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ArribaAbajoCapítulo undécimo

El presidente don Antonio de Morga


Don Juan Fernández de Recalde, séptimo presidente de la Real Audiencia de Quito.- Corta duración de su gobierno.- Su muerte.- El doctor don Fernando Arias de Ugarte, sexto obispo de Quito.- Erección del obispado de Trujillo.- Es promovido al arzobispado de Bogotá.- El doctor don Antonio de Morga, octavo presidente de la Real Audiencia de Quito.- Noticias acerca de este personaje.- Don fray Alonso de Santillán, séptimo obispo de Quito.- Carácter de este Prelado.- Sus condescendencias con el Presidente.- Su muerte.- El padre maestro Fray Pedro Bedón.- Fundación de la Recoleta.- Mejoras materiales en Quito.- Traslación del sello real.- Fiestas religiosas.- Primer certamen poético.- Los corsarios holandeses invaden Guayaquil.- La ciudad es dos veces incendiada.- Pobreza y atraso de todas las provincias.- Causas de esta decadencia.- El camino de Ibarra a Esmeraldas.- Principia el cultivo y el comercio del cacao en Guayaquil.- Apertura de un camino de Quito a Manabí.- Fundación del pueblo de San Antonio en la Bahía de Caraques.



I

Dijimos ya que el sucesor del licenciado don Miguel de Ibarra en la presidencia de Quito, fue el doctor don Juan Fernández de Recalde. El presidente Ibarra gobernó ocho años no completos, y su sucesor no alcanzó a desempeñar su destino ni siquiera por la mitad de ese tiempo; pues se embarcó en el Callao el 26 de octubre de 1609, llegó a Quito el 9 de diciembre y el 19 de octubre de 1612 falleció en esta ciudad, a los dos años y medio después de haberse hecho cargo de la presidencia.

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El doctor don Juan Fernández de Recalde era español, y gozaba de la fama de hombre de letras; había hecho con lucimiento sus estudios en Salamanca, y estaba ocupando la plaza de oidor más antiguo en la Audiencia de Lima, cuando fue nombrado presidente de Quito; mas, como su edad era ya avanzada y su salud muy achacosa, acabó en breve, devorado rápidamente de un cáncer, que le causó fuertes sufrimientos en los postreros meses de su vida. El presidente Recalde vino a Quito en los momentos en que más necesidad tenía esta ciudad de la presencia de un magistrado íntegro, que hiciera respetar la vilipendiada autoridad del Obispo y mantuviera el orden en la alborotada población. El ilustrísimo señor Ribera le salió al encuentro hasta Chimbo, y procuró informarle de la comprometida situación en que se encontraba, odiado por los religiosos y mirado con desvío por gran parte del pueblo; el Presidente prestó apoyo al Prelado, pero éste no logró ver restablecida la calma en su ciudad episcopal, porque, como lo hemos referido ya, descendió al sepulcro casi repentinamente el año de 1612, y seis meses después falleció el Presidente.

El 7 de marzo de 1610 había muerto en Quito el licenciado don Cristóbal Ferrer de Ayala; así es que, a la muerte del presidente Recalde, se hizo cargo del gobierno el doctor don Matías de Peralta, como oidor más antiguo, y a quien de derecho le tocaba presidir en el tribunal. En aquellos días no había más que dos ministros, que eran el licenciado Diego de Zorrilla y el ya expresado doctor don Matías de Peralta. El Fiscal era el mismo don Sancho de Mújica.

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El licenciado don Diego de Armenteros y Henao había sido trasladado, un año antes, a la Audiencia de Charcas. Estas provincias volvieron, pues, a ser regidas por gobiernos interinos y provisionales: en lo eclesiástico, por vicarios capitulares dependientes del Cabildo; y en lo secular, por los oidores, que hacían de presidentes según la mayor antigüedad de sus nombramientos.

En el breve tiempo de su gobierno, el presidente Recalde procuró que continuara la obra del camino de Ibarra a Esmeraldas; se trasladó personalmente a Otavalo y cooperó al trabajo en que estaba empeñado el corregidor Durango Delgadillo; el puerto, en la desembocadura del río Santiago, comenzó a prosperar, y los comerciantes de Quito hicieron sus viajes a Panamá por el nuevo camino, dejando el de Guayaquil. Sin embargo, durante el gobierno interino de la Audiencia, la obra encontró poderosas contradicciones y, al fin, fue desatendida y abandonada casi por completo.

El sucesor de Fernández de Recalde y octavo presidente de Quito fue el doctor don Antonio de Morga, que gobernó por el espacio de veinte años. Su período ha sido el más largo de todos, pues ninguno de los presidentes de la colonia conservó por tantos años el gobierno en estas provincias.

El doctor don Antonio de Morga era español, hombre de letras e historiador. Estudió en la Universidad de Osuna y, antes de venir a Quito, desempeñó varios y muy importantes destinos, así en España como en América: fue alcalde entregador de la mesta y auditor general   -66-   de las galeras de España; en 1593 obtuvo el nombramiento de Teniente General de Filipinas con el encargo de restablecer la Audiencia de Manila, en la cual fue oidor algunos años; en 1604 se le promovió a la plaza de alcalde del crimen en la Audiencia de Méjico; sirvió los empleos de auditor y asesor de los virreyes en las materias de guerra, y de consultor del Santo Oficio; el Real Consejo de Indias le confió la visita y cuenta de propios de la ciudad de Méjico, y el Consejo de Castilla, la visita y administración del estado del marqués del Valle, y finalmente, en premio de sus servicios, se le ascendió a la presidencia de Quito. El ocho de septiembre de 1615 arribó a Guayaquil, escapándose de caer en manos de los corsarios holandeses, cerca de la isla de Santa Clara; el 29 entró en Quito y el 30 tomó posesión de la presidencia15.

Nueve meses antes, el 6 de enero de 1615, había llegado ya a esta ciudad el ilustrísimo señor doctor don Fernando Arias de Ugarte, sucesor del señor Ribera y sexto obispo de Quito. El señor Arias de Ugarte fue uno de los prelados más célebres que hubo en América durante la dominación española; hombres de la talla de este gran obispo son raros, y sólo aparecen de cuando en cuando en la serie de los tiempos.

Bogotá, la antigua Santa Fe del Nuevo Reino de Granada, tiene la honra de haber sido cuna del señor Arias de Ugarte; sus padres fueron Hernando Arias y Juana Pérez de Ugarte; aquél   -67-   natural de Cáceres en Extremadura; y ésta descendiente de una noble familia de Vizcaya.

Nació el 9 de septiembre de 1561, y fue su padrino de Bautismo el licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada, conquistador de Cundinamarca y fundador de Bogotá. Sus primeros estudios los hizo en su misma patria; después pasó a España y cursó Derecho Civil y Canónico en la Universidad de Salamanca; graduose de Doctor en Jurisprudencia en Lérida y obtuvo cargos importantes en la Corte. Nombrado oidor de Panamá, regresó a América, y no tardó en ser elevado a los más altos destinos de la magistratura: de la Audiencia de Panamá fue trasladado a la de Charcas, y de ésta ascendió a la de Lima. Tuvo varios empleos civiles de consideración como los de corregidor de Potosí, visitador del tribunal de la Cruzada e inspector de Huancavelica. Estando de oidor en la Audiencia de Lima, abrazó el estado eclesiástico y se ordenó de sacerdote; como siete años después, fue presentado para el obispado de Quito y recibió la consagración episcopal en Lima de manos del arzobispo don Bartolomé Lobo Guerrero. Muy poco tiempo gobernó la diócesis de Quito, pues, cuando estaba principiando a practicar la visita pastoral, fue promovido al arzobispado de Bogotá, de donde pasó al de Charcas y finalmente al de Lima, en el cual acabó ejemplarmente su vida el año de 163816.

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Los oidores y el Presidente guardaron la mejor armonía con el obispo Arias de Ugarte; por lo cual, durante su gobierno hubo paz y tranquilidad; era bien conocida la firmeza de su carácter, y sus precedentes inspiraban no sólo respeto, sino hasta temor; pues, todavía en el Obispo veían todos al antiguo oidor, al juez, al ministro inquebrantable. Encontró este obispo al clero de Quito muy dividido; los miembros del Cabildo no guardaban concordia y los disgustos eran frecuentes entre los capitulares.

En tiempo del señor obispo Ribera, el Cabildo eclesiástico de Quito estaba casi extinguido, porque había sólo cinco canónigos; el deán don Francisco Galavís falleció el 14 de diciembre de   -69-   1610; así es que cuando llegó el obispo Arias de Ugarte, ya en el coro estaban apenas cuatro canónigos, y entre tan pocos no había armonía. El Arcediano y el Tesorero eran rivales, y sus competencias con motivo de la sede vacante los habían dividido aún más; el Obispo alcanzó del Rey que el tesorero don Jorge Ramírez de Arellano fuera trasladado a la Catedral de Trujillo, que acababa de ser erigida, con lo cual la buena armonía reinó de nuevo entre los canónigos.

El arcediano era don Gaspar Centurión Espínola, eclesiástico docto y de prendas recomendables: el maestrescuela era don Juan de Villa. El primero, a quien dio la institución canónica el señor Arias de Ugarte, fue el célebre don Miguel Sánchez Solmirón, presentado para una canonjía de merced.

Al principiar su gobierno el señor Arias de Ugarte, se hizo la erección del obispado de Trujillo, con una gran parte que se desmembró del arzobispado de Lima, y con las últimas provincias meridionales que se segregaron de la diócesis de Quito; de este modo, parte del territorio de Piura y toda la provincia llamada Jaén de Bracamoros pasaron a constituir la nueva diócesis; y con la separación de esos territorios todavía le quedó al obispado de Quito una inmensa extensión desde Pasto hasta Loja. A la muerte del obispo Ribera, la diócesis de Quito tenía más de seiscientas leguas de extensión, lo cual hacía casi de todo punto imposible el buen gobierno y administración de ella. La erección de un nuevo obispado en Trujillo había sido indicada por el primer arzobispo de Lima; después Santo Toribio   -70-   la pidió con instancia, hasta que fue resuelta por el rey de España de acuerdo con la Santa Sede, y se cometió al virrey marqués de Montesclaros, al arzobispo de Lima don Bartolomé Lobo Guerrero y al nuevo obispo de Quito don Fernando Arias de Ugarte, el encargo de hacer la circunscripción de la nueva diócesis y señalarle sus límites. Los tres comisionados de mutuo acuerdo dieron cumplimiento en Lima a la comisión que se les había confiado, y la nueva diócesis quedó arreglada. Este arreglo se hizo el 24 de marzo de 161417.




II

En agosto de 1615 se tuvo en Quito noticia de la entrada de corsarios holandeses en el Pacífico y del fracaso de la Armada Real, al frente del puerto de Cañete; reuniéronse el Obispo, los oidores y los principales vecinos de la ciudad para tratar de la manera de defender Guayaquil, y hubo tanto entusiasmo que, en dos días, estuvieron alistados en Quito doscientos hombres, y en las otras provincias con facilidad se reunieron cuatrocientos; se fabricó pólvora y se colectaron víveres y dinero. Los seiscientos hombres bajaron a guarnecer la ciudad de Guayaquil, y la abundancia de pólvora y de provisiones de boca fue tanta que sobró hasta para auxiliar a la Armada Real. Los corsarios apresaron una balsa de indios que iba a Paita, y por ellos supieron   -71-   que Guayaquil estaba bien fortificado; por lo cual, virando el rumbo, salieron mar afuera con dirección al archipiélago de las Filipinas. Ésta fue la primera expedición de los corsarios holandeses al Océano Pacífico, en donde penetraron por el estrecho de Magallanes, bajo el mando y la dirección del almirante Jorge Spilberg18.

La vacante del obispado de Quito con motivo de la traslación del señor Arias de Ugarte a la sede metropolitana de Bogotá, fue provista en un religioso dominicano, el padre maestro fray Alonso de Santillán, nativo de la ciudad de Sevilla. El ilustrísimo señor don fray Alonso de Santillán, séptimo obispo de Quito, pertenecía a una familia distinguida y había renunciado un mayorazgo para hacerse religioso; sus padres fueron don Alonso de Santillán y doña Luisa Fajardo, señalados ambos en virtud y nobleza; tomó el hábito   -72-   el año de 1580, y fue prior de los conventos de Alcaraz y de Marchena, rector del colegio del Rosario en la villa de Almagro y finalmente provincial de Andalucía. Su elección para el obispado de Quito se verificó el 21 de noviembre de 1615; ya consagrado, tomó posesión de la diócesis por medio del padre fray Francisco Ponce de León, mercenario, a quien dio sus poderes al efecto. A mediados de 1617 estaba ya en esta ciudad.

Desembarcó en Esmeraldas, en el puerto recientemente formado en la desembocadura del río Santiago, y por el camino nuevo salió a Ibarra, de donde vino a Quito19.

Era don fray Alonso de Santillán muy entendido en ciencias eclesiásticas, de claro y nada vulgar ingenio, y de una índole tan mansa y tan suave que su humildad, pasando los términos de virtud, rayaba en apocamiento. Muy amigo de la paz; pero tímido, débil y demasiado condescendiente;   -73-   así es que durante su gobierno no hubo discordias con la Audiencia; mas la armonía no nació del mutuo acuerdo de las dos autoridades en la órbita respectiva de cada una, sino de la más completa subordinación del Obispo a la voluntad y hasta a los caprichos del presidente Morga.

La pusilanimidad del Obispo causó grave daño al Presidente; pues, don Antonio de Morga, hombre astuto y sagaz, no tardó en conocer el carácter del Prelado y se le impuso, lo dominó, lo tuvo avasallado y le obligó a cometer faltas inexcusables. Había publicado el papa Clemente octavo el Ceremonial romano; y por una bula especial, expedida al efecto, había mandado observarlo en todas las iglesias del orbe católico sujetas al rito romano. Las iglesias de España hicieron presente a la Silla Apostólica que lo que disponía el Ceremonial, acerca de muchos puntos, era diverso de lo que, desde la más remota antigüedad, se había solido practicar en las catedrales de la Península; y la Sagrada Congregación de Ritos, examinado el asunto, resolvió que el Ceremonial se había publicado para extirpar abusos donde los hubiera, y no para destruir las costumbres laudables de iglesias tan antiguas como las de España. Como las catedrales de la América española se habían erigido según las prácticas, usos y costumbres de la patriarcal y metropolitana de Sevilla, surgió la duda de que en ellas no obligaba el Ceremonial romano en todos sus puntos. Respecto de la Catedral de Quito, nada se había resuelto todavía cuando llegó el señor Santillán; su antecesor, el obispo   -74-   Arias de Ugarte había celebrado muchas sesiones capitulares para estudiar con los canónigos el asunto, y determinar cuáles eran costumbres legítimas que habían de conservarse y cuáles meros abusos que convenía extirpar; pero, antes que se estableciera nada definitivamente acerca de un punto tan importante, el Prelado fue ascendido al arzobispado de Bogotá. La cuestión estaba, pues, sin resolverse cuando el nuevo obispo llegó a esta ciudad20.

De esa circunstancia abusó el presidente Morga para disponer, a su antojo, la manera cómo habían de cumplirse las ceremonias sagradas en los oficios y funciones religiosas de la Catedral. Se acostumbraba que el Sacristán mayor diera la paz al Presidente, cuando el tribunal de la Audiencia asistía oficialmente a la iglesia; y el doctor Morga dispuso que a él se la había de   -75-   dar el Diácono, al mismo tiempo que el Subdiácono la daba al Obispo; esta orden se cumplió puntualmente en la Catedral. En las procesiones en que el Obispo oficiaba de pontifical, Morga determinó que no le tocaba al Prelado el presidir en ellas, sino al presidente de la Audiencia, y le señaló su puesto al Obispo, mandándole ponerse tras el Deán en la fila del lado derecho; el ilustrísimo señor Santillán, callado, sin hacer ni el menor reparo, se colocó donde se le había mandado y, con su mitra y báculo, vestido de pontifical, cedió en la iglesia, y en medio de las funciones sagradas, su puesto al Presidente; así es que éste cerraba las procesiones el Domingo de Ramos y el dos de febrero en la fiesta de la Candelaria. El doctor Morga era ya viejo; su cabello y su barba habían emblanquecido por la edad; su talante tampoco era gallardo; con todo, dominado de presunción mujeril, aquellos días se teñía cabeza y barba, ocultando las canas con afeites, y daba la vuelta presidiendo en la procesión, muy satisfecho, con aire de joven elegante.

El Obispo sentía remordimientos de conciencia de lo que hacía; claramente comprendía que su conducta era contraria al decoro y dignidad de un prelado, y no se le ocultaba cuán envilecido aparecía a los ojos de su pueblo; sin embargo, vencido por su timidez, continuaba obedeciendo servilmente cuanto disponía el Presidente. Semejante conducta insolentó a algunos canónigos, quienes amargaron el ánimo del Obispo, contradiciéndole y desobedeciéndole en el altar, con pretexto de que el Ceremonial romano aún no había sido autorizado por el Real Consejo de Indias.

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Tan tímido era el Obispo y tan humillado lo tenía el Presidente que un día, porque se descuidó de hacerle desde el altar una de las inclinaciones de cabeza y saludos reverenciales que le había prescrito, lo ultrajó públicamente mandando que el fiscal de la Audiencia le diera una reprensión; el cuitado señor Santillán la recibió en silencio, sin desplegar sus labios. Como único remedio para tantos males se limitó, al fin, a escribir al Rey una carta suplicatoria, en la cual se expresaba de este modo, tan poco digno de un obispo: Con justísimas razones, debió su Consejo de Indias de Vuestra Majestad suspender el Ceremonial romano, suplicando de él á Su Santidad. Suplico humildemente á Vuestra Majestad me mande cómo me tengo de portar en lo que es meras ceremonias, así en Misas pontificales, como cuando hago Órdenes y en otras cosas de esta suerte; porque, como los Prebendados saben no estar pasado el Ceremonial por su Consejo de Indias de Vuestra Majestad, cada cual hace lo que le parece, y yo no tengo boca para hablar.

