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ArribaAbajoCapítulo XI

Donde aparece el hombre de la caña de la India


Apenas Doña Marcelina estuvo fuera de la sala, cuando Fermín introdujo al hombre del paseo matinal, en el gabinete de su señor.

Con el sombrero en la mano izquierda y la caña de la India en la derecha, entró con paso magistral, poniendo luego sombrero y bastón en una silla, y dirigiéndose a Daniel con la mano estirada.

-Buenos días, mi Daniel querido y estimado. Por ser el día en que más he necesitado hablarte parece que se me han puesto mayores dificultades para conseguirlo, ¡a mí, a tu primer maestro! Pero en fin, ya estoy a tu lado, y, con tu permiso, me siento.

-Sabe usted, señor, que yo me levanto tarde generalmente.

-Siempre tuviste esa costumbre intrínseca, ese instinto innato; más de una vez te puse en penitencia severa por haber faltado a las horas improrrogables de clase.

-Y con todas las penitencias, no logró usted enseñarme a escribir, que es lo peor que pudo sucederme, mi querido señor Don Cándido.

-De lo que yo me lisonjeo mucho.

-¡Es posible! Mil gracias, señor.

-En los treinta y dos años que he ejercido la noble, ardua y delicada tarea de maestro de primeras letras, he observado que sólo los tontos adquieren una forma de escritura hermosa, clara, fácil, limpia, en poquísimo tiempo; y que todos los niños de grandes y brillantes esperanzas, como tú, no aprenden jamás una escritura regular, mediana siquiera.

-Gracias por la lisonja, pero declaro a usted que yo me avendría mucho con tener menos talento y mejor letra.

-Pero eso no obsta a que me tengas cariñoso y sincero afecto, ¿no es verdad?

-Cierto que no, señor; respeto a usted como a todas las personas que dirigieron mi infancia.

-¿Y me prestarías un servicio el día que tuviese necesidad de ti?

-En el acto, si estaba en mi mano. Hábleme usted con franqueza.

-¿Sí?

-Hoy los quebrantos en la fortuna, por ejemplo, son casi generales. Nada más común que los apuros de dinero en épocas como la que atravesamos. Hábleme usted con franqueza -le repitió Daniel, cuya delicadeza había querido ahorrar a su maestro el disgusto de amplificar la situación pública en cuanto al estado de las fortunas, por si acaso era asunto de dinero el que le traía a su casa.

-No, no es dinero metálico, ni en papel moneda lo que necesito; felizmente con mis ahorros junté un pequeño capital de cuya renta vivo pasablemente, cómodamente. Es otra cosa de mayor importancia la que quiero de ti. Hay épocas terribles en la vida. Épocas de calamidad, de trastornos, cuando las revoluciones nos ponen en peligro a inocentes y a culpables. Porque las revoluciones son como las tormentas desatadas, furiosas, que al bajel que toman en alta y procelosa mar lo ponen a pique de zozobrar con todos los hombres que lleva adentro, buenos o malos, judíos o cristianos. Recuerdo un viaje que hice a las Vacas. ¡Qué viaje! Iba con nosotros un padre franciscano. ¡Excelente hombre! Porque mira, Daniel, por más que se diga de los sacerdotes, los hay ejemplares; los hemos tenido aquí mismo que eran un modelo de caridad y de virtud. Hay otros malos, es verdad; pero todo es así en la vida, y...

-Perdone usted, señor, creo que usted se ha distraído de su asunto especial -le dijo Daniel, que conocía prácticamente ser el hombre con quien hablaba uno de aquellos que no acabarían jamás sus digresiones, si no se les cortase el discurso.

-A eso voy.

-Lo mejor de este mundo, señor, es empezar las cosas por el principio y marchar de prisa en línea recta para llegar pronto a donde vamos. Al asunto, pues -insistió Daniel, que a pesar de que solía divertirse algunas veces con la multitud de adjetivos, extravagantes los más, con que amenizaba las digresiones su antiguo maestro de escritura, ese día no tenía su espíritu para juegos, ni tiempo para perder.

-Bien; voy a hablarte como a un hijo tierno, cariñoso, discreto y racional.

-Con lo último, basta, señor; adelante.

-Yo sé bien que tú estás a buenas anclas -prosiguió Don Cándido, en quien los circunloquios formaban, juntos con los adjetivos, el carácter distintivo de su oratoria.

-No entiendo.

-Quiero decir que tus relaciones encumbradas, tus amigos distinguidos, tus lazos estrechos y continuamente rozados por el trato frecuente, familiar y poderoso de tus asuntos propios, y las recomendaciones de tu señor padre...

-Por el amor de Dios, señor: créame usted que no está en mi organización el resistir mucho tiempo a ciertas situaciones. ¿Qué es lo que quiere usted decirme?

-A eso iba, genio de pólvora. Lo mismo, lo mismo eras cuando te sentabas a mi derecha con tus rizos hasta los hombros y tu polaquita azul. En cuanto te mandaba escribir, si encontrabas la puerta abierta, dejabas la gorrita y echabas a correr hasta tu casa. Decía pues, que tu posición distinguida a que te han abierto camino dilatado, llano y florido las amistades de tu padre honrado, generoso y patriota, como a la vez tu talento exquisito y tu gusto extremado por el trato franco y cordial de los hombres...

-Muy bueno, ¿y qué puedo hacer por usted?

-Óyeme.

-Oigo.

-Yo sé que a medida que los sucesos apuran, que las circunstancias apremian, es mejor...

-¿Pero no es mucho mejor que me diga usted lo que quiere?

-A ello voy.

-¡Paciencia! -dijo Daniel entre sí mismo, dominándose como era su costumbre después de algunos años.

-¿Tú tienes relaciones?

-Muchas, adelante.

-Y entre ellas la del señor jefe de policía Don Bernardo Victorica. ¿No es verdad?

-Es cierto, y ¿qué es lo que usted quiere?

-Óyeme, Daniel. Yo te he enseñado a escribir, yo te quise como a un hijo por lo vivo, alegre, travieso, inteligente, activo...

-Gracias, gracias, señor.

-Tú eres casi el único de mis discípulos antiguos cuya amistad cultivo al presente; a este desgraciado presente, que envuelto en la nube iracunda, tormentosa y fosfórica de las convulsiones ocultas, de las pasiones desencadenadas, hace o está para hacer la desgracia completa, irremisible y fatal de mi existencia.

-Conque ¿qué es lo que usted deseaba? -preguntóle Daniel mordiéndose los labios, pero sin dejar asomar a su fisonomía la más leve señal de la impaciencia que le agitaba.

-Deseaba, pues, que me hicieras un grande y no menos importante servicio, Daniel.

-Pero eso es lo mismo que me dijo usted al empezar la conversación, señor.

-Despacio, vamos por partes.

-Vamos como usted quiera, vamos.

-¿Tú tienes relaciones?

-Sí, señor.

-¿Poderosas?

-Sí, señor.

-¿Y con Victorica también?

-Sí, señor.

-Entonces Daniel, hazme...

-¿Qué?

-Daniel, en nombre de tus primeras planas que yo corregía con tanto gusto, hazme... ¿estamos solos?

-Perfectamente solos -le contestó Daniel algo sorprendido al ver que Don Cándido se ponía pálido a medida que hablaba.

-Entonces, Daniel querido y estimado, hazme...

-¿Qué?, por todos los santos del cielo.

-Hazme poner en la cárcel, Daniel -dijo Don Cándido, pegando su boca a la oreja de su discípulo, que se dio vuelta, y con toda la fuerza de su alma, clavó los ojos en su fisonomía para ver si descubría algo que le convenciera que realmente su maestro estaba loco.

-¿Te sorprendes? -continuó Don Cándido-. Sin embargo, yo exijo de ti ese servicio eminente, como el más valioso, importante y caro que puedo recibir de hombre nacido.

-Y ¿qué objeto se propone usted con estar en la cárcel? -interrogó Daniel, que no podía formarse una idea que lo calmase sobre el estado moral de su interlocutor.

-¿Qué objeto? Vivir con seguridad, tranquilo, descansado, mientras pasa la tormenta espantosa y horrísona que nos amenaza.

-¿La tormenta?

-Sí, joven, tú no comprendes nada todavía de las terribles y sangrientas revoluciones de los hombres, y sobre todo, de las equivocaciones fatales que hay comúnmente en ellas. El año 20, en aquel terrible año en que todos parecían locos en Buenos Aires, yo fui preso dos veces por equivocación; y estoy temblando de que en el año 40, en que todos parecen demonios, me corten la cabeza por equivocación también. Yo sé lo que hay, sé lo que va a suceder, y quiero estar en la cárcel por alguna causa civil, por alguna causa que no sea política.

