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«Las noches lúgubres» cadalsianas: humanitarismo, sensismo y nueva sensibilidad en la literatura dieciochesca

Franco Quinziano



A Rinaldo Froldi, guía y norte de dieciochistas.



Mejor que tu boca me lo dice mi corazón.


Noches lúgubres, Noche segunda.                







Las Noches lúgubres y los senderos de la crítica

Existe consenso generalizado en considerar a José Cadalso como una de las personalidades literarias más relevantes y significativas, y al mismo tiempo complejas y ambiguas, que exhibe el setecientos español. Al aludir al poeta gaditano, algunos críticos han enfatizado su «personalidad contradictoria» (Camarero 1988, 72)1 y «esquiva» (Deacon), mientras que otros han hablado de «máscara» y «careta», enfatizando los rasgos de un autor propenso al disimulo y al «secreto» (Demerson). Asimismo el amplio abanico de etiquetas que le han atribuido -arraigo en la tradición española, estoicismo senequista, imitador de la tragedia neoclásica francesa, iniciador del ensayo moderno y del género sepulcral en las letras españolas, fidelidad a la vertiente lírica de Garcilaso y Fray Luis, precursor del costumbrismo decimonónico, prerromántico o incluso exponente del «primer» romanticismo español, etc.-, no hacen más que confirmar la amplitud de perspectivas que exhibe su obra y la pluralidad de facetas sobre los que se ha detenido la crítica al abordar sus textos. De todos modos, frente a los probables contactos y a las posibles influencias que habrían incidido en el autor andaluz, cabe aclarar, como advierte con razón Bermúdez Cañete, que tan sólo es posible «documentar concretamente unas pocas [lecturas]: Young, Montesquieu, Rousseau» (1982a, 277)2.

De formación humanista y clásica, espíritu crítico y cosmopolita dotado de fina intuición, el poeta gaditano se proyecta como figura de relieve, junto a Nicolás Moratín, en el pasaje hacia la poesía rococó y hacia la definición de la nueva poética neoclásica. Después de haber sido considerado durante los últimos lustros del siglo XIX e inicios del XX un autor mediocre y de escaso valor literario, Cadalso ha recobrado en los últimos tiempos el prestigio del que seguramente gozó entre sus contemporáneos como innovador, referente y orientador literario. La conmemoración del bicentenario de su muerte, hace algo más de cinco lustros (1982), constituyó en este sentido una oportuna y valiosa ocasión para una trazar una revisión más amplia y menos arbitraria de su producción literaria, erigiéndose en uno de los escritores dieciochescos que mayor interés crítico ha despertado en estos últimos decenios3.

Como es bien sabido, algunos de los textos que nos ha legado el poeta soldado han dado lugar a una multiplicidad de consideraciones y de lecturas interpretativas, en algunos casos disímiles entre sí e incluso a veces antitéticas o contradictorias4. Sus dos obras de mayor relieve y proyección, las Noches lúgubres5 y sus Cartas marruecas, publicadas ambas en las páginas del Correo de Madrid, entre 1789 y 1790, no son más que una confirmación emblemática de esta multiplicidad de lecturas interpretativas que ha suscitado su poliédrica obra. Dichas percepciones, por lo general, reconocen el peso de determinados presupuestos estéticos, culturales e ideológicos, habiéndose acentuando en tal sentido las novedades de la que su obra ha sido portadora, ya sea desde una perspectiva romántica, ya sea desde un privilegiado mirador noventayochista.

En efecto, si en las Cartas cadalsianas la crítica se ha detenido en el escritor racionalista que, a través de un riguroso e implacable análisis de la realidad española y de la búsqueda y definición del «carácter nacional», ofrecía un modelo de escritura al costumbrismo decimonónico, anticipando al mismo tiempo el tema de la misma España, percibida de modo subjetivo y personal, las Noches lúgubres fueron concebidas en cambio por un sector considerable de la crítica como anticipación -cuando no, incluso, primera manifestación- de una temprana vertiente romántica en las letras hispánicas que habría aflorado ya a principios de los años setenta de la centuria.

Redactadas con toda probabilidad entre 1771 y 1772, poco tiempo después de la prematura desaparición de la actriz María Ignacia Ibáñez, la Filis de sus versos, y publicada póstumamente en entregas en el Correo de Madrid entre diciembre de 1789 y enero de 1790, las Noches lúgubres se proyectan como uno de los textos más significativos y al mismo tiempo más problemáticos de la literatura dieciochesca, abierto a una pluralidad de significados e interpretaciones. Han sido diversas las cuestiones y los temas de debate sobre los que se ha detenido la crítica a la hora de abordar el texto: su fecha de redacción, las fuentes probables, si constituye un texto abierto o concluso6, los problemas que atañen a la cuestión de género (novela breve, poema en prosa, esbozo de teatro sentimental, etc.), sin olvidar la larga serie de imitaciones, plagios y refundiciones que promovió el texto a lo largo del siglo XIX y que acabaron condicionando las mismas lecturas interpretativas a lo largo del Ochocientos y parte del siglo XX. Como es bien sabido, el texto se inscribe claramente en el modelo de la poesía sepulcral en boga en aquellos decenios, aunque la presencia determinante de los diálogos y soliloquios aproximan a las Noches más a una obra para ser representada o recitada en los escenarios. En tal sentido, algunos críticos han planteado innegables afinidades con el género dramático, lo que convierte al texto cadalsiano en un claro ejemplo de hibridez literaria de no fácil catalogación. Otros críticos, como Díaz Plaja (184-6), llegaron a poner en discusión incluso la misma paternidad cadalsiana de la obra, aunque las profundas y convincentes consideraciones de Tamayo y Rubio y sucesivamente de Helman (1950), han despejado cualquier duda al respecto.

Como hemos observado en otras oportunidades (ver Quinziano 1995, 12-3), las Noches constituyen sin lugar a dudas la obra que más que ninguna otra ha promovido juicios e interpretaciones discordantes sobre el pensamiento y la colocación artística y estilística del autor andaluz, abriéndose a una pluralidad de valoraciones y consideraciones, que en algunas ocasiones han llegado a violentar incluso el sentido original del texto. En esta perspectiva, por ejemplo, la visión de las Noches como «realidad o expresión autobiográfica», «anticipación», o incluso, «primera manifestación» del romanticismo español constituía, hasta no hace mucho tiempo, un lugar común ampliamente radicado en un sector no insignificante de la crítica. Dicha interpretación, sin duda sugerente, aunque en nuestra opinión engañosa, y que hoy día sigue contando con no pocos adeptos en el campo de los estudios dieciochescos, proclamaba que el individualismo, el pesimismo, la pasión y de modo especial el estado de ánimo y los desahogos emocionales del protagonista, Tediato, percibidos todos ellos como encarnación de un acusado subjetivismo y expresión del propio yo del autor, habrían abierto las puertas a un primer romanticismo español en el último tercio del setecientos.