Dando cuenta de su manera de guardar armonía con el Presidente, y de cómo cumplía todo cuanto el doctor Morga le había mandado respecto de ceremonias sagradas, añade: Yo lo he hecho y hago hasta saber lo que Vuestra Majestad me manda, pues á esto vine á estas partes tan remotas, á obedecer á Vuestra Majestad y á sus ministros, aunque parece cede en algún deshonor de la dignidad episcopal. [...] Todo lo llevo en paciencia, por evitar alteraciones21.

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Gran virtud es la humildad y muy indispensable en un obispo; pero jamás podrá calificarse de discreta la humildad que, de temor de las iras humanas, se abaja tanto que deja envilecida hasta a sus propios ojos la dignidad episcopal. Nuestro obispo, el ilustrísimo señor don fray Alonso de Santillán sabía muy bien, sin duda ninguna, que el único legislador en materias litúrgicas es el Papa y, no obstante, sus consultas al Rey son muy impropias de un obispo católico; ¿quién no las censurará?... Al leerlas se creerían consultas de un protestante o de un griego cismático a su soberano, en quien aquellos sectarios reconocen al jefe de su religión.

Pero el obispo Santillán poseía otras virtudes muy propias de un prelado: era compasivo para con los pobres y muy desinteresado. Salió a la visita de su diócesis, sin fausto, con modestia; su cortejo y comitiva se limitó a su secretario y a dos criados, que viajaban a costa del Obispo para no ser gravosos a los párrocos. Sufría con paciencia las incomodidades del viaje, tanto más penosas para el Obispo cuanto su salud era delicada; por esto falleció a los cincuenta y nueve años de edad en esta misma ciudad de Quito, en la noche del jueves 13 de octubre de 162222.

Gobernando este prelado, se refiere que   -78-   aconteció en Quito un caso notable. Llevaban preso a un pobre hombre, el cual pasando por delante de la Catedral, como viese abierta la puerta de la iglesia, se entró de corrida en ella y se acogió a sagrado diciendo: «¡Esta casa es la casa de mi padre!». Había cerca de la puerta un altar dedicado a la Santísima Virgen, donde se veneraba un cuadro de Nuestra Señora de la Antigua; amparose allí el hombre, pero en vano; porque el Oidor, que lo había mandado poner preso, dio órdenes terminantes para que lo extrajeran de la iglesia, y así se cumplió, aunque el triste se agarraba de la mesa del altar, y teniéndola asida con entrambas manos, se esforzaba por defenderse contra los alguaciles y demás ministros de justicia, que, al fin, lo arrancaron del altar, lo sacaron de la Catedral y dieron con él en la cárcel. El mismo Oidor en persona separó al hombre del altar de la Virgen, sin hacer caso de las censuras y excomuniones, con que el Obispo, a pesar de su natural timidez, defendía la inmunidad del templo, tan escandalosamente violada. El preso, viéndose sacar de la iglesia, había dicho: «Esta injuria no es a mí, sino a la Madre de Dios a quien se la irrogan; ¡¡Ella la vengará!!».

Un religioso dominicano, cuyo nombre era fray Domingo Valdez, predicando poco después en presencia del Oidor, le enrostró a éste su desacato sacrílego, le afeó su conducta y, lleno de celo, pronunció contra él una imprecación terrible, la cual tuvo su cumplimiento, porque el Oidor pereció al cabo de algún tiempo víctima de una dolorosa enfermedad. Castigado con este aviso providencial, el Oidor, antes de morir, hizo   -79-   poner en libertad al preso, y procuró remediar el escándalo que había causado23.

En tiempo del obispo Santillán, según se lamenta él mismo en una comunicación dirigida al Rey, en Quito no se solía hacer ya caso de las excomuniones ni de las censuras de la Iglesia; antes se las despreciaba, cosa que al Obispo le causaba profunda aflicción. Los excomulgados solicitaban la absolución, pero siempre en mucho secreto; el Obispo deseaba que se estableciera el dar la absolución en público y con todas las solemnidades rituales del caso, a fin de inspirar un terror saludable que retrajera a los fieles de incurrir tan fácilmente en esas penas espirituales, que no se temen, porque el daño que ellas causan no hiere los sentidos; pero al manso del señor Santillán no le fue posible poner en práctica sus deseos, y murió con el dolor de ver menospreciadas las censuras de la Iglesia.




III

Hablemos ya del estado material en que, por entonces, se encontraba esta ciudad; demos   -80-   cuenta de las nuevas fundaciones que en ella se habían hecho, y de otras que se intentaron hacer, pero que no se llevaron a cabo; y refiramos los sucesos más notables que en aquellos años acontecieron.

Casi al mismo tiempo que se fundaba el monasterio de San Diego, se hacía también la fundación de un nuevo convento de dominicanos, el cual recibió el nombre de la Recoleta, porque los frailes que se retiraron a vivir en él tenían el propósito de guardar, con cuanta perfección les fuera posible, las reglas y constituciones de su orden. El fundador fue el padre fray Pedro Bedón, nativo de esta ciudad, y nieto, por parte de madre, del capitán Gonzalo Díaz de Pineda, uno de los más famosos conquistadores de estas provincias; su padre fue Pedro Bedón, español, y su madre Juana Díaz de Pineda. Vistió el hábito de Santo Domingo en el convento de Quito; hecha su profesión, fue enviado por sus superiores a Lima, donde continuó sus estudios y enseñó Filosofía. Ordenado de sacerdote, regresó a Quito; y aquí, durante quince años, fue profesor de Teología. También tuvo a su cargo por algún tiempo la enseñanza de la lengua del Inca.

El año de 1592, con motivo del dictamen que dio acerca de la revolución de las alcabalas, fue desterrado de esta provincia a la del Nuevo Reino de Granada, y residió como cuatro años en Bogotá y en Tunja.

El padre Bedón era muy íntegro, de costumbres austeras y de exterior edificante; andaba siempre lleno de modestia, con la capilla calada y los ojos bajos, por lo cual, su autoridad   -81-   para con el pueblo era inmensa. Jamás había enseñado que no tuviesen los reyes de España derecho para imponer la contribución de las alcabalas ni que éstas fuesen injustas; pero había sostenido con franqueza que también los súbditos tenían derecho de reclamar y de ser oídos por los soberanos cuando pedían cosas justas; así es que en Bogotá trabajó para que el Ayuntamiento de aquella ciudad no opusiera resistencia a la imposición de las alcabalas, y redactó por escrito una disertación acerca de la justicia con que los reyes podían imponerlas y cobrarlas en América. Este manifiesto del padre Bedón sirvió grandemente para reducir a la obediencia a los miembros del Ayuntamiento, con lo cual el cobro de las alcabalas se estableció en Bogotá sin tropiezo ni dificultad alguna.

En 1598 fue elegido provincial, pero renunció el cargo. Estaba entonces en Quito un visitador de los dominicanos; llegó el tiempo de hacer la elección de provincial y propuso tres religiosos como candidatos; mas los vocales no eligieron a ninguno de los tres propuestos, sino al padre Bedón; repitiose dos veces la elección, y otras tantas salió elegido el mismo Padre. Como la insistencia de los electores podía ocasionar alteraciones en la comunidad, el padre Bedón les rogó y suplicó que le admitieran la renuncia que hacía del derecho que pudiera tener al gobierno; y tantas fueron sus instancias que la renuncia, al fin, le fue aceptada.

El año de 1600 fundó la Recoleta, con el propósito de predicar (como el Padre decía) más con el ejemplo de la austeridad de la vida que   -82-   con la palabra; eligiose un sitio apartado del centro de la población, en una planicie sobre la hoya del Machángara, y se dio principio a la obra con las limosnas de los fieles. Como las constituciones de los dominicanos prescriben la abstinencia perpetua de carnes, los frailes de la Recoleta abrieron cerca del río, en una cañada estrecha que está junto al puente, un estanque y allí establecieron un vivero, donde criaban un bagrecillo pequeño, del cual se proveían en su refectorio24.

Tanto la Recoleta de Quito como el convento de Ibarra fueron dedicados a la Santísima Virgen, en su advocación de Nuestra Señora de la Peña de Francia, por la devoción que el fundador profesaba a la célebre imagen, venerada en España con ese nombre. Y si hemos de dar crédito a las tradiciones piadosas de nuestros mayores, el convento de Ibarra se edificó en un sitio designado, al parecer, por la Providencia de una manera extraordinaria. En efecto, se refiere que el padre Bedón mandó labrar en madera una imagen de la Santísima Virgen, deseoso de levantar un templo donde darle culto, para fomentar   -83-   entre los fieles la devoción del Rosario con este objeto, pasó al pueblo de Caranqui, en cuya jurisdicción existían todavía algunas tribus de indios idólatras, y buscó lugar a propósito para construir la iglesia; mas no pudo dar principio a la obra, porque entre las gentes de la tierra había diversidad de pareceres respecto a la elección del sitio. Estando así discordes, sucedió que en la madrugada del 7 de setiembre, víspera de la Natividad de la Virgen, tres individuos, un español y dos indios, yendo de camino, atravesaran la llanura, donde después se fundó la villa de Ibarra; de repente inundose el aire en claridad y se dejó ver un bulto, semejante a una imagen de la Virgen, cuyo rostro despedía un resplandor de luz tan vivo que, disipando las tinieblas en que estaban todavía envueltos los campos, alumbraba todo el valle a la redonda; la claridad, dando de súbito en ciertas majadas de pastores, puso en agitación los ganados; despertáronse los que los cuidaban y alcanzaron a gozar, por un instante, de la hermosa luz que brillaba en los aires. Desapareciendo la visión, tornaron a reinar las sombras del crepúsculo, precursor de la mañana. Este hecho hizo preferir para fundar el convento y edificar la iglesia, el punto sobre el cual el español y los indios habían visto la figura de la Virgen. El padre Bedón puso allí su querida imagen del Rosario y dio principio a la construcción del convento, el cual fue el tercero que este buen fraile fundó en tierra ecuatoriana: el primero fue el de la antigua Riobamba; el segundo, la Recoleta de Quito, y el tercero, el de la villa de Ibarra.

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Distinguiose el padre Bedón por su fervor en propagar la devoción del Rosario y por su piedad para con la Santísima Virgen, de cuyas manos se asegura que recibió desde muy tierno singulares beneficios. Era no sólo docto en ciencias eclesiásticas, sino también hábil en la pintura, y solía ocuparse en pintar cuadros de asuntos sagrados; su estilo y su manera revelan que aun en la ejecución de sus cuadros estaba dirigido el Padre por un propósito místico, pues sus pinturas inspiraban siempre devoción a los que las veían. Falleció el venerable padre fray Pedro Bedón en Quito el 27 de febrero de 1621, cuando estaba ejerciendo el cargo de provincial de la provincia dominicana; sus funerales fueron honrados por el concurso del pueblo, que acudió a venerar los restos mortales del que había sido considerado siempre como varón ejemplar25.

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Por aquel tiempo (1600-1620), todavía las calles de la ciudad no estaban empedradas; en las hondas quebradas, que la atraviesan de occidente a oriente, no había puentes, y para pasar de una parte a otra era indispensable descender hasta el fondo para volver a subir; así es que en las fuertes lluvias, que aquí son tan frecuentes, los barrios quedaban incomunicados y muchos se ahogaban todos los años. Por esto, resolvió el Cabildo empedrar las calles el año de 1603, y dictó sus ordenanzas al efecto. En 1610 se cubrieron las quebradas, empresa ardua, porque en más de dos puntos fue necesario romper socavones y desviar el curso del agua. La primera que se cubrió fue la que pasa por junto a la Catedral, merced al empeño que puso en dar cima a la obra el obispo Solís, al cual se le debe, por lo mismo, la compostura de una de las más hermosas calles que hoy tiene la ciudad. En el empedrado de las calles trabajó don Diego de Portugal; y en la obra de cubrir las quebradas, don Sancho Díaz   -86-   Zurbano, cuando cada uno en su época respectiva ejerció el cargo de corregidor de Quito: el primero vino al Perú traído por su pariente el virrey, conde del Villar Don Pardo; el segundo era criollo, hijo de un muy noble vecino de Charcas, que se distinguió en la guerra contra los indios chiriguanas.

El aspecto que presentaba entonces Quito era curioso; sus magníficos templos, sus grandiosos conventos estaban construyéndose y, por todas partes, se veían edificios que se levantaban con afán; pues, a proporción de los recursos pecuniarios de cada comunidad, así adelantaban las obras. Entonces rodó también por las calles de esta ciudad el primer coche, el cual fue traído por el presidente Morga, y lo arrastraba un hermoso par de mulas bayas.

El palacio de la Audiencia o las Casas Reales, como se decía en esos tiempos, no estaban en la plaza principal de la ciudad, sino dos cuadras hacia el norte, en la manzana situada entre la esquina setentrional del convento de la Merced y el edificio principal de los hermanos de las Escuelas Cristianas; tenían delante una plaza pequeña y ocupaban casi toda el área de la manzana o cuadrado actual.

Con motivo de la revolución de las alcabalas se determinó trasladar las Casas Reales a la plaza principal, y con ese objeto se compraron a los particulares que las poseían todas las casas situadas en el lado occidental de la plaza; y en ellas se dispuso el palacio de la Audiencia. El nuevo edificio estuvo concluido en tiempo del presidente Fernández de Recalde, y la inauguración del   -87-   tribunal se hizo con ceremonias tan curiosas que no podemos menos de referirlas en nuestra Historia. Debía trasladarse a las Casas nuevas el sello real, y los quiteños se propusieron dar a aquel acto la mayor solemnidad posible; el sello era en sí mismo un objeto material, que hacía parte del menaje del tribunal, pero podía, entre todas las demás prendas de la Audiencia, considerarse como la más noble, la más excelente, la que representaba la persona misma del soberano. Por estas consideraciones, el sello debía ser trasladado con el aparato que correspondía a las entradas o recepciones del monarca; organizose, pues, una procesión con gran pompa y aparato.

Todos los miembros del Ayuntamiento se juntaron en la casa del Cabildo, donde se vistieron con las ropas de uniforme que habían preparado, y en orden salieron dirigiéndose a las Casas Reales viejas; uno de los porteros llevaba en una fuente de plata una cinta de seda; otro, asimismo en fuente de plata un paño de terciopelo de seda carmesí; y el tercero, un cofre también de plata; precedía a éstos el que conducía el caballo en que había de trasladarse el sello real; todos cuatro porteros estaban uniformados con ropones de librea, hechos de raso de seda morado.

El sello real fue entregado por el Canciller al Corregidor, quien lo encerró en el cofre de plata para acomodarlo sobre la silla del caballo; asegurado el cofre y reatado con la cinta, se tendió encima el paño de terciopelo, y de esta manera, como si realmente fuera la misma persona del soberano, hechas al sello profundas reverencias y genuflexiones, comenzó a desfilar la procesión.

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El sello real iba sobre un caballo castaño oscuro, ricamente enjaezado; el animal caminaba debajo de palio y le llevaba de la brida el alguacil mayor; las varillas del palio eran sostenidas por los regidores de la ciudad, vestidos de ropas talares de damasco de seda carmesí, con gorras de la misma tela; los oidores con togas caminaban detrás, con paso grave y mesurado; una tropa como de setenta vecinos principales armados de arcabuces iba escoltando el sello y, de cuando en cuando, hacían salvas al aire para mayor solemnidad.

La procesión caminaba lentamente, así es que tardó mucho tiempo en bajar a la plaza y entrar en las Casas Reales nuevas. Sin embargo, una tan aparatosa reverencia al sello real estaba muy lejos de inspirar amor al soberano; los criollos la miraron como exagerada por parte de los miembros del Ayuntamiento. Esta traslación solemne del sello real se verificó el 3 de junio de 161226.

A nadie le era lícito en América usar las insignias reservadas exclusivamente a la majestad real; y aun a los obispos y arzobispos les estaba terminantemente vedado hacer sus entradas a las ciudades bajo de palio; pues los únicos a quienes se podía tributar ese homenaje eran los virreyes, como representantes inmediatos de la persona del monarca.

El año de 1603 se celebraron en Quito, por   -89-   orden del rey don Felipe tercero, fiestas suntuosas por la canonización de San Raymundo de Pennafort; pues, como el nuevo santo era español, quiso el Monarca que en todos sus vastos dominios de las Indias Occidentales se festejara la canonización como un fausto acontecimiento. Las fiestas principiaron un sábado, 25 de julio, y se prolongaron por casi quince días; el primer día hubo una gran procesión, en la cual la imagen del santo fue trasladada de la iglesia de la Merced a la de Santo Domingo; en la esquina de la Concepción, en la de la Compañía y en la entrada de la plazuela de Santo Domingo se levantaron altares para las paradas de la procesión; delante del altar de la Concepción aguardaba el Cabildo eclesiástico con el Obispo, quien predicó en aquel lugar; por desgracia, un fuerte aguacero interrumpió la procesión, cuando apenas tocaba en la iglesia de los jesuitas. En los días siguientes celebraron la fiesta el Cabildo eclesiástico, los dominicanos, los franciscanos, los agustinos, los mercenarios y los jesuitas, cada cual en su propia iglesia; los mercenarios celebraron dos días, porque el santo había tenido gran parte en la fundación del Orden de la Merced.