-¿Pero qué hay? ¿Qué va a suceder? -preguntó Daniel empezando a traslucir alguna cosa de importancia en el pensamiento de Don Cándido.

-¡Qué hay!¿No lees la Gaceta? ¿No lees todos los días esas terríficas amenazas del furor popular, de sangre, de exterminio, de muerte?

-Pero eso es contra los unitarios, y según creo, usted no ha contraído compromisos políticos.

-Ningunos; pero esas amenazas aterrantes, fulmíneas e incendiarias, no son contra los unitarios, sino contra todos; y además yo tiemblo de las equivocaciones.

-¡Aprensiones, señor!

-¡Aprensiones! ¿No ves esos hombres de aspecto tremebundo y sangriento, que de algunos meses a aquí han salido, creo que de los infiernos, y que se encuentran en los cafés, en las calles, en las plazas, en las puertas sacras y puríficas de los templos, con sus inmensos puñales a la cintura, afilados corno el perfil de la A mayúscula?

-¿Y bien? ¿Usted no sabe que el puñal ha sido y será siempre la espada de la Federación?

-Pero ésos son los síntomas primeros, atronadores y centellantes de la tempestad que he profetizado. El momento faltaba, pero el momento va a llegar.

-¿Y por qué va a llegar ese momento? Hable usted, señor.

-¡Oh! Ese es el secreto que traigo en el pecho como una rueda de puñales desde hoy a las cuatro de la mañana.

-Señor, confieso a usted que si no me habla con claridad y sin secretos en el pecho, no podré entenderle una palabra, y tendré el disgusto de decirle que tengo una forzosa diligencia que hacer a estas horas.

-No, no te irás. Oye.

-Oigo, pues.

Don Cándido se levantó, fue a la puerta del gabinete que daba a la sala, miró por la boca llave, y después de convencerse que no había nadie al otro lado de la puerta, volvió a Daniel y le dijo al oído con tono misterioso:

-¡La Madrid se ha declarado contra Rosas!

Daniel dio un salto en la silla, un relámpago de alegría brilló en su semblante, pero que súbitamente apagóse al influjo de la poderosa voluntad de ese joven, que se ejercía especialmente sobre las revelaciones con que el semblante humano hace traición con frecuencia a las situaciones del espíritu.

-Usted delira, señor -le respondió volviendo a sentarse tranquilamente.

-Cierto, Daniel, cierto como que los dos estamos ahora conversando juntos y solos. ¿No es verdad que estamos solos?

-Y tanto, que si usted no me refiere cuanto dice saber, creeré que todavía me reputa como a un niño y que se burla de mí.

Y los ojos de Daniel bañaron con su lumbre activa toda la fisonomía de aquel hombre que iba a ser observado hasta en lo más secreto de su pensamiento.

-No te incomodes, mi Daniel querido y estimado. Óyeme y te convencerás de lo que digo. Tú sabes que después que dejé la clase de escritura, es decir, hace cuatro años, me retiré a mi casa a vivir tranquilamente del fruto de mi pequeño capital. Y, para que cuidase de la casa y de mi ropa, conservé a mi servicio una mujer de edad, blanca, arribeña; muy buena mujer, aseada, prolija, económica...

-Pero, señor, ¿qué tiene que ver esa mujer con el general La Madrid?

-Ya lo verás. Esa mujer tiene un hijo, que después de diez años trabajaba de peón en Tucumán; ¡hijo excelente, jamás deja de mandarle una parte de sus ahorros a su madre! Habiéndote dicho esto, ¿lo has oído bien?

-Demasiado bien, señor.

-Entonces vamos a lo que hace a mí. Mi casa tiene una puerta de calle. ¡Ah!, se me olvidaba decirte que el hijo de la mujer que me sirve vino de chasque a mediados del año pasado, ¿estás?

-Estoy.

-Mi casa, pues, tiene una puerta de calle, y el cuarto de mi sirvienta una ventana sin reja que da a la calle. Después de estos últimos meses, en que todos vivimos temblando en Buenos Aires, el sueño ha huido fugitivo de mis ojos, y no es dormir, sino estar en pesadilla lo que yo hago. Yo concurría a una tertulia de malilla, en casa de unos amigos antiguos, honrados, leales, que no hablan jamás de la recóndita política de nuestro tiempo adverso, desgraciado y calamitoso; pero ya no concurro, y desde la oración me encierro en mi casa.

-¡Válgame Dios, señor! Pero ¿qué tiene que ver la tertulia de malilla con...?

-A eso voy.

-¿Adónde? ¿A la tertulia de malilla?

-No, al acontecimiento.

-Al de La Madrid.

-Sí.

-¡Gracias a Dios!

-Anoche, a las cuatro de la mañana, estaba yo desvelado como de costumbre, cuando de repente siento que un caballo para a la puerta, y que el ruido de un latón decía claramente que el hombre que se desmontaba era un oficial, o un soldado. Yo no soy hombre de armas; tengo horror a la sangre, y te lo confesaré todo, mi cuerpo se puso a temblar y un sudor frío me bañó de los pies a la cabeza, la cosa no era para menos, ¿no es verdad?

-Prosiga usted, señor.

-Prosigo. Me tiré de la cama, abrí sin hacer ruido el postigo de la ventana; después una rendija de ésta; la noche estaba oscura, pero distinguí que al otro lado de la puerta, en la ventana de Nicolasa, mi sirvienta, el hombre de a caballo estaba llamando sin mucho ruido, y que en seguida, y después de cambiadas algunas palabras que no oí, la ventana se abrió y el hombre entró en el cuarto. Mis

ideas se confundieron, mi cabeza era un horno volcanizado y ardiente, me creí vendido, y sin perder un momento salí descalzo al patio, y fui a mirar por el ojo de la llave en el cuarto de Nicolasa. Y ¿a quién te parece que reconocí?

-Dígalo usted, y lo sabré con más propiedad.

-Al hijo obediente, sumiso y cariñoso de Nicolasa, que la estaba abrazando. Sin embargo, yo no me retiré por eso, quise convencerme bien de que no me amenazaba ningún peligro eminente, y escuché atento. Nicolasa ofreció hacerle una cama, pero él rehusó, diciéndola que tenía que volver en el acto a la casa del gobernador, que venía de chasque de la provincia de Tucumán, y hacía un momento que había entregado los pliegos.

-Prosiga usted, pero sin olvidar cosa alguna -le dijo Daniel, a quien ya no importunaban los adjetivos, los episodios, ni los circunloquios.

-Todas las palabras las tengo en la memoria como grabadas con candente fierro. La dijo que los pliegos eran de unos señores muy ricos de Tucumán, en que le anunciarían al gobernador, probablemente, lo que había hecho el general La Madrid. Nicolasa, curiosa, indagadora, como toda mujer, le hizo preguntas a este respecto, y el hijo, conjurándola a que guardase el más profundo silencio, la refirió que luego de llegar La Madrid a Tucumán se pronunció públicamente contra Rosas, que todo el pueblo lo había recibido en fiesta, y que el gobierno lo había nombrado, y hecho reconocer, general en jefe de todas las tropas de línea y milicia de la provincia, como también por jefe del estado mayor al coronel Don Lorenzo Lugones, y jefe de coraceros del orden al coronel Don Mariano Acha. ¡Imagínate, hijo mío, la impresión que todo esto me causaría, desnudo como estaba yo en la puerta de Nicolasa!

-Sí, sí, prosiga usted -dijo Daniel, que estaba devorando palabra por palabra cuantas salían de la boca de Don Cándido, que hubiese querido pagar con toda su fortuna, y que, sin embargo, no obraban la menor alteración en su exterior, pues que estaba oprimiendo los movimientos de su fisonomía, con la potencia irresistible de su voluntad.

-¿Qué he de proseguir, qué más necesitamos saber? Todo lo que en seguida contó a su madre no fue sino sobre fiestas, sobre alegría y sobre movimientos militares en las provincias, declarándose casi todas contra Rosas.

-Pero pronunciaría algún otro nombre, alguna cosa especial.

-Ninguna. Estuvo apenas diez minutos con su madre; y se fue después de darla algún dinero y de besarla la mano, prometiéndola que hoy volvería, si no lo despachaban de madrugada; porque ese hijo, ¡oh!, te voy a contar toda la historia.

-¿Qué edad tiene ese hombre?

-Es joven, veinte y dos o veinte y tres años a lo más; alto, rubio, nariz aguileña, buen mozo, gallardo, fuerte, varonil.