Huelga decir que en la definición de esta lectura interpretativa, en nuestra opinión distorsionada, ejerció sin duda una influencia determinante el alcance autobiográfico que, en razón de la inclusión de la anónima Carta de un amigo en la edición de 1817 y de una Cuarta noche apócrifa añadida en la edición de 1822, se le otorgó al texto7. Uno de los primeros en trazar la imagen de un «Cadalso romántico» fue el erudito santanderino Menéndez y Pelayo, quien a finales del siglo pasado definía al poeta soldado como «el primer romántico en acción en sus amores, en sus aventuras y en su gloriosa muerte, realizando [...] el ideal apasionado y tumultuoso de los Byron y los Esproncedas» (296). A principios de la década de los 40, Ramón Gómez de la Serna (885-91) identificaba al autor con el protagonista del texto y retomaba la leyenda de un Cadalso desenterrador que habían popularizado las ya aludidas Carta de un amigo y la Cuarta noche apócrifa. Sucesivamente comenzaron a ponerse de relieve otras notas salientes que confirmaban la novedad del texto cadalsiano, atendiendo fundamentalmente a la escenografía lúgubre, y al ambiente nocturno y sepulcral que dominan las tres Noches y haciendo hincapié en el tono intimista y personal, escéptico, exasperado y melancólico que impregnan varios pasajes de la obra.

En esta misma línea E. Helman concibió al poeta andaluz como «un romántico antes del romanticismo, romántico en su vida y muerte, y romántico en buena parte de sus escritos» (1968: 9)8. Más recientemente, aunque no siempre en función de una total identificación autor/personaje, se ha hablado también de «estallido» (Alborg 759), «temperamento» (Embeita 324), y «soplo» románticos (Paredes Núñez 100) al aludir al texto cadalsiano. Por supuesto, en dicha perspectiva no puede pasar inobservada la conocida interpretación del hispanista estadounidense Russell P. Sebold, para quien el poeta gaditano, habiendo experimentado de modo precoz el «panteísmo egocéntrico» y el «pesimismo cósmico», constituía el primer autor español «en escribir de acuerdo a la cosmología romántica» (1974, 268). La conclusión para Sebold era obvia: con sus innovaciones, Cadalso se instalaba como el primer romántico europeo de España «tanto en su vida como en sus escritos» (1974, 265). Hay que hacer constar que el prestigioso dieciochista ha venido defendiendo convencida y coherentemente hasta nuestros días esta posición, habiendo precisado a inicios de los años 90 que en las Noches cadalsianas «se encuentran por primera vez la cosmovisión y buena parte de la temática del romanticismo» (1992, 29). En tiempos más recientes, al explicar su periodización de la poesía española en el XVIII en la que registra la existencia de un «primer romanticismo» entre 1770-1800, Sebold ha corroborado dicha opinión concibiendo las Noches como «la primera obra plenamente lograda del romanticismo setecentista europeo» (2003, 119).

Que Cadalso haya echado mano a algunos recursos expresivos que más tarde acabarían convirtiéndose en tópicos del romanticismo, no significa que a partir de las Noches haya que registrar la génesis de la literatura romántica en las letras españolas. Ya se ha señalado que la capacidad de enfatizar los propios sentimientos y propias vivencias, desahogándolos emocionalmente, y la presencia de una nueva sensibilidad virtuosa de ningún modo sentaron las bases de la cosmología romántica, cuya afirmación en las letras españolas, por el contrario fue más bien tardía, aflorando en las postrimerías del primer tercio del Ochocientos. Dichos impulsos, en nuestra opinión, deben ser vistos como notas privativas de la fase culminante de la literatura dieciochesca, plenamente inmersos en el horizonte cultural de la Ilustración. La exaltación de los sentimientos en el texto de Cadalso no representa por tanto el punto de partida de una nueva cosmovisión estética en España, sino que alude a la exasperada expresión del binomio intelecto-sentimiento, propio de la literatura de la Ilustración madura de los últimos decenios del siglo; dualidad a través de las Noches, concebidas como logrado modelo de prosa poética y expresión de esta nueva vertiente sentimental -y conjuntamente con El delincuente honrado de Jovellanos- modeló una de sus primeras y más significativas expresiones (ver Arce 1981, 449-50)9.

Conviene tener presente que esta visión que concibe a Cadalso como autor que de modo prematuro sentaba las bases del romanticismo en las letras españolas no ha interesado sólo a las Noches, sino que ha concernido también tanto a su producción poética10 como a las mismas Cartas marruecas (ver Hughes 20-40, Helman 1970, 149-150 y Sebold 1974, 213-23). En esta perspectiva un sector de la crítica ha percibido la escritura del poeta gaditano como un gran espejo en el que de modo dramático se traslucía el conflicto existencial del propio autor, dominado por una fuerte tendencia al egocentrismo, como manifestación de un dramático conflicto espiritual. Fue abriéndose camino así también una concepción que privilegiaba la identificación de Cadalso, tanto con el entorno y la naturaleza (ejemplificadas por varias de sus poesías y las Noches lúgubres), como con la misma España (Cartas marruecas). El énfasis puesto en este aludido egocentrismo, a la luz de dicha lectura interpretativa, se correspondía con la temprana presencia en la escritura cadalsiana de la «angustiada vivencia» y del «fastidio universal» -notas decididamente románticas- a través de una visión en la que sin duda se cargaban las tintas de modo improcedente en el estado de ánimo de su autor y en las notas personales y subjetivas de su producción literaria.




Sensismo y nueva sensibilidad: hacia el discurso sentimental

Ahora bien, este modo de abordar las Noches que, lejos de aproximarse al texto de Cadalso, en nuestra opinión corre serio riesgo de alterarlo, no se halla disociado de los continuos cambios y de las diversas adaptaciones que, para adecuarla al «gusto» y a la «moda» del romanticismo y garantizar así su éxito editorial, experimentó la obra a lo largo del siglo XIX. Las modificaciones más significativas se orientaron a acentuar su carácter horroroso y su ambiente macabro y lúgubre, siendo concebida al mismo tiempo como expresión autobiográfica y testimonio vital del poeta andaluz11. Es evidente que la citada Carta, al identificar al autor con Tediato, el protagonista de las Noches, condicionó la interpretación y los juicios que sobre el escritor gaditano fueron gestándose a lo largo del siglo XIX hasta bien adentrada la siguiente centuria. Si bien es innegable que el texto encuentra algunas correspondencias en la dolorosa experiencia personal del autor -«si algo hay de autobiográfico en las Noches lúgubres, parece claro que sea el estado de ánimo de Tediato, naturalmente hiperbolizado» opina Camarero (1988, 38)- en nuestra opinión las Noches hacen referencia fundamentalmente a un texto que, por decirlo con palabras de Glendinning, «trata de ficciones más que de realidad, de personajes y no personas» (1961, XXXVIII).

