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Florencio Sánchez

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Florencio Sánchez, un teatro siempre actual

El teatro urbano

Dos comedias urbanas giran en torno a la miseria de las clases populares ya estudiada a propósito de los sainetes, a saber, La pobre gente, ubicada en un conventillo y Un buen negocio, situada en una casa modesta. Como en Marta Gruni, un padre haragán, alcohólico y celestinesco empuja en la primera a su hija Zulma a tener relaciones con un patrón voluptuoso para salvarse de la ruina total. En la segunda, el lugar del padre es ocupado por la madre; pero en vez de razones egoístas, la justificada preocupación por unos hijos hambrientos, una niña enferma y una abuela paralítica induce a la mujer a abandonar pasajeramente sus criterios morales con respecto a su hija Ana María. En ambas obras, además, la familia había disfrutado de cierto bienestar antes de llegar a esta situación penosa, causada por la muerte o parálisis del marido. La amenaza del desalojo, ya abordada en el sainete del mismo título, agrava irremediablemente la situación. El motivo de la entrega sexual involuntaria está presente en ambas obras y no cabe duda de que el autor, igual que Zola en su novela La taberna, no pretendía criticar a los individuos sino a todo un sistema que permitía situaciones desoladoras como las que sufren Zulma, Ana María, Marta o Gervaise (en Zola).

Otra problemática, la decadencia de una familia provocada por vicios como el alcohol, el juego y la abulia, se desarrolla en En familia y Los muertos, ambas entre miembros de la clase media porteña. En la primera obra, el padre, Jorge Acuna, es el principal responsable de la ruina de la familia por su falta de responsabilidad y sus despilfarros en el juego y las apuestas. Pero también el hijo Eduardo, soberbio neurasténico opuesto a cualquier ocupación seria y sus hermanas frívolas y pretenciosas Emilia y Laura causan estragos en la economía y la moral de la familia al «vivir del cuento» (II, 280). La llegada del hijo mayor Damián y su mujer Delfina dispara la acción al intentar aquel reformar a la familia empezando por el padre. Pero su propia ingenuidad y fe en la bondad humana hacen inevitable su fracaso, todo ello resumido en las palabras finales de su mujer: «mi pobre Quijote». Al final se evita la tragedia (el suicidio del padre), gracias a las buenas relaciones entre Damián y el acreedor; pero no se observa ningún cambio en ningún miembro de la familia. A pesar de algunas debilidades, como el obvio didacticismo, la caracterización maniquea de «buenos y malos» o la exagerada ingenuidad de Damián, el drama siempre ha contado con el favor de público y crítica tanto por el desenmascaramiento de la burguesía y sus convencionalismos como por la creación de personajes tales como Jorge y Eduardo Acuna, alegre vividor el uno, perspicaz observador, fortificado tras su abulia para no tener que actuar, el otro. En Los muertos, la destrucción de la familia es causada por la adicción al alcohol del marido, Lisandro. Es él mismo quien explica la idea principal (y el título) del drama: «Hombre sin carácter, es un muerto que camina» (III, 27). A pesar de su alcoholismo y del fracaso de su matrimonio Lisandro no ha perdido el sentido del honor ni el amor a su hijo Lalo y a su mujer Amelia, aunque ella se haya procurado un amante. Éste, lejos de constituir un modelo moral, sigue las mismas pautas del marido juerguista y alcohólico; es precisamente la borrachera común la que les lleva a invadir la casa de Amelia y provocar el trágico final: el amante borracho quiere forzar al niño a beber alcohol y el enfurecido padre mata al desalmado transgresor. A pesar de la cruda escena final, la obra ha sido aclamada por su sobriedad y la clarividencia en el tratamiento del problema; la crudeza y exposición de los vicios fueron vistos por críticos como Frugoni, Zum Felde y Giusti como adecuados dentro del «naturalismo» de la época: «Si su propósito fue presentar en su horrible fealdad, el vicio y la crápula, fotografiándolos sin retoques, lo consiguió con creces» (Giusti 1920: 104). Pero también críticos perspicaces más recientes, como Ordaz, reconocen el valor de ambos dramas: en su propósito de retratar la miseria «no quedaba en la simple exterioridad económica, sino que penetraba hasta las raíces de conceptos morales enfermos, y en franca decadencia, por pertenecer a una sociedad en crisis» (1971: 81).