-«A los veinte y dos años un hombre no es comúnmente malo. Un hijo que atiende a su madre desde lejos, es un hombre de corazón. No tenía interés ninguno en engañar a su madre. Don Cándido no ha mentido en una palabra de cuanto me ha dicho, luego el suceso es cierto. ¡Providencia divina!»-dijo Daniel para sí mismo, sin dar atención a los últimos adjetivos de Don Cándido.

-Y bien -continuó-, será muy cierto cuanto usted me dice del general La Madrid, pero no alcanzo la consecuencia personal que saca usted para sí mismo.

-¿Para mí? Para todos, debes decir. Mira, hablemos con franqueza: a pesar de todas las apariencias, es imposible que seas amigo del gobierno, que quieras los desórdenes y la sangre. ¿No es verdad?

-Señor, yo tendré mucho honor en recibir todas las confianzas que quiera usted hacerme, dando a usted la más completa seguridad en mi secreto, pero no es esta una ocasión que me inspire la necesidad de hacer confidencias sobre mis opiniones políticas.

-Bien, bien, esa es prudencia, pero yo sé lo que me digo; y te decía también, o quería decirte, que el suceso del general La Madrid va a irritar exuberantemente al señor gobernador; que su irritación sanguínea va a comunicarse rápida y sutilmente a todos esos caballeros a quienes, ni tú ni yo, tenemos el honor de conocer, y que no debes tener la menor duda que han sido mandados por el diablo. Quiero decir también, que todas las amenazas de la Gaceta van a cumplirse; que van a herir y matar a diestra y siniestra; y que aunque tenga yo la convicción profunda, religiosa y santa de mi inocencia, no tengo la seguridad de que no me maten por equivocación cuando menos. Y es esto lo que es preciso evitar; lo que es preciso que evites tú, mi Daniel querido y estimado. ¿Estás ahora?

-Lo único que pienso es que, con tales temores, lo mejor que podrá usted hacer, será no salir de su casa mientras llega y se acaba la tormenta horrísona, como usted la llama.

-Y ¿qué sacamos con eso? Se entrarán a mi casa por entrarse a la del vecino, y por matar a Juan de los Palotes, matarán a Don Cándido Rodríguez, antiguo maestro de primeras letras, hombre honrado, pacífico, caritativo y moral.

-¡Oh! ¡Pero eso sería una cosa horrible!

-Sí, señor, horrible para mí, espantosa, cruel, pero que no por eso dejaría yo de sufrirla inocente y doloridamente.

-¿Pero qué hacer entonces?

-Evitarla, impedirla, estorbarla, repelerla, escaparla, huirla.

-¿Y cómo?

-Escucha. Entrando en la cárcel, no por orden del señor gobernador, sino por alguna otra orden subalterna, el gobernador que no me conoce y que no sabrá nada, porque no se me pondrá preso por causas políticas, no dará orden ninguna contra mi persona. La cárcel no ha de ser invadida, y si lo fuese, el alcaide tendrá tiempo de informar sobre los motivos de mi prisión. Viviré en la cárcel tan felizmente como en mi casa, una vez que viva tranquilo. Los soldados no me asustarán, al contrario, ellos serán mi garantía contra todo asalto de la Sociedad Popular, sobre todo contra toda equivocación.

-Todo eso no pasa de ser un desatino, pero suponiendo que fuese una cosa muy racional, ¿cómo quiere usted, señor Don Cándido, que lo haga yo poner en la cárcel?, ¿de qué pretexto valerme?

-¡Pero eso es lo más fácil! Yo te lo diré: te vas a ver ahora mismo a Victorica y le dices que yo te acabo de insultar groseramente, y que mientras entablas tu acción criminal, pides mi prisión en el día; me llevan preso, yo no reclamo, tú no das paso alguno, y heme aquí en la cárcel, hasta que yo te pida que me saques de ella.

-Pero señor, no es costumbre entre nosotros que los hombres de mi edad vayan a quejarse a las autoridades cuando reciben un insulto privado. Sin embargo la situación de usted me interesa -continuó Daniel, cuya cabeza, preocupada por la noticia importante que acababa de recibir tan accidentalmente, no dejaba, empero, de calcular el partido que podría sacarse de aquel hombre enfermado por el terror, que a todo se prestaría con la mayor docilidad, a cambio de adquirir un poco de confianza sobre los peligros que su imaginación le creaba.

-¡Oh!, yo bien sabía que te interesarías por mí, tú el más noble, bondadoso y fino de mis antiguos discípulos. Me salvarás, ¿no es verdad?

-Creo que sí. ¿Se contentaría usted con un empleo privado al lado de una persona cuya posición política en la actualidad es la mejor recomendación de federalismo para los individuos que la sirven?

-¡Ah!, eso sería el colmo de mis deseos. Yo nunca he sido empleado, pero lo seré. Y además, seré empleado sin sueldo. Cedo desde ahora mis emolumentos al objeto que quiera mi noble y distinguido patrón, a quien desde ahora también profeso el más íntimo, profundo y leal respeto. ¡Tú me salvas, Daniel!

Y Don Cándido se levantó y abrazó a su discípulo, con una efusión de cariño a que él habría llamado entusiástica, ardiente, espontánea y simpática.

-Retírese usted tranquilo, señor Don Cándido, y tenga usted la bondad de volver a verme mañana.

-¡Sin falta, sin falta!

-No siendo a las seis de la mañana, bien entendido.

-No, vendré a las siete.

-Tampoco. Venga usted a las diez de la mañana.

-Bien; vendré a las diez, seré exacto y puntual a la cita.

-Una palabra: guarde usted el más profundo silencio sobre el asunto del general La Madrid.

-He determinado no dormir esta noche para no hablar de él soñando. Te lo juro a fe de honrado y pacífico ciudadano.

-Nada de juramentos, señor, y hasta mañana -dijo Daniel sonriendo, dando la mano, y acompañando a su maestro hasta la puerta del gabinete.

-Hasta mañana, mi Daniel querido y estimado, el más bueno y generoso de mis antiguos discípulos. Hasta mañana.

Y Don Cándido Rodríguez salió de la casa de Daniel, con su caña de la India bajo el brazo, sin tomar las precauciones que a su entrada en ella, por cuanto pocas horas faltaban para que fuese empleado cerca de un gran señor de la Federación de 1840.

-Son las doce, Fermín. Pronto, un frac o una levita, cualquier cosa -dijo Daniel a su criado, que entró al gabinete en el momento de salir Don Cándido.

-Han venido de casa del coronel Salomón -le dijo Fermín.

-¿Han traído una carta?

-No, señor. El coronel Salomón mandó decir a usted, que no le contestaba por escrito porque no hallaba el tintero en ese momento, pero que hoy a las cuatro de la tarde se iba a reunir la Sociedad, y que esperaba a usted a las tres y media.

-Bien, dame la ropa.




ArribaAbajoCapítulo XII

Florencia y Daniel


Pocos minutos faltaban para que el gran reloj del cabildo marcase las dos horas de la tarde, cuando Daniel Bello dejó la casa del señor ministro de Relaciones Exteriores, Don Felipe Arana, en la calle de Representantes, por la cual siguió en dirección al sur, hasta encontrarse con la calle de Venezuela, que cruza la ciudad de este a oeste; y doblando por ella en dirección al Bajo, caminó hasta la calle de la Reconquista.

Daniel no había adelantado nada en aquella visita sobre lo que hacía relación con su amigo Eduardo, o más bien, mucho había ganado en contentamiento desde que se impuso de que el señor ministro Arana no sabía una palabra de los sucesos de la noche anterior, aun cuando, al llegar Daniel, el señor ministro venía de dejar la casa de Su Excelencia el Gobernador, y puesto de su parte todos los medios que estaban a su alcance para saber, antes que Victorica, lo que había ocurrido en el Bajo de la residencia, según las propias palabras del señor ministro.

Y era esto precisamente cuanto Daniel deseaba en lo demás, es decir, una ignorancia completa, o una confusión de relaciones en todos aquellos a quienes se había dirigido, y cuyos informes debía recoger en el resto de ese día.

Ya sabía que el ministro estaba ajeno de cuanto había pasado. Iba a saber, por la linda boca de su Florencia, lo que hablaban Doña Agustina Rosas de Mansilla y Doña María Josefa Ezcurra sobre aquel incidente, cuya relación que de él hicieran, debía provenir directamente de la casa de Rosas, adonde habrían afocádose los informes de Victorica y sus agentes, y adonde esas señoras concurrían todas las mañanas; y por último, esa tarde sabría lo más o menos informada que estaba la Sociedad Popular y su presidente, sobre las ocurrencias de la noche anterior, con lo cual habría tomado entonces todos los caminos oficiales y semioficiales por donde podía andar, más o menos oculta, en la capital de Buenos Aires, una noticia de la clase de aquella que tanto le interesaba saber.