El Ayuntamiento celebró su día en el templo de Santo Domingo, y hubo fiesta religiosa y funciones profanas; la festividad de iglesia terminó con procesión, en la cual en carros alegóricos se expusieron la Ley natural, la Ley escrita, la Ley evangélica y el Cielo. En el carro de la Ley natural aparecía el Paraíso terrenal con entrambos árboles: el de la vida y el de la ciencia   -90-   del bien y del mal; a la sombra de aquél yacía dormido Adán; la serpiente, enroscada en éste, conversaba con Eva; dos niños vivos representaban a Abel y a Henoc. En el carro de la Ley escrita, cuya decoración era toda de verde, iba Moisés con los profetas; el carro de la Ley evangélica llevaba en un trono al Redentor, delante de quien estaban arrodilladas dos figuras, que simbolizaban la Esperanza y la Caridad; un grupo de niños vivos figuraba los coros de los ángeles en el último carro, donde en lo alto descollaba la imagen del Padre Eterno; y, como hundidas y aplastadas por la gloria, asomaban figuras grotescas que representaban a los demonios, tristes y desesperados.

Según la costumbre de nuestros mayores, hubo festejos públicos de juegos de cañas, corridas de toros y luminarias; el último día se repartieron colaciones a las damas a nombre del Ayuntamiento; y los caballeros rompieron lanzas a honra del patriarca Santo Domingo, y se figuró un combate entre turcos y cristianos.

Diez años después, en 1613, se celebraron en Quito solemnísimas exequias por la reina doña Margarita de Austria, esposa de Felipe tercero; además de los oficios en la iglesia, el Ayuntamiento invitó a un certamen poético a todos los literatos de la colonia, señalando diez temas y ofreciendo premios de primera y de segunda, clase para cada tema. Los premios eran joyas de oro y de plata, telas de seda y guantes de ámbar; los versos debían ser unos en latín y otros en castellano. El mismo Ayuntamiento nombró la junta que había de examinar las piezas y discernir   -91-   los premios; los designados fueron un oidor, el Fiscal y un canónigo.

Varias composiciones poéticas se presentaron; pero sólo dos alcanzaron premio; una en dísticos latinos, y otra en versos castellanos, aunque, en rigor, ninguna de las dos tenía mérito ninguno27.

La narración histórica sería muy monótona y carecería de importancia moral, si contáramos una por una todas las fiestas que los quiteños celebraban, ya con motivo del nacimiento de un príncipe, ya con ocasión del matrimonio de un soberano   -92-   o de cualquiera otro suceso, por el cual se acostumbraba hacer regocijos y festejos oficiosos, en todos los cuales no habían de faltar las populares corridas de toros, diversión que aún ahora conmueve y exalta hasta el delirio a nuestros compatriotas.

Hallábase la ciudad de Quito el año de 1623, en el mes de enero, alegremente agitada; familias enteras se habían trasladado acá con tiempo,   -93-   porque los jesuitas iban a celebrar la fiesta de la canonización de San Ignacio de Loyola, su fundador, y, para ello, se habían estado preparando con medio año de anticipación. En la iglesia hubo novenarios suntuosos, misas solemnes y panegíricos; las fiestas profanas se hicieron con corridas de toros, juegos de cañas, coloquios y representaciones teatrales. El presidente Morga asistió puntualmente a todas las funciones religiosas;   -94-   pero, cuando llegó el día de dar principio a los festejos profanos, se excusó de concurrir a ellos, alegando que la Audiencia debía guardar duelo, porque habían asomado corsarios en el mar del Norte, y porque los galeones de Su Majestad habían sufrido un fracaso al salir de La Habana; además, añadió: «El despacho de los negocios ha estado abandonado muchos días, con motivo de la concurrencia de los ministros del Tribunal a las fiestas, y es necesario trabajar...». Desabridos quedaron los jesuitas con una excusa tan inesperada y sobre todo tan intempestiva; pues el Presidente la dio muy a secas, cuando el padre Ludeña, ministro del Colegio, fue a palacio para hacer llevar en persona los sillones de los Ministros y del Presidente a la función.

Todo el gusto de las fiestas se aguó; y, considerándose desairados los jesuitas, dijeron que, puesto que el Presidente no asistía, era mejor que no hubiera nada; pero Morga no cedió; las fiestas pasaron sin su asistencia; llegó el día en que debía correrse la sortija, y Morga mandó que la función no se hiciera en la plaza, sino en la calle de la Compañía, porque el ruido les perturbaba a los del tribunal. Nunca se lo vio a don Antonio de Morga tan consagrado al despacho de los asuntos públicos como en esos días; pero tanta laboriosidad no era amor al cumplimiento del deber, sino represalias de la vanidad ofendida; Morga supo que otras personas habían sido invitadas primero que él, y de ello el puntilloso Presidente se dio por injuriado, y no concurrió a los festejos. Mas ya es tiempo de que hagamos relación de otros asuntos de veras trascendentales.



  -95-  
IV

En 1621 murió Felipe tercero y principió a reinar Felipe cuarto. En Quito se celebraron funerales pomposos por el Rey difunto, y fiestas por la proclamación del sucesor y heredero de la Corona.

Fray Juan Gana, provincial de Santo Domingo, a instancias del presidente Morga, pronunció la oración fúnebre ensalzando las heroicas virtudes del piadoso monarca; pero también en esta ocasión el abusivo doctor Morga afligió al bueno del obispo Santillán, pues ordenó que se predicara la oración fúnebre en presencia del Prelado, sin pedirle permiso y sin avisarle siquiera anticipadamente por mero comedimiento. No obstante, el orador, que así faltaba al respeto al Obispo, se desató en alabanzas exageradas a la piedad del difunto Rey; ¡¡tan contradictoria era y tan miserable la conducta de los regulares en aquella época!!28

Las colonias americanas no podían menos de recibir la influencia que sobre ellas ejercían los sucesos de la Península, y las relaciones de ésta con los demás países europeos. La Holanda, en   -96-   la guerra loablemente tenaz y vigorosa, que sostenía para alcanzar su emancipación e independencia, había pactado una tregua de doce años, los cuales expiraban precisamente al advenimiento de Felipe cuarto al trono de España; una política previsora habría aconsejado aceptar la marcha de los sucesos humanos, y reconocer la emancipación de un pueblo, sobre el cual ya no era posible continuar dominando; pero Felipe cuarto prefirió, en mala hora, comenzar de nuevo la guerra. Holanda había desarrollado su comercio y adquirido recursos, que empleó decididamente contra España; el príncipe Mauricio de Nassau determinó llevar la guerra a las colonias americanas y resolvió atacar al virreinato del Perú. Preparose, pues, una armada de once navíos al mando del almirante Jacobo L'Hermite y, en julio de 1624, estuvo ya apoderada de la isla de San Lorenzo frente al puerto del Callao; el intento de los holandeses era atacar los fuertes, vencer la guarnición, caer luego sobre Lima y entrar a saco la ciudad.

Estos planes quedaron burlados mediante la solicitud del virrey, marqués de Guadalcázar, quien levantó numerosos cuerpos de tropa y fortificó el Callao, y con la caballería hizo vigilar las costas para impedir un desembarco por algún otro puerto; los holandeses se contentaron, pues, con mantener durante nueve meses en bloqueo continuo el Callao, y en hacer excursiones hostiles contra algunas otras ciudades de la costa. Una de las que asaltaron fue Guayaquil.

En el mes de junio de 1624 estuvieron en la Puná; como en la ocasión pasada, también en ésta,   -97-   la noticia de la llegada de los corsarios la llevaron unos indios de la misma isla, que en una balsa iban a Paita y, divisando a lo lejos las velas holandesas, regresaron y dieron aviso a la ciudad. Los corsarios apresaron un buque mercante, llamado San Ambrosio, que viajaba de Guayaquil al Callao, robaron cuanto encontraron en el navío, reservaron una parte de la tripulación y a todos los demás viajeros y gente española, amarrándolos de dos en dos por la espalda, los arrojaron al agua; el mismo piloto del San Ambrosio se vio forzado a dirigir el rumbo de las naves de los corsarios hasta la Puná. En el puerto de la isla había anclados tres buques, a los cuales les prendieron fuego después de saqueados; también quemaron la iglesia del pueblo, despedazaron las imágenes y asesinaron cruelmente al Cura, que era un fraile mercenario ya viejo. El pobre fraile huyó y se escondió en un bosque; allí lo sorprendieron los corsarios, le partieron con un sable la cabeza y le dividieron el vientre, sacándole, todavía vivo, las entrañas...

El 20 de mayo se recibió en Guayaquil la noticia de la aproximación de los enemigos; en la ciudad apenas había doscientos hombres; pero, sin acobardarse, se prepararon a la defensa. Era corregidor don Diego de Portugal, y se condujo con mucha previsión; hizo que, inmediatamente, salieran de la ciudad todas las mujeres, los ancianos y los niños, y los repartió en los pueblos distantes, en las haciendas y aun en los bosques; mandó sacar cuanto objeto de valor había en las casas y almacenes, llevarlo lejos de la ciudad y esconderlo; en las cajas reales había doscientos   -98-   cincuenta mil pesos, que estaban listos para remitirlos a España, y cuidó de ponerlos en una lancha y asegurarlos, disponiendo que los llevaran aguas arriba a lo más retirado del río; ordenó después formar trincheras, que protegieran la ciudad, y aguardó el asalto de los piratas. Éstos, por medio de los indios y de los negros, a quienes con halagos ganaron a su devoción, supieron que el jueves, 6 de junio, era día de fiesta y, por lo mismo, el mejor para atacar la ciudad, porque todos los vecinos estarían descuidados celebrando la procesión del Corpus; pero se engañaron, porque el Corregidor era hombre discreto y sabía que se da mucha gloria a Dios cumpliendo con sus deberes, y se mantuvo a punto sobre las armas.

Los corsarios subieron con la creciente de la marea; traían dos lanchas con cañones en proa y cuatrocientos hombres; se acercaron a la ciudad; notaron tranquilidad y silencio, y creyendo a todos desprevenidos, saltaron en tierra, pero fueron recibidos con las descargas de las trincheras; no obstante, como el punto de los que desde ellas disparaban estaba muy alto, los tiros no les causaron daño; viendo a los enemigos cerca, huyeron los de las trincheras; mas, repuestos del primer impulso de miedo, regresaron, dieron cara a los piratas y se trabó en las calles un reñidísimo combate; los invasores incendian algunas casas, cunde el fuego con rapidez y, a poco, ellos mismos se ven envueltos en llamas; principiaba la vaciante y huyen precipitadamente: unos se echan a nado para ocupar las lanchas: otros, con el agua al pecho, no aciertan a nadar, y los   -99-   arrastra la marea; después de cortos instantes, las lanchas estaban tan repletas de gente que los piratas, temiendo irse a pique, cortaban con sus machetes las manos de los que, asiéndose del borde, forcejeaban por subir; entretanto, esos grupos apiñados de corsarios ofrecían un blanco seguro a las balas de los que, desde la orilla, no cesaban de hacerles fuego. El combate había durado casi tres horas; se contaban diez muertos y un prisionero entre los que defendían la ciudad, pero la parte principal de ella estaba en cenizas; el número de bajas en la tropa de los corsarios era mucho mayor, y se aseguraba que los muertos pasaban de cincuenta. Después se tomaron algunos prisioneros más, sorprendiendo a los que andaban por la sabana ocupados en recoger ganado.

La noticia de la presencia de los holandeses en la ría de Guayaquil llegó a Quito el 28 de mayo; al punto se alistaron como unos doscientos hombres, y se pusieron en camino para la costa; de Cuenca se mandaron como unos ciento y en la medio arruinada ciudad no se deponían las armas, porque los corsarios permanecían todavía en la Puná. El 25 de agosto subieron otra vez con fuerzas mayores; y el 26, a las siete de la mañana, asaltaron la ciudad; los que la defendían sostuvieron el primer empuje parapetados tras unas malas trincheras, pero luego cobraron brío; una bala había herido en el pecho a Gubernat, el jefe principal que caía muerto en la calle; desconciértanse los piratas, los defensores saltan las trincheras y se empeña en las calles un porfiado combate; muchos de los enemigos se encastillan   -100-   en cuatro casas de la orilla; los nuestros les prenden fuego y los holandeses huyen; se repiten en el río las mismas escenas que en la vez pasada; un barril de pólvora estalla en una lancha, y perecen miserablemente los que en ella se habían amontonado; otro jefe recibe una grave herida, y entre los corsarios reina por un momento el desorden.

Las fuerzas de los enemigos en esta ocasión ascendían a seiscientos hombres, once lanchas, diez y seis navíos y una galeota; las armas eran mosquetes; los muertos pasaron de cincuenta; hubo algunos prisioneros, y quedaron abandonadas muchas armas, dos lanchas y dos piezas de artillería; de los nuestros hubo cinco muertos y algunos heridos. Los holandeses bajaron a la Puná, y de allí se dirigieron otra vez al Callao, de donde tomaron su rumbo hacia el mar de la India29.

Guayaquil, a consecuencia de los dos incendios, quedó en un estado tal de ruina que casi desapareció por completo; apoderose el desaliento del ánimo de muchos vecinos ricos, y abandonaron la ciudad, yendo a establecerse en otros puntos; lo mismo hicieron varios comerciantes, de modo que en los escombros de la ciudad, durante   -101-   algún tiempo, no se contaba más que una familia, la de los Castros, a la cual, por consanguinidad o por afinidad, pertenecían todas las personas notables del lugar. En Quito se hizo una colecta de dinero, y se remitieron para auxiliar a los de Guayaquil unos veinte mil pesos, suma considerable atendido el estado de atraso y de pobreza a que habían retrocedido en pocos años estas provincias. Hacía poco a que se había colectado un donativo gracioso de algunos miles de pesos para el Rey; el comercio de lana y de tejidos ya no producía la misma utilidad que antes, pues abundaban las telas de Castilla y el contrabando introducía también géneros extranjeros en no poca cantidad. A estas causas se añadió además otra. La moneda, que circulaba en todas estas provincias, sufrió una rebaja considerable y, a consecuencia de ella, los capitales, como por encanto, quedaron reducidos a menos de la mitad de su primer valor. La moneda antigua, llamada plata corriente, se mandó recoger.

La invasión de los corsarios holandeses a Guayaquil dejó no sólo la ciudad, sino toda la provincia en un estado de ruina completa; hacía poco tiempo a que había principiado el comercio de cacao, y la invasión de los piratas y las innumerables trabas que se opusieron para el tráfico entre las mismas colonias, casi extingue en su mismo origen esa fuente de riqueza, la única que por entonces asomaba en la pobre y atrasada colonia. El comercio de cacao comenzó a hacerse entre Guayaquil y Acapulco, llevando unas pocas arrobas, que se vendieron a muy buen precio;   -102-   estimuló esto la actividad de los negociantes y compraron muchas hectáreas de terreno y gastaron sumas de mucha consideración en adquirir negros esclavos, que se pagaban a precios muy subidos, por lo cual el comercio de Guayaquil se había empeñado en la cantidad, enorme para aquella época, de más de un millón de pesos, con el intento de establecer de una manera lucrativa el cultivo del cacao. Pero el príncipe de Esquilache, virrey de Lima, prohibió el comercio de cacao de Guayaquil con Méjico, Guatemala, Nicaragua y las demás provincias de Centroamérica; su sucesor, el marqués de Guadalcázar, reiteró la prohibición, permitiendo que el cacao se continuara cultivando, en adelante, solamente para el consumo doméstico y el tráfico del comercio con las provincias del interior. A consecuencia de estas prohibiciones, la arroba de cacao, que se había solido vender a treinta y seis pesos, no llegó a valer más que tres. Cuando con semejantes medidas se había dado un golpe de muerte a la riqueza de la provincia, cayó sobre Guayaquil la desoladora invasión pirática de los holandeses!!...

El estado de ruina en que quedó la ciudad hizo reflexionar a los gobernantes, y les obligó a discurrir acerca de las medidas que podrían tomarse para hacer revivir una población que había desaparecido de entre las del virreinato, y entonces se permitió de nuevo el comercio del cacao, pero con ciertas trabas y condiciones. Como la prohibición anterior se había fundado en el peligro del contrabando, se determinó que el cacao no se llevara directamente de Guayaquil a Méjico y   -103-   Centroamérica, sino que primero se condujera al Callao, desde donde se volvería a embarcar de nuevo para Acapulco; los comerciantes hicieron representaciones contra una medida tan gravosa, y el Consejo de Indias indicó que se permitiera que el cacao fuese llevado de Guayaquil directamente a Nueva España, bajo la expresa condición de que los buques mercantes, al regreso, habían de subir primero hasta el Callao, donde serían registrados antes de pasar a Guayaquil, con lo cual se evitaría la introducción de ropas de seda y géneros de la China. Había prohibición terminante para que de Méjico no se trajeran al Perú géneros de Castilla, y el comercio entre el Perú y Méjico estaba tan reglamentado que cada año no podían salir del Callao más que dos barcos de a doscientas toneladas cada uno, y el valor de las mercaderías exportadas no debía pasar de doscientos mil ducados en cada ocasión. Con estas trabas el comercio de cacao decayó rápidamente, y hasta el cultivo mismo del arbusto se abandonó, quedando reducido solamente a los que tenían esclavos negros para el beneficio de las huertas30.



