenca o del Brabante.

     Establecido en Inglaterra y clérigo de la iglesia oficial, se mostró acérrimo enemigo de los presbiterianos, defensor valiente de la jerarquía episcopal y de las ceremonias y los ritos, enemigo de las libertades políticas y secuaz de las doctrinas del derecho divino de los reyes, que tanto halagaban al teólogo coronado Jacobo I. Todas las obras que conozco de Saravia están informadas de este espíritu monárquico y episcopalista (1921). Contiénense [125] en un volumen que lleva el título general de Diversos tratados teológicos, y aparecen dedicados a los prelados de la iglesia anglicana reunidos en sínodo el año 1610. Desde el prólogo empieza a tronar el autor contra los protestantes, que en todo y por todo quieren separarse de Roma; contra la temporalidad de los cargos eclesiásticos y contra la avaricia de los burgomaestres y magistrados seculares que se apoderan de los bienes de las iglesias.

     El libro primero es una docta y atinada defensa de la jerarquía eclesiástica, fundada en testimonios de los Padres y cánones de concilios, con doctrina casi ortodoxa, excepto en lo del primado del papa.

     En el segundo defiende los bienes de la Iglesia y la facultad de adquirir, la intervención de los obispos en asuntos civiles y la pompa y los honores de que deben revestirse.

     En el tercero invoca toda la legislación contra el sacrilegio como aplicable a los robadores de bienes eclesiásticos, aunque exceptúa (y es excepción donosa) los de los monjes, que tiene por ilícitamente adquiridos.

     A los calvinistas les pareció muy mal este libro de Saravia (antiguo correligionario suyo), y le tuvieron por interesada adulación a los obispos ingleses. Teodoro Beza salió a impugnarle, dando ocasión a un nuevo escrito de Saravia.

     Combatió éste con desigual fortuna a Belarmino, cayendo en las gárrulas y sabidas declamaciones contra el papismo, y [126] publicó en defensa de Jacobo I un tratado político (De imperandi authoritate et Christiana obedientia), en que, empezando por combatir la libertad natural del hombre, acaba por sostener la monarquía despótica al modo oriental y negar a los pueblos toda facultad de deponer o juzgar a los soberanos aunque éstos sean electivos, como en Polonia. Es obra curiosa y no mal escrita. Saravia se muestra templado en la disputa y docto en divinas y humanas letras.



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- VIII -

Juan Nicolás y Sacharles. -¿Es persona real o ficticia? -Su autobiografía.

     Aunque tengo para mí que este personaje no ha existido nunca y que la autobiografía que lleva su nombre no es más que un fraude piadoso, una especie de novela forjada por algún fanático protestante inglés para entretener y edificar a las beatas de su país a costa del papismo; aunque por todo esto, digo, debiera colocarse a Sacharles entre los protestantes fabulosos, lo mismo que a Ramón Montsalvatge y a Andrés Dunn, con todo eso, le concederemos un nicho en estas páginas por lo menos hasta que con evidencia histórica resulte probado que es un mito.

     En 1621 apareció simultáneamente en inglés y en latín un librillo que se titulaba El español reformado (1922) en el cual el susodicho español declaraba los motivos que le indujeron a abandonar la iglesia romana. Decía llamarse Juan Nicolás Sacharles (nombre jamás oído en tierras españolas), catalán de nación, antes fraile jerónimo y después doctor en medicina.

     Contaba que había empezado a dudar de la transubstanciación el año 1596 a consecuencia de una lección de filosofía que oyó en Lérida a su Mtro. Bartolomé Hernández. A pesar de tales dudas, Sacharles se hizo clérigo, y por nueve años prosiguió diciendo misa y confesando. Y aunque ya en sus adentros era medio protestante vistió la cogulla de la Orden de San Jerónimo y se dedicó a estudios teológicos con grande aprovechamiento. Pasaba por tan docto entre los frailes de su Orden, que le hicieron nada menos que bibliotecario de El Escorial. Allí cayeron en sus manos los dos Tratados del papa y de la missa, de Cipriano de Valera, y tornaron cuerpo sus dudas, hasta convertirse en negaciones rotundas. Sólo le retenía en el catolicismo [127] su devoción a la Santísima Virgen; pero al cabo se deshizo de ella, como del resto de sus creencias y, aprovechando una licencia que logró con pretexto de enfermedad, apeló a la estratagema de la fuga, embarcándose en un puerto de mar que llama Caulibre, y que podrá ser Colliure.

     Cualquiera pensaría que, una vez libre Sacharles, su primera diligencia hubiera sido refugiarse en Inglaterra, Alemania, Holanda o cualquier otro país protestante; pero, lejos de eso, se fue a Roma «para ver si allí florecía más que en España la Religión cristiana». En Roma vio todas las idolatrías y abominaciones que suelen ver los protestantes; y escandalizado y aturdido, pasó a Montpellier, donde abjuró públicamente el catolicismo, afiliándose en la secta de los hugonotes y trocando el estudio de la teología por el de la medicina.