Entretanto, él no había perdido el tiempo en su ministerial visita, pues había conseguido que el señor ministro Arana se envolviese en una red, primorosamente tejida por las manos de ese joven que, casi solo, sin más armas que su valor, y sin más auxiliares que su talento, en una época en que todos los vínculos y todas las consideraciones de honor y de amistad empezaban a ser relajadas prodigiosamente por el terror en ese pueblo sorprendido por la tiranía; pero en el cual, es preciso decirlo, no había desenvuéltose nunca ese espíritu de asociación que sus necesidades morales reclamaron siempre; por ese joven decíamos, que era una especie de conspiración viva contra Rosas, admirable por su temeridad, aun cuando reprensible por su petulancia al querer trastornar, con la sola potencia de su espíritu, un orden de cosas constituido más bien por la educación social del pueblo argentino, que por los esfuerzos y los planes del dictador.

Don Felipe Arana, que tenía grande respeto a los talentos de Daniel, a quien más de una vez consultaba sobre alguna redacción de fórmula, o alguna traducción del francés, cosas ambas de muy grave importancia y de no menor dificultad para el señor ministro de Relaciones Exteriores, había consentido en aceptar un consejo de Daniel, con la candidez que le era característica, y con aquella inocencia que empezó a revelarse en él desde el año de 1804, en que se afilió en la Hermandad del Santísimo Sacramento, y cubierto con su pelliza de terciopelo punzó, y con la campanilla en la mano, marchaba delante de la custodia, cuando en el primer domingo de cada mes salía de la Santa Iglesia Catedral la procesión que se llamaba de la renovación, por ser el día en que se renovaba la hostia consagrada.

Y aquella aceptación de aquel consejo iba a convertirse en un árbol de excelentes frutos para aquel joven, a quien sólo faltaba apoyo para ser uno de los actores principales del drama revolucionario por que pasaba el pueblo de Buenos Aires, y en cuya cabeza, a pesar de su aislamiento, se desenvolvía, después de algunos meses, un plan todo él de conspiración activa contra Rosas, que irá conociéndose más tarde, a medida que los acontecimientos sobrevengan; como dentro de poco habrá ocasión también de saberse algo sobre esa tan importante concesión que acababa de conseguir de Don Felipe Arana.

Y entretanto, diremos que Daniel había doblado por la calle de la Reconquista, y caminaba con ese aire negligente, pero elegante, que la Naturaleza y la educación regalan a los jóvenes de espíritu y de gustos delicados, y que los elegantes por artificio no alcanzan a reproducir jamás. Con su levita negra abotonada, y sus guantes blancos, en la edad más bella de la vida de un hombre, y con su fisonomía distinguida, y ese color americano que sirve a marcar tan bien las pasiones del alma y la fuerza de la inteligencia, Daniel era acreedor muy privilegiado a la mirada de las mujeres, y a la observación de los hombres de espíritu, que no podían menos de reconocer un igual suyo en aquel joven en cuyos hermosos ojos chispeaba el talento, y que revelaba la seguridad y la confianza en sí mismo, propiedad exclusiva de las organizaciones privilegiadas, en su aire medio altanero y medio descuidado.

Llegado a la calle de la Reconquista, nuestro joven no tardó mucho en pisar la casa de la bien amada de su corazón.

De pie junto a la mesa redonda que había en medio del salón, y sus ojos fijos en un ramo de flores que había en ella, colocado en una hermosa jarra de porcelana, Florencia no veía las flores, ni sentía la impresión de sus perfumes, aletargada por la influencia de su propio pensamiento, que la estaba repitiendo, palabra por palabra, cuantas acababa de oír salir de boca de Doña María Josefa; al mismo tiempo que dibujaba a su capricho la imagen de esa Amalia a quien creía estar viendo bajo sus verdaderas formas.

La abstracción de su espíritu era tal, que sólo conoció que habían abierto la puerta del salón, a cuya daba la espalda, y entrado alguien en él, cuando la despertó de su enajenamiento el calor de unos labios que imprimieron un tierno beso sobre su mano izquierda, apoyada en el perfil de la mesa.

-¡Daniel!- exclamó la joven volviéndose y retrocediendo súbitamente.

Y ese movimiento fue tan natural, y tan marcada la expresión, no de enojo, sino de disgusto, que asomó a su semblante, y tan notable la palidez de que se cubrió, en vez de esos ramos de rosas con que asoma el pudor de las mejillas de una joven en tales casos, que Daniel quedó petrificado por algunos instantes.

-Caballero, mi mamá no está en casa- dijo luego Florencia con un tono tranquilo y lleno de dignidad.

-¡Mi mamá no está en casa, caballero!- repitió Daniel como si fuera necesario decirse él mismo esas palabras para creer que salían de los labios de su querida-. Florencia -continuó-, juro por mi honor, que no comprendo el valor de esas palabras, ni cuanto acabo de ver en ti.

-Quiero decir, que estoy sola, y que espero querrá usted usar para conmigo de todo el respeto que se debe a una señorita.

Daniel se puso colorado hasta las orejas.

-Florencia, por el amor de Dios, dime que estás jugando conmigo, o dime si es verdad que yo he perdido la cabeza.

-La cabeza no, pero ha perdido usted otra cosa.

-¿Otra cosa?

-Sí.

-¿Y cuál, Florencia?

-Mi estimación, señor.

-¡Tu estimación! ¿Yo?

-¡Y qué le importa a usted el cariño, ni la estimación mía! -dijo Florencia con una fugitiva sonrisa, y marcando ese gesto de desdén que era el más bello juguete de su pequeña boca.

-¡Florencia! -exclamó Daniel dando un paso hacia ella.

-¡Quieto, caballero! -dijo la joven sin moverse de su puesto; y alzando su cabeza y extendiendo su brazo hacia Daniel, que casi tocaba con sus labios la palma de la linda mano de su amada. Pero fue tal la dignidad y la resolución que acompañaron la palabra y acción de la señorita Dupasquier, que Daniel quedó como clavado en el lugar que pisaba. Y en seguida retrocedió algunos pasos, y afirmó su brazo izquierdo sobre el respaldo de una silla, mientras Florencia apoyaba su mano sobre la mesa redonda.

Los dos amantes se estuvieron mirando algunos segundos, creyendo tener cada uno el derecho de esperar explicaciones. La escena empezaba a cambiar.

-Creo, señorita -dijo Daniel rompiendo el silencio-, que si he perdido la estimación de usted, a lo menos me queda el derecho de preguntar por la causa de esa desgracia.

-Y yo, señor, si no tengo el derecho, tendré la arbitrariedad de no responder a esa pregunta -repuso Florencia con esa altanería regia que es una peculiaridad de las mujeres delicadas cuando están, o creen estar, ofendidas por su amado, mientras poseen la conciencia de no tener él nada que reprocharlas.

-Entonces, señorita, me tomaré la libertad de decir a usted, que si en todo esto no hay una burla que ya se prolonga demasiado, hay una injusticia que está ofendiendo a usted en el concepto mío -replicó Daniel con seriedad.

-Lo siento, pero me conformo.

Daniel se desesperaba.

Otro momento de silencio volvió a reinar.

-Florencia, si anoche me retiré a las nueve, fue porque un asunto importante reclamaba mi presencia lejos de aquí.

-Señor, es usted muy libre para entrar a mi casa y retirarse de ella a las horas que mejor le plazca.

-Gracias, señorita -dijo Daniel mordiéndose los labios.

-Gracias, caballero.

-¿De qué, señorita?

-De vuestra conducta.

-¡De mi conducta!

-¿Se ha levantado usted sordo, caballero? Repite usted mis palabras como si las estuviera aprendiendo de memoria -dijo Florencia riéndose y bañando a Daniel con una mirada la más desdeñosa del mundo.

-Hay ciertas palabras que yo necesito repetirlas para entenderlas.

-Es un trabajo inútil esa repetición.

¿Puedo saber por qué, señorita?

-Porque bien tiene obligación de oír lo que se le dice, y comprender las cosas, aquel que tiene dos oídos, dos ojos y dos almas.

-¡Florencia! -exclamó Daniel con voz irritada-: aquí hay una injusticia horrible, y yo exijo una explicación ahora mismo.

-Exijo, ¿ha dicho usted?

-Sí, señorita, lo exijo.

-¿Me hace usted el favor de volver a repetirlo?

-¡Florencia!

-¿Señor?

-¡Oh! Basta, esto ya es demasiado.

-¿Le parece a usted?