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V

Como diez años después de la muerte del presidente Recalde, se volvió a poner mano en la abandonada empresa del camino de la villa de Ibarra a la desembocadura del río Santiago en la provincia de Esmeraldas. Fue mandado el capitán don Cristóbal de Troya, con algunos soldados, para reducir a la tribu de los malabas, que estaban alzados, y castigan la muerte del padre Romero y de otros españoles, asesinados bárbaramente a traición por los indios. Troya bajó a la provincia y logró sujetar, con no poco trabajo, a las tribus rebeladas. Visto el buen resultado de la expedición de Troya, se animó Durango Delgadillo a continuar la apertura del camino; pero la muerte lo sorprendió cuando estaba más empeñado en la obra, y hubo de proseguirla el capitán Francisco Menacho, el cual falleció en Ibarra tullido, a consecuencia de la humedad que había sufrido trabajando en la empresa de la conclusión del camino 31.

Esta obra parecía sujeta a la influencia de   -105-   no sé qué estrella funesta; a Delgadillo se le destituyó del corregimiento de Otavalo y se le mandó tomar residencia, merced a los manejos secretos de los comerciantes de Guayaquil, que miraban con ojeriza la apertura del nuevo camino. Menacho era peruano y, a su muerte, su madre, que vivía en Lima, renunció en la Corona todos los derechos que heredaba, en virtud del contrato que su hijo había celebrado para llevar a cabo la apertura del camino, en el cual por muchos años ya nadie volvió a ocuparse.

La misma suerte tuvo otra obra, igualmente benéfica para estas provincias.

En el mes de marzo de 1624 estaba concluido el camino, que se había trabajado entre la Bahía de Caraques y Quito. Los comerciantes de Quito sufrían indecibles trabajos en sus viajes a Guayaquil; pues, cuando principiaba el invierno, las playas se anegaban, siendo casi imposible atravesarlas; el trasporte en canoas era demasiado lento y expuesto a muchos desastres; la necesidad de un puerto sobre el mar, que pusiera a Quito en comunicación con Panamá sin rodeos ni dilaciones, era la aspiración incesante de los quiteños. Al fin, fray Diego Velasco, religioso mercenario, con motivo de su permanencia en la provincia de Esmeraldas, como doctrinero de los pueblos de Pasao y de Coaque, exploró la costa y examinó toda la provincia de Manabí; de estas observaciones prácticas dedujo el Padre que se podía hacer un camino directo desde Quito a la Bahía de Caraques, en la cual había cómodo surgidero para las naves, facilitándose en consecuencia el viaje a Panamá. El religioso le comunicó   -106-   su proyecto a un vecino de Quito, llamado don Martín de Fuica y le instruyó prolijamente en todo cuanto era necesario para realizarlo. Fuica acometió la empresa de abrir el camino; pidió licencia al virrey del Perú y celebró con el Gobierno un contrato, por el cual se comprometió a acabar el camino y fundar una población en la Bahía de Caraques. Esta obra experimentó muchos desastres desde un principio: el padre Velasco fue llevado a Lima como secretario del provincial de la Merced; y Fuica, cuando todavía no estaba acabado el camino, se ahogó en el río Daule. No obstante, don José de Larrazábal, fiador de Fuica, continuó la apertura del camino y tuvo la satisfacción de verlo terminado en marzo de 1624. Fundose en la bahía un pueblo con bastantes vecinos españoles, y se le puso por nombre San Antonio de Caraques, deseando honrar la memoria del presidente don Antonio de Morga, durante cuyo gobierno se había fundado la población y abierto el camino. Éste atravesaba por el territorio habitado por los indios niguas, quienes formaron sus pueblecillos en algunos puntos, y hasta el año de 1629 las naves de Panamá llegaban a la bahía y el comercio se hacía desde Quito, trajinando con mulas el nuevo camino32.

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El proyecto de la apertura del camino desde Quito a la Bahía de Caraques fue anterior a la presidencia del doctor Morga; pues, en setiembre de 1614, un piloto español llamado Domingo González vino a esta ciudad y dio noticia al Cabildo secular del puerto que había encontrado en el mar del Sur, entre Portoviejo y el cabo Pasao; el Cabildo mandó hacer informaciones sobre el provecho que vendría a estas provincias del centro   -108-   con la apertura de un camino, que pusiera en comunicación directa la ciudad de Quito con el nuevo puerto, nombró una comisión encargada de inspeccionar el terreno por donde convendría trabajar el camino, y celebró un contrato con Martín de Fuica para que llevara a cabo la obra; Fuica estaba entusiasmado con las noticias del padre Velasco, y así no vaciló en acometer la empresa con calor. Mas la presencia de   -109-   los piratas en el Pacífico, y las dificultades en que tropezó el empresario hicieron que la conclusión del camino tardara mucho tiempo, y que la fundación de la villa de San Antonio en la Bahía de Caraques no se verificara sino el año de 1624, casi diez después del descubrimiento del puerto33.

La invasión de los corsarios y las gestiones apasionadas de los comerciantes de Guayaquil, a cuyos intereses era perjudicial la existencia del nuevo camino, fueron parte, al fin, para que los virreyes dieran órdenes sobre órdenes mandando que el camino se abandonara y que el comercio se hiciera solamente por Guayaquil. Cálculos de prudencia mal formados e intereses egoístas reprensibles fueron, pues, la causa de que se destruyeran los caminos abiertos desde Quito a la Bahía de Caraques y de Ibarra a Esmeraldas. Entre los graves defectos que el gobierno de la colonia no sólo conservó, sino que estimuló en América, merece enumerarse la rivalidad de unas provincias con otras; una provincia siempre ha menester de otra, y ningún pueblo se   -110-   basta a sí mismo; por esto, yerra miserablemente el que intenta buscar su prosperidad con el atraso de los demás.

Ya se habrá notado que la colonia caminaba con paso lento, pero no interrumpido, a un estado de triste decadencia, en el cual la vamos a ver estacionada largos años.





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ArribaAbajoCapítulo duodécimo

El visitador don Juan de Mañozca


Sucesión de los virreyes que gobernaron el Perú durante el reinado de Felipe tercero.- Los oidores de Quito.- Costumbres del presidente Morga.- El oidor don Manuel Tello de Velasco.- Su carácter.- El visitador don Juan de Mañozca.- Antecedentes personales de este magistrado.- Publica la residencia.- Establece en Quito el tribunal de la Inquisición.- Don Nicolás de Larraspuru.- Crímenes escandalosos.- Procesión del sello real.- Conducta del Visitador.- Su retrato.- Sus abusos de autoridad.- Situación lamentable de la comunidad de Santo Domingo.- Destierro de tres frailes agustinos.- Quién era el padre fray Francisco de La Fuente y Chávez. - Viaje del padre fray Leonardo de Araujo a la Corte.- El visitador Mañozca es depuesto.- Noticias acerca de este eclesiástico.- El visitador Galdós de Valencia.- Término de la visita.- Vuelve el doctor Morga a hacerse cargo de la presidencia de Quito.- Su muerte.- Juicio acerca de su gobierno.



I

Felipe tercero reinó más de veinte años, durante los cuales se sucedieron en el virreinato de Lima don Luis de Velasco, marqués de las Salinas, don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, don Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros y don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache; el período de gobierno, señalado a cada virrey, era el de seis años; pero don Gaspar de Zúñiga murió antes de terminar su segundo año de mando; y el príncipe de Esquilache, así que supo la muerte del Rey, se embarcó para España,   -112-   dejando el gobierno del virreinato encargado a la Audiencia de Lima.

Bajo el reinado de Felipe tercero, gobernaron estas provincias el licenciado Marañón y los presidentes Miguel de Ibarra, Juan Fernández de Recalde y Antonio de Morga; este último fue elegido por Felipe tercero, y continuó gobernando algunos años más durante el reinado de Felipe cuarto, hijo y sucesor de Felipe tercero.

El 25 de julio de 1622 llegó a Lima don Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar, sucesor del príncipe de Esquilache, y primer virrey nombrado por Felipe cuarto; gobernó el virreinato del Perú hasta el año de 1629; así es que, durante su administración, acontecieron la invasión de los holandeses a Guayaquil y los sucesos en cuya narración vamos a ocuparnos en el presente capítulo de nuestra Historia.

Mientras duró la presidencia de don Antonio de Morga, hubo varios oidores, de modo que el tribunal de la Real Audiencia se renovó dos veces en aquel espacio de tiempo.

El mismo año en que el presidente Morga llegó a Quito, salió de esta ciudad el doctor don Pedro de Vergara Gabiria, promovido a la plaza de alcalde de Corte en la Audiencia de Méjico.

El licenciado don Diego de Armenteros y Henao tan favorecido anduvo por sus valedores que de la Audiencia de Lima ascendió a miembro del Real Consejo de Indias.

En 1618, poco tiempo después de haber tomado posesión de su cargo de oidor, falleció en esta ciudad el doctor don Luis Quiñones y Mogrovejo, sobrino carnal del santo arzobispo de   -113-   Lima. Dos años más tarde, el 26 de junio de 1621, falleció el licenciado don Diego de Zorrilla; antes había muerto el licenciado don Sancho de Mújica. Zorrilla era hijo del antiguo oidor don Pedro, que tanta actividad desplegó cuando la revolución de las alcabalas; entonces don Diego cambió la sotana por las armas y después, volviendo a vestir hábitos clericales, sirvió de provisor y vicario general al obispo Solís. Mújica fue sevillano, y en la Universidad de la misma ciudad enseñaba las cátedras de Instituta y de Cánones antes de venir a América; cuando murió en esta ciudad, estaba desempeñando el cargo de oidor, pues el destino de fiscal había sido concedido al licenciado don Melchor Suárez de Poago. En 1622 eran oidores el doctor don Matías de Peralta, limeño, sobrino del obispo don fray Salvador de Ribera, y el doctor don Manuel Tello de Velasco, castellano, nativo de Alcalá de Henares, a quien luego daremos a conocer en esta Historia34.

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Por una especie de fatalidad, hasta los hombres buenos y mejor intencionados, cuando venían a Quito investidos de autoridad, se dañaban; y los que en otra parte habían desempeñado honradamente sus destinos, aquí, en esta ciudad, abusaban del poder y cometían escándalos la enorme distancia a que se encontraban de la Corte, y la tardía administración de justicia por parte del soberano, cuyas resoluciones se dictaban al cabo de años después de cometido el delito, les daban una cierta impunidad, muy perjudicial para la moral y buenas costumbres; además, la sociedad, en medio de la cual ejercían cargos elevados, en vez de cooperar a la conservación de la moral pública, favorecía los abusos de los magistrados, pues la adulación servil, la rastrera lisonja y el disimulo interesado no tardaban en hacer comprender a los presidentes que vivían en un país, donde, sin obstáculo alguno, podían dar rienda suelta a sus malas pasiones. Así se explica por qué hombres como el doctor Antonio de Morga cometieron tantas y tan escandalosas faltas durante su gobierno.

Morga, de ingenio perspicaz, lleno de experiencia de los hombres y de las cosas de América, con poderosos valedores en la Corte, no tuvo reparo ninguno en negociar, introduciendo grandes cargamentos de contrabando y estableciendo en Quito un almacén de mercaderías, donde uno de sus hijos vendía públicamente géneros, cuyo   -115-   comercio estaba severamente prohibido; puso mesa de juego en su propia casa, y allí reunía a sus amigos, haciéndolos buscar muchas veces con sus criados, y llevarlos a la fuerza cuando faltaban, sacando a algunos hasta de la cama, donde se habían acostado ya; en la mesa de juego tomaban asiento no solamente los amigos del Presidente, sino los litigantes, cuyos asuntos estaban todavía en tela de juicio, y los clérigos, que solicitaban beneficios, y los frailes, que andaban en busca de apoyo para sus tratos y negocios mundanos; todos éstos conocían el modo de complacer al Presidente y tenerlo prendado; pues, como Morga se airaba cuando perdía, ellos hacían de manera que él quedara siempre ganancioso, con lo cual aseguraban el buen éxito de sus pretensiones. Morga procuraba hacerse temer de todos y, con ese intento, gritaba y reprendía a menudo a los subalternos, dando señales de cólera y de enojo; se quitaba la gorra, la arrojaba al suelo y zapateaba; y cuando veía envilecidos a todos los que le rodeaban, entonces estaba satisfecho; aunque hombre de letras y aficionado al estudio antes de venir a Quito, así que llegó a esta ciudad se dejó poseer de la pereza y no abrió jamás un libro; pidió prestados muchos y los tuvo abandonados; delante de su asiento había una mesa pequeña con recado de escribir, y sobre ella, papeles, libros y expedientes, todo revuelto en desorden y cubierto de polvo. Se casó tres veces; y aunque vivía en Quito doña Catalina de Alzega, su segunda esposa, y aunque su edad era avanzada; con todo, sus costumbres eran muy poco ajustadas al recato y a la moral cristiana. Estimulado, sin   -116-   duda, por el aguijón del remordimiento, se confesaba a menudo; pero en su modo de vivir no aparecía enmienda; antes, hablando con desvergonzada libertad, decía: «Bien cara me costó la presidencia; un rico salero de plata con cuchillos de oro, y muchas cosas preciosas del Japón y de la China envié de obsequio a mis amigos del Real Consejo de Indias, y necio sería yo si de Quito saliera pobre!!!...».

La segunda esposa de Morga era también viuda y tenía una hija joven, llamada doña Catalina de Bermeo, a quien procuraba persuadir el Presidente que se casara con un hijo varón que tenía de su primera mujer, a fin de no rendir cuentas del patrimonio de la entenada, de la cual había sido nombrado tutor35. La casa de don Antonio de Morga estaba siempre llena de amigos y de litigantes; a la mesa de juego se sentaba no sólo el Presidente sino también su mujer, y cuando jugaba la señora, entonces eran de ver las atenciones de los concurrentes, que prorrumpían en aplausos y estallaban en palmadas, festejando los lances felices de la presidenta. Mientras esto pasaba en la casa, el travieso de don Antonio se salía disfrazado para rondar a cierta mujer, en quien no debiera haber puesto jamás los ojos; y, al otro día, hacía alarde de las aventuras que le habían acaecido en sus pesquisas amorosas, entreteniendo con la relación de ellas a sus colegas los oidores. Este hombre hizo de la vida;   -117-   un festejo, desterrando, para ello, de su cabeza todo pensamiento serio...

El maestro fray Diego Núñez, religioso dominicano, predicó contra el juego; el Presidente se tuvo por aludido en la plática del fraile y, al punto, mandó a su provincial que lo desterrara; la orden del Presidente se cumplió escrupulosamente y el predicador salió desterrado. Don Antonio de Morga tenía en su casa, no sólo mesa de juego, sino venta de naipes; y era ley inviolable de los jugadores que cada noche los gananciosos habían de hacer un obsequio a la señora y a las criadas del Presidente, lo cual se llamaba pagar los baratos. Morga, astuto y previsivo, conociendo el gran poder que tenían en aquella época sobre el pueblo los religiosos y las monjas, cuidaba de ostentarse en público como muy amigo y devoto de los conventos; no había capítulo de frailes a que no asistiera; y siempre tomaba la palabra para exhortar a los reverendos electores al amor y servicio del Rey, de cuyas virtudes y excelencias hacía grandes elogios. Concurría a todas las fiestas de Iglesia que celebraban los regulares y las monjas; asistían también los oidores, pero nunca iban en corporación, sino por separado, y la importancia de cada cual estaba cifrada en el número de acompañantes que llevaba; así, salían de su casa y se dirigían a la iglesia con garbo y paso mesurado; el que más acompañantes llevaba era tenido por sujeto de mayor supuesto. Todo en aquellos tiempos participaba de cierto espíritu de flojedad y languidez, que hacía consistir la sustancia de la religión católica más en las prácticas y ceremonias   -118-   del culto exterior que en la observancia de los mandamientos divinos, aunque había también personas de sólidas virtudes cristianas y de vida verdaderamente santa.

Semejante manera de gobernar fue ruinosa para el pueblo, y los que más padecieron fueron los desvalidos indios; los corregidores abusaron de la impunidad y oprimieron las provincias. La triste ciudad de Cuenca quedó casi despoblada, merced a las exacciones de su corregidor don Antonio Villasís. Gobernó éste en los primeros años de la presidencia del doctor Morga, y de tal modo impuso su voluntad en Cuenca, que nadie se atrevía a hacer sino lo que el Corregidor mandaba; dio orden al Ayuntamiento de que todos los domingos y días de fiesta habían de acudir los regidores, alcaldes y escribanos a su casa para acompañarle a la iglesia, cuando saliera a misa, y no se atrevió nadie a faltar; estableció mesa de juego en su propia casa, y prestaba dinero a los jugadores, llevando para esto en un libro cuenta prolija con cada uno de ellos; un vecino de la ciudad hizo un billar y lo tenía en su casa, donde concurrían a pasar el tiempo alegremente algunos amigos; lo supo el Corregidor e hizo trasladar el billar a la sala de las sesiones del Cabildo para lucrar desvergonzadamente con el juego. Llamaba a los principales vecinos de la ciudad y los reprendía, insultándolos y denostándolos con las palabras más soeces y groseras; si alguno le contestaba, al punto lo mandaba echar en la cárcel, pretextando que se había descomedido y faltádole al respeto; y para esto tenía prevenidos testigos a propósito, los cuales declaraban   -119-   al gusto del Corregidor; los presos no eran puestos en libertad sino cuando daban satisfacciones y pagaban las multas en que eran penados. Las quejas de la oprimida provincia llegaron, por fin, a oídos del Virrey, y mandó un sucesor a Villasís con encargo de tomarle residencia; pero ésta fue casi imposible, porque el residenciado permanecía en la ciudad y nadie se atrevía a prestar declaración ninguna. Temían, además, los cuencanos que Villasís volviera a gobernar, y entonces no pusiera término a sus venganzas. De este modo, en aquellos tiempos de triste recuerdo en nuestra historia, la justicia quedaba ultrajada y los crímenes impunes.