     Y aquí comienza lo más extraño de las aventuras de Sacharles, porque su padre, anciano de ochenta años, condolido y afrentado de la apostasía de Nicolás, envió a Montpellier a otro de sus hijos y a un sobrino suyo, sacerdote, para que, con ruegos, halagos y amenazas, procurasen mover al hereje a tornar al seno de la Iglesia. Ocho días gastaron en persuadirle poniéndole de manifiesto la deshonra que iba a caer sobre su linaje y la mala suerte que estaba aparejada a doce sobrinas casaderas que tenía, que ya a duras penas hallarían marido. Sacharles llevó a su hermano a casa del Pastor Falcario para que éste le hiciese una plática sobre la verdad de la religión reformada y los yerros del papismo. El hermano y el primo medio se convencieron y, derramando copiosas lágrimas, tornáronse para España; Sacharles los vio partir con ánimo alegre y ojos enjutos.

     Dos años después se graduó de bachiller en medicina y, después de tres años de práctica, de doctor por la Universidad de Viena del Delfinado. Ejerció algún tiempo la medicina en San Gil, cerca de Nimes, y en Arlés, donde se declaró grande enemigo suyo un predicador jesuita llamado Rampala, el cual, en vez de asistir a una conferencia teológica que tenía aplazada con Sacharles, pagó a un sicario para que le abofetease en público.

     Sacharles recibió con paciencia los bofetones y juzgó conveniente huir, temeroso de las asechanzas de los papistas. Dice que fue médico durante algún tiempo en Bouver y Kailar, cerca de Nimes, pueblos que ni existen allí ni en otra parte alguna del mundo.

     Como quiera que sea, Sacharles ocupó sus ocios en traducir a lengua castellana el Broquel de la fe, de Du Moulin, versión que luego presentó en Inglaterra a Jacobo I. Excuso advertir que esta traducción no se ha impreso ni existe manuscrita en ninguna biblioteca.

     Un honrado vecino de Montpellier que volvía de España trajo a Sacharles la noticia de que sus siete hermanos nada deseaban con tanto ahínco como su muerte y que habían prometido [128] buena paga al que le quitase de en medio. Con tales noticias le pareció insegura la estancia en Provenza y se embarcó para las islas Británicas. Pero ni aun allí le dejó reposar el hierro de sus enemigos. En febrero de 1602, paseándose hacia San Pablo, de Londres, se le acercó un desconocido para rogarle que fuera a visitar a su mujer, que yacía en cama gravemente enferma. Sacharles accedió, y el asesino le condujo, por calles extraviadas, a casa de la doliente. Serían las ocho de la noche cuando salieron de allí; prestáse a acompañarle el misterioso personaje y, como Sacharles no conocía bien la ciudad, fácil le fue a su guía sacarle al campo de Saint-James, entonces solitario y desierto. Allí, sacando un puñal, se arrojó sobre él y le hirió en el ventrículo o cavidad izquierda del corazón, de donde proceden aquellos dos principales vasos de la vida llamados la vena Arteria y la Aorta.

     Pocas horas después, pasando por allí el Dr. Mayern, protomédico del rey, vio tendido en su propia sangre a Nicolás; le recogió y por tres semanas le tuvo en su casa, cuidándole con esmero hasta que convaleció de la herida, que, por supuesto, había sido pagada por los católicos.

     Sin detenerse en otras inverosimilitudes de este relato, baste decir que ni en las Crónicas de la Orden de San Jerónimo, ni en las actas capitulares de El Escorial, ni en los libros de profesiones, ni en documento alguno consta el nombre de Juan Nicolás y Sacharles. Por eso, el mismo Usoz y Río, hombre de buena fe en medio de su loco fanatismo, se inclina a creer que «esta obra es mera invención de algún protestante... o que Nicolás y Sacharles fue un especulador religioso, de los que no faltan, por desgracia, en todas las sectas» (1923). Tu dixisti.

     Yo no tengo interés en que Sacharles haya existido o no ni en que sus hermanos enviaran o dejaran de enviar un asesino contra él, pero tampoco he de ser más crédulo que Usoz. Toda la narración tiene un aire de novela, que la hace muy sospechosa, y pienso que se forjó a imitación del verdadero caso de Juan y Alfonso Díaz.



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- IX -

Fernando de Tejeda. -El «Carrascón».

     El protestantismo español del siglo XVII está representado por tres o cuatro filas de frailes que, huyendo las austeridades de la regla monástica y ansiosos de libertad y de soltura, velut arietes non invenientes pascua, ahorcaron los hábitos, se fueron a Inglaterra o a Ginebra y tomaron mujer.