-Me parece, señorita, que esto o es una burla indigna, o es buscar un pretexto de rompimiento, bien incompatible con personas de nuestra clase; y tres años de constancia y de amor me dan derecho a interrogar por la causa de un procedimiento semejante; y a pedir la razón del modo por que así se me trata.

-¡Ah! Ya no exige usted, pide, ¿no es verdad? Eso es otra cosa, mi apreciable señor-dijo Florencia midiendo a Daniel de pies a cabeza con una mirada la más altiva y despreciativa posible.

Toda la sangre de Daniel subió a su rostro. Su amor propio, su honor, la conciencia de su buena fe, todo acababa de ser herido por la mirada punzadora de Florencia.

-Exijo o pido, como usted quiera; pero quiero, ¿entiende usted, señorita?, quiero una explicación de esta escena -dijo volviendo a apoyar su mano en el respaldo de la silla.

-Calma, señor, calma: necesita usted mucho de su voz, y hace mal en gastarla alzándola tanto. ¿Supongo no querrá usted olvidar que es a una mujer a quien está hablando?

Daniel se estremeció. Esa reconvención le era más amarga todavía que las anteriores palabras de Florencia.

-¡Yo estoy loco, debo estar loco, Dios mío! -exclamó bajando la cabeza y apretando sus ojos con la mano.

Un momento de silencio volvió a reinar en la sala. Daniel lo interrumpió al fin.

-Pero, Florencia, el proceder de usted es injusto, inaudito; ¿me negará usted el derecho que tengo para solicitar una explicación?

-¡Una explicación! ¿Y de qué, señor? ¿De mi proceder injusto?

-Eso es lo que pido, señorita.

-¡Bah! Eso es pedir una necedad, caballero. En la época en que vivimos no se piden explicaciones de las injusticias que se reciben.

-Sí, pero eso será muy bueno cuando se trate de asuntos de política, pero creo que ahora...

-¿Qué cree usted?

-Que no tratamos de política.

-Usted se engaña.

-¡Yo!

-Cierto. Creo que conmigo son los únicos asuntos que le conviene a usted tratar; a lo menos, tengo mis razones de creer que son los únicos para que le sirvo a usted.

Daniel comprendió que Florencia le echaba en cara el servicio que la había pedido en su carta de la víspera, y este golpe dado en su delicadeza agitó visiblemente sus facciones, mientras que Florencia lo miraba con una expresión más bien de lástima que de resentimiento.

-Yo pensaba que la señorita Florencia Dupasquier -dijo Daniel con sequedad- tenía algún interés en el destino de Daniel Bello, para tomarse alguna incomodidad por él cuando algún peligro amenazaba la existencia de sus amigos, o la suya propia quizá.

-¡Oh!, esto último, caballero, no puede inquietar mucho a la señorita Dupasquier.

-¡De veras!

-Desde que la señorita Dupasquier sabe perfectamente que si algún peligro amenaza al señor Bello, no le faltará algún lugar retirado, cómodo y lleno de felicidad, donde ocultarse y evitarlo.

-¡Yo!

-Me parece que es con usted con quien estoy hablando.

-Un paraje lleno de felicidad donde ocultarme -repitió Daniel cada vez más extraviado en aquel laberinto.

-¿Quiere usted que hable en francés, señor, ya que en español parece que hoy no entiende usted una palabra? He dicho en muy buen castellano y lo repito, un paraje lleno de felicidad, una gruta de Armida, una isla de Ednido, un palacio de Hadas; ¿no sabe usted dónde es esto, señor Bello?

-Esto es insufrible.

-Por el contrario, señor, esto es muy ameno. Le estoy a usted hablando de lo que más le interesa en este mundo.

-¡Florencia, por Dios!

-¡Ah!, ¿no le ha parecido a usted bien la comparación de la gruta de Armida y la isla de Ednido? Vamos, compararé entonces su lugar encantado por la isla de Calipso; usted será su Telémaco; ¿le parece a usted bien?

-Por el cielo, o por el infierno, ¿dónde es ese paraje a que está usted haciendo esas alusiones insoportables?

-¿De veras?

-¡Florencia, esto es horrible!

-No tal; es bien divertido.

-¿Qué?

-Hablo de la gruta. ¿Son muy bellos los jardines, señor?

-¿Pero dónde, dónde?

-En Barracas, por ejemplo -y diciendo estas palabras la joven dio la espalda a Daniel y empezó a pasearse por la sala con el aire más negligente del mundo, mientras en su inexperto corazón ardía la abrasadora fiebre de los celos; esa terrible enfermedad del amor cuyos mayores estragos se obran a los diez y ocho años y a los cuarenta años en la vida de las mujeres.

-¡En Barracas! -exclamó Daniel dando precipitadamente algunos pasos hacia Florencia.

-Y bien, ¿no estaría usted perfectamente allí? -continuó la joven volviéndose a Daniel-. Además -continuó moviendo la cabeza y repitiendo su gesto favorito-, usted tendría cuidado de que no le hiriesen, para evitar el que su retiro fuese descubierto por los médicos, los boticarios o las lavanderas.

-¡En Barracas, herido! Florencia, me matas si no te explicas.

-¡Oh!, no se morirá usted; a lo menos hará usted lo posible por no morirse en la época más venturosa de su vida. Ni siquiera temo que se deje usted herir en el muslo izquierdo, que debe ser una terrible herida cuando es hecha por un sable enorme.

-¡Son perdidos, Dios mío! -exclamó Daniel cubriéndose el rostro con sus manos.

Un momento de silencio reinó entre aquellos dos jóvenes que, amándose hasta la adoración, estaban, sin embargo, torturándose el alma, al influjo del genio perverso que había soplado la llama de los celos en el corazón de una mujer joven y sin experiencia.

Pero ese silencio cesó pronto. Sin dar tiempo a que Florencia lo evitase, Daniel se precipitó a sus pies, y de rodillas, oprimió entre sus manos su cintura.

-Por el amor del cielo, Florencia -la dijo alzando los ojos hacia ella, pálido como un cadáver-, por ti, que eres mi cielo, mi dios y mi universo en este mundo, explícame el misterio de tus palabras. Yo te amo. Tú eres el primer amor, el último amor de mi existencia. Ella te pertenece como tu alma, luz de mi vida, encanto angelicado de mi corazón. Mujer ninguna es en el mundo más amada que tú. Pero, ¡oh Dios mío!, no es el amor lo que debe ocuparnos en este momento solemne en que está pendiente la muerte sobre la cabeza de muchos inocentes, y quizá yo entre ellos, alma del alma mía. Pero no es mi vida, no, lo que me inquieta; hace mucho tiempo que la juego en cada hora del día, en cada minuto; mucho tiempo que sostengo un duelo a muerte contra un brazo infinitamente superior al mío; es la vida de... Oye, Florencia, porque tu alma es la mía, y yo creo hacerlo en Dios cuando deposito en tu pecho mis secretos y mis amores; oye: es la vida de Eduardo y la de Amalia la que peligra en este momento; pero la sangre de ellos no puede correr sino mezclada con la mía, y el puñal que atraviese el corazón de Eduardo ha de llegar también hasta mi pecho.

-¡Daniel! -exclamó Florencia inclinándose sobre su amante y oprimiéndole la cabeza con sus manos, como si temiera que la muerte se lo arrebatase en ese momento. La espontaneidad, la pasión, la verdad estaban reflejándose en la fisonomía y en las palabras de Daniel, y el corazón de Florencia empezaba a regenerarse de la presión de los celos.

-Sí -continuó Daniel teniendo siempre oprimida con sus manos la cintura de Florencia-, Eduardo ha debido ser asesinado anoche; yo pude salvarlo moribundo, y era preciso ocultarlo porque los asesinos eran agentes de Rosas. Pero ni mi casa ni la de él podían servirnos.

-¡Eduardo asesinado! ¡Dios mío! ¡Qué día espantoso es este para mi corazón! ¿Pero no morirá, no es cierto?

-No, está salvado. Oye; oye todavía: era necesario conducirlo a alguna parte y lo conduje a lo de Amalia. Amalia, que es el único resto de la familia de mi madre; Amalia, la única mujer a quien después de ti quiero en el mundo, como se quiere a una hermana, como se debe querer a una hija. ¡Gran Dios, yo la habré precipitado a su ruina, a ella que vivía tan tranquila y feliz!

-¿Su ruina? ¿Y por qué, Daniel? ¿Por qué? -y Florencia agitaba con sus manos los hombros de Daniel, porque su palidez y sus palabras imprimían el miedo en su corazón.