Entre el Presidente y los oidores no guardaban armonía, y el doctor Manuel Tello de Velasco vivía en constante discordia con todos sus colegas. Don Manuel Tello de Velasco, hombre maduro en edad, pero con resabios de niño mal educado, se había formado de sí mismo un concepto tan ventajoso que, según él mismo lo decía públicamente, desde que se fundó la Real Audiencia no había venido a Quito ministro que tuviese los méritos de que Velasco estaba enriquecido. Ésta es -repetía- dándose palmadas en el pecho, ésta es la mejor garnacha que hasta ahora ha habido en estas tierras!!... Lástima que mis compañeros sean tan ignorantes e incapaces de conocer el mérito de mis alegatos!!...Cuando iba al tribunal, y cuando volvía, andaba siempre acompañado de muchos litigantes; hablaba dogmáticamente y todos le escuchaban con aire de admiración, afecto que, de ordinario, no era sincero sino fingido a estímulos del interés; para   -120-   no atravesar palabra con los otros oidores, concurría tarde al tribunal, y se estaba paseando con los clientes en los corredores hasta que llegaba el Presidente; bastaba que un litigante le pidiera favor, para que su dictamen fuera favorable, tuviese o no la justicia de su parte; con tal que le consultaran de antemano, daba la razón a los consultores y manifestaba, sin embozo, su opinión, diciendo en qué sentido había de pronunciar la sentencia; su ingenio era escasísimo, su instrucción ninguna, y de ordinario fallaba sin leer los expedientes; rodeado siempre de gente ruin, se entretenía en averiguar noticias acerca de la vida privada de sus colegas. Un hombre de semejante condición se había hecho insoportable, y el Presidente y los oidores habían elevado al Real Consejo de Indias quejas, acompañadas de informaciones, recibidas con todo secreto a fin de evitar mayores disgustos.

Como sobre la conducta del Presidente llegaban también a la Corte muchas representaciones, al fin, el Consejo resolvió que se practicara la visita, para residenciar no sólo al Presidente, sino a todos los demás ministros del tribunal. El estado de la sociedad no podía hallarse más desmoralizado; el Presidente tenía en Añaquito una quinta de recreo, donde pasaba temporadas enteras divertido con los oidores; el orden público se mantenía por ese instinto providencial que, para su propia conservación, tienen los pueblos, pero no había vigor ni fortaleza en la autoridad. La visita decretada por el Consejo se anunció en Quito, y semejante noticia puso en conmoción a la ciudad; sin embargo, la llegada   -121-   de los corsarios holandeses a Guayaquil y los aprestos de guerra, que fue necesario hacer en la capital, distrajeron, por un momento, la atención de la anunciada visita. En setiembre se retiraron los corsarios, el puerto quedó libre y en octubre desembarcó en Guayaquil el tan esperado Visitador. Era éste un clérigo que, a su carácter de sacerdote, añadía la dignidad de primer inquisidor en el tribunal de Lima; su viaje de Guayaquil a Quito no tuvo novedad, y el 28 de Octubre de 1624 entró en esta ciudad en medio de un concurso numeroso, compuesto del Cabildo eclesiástico, de los principales miembros del Ayuntamiento, de los religiosos, de los oidores y del mismo Presidente, que montados a caballo le salieron a encontrar y le acompañaron hasta la puerta de la casa, donde le habían preparado alojamiento. Día como de fiesta fue en Quito el de la llegada del Visitador.




II

Llamábase don Juan de Mañozca y era español, nacido en la ciudad de Marquina del señorío de Vizcaya; sus padres fueron don Domingo de Zamora, castellano, y doña Catalina de Mañozca, natural de las provincias vascongadas; hizo sus estudios en la célebre Universidad de Salamanca, en la que alcanzó el grado de Licenciado en ambos Derechos; vino después a Méjico, donde pasó una gran parte de su vida, hasta que fue nombrado primer inquisidor de Cartagena, con el cargo de fundar el tribunal en aquella ciudad; en efecto, lo fundó   -122-   y presidió en él por unos diez años, al cabo de los cuales fue promovido a la plaza de primer inquisidor del tribunal de Lima. Cuando le llegó el nombramiento para su nuevo empleo, recibió también las cédulas reales en que se le mandaba trasladarse a Quito, para tomar residencia al Presidente y practicar la visita de la Audiencia, dándole todas las facultades necesarias y comunicándole instrucciones circunstanciadas, en las cuales se le trazaba la línea de conducta que debía observar36.

Mañozca salió de Cartagena y, después de un viaje penoso y dilatado, llegó a Lima, tomó posesión de su cargo y, sin detenerse más que el tiempo indispensable, emprendió su marcha para Quito, trayendo en su compañía un número crecido de familiares y criados, a fin de dar mayor autoridad a su persona. Mañozca tenía en su mano un poder formidable, pues a un mismo   -123-   tiempo era inquisidor, juez de residencia y visitador de la Real Audiencia; todos en la ciudad estaban suspensos, ansiando saber cómo procedería un hombre, cuya autoridad era temible; pero Mañozca dejó transcurrir todo el mes de noviembre sin hacer nada; parecía como si estuviera en acecho, observando el momento más oportuno para caer sobre los visitados. El Inquisidor más que serio, era adusto, y la terquedad nativa del cántabro lo hacía aún más acedo a cuantos le trataban; investido de un poder discrecional, lo había de ejercer muy lejos de su soberano y sobre gentes, a quienes era necesario hacerlas aparecer todavía más culpadas de lo que eran en realidad. Al fin, el 2 de diciembre publicó la visita de la Audiencia con grande aparato, haciendo tocar atabales y trompetas; el auto, en que declaraba abierta y principiada la visita, se fijó en las puertas de las Casas Reales; luego el Presidente y el Fiscal fueron declarados presos, dándoles por cárcel sus propias casas, donde se les pusieron guardas y centinelas, a quienes los mismos presos de su peculio debían pagar el correspondiente salario; publicáronse en días sucesivos varios decretos, por los cuales se mandaba que se presentaran a reclamar todos los que tuvieran motivos de queja contra el Presidente y los oidores o hubiesen recibido agravios de parte de ellos; se advirtió además que los memoriales podían ser presentados con la firma de los interesados o sin ella; así, el Visitador dejaba abierta la puerta no sólo a las quejas, sino también a las calumnias. Amparados por Mañozca, habían regresado a Quito varios individuos   -124-   a quienes la Audiencia había condenado a destierro de estas provincias, y las causas de éstos fueron las primeras que se principiaron a rever en la visita.

Pocos días después de la publicación solemne de la residencia, fueron apresados algunos individuos, y puestos en la cárcel incomunicados, sin que se les dijera cuál era la causa de su prisión ni se instruyera sumario ninguno contra ellos; una medida tan arbitraria causó exasperación general y principiaron todos a temer, advirtiendo que el Visitador, ya desde sus primeros pasos, quebrantaba las instrucciones del Consejo, en las cuales se le mandaba que procediera con tino y sin violencia. Entre tanto, los familiares del Visitador, hasta en la misma casa en que él estaba alojado, hacían preparar una cárcel con grillos, cepos y cerraduras.

Una de las primeras causas, en cuya pesquisa se ocupó el Visitador, fue la del oidor don Manuel Tello de Velasco, pero con la más notoria y escandalosa parcialidad; llamó al acusado, le manifestó las acusaciones originales que contra él se habían dirigido al Consejo y, aunque eran reservadas, le hizo ver las firmas, sin respetar ni siquiera la obligación natural del secreto; Velasco leyó las quejas que en contra suya habían elevado al Consejo tanto Morga como los oidores y el Fiscal, y encendiéndose en cólera, se aparejó para la venganza.

Entonces la Audiencia se componía: del presidente don Antonio de Morga y de los letrados Matías de Peralta, Alonso Castillo de Herrera y Alonso Espino de Cáceres, oidores; fiscal era el   -125-   mismo don Melchor Suárez de Poago; el oidor Castillo de Herrera no pudo tomar asiento en la Audiencia sino en 1623, porque le robaron sus títulos y fue necesario que la autoridad eclesiástica fulminara excomuniones y censuras para que se los devolvieran. Los acusadores del oidor Velasco eran principalmente el doctor Morga y el Fiscal, por lo cual contra ellos desplegó toda su autoridad el Visitador, deseando salvar al acusado. Tantas declaraciones tomó y tantos informes recogió que el expediente, a los pocos días, pasaba ya de más de mil pliegos. Viendo la furia de Velasco contra sus acusadores y el alboroto que causó en la ciudad, decía Mañozca, meneando la cabeza con aire de satisfacción: ¡¡¡Qué toro el que les he echado yo a la plaza!!!... En una ciudad como Quito, en aquella época, cuando con la monótona vida colonial no había cosa alguna, por insignificante que fuera, que no llamara la atención de los vecinos, acontecimientos como los de la visita causaran una conmoción espantosa; en las casas no se hablaba sino de lo que estaba pasando; en las calles, en las conversaciones, en las tertulias no se preguntaban más noticias que las relativas a la visita. Por esa como especie de fatalidad que ha pesado casi siempre sobre nuestra sociedad, el Visitador, en vez de dar ejemplo de imparcialidad, se manifestó apasionado a las claras, sin disimulo ninguno, y el pueblo padeció el escándalo, dado por un sacerdote, cuya cualidad de juez y de inquisidor le imponía el deber de ser un ejemplar de virtudes cristianas. Todos los días, llamaba a su tribunal al Presidente y al Fiscal, y les tomaba declaraciones, haciéndoles   -126-   preguntas capciosas sobre lo mismo que ya habían declarado, tendiéndoles lazos para sumariarlos como perjuros. El Fiscal se ratificó, con juramento, en la denuncia que había hecho acerca de la garnacha y toga que usaba el oidor Velasco, pero éste negó que las hubiese llevado nunca tales como las había descrito el Fiscal; el Visitador condenó a Suárez de Poago como perjuro, dando crédito a las aseveraciones del Oidor. Mas algunos meses después, he aquí que Tello de Velasco, en una de las más solemnes fiestas de la Catedral a que asistía la Audiencia, se presenta vestido no con el uniforme legal, sino precisamente con las mismas garnachas y sotanilla denunciadas por el Fiscal; el público nota indignado la insolencia del Oidor; el Fiscal toma declaraciones, prueba, sin dificultad, lo que toda la ciudad había presenciado, y presenta una reclamación ante el Visitador; empero éste procediendo inicuamente, guardó silencio por tres meses, al cabo de los cuales decretó que no había lugar a lo demandado por el Fiscal, y añadiendo a una injusticia otra mayor, el indigno sacerdote impuso al Fiscal la pena de extrañamiento de la ciudad, y le mandó salir a Ambato.

También al Presidente lo desterró a Ibarra; a los oidores Peralta y Castillo de Herrera los confinó en Caranqui y en Latacunga respectivamente; al mismo tiempo, absolviendo de todo cargo a Tello de Velasco, fallaba que volviera a su misma plaza de oidor en la Audiencia; y tan ciego estaba el Visitador que se jactaba de haber hecho justicia procediendo de esa manera. El licenciado Mañozca era hombre de pasiones   -127-   fuertes, y uno de aquéllos que encuentran recto todo cuanto hacen, únicamente porque son ellos quienes lo hacen.

Cuando se supo en Quito que don Manuel Tello de Velasco había sido absuelto y debía volver a la Audiencia, se reunió el Ayuntamiento y, por medio del procurador de la ciudad, le hizo presente al Visitador cuán ocasionada a graves escándalos era la presencia de un hombre soberbio y resentido en el tribunal de justicia, donde necesariamente había de tratar con los individuos que lo habían acusado; y le rogaron que no permitiera semejante perturbación del orden público, con peligro evidente de que la justicia no fuera bien administrada. Airose el Visitador leyendo la representación del Cabildo, y teniéndose por ofendido, al punto mandó encerrar en la cárcel al procurador de la ciudad, y lo penó además en quinientos pesos de multa, en castigo del desacato que se había atrevido a cometer juzgando poco atinada una sentencia dictada por un sacerdote, por un inquisidor y por un juez de residencia.

El procurador de la ciudad era el sargento mayor don Pedro de Arellano; los quinientos pesos de multa debía consignarlos en el perentorio término de una hora, y como esto no le fuera posible, se le confiscaron dos esclavos negros, los cuales se remataron públicamente en la plaza por los quinientos pesos, aunque cado negro le había costado al Procurador cuatrocientos.

A los seis meses de destierro, le permitió al Presidente regresar a la ciudad; los oidores y el Fiscal fueron también indultados del confinio, pero   -128-   continuaron suspensos del ejercicio de sus cargos, y se les vedó entrar en la Audiencia bajo una gruesa multa. Mañozca seguía gobernando con autoridad discrecional, haciendo uso a un mismo tiempo de la jurisdicción civil y del poder inquisitorial; y para que este poder fuese todavía mayor, y más prontos y más eficaces sus castigos, resolvió establecer en Quito un tribunal del Santo Oficio de la Inquisición; esto no podía hacerlo por sí mismo, pero allanó todos los inconvenientes entendiéndose con sus colegas de Lima. Nombró ministros, oficiales y comisarios, y fijó el día en que debía hacerse en Quito la erección del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición contra la herética gravedad, porque, según se lamentaba don Juan de Mañozca, esta tierra estaba perdida y muy necesitada del celo y de los rigores de la Inquisición, para extirpar tanta hierba mala como crecía impunemente en la heredad del Señor. Hechos todos los arreglos del caso, se celebró la función acostumbrada para instalar en Quito el tribunal; era un día domingo, tercero de cuaresma; en la Catedral se dispuso al lado de la Epístola un estrado alto a manera de trono, donde se sentaron los inquisidores; el sitial de la Audiencia se colocó al frente, y aunque el presidente Morga y los oidores se vieron humillados y desautorizados, con todo guardaron silencio y no tuvieron valor para decir una palabra: tan abatidos y acobardados los tenía el Visitador.

Al otro día, Mañozca puso en la cárcel a todos los miembros del Ayuntamiento, porque en la función habían acompañado a la Audiencia y no al comisario de la Inquisición... Cabizbajos   -129-   y escarmentados los regidores, el domingo siguiente acompañaron al Comisario, yendo todos a su lado, montados en mula, en la procesión que rodeó las calles de la ciudad, hacienda la ceremonia de fulminar el anatema. Sin embargo, no se crea que tanto alarde de celo religioso estaba inspirado por el amor de la justicia; los hechos siguientes darán a conocer quién era nuestro visitador.

Desde muy antiguo ha existido una inextinguible rivalidad entre los naturales de los diversos reinos o provincias en que está dividida España; esa rivalidad se conservó aquí en América entre los españoles procedentes de Andalucía, de Castilla, de Vizcaya y de Extremadura; y aun en el seno mismo de las comunidades religiosas, los nativos de una provincia rompían la armonía y no guardaban caridad fraterna con los de otras provincias. Estas odiosas rivalidades llegaron en uno de nuestros conventos hasta el punto de violar el sigilo sacramental de la confesión, para deshonrarse recíprocamente...

Si esto sucedía en las casas religiosas, fácil es convencerse de que entre los seculares semejantes rivalidades eran causa de crímenes sangrientos. Las pendencias entre vizcaínos y extremeños tomaron en Potosí proporciones alarmantes, y fue necesario desterrar a algunos individuos, mandándolos a provincias remotas. Uno de los desterrados de Potosí vino a Riobamba, se estableció ahí definitivamente y llegó a desempeñar el cargo de alguacil mayor de la villa. Era éste un extremeño, llamado Pedro Sayago del Hoyo, hombre en el vigor de la edad,   -130-   alto de cuerpo, rollizo, membrudo, esforzado, y de un humor festivo muy fecundo en donaires y en invenciones alegres; Sayago había sido el jefe de los extremeños en Potosí, y había tenido vencidos y espantados a los vizcaínos; el vigoroso extremeño de tal manera hostilizaba a los vizcaínos que todos andaban corridos, evitando el que se divirtiera con ellos, poniéndolos en ridículo y haciendo fisga de la gravedad vascongada.

Vivía también en Riobamba un caballero vizcaíno, rico y muy mal acostumbrado; llamábase don Nicolás de Larraspuru, hijo del general don Tomás de Larraspuru, jefe de los galeones del Norte, y hombre de suposición en la metrópoli. Don Nicolás estaba casado con la hija de don Juan Vera de Mendoza, uno de los vecinos más nobles y acaudalados que había entonces en la colonia; pero era el caso que don Nicolás de Larraspuru no tenía más profesión que la de los vicios, en la cual descollaba sin competidor. Sayago era alguacil; Larraspuru gastaba las noches en divertirse; el alguacil era extremeño; Larraspuru, vizcaíno; pronto las rivalidades estallaron, y una noche Larraspuru, acompañado de veinte mozos armados, acometió a Sayago a la hora en que éste andaba rondando las calles de la villa; Sayago se defendió con tanto denuedo y valor que mató a ocho de sus agresores; pero un machetazo, dado en la mano derecha, se la cortó, dejándolo imposibilitado para la defensa; entonces cargaron con furia sobre él, y lo acribillaron a puñaladas; viéndose herido de muerte, pidió confesión; uno de los muchos curiosos, que habían acudido a presenciar el alboroto,   -131-   corrió en busca de confesor; vino un sacerdote, pero Larraspuru le estorbó acercarse al moribundo, diciéndole bruscamente: «¡¡Que éste vaya a confesarse con Lucifer en los quintos infiernos!!». Así que expiró Sayago, sus asesinos se ensañaron con el cadáver y lo despedazaron a machetazos. Un crimen tan escandaloso no podía cometerse sino contando con la impunidad; y, en efecto, Larraspuru se vino de Riobamba a Quito, donde, amparado por el visitador Mañozca, que era amigo y paisano de su padre, se retrajo en el convento de San Francisco; allí estuvo con toda libertad, y aún salía todas las noches para continuar en Quito sus diversiones, porque de parte de la justicia nada tenía que temer, y la opinión pública no había conservado rectitud ni decoro alguno, merced a los escándalos que recibía de los que debieran darle buenos ejemplos. Larraspuru bajo la salvaguardia del Visitador, que lo protegía descubiertamente, se marchó para España; la noche en que salió de Quito cenó con Mañozca en la casa de éste...