     El primero de estos apóstatas es el autor del Carrascón, que no se llamó T. Carrasco, como creyeron Usoz y Adolfo de Castro, sino Fernando de Tejeda, como descubrió Wiffen. Quedan pocas noticias de su vida fuera de las que él consigna en su libro. Había sido fraile agustino en el convento de Burgos donde se [129] venera el célebre crucifijo. Era de familia hidalga y rica (1924). En Inglaterra se casó y tuvo dos hijas, Marta y María, a quienes dedica el Carrascón. El rey Jacobo I de Inglaterra le mandó traducir al castellano la Liturgia anglicana, y en premio de este trabajo le hizo canónigo de Hereford y vicario de Blakiner.

     Wiffen determinó la fecha exacta de la salida de Tejeda de España (1620) con ayuda de un pasaje del mismo autor en su opúsculo Texeda retextus. La traducción de la Liturgia fue promovida por el lord guardasellos Juan Williams, obispo de Lincoln, y tuvo por fin más o menos recóndito, catequizar a la infanta de España María (hermana de Felipe IV) si llegaba a contraer matrimonio con el príncipe de Gales, después Carlos I. Con el mismo objeto, y frustrado este enlace, se encargó al ministro francés Delaun una traducción en su lengua para uso de madame Enriqueta, con quien al fin casó aquel desventurado príncipe.

     El obispo de Lincoln tomó tal afición a Tejeda, que bajo su magisterio comenzó a estudiar el castellano (1925) y costeó la edición española de la Liturgia (1926).

     En 4 de Agosto, Tejeda incorporó en la Universidad de Oxford su grado de bachiller en teología por Salamanca (1927).

     El mismo año publicó en latín y en inglés un folleto en que declaraba los motivos o pretextos de su apostasía, es a saber: la doctrina de las obras, los oficios en lengua latina, la transubstanciación y la invocación de los santos. El opúsculo inglés se llama Texeda retextus; el latino, Hispanus conversus. (1928)

     Existe, además, otro opúsculo suyo, intitulado Scrutamini Scripturas (1929) que viene a ser una exhortación a la lectura de los sagrados Libros, refundida después, casi del todo, en el Carrascón, [130] y apoyada principalmente en testimonios de autores españoles y católicos.

     Muerto Jacobo I, y perdiendo la esperanza de mayores mercedes, quizá de obisparse retiró Tejeda a su prebenda, y allí trabajó un libro, De Monachatu, en latín; otro De contradictionibus Ecclesiae Romanae y otro, también en latín, intitulado Carrascón (1930). Ninguna de estas tres obras llegó a imprimirse, sólo se publicó en Holanda una pequeña parte del último, a modo de specimen, con el mismo título que la obra original (1931). Los bibliófilos ponen en las nubes la rareza de este librillo: Salvá vendió uno en Londres el año 1826 por doce libras esterlinas y doce sueldos, precio que hoy pudiera duplicarse atendiendo el actual valor de los libros.

     Es obra ingeniosa, escrita con agrado, y que se lee sin fatiga. No carece de donaire y abundancia de lengua, aunque a veces degenera su estilo en paranomasias y retruécanos. Una parte del libro es contra el culto de las imágenes y contra las órdenes monásticas, sin gran novedad ni agudeza en los chistes; otra, y es la más seria y erudita, se dirige contra la autoridad de la Vulgata, aunque la mayor parte sus ataques caen en falso, pues atribuye a los católicos en general las opiniones particulares de tal o cual autor de poco crédito en las escuelas teológicas; v.gr.: Fr. Antonio de Guevara, a quien se le antojó sostener que los ejemplares hebreos de la Escritura se hallaban corrompidos por la malicia y Perversidad de los judíos. Como ningún hebraizante formal sostiene semejante dislate, las observaciones, por lo demás atinadas, de Fernando de Tejeda, son pólvora en salvas. Se manifiesta muy leído en autores castellanos aun de amena literatura, sobre todo de los que hablaron mal de frailes y monjas.



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- X -

Melchor Román y Ferrer.

     Queda de él una pequeña autobiografía, quizá tan fabulosa como la de Sacharles (1932) (1933). Se dice oriundo de Fraga y Caspe [131] y natural de Bailiés (sic), en Aragón. Había sido fraile dominico, procurador de su orden en Roma, visitador y vicario del provincial de Tolosa. Residió mucho tiempo allí, en Agen y en otras partes del mediodía de Francia, en varios conventos de su Orden. Pervertido por la lectura de libros heréticos, abjuró públicamente el catolicismo en la iglesia de Bragerak el 27 de agosto de 1600.



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- XI -

Aventrot. -Su propaganda en España. -Es quemado en un auto de fe.