Aproximarse al texto cadalsiano, acentuando su carácter personal, subjetivo y emocional, en nuestra opinión corre el riesgo de limitar seriamente el análisis de la obra misma con el agravante de distorsionar la real colocación estética y estilística del escritor andaluz, dando lugar a no pocos problemas hermenéuticos. Si bien estamos firmemente convencidos de la ambigüedad cadalsiana -la cual, concordando con García Montero, puede ser explicada a partir de la dramática «tensión dialéctica desde la cual tuvo que escribir» (65) el poeta español en aquellos años-, como así también de la pluralidad de aspectos que han caracterizado tanto su personalidad como su obra, es de todos modos equivocado trazar un abordaje de sus textos a partir de una sistemática y a nuestro entender forzada identificación autor-personaje. Este tipo de lectura no ha hecho más que subestimar o dejar de lado otros factores igualmente esenciales para la comprensión de la obra de Cadalso como son por ejemplo la educación y la formación cultural y literaria recibida por el poeta soldado, las corrientes estéticas que ejercieron un influjo decisivo en la configuración de su producción literaria y, sustancialmente, el contexto sociocultural en el que el autor se formó, debió desempeñarse y redactó su obra.

Es evidente que la insistencia en considerar al poeta gaditano como primer ejemplo de «panteísmo egocéntrico» en las letras españolas o sus Noches lúgubres como «primer manifiesto en prosa de los principios y las técnicas románticas», como insiste Russell Sebold (1983), si bien puede ofrecer algunos aspectos sugestivos, no hace más que confirmar el hecho de que esta emergente sensibilidad, que comienza a ocupar cada vez más un espacio considerable en el horizonte cultural de los hombres de finales del siglo XVIII y que modelará el nuevo discurso «sentimental», haya sido asimilada erróneamente al «fastidio universal» y al «dolor cósmico» privativos del romanticismo decimonónico12. No es ocioso poner de relieve una vez más que la capacidad de manifestar los propios sentimientos y expresar los propios estados de ánimo, acentuándolos, asociada al tono melancólico y a la vertiente pesimista y escéptica, de ningún modo hace referencia a una nueva corriente literaria que rompa amarras con la cultura ilustrada, plasmando el triunfo de una nueva estética literaria que, de allí a algunas décadas, trazaría el triunfo del romanticismo. Nada más alejado de ello. Como se ha observado en más ocasiones (ver, entre otros, Maravall, Rudat 1982 y Arce 1981), dicha capacidad, secundada por la fuerza de la razón, hace referencia a un componente sustancial en la mentalidad de los hombres que participan activamente del patrimonio cultural de la Ilustración tardía, la cual, precisamente, fue delineando como rasgo distintivo este nuevo dualismo intelecto/sentimiento, expresado en términos de tensión dialéctica.

Bien conocidos son los problemas que han ido aflorando en el arduo esfuerzo por precisar las diversas corrientes que han coexistido en esta compleja etapa de transición a caballo entre los últimos decenios del siglo XVIII e inicios del XIX. Dicha fase en nuestro caso hace referencia al complejo período que ocupó el último tercio del setecientos, marcado por un estimulante entrecruzamiento de corrientes y tendencias literarias y estilísticas -rococó, neoclasicismo, prerromanticismo, etc.- que se desarrollan casi simultáneamente, y que en sus diferentes modalidades remiten todas ellas al horizonte cultural que fijó las coordenadas del pensamiento de la Ilustración madura13. No son pocos los casos en que la crítica acabó adoptando un uso incoherente y en ocasiones abusivo de determinados conceptos, sirviéndose de muletas con las cuales en verdad sólo hemos cojeado por largo tiempo. En este sentido algunas consideraciones e interpretaciones no han tenido en debida cuenta el contexto sociocultural en que fueron madurando y evolucionando algunas problemáticas, apreciaciones, y determinados ejes temáticos e ideas fuerza, no facilitando con ello la comprensión y real valoración de las diversas modalidades literarias reconocibles en estos años de transición que dan cuenta de la variedad y del entramado de estilos, actitudes y soluciones estéticas coexistentes incluso en un mismo autor o en una misma obra.

No es mi propósito insistir en estas líneas sobre esta cuestión, que atañe al problema de la periodización que plantea la poesía del siglo y a la coexistencia de vertientes estéticas y modalidades literarias diversas a lo largo del último tercio de la centuria. Para ello es posible acudir a los valiosos estudios que nos han legado Arce (1966, 447-77 y 1981, 17-35), Caso (1983, 13-19) y Froldi (1983, 477-82 y 1984) quienes, de modo especial el hispanista italiano, han examinado y precisado el alcance y el significado de las diversas modalidades coetáneas en estos decenios, con valiosas indicaciones orientadas a superar equívocos y lecturas interpretativas, por lo general, descontextualizadas. Para el propósito que aquí nos hemos fijado tan sólo interesa poner en evidencia que la exaltación del sentimiento y la presencia del discurso sentimental, como derivación de una nueva sensibilidad emergente, en equilibrio dialéctico con la razón, constituyó un componente no secundario en el horizonte ideológico-cultural del pensamiento de la Ilustración en su fase tardía.

Arce ha observado con razón que «en un mundo de base racionalista empieza a ponerse de moda la sensibilidad, el hombre sensible» (1981, 377). Se hace necesario, en efecto, situar este nuevo impulso sensible en la esfera privativa del pensamiento y de la cultura de la Ilustración, asignándole la importancia y función rectora que el mismo desempeñó en la configuración de la producción literaria y de la mentalidad del hombre dieciochesco a partir del último tercio del siglo14. En dicha perspectiva debe reconocerse en primer lugar la deuda que la producción cultural setecentista contrajo con la filosofía sensista europea, y de modo especial con el pensamiento empirista de Locke, punto de referencia insustituible para toda una generación de escritores afines al pensamiento de la Ilustración, orientado a explicar y dar razón sobre el mundo exterior y conocimiento humano a través de la percepción sensible. Huelga decir que el escepticismo lockiano representaba un claro recorte de la confianza depositada en los alcances de la facultad cognoscitiva humana y por tanto en cierto modo establecía un freno a las excesivas posibilidades que se le habían asignado a la razón.