Larraspuru regresó de España a Quito, y se paseaba libremente en la ciudad, alegando que había sido indultado por el Rey, lo cual no era cierto; pues Larraspuru se había declarado a sí mismo por indultado, haciendo valer en su favor el indulto que a los presos detenidos en las cárceles públicas, había concedido Felipe cuarto por el feliz alumbramiento de la reina. El ejemplo de Larraspuru fue dañosísimo para la sociedad, porque corrompió a los hijos de los caballeros nobles y ricos, y se los vio cometer crímenes con avilantez, saliendo a la cabeza de gavillas de negros   -132-   armados a saciar sus venganzas, sin que hubiera poder que los contuviera ni justicia que los castigara. Lo que es más lamentable, el mismo corregidor de Riobamba hacía alto a Larraspuru para que asesinara a Sayago.

La administración del doctor Morga, en su primer período, y los cuatro años del visitador Mañozca forman una de las épocas más tristes de nuestra historia. Este sacerdote, este inquisidor, que apenas llegaba en Quito cuando ya se ocupaba en hacer preparar, en su propia casa, grillos y calabozos para perseguir y extirpar la herética pravedad, sentaba a su mesa a un criminal como Larraspuru, cenaba con él y favorecía su fuga, sabiendo que estaba manchado no solamente con la sangre de Sayago, sino también con otra sangre inocente, la de una santa mujer, a quien asesinó Larraspuru en venganza de la resistencia que ella le opuso a que entrara en su casa, porque sabía que intentaba escalar las tapias de una casa vecina con propósitos deshonestos. Tantos senos abominables hay en el corazón humano.

El inquisidor Mañozca tenía un sobrino, apellidado Pedro Sánchez de Mañozca; en las pendencias de los vizcaínos con los extremeños en Potosí, este Mañozca se jactaba de valeroso y denodado; mas Sayago, que conocía que bajo las apariencias del valor se disfrazaba la cobardía, de repente lo tomó al vizcaíno por el morrillo, y en la calle, ayudado de otros extremeños, le vistió un hábito de fraile franciscano, le cubrió la cabeza con la cogulla, le amarró los pies y las manos y, poniéndolo de espaldas en un féretro, recorrió   -133-   las calles de la ciudad, pidiendo, por amor de Dios, una limosna para enterrar a un difunto vivo, y diciendo donaires tan salados que la gente se desternillaba de risa. El asendereado Sánchez huyó de Potosí, porque a su ofendida vanidad ya no le fue posible tolerar las burlas que hacían de él, recordándole a cada paso su donoso enterramiento. Este hecho ¿obró, tal vez, en el ánimo del Inquisidor? Fue una oculta venganza la que, poniéndole vendas en los ojos del alma, le hizo no conocer la justicia?

Sigamos narrando los acaecimientos del tiempo de la memorable visita del inquisidor Mañozca.




III

En la visita de la Audiencia encontró muchas cosas que reprender: la sala del tribunal no tenía ni siquiera una mesa delante de los sillones de los oidores; no había libro de acuerdos, ni de sentencias, ni menos de votos salvados; tampoco se habían dejado copias de los autos, y en todo se notaba negligencia y abandono.

En la Tesorería de la Real Hacienda no se habían llevado las cuentas, según las disposiciones del Gobierno; hacía tiempo a que los libros no se habían cerrado al fin del año, y había gruesas cantidades gastadas sin que se supiera cómo ni en qué. El Visitador condenó a los oficiales de las reales cajas a reintegrar sumas de mucha consideración, y puso presos a dos escribanos culpables de fraudes y cohechos contra la justicia. Preguntó por el sello real y se le mostró un cuarto bajo, pequeño y húmedo, donde se le aseguró   -134-   que estaba depositado; al punto fue allá y mandó abrir la puerta; iba a entrar haciendo grandes demostraciones de reverencia, cuando se le avisó que el sello no se encontraba allí, y que lo había llevado a su casa el Canciller. Pasó inmediatamente a la casa de éste, examinó el sello real, y dispuso que fuera llevado a las Casas Reales y depositado en el aposento, que estaba señalado para ese objeto. La orden del Visitador fue cumplida, y el sello se llevó y colocó en el cuarto preparado al efecto.

El canciller era don Juan de Beraín, hombre ya viejo, achacoso y bastante descuidado; el sello real era para él uno de los trastes de la Audiencia, el cual servía para autorizar el papel de los expedientes y nada más; así pues, dejó pasar algunos días y, con disimulo, volvió a hacer llevar otra vez el sello a su casa; pero el Visitador le había puesto espías para sorprenderlo en aquel fraude. Beraín tenía un negrillo, que le servía de paje; a éste, pues, le mandó que sacara el sello y ocultamente lo llevara a su casa; el muchacho pasó a las Casas Reales, tomó diestramente el sello, se lo metió al seno y salió como quien no llevara nada. Mas, apenas había el paje del canciller cogido el sello, cuando ya los espías, que todo lo habían estado acechando, le dieron al Visitador aviso de lo que estaba pasando; aun no llegaba todavía a la casa de su amo el negrillo, cuando fue sorprendido por los criados de Mañozca; registráronle y dieron con el sello; se lo quitaron y lo llevaron a la casa del Visitador. Vio el sello real y prorrumpió Mañozca en afectadas exclamaciones de horror y de admiración,   -135-   ponderando el desacato que se había cometida contra una cosa que representaba la persona misma sagrada de Su Majestad. Al instante, instruyó un sumario para castigar al Canciller, a quien destituyó ese mismo día; nombró nuevo canciller a don Juan Vera de Mendoza, y dio órdenes circunstanciadas para que se hiciera una como fiesta de desagravio, trasladando el sello a las Casas Reales, con la mayor solemnidad posible. Se fijó el día de la traslación, que fue un lunes de setiembre de 1625, a las tres de la tarde. Desde las doce fueron entrando a la casa del Visitador todos los que habían sido notificados para asistir a la traslación; los oidores, el Corregidor, todos los regidores y cuanta persona notable había en la ciudad. En el salón principal de la casa se veía una gran mesa, cubierta con una colcha de damasco de seda carmesí con franjas de oro; sobre la mesa estaba un almohadón de terciopelo púrpura con borlones y franjas de oro; encima del almohadón descansaba una bandeja de plata dorada, dentro de la cual se colocó el sello real, cubriéndolo con un paño de seda azul, bordado con cañutillos y lentejuelas de oro; en las cuatro esquinas de la mesa humeaban pebeteros de plata con pebetes y otras sustancias fragantes; dos grandes mazas de plata bien bruñida yacían arrimadas a los bordes de la mesa. Don Antonio de Villasís, el ya conocido corregidor de Cuenca, y el todavía más famoso don Nicolás de Larraspuru fueron los primeros que se presentaron en la sala, vestidos galanamente con el magnífico uniforme de caballeros, pues aquél lo era del hábito de Santiago, y éste del de Calatraba;   -136-   empuñaron las mazas y se situaron el uno al un lado de la mesa, y el otro al otro lado, para hacer de centinelas y guardias de honor al sello real. Esta función tuvo lugar en Quito algunos meses antes del asesinato de Sayago.

Así que sonó la hora de las tres, se presentó en la sala el Visitador; se quitó el bonete clerical con que llevaba cubierta la cabeza, e hincando ambas rodillas en tierra, hizo al sello una profunda reverencia; luego se levantó y tomó la bandeja, y con ella, acompañado de los dos maceros, bajó hasta la puerta de la calle, donde ya de antemano le estaba esperando el nuevo canciller, puesto de rodillas para recibir el sello, que se lo entregó el Visitador; el Canciller recibió la bandeja y se levantó; entonces el Visitador se postró en tierra y adoró el sello. Luego principió a desfilar la procesión por las calles, cubiertas de flores y hierbas olorosas; de las ventanas colgaban paños de seda, y a la entrada de la plaza se habían levantado arcos triunfales; en la puerta de la calle, donde se hizo la entrega del sello, estaba extendida una rica alfombra, y los regidores aguardaban sosteniendo las varillas del palio, bajo del cual fue llevado el Canciller, escoltado por los dos caballeros que marchaban a sus lados. Tras el palio, descubierta la cabeza, con los ojos bajos, el bonete en la mano, los brazos cruzados sobre el pecho en ademán de mucha compostura y reverencia, caminaba, a pasos medidos, el Visitador acompañado de los oidores. Don Juan de Mañozca era alto de cuerpo, de facciones toscas, pero varoniles; aunque apenas frisaba en los cincuenta años, su abultada cabeza estaba   -137-   ya calva, y el poco cabello que le había quedado, bastante cano; su rostro, carnoso y sonrosado, con las enormes y redondas gafas, el poblado bigote y la aliñada pera, haciéndolo poco simpático a la vista, le daba aire de militar más bien que de sacerdote. Una orquesta compuesta de tamboriles, pífanos, chirimías y clarines no cesaba de resonar delante de la procesión.

Cuando llegaron al salón de la Audiencia, un escribano hizo a don Juan Vera de Mendoza los más graves requerimientos acerca del cuidado y veneración con que había de manejar el sello real, y el nuevo Canciller juró que no lo movería jamás del aposento que, para su custodia, se le había señalado. Hechas las acostumbradas genuflexiones a la regia prenda, se dispersaron los concurrentes; unos, como el Visitador, muy satisfechos de haber dado una prueba tan pública y solemne del amor, que decían ellos que profesaban a la sagrada persona de su Rey y señor natural; otros medio desabridos por las ceremonias de culto y reverencia, que para con el sello real le habían visto practicar al Inquisidor. Los indios veían admirados lo que hacían los blancos, y preguntaban si, por ventura, era fiesta del Corpus lo que había celebrado el amo Visitador...

Hasta ese momento Mañozca había navegado en mar bonancible, ejerciendo, sin contradicción una autoridad ilimitada; pero desde ahora principia a tropezar con obstáculos, en los cuales, al fin, vino a escollar su fortuna.

Los dominicanos celebraron un capítulo de los más reñidos para la elección de provincial, y salió elegido un criollo, el padre fray   -138-   Sebastián Rosero, en competencia con un español, el padre fray Gaspar Martínez. Este capítulo fue celebrado antes de la llegada del visitador Mañozca a Quito; así es que el padre Rosero estuvo en pacífica posesión de su cargo ocho meses continuos, al cabo de los cuales se promovieron dudas acerca de la legitimidad de su elección, hubo pleitos ruidosos y, al cabo, con la decidida cooperación del Visitador fue destituido del provincialato, y puesto en su lugar su competidor, el padre Martínez.

Para que se conozca bien cuanto vamos a referir, conviene que hagamos primero algunas observaciones indispensables; pues, sin ellas, sería imposible a nuestros lectores formar idea clara de los hechos, en cuya relación vamos a ocuparnos.

Los dominicanos, en la época a que hemos llegado con nuestra narración (1620-1630), eran muy numerosos, poseían muchos conventos y más de treinta curatos; pero la observancia regular yacía postrada en la relajación más completa, de tal modo que una de las más venerables órdenes religiosas que hay en la Iglesia católica, había venido a ser, para esta desgraciada ciudad, una piedra de escándalo y un motivo de frecuentes trastornos de la tranquilidad pública. Entre los religiosos reinaba la división más profunda, dando ocasión a odios, a riñas y a discordias inextinguibles; los españoles oprimían a los americanos; los americanos aborrecían a los españoles. En el convento de Quito encontraban no sólo hospitalidad y protección, sino hasta honores y prelacías los frailes,   -139-   españoles prófugos de otras partes, expulsos de la orden y condenados a galeras por sus crímenes. Para cortar de raíz los motivos de discordia, se discurrió un arbitrio funesto, y fue el de la alternativa, con el cual se atizó más y se mantuvo perpetuamente encendido el fuego de la división. La alternativa era un estatuto, por el cual se disponía que el cargo de provincial y los oficios de definidores alternaran entre los españoles y los americanos, de tal manera que en un período fuera provincial un español, y para el siguiente se eligiera un americano, con la condición de que cada provincial haría de modo que el definitorio, durante su período, estuviera compuesto solamente por frailes compatriotas suyos. La ley de la alternativa principió a regir en Quito desde el año de 1617; y el primer provincial americano fue el célebre padre fray Pedro Bedón; hasta el año de 1623 se habían sucedido varios provinciales, sin que la alternativa se observara escrupulosamente; así fue que el padre Rosero tuvo por predecesor a otro fraile también americano.

Mas he aquí que, a los ocho meses de elegido el padre Rosero, llega de Roma el padre fray Alonso Bastidas, español, trayendo sobre la alternativa una nueva patente, expedida por fray Serafín de Pavía, maestro general de la Orden de Predicadores. La nueva patente tenía una cláusula, por la cual el Padre General declaraba nula en adelante toda elección de provincial que se hiciera sin guardar la alternativa. Vio esta patente el Inquisidor y, al punto, se le ocurrió darle un efecto retroactivo, y aprovecharse de   -140-   ella para hacer destituir al padre Rosero, contra quien estaba enojado. El Inquisidor tenía por amigo y confidente a un fraile español, llamado fray Luis Maldonado, al cual dispensaba la más ciega protección. Ambicionó el padre Maldonado el curato de Píntag, uno de los más pingües que entonces administraban los dominicos, porque comprendía casi todo el extenso valle de Chillo, y valiose de Mañozca para que se lo diera el Provincial; el Visitador solicitó el curato de que estaba antojado su protegido, y el Provincial tuvo la entereza de negárselo. Semejante negativa por parte de un fraile, y de un fraile criollo, irritó a Mañozca y le impulsó a la venganza, o al castigo, como decía el mal sufrido Inquisidor.

El padre Bastidas anunció que había resuelto notificar a los frailes con la patente del General, reuniendo, a campana tañida, toda la comunidad en el coro; pero el padre Rosero no lo consintió, diciendo que bastaba hacer la notificación a cada fraile en particular. Entre tanto, el padre Maldonado se proveyó de una copia, legalmente autorizada, de la patente y, con poderes del padre Martínez, se presentó ante la Audiencia, pidiendo auxilio para deponer al padre Rosero como provincial intruso; solicitaba además que la Audiencia juzgara acerca de la validez o nulidad del capítulo que había elegido al padre Rosero, y la Audiencia avocó a su tribunal la causa, declarándose competente para sentenciarla; todo no sólo por insinuaciones, sino por órdenes terminantes del visitador Mañozca. El padre Rosero reclamó haciendo observar que no era la Audiencia la llamada a juzgar sobre ese punto, y que el caso   -141-   debía resolverse según las constituciones de la orden; no obstante, la Audiencia falló que la elección del padre Rosero era nula, y que el padre Martínez era el legítimo provincial.

Cuando se trató de notificar con semejante sentencia a los frailes fue imposible; pues descolgaron la campana de comunidad, cerraron las puertas del convento y no permitieron que entrara nadie. Los del bando del padre Martínez se trasladaron a la Recoleta; la Audiencia hizo venir inmediatamente a su favorecido, que estaba en Loja, y el fraile se vino por la posta, se alojó en la Recoleta e imploró el auxilio del brazo secular para hacerse obedecer de todos los demás religiosos; la Audiencia y el Visitador apoyaban al padre Martínez, y se resolvió forzar las puertas del convento, que los frailes habían vuelto a cerrar como un arbitrio contra las violencias y desafueros del Inquisidor. No faltó quien, en medio de tanta confusión, diera consejos de paz e indicara que se redujera a los padres dominicanos por la razón; ofreciéronse para desempeñar esta comisión el padre maestro fray Andrés Sola, mercenario, el padre fray Agustín Rodríguez, agustino, y el padre Florián de Ayerve, rector de los jesuitas. Los comisionados fueron bien recibidos, y los dominicos convinieron en que se les hiciera la notificación. Pasó entonces el oidor Castillo de Herrera al convento, para practicar la diligencia judicial con todo aparato; acompañábanle el corregidor de Quito, don Fernando Ordóñez de Valencia y un escribano. Mañozca había hecho registrar las celdas, temiendo que los frailes estuviesen armados. Hízose con la   -142-   campana la señal acostumbrada, llamando a comunidad; acudieron los religiosos a la sala de capítulo, y allí todos en pie, con las cabezas descubiertas, oyeron en profundo silencio la lectura de la patente del General; así que el escribano la hubo leído toda, se pusieron de rodillas y declararon que obedecían absolutamente las órdenes de su Maestro General. Presentose luego en la sala el padre Martínez, y el Oidor exigió de la comunidad que le rindiera obediencia; pero todos, hasta los más humildes hermanos conversos, se negaron a rendirla, diciendo terminantemente que la Audiencia no podía dar jurisdicción al padre Martínez, a quien lo había declarado provincial; firmeza tan inesperada inflamó en venganza al desairado Padre, y acudió al Visitador pidiéndole su apoyo para someter a los frailes; dioselo Mañozca tan bastante como lo deseaba el elegido, y hubo prisiones, encarcelamientos y censuras. Esto pasaba a fines de julio de 162537.