-Porque para Rosas la caridad es un crimen. Eduardo está en Barracas, y tú has nombrado ese lugar, Florencia; Eduardo está herido en el muslo izquierdo y...

-¡Nada saben, nada saben! -exclamó Florencia radiante de alegría, y palmeándose sus pequeñitas manos-, nada saben, pero pueden saberlo todo; ¡oye!

Y Florencia, que ya no se acordaba de sus celos desde que tantas vidas estaban pendientes de sus palabras, levantó ella misma a su querido, y sentándolo, y ella a su lado, en las primeras sillas que encontró, refirióle en cinco minutos su conversación con la señora de Mansilla y Doña María Josefa. Pero a medida que iba llegando al punto de la conversación sobre Amalia, su semblante se descomponía, y sus palabras iban siendo más marcadas.

Daniel la oyó hasta el fin sin interrumpirla, y en su semblante no apareció la mínima alteración al escuchar el episodio sobre sus visitas a Barracas, lo que no escapó a la penetración de la joven.

-¡Infames! -exclamó luego que aquélla había concluido su narración-. Toda esa familia es una raza del infierno. Toda ella, y todo el partido que pertenece a Rosas, tiene veneno en vez de sangre, y cuando no mata con el puñal, habla y mata el honor con el aliento. ¡Infame! ¡Complacerse en torturar el corazón de una criatura! ¡Florencia! -continuó Daniel volviéndose a ésta-, yo te insultaría si creyese que puedes poner en competencia mis palabras con las de esa mujer. Cuanto te ha dicho no es más que una calumnia con que ha querido martirizarte; porque el martirio de los demás es el placer de cuantos componen la familia de Rosas. Es una calumnia, lo repito; y yo creo que no puedes poner en balanza la palabra de esa mujer y la mía.

-Así es en general; pero en este caso, Daniel, lo más que puedo hacer es suspender mi juicio.

Florencia no dudaba ya; pero ninguna mujer confiesa que ha procedido con ligereza en una acusación hecha a su amante.

-¿Dudas de mí, Florencia?

-Daniel, yo quiero conocer a Amalia, y ver las cosas por mis propios ojos.

-La conocerás.

-Quiero frecuentar su relación.

-Bien.

-Quiero que sea en esta semana el primer día en que nos veamos.

-Bien, ¿quieres más? -contestó Daniel con seriedad.

-Nada más -respondió Florencia, y extendió su mano a Daniel, que la conservó entre las suyas. En cualquier otra ocasión habría impreso un millón de besos en esa mano tan querida, pero en ésta, fuerza es decirlo, su espíritu estaba preocupado con los peligros que amenazaban a sus amigos de Barracas.

-¿Estás segura que el bandido no dio ninguna seña particular de Eduardo? -la preguntó Daniel.

-Cierta; ninguna.

-Necesito retirarme, Florencia mía, y, lo que es más cruel, hoy no podré volver a verte.

-¿Ni a la noche?

-Ni a la noche.

-¿Acaso irá usted a Barracas?

-Sí, Florencia, y no regresaré hasta muy tarde. ¿Crees tú que no debo estar al lado de Eduardo, velar por su vida y por la suerte de mi prima, a quien he comprometido en este asunto de sangre? ¿Que debo abandonar a Eduardo, a mí único amigo, a tu hermano, como tú le llamas?

-Anda, Daniel -contestó Florencia levantándose de la silla y bajando los ojos, cuyo cristal acababa de empañarse por una lágrima fugitiva, cosa rarísima en esa joven.

-¿Dudas de mí, Florencia?

-Anda, cuida de Eduardo; es cuanto hoy puedo decirte.

-Toma, no nos veremos hasta mañana y quiero que quede en ti lo que jamás se ha separado de mi pecho -y Daniel se quitó del cuello una cadena tejida con los cabellos de su madre y que Florencia conocía bien. Este rasgo de la nobleza de su amante hizo vibrar la cuerda más delicada de la sensibilidad de su alma; y cubriéndose el rostro mientras Daniel le colocaba la cadena, las lágrimas aliviaron al fin las angustias que acababan de oprimir su tierno corazón. Ya no dudaba; ya no tenía sino amor y ternura por Daniel; porque un instante después de haber llorado en una tierna reconciliación, una mujer ama doblemente a su querido.

Dos minutos después, Florencia, sentada en un sofá, besaba la cadena de pelo, y Daniel volvía a tomar la calle de Venezuela.




ArribaAbajoCapítulo XIII

El presidente Salomón


En la vereda en frente al costado derecho de la pequeña iglesia de San Nicolás, donde se cruzan las calles de Corrientes y del Cerrito, se encontraba una casa antigua, de pequeñas ventanas muy salientes, puerta de calle de una sola hoja, con umbral de madera a media vara del nivel del suelo, donde todas las tardes a la oración era cosa segura que se hallaría sentado en él al habitante y propietario de aquella casa, en mangas de camisa, con los calzones levantados hasta más arriba de las botas, con un cigarro de papel en la mano derecha, y en la izquierda un mate cuya agua se renovaba cada dos minutos por el espacio de una hora. Era este hombre como de cincuenta y ocho a sesenta años de edad, alto y de un volumen que podría muy bien poner en celos al más gordo buey de los que se presentan en las exposiciones anuales de los Estados Unidos: cada brazo era un muslo, cada muslo un cuerpo y su cuerpo diez cuerpos.

Hijo de un antiguo español pulpero de Buenos Aires, él y su hermano Jenaro recibieron por herencia de su padre la pulpería contigua a la casa que se acaba de conocer, y el oscuro apellido de González.

Jenaro, que era el mayor de los dos hermanos, se puso al frente del establecimiento de pulpería, y la tradición no cuenta por qué ocurrencia los muchachos del barrio le daban el sobrenombre de Salomón. Pero lo que hay de positivo es que a este nombre nuestro Don Jenaro se ponía furioso como una pantera, y que en sus arrebatos hizo prodigios de puño y de leñazos con aquellos que, por más o menos vino o aguardiente, le daban en su cara aquel ilustre nombre de la Biblia.

Este Don Jenaro era, al mismo tiempo que pulpero, capitán de milicias, y tuvo la desgracia de morir fusilado allá por los años 22 ó 23, por complicación en un motín militar, dejando en prematura viudedad a su esposa Doña María Riso y en orfandad a su hija Quántica.

A su muerte, quedó dueño de la pulpería su hermano menor Julián González. Y por un rasgo de filosofía popular o acaso porque el nombre de Salomón sonaba mejor a su oído que el de González, desde la muerte de su hermano Jenaro, el Don Julián empezó a firmarse y hacerse llamar por todos sus amigos Julián González Salomón.

Y he ahí desde entonces adherido a su nombre de bautismo el nombre ilustre que solía fermentar la bilis de su hermano mayor, el padre de Quántica.

Este Don Julián empezó a crecer en volumen como en nombre, y en dignidades como en nombre y volumen, pues que de pulpero empezó a elevarse con diferentes grados en la milicia cívica, sin que las ocupaciones de uno y otro destino le impidiesen por las tardes su rato de solaz en el umbral de la puerta de su casa; pues Don Julián González Salomón, y el hombre en mangas de camisa que hemos descrito tomando mate, era un solo viviente verdadero e indivisible.

La ráfaga que levantó el polvo argentino a la entrada del general Rosas al gobierno fue demasiado fuerte para que encontrase pesado aquel enorme terrón de carne y barro, y, desde el umbral de su puerta, lo levantó a la altura de coronel de milicias, y más tarde a la de presidente de la Sociedad Popular Restauradora, de quien la unión de sus miembros fue simbolizada por una mazorca de maíz, a imitación de una antigua sociedad española, cuyo símbolo era aquél, y cuyo objeto era la propaganda de Más-horca: equívoco de pronunciación que servía para determinar el símbolo y la idea, y que fue aplicado también a la Sociedad Popular de Buenos Aires.

A las cuatro de la tarde del día en que han ocurrido los anteriores sucesos, toda la cuadra de la casa del coronel Salomón estaba obstruida por caballos vestidos de federales, es decir, con sobrepuestos punzós; testeras de pluma o de lana color rosa, y baticolas con borlas del mismo color, con lucientes sobrepuestos de plata en las cabezadas del recado y en el pretal; y riendas y cabezadas del freno con pasadores de ese mismo metal. Y a pesar de ser este un espectáculo muy común en aquel paraje, todo el vecindario de San Nicolás estaba como de fiesta en las azoteas y ventanas.