     Aunque este fanático no fue español, sino flamenco, conviene hacer memoria de él entre los nuestros, ya que todos sus esfuerzos y conatos se cifraron en introducir la Reforma en nuestro suelo.

     Era natural de Altran, en la Baja Alemania, y calvinista de religión. Había residido casi toda su vida en España o en posesiones españolas (en el Perú y en Canarias), dogmatizando y predicando siempre de palabra y por escrito. En 1614 se atrevió a enviar desde Amsterdam a su sobrino Juan Coote con una carta, en que suplicaba a Felipe III que se hiciese protestante. El sobrino fue a galeras en pago de la locura de su tío, y éste siguió imprimiendo sus herejías en forma de cartas al rey de España. Publicó hasta ocho, en latín, francés, italiano, flamenco y castellano (1934). De una de ellas envió a España 2.000 ejemplares, [132] y de otra 8.000, que fueron recogidos y quemados por la Inquisición de Lisboa. Llevó su audacia y desvanecimiento hasta el punto de venir él mismo y entregar en persona a Felipe IV y al conde duque de Olivares dos memoriales pidiendo libertad de conciencia en Flandes y en España. Se le confiscaron sus bienes, se le castigó de mil maneras; todo fue inútil; hubo que entregarle a la Inquisición, que le relajó al brazo seglar. Fue quemado, en el auto de fe de 22 de mayo de 1631, en Toledo.

     Dícese que Aventrot publicó una traducción castellana del Catecismo de Heidelberg, pero no he alcanzado a verla (1935).



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- XII -

Montealegre. -Su «Lutherus vindicatus».

     El descubrimiento de este nuevo heterodoxo español se debe al Dr. Teodoro Schott, bibliotecario de Stuttgart. Él halló la obra inédita de Montealegre y se la comunicó al Dr. Eduardo Boehmer, que insertó el preámbulo y algunos extractos en una revista de teología luterana.

     El libro se rotula Martinus Lutherus vindicatus a votorum monasticorum violatione (Martín Lutero vindicado de la violación de los votos monásticos) (1936), y el autor es un fraile apóstata, lo mismo que su héroe (1937). En el prólogo nos da algunas noticias de su vida. [133]

     Llamábase José Gabriel de Montealegre, era natural de Madrid y había sido abogado en los Reales Consejos hasta el año de 1650, en que, arrebatado por súbita aunque falsa vocación, entró en una cartuja. Allí se dio a meditaciones teológicas, y, enamorado de la Independencia de su propia razón, entró en los torcidos senderos del libre examen. Parecióle que la fe no tenía mérito si no era razonada, y llamó a juicio sus antiguas creencias. No tenía libros protestantes, pero sí los de Belarmino, Becano y otros controversistas, que exponen los argumentos de los herejes antes de refutarlos. Su fe naufragó en los Solvuntur obiecta. Estaba mal con la transubstanciación, la confesión auricular, la invocación de los santos, la veneración de las imágenes, el mérito de las obras, y sobre todo, con la infalibilidad pontificia. Y, decidido a dejar los hábitos, escribió en cincuenta pliegos una confesión de fe, en que abiertamente se declaraba protestante; la dejó en su celda y salió del convento, tomando el camino de Málaga con intención de embarcarse para tierras de libertad. Pero lo débil de su salud, por una parte, y de otra, el amor a su patria le detuvieron en aquel puerto, aunque tuvo cuidado de disimular su nombre. Con todo eso, los ministros de la Inquisición, a cuyo Tribunal había llegado ya el manuscrito de Montealegre, le prendieron y le llevaron a las cárceles del Santo Oficio de Granada, de donde logró escaparse saltando por una ventana, no sin complicidad de la mujer y de la hija del alcalde. Era tiempo de invierno, muy crudo y lluvioso; los caminos estaban inapeables y, además, Montealegre no tenía un maravedí ni modo de salir de España. Al fin, un hermano suyo, D. Francisco, que fue más adelante comisario del ejército de Castilla la Vieja, le prestó dineros y cartas de recomendación para Roma, sin duda con la esperanza de que allí pudiera arreglarse su penitencia y volver a entrar en la Orden. De Roma fue Montealegre a Nápoles, y permaneció en esta ciudad un año entero, hasta que, sabida la muerte de su hermano, y viendo que se le cerraba todo camino de salvación, volvió a entrar en la cartuja de Pésaro, hizo penitencia y la Inquisición le absolvió sin más pena que un año de cárcel. Sus superiores le destinaron a la cartuja de Ratisbona. No esperaba él otra cosa que verse en Alemania. Allí, faltando a toda fe, palabra y juramento, huyó [134] del monasterio para refugiarse en Würtemberg al amparo del duque Eberardo III.