Otros tres dramas urbanos, frecuentemente agrupados bajo el título de «teatro de tesis», se centran en el adulterio y sus consecuencias, los derechos de la madre no casada y los hijos naturales y los «derechos» de los sanos a disponer de su propia vida; en todos los casos no faltan las críticas a la hipocresía burguesa y la falsa moral. En estos dramas, inspirados en autores europeos como Ibsen o Hauptmann, a menudo largas discusiones sustituyen o interrumpen la acción. Como en los dramas del noruego, la clase retratada es la alta burguesía y como en ellos, se trata de una forma de drama analítico, tal como ya anuncia el título El pasado. Al contrario que en Ibsen, no nos encontramos con el típico mensajero que llega del exterior y que inicia el desvelamiento de un pasado que sofoca al presente, sino que, en el drama de Sánchez, es el mismo hijo quien necesita conocer su origen. Los temas del adulterio y el suicidio, presentes en toda la obra del uruguayo, rigen también aquí la trama. El hijo mayor, José Antonio, expresa el tema profundo: «los falsos conceptos» (de la madre y la sociedad en general) y el «apego por [los] prejuicios sociales» (III, 75) que destruyen el hogar. Pero la madre que causó con su adulterio el suicidio del marido no ha sido capaz de reconocer su culpa ni de enfrentarse a las consecuencias. El único que ha aprendido una lección y luchará contra los prejuicios morales y sociales es el hijo mayor, que da el ejemplo al casarse  con la criada de la familia. Nuestros hijos tiene en común con el drama anterior el tema del adulterio, al que añade el de la maternidad extramatrimonial, temática también abordada en M'hijo el dotor. Como en El pasado, la familia prefiere vivir guardando las apariencias por temor a la sociedad. El único decidido a enfrentarse a la hipocresía burguesa y luchar contra la falsa moral es el padre, Eduardo Díaz, apoyado por su hija Mecha, embarazada y presionada con amenazas y ruegos para que se case contra su voluntad. El señor Díaz, a menudo visto como portavoz del autor, ha estado recogiendo datos sobre la miseria de las madres y los hijos naturales con el fin de difundir una «Enciclopedia del dolor humano» como «arma contra la ignorancia, la pasión y el prejuicio» (III, 229, 203). Expresa su idea (y la del drama) con la afirmación: «la maternidad nunca es un delito. Si se infringe una ley social, se ha cumplido la ley humana que es la ley de las leyes» (id.: 205). Ante la incomprensión del resto de la familia, incluida la madre que cometió adulterio en su tiempo, y el peligro de que lo declaren demente, padre e hija abandonan el hogar para formar otro «con la verdad de nuestras vidas». Se ha comparado este padre con el Borkman de Ibsen (Casa de muñecas); en efecto ambos viven apartados de su familia, ambos quieren ser reformadores y en ambos dramas existe un adulterio. Pero Borkman es un iluso, subyugado por el poder del oro, al que sacrifica incluso el amor. No cabe duda de que la tesis principal de Sánchez en este drama era atrevida y valiente en su época.

Los derechos de la salud fue escrito cuando la salud del autor ya estaba muy frágil (cf. su carta del 12-8-1907; I, 146). El drama gira precisamente en torno a una mujer con tuberculosis (incurable en aquella época), que es sustituida por su propia hermana en el amor de sus hijos y de su marido, a pesar de que aquella (Renata) y su marido Roberto luchan contra sus sentimientos. Roberto, de profesión escritor, escribió mucho antes de la enfermedad de su mujer una nouvelle con el título del drama, obvia mise en abyme del tema central, en la que únicamente los papeles están invertidos, resultando la infiel la esposa y el enfermo el marido, quien «no se considera con derecho para encadenar los sanos a su destino malogrado» (III, 258). Sin embargo, frente a esta tesis del derecho de los sanos, se presenta otra solución en el episodio del hijito Pololo que defiende a una patita indefensa y sus polluelos contra una gallina «ladrona» (id.: 266). Es erróneo reducir el derecho de los sanos al instinto sexual como hicieron algunos contemporáneos (Giusti 1920: 111); la pareja dominada por sus «afinidades electivas» actúa en correspondencia con sus convicciones éticas y resiste al adulterio y sólo bajo el efecto de los tranquilizantes y la fatiga de varias noches en vela su «id» consigue salir a flote.