La sala de la casa de Salomón estaba cuajada por los jinetes a quienes pertenecían aquellos caballos, y todos ellos uniformemente vestidos en lo más ostensible de su traje, es decir, sombrero negro con una cinta punzó de cuatro dedos de ancho, chaqueta azul oscuro con su correspondiente divisa de media vara, chaleco colorado, y un enorme puñal a la cintura, cuyo mango salía por sobre la chaqueta un poco hacia el costado derecho: espada de la Federación, como lo llama Daniel. Y, del mismo modo que el traje, las caras de aquellos hombres parecían también uniformadas: bigote espeso; patilla abierta por bajo de la barba, y fisonomía de esas que sólo se encuentran en los tiempos aciagos de las revoluciones populares, y que la memoria no recuerda haberlas encontrado antes en ninguna parte de la tierra.

Sentados unos en las sillas de madera y de paja que había desordenadamente colocadas en la sala, otros en el banco de las ventanas, y otros en fin sobre la mesa de pino cubierta con una bayeta punzó, donde solía echar su firma el señor presidente Salomón, haciendo traer antes un tarrico de pomada que servía de tintero en la heredada pulpería, cada uno de esos señores era un incensario de tabaco que estaba despidiendo una densa nube, a través de cuyos celajes se descubrían sus tostados y repulsivos semblantes. Pero su ilustre presidente no estaba entre ellos. Estaba en la pieza contigua a la sala, sentado a los pies de un gran catre que le servía de cama, aprendiendo de memoria una especie de discurso en veinte palabras que le repetía por la vigésima vez un hombre que era precisamente el antítesis en cuerpo y alma del coronel Salomón: y este hombre era Daniel y el diálogo el siguiente:

-¿Cree que ya estoy?

-Perfectamente, coronel. Tiene usted una memoria prodigiosa.

-Pero mire: usted me hará el favor de sentarse a mi lado, y cuando se me olvide algo, me lo dice despacio.

Ya había pensado pedirle a usted eso mismo. Pero usted no se olvide, coronel, que tiene que presentarme a nuestros amigos, y advertirles lo que le he dicho.

-Eso corre de mi cuenta. Vamos a entrar.

-Espere usted un momento. Luego que usted se siente, haga que el secretario lea la lista de los presentes, porque es preciso, coronel, que demos a nuestra sociedad federal el mismo orden que hay en la Sala de Representantes.

-Sí, ya se lo he dicho a Bobeo, pero es un haragán que no sabe más que hablar.

-No importa, vuelva usted a decírselo, y lo hará.

-Bueno, entremos.

Y el presidente Salomón, y Daniel Bello, vestido con su misma levita negra abotonada, pero con una divisa algo más larga y sin sus guantes blancos, entraron en la sala de la sesión.

-Buenas tardes, señores -dijo Salomón con el tono más serio y magistral del mundo, encaminándose a ocupar la silla que había delante de la mesa de pino.

-Buenas tardes, presidente, coronel, compadre, etc. -contestó cada uno de los presentes, según el título que acostumbraba a dar a Don Julián Salomón; lanzando todos a la vez una mirada sobre aquel hombre que acompañaba al presidente y en el que echaban de menos los principales atributos federales en el vestido, y hallaban de más una cara y unas manos demasiado finas.

-Señores -dijo Salomón-, el señor es Don Daniel Bello, hijo del hacendado Don Antonio Bello, patriota federal, a quien yo le debo muchos servicios. El señor, que es tan buen federal como su padre, quiere entrar en nuestra Sociedad Restauradora, y está esperando que llegue su padre para incorporarse con él, y entretanto quiere venir algunas veces a participar de nuestro entusiasmo federal. ¡Viva la Federación! ¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! ¡Mueran los inmundos asquerosos franceses! ¡Muera el rey guarda chanchos Luis Felipe! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses! ¡Muera el pardejón Rivera!

Y esas exclamaciones, lanzadas por la atronadora voz del presidente Salomón, fueron repetidas en coro por todos los asistentes, que, a par que gritaban, hacían círculos por sobre su cabeza con el puñal que desenvainaron desde el primer grito de su presidente; y esta grita que se oía en cuatro cuadras a la redonda fue repetida por la turba que transitaba la calle; no cuidándose mucho en decir ¡Viva! cuando Salomón gritaba ¡Muera!, y viceversa.

Calmado el huracán, Salomón se sentó en su silla, su secretario Bobeo a su izquierda y nuestro joven Daniel a su derecha.

-Señor secretario -dijo Salomón echándose hacia atrás en el respaldo de su silla-, lea usted la lista de los señores presentes.

Bobeo tomó el primer papel de unos que había sobre la mesa, y leyó en voz alta los nombres que había apuntado antes con un lápiz; dijo así:

-Presentes: Los señores, Presidente, Casiopea, Parra, Parra (hijo), Maestre, Ale, Alvarado, Moreno, Gaetano, Larrazábal, Merlo, Moreira, Díaz, Amoroso, Viera, Amores, Maciel, Romero, Bobeo.

-¿No hay más? -preguntó Salomón.

-Son los presentes, señor presidente.

-Lea usted la lista de los ausentes.

-¿De toda la Sociedad?

-Sí, señor. ¿Pues qué, somos menos que los representantes? Somos tan buenos federales como ellos y debemos saber los que están y los que no están, como se hace en la Sala de Representantes. Lea usted la lista.

-Socios ausentes -dijo Bobeo, y leyó la lista de la Sociedad Popular Restauradora, que constaba de 175 individuos de todas las jerarquías sociales.

-«¡Bravo! Ahora ya nos conocemos todos, aun cuando en esa lista hay hombres por fuerza» -dijo Daniel para sí mismo, luego que el secretario concluyó la lectura de los socios; y en seguida dio un tironcito de los anchos calzones de Salomón.

-Señores -dijo entonces el presidente de la Sociedad Popular-, la Federación es el Ilustre Restaurador de las Leyes; luego nosotros nos debemos hacer matar por nuestro Ilustre Restaurador, porque somos las columnas de la santa causa de la Federación.

-¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! -gritó uno de los socios federales, a quien todos los demás hicieron coro.

-¡Viva su digna hija la señorita Manuelita de Rosas y Ezcurra!

-¡Viva el héroe del desierto, Restaurador de las Leyes, nuestro padre, y padre de la Federación!

-¡Mueran los franceses inmundos y su rey guardachanchos!

-Señores -continuó el presidente-, para que nuestro Ilustre Restaurador pueda salvar la Federación del... pueda salvar la Federación del... para que nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes pueda salvar la Federación del...

-Del eminente peligro -le dijo Daniel casi al oído.

-Del eminente peligro en que se halla, debemos perseguir a muerte a los unitarios, luego todo unitario debe ser perseguido a muerte por nosotros.

-¡Mueran los inmundos salvajes asquerosos unitarios! -gritó otro de los socios populares que se llamaba Juan Manuel Larrazábal, a cuyas palabras todos los socios hicieron coro con el puñal en la mano.

-Señores, es preciso que persigamos a todos sin compasión.

-Hembras y machos -grita el mismo Juan Manuel Larrazábal, que parecía el más entusiasta de los concurrentes.

-Nuestro Ilustre Restaurador no puede estar contento de nosotros porque no le servimos como debemos -continuó Salomón.

-Ahora entra lo de anoche -le dijo Daniel haciendo que se limpiaba el rostro con el pañuelo.

-Ahora entra lo de anoche -repitió Salomón, como si esa advertencia fuera parte de su discurso.

Daniel le pegó un fuerte tirón de los calzones.

-Señores -continuó Salomón-, ya sabemos todos que anoche han querido escaparse unos salvajes unitarios, y no lo han conseguido porque el señor comandante Casiopea se ha portado como buen federal; pero entretanto, uno se ha escondido no sé en dónde, y así ha de ir sucediendo todos los días, si no nos portamos como defensores de la santa causa de la Federación. Yo he llamado a ustedes para que juremos otra vez perseguir a los inmundos salvajes unitarios que quieren fugar para Montevideo y unirse al pardejón Rivera y venderse al oro asqueroso de los franceses. ¡Esto es lo que quiere nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes! He dicho, y ¡viva el Ilustre Restaurador de las Leyes!, ¡y mueran todos los enemigos de la santa causa de la Federación!

-¡Mueran a puñal los salvajes inmundos unitarios! -gritó otro de los entusiastas federales, y este grito y todos los de costumbre se repitieron por diez minutos tanto en la sala de sesión, como en la calle, dónde había apiñada a las ventanas una multitud tan entusiasta y honrada como la que daba la fiesta en la casa del coronel Salomón.

-Pido la palabra-dijo el comandante Casiopea levantándose.

-Tiene la palabra -contestó Salomón, deshaciendo el tabaco de un cigarrillo en la palma de su inmensa mano.