     Allí escribió la apología de Lutero, que es, en alguna manera, la suya propia. Está compuesta en método y estilo jurídico, llena de textos de Derecho canónico y de divisiones y subdivisiones (1938).

     Nada más sé de Montealegre, en la dedicatoria al duque de Würtemberg dice ser de edad de cuarenta años e ignorar absolutamente la lengua alemana e implora la munificencia de su señor para que le tenga como un animal raro y peregrino en su corte. Escribía por los años de 1660.



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- XIII -

Miguel de Montserrate. -¿Fue o no protestante? Sus obras.

     Miguel de Montserrate era un judaizante de la montaña de Cataluña, grande aventurero y traficante religioso, aunque hombre de pocas letras. Fugitivo en Amsterdam y, sin duda, mal recibido por sus correligionarios, se puso a sueldo de los protestantes, ventris et cupiditatis gratia, según dice su émulo Marginetti, y para agradar a sus nuevos señores dedicó a los Estados de Holanda una Christiana confesión de la fe, en que afirma la Trinidad, la igualdad de las persona divinas, la creación, la providencia, la divinidad de Cristo, la pasión y la resurrección; reconoce dos sacramentos: el bautismo y la cena, que llama recordación y memoria, al modo calvinista, y defiende que «el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley». Todo esto empedrado de textos bíblicos y salpicado con muchas desvergüenzas contra la confesión auricular (1939). Montserrate era un insolente plagiario; trozos hay en su dedicatoria copiados ad pedem litterae de la Amonestación que puso Casiodoro al frente de su Biblia.

     Del mismo año 1629 es otro opusculejo suyo, titulado In coena Domini, donde hay atroces calumnias contra los inquisidores (1940). Montserrate, ya que no en saber teológico, a lo menos en procacidad, lleva la palma a todos sus correligionarios.

     Nada pierde mi lector con no conocer el Trono de David o quinta monarquía de Israel (1941), mosaico poco ingenioso de textos [135] de la Escritura; ni el diálogo De divinitate Iesu Christi de regno Dei, notable sólo por lo macarrónico y culinario de su latinidad; ni menos El desengaño del engaño del pontífice romano, sañudo libelo, del cual copió Bayle en su Diccionario un trozo acerca de las monjas, que honradamente no puede transcribirse aquí (1942).

     De súbito, Miguel de Montserrate pareció volver al judaísmo, y en 1645 imprimió clandestinamente un libro rotulado Misericordias David fidelis, dedicado al Soberano Señor Dios de Israel. Tan raro ha llegado a hacerse, quizá por haber sido destruida la edición, que nadie puede jactarse de haberle visto; pero esto no es razón para poner en duda su existencia, cuando de ella tenemos un testimonio irrecusable: la denuncia o Brevis demonstratio que un italiano llamado Marginetti, fervoroso protestante, dirigió a los ministros de la iglesia reformada «contra la impía y perversa doctrina de Miguel de Montserrate, catalán, hombre nullius religionis» (1943).

     Marginetti no solo cita el libro, sino que copia trozos de él, indicando las páginas; y acusa a Montserrate:

     1.º De negar la venida del Mesías.

     2.º De afirmar que los judíos no han de morir, sino que por un privilegio particular serán trasladados al cielo; y el mismo Montserrate será rey en el siglo futuro.

     3.º De no admitir la humanidad de Cristo, para dejar a salvo así la venida del Mesías futuro, que él entendía de un modo carnal y milenario.

     4.º De defender la eternidad del mundo.

     En suma: quería mostrarse a la vez cristiano y judío, hombre de la vieja ley y de la nueva, con sus puntas de filósofo y aristotélico. Si tales cosas sostuvo, y Marginetti no exagera, habrá que tener a Montserrate por un fanático delirante. Pero el tono de sus obras parece más bien el de un especulador religioso (1944). [136]



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- XIV -

Jaime Salgado. -Sus librillos contra los frailes, el papa y la Inquisición.

     La autobiografía de este fecundo heterodoxo muestra bien a las claras cuánto habían amansado ya los rigores de la Inquisición en tiempo de Felipe IV. Salgado había sido fraile, no sabemos de qué orden; púsose mal con los suyos por cierta libertad de opiniones sobre la autoridad de la Iglesia, y huyó del convento donde había vivido tres años para refugiarse en Francia (1945). Entró en relaciones con algunos ministros de la iglesia de Charentin, especialmente con el Rvdo. Drelincourt, y en su presencia abjuró el catolicismo el año 1666. Como aún no se contemplaba seguro en Francia, pasó a Holanda, y fue cortésmente recibido en La Haya por Samuel Maretz. Allí daba Salgado lecciones de lengua española; pero como no sabía el holandés ni el flamenco, juzgó oportuno volver a París desde donde por instigaciones, según él dice, de la reina de Francia fue remitido preso a España y puesto a disposición del Santo Oficio. Estuvo un año en las cárceles inquisitoriales de Llerena; logró huir, pero en Orihuela le detuvieron los frailes de su Orden y le entregaron a la Inquisición de Murcia, que, después de tenerle cinco años en prisiones, le mandó a galeras por el escándalo que había dado. Cumplida su condena, se le recluyó por nueve meses en un convento de su Orden; pero tuvo maña para escapar de nuevo y salir definitivamente de España. Por un año hizo morada en Lyón, y el resto de su vida en Inglaterra. Allí publicó su Confesión de la fe, de la cual he tomado estos datos.