Resumamos: en sus dramas urbanos, Sánchez se ocupa de los problemas del alcoholismo, con frecuencia presentes en la burguesía y ausentes entre los pobres de Un buen negocio (o en los sainetes Mano Santa y El desalojo). El juego pierde tanto a los miembros de la clase media (En familia) como a los de la clase baja (La pobre gente y el sainete Marta Gruni). En todos los casos los personajes adolecen de falta de carácter o de abulia, especialmente los masculinos, que causan la desgracia de la familia y hasta la entrega sexual de la hija (La pobre gente y Marta Gruni). En el caso de los hijos varones, éstos se convierten en neurasténicos e inútiles o -en la clase pobre- en esclavos del trabajo (Canillita y Raúl en La pobre gente). En las obras sobre la vida de penuria económica, la culpabilidad recae principalmente sobre la sociedad. En la clase media, aparte de los vicios mencionados, se apunta a los prejuicios y a las falsas apariencias, mayoritariamente mantenidos por las mujeres. Casi siempre existe un conflicto entre el derecho del individuo y las normas colectivas, es decir, se aboga claramente por un «nuevo hombre», no sólo en lo moral sino también en lo social.

Los dramas rurales

Cuando Sánchez abordaba el tema del viejo gaucho, ya existía una tradición de al menos tres décadas, desde el Martín Fierro hernandino y los dramas Solané y Juan Moreira. Sin embargo, Sánchez introduce nuevos elementos, sobre todo con respecto al odiado gaucho «avieso, y asesino y ladrón» (Sánchez 1968: I, 171) del tipo Juan Cuello, Juan Soldao, Hormiga Negra, etc., superados por primera vez en Calandria (1902) de Martiniano Leguizamón. Aunque en Hernández y Gutiérrez ya está presente la problemática relación entre gaucho y gringo, en La gringa ésta cobra una dimensión de verdadera confrontación; el sentimiento de arraigo en la tierra, importante en Martín Fierro, se exaspera en la figura de Cantalicio y el choque entre tradición y modernidad de aquel poema enfrentan a padre e hijo en M'hijo el dotor y lleva a la tragedia en Barranca abajo[5].

En M'hijo el dotor se oponen dos mentalidades, representadas por el padre, don Olegario, y su hijo Julio y, entre ellos, la joven Jesusa, ahijada del primero y novia del segundo. El enfrentamiento generacional ya se trató décadas antes en la célebre novela de Turgéniev, Padres e hijos (1862) que resuelve el dilema mediante dos variantes: Arkadij que vuelve finalmente al lado de los padres y Bazarov, que muere solitario, sin renunciar a sus ideas «nihilistas», léase revolucionarias. La acción del drama se ubica en Uruguay, en «una estancia» (actos I y III) y en Montevideo (II). El padre, don Olegario, es un hacendado apegado a las tradiciones y con una ética rígida. Exige de su hijo respeto hacia su persona y hacia su ahijada igual que parsimonia con el patrimonio familiar. Por el contrario, para Julio todo son convencionalismos, incluida la exigencia de que un joven que dejó embarazada a una muchacha (precisamente Jesusa) debe contraer matrimonio con ella, aun cuando no la ame ya. El conflicto se expresa simultáneamente en varios niveles: en el espacial, como oposición entre campo y ciudad; en el biológico, entre dos generaciones y en el psicológico, entre dos mentalidades: una aferrada al pasado, la otra, moderna, que pretende destruir los convencionalismos y que pone su propia libertad por delante de las responsabilidades sociales. Posiblemente habrá que relacionar las nuevas ideas, todavía vagas en Julio, con la situación del Uruguay del momento: ese año llegó a la presidencia Batlle y Ordóñez, gran reformador que introdujo el voto secreto y la representación proporcional, aprobó nuevas leyes laborales y sindicales, etc. La actitud de Julio podría inspirarse en esa efervescencia renovadora. Sin embargo, en M'hijo el dotor, igual que en La Gringa, el conflicto se soluciona de forma romántica: la mujer (Jesusa o Victoria), como mediadora, supera con su amor los opuestos enfrentados en los hombres.