El empirismo lockiano, con su confianza en la representación sensible -«veder, toccar, udir, gustare, sentire», manifestaba el dramaturgo Vittorio Alfieri-, constituyó sin duda el punto de arranque de esta «nueva sensibilidad» emergente que acabó ejerciendo una notable influencia sobre no pocos literatos, de modo especial Cadalso, Jovellanos y Meléndez Valdés (ver Gies 218). El sensualismo de Locke implicaba una nueva posibilidad hacia la representación del mundo y comprensión de la mente humana, promoviendo un cambio radical en el campo de las mentalidades y en las modalidades de aproximación al conocimiento del mundo exterior al sujeto, al convertir, como recuerda Reyes, «a la sensación en el fin principal de la obra de arte y a la poesía en un deleite para los sentidos» (1993, 39).

Sumamente representativas de este cambio en acto son las consideraciones que nos ha legado Cañuelo, redactor de El Censor, quien en su Discurso 36 aseveraba que «ya no hay que saber sino lo que se ve, lo que se huele, lo que se oye, lo que se gusta, y lo que se palpa, lo que han visto, olido, oído, gustado o palpado por otros hombres» (1781, 570). Primero Gies y más recientemente Sebold (2003, 269-86)15 examinan con perspicacia este cambio significativo y sus incidencias en el ámbito de las letras. El hombre, anota Sebold, después de haber tenido sus sentidos embotados, despertaba y se abría «de par en par a todos los posibles fenómenos visuales, auriculares, olfativos, gustativos y táctiles», precisando que «tras centurias de oscuridad, se [...abrían] cinco ventanas a la hermosura del mundo» (2003, 262).

Esta corriente filosófica, que fue moldeando un innovador sensualismo a partir de los años centrales del siglo, se incorpora asimismo como aspecto apreciable en la lírica dieciochesca, conviviendo con el ambiente frívolo y refinado de tono bucólico que exhibe la poesía rococó. Ello da lugar a una nueva vertiente estilística, deudora de la filosofía sensualista de Locke, que renueva el lenguaje y las temáticas de la lírica dieciochesca, y al que algunos han bautizado con nombre de sensibilidad rococó16, rumbo poético que el poeta gaditano principió y fue afianzando. En dicho itinerario no sorprende, pues, observar cómo, conjuntamente con la veneración de la tradición clásica grecolatina e hispánica áurea, Cadalso logre dar rienda suelta en varios de sus poemas a sus aflicciones y propios estados de ánimo, incorporando temas, sensaciones y recursos expresivos, como en la composición Refiere el autor los motivos que tuvo para aplicarse a la poesía, y que irán configurando de allí en más el nuevo «discurso sentimental»:


Entonces, por remedio en mi tristeza,
de Ovidio y Garcilaso la terneza,
leí mil veces, y otros tantos gozos
templaron mi dolor y mis sollozos.


(Reyes 138; las cursivas son mías)                


Unos versos más adelante, como revalidación de la importancia que ha empezado a revestir este redescubrimiento de los sentidos en su escritura y de modo especial en su poesía, el poeta gaditano exclama:


¡Cuántas horas pasé con los sentidos
en tan sabrosos metros embebidos!


(Reyes 138; las cursivas son mías)17                


Estos ejemplos confirman cómo Cadalso no sólo se haya apelado a las certezas que le suministraba la razón, sino que al mismo tiempo haya manifestado su estimación y valoración hacia esta nueva interior sensatio en auge, arribando a ella a través de un itinerario que reconocía su génesis en la representación de la experiencia y la percepción sensibles del mundo material, proyectando en sus versos, como bien ha ilustrado Sebold, estas «cinco ventanas abiertas a la poesía» (2003, 261).

Los elementos del binomio razón/sentimiento, a veces en dramática oposición y otras en dialéctico esfuerzo conciliador, conviven en los textos de varios de los escritores mayormente innovadores del último tercio del siglo XVIII, entre los que merecen destacarse Jovellanos, Meléndez Valdés, Cienfuegos, Sánchez Barbero y el mismo Cadalso, cuya producción ocupa, cabe recordar, sólo los primeros años de dicha coyuntura histórico-cultural. No es ocioso señalar que en estos mismos años, a caballo entre la década de los sesenta e inicios de la setenta, va abriéndose paso entre los ilustrados una nueva valoración del concepto de la amistad y un nuevo humanitarismo, de contenido ético y moral más que político y social, a ella asociada. Esta nueva vertiente humanitarista, que remite a un componente esencial en la redefinición de la nueva sensibilidad que ha comenzado a instalarse en la literatura dieciochesca, se halla centrada en la búsqueda y emulación de la «virtud», vocablo clave en el léxico del pensamiento de la Ilustración, percibida como sinónimo de verdad, amistad sincera y lazos de fraternidad entre los hombres. Al mismo tiempo dicho impulso humanitario fue erigiéndose en un vehículo privilegiado a través del cual fue proyectándose este nuevo momento de la sensibilidad, modelando la dimensión ética-moral del hombre de finales del setecientos.

Ahora bien, si con Locke la atención se desplaza hacia la realidad exterior y la percepción de los objetos sensibles, con Condillac la teoría de la sensación supone un giro decisivo hacia el campo de la antropología. En opinión del abate francés no alcanza con detenerse ahora en el examen del mundo y de la realidad exterior, sino que es necesario volver la mirada hacia el sujeto mismo, abriendo paso así a una praxis de naturaleza introspectiva y de autoanálisis, puesto que según Condillac la reflexión ahora recae sobre la génesis misma de las ideas. Para el autor del Traitè des sensations, «la sensación comprende todas las facultades humanas» (Gies 219). Sus opiniones constituyen sin duda una tendencia pronunciada más que hacia los sentidos, hacia la psicología de las sensaciones y de los sentimientos. Si Meléndez Valdés en su Oda XXXI. A mi amigo don Manuel M. Cambronero habrá de apelarse al «hombre sensible» (ver Cueto: 63, 197), algunos decenios antes, Tediato, considerándose hombre «justo y bueno» (NL, 248)18, y ante la adversidad e injusticia de la cárcel de la Segunda Noche exclamaba: «[...] el ruido de la puerta estremece lo sensible de mi corazón, no obstante lo fuerte de mi espíritu» (NL, 249; las cursivas son mías). Por lo demás conviene recordar que esta novedad, que reconoce una clara derivación rousseauniana -«he leído mejor que tú en tu corazón demasiado sensible», le dice Claire a Julie en la Nouvelle Hélöise (1760, I, Carta XXX)- habría de ser recogida más tarde por otros dos meritorios poetas y protagonistas de relieve de esta fase de transición. Nos referimos a Jovellanos y Quintana, quienes comienzan a valorar la nueva sensibilidad, conjuntamente con el peso de la razón, como fuente de verdad y expresión de vida virtuosa. «Ilustra tu razón, para que se alce a la verdad eterna, y purifica tu corazón para que la ame y siga» (1858: XLVI, 44), le aconseja el insigne asturiano a su amigo en la Epístola a Bermudo (1807) que le dedica al político y diplomático Ceo Bermúdez. Jovellanos plasma un modelo que se adecuaba perfectamente al perfil del «filósofo sensible», respetuoso de las normas de bien general, ejemplo de hombre benévolo y virtuoso, libre de ambición y envidia, orientado a la amistad y útil a la sociedad, y perfectamente asimilado al modelo de «hombre de bien» dieciochesco19. Hemos apuntado arriba que los contenidos y la estética de esta nueva sensibilidad que impregna numerosos pasajes del texto cadalsiano hacen referencia fundamentalmente a una dimensión ético-moral. El vocablo corazón, evocado en el texto en reiteradas ocasiones -nada menos que catorce veces-, constituye el lugar privilegiado en que reside esta nueva sensibilidad en auge. El término se erige en sede en la que habitan la virtud, los valores morales y la bondad de sentimientos en el hombre del dieciocho20. Veamos brevemente algunos ejemplos, todos ellos en boca de Tediato y referidos a la Noche Primera:

«¡Que noche! La oscuridad, el silencio pavoroso interrumpido por los lamentos que se oyen en la vecina cárcel, completan la tristeza de mi corazón».


(NL, 229)                


«Lorenzo no viene [...] no ve lo interior de mi corazón».


(NL, 229)                


«La frialdad de la noche y el dolor que tantos días antes rasgaba mi corazón me pusieron en tal estado de debilidad».


(NL, 236)                


«Sólo mi corazón aún permanece cubierto de densas y espantosas tinieblas».


(NL, 241; cursivas mías)                


Como se desprende de estos ejemplos representativos, el órgano humano se erige en lugar privilegiado en el que reside esta nueva sensibilidad -âme sènsible- que ha comenzado a abrirse paso, perfilándose como sinónimo de virtud, bondad, sinceridad y verdad. Al mismo tiempo se afirma como sede donde albergan la verdad e inteligencia intuitiva, instalándose como metonimia de sentimientos amorosos (ver Vázquez de Castro 1985). «Mejor que tu boca me lo dice mi corazón» (NL, 234), le advierte Tediato en la Primera Noche al sepulturero Lorenzo al llegar ante la tumba de su amada. Como se ha Indicado, la filosofía sensista acabó erigiéndose en anatomía de la mente y del corazón humanos (ver Sánchez Blanco 1992, 214-5), adquiriendo una clara dimensión política que fue derivando hacia un acentuado humanitarismo y progresismo social en los años a caballo de entre siglos, pero del que las Noches nos ofrece ya los primeros atisbos, centrados en el tema de la bondad, la fraternidad y la solidaridad humanas21.




El hombre sensible y la génesis de un nuevo humanitarismo

Como ha sido observado en diversos estudios (Arce 1981, Bermúdez-Cañete 1982b, Froldi, 1983, Rudat 1985, Arce 1987, Quinziano 1996, Rodríguez 1996 y Martínez Mata, entre otros), la presencia de esta sensibilidad emergente que ha comenzado a perfilarse en las Noches de ningún modo debería ser confundida con la introducción de una nueva metafísica fundada sobre la exaltación del «propio yo» o sobre el rol del poeta erigido en conciencia y centro del universo; aspectos que por el contrario se hallan ausentes en el texto de Cadalso.

En el escritor andaluz no es posible percibir el innovador sentimiento de la naturaleza, que en su obra se halla decididamente anclado aún en la corriente del clasicismo bucólico, en los que Horacio, Anacreonte y Garcilaso constituyen puntos de referencia permanentes (ver Caso González 1985, 57-60). Tampoco es posible corroborar en sus versos la presencia del sentimiento empático del paisaje, el cual continúa sometido en cambio a los modelos que le proporcionan los clásicos, tanto grecolatinos como hispánicos22. Si bien hay proyecciones parciales sobre el paisaje del propio estado de ánimo en algunas de sus poesías y cierta nota de desahogo emocional en sus Noches, no se percibe una asimilación ni una identidad total entre el paisaje exterior y el estado de ánimo del poeta, centrada -como se ha sostenido- en una armonía y «correspondencia espiritual» entre Tediato y «la inhóspita y tempestuosa naturaleza nocturna» (Sebold 2003, 366). Del mismo modo no se aprecia aún ninguna «conquista poética» de la naturaleza, como así tampoco emergen en su escritura expresiones o actitudes que confirmen la presencia del elemento pintoresco y la nota sublime del paisaje, ni mucho menos es posible constatar en sus textos huellas o evidencias de «panteísmo egocéntrico»23.

La crítica ha señalado en diversas ocasiones cómo, siguiendo una moda que principiaba en aquellos años y que de allí a poco tiempo, en palabras de Arce, desembocaría en una «verdadera explosión de lágrimas» (1981, 33), Tediato logre manifestar -ciertamente de modo hiperbólico- su estado de congoja y desolación. «Llorar, gemir, delirar... Los ojos fijos en su retrato, las mejillas bañadas en lágrimas» (NL, 242), exclama el protagonista en el monólogo que abre la Noche segunda. Nadie pone en duda que Cadalso en sus Noches lúgubres logre dotar de expresión artística a un desahogo emocional como resultado de una pérdida prematura y fruto del profundo dolor que dicha pérdida ha motivado. En dicha perspectiva, Arce opina que el texto exhibe un claro ejemplo de «literaturización de un hecho y, sobre todo, de unos sentimientos reales» (1987, 44), que encuentran también un lugar privilegiado en algunos poemas de aquellos mismos años. Como es notorio, el autor español abordó en el texto algunos aspectos que de algún modo se hallaban vinculados a su propia experiencia vital y a su apesadumbrado estado de ánimo en virtud de la muerte prematura de su amada, la actriz María Ignacia Ibáñez, la Filis que habría de inspirar varios poemas del andaluz24. Ello, sin embargo, no significa atribuirle a las Noches carácter autobiográfico ni mucho menos identificar al autor con el protagonista, como si el texto fuese la expresión totalizadora de la realidad existencial o la manifestación de la subjetiva experiencia del autor25.