     Para halagar a sus huéspedes ingleses imprimió Salgado varios libros de pane lucrando, hoy rarísimos, y todos de poco volumen y menos fuste (1946) (1947). Los que yo he visto son un opúsculo [137] contra el Tribunal de la Fe, en que hay curiosas noticias de los alumbrados de Llerena; un tratado de las señales del juicio final, un paralelo entre el papa y el diablo impreso en latín y en inglés, a dos columnas, con grabados ridículos, y unos versos latinos muy malos acerca de la Gran conjuración papística antigua y moderna; otro librejo, que se rotula El Fraile, o tratado histórico en que se describen la mala vida, vicios, malicia y crueldad de los frailes, dividido en dos partes, trágica y cómica, comenzando la parte trágica, a guisa de copla de ciego, con Las horribles crueldades de un fraile español y su miserable y desesperado fin, y conteniendo la parte cómica varios cuentos verdes, en que entran frailes, traducidos casi todos de Bocaccio, y, finalmente (y es el más curioso de todos estos opúsculos, sobre todo por la lámina que le acompaña), la Imparcial y breve descripción de la plaza de Madrid y de las corridas de toros, de las cuales el autor era entusiasta las prefería con mucho al pugilato y a las carreras de caballos.



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- XV -

El ex jesuita Mena.

     En uno de los sañudos papeles que contra los jesuitas presentó al Santo Oficio su acérrimo enemigo el Dr. Juan del Espino en tiempo de Felipe IV (1948), se cita entre los herejes salidos de la Compañía a un cierto P. Mena, que se hizo protestante en Ginebra. No tengo más noticias de é1. [138]



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- XVI -

Juan Ferreira de Almeida, traductor portugués de la Sagrada Escritura.

     Es el único protestante lusitano conocido del siglo XVII, y a él debió su lengua el mismo servicio que la nuestra a Casiodoro de Reina y a Cipriano de Valera.

     Juan Ferreira de Almeida era presbítero secular, natural de Lisboa; emigró a Holanda a mediados del siglo XVII y se hizo calvinista. Fue ministro y predicador en Amsterdam y en las posesiones holandesas de la costa de Coromandel. Escribió un libro sobre las antítesis dogmáticas entre católicos y protestantes (1949). Fuera de esto, dedicó exclusivamente sus tareas a la versión, no intentada hasta entonces, en portugués de los sagrados Libros. Tenía tal cual conocimiento de las lenguas originales, y con este auxilio y el de algunas versiones, sobre todo la de Cipriano de Valera, llevó a término su propósito. En 1681 publicó en Amsterdam, y en 1693 reimprimió en Batavia (1950) el Nuevo Testamento, costeando esta segunda impresión la Compañía de las Provincias Unidas en la India Oriental después de visto y aprobado por la congregación eclesiástica de Java. Muchos de estos Nuevos Testamentos se repartieron en las posesiones portuguesas de la India. La traducción es [139] directa del griego, bastante exacta y pura en cuanto a lengua.

     Sucesivamente publicó Juan Ferreira, va bien entrado el siglo XVIII, los libros históricos del Antiguo Testamento, y sueltos, los cinco libros de Moisés, los Salmos y, finalmente, toda la Biblia, repartida en dos volúmenes colaborando en el segundo Jacobo Opden Akker, predicante en Java (1951). La traducción es directa del hebreo; pero los intérpretes tuvieron, además, a la vista varias Biblias holandesas y la española de Casiodoro.

     Las sociedades bíblicas han difundido millones de ejemplares de esta Biblia por todos los países de Europa y América donde se habla o conoce la lengua portuguesa.



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- XVII -

Noticia de varias obras anónimas o seudónimas dadas a la luz por protestantes españoles de los siglos XVI y XVII.

     Aunque son pocas, las dividiré para mayor claridad en tres grupos: traducciones bíblicas, catecismos y confesiones y obras varias.

     Hay en primer lugar algunas traducciones, más o menos completas, de los Salmos. Yo he visto una, impresa en Amsterdam, por Jacob Wachter, en 1625, muy ajustada a la verdad hebraica; pero hecha, sin duda, por un protestante y no por un judío; como que empieza con textos de San Pablo (Ad Ephesios, 5, 18; Ad Colossenses, 3, 16; Ad Hebraeos, 13, 15) (1952).