-Yo anoche he cenado con el Restaurador de las Leyes y su hija Doña Manuelita Rosas y Ezcurra. El Restaurador es más que Dios porque es el padre de la Federación, y cuantos unitarios caigan en mis manos les ha de suceder lo mismo que a los que agarré anoche. Es verdad que uno se escapó, pero va bien marcado, y ya esta mañana le mandé un hombre a Doña María Josefa que le ha de dar buenas señas, porque hombres y mujeres, siendo federales, todos debemos ayudar a Su Excelencia, que es el padre de todos. Para ser un buen federal, es preciso mostrar esto -y Casiopea sacó su puñal, y con el dedo índice de la mano izquierda señalaba en la lámina de acero algunas manchas de sangre, de aquella en que se había empapado la noche anterior.

A esta acción todos los mashorqueros contestaron desenvainando el puñal y prorrumpiendo en alaridos espantosos contra los unitarios, contra los franceses, contra Rivera y especialmente contra Luis Felipe, el rey guardachanchos, según lo llamaban, por inspiración de Rosas.

En toda esta escena, Daniel era el único de los personajes en cuya fisonomía no hubiera podido distinguirse por nadie la mínima alteración, la mínima expresión, ni de entusiasmo, ni de miedo, ni de afección, ni enojo. Frío, tranquilo, imperturbable, él observaba hasta lo íntimo del pensamiento y la conciencia de cuantos le rodeaban, sin dejar de calcular las ventajas que podría sacar del frenesí de los otros.

Apagada la tormenta de gritos, Daniel pidió la palabra al presidente con el aire más resuelto del mundo, y obtenida, dijo:

-Señores, yo no tengo todavía el honor de pertenecer a esta ilustre y patriótica sociedad, aun cuando espero incorporarme a ella dentro de poco tiempo; pero mis opiniones y amistades son conocidas de todos, y espero con el tiempo poder prestar a la Federación y al Ilustre Restaurador de las Leyes servicios tan distinguidos como los que le prestan los miembros de la Sociedad Popular Restauradora, que ya son conocidos tanto en la república como en toda la América.

Nuevos aplausos y nuevos gritos siguieron a este tan lisonjero exordio.

-Pero, señores -continuó Daniel-, es a las personas presentes a las que yo debo dar las enhorabuenas que se merecen de todo buen federal, porque, sin querer negar a los demás socios su entusiasmo por nuestra santa causa, yo veo que sois vosotros los que dais la cara de frente para sostener al Ilustre Restaurador de las Leyes, mientras que los demás no asisten a las sesiones federales. La Federación no reconoce privilegios. Abogados, comerciantes, empleados, todos aquí somos iguales, y cuando haya sesión, o cuando haya algo que hacer en beneficio de Su Excelencia, todos deben concurrir al llamamiento del presidente, o adonde haya peligros, sin dejar a unos pocos los compromisos y los trabajos. Todos serán muy buenos federales, pero a mí me parece que los que están aquí no son unitarios para que se desdeñen de juntarse con ellos. Esto lo digo, porque yo creo que ésta debe ser la opinión de Su Excelencia el Ilustre Restaurador, la cual debemos hacer que sea más respetada en adelante.

Daniel no dio su golpe en falso. El entusiasmo producido por este discurso sobrepasó a lo que él mismo había osado esperar. Todos los miembros de la sociedad allí presentes gritaron, juraron y blasfemaron contra todos aquellos que no habían asistido a la sesión y cuyos nombres había leído el secretario Bobeo. Empezaron a circular nombres de los inasistentes, no ya como tales, sino como unitarios disfrazados, y Daniel aprobaba estas clasificaciones con sonrisas maliciosas o movimientos de cabeza.

-«Así, así; más os he de azuzar en adelante, mis lebreles, para que os devoréis unos a otros» -decía Daniel para sí mismo.

El presidente Salomón volvió a proclamar a los socios para que vigilasen mucho a los unitarios, y sobre todo los lugares del río por donde era presumible que se embarcasen; y después de nuevo entusiasmo y nuevos gritos, dio por concluida la sesión a las cinco y media de la tarde.

Daniel recibió apretones de mano y abrazos federales, y se despidió de todos, siendo acompañado hasta la puerta de la calle por el presidente Salomón, que no cabía en la inmensa epidermis que lo cubría, después de su portentoso discurso, cuya satisfacción le inspiraba los mas amables comedimientos por el hijo de Don Antonio Bello.

Nada sabían sobre Eduardo. Daniel salió contento; dobló por la calle de las Artes y en la esquina de la de Cuyo encontró a Fermín, que lo esperaba con un caballo de la brida. La calle estaba llena de gente, y sin mirar al criado, Daniel le dijo al montar estas solas palabras:

-A las nueve.

-¿Allá?

-Sí.

Y el magnífico caballo blanco sobre que acababa de montar Daniel tomó el trote por la plaza de las Artes en dirección a Barracas. Llegó luego a la calle del Buen Orden, que es la prolongación de aquélla, y llegó a la barranca de Balcarce en el momento en que empezaban a apagarse los últimos crepúsculos del día.

El joven, cuyo espíritu había pasado por tantas impresiones en el curso de ese día como en la noche que había precedídole, no pudo menos de parar su caballo y extasiarse desde aquella altura en contemplar el bellísimo panorama que se desenvolvía a sus pies, matizado con los últimos rayos de la tarde. Porque a los veinticinco años de la vida el corazón del hombre se encadena mágicamente a los espectáculos poéticos de la Naturaleza, que descubren en su imaginación fértil y robusta todo el poder de atracción que Dios le ha impreso ante lo que se muestra bello y armónico a sus ojos. Porque los valles floridos de Barracas, al fin de ellos el gracioso riachuelo, y a la izquierda la planicie esmeraltada de la Boca, son una de las más bellas perspectivas que se encuentran en los alrededores de Buenos Aires, contemplada desde la alta barranca de Balcarce.

Ya Daniel empezaba a descender por esa barranca cuando sintió hacia atrás una voz que lo llamaba por su nombre, y dando vuelta la cabeza conoció a veinte pasos de él a su benemérito maestro de escritura, que venía a gran carrera, faltándole ya las fuerzas para proseguir en ella, con su caña de la India en una mano y su sombrero en la otra.

Llegado que fue al estribo se agarró del muslo de su discípulo y permaneció así dos o tres minutos sin poder hablar, tal era la opresión de sus pulmones.

-¿Qué hay, qué le pasa a usted, señor Don Cándido? -le preguntó al fin Daniel, alarmado de la palidez de su semblante.

-Es una cosa horrible, bárbara, atroz, sin ejemplo en los anales del crimen.

-Señor, estamos en un camino público, dígame usted lo que quiere, pero que sea pronto.

-¿Recuerdas del bueno, del noble y generoso hijo de mi antigua y hacendosa sirvienta?

-Sí.

-Recuerdas que vino anoche y...

-Sí, sí, ¿qué le ha sucedido al hijo?

-Lo han fusilado, mi Daniel querido y estimado, lo han fusilado.

-¿A qué hora?

-A las siete. Tan luego como se supo que había salido anoche de casa del gobernador, Temieron sin duda...

-Que revelase o que hubiera revelado lo que sabía; le ahorro a usted las palabras.

-Pero yo estoy perdido, sentenciado. ¿Qué hago, mi Daniel querido? ¿Qué hago?

-Preparar sus plumas para entrar mañana a ocupar el empleo de copista privado del señor ministro de Relaciones Exteriores.

-¿Yo?; ¡Daniel! -y en su arrebato de alegría Don Cándido llenó de besos la mano de su discípulo.

-Ahora, tome usted cualquier otra calle y retírese a su casa.

-Sí, yo fui a la tuya a tiempo que salía Fermín con tu caballo, le seguí, después te seguí a ti y...

-Bien, otra cosa: ¿tiene usted alguna persona de su íntima confianza, hombre o mujer, donde alguna vez haya usted pasado la noche?

-Sí.

-Pues ahora mismo vaya usted a convenir con ella en que usted ha pasado en su compañía la noche de ayer, por lo que pueda suceder. Adiós, señor

Y Daniel picó el caballo, y, corriendo un gran riesgo, bajó a galope la barranca de Balcarce, y tomó la calle Larga cuando ya estaba oscura por la sombra de los edificios o de los árboles, en cuyas copas morían desmayadas las últimas claridades de la tarde.

Era ése el mismo camino por donde diez y ocho horas antes había pasado con el cuerpo exangüe de su amigo; y era a la casa de la hermosa Amalia, en que había recibido hospitalidad y vuelto a la vida, donde ahora se dirigía el valiente y generoso Daniel.