Abundan en el texto cadalsiano los ejemplos que confirman esta capacidad de manifestar e interiorizar, de modo enfático, los propios sentimientos y estados de ánimo, exacerbándolos. La abundante presencia de exclamaciones, sentencias, interrogaciones retóricas, sintagmas emotivos, derivaciones, repeticiones y juegos de palabras, estructuras paralelas, reduplicaciones, acumulación de vocablos, epifonemas, reiteración de determinadas imágenes, etc., refieren todas ellas la existencia de un estilo declamatorio, ampuloso y en ciertos pasajes hiperbólico, cuyos recursos de estilo se hallan orientados a exaltar la nueva sensibilidad en auge y a conmover profundamente al lector, solicitando de algún modo su solidaridad. Dos ejemplos significativos, de entre varios muchos más, en los que el autor hace gala de esta amplia gama de recursos expresivos a lo largo de la obra26, algunos de los cuales acabarían deviniendo tópicos en la sucesiva fase romántica, pueden localizarse en el monólogo que abre la Noche primera, en la que el protagonista, exasperado, invoca el cielo y la noche, así como en el pasaje de la noche siguiente en el que Tediato alude a la posibilidad de desenterrar y robar el cadáver con el propósito de llevárselo a su casa, tal como había anunciado en el diálogo que cierra la Primera noche (NL, 229 y 244).

Ahora bien, consciente de que, a diferencia del inicio de la Segunda Noche, Tediato ya no constituye el único hombre «a quien [los rayos del sol...] no consuelan» (NL, 242), y a partir de la percepción de que la fortuna adversa y el trágico destino se han abatido también sobre el sepulturero Lorenzo, el personaje cadalsiano extiende su propio sufrimiento y desesperación al dolor y aflicción de todos los hombres. En tal sentido, cobra forma una mutación en el protagonista que en nuestra opinión comienza a esbozarse ya en la experiencia de la cárcel de esa misma Segunda Noche y que alcanzará plena concreción en el soliloquio que abre la Tercera y última noche; todo ello al final de un proceso que, como bien observó Glendinning, «de lo particular» acabaría deslizándose «a lo general» (1961, LXV; 1962, 74-82): «Ven, hallarás en mí un desdichado que padece no sólo los infortunios propios, sino los de todos los infelices a quienes conoce, mirándolos a todos como hermanos» (NL, 254). Emerge de este modo la vena humanitaria del protagonista, quien ahora de modo más explícito manifiesta su ideal de fraternidad humana, consciente de que «hermanos nos hace un superior destino, corrigiendo los caprichos de la suerte que divide en arbitrarias e inútiles clases a los que somos de una misma especie» (NL, 254). Tediato, pues, de un plano afectivo individual acaba desplazándose ahora al ámbito de los valores humanos universales (ver Rudat 1985, 206). Al mismo tiempo, casi simultáneamente, comienza a perfilarse un proceso de transformación en Lorenzo, una tediatización del personaje cadalsiano (ver Camarero 1988, 163, nota 40)27, que alcanzará acabada expresión en el diálogo que cierra la última noche. Allí el sepulturero, respondiéndole a Tediato, hace suyo el pesimismo y escepticismo de su amigo, cuando enfatiza perseguido por la adversa fortuna, al encontrarse «con tantas nuevas desgracias en [su...] mísera familia, expuesta toda a morir con su padre en la más espantosa infelicidad» (NL, 254-5). Del mismo modo que Tediato, Lorenzo se ha erigido ahora en «conciencia» y mirador privilegiado del punto de vista del mismo autor.

El protagonista exprime la conciencia infeliz del individuo, manifestando compasión y solidaridad hacia el prójimo y acomunando a todos los hombres al mismo destino universal, consciente del hecho de que «todos lloramos..., todos enfermamos..., todos morimos» (NL, 254). Dicho comportamiento, regido por un marcado pesimismo actúa como corolario de las desilusiones que se han apoderado del hombre de finales del XVIII. «Acompañar con tu risa la risa universal, que es eco de los llantos de un mísero» (NL, 243), asevera Tediato en el monólogo que abre la Segunda Noche, corroborando con ello el cambio de mentalidad que ha empezado a determinarse en la Ilustración tardía, donde «el llanto compasivo, la queja amarga, la condena desesperada va sustituyendo progresivamente entre los ilustrados a la risa primitiva a medida que disminuye la esperanza de realizar la utopía de las Luces» (Sánchez Blanco 1992, 197).

Las desilusiones y el pesimismo aproximan el perfil etopéyico del personaje cadalsiano a un nuevo humanitarismo en el que la idea de igualdad y fraternidad entre los hombres hace referencia a una dimensión ética y moral más que a una perspectiva de índole política o social. Por supuesto en las Noches no se hallan ausentes algunos ecos y atisbos de crítica social o de protesta política, en aras de un modelo de sociedad regida por la justicia y la virtud. Del mismo modo asoman algunas impugnaciones a determinados comportamientos y expresiones de la jerarquía del Estado e incluso de la Iglesia, en las que no faltan las breves alusiones a la devoción popular concebida como superstición («esas alhajas establecidas por la piedad, aumentadas por la superstición de los pueblos y atesoradas por la codicia de los ministros del altar»; NL, 239). Sin embargo, no debe olvidarse que Cadalso, en un evidente ejemplo de autocensura a raíz de la nueva coyuntura que se había determinado tras la caída del conde de Aranda como Presidente del Consejo de Castilla en 1773, se propuso matizar o atenuar posteriormente dichas opiniones, corrigiendo muy probablemente alguna copia o incluso el mismo original del texto (ver Martínez Mata, LXXXV). Al mismo tiempo pueden reconocerse también ciertas referencias críticas a la maquinaria judicial y al abuso de poder vigente28, a tal punto que algunos estudiosos, por estos y otros aspectos, han llegado a plantear algunas posibles concomitancias entre el Tediato de Cadalso, el Saint-Preux rousseauniano y, en otra perspectiva, el Werther de Goethe29.

Se ha puesto énfasis también en la posible influencia que habría ejercido el célebre illuminista Beccaria y sus Dei delitti e delle pene (Milán, 1764) en los diálogos que ocupan la Segunda Noche, centrados en la denuncia del ambiente inhumano de la cárcel y las injusticias del sistema judicial. Es probable que Cadalso, quien conocía perfectamente la lengua italiana, haya podido leer el texto del autor milanés en su versión original, o sea antes de 1774, año en que, después de superar los no pocos obstáculos puestos por la censura, salía a la luz la traducción española de Las Casas. El posible influjo de Beccaria sobre Cadalso fue puesto de realce por primera vez por Helman en 1951 (ver 1968, 47-8), mientras que Glendinning por el contrario refutó dicha posición (ver 1961, LIV-LV). Aunque sus huellas no parecen tan determinantes como en el drama sentimental El delincuente honrado de Jovellanos, es posible reconocer en efecto las huellas de algunas ideas-fuerza derivadas del célebre tratado del jurista milanés, especialmente por lo que respecta a su firme condena del uso de tomentos orientados a extraer información y confesiones al reo -consideradas lícitas hasta la aparición del texto de Beccaria- y su crítica al sistema judicial y al régimen carcelario vigente, retratado este último por Tediato como «sepulcro de vivos» y «morada de horror» (NL, 246).