     También es de origen protestante, y no israelita (como creyó el Sr. Amador de los Ríos), la traducción que lleva el nombre, probablemente fingido, de Juan Le Quesne (1953). Baste decir que tiene por lema un versículo de la Epístola Ad Corinthios y que en el prólogo se habla de Jesucristo, nacido de la virgen sin mancilla. Los Salmos están en versos a la francesa, pareados, muchas veces agudos, para cantarse con la misma música que los de Clemente Marot, que los hugonotes empleaban como himnos de guerra. El intérprete ha sacrificado la letra a la [140] música y sus metros suenan perversamente en los oídos castellanos: v.gr...:

                                  Y como árbol muy hermoso, será
plantado junto arroyos, que da
siempre su fruto en tiempo oportuno,
cuya haya así no cae en día alguno
y todo lo que tal varón hará
florecerá siempre y prosperará.

     No he alcanzado a ver el Salterio con paráfrasis que imprimieron en Londres los refugiados españoles en 1569 (1954).

     En 1550 imprimió en León de Francia Sebastián Gripho traducciones anónimas del libro de Josué, de los Salmos y de los Proverbios. No he visto más que esta última, ajustada a la verdad hebraica. La falta de todo preliminar y de licencias me hacen sospechar que sean de fábrica protestante; quizá de Francisco de Enzinas (1955).

     El primer catecismo calvinista en lengua española se imprimió, en 1550, en Ginebra. Está en forma de diálogo entre el ministro de la iglesia y un muchacho que le responde. El traductor había residido mucho tiempo en Italia, y se disculpa de los italianismos. No se conoce más ejemplar que el del Museo Británico. Se reimprimió con muchas correcciones, debidas quizá a Juan Pérez, en 1559 (1956).

     Entre las protestas, o confesiones de la fe, ha alcanzado cierta celebridad la que se rotula Declaración... hecha por ciertos fieles españoles que huyendo los abusos de la yg1esia Romana y la crueldad de la Inquisición de España, hicieron a la iglesia de los fieles, para ser en ella recebidos por hermanos en Cristo, impresa en Londres en 1559 y dividida en veintiún capítulos. El alemán Lessing, a cuya varia y erudita curiosidad y acrisolado gusto literario muy pocos libros se ocultaron, hizo sobre esta confesión una monografía muy curiosa, en que encarece sobremanera la importancia y necesidad de escribir una historia del protestantismo en España (1957). [141]

     Idea favorita de los corifeos de la Reforma, que, a su vez, la tomaron de los wiclefitas y otras sectas de la Edad Media, fue comparar al pontífice romano, con el anticristo y aplicarle los vaticinios apocalípticos. Desde los famosos grabados en madera de Lucas Cranach, cuyos epígrafes compuso el mismo Lutero, hasta los sermones de Fr. Bernardo Ochino, la serie es larguísima. Estos libros y grabados se destinaban al ínfimo vulgo. Bonus et pro laicis liber, decía Lutero de las estampas de Cranach. Tenemos en castellano uno de estos libelos (1958), que lleva el título de Imagen del Antecristo, y se dice traducido del toscano por Alonso de Peñafuerte, nombre desconocido entre nuestros heterodoxos, si ya no es un seudónimo. Exórnanle tres grabaditos en madera, uno al principio y dos al fin. En el primero se ve al papa arrodillado recibiendo de manos del diablo sus leyes. El segundo representa la ascensión del Señor. En el tercero; el anticristo, o sea el papa, es conducido por el demonio a los fuegos infernales. Cuales son los grabados tal es el aticismo y cultura del texto.

     Aunque impresa en la misma forma, y atribuida por algunos al mismo autor que quieren sea Juan Pérez, la Carta a Felipe II (1959), con motivo de las desavenencias de Paulo IV, es pieza de otra índole y no de escritor adocenado. El autor se muestra hábil y sagaz político; procura explotar en beneficio de su secta los sentimientos de Felipe II y el odio declarado de Paulo IV a los españoles; recopila cuidadosamente los agravios que los reyes de España habían recibido de Roma y, mezclando con la cuestión política la religiosa, acaba por pedir libertad de conciencia para los suyos y guerra sin cuartel al papa. La táctica del autor es la misma que la de Alfonso de Valdés en el Diálogo de Lactancio, y, si realmente perteneciera a Juan [142] Pérez esta carta, daría asidero a la opinión que le identifica con el agente de Carlos V en Roma durante el saco; tan enterado se muestra de los negocios de aquella corte y tan escarmentado y desengañado de las tretas y amaños de los curiales. Con todo eso, el estilo me parece menos vigoroso y más desleído que el de Juan Pérez; baja de punto muchas veces, y, al tratar de la mala vida de las gentes de iglesia, da en groserías dignas de Cipriano de Valera, Juan Pérez era demasiado místico y grave para caer en tales scurrilidaddes (1960).