En La gringa, los opuestos están representados por dos etnias: una «criolla» y la otra «gringa», el italiano que viene a colonizar (siguiendo el reclamo alberdiano: «gobernar es poblar»), rechazado por el criollo como «invasor». Aquí el triángulo está  formado por Cantalicio, Nicola y Próspero/Vitoria. El viejo Cantalicio, padre de Próspero, representa la tradición; sigue con los viejos métodos y herramientas en las labores rurales y con la ganadería de siempre; en la vida privada tiene apego al juego y a la caña y adolece de falta de voluntad y algo de pereza. Su oponente, el piamontés Nicola, simboliza la nueva energía laboriosa que emplea a toda la familia, mujeres incluidas. Paulatinamente adquiere los terrenos del criollo; construye nuevos edificios y un molino; añade una lechería, planta árboles frutales e introduce nueva maquinaria. El tercer elemento lo constituye la pareja Próspero y Victoria, hija de Nicola. Como Jesusa en la obra anterior, Victoria servirá de síntesis de los opuestos: es trabajadora como su familia, pero también sabe apreciar el valor del ombú, sagrado para el paisano (despreciado por su padre como una «porquería» y por su hermano como cosa «fea y perniciosa», 175) y cuidará del viejo criollo herido por un coche (la modernidad). Por su parte, el hijo de criollo, Próspero trabaja en una empresa y aprende a manejar la maquinaria moderna (la trilladora). El fin conciliador está anunciado desde el primer acto en las palabras de Próspero: «Amalaya nos fuéramos juntando todos los hijos de criollos y de gringa» (137), deseo hecho realidad al final: «Hijo de gringos puros... hijo de criollos puros... De ahí va a salir la raza fuerte del porvenir» (191). Este hijo, ya engendrado igual que en M'hijo el dotor, simboliza no sólo la fusión entre el argentino y el extranjero, sino también entre lo viejo y lo nuevo, el atraso y el progreso.

Si en los anteriores dramas un problema social encuentra su solución en un final romántico-sentimental, ésta ya no es válida en la obra maestra Barranca abajo. En ésta reaparecen los opuestos observados en las dos obras anteriores: el enfrentamiento generacional y la quiebra de las antiguas costumbres, aunque aquí la lucha del viejo criollo no va contra un inmigrante, sino contra otro criollo con una mentalidad «moderna» explotadora. El tema principal lo constituye la aniquilación de don Zoilo, hombre honrado, por culpa de una sociedad egoísta. La desigual lucha se presenta mediante diferentes antítesis: antiguos propietarios contra nuevos usurpadores; respeto frente a desprecio; honor versus deshonor; solidaridad o soledad; honra contra villanía... Pero, por encima de todo, ante el espectador se desarrolla una bancarrota psicológica y espiritual que lleva al protagonista irremediablemente al suicidio. En ésta participan múltiples factores como la expoliación de sus bienes materiales desde tiempos del padre del antagonista Juan Luis (mediante un «pleito de reivindicación» en el que se expoliaba al paisano si no podía documentar con papeles ser el propietario); la falta de respeto de la propia familia, con la excepción de la hija tísica Robusta; la pérdida del honor familiar por culpa de la otra hija, Prudencia, prometida del peón Aniceto pero amante del expoliador Juan Luis; pérdida del ganado por epizootia; muerte de Robusta y, finalmente, privación de la honra al ser encarcelado bajo pretexto para alejarle de su propia casa y así facilitar los encuentros ilícitos de Prudencia y de la hermana Rudelinda con sus amantes. La acción sigue el desarrollo tradicional de los dramas en tres actos: presentación del conflicto (I), evolución del mismo y clímax o nudo (II), catástrofe y desenlace (III). El primer acto termina en un auténtico duelo verbal entre don Zoilo y su victimario Juan Luis; la violencia está subrayada por el látigo que la víctima acorralada blande contra sus oponentes. El primer acto expone con toda claridad el choque entre dos mentalidades: una chapada a la antigua y basada en el amor, el respeto y el honor (don Zoilo y Robusta) y otra nueva, fundamentada en el bienestar y el placer (Juan Luis, Butiérrez, Prudencia y Rudelinda). El Acto II introduce elementos contradictorios; negativos como la enfermedad de Robusta, la plaga del ganado y la detención de don Zoilo; esperanzadoras, como una posible relación amorosa entre Aniceto y Robusta, la cual podría salvar al viejo don Zoilo y que prometería una solución al estilo de las otras dos obras rurales. Pero la diferente actitud de don Zoilo al final del Acto I (el rebenque levantado contra su expoliador) y del II (la resignación ante la detención) induce a pensar que el presagio del título ganará la partida. La «injusta justicia» (tema característico de la literatura gauchesca desde Martín Fierro) le ha despojado de honra, bienes y familia. El Acto III abre con una acotación cruel: «... una cama de fierro bajo el alero»; obviamente, entretanto no ha habido una boda sino una muerte, la de Robusta. El agotamiento de don Zoilo se hace patente al tomar Aniceto las riendas de la acción en este acto (obliga a las mujeres Carabajal a quedarse con don Zoilo y expulsa a la celestina Ña Martiniana), aunque no puede impedir el desenlace fatal. Como es sabido, existen dos finales (véase la edición en Cátedra); en el primero, Aniceto, tras un largo parlamento de don Zoilo acepta la inevitabilidad del suicidio; en el segundo, representado desde que José Podestá impuso su opinión, Aniceto se retira tras quitarle el cuchillo y don Zoilo se dispone a ahorcarse con su lazo. Pero antes (escena 15) el dramaturgo le brinda la oportunidad de expresar el significado de la obra:

Agarran a un hombre sano, güeno... honrao, trabajador, servicial, lo despojan de todo lo que tiene, de sus bienes [...], del cariño de su familia [...], de su honra... Y aura, ¿qué me dan? ¿Me degüelven lo perdido? ¿Mi fortuna, mis hijos, mi honra, mi tranquilidad? ¡Ah, no!...

El «tempo» de los actos muestra una clara aceleración cumpliendo con lo que insinúa el título «barranca abajo»: el primero ocupa 22 páginas, el segundo 18 y el tercero, tan sólo 12. También el espacio (el decorado) muestra la pendiente abajo: de la estancia en el primer acto al rancho en el segundo y tercero.

Con el protagonista el dramaturgo ha creado un personaje inolvidable; en contra de lo que han dicho críticos como Giusti (1920: 102), Sánchez no era un «psicólogo simplista». Desde el comienzo, con su silencio y su distanciamiento, se le ve como un personaje preocupado y deteriorado; los golpes sucesivos sólo completan la destrucción de un hombre acabado, «barranca abajo». Falta toda descripción física del personaje en las acotaciones, por el contrario, se insiste en ciertas actitudes y movimientos: su paso lento, la acción de sentarse en un banquito (es decir, no es figura imponente de pie), su silencio, sus laconismos y pausas, el cuchillo con el que garabatea «marcas en el suelo», la avidez con la que bebe el agua (símbolo de vida), sus silbidos despacitos... Todos ellos constituyen elementos que recorren el drama como leitmotiv. Tanto más impresionan los esporádicos estallidos de violencia (contra el expoliador y contra las mujeres desalmadas, la celestina incluida). Todavía en el primer momento de su detención vocifera, pero luego se deja llevar mansamente. Sánchez, en vez de servirse de la retórica emplea elementos kinésicos para caracterizar al protagonista y mostrar su estado anímico (cf. la escenificación del poder impuesto por Juan Luis: él mismo en un sillón, el comisario en una silla y para don Zoilo, un banco, 1997: 98).

En fin, ¿quién aún se atreve a tachar el teatro del uruguayo de «regionalista» o a dividirlo en «regional» («costumbrista») y «universal»? El personaje de don Zoilo trasciende su momento histórico y su región concreta y logra expresar una problemática universal. Ya lo dijo el propio dramaturgo en su conferencia citada: «El teatro no tiene bandera. Es universal, es humano».

Rita Gnutzmann

[5] Las tres obras se encuentran en el volumen 2 de la edición de Lafforgue; sin embargo, para Barranca abajo usaré la edición de Cátedra (Gnutzmann 1997) que sigue el manuscrito encontrado por L. Ordaz.

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