A ello pueden añadirse las alusiones negativas al lujo («poca cantidad [de dinero], sí es útil [...], pero mucha es dañosa [...] porque fomenta las pasiones, engendra nuevos vicios y a fuerza de multiplicar delitos invierte todo el orden de la Naturaleza», observa Tediato; NL, 233)30, así como un cuestionamiento más bien velado a la conquista de «la infeliz América» (NL, 233)31 tópicos ambos bien presentes en los debates y en las polémicas del siglo y que en nuestra opinión no parece que hayan desempeñado un rol determinante en el horizonte de ideas que impregnan el texto cadalsiano32. Por otro lado no se olvide que el poeta soldado, como resultado del consciente juego de perspectivas que domina sus escritos, no siempre elaboró o expuso una misma visión y posición acerca de los diversos núcleos temáticos abordados y que hacen referencia a la problemática que interesó los últimos decenios del Setecientos. Cadalso confirma de este modo el tono del «justo medio» del que hacen gala Nuño y Gazel en sus Cartas, convencido el escritor gaditano de que «todas las cosas son buenas por un lado y malas por otro, como las medallas que tienen derecho y revés» (Cartas marruecas 2000, 51-2).

Más evidentes, en cambio, nos parecen las alusiones a su ideal de fraternidad humana, punto de referencia en el patrimonio de ideas que va afirmándose en Europa a lo largo de los últimos decenios del siglo XVIII, Tediato considera a Lorenzo como «hermano» en la última noche, asociando este aspecto a cierto atisbo de crítica social al aludir a «los caprichos de la suerte que divide en arbitrarias e inútiles clases a los que somos de la misma especie» (NL, 254)33. Ahora bien, dichas actitudes de rebeldía que encarna el protagonista cadalsiano (contra la codicia del clero, los abusos de poder, la administración de la justicia, el tema de la conquista de América y las jerarquías familiares y sociales), aunque implican una protesta individual, no logran plasmarse coherentemente en una firme posición de cambio social y político. Como ha observado con razón Glendinning, «su protesta no pasa de actitudes disidentes» (1982b, 257). Respecto a la más comprometida sentencia en boca de Tediato sobre la arbitrariedad e inutilidad de las clases, una vez más Glendinning ha observado más recientemente que «Cadalso parece ofrecer una perspectiva radical sobre la igualdad, poco frecuente en las publicaciones españolas de la época, aunque es posible que se trate de una postura intencionadamente exagerada por parte de su personaje Tediato, y no de la opinión propia del autor» (2000, XVIII). En cualquier caso, esta vertiente de rebeldía antijerárquica -y en cierto modo anticonvencional en el plano social y político- que expresa el personaje cadalsiano en algunos pasajes del texto no logra erigirse de ningún modo en un acto de ruptura ante el sistema político y social imperante ni mucho menos debe ser concebida en una perspectiva de cambio radical en la sociedad en la que el poeta gaditano se hallaba inmerso y a la que, como soldado, ilustrado, hombre de bien y súbdito de la monarquía, por el contrario Cadalso siempre respetó, defendió y sirvió con lealtad34.

A través de la antitética relación dialógica que entablan Tediato y Lorenzo y en las que se divisa el tono didáctico propio del siglo, Cadalso logra hilvanar una serie de reflexiones que reflejan el conjunto de valores y ejes temáticos privativos de la cultura y del pensamiento de la Ilustración madura, dentro de cuyos horizontes el poeta soldado siempre se movió, al tiempo que incorpora otros temas universales, como el destino del hombre y la condición humana. Conjuntamente a ello, Cadalso concede un lugar privilegiado a los impulsos derivados de una nueva sensibilidad en auge, de la que Tediato se hace vocero, caracterizando al hombre dotado de corazón sensible, como sede en la que residen la bondad y sensibilidad virtuosa. En tal sentido puede afirmarse que el autor andaluz se halla dominado por una constante exigencia ético-moral en busca del ideal del hombre de bien, sinónimo de hombre virtuoso, de buenos sentimientos, sensible y socialmente útil, concibiendo un modelo orientado a la sociabilidad que reconoce indudables raíces ilustradas.

Tediato, modelo del filósofo sensible y virtuoso y expresión de un nuevo humanitarismo, se rebela a la injusticia de la cárcel y dirigiéndose al carcelero, exclama: «Haz lo quieras; no abriré los labios. Pero la voz de mi corazón..., aquella voz que penetra el firmamento, ¿cómo me privarás de ella?» (NL, 247; cursivas mías). Ante un universo físico, social y moral que se manifiesta de modo injusto y desarreglado, donde todo «se inunda en llanto» (NL, 229) y en el que por doquier reinan el dolor, el horror y la miseria humana, Tediato deberá enfrentar los embates del destino adverso que lo acecha, afirmando en dicho itinerario su propia independencia e individualidad. El protagonista es consciente de que ya nadie podrá arrebatarle esta nueva interior sensatio -«la voz de mi corazón»- y a ella se apela como valor absoluto, con la convicción de que sólo ella, asistida por la amistad sincera, logrará vencer el terror, la injusticia y la aflicción que lo asedia.

Este nuevo ímpetu que delata la presencia de una sensibilidad emergente es ostentado ahora como «nueva conquista», como práctica e itinerario de vida virtuosa, deviniendo un componente significativo en la mentalidad del hombre de finales del setecientos. En el texto cadalsiano es posible entrever el nuevo perfil del «hombre sensible» en el que si la sensibilidad es el principio de la conciencia individual, ésta a su vez emerge como principio de virtud, concebida como expresión de la bondad de sentimientos, de bien común y manifestación de lo socialmente útil.

De ningún modo el modelo trazado en Tediado ejemplifica, pues, el pasaje que del modelo del hombre de bien de la Ilustración llevaría en los años conclusivos del primer tercio del Ochocientos al perfil del héroe romántico. El protagonista cadalsiano se proyecta como ejemplo de hombre melancólico, «justo y bueno», según sus propias palabras (NL, 248), en el que conviven en equilibrio razón y sentimiento y que dialogando consigo mismo y los demás sobre la naturaleza y condición humanas, echaba las bases sobre los que fundar una vida ejemplar y virtuosa. El «hombre sensible» se equipara al «filósofo», definiendo un modelo humano poseedor de sentimientos humanitarios que, como proponía Clavijo y Fajardo en su Pensamiento LX, se hallaba orientado a ser benévolo con el prójimo, a «hacer el bien a los hombres, de cualquier país o religión que sean» y tender «sus manos generosas al afligido». Al compartir solidariamente las emociones y las adversidades de los otros seres humanos, Cadalso plasmaba en Tediato el modelo de hombre sensible de finales de la centuria, de sentimientos bondadosos en busca del bien común, persuadido, como le hará decir a Gazel en sus Cartas marruecas, que «la mayor fortaleza, la más segura, la única invencible, es la que consiste en el corazón de los hombres» (Cadalso 2000, 20).