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- XVIII -

¿Fue protestante el intérprete Juan de Luna, continuador del «Lazarillo de Tormes»?

     Galerías de caricaturas trazadas con singular gracia y despejo, cuadro acabado de costumbres truhanescas, espejo y luz de lengua castellana fácil, rápida y nerviosa, es el Lazarillo de Tormes, [143] príncipe y cabeza de la novela picaresca entre nosotros. No hay español que, en oyendo su título, no traiga gustoso a la memoria aquellas escenas de crudo y desgarrado realismo: las tretas de Lazarillo para gustar la longaniza, el ciego que se estrella contra el poste, el clérigo que esconde los bodigos en el arca, el famélico escudero de Toledo y los amaños y tramposerías del vendedor de bulas. Este último pasaje, en que con los ensanches que da la libertad satírica se ponía de manifiesto una de las llagas sociales que dieron armas y pretextos a la Reforma, y de la cual tan amargamente se lamentan nuestras constituciones sinodales de aquel entonces, fue mandado borrar por la Inquisición, que registró el libro en sus Índices hasta que Juan López de Velasco le tornó a imprimir corregido, con las obras de Castillejo.

     Del autor primitivo nada se sabe. Antigua tradición atribuye la novela a D. Diego de Mendoza. Otros, quizá mejor informados, y a su frente el P. Sigüenza, creen autor de ella o Fr. Juan de Ortega, monje jerónimo.

     El Lazarillo tuvo dos continuaciones; de la primera, impresa en Amberes en 1555, no ocurre hablar aquí. Es de todo punto necia e impertinente, y el anónimo continuador dio muestras de no entender el original que imitaba. Convirtióle en una alegoría insulsa, cuya acción pasa en el reino de los atunes. Lo que había empezado por novela de costumbres, acababa por novela submarina, con lejanas reminiscencias de la Historia verdadera, de Luciano.

     La otra segunda parte es cosa muy distinta, y merece leerse, aunque no iguala a la primera. ¡Lástima que las aventuras no sean muy limpias y que el autor confunda de vez en cuando el regocijo con la licencia! Pero cuenta bien: con chiste, con ligereza y con brío.

     Su obra se imprimió dos veces: una en París, 1620, y otra también en el extranjero, aunque dice falsamente Zaragoza, en 1652; pero así y todo, era casi desconocida cuando Aribáu la incluyó en el tomo de Novelistas anteriores a Cervantes, de la Colección Rivadeneyra (1961).

     El continuador se llama H. de Luna, intérprete de lengua española, y desde la primera página manifiesta su enemiga contra el Santo Oficio, «a quien tanto temen, no sólo los labradores y gente baja, mas los señores y grandes; todos tiemblan cuando oyen estos nombres, inquisidor e inquisición, más que las hojas del árbol con el blando céfiro». Todo el cuento está lleno de pesadas burlas contra frailes y clérigos, y despierta desde luego la sospecha de que él autor fuera luterano o calvinista. Pero como nunca, ni aun remotamente alude a cuestiones de doctrina, sería temeridad afirmarlo. ¿No pudo ser un judaizante o un refugiado político de los que tuvieron que ver con la Inquisición por las revueltas de Zaragoza y fuga de Antonio Pérez, o cualquier [144] bellaco a quien el santo Tribunal hubiera procesado por casos de bigamia, sodomía u otros análogos? ¿No pudo ser también un aventurero de ingenio satírico y despierto, que, viéndose en Francia con libertad y sin trabas, escribió todo lo que su apicarada condición le sugería? Si fuera protestante, algo de la fraseología de la secta, algo del saborcillo místico y evangélico, se le habría pegado; y nada de eso hay en su libro; ni siquiera una cita de las Epístolas de San Pablo. No sé por qué, pero me parece que Luna se separa del grupo de los Casiodoros y Corros, para entrar en el de los vagabundos españoles intérpretes y maestros de la lengua patria, que, con más o menos honestos y plausibles títulos, y no por causa políticas o religiosas, sino impulsados por la necesidad, sexto sentido del hombre, o por su natural inclinación a la vida suelta y buscona, pasaron los puertos y vivieron en Francia. Así, el gramático Ambrosio de Salazar; así, Julián de Medrano, el de la Silva curiosa, y el Dr. Carlos García, autor de La desordenada codicia de los bienes agenos.

     De Luna hay, además, un manual de conversación, en doce diálogos, rico en graciosos y castizos idiotismos y en frases, refranes, proloquios y modos de decir, de excelente alcurnia y buen sabor (1962), (1963).

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