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La voluntad del Visitador quedó triunfante, y su poder muy temido y acatado. El padre Maldonado recibió el apetecido curato de Píntag, y el padre Martínez continuó haciendo el oficio de provincial, sin manifestar ni el más ligero remordimiento por la manera ilegal con que lo había adquirido. Algún tiempo después de sometida la comunidad, se ausentó de Quito en son de ir a visitar la provincia, dejando por su vicario al padre fray Marcos Flores, español, religioso grave y de buenas costumbres; pero también le otorgó al padre Maldonado una patente secreta, por la cual le confería el cargo de vicario provincial para el caso en que, de cualquier modo que fuera, dejara el gobierno el padre Flores.

El padre Rosero y los de su partido no se   -144-   dejaron estar mano sobre mano; antes, por el contrario, obraron con actividad y diligencia; acudieron al tribunal del Virrey y enviándole todos los documentos, tanto de la una como de la otra parte, le pidieron amparo contra los decretos de la Audiencia de Quito. Y aun dos frailes se fueron personalmente a Lima para dar calor al asunto. Era entonces virrey del Perú el conde de Chinchón, y considerando como de gran importancia el asunto, reunió una consulta de teólogos y jurisconsultos para que lo estudiaran maduramente. La junta examinó los documentos; y, después de largas conferencias y discusiones, dictaminó acerca de la validez de la elección del padre Rosero.

Súpose en Quito la resolución de la junta consultada por el Virrey, y el padre Rosero reclamó el provincialato y volvió a empuñar las riendas del gobierno, que, sin dificultad, se las cedió el padre Flores; pero el padre Maldonado vino volando de Píntag y protestó ante el Visitador, ante la Audiencia y ante los frailes contara   -145-   lo que él llamaba el cisma y la usurpación del padre Rosero. El padre maestro Flores murió poco después de su separación del mando.

El poder civil prestó apoyo a las pretensiones del padre Maldonado, por lo cual éste, usurpando la autoridad del Provincial, hizo enérgica oposición al padre Rosero, abandonó el convento y se pasó a vivir en la portería del monasterio de Santa Catalina. Inútiles fueron cuantos esfuerzos hizo el padre Rosero para reducirlo a la obediencia e ineficaces las medidas que empleó para hacerlo regresar a la clausura, hasta que envió unos cuantos frailes con orden de tomarlo preso y llevarlo por la fuerza al convento. Nada de cuanto se hacía ignoraba el Visitador; puso, pues, a sus criados en las calles, para que dieran auxilio al padre Maldonado contra los frailes que fueran a prenderlo.

En efecto, a las tres de la tarde, hora en que las calles de la ciudad estaban silenciosas, pasaron cuatro frailes criollos a prender al padre Maldonado; llegaron a Santa Catalina y el desalmado del fraile los recibió con espada en mano; detiénense los emisarios, le intiman que envaine el arma y le requieren que obedezca; resiste y los despide con insolencia; rodéanlo y procuran quitarle la espada, pero se defiende con arrojo; al fin, los cuatro logran desarmarlo y, poniéndolo al centro, salen; toman la calle, que va directamente de Santa Catalina a Santo Domingo, y se encaminan al convento. El padre Maldonado no pertenecía a la provincia de Quito sino a la de Lima, de la cual se vino huido, porque lo condenaron a despojo perpetuo del hábito y a servicio   -146-   forzado en galeras; ¡¡y un fraile tan criminal fue protegido por el inquisidor Mañozca!!...

Vieron los criados de éste que el fraile era llevado preso, y corrieron a ponerlo en libertad; trabose primero una lucha de palabras entre los frailes y los criados del Inquisidor; arremetieron luego éstos contra aquéllos y, dándoles empellones, les arrebataron el preso. El fraile Maldonado se dirigió a la casa de Mañozca, adonde fueron llevados por los oficiales del Santo Oficio los frailes de la escolta; Mañozca los salió a recibir y los cubrió de oprobios; agarró por la capilla a uno de ellos y lo sacudió con ira; a otro le dio de golpes. ¡¡¡Se excomulga Vuesa Merced!!!, le gritó uno de los frailes. ¡Yo! ¡Excomulgarme, pegándoos a vosotros, que sois unos mestizos?, exclamó con furia el Inquisidor. Pero, señor, le contestó uno de los circunstantes que estaban amontonados presenciando el alboroto: Pero, señor, en la Bula de la Cena está la excomunión... ¡Qué Bula de la Cena ni qué Bula de la comida!, replicó cada vez más airado el Inquisidor. ¡¡¡Estos frailes son unos mestizos!!! Yo soy un rayo, añadió con énfasis, caigo de repente; nadie se escapa de mis manos; a los que yo persigo, de dentro de la tierra los he de sacar para castigarlos!!!

Desde ese momento, Mañozca no guardó consideración ninguna con los frailes, resuelto a hacerse obedecer en cuanto había mandado; retuvo presos, en su propia casa, a algunos; a otros los encerró en los conventos de San Diego, de San Francisco y de la Merced; y a nueve en el colegio de los jesuitas. Uno de los encarcelados   -147-   fue el mismo padre Rosero, a quien se le violentó a que entregara los sellos de la provincia; el famoso padre Maldonado se hizo cargo del gobierno hasta que llegara el padre Martínez. Era lamentable el aspecto que presentaba la comunidad de Santo Domingo en aquellos días; la división entre americanos y españoles se había convertido en guerra manifiesta de éstos contra aquéllos; y, durante varios días seguidos, se sacaban frailes criollos para llevarlos presos públicamente a los otros conventos; para esto, el Inquisidor se valía de la autoridad del Santo Oficio, y empleaba a los seglares en el ministerio de escoltar a los frailes y reducirlos a prisión.

Sin embargo, los frailes americanos, desde los conventos en que estaban presos, se defendieron con la mayor actividad; hicieron uso del privilegio de nombrar juez conservador, escogieron uno adecuado y lo eligieron; era éste el prior de los agustinos y se llamaba fray Fulgencio Araujo, quiteño, todavía joven; aceptó el cargo, juró desempeñarlo fielmente y comunicó a la Audiencia que iba a proceder a la formación del sumario para sostener y defender los privilegios de los regulares, que habían sido violados por el Visitador; los oidores guardaron silencio y no dieron contestación ninguna a la comunicación del Juez Conservador; segunda vez les notificó éste con la aceptación de su nombramiento, y los Oidores no le dieron respuesta, pues el Visitador y ellos suponían a los frailes muy acobardados, y juzgaban que no se atreverían a defenderse. Empero, el Juez Conservador practicó diligencias y recibió informaciones, mediante las cuales se probó   -148-   que el Visitador y sus criados habían dado de golpes a los frailes, y que muchos de éstos se hallaban presos arbitrariamente; así que constó el hecho, el Juez Conservador pronunció un auto, por el cual declaró excomulgado vitando al Inquisidor por el canon Si quis suadente diabolo, pues había puesto manos violentas en religiosos sacerdotes. El día 25 de diciembre, Pascua de Navidad, por la mañana, amanecieron en las esquinas de las calles unos cartelones, en los que se declaraba excomulgado público vitando al visitador Mañozca. También se denunciaban, asimismo por excomulgados vitandos, a los criados del Visitador, citándolos uno por uno como percusores de clérigos.

Los jueces conservadores eran ciertos individuos, elegidos y nombrados por los religiosos mendicantes, para que hicieran respetar y guardar los privilegios que a las órdenes religiosas habían concedido los papas; ordinariamente se nombraban cuando las autoridades eclesiásticas superiores exigían de los religiosos alguna cosa contraria a las constituciones de las órdenes mendicantes o a los privilegios que los miembros de ellas gozaban por concesión de la Sede Apostólica. En el caso presente vamos a ver el respeto que a las disposiciones canónicas manifestó el Visitador.

La noticia de la excomunión lo enfureció; no sentía tanto la humillación de haber sido excomulgado por un fraile, cuanto el que el fraile fuera criollo; pero su enojo se desbordó cuando le dijeron que el fraile no sólo era criollo sino mestizo. Llamó inmediatamente al comisario del Santo   -149-   Oficio, que lo era el chantre de la Catedral, don Garcí Fernández de Velasco, y le mandó que, al instante, pasara al convento de San Agustín, y, a nombre de la Inquisición, le confiscara al Prior todo el expediente que había formado; el Comisario obedeció ciegamente lo que se le ordenaba, pero el Juez Conservador contestó fría y secamente: «Yo no he declarado excomulgado al reverendísimo señor inquisidor don Juan de Mañozca, sino al bachiller Mañozca, público precursor de sacerdotes». Pensativo se quedó el Chantre, oyendo semejante respuesta; mas como era un soldado viejo, que, después de haber militado algunos años en Nueva España, se había ordenado de sacerdote, y no sabía nada de cánones ni de leyes eclesiásticas, se vio ofuscado por las sutilezas teológicas del agustino y regresó a dar cuenta al Visitador del éxito de su comisión. A ese mismo tiempo los frailes agustinos tocaban las campanas haciendo señal de entredicho; también las tocaban en Santo Domingo y en Santa Catalina; consumían las Sagradas Formas y cerraban las puertas de las iglesias. Oyendo las campanadas de entredicho y sabiendo la respuesta del Juez Conservador, rebosó en cólera el Visitador y se lanzó a medidas de mayor violencia. Convocó al alcalde de la Hermandad y le dio orden para llamar a las armas a todos los vecinos de la ciudad; pregonose, en efecto, la disposición de acudir a la milicia bajo pena de la vida, por traidor al Rey, para todo el que, teniendo armas y caballo, no se presentara inmediatamente; se amenazó con la pena de doscientos azotes al padre, hermano o pariente de los frailes que tomara   -150-   parte o hablara en defensa de los dominicos americanos.

Luego dispuso que el Juez Conservador fuera tomado preso, sacado de su convento y puesto en la cárcel; mas cuando fueron a prenderlo, ya el fraile se había escondido. El Visitador atribuyó la fuga del padre Araujo a los consejos del fiscal de la Audiencia y del provincial de San Agustín, y mandó que luego fuesen reducidos a prisión en la cárcel pública; el Fiscal logró escaparse metiéndose en la Catedral; pero el Provincial fue arrastrado a la casa del Visitador, donde éste lo echó en un calabozo y lo metió de pies en un cepo; allí estuvo el fraile sin que el Visitador permitiera que le pusieran cama, ni menos que le dieran papel y tinta; once días lo tuvo así atormentado, y aun la comida la hacía examinar con sus criados o la examinaba él mismo, antes de que se la metieran al preso. La prisión del Provincial no le satisfacía al rencoroso Mañozca, y ansiaba por haber a las manos al Juez Conservador; amenazó, pues, con pena capital al que lo tuviera escondido, y a los que supieran donde estaba oculto y no lo denunciaran dentro de un término contado de días. Con tan terribles amenazas, hechas por un déspota como Mañozca, ya no hubo escondite seguro para los pobres frailes; presentáronse, pues, en el convento, pero más tardaron ellos en manifestarse que el Visitador en hacerlos prender y sacar desterrados.

En la mañana del 23 de enero de 1626, los tres frailes agustinos, el Provincial, el Prior y el que había actuado como notario del Juez Conservador, fueron sacados de la ciudad y desterrados   -151-   a Chile; iban los tres frailes en cabeza, a pie, y en medio de un grupo de hombres armados; algunos dominicos españoles, caballeros en sendas mulas, andaban entre la escolta insultando a los desterrados. Cuando éstos fueron tomados presos, estaban con toda la comunidad rezando el «Itinerario de los clérigos», delante del Santísimo Sacramento, expuesto como para hacer más escandalosa la conducta del Visitador.

En la plaza pública, parándose en medio del pueblo, que estaba apiñado lamentando por el destierro de los frailes, comenzó a gritar el Provincial, en tono y voz de pregonero: «¡¡Ésta es la justicia, que, en estos tres pobres frailes agustinos, hace el Inquisidor Mañozca por haber defendido la autoridad del Romano Pontífice; quien tal hace, que tal pague!!...».

La Audiencia, bajo la presión que sobre los oidores ejercía el Visitador, les negó el viático a los desterrados, aunque ellos lo solicitaron repetidas veces; en todos los pueblos donde llegaban, pedían el viático y hacían requerimientos y protestas sobre la injusticia de su destierro y la violación de los privilegios apostólicos, cometida por el Visitador; pero en ninguna parte se les prestó la menor atención; y, por sus jornadas contadas, llegaron a Guayaquil, de donde el Corregidor los hizo embarcar para Lima. En esta ciudad terminó su destierro, porque el Virrey revocó las órdenes del Visitador, calificándolas de arbitrarias e injustas. Mañozca los condenó a los frailes a destierro perpetuo en Chile, porque entonces el reino de Chile, donde era necesario estar sobre las armas, para contener las correrías   -152-   de los araucanos, era mirado como un lugar lleno de molestias y sobresaltos, y, por lo mismo, como muy a propósito para residencia de desterrados. Para poner en ejecución todas estas medidas violentas y temerarias, el visitador Mañozca empleaba su autoridad temporal y su poder de inquisidor, y, aun más, explotaba los sentimientos vanidosos de los españoles contra los americanos exacerbando la desunión, que, ya desde entonces, existía entre los europeos y los nacidos en estas provincias; así fue que quienes le prestaron al Visitador una cooperación más activa y decidida, para las prisiones y destierros de los frailes, fueron principalmente los españoles avecindados o residentes entonces en Quito.

Desterrados los tres frailes agustinos, y entregada la comunidad de Santo Domingo en manos de los padres Maldonado y Martínez, el Visitador se acordó que sus criados y familiares estaban excomulgados; y, aunque ellos no habían hecho caso ninguno de la excomunión, con todo creyó indispensable mandarlos absolver. Era entonces obispo de Quito el señor Sotomayor, el cual, hacía algunos meses, se hallaba bien lejos de la ciudad, ocupado en practicar la visita de la diócesis; en Quito estaba gobernando como provisor y vicario general un eclesiástico español, hombre sagaz, aunque de escasos conocimientos en ciencias eclesiásticas; no obstante, en punto a bulas y rescriptos pontificios, decía públicamente que el pase real no era necesario para que surtieran todos sus efectos canónicos, cosa que al inquisidor Mañozca le sonaba muy mal; lo hizo, pues, venir a su presencia y le ordenó que absolviera a   -153-   sus criados. Resistiose discretamente el Vicario, alegando que no tenía autoridad. El Vicario era sevillano y se llamaba Jerónimo Burgacés; fue comerciante en Cartagena, donde se casó siendo todavía muy joven; a los tres años se le murió la mujer, hizo un viaje a Sevilla, regresó a Cartagena y se ordenó de sacerdote; sirvió de cura en Mompox, de donde lo echaron a pedradas, y después obtuvo el destino de capellán de las galeras reales; hallábase ocupado en este beneficio cuando tocó en Cartagena el obispo Sotomayor, y se lo trajo en su compañía a Quito, y, al salir a las visitas de la diócesis, lo dejó por su provisor y vicario general. El Visitador y el Vicario se conocían mutuamente; y así el primero sospechó que los escrúpulos canónicos del segundo no eran más que una ocurrencia andaluza para desobedecer sus mandatos, hizo, pues, que la Audiencia pronunciara un auto, por el cual se le conminaba al Vicario que absolviera a los criados del Visitador; requerido con el decreto de la Audiencia, convocó el Vicario a los canónigos para discutir el asunto; los pareceres estuvieron divididos y el Vicario se permitió en sus palabras mucha libertad contra el Visitador; sin embargo, dio la absolución a los excomulgados, pero empleando una fórmula condicional, pues declaró que los absolvía no de una manera absoluta, sino tan sólo en cuanto tuviera autoridad y jurisdicción para absolver de excomuniones reservadas al papa. No era necesaria tanta independencia para concitar las iras del mal sufrido Visitador; y así el Vicario fue desterrado al punto a cuarenta leguas de distancia fuera de   -154-   Quito, sin respeto ninguno a la inmunidad de la jurisdicción eclesiástica. Causa verdaderamente sorpresa semejante conducta en un sacerdote, ya maduro en edad como Mañozca, e investido, además, del cargo de inquisidor, es decir, de centinela y guardián de los intereses católicos, pero nuestro hombre estaba ciego; los amigos y protectores que lo habían elevado a la dignidad en que se encontraba, no le podían comunicar las cualidades que necesitaba para desempeñarla cumplidamente.




IV

El provincial de San Agustín, apenas llegó a Lima, cuando se acobardó del destierro y se fugó de la ciudad; pero, como era preso de la Inquisición, ésta lo persiguió y fue tomado en Panamá, y de nuevo llevado a Lima, y encarcelado en los calabozos del Santo Oficio. Es indispensable dar algunas noticias acerca de este religioso, para que se pueda comprender bien la parte que tuvo y el papel que desempeñó en los acontecimientos de aquella época.