La humanidad de dichos sentimientos, la actitud crítica y la vocación de reforma, junto con la mirada escéptica y pesimista que delatan las Noches, son todos aspectos claves en la escritura cadalsiana. Son precisamente estos mismos componentes los que definen al poeta andaluz, ideológicamente como ilustrado, y moralmente como hombre de bien. Conviene no olvidar que, como indicó su amigo y discípulo Meléndez Valdés en carta a Ramón de Caseda, a fin de cuentas Cadalso se hallaba orientado a «buscar en el hombre al hombre mismo»35. En dicha búsqueda, el personaje cadalsiano, consciente del hecho de que «ya no se mira al hombre como hermano de los otros» (NL, 237), con la «sensibilidad del corazón», entendida como metonimia de bondad virtuosa, habrá de hallar tan sólo un universo caótico y desordenado, habitado por el horror, el dolor y la miseria de los seres humanos; un mundo extraviado en el que tan sólo la hombría de bien, basada en la amistad sincera, «virtud que haría feliz a todo el género humano» (NL, 238), emerge como la única tabla de salvación en aquel breve recorrido «que hay de la cuna al sepulcro» (NL, 234).




Conclusión

En este punto, y a partir de las consideraciones hasta aquí expuestas, se impone una breve conclusión. Frente a la pluralidad de lecturas interpretativas a las que ha dado lugar la obra cadalsiana, en mi opinión, lejos de anunciar una ruptura con el mundo racional y erigir a su protagonista en intérprete de un cósmico «dolor universal», las Noches confirman a Cadalso como autor inmerso en la problemática cultural de su tiempo, plenamente insertado en el horizonte ideológico y cultural de la Ilustración. Aunque sus escritos delatan influjos procedentes de la cultura europea del tiempo -principalmente inglesa, italiana y francesa, cuyos autores contemporáneos más significativos nuestro poeta soldado leyó con avidez, Cadalso se halla arraigado a la tradición cultural hispánica y de modo especial, como nos confirman las Noches, a la vertiente de los místicos y ascéticos, especialmente Fray Luis de Granada, y a la de los grandes moralistas Gracián y Quevedo. El escritor gaditano se erige en uno de los autores más significativos y mayormente dotados del proceso de renovación cultural y literaria que exhibió la España del último tercio del siglo, cuando los hombres de cultura y saber, siguiendo la senda abierta por los novatores, deciden afirmar la capacidad de raciocinio a medida que avanza el siglo conquistando, también en España y como indicaba Kant, el coraje «de servirse de la propia inteligencia» para salir del «estado de minoridad» (141; nota 12) en que los hombres se hallaban. En dicho recorrido los ilustrados fueron conscientes del hecho de que el proceso de ruptura liberatoria que dicha actitud radical suponía frente a la tradición y al pasado era el fruto de la primacía asignada a la razón, concebida como fuente de verdad y de apropiación del saber. Natural, pues, que Cadalso se apelase a ella como principio rector e instrumento capaz de explicar y reordenar el mundo material y la realidad circundante: «¿Qué es la razón humana si no sirve para vencer a todos los objetos y aun sus mismas flaquezas?» (NL, 235). Al mismo tiempo Cadalso confirma el poder desengañador del acto racional frente a las vanas ilusiones y lo sobrenatural, frente a la fantasía e imaginación humanas -«¡fecunda[s] sólo en quimeras, ilusiones y objeto de terror!» (NL, 232)- (ver Quinziano 1996, 104 y Martínez Mata LXV)36, al tiempo que se encomienda a la experiencia reveladora de los sentidos y a la nueva realidad que le suministra la filosofía sensista. Si Cadalso instauraba la primacía de la razón como instrumento rector en el conocimiento humano y explicación de la realidad circundante y el dominio racional de la efusión de los sentimientos, es necesario precisar igualmente que el proceso cultural de la segunda mitad del setecientos no puede explicarse sólo a partir de la confianza asignada al pensamiento racionalista, aspecto crucial pero de ningún modo absoluto en las coordenadas ideológicas y culturales que fijó la Ilustración tardía. Conjuntamente a ella fue delineándose una vertiente que, reconociendo como punto de partida el sensismo de base lockiano, delataba la presencia de una emergente «sensibilidad virtuosa», subordinada a los principios rectores de la razón. Este impulso sensible y sensualista en auge, que alude a una dimensión de claros perfiles ético-morales, de allí en más habría de desbrozar el camino hacia la configuración del nuevo discurso sentimental que inaugura la explosión del sentimiento en las letras en España.

Cadalso distingue con sorprendente intuición los núcleos temáticos y las cuestiones problemáticas de una fase de transición en la que empieza a delinearse una nueva percepción de la propia individualidad y la interiorización de una nueva relación entre lo personal y lo universal. A las fuerzas de las ideas y del pensamiento -«mente despejada», afirma Quintana, «espíritu fuerte» anota Cadalso- y a la expresión de una filosofía humanitaria innovadora, se abrían paso en las letras del dieciocho los primeros atisbos de una nueva sensibilidad, de la que el poeta andaluz, con sus Noches lúgubres, se erigía en uno de sus más tempranos y acabados portavoces.

El escritor gaditano plasmaba un texto que habría de revelarse clave para la comprensión de la compleja y polisémica fase cultural que reconoció el pasaje a la modernidad postilustrada en los años a caballo de entre siglos. Es en dicha perspectiva que entendemos deben ser concebidas las Noches lúgubres, fundando un ejemplo que, de allí a pocos años, habrían de recoger y ampliar, ofreciendo sus más logrados frutos, Jovellanos y sucesiva y más difusamente Meléndez Valdés, Quintana y Cienfuegos, en cuyos textos resonarán con fuerza estos ecos de justicia e ideales de igualdad y fraternidad humanas. Tediato -con su acentuado pesimismo, su íntegro perfil moral, sus reflexiones, su actitud humanitaria y comportamiento solidario- se instalaba como personaje emblemático de esta emergente sensibilidad, abriendo nuevas perspectivas y otorgando nuevas e insospechadas posibilidades a la literatura dieciochesca española.






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