Llamábase fray Francisco de La Fuente y Chávez, era natural de Quito e hijo legítimo del capitán Juan Rodríguez de La Fuente y de doña Francisca de Chávez, personas distinguidas y de las más nobles de la ciudad, como descendientes de los primeros conquistadores de Quito y de Popayán; profesó muy joven en la Orden de San Agustín, pero la nobleza de su familia no le sirvió para dar realce a su humildad, sino audacia a su desapoderada ambición, pues carecía de las virtudes propias de un religioso, y no le faltaban   -155-   los vicios que deshonran a los que viven enteramente olvidados de Dios. Pesaban sobre este Padre cargos muy graves, y podía ser puesto justamente en las cárceles del Santo Oficio; como su conciencia era culpable, flaqueó, perdió la fortaleza para padecer y tuvo miedo del destierro, y más que del destierro, de las pesquisas de la Inquisición. Acobardado, le escribió desde Lima al visitador Mañozca una carta no sólo humilde sino abyecta y baja, en la que le daba satisfacción de todo lo pasado, le pedía perdón e imploraba clemencia, ofreciendo hacer cuanto se le exigiera en servicio del Visitador. Semejante carta no podía llegar a manos de Mañozca en mejor sazón; serenado el ánimo y meditadas con calma las cosas, había advertido el Inquisidor que su conducta no había sido prudente, y estaba inquieto y muy temeroso; su alma mezquina era incapaz de un generoso arrepentimiento, y le traía solícito el recelo de que sus medidas fueran reprobadas por el Real Consejo de Indias y perdiera la gracia del Soberano. Los servicios del Provincial venían, pues, muy a tiempo, y podían conjurar la desgracia, que aparecía como muy probable. El padre La Fuente fue llamado a Quito, dejado en completa libertad y restituido a su cargo de provincial; y de tanto favor se le dieron señales, que el fraile levantó muy alto su ambición, puso los ojos en la sagrada dignidad episcopal, recogió informes acerca de sus méritos, formó con ellos un expediente y lo remitió al Consejo de Indias, a fin de que allá lo tuvieran presente cuando se tratara de la elección de obispos.

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Cuando las cosas humanas llegan a un punto de tensión y violencia considerable, se hallan próximas a su término; pues la autoridad perece por sus mismos abusos, así como se conserva invulnerable mientras está apoyada en la justicia. Las medidas violentas y los abusos cometidos por el Visitador, obligaron a buscar remedio, pero faltaba una manera segura cómo hacer llegar al Consejo de Indias informes acerca de lo que estaba sucediendo en Quito. Encontrose, por fin, un mensajero adecuado y fue también un fraile agustino, llamado fray Leonardo Araujo, hermano mayor de fray Fulgencio, el Juez Conservador nombrado por los dominicos. Fecundo en ardides, ingenioso, activo, diligente y de una voluntad decidida e incontrastable, tal era fray Leonardo Araujo; sin que ni el Visitador, ni sus aduladores cayeran en la cuenta de nada, ni sospecharan lo que estaba pasando, se puso de acuerdo el fraile con el presidente Morga, con los oidores y con varias otras personas; aparejaron un extenso memorial con cartas de los jesuitas, de los mercenarios y de los franciscanos, en las que se recomendaba encarecidamente la conducta del doctor Morga, y se ponderaba lo triste de la situación a que lo había reducido el Visitador; con estos documentos, el padre Araujo salió de Quito y emprendió viaje a España, con una prontitud y una diligencia que, aun ahora, serían sorprendentes. Y negoció en la Corte con tal habilidad que, habiendo salido de Quito en marzo de 1626, en septiembre del año siguiente de 1627, estuvo ya depuesto el Visitador.

En efecto, el 18 de septiembre de 1627, se   -157-   dio cumplimiento en Quito a la resolución del Consejo Real de Indias, por la cual ordenaba Su Majestad que Mañozca suspendiera inmediatamente la visita de la Real Audiencia, y regresara a Lima para ocupar su plaza de inquisidor más antiguo; mandaba, además, el Rey que el doctor Morga volviera a su destino de presidente, y que los oidores y el Fiscal fueran restituidos a sus antiguos empleos. El primero que tuvo noticias anticipadas de su caída fue el mismo Mañozca, porque se las comunicó su paisano y compadre don Tomás de Larraspuru, padre del famoso don Nicolás y jefe de los galeones del Norte; turbose Mañozca con una para él tan funesta noticia, y se manifestó muy abatido y desazonado. Pronto la nueva cundió en la ciudad; muchos dudaban de ella; otros no la querían creer, teniéndola como falsa; tanto era lo que deseaban que fuera cierta. El desautorizado Inquisidor no había logrado en Quito ni siquiera la triste y nada envidiable fortuna de ser temido: era solamente odiado. Como supremo magistrado, había dado a conocer que no respetaba la justicia; y el pueblo no suele estimar sino a los jueces íntegros y justicieros. Días antes que llegaran las cédulas reales de su destitución, Mañozca se vio acosado, herido a mansalva por el aleve dardo del pasquín, del anónimo, que hacía burla de su fracaso, aplicándole, con punzante ironía, textos de la Santa Escritura, en lo cual era fácil descubrir manos ejercitadas en hojear el Breviario38.

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Pero llegó el día de su destitución, se publicó el pregón que anunciaba que la autoridad del Visitador había terminado, el doctor Morga volvió a la presidencia y Mañozca quedó destituido. Esa noche, reunidos los frailes de Santo Domingo con algunos vecinos del lugar, acudieron a burlarse del Inquisidor... Estaba ya éste acostado en la cama, cuando, al son de varios instrumentos fúnebres, le cantaron los frailes un responso, torciendo, con donaires amargos, los versículos   -159-   del Oficio de Difuntos, y acabando con esta imprecación: A porta inferi... Nunquam eruas, Domine, animam Joannis!!!... El pobre del Inquisidor se retorcía de cólera en su lecho, repitiendo para consolarse: «¡¡¡Así han padecido los santos!!!».

El Doctor Morga guardó para con el destituido Mañozca una conducta noble y generosa le visitó varias veces, le trató con decorosa urbanidad y le prestó para su regreso a Lima cuantos auxilios necesitó. La noticia anticipada de su destitución le sirvió a Mañozca para esconder los documentos que le podían perjudicar, y para disponer los autos de modo que la verdad resultara desfigurada en su favor. Una cosa no le fue posible alterar, a saber, el gasto de unos sesenta mil pesos que había costado a la Tesorera de la Real Hacienda su visita. El mandato del Rey era terminante, Mañozca debía volver a Lima, la visita de la Audiencia quedaba en suspenso, y, hasta nueva orden, el Presidente y los oidores continuarían en sus destinos. Mañozca regresó, pues, a su empleo de inquisidor más antiguo del Tribunal del Santo Oficio en Lima39.

La visita de la Audiencia fue encargada a uno de los oidores de Lima, a quien se le enviaron   -160-   instrucciones sobre la manera cómo debía practicarla, y se le prescribió un plazo de tiempo dentro del cual había de quedar terminada. El Rey no designaba el oidor que debía venir a continuar la visita, dejando a voluntad del Virrey el elegir al que le pareciera más adecuado para practicar semejante comisión, atendidas las circunstancias en que se encontraban los ánimos por la conducta imprudente de Mañozca. El Virrey designó primero al doctor Juan Jiménez de Montalvo, el cual murió cuando se estaba disponiendo para venir a esta ciudad; por esto, fue nombrado el doctor Alberto de Acuña, quien no aceptó el cargo; entonces el Virrey suspendió la elección para que la hiciera su sucesor, que estaba próximo a llegar a Lima. En efecto, una de las primeras atenciones del conde de Chinchón, sucesor del marqués de Guadalcázar en el virreinato del Perú, fue la conclusión de la visita de la Audiencia de Quito, para ver de tranquilizar los ánimos de los vecinos de estas provincias, que se hallaban muy agitados y divididos. La elección recayó en el doctor Galdós de Valencia, hombre sesudo, reposado y cuya edad pasaba ya de setenta años; Galdós de Valencia aceptó la comisión, y el 29 de septiembre de 1629, dos años después de la destitución de Mañozca, llegó al pueblo de San Miguel de Latacunga, de donde no quiso pasar a Quito. Estacionado en el campo, lejos de la influencia de los partidos, se ocupó el nuevo Visitador asiduamente en leer por sí mismo el enorme expediente de más de seis mil fojas, que había formado Mañozca. Tres meses enteros gastó en la lectura de los autos; y, el día 5 de   -161-   enero de 1630, entró en Quito, y continuó ocupándose en la visita hasta el día 7 de agosto del año siguiente, en que la dejó terminada y regresó a Lima.

El presidente Morga siguió gobernando tranquilamente, mientras los autos de la visita se examinaban en el Real Consejo de Indias, y se confirmaba o no la sentencia dictada por el Visitador. De los cincuenta cargos que se formularon contra el doctor Morga, la mayor parte fueron probados plenamente; pero el Consejo se limitó a concederle jubilación y a imponerle una considerable multa en dinero. Empero, el fallo de la residencia llegó a Quito después de la muerte del presidente Morga.

El visitador Galdós de Valencia suspendió de sus cargos tanto al oidor Tello de Velasco como al doctor Alonso Castillo de Herrera; mas el primero, merced a los poderosos valedores que tenía en la Corte, logró ser trasladado a la Audiencia de Guatemala; y el segundo, absuelto de sus cargos, fue repuesto en su plaza de oidor. Viéndose suspendido y castigado por el Visitador, apeló de la sentencia de éste para ante el Consejo, y aunque era pobre y lleno de familia, hizo un viaje a España para defenderse personalmente de los cargos, en que el Visitador había apoyado su sentencia; dejó a su esposa, doña Gabriela Bravo de Olmedo, hospedada en el convento de la Concepción, donde quedaron también sus hijas bajo el amparo de las monjas, pues los hijos varones fueron protegidos por los amigos y sostenidos en casas particulares hasta el regreso del Oidor. La sentencia de su privación temporal   -162-   del cargo estaba fundada en el carácter vehemente e irascible del doctor Castillo de Herrera, el cual, por ese motivo, no podía vivir en paz con sus colegas de tribunal; además, se le condenaba por haber sido él quien decretó el destierro de los tres frailes agustinos. A los cuatro años estuvo de regreso en Quito, pero falleció pocos meses después, dejando a su familia en pobreza y orfandad; su viuda y ocho niños huérfanos quedaron en esta ciudad, abandonados a la caridad y conmiseración pública.

En menos de dos años la Audiencia estaba, pues, enteramente cambiada; el doctor don Alonso Castillo de Herrera llegó a Quito en febrero de 1636, y el 21 de julio de ese mismo año falleció el presidente don Antonio de Morga; año y medio después, descendió también al sepulcro el oidor Castillo; quedaba sólo de los antiguos el fiscal don Melchor Suárez de Poago.

Los frailes agustinos regresaron a su convento de Quito; los dominicanos españoles, ya sin la decidida protección de la autoridad civil, aflojaron algún tanto su escandalosa avilantez y tomaron el arbitrio de enviar a Roma dos procuradores, uno por parte de los españoles, y otro por parte de los americanos, para someter el asunto a la decisión del Maestro General, según lo prevenían las Constituciones de la orden. El Padre General recibió a los procuradores de entrambos partidos; y, después de estudiar maduramente el punto, resolvió, declarando válida la elección de provincial hecha en la persona del padre Rosero, y nula, por lo mismo, la que el   -163-   visitador Mañozca había mandado hacer en el padre Martínez40.

El Consejo de Indias reprobó cuasi todas las resoluciones del visitador Mañozca, y aun mandó devolver al procurador de la ciudad los quinientos pesos de multa, con que, injustamente, fue castigado. Tal fue el éxito de la ruidosa visita de la Real Audiencia de Quito, practicada por el inquisidor Mañozca.

Diremos una palabra más acerca de este eclesiástico. De Quito volvió a Lima, y en esa ciudad permaneció hasta 1636, año en el cual fue ascendido al destino de ministro del Tribunal Supremo de la Inquisición, establecido en Madrid; en 1642 sirvió la presidencia de la Cancillería Real de Granada, y el año siguiente fue presentado   -164-   para Arzobispo de Méjico, cuya iglesia gobernó por casi diez años, pues falleció en 1653, en la misma ciudad de Méjico. Recibió la consagración episcopal, en la Puebla de los Ángeles, de manos del venerable don Juan de Palafox, entonces obispo de aquella ciudad. Los últimos años de la vida del célebre inquisidor don Juan de Mañozca pertenecen, pues, rigurosamente a la historia del gobierno colonial en la Nueva España; en la Historia general de la antigua Audiencia de Quito, este famoso sacerdote ha dejado una página de nada honrosos recuerdos.

Examinando imparcialmente el procedimiento de Mañozca, nos quedamos perplejos, sin acertar a pronunciar acerca de él un juicio definitivo. ¿Lo condenaremos como perverso? ¿Lo disculparemos como bienintencionado? ¿Fue hombre malo? ¿No sería más bien uno de tantos ingenios vulgares a quienes no los merecimientos propios, sino el ciego favor de áulicos y cortesanos levanta a importantes cargos, de los cuales eran indignos? Sus medidas violentas le condenan; de sus abusos de autoridad no hay como disculparlo. ¿Le salvará su buena intención?... Mañozca protestaba que todo cuanto hacía iba enderezado a la gloria divina; pero el Inquisidor entendía el servicio de Dios a la manera de los fariseos del tiempo de Jesucristo, no según las enseñanzas del Evangelio, sino según los dictámenes del amor propio, siempre ciego y desalumbrado. Poco clara debía de tener la vista del alma este sacerdote, cuando se juzgaba merecedor de prelacías y arzobispados; ni podía ser juez competente en materias religiosas, quien   -165-   condenaba, como pecado de hechizo y sortilegio, en los frailes dominicos americanos el uso de la coca, tan común y tan inofensivo dondequiera41.

¿Talvez seremos injustos al juzgar así tan severamente a este célebre personaje de nuestra época colonial? El criterio moral, con que hemos de juzgar las acciones de Mañozca, no puede menos de ser severo, porque quien llevaba en su alma la unción sacerdotal estaba estrictamente obligado a conformar todas sus acciones con la regla de santidad propia del estado eclesiástico. ¿No fue perfecto? ¿No alcanzaba a tanto su virtud?... ¡¡Sea siquiera prudente, ya que la prudencia fue virtud hasta de paganos!!... Un sacerdote, maduro en años, a quien su Rey le había dispensado la honra de vigilar sobre los intereses católicos y mantener puras las doctrinas de la Iglesia romana en estas partes, echó sobre sus hombros indudablemente una carga muy pesada; a ese altísimo honor estaban anexos muy sagrados   -166-   deberes, y un inquisidor no podía ignorar que en la religión católica el dogma, el culto y la moral están ligados con vínculos esenciales de mutua y necesaria dependencia. ¿Podía ser ejemplar de virtudes el que protegía a un criminal como Larraspuru? ¿Qué respeto manifestaba a los sagrados cánones el que públicamente ponía manos violentas en sacerdotes?... El ser elevado a una dignidad impone deberes al que la acepta; pero no comunica merecimientos a quien antes carecía de ellos.

El doctor don Antonio de Morga gobernó por el largo espacio de casi veinticinco años; como magistrado fue funesto para la colonia, pues en su tiempo las costumbres públicas se corrompieron miserablemente.

Morga, así que volvió a ejercer la autoridad de presidente, persiguió a todos aquellos de quienes le constaba o sospechaba que habían dado en la visita informes contrarios a él; y, con frívolos pretextos, los oprimió metiéndolos en la cárcel; para descubrir en qué sentido habían declarado algunos otros, les escribió cartas traicioneras con nombres supuestos, haciéndoles preguntas astutas para sorprenderlos, todo con el propósito ruin de vengarse. Cuando Larraspuru regresó a Quito, lo dejó andar impunemente y aun le hizo alto para la fuga; no era, pues, Morga hombre que vigilara por el bienestar moral de la sociedad, y la época de su gobierno fue época de decadencia.

Los postreros años de su vida los pasó este Presidente achacoso de salud y abatido de ánimo; el clima de Quito era demasiado rígido para   -167-   un hombre de tan anciana edad, y así por gozar de mayor abrigo, se trasladó a vivir en una granja situada en el valle de Cumbayá, donde acabó dolorosamente su vida. Su cadáver, traído a esta ciudad, fue sepultado en la bóveda que, para su enterramiento, tienen los frailes franciscanos en su iglesia. Dio poder para testar en su nombre al padre fray Pedro Dorado, franciscano, con encargo especial de que el mismo Padre eligiera y nombrara albacea; el testador eligió a los oidores don Antonio Rodríguez de San Isidro y don Alonso Ferrer de Ayala42.

Como lo hemos indicado ya antes, el presidente Morga fue tres veces casado; doña Catalina de Alzega, su segunda mujer, murió en Quito, el año de 1625, en medio de los azares de la visita. Muerto el doctor Morga, se trasladó a Lima su tercera esposa, doña Ana María Verdugo, viuda del general don Ordoño de Aguirre, con quien estuvo casada en primeras nupcias. En Lima sostuvo esta señora un largo pleito con el Fiscal y los oficiales reales, quienes intentaban que ella pagara a la Corona la multa que al doctor Morga le fue impuesta por el Consejo de Indias. Ni de su segunda ni de su tercera esposa dejó sucesión; de la primera tuvo tres hijos varones, uno de éstos murió ahogado en Filipinas; otro, que militaba en el ejército de Chile, también se ahogó al pasar el Biobío; un tercero, llamado Antonio como su padre, vivía en Quito, ocupado en el comercio. Tales son las noticias,   -168-   que nos suministra la historia, acerca de uno de los más notables presidentes de nuestra antigua Real Audiencia.

El doctor don Antonio de Morga ha sido el presidente que, por más largo tiempo, gobernó estas provincias; un hombre que hubiera cumplido los graves deberes de magistrado, las habría hecho felices o siquiera habría procurado conjurar los males de que se veían acometidas; pero el doctor Morga, dominado del más frío egoísmo, no pensó más que en su medro personal y en el enriquecimiento de su familia, dejando que la colonia fuera hundiéndose lentamente en un abismo de miserias. El más precioso beneficio que la Providencia reserva para los pueblos es un buen gobernante; a España se lo negó en el siglo decimoséptimo, ¿lo habrían tenido sus colonias?... ¿Lo habría tenido la subalterna Audiencia de Quito?





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