Entretanto, desde las nueve de la noche, los convidados al baile dedicado a Su Excelencia el Gobernador, y a su hija, empezaban a llegar al palacio de gobierno, y a las once los salones estaban llenos, y la primera cuadrilla se acababa.
El gran salón estaba radiante. El oro de las casacas militares y los diamantes de las señoras resplandecían a la luz de centenares de bujías, malísimamente dispuestas, pero que al fin despedían una abundante claridad.
Un no sé qué, sin embargo, se encontraba allí de ajeno al lugar en que se daba la fiesta, y a la fiesta misma; es decir, se veían con excesiva abundancia esas caras nuevas, esos hombres duros, tiesos y callados que revelan francamente que no se hallan en su centro, cuando se encuentran confundidos con la sociedad a que no pertenecen; esas mujeres que no hacen sino abanicarse, no hablar nada, y levantar muy serias y duras la cabeza, cuando quieren dar a entender que están muy habituadas a ocupar asientos en las sociedades de gran tono, sintiendo empero, lo contrario de lo que quieren indicar. Todo esto, en cuanto al lugar del baile, pues que en esos salones no se habían encontrado nunca sino las personas de esa sociedad elegante de Buenos Aires, tan democrática en política, y tan aristocrática en tono y en maneras. Y en cuanto al contraste con la fiesta misma, había allí ese silencio exótico, que en las grandes concurrencias revela siempre algo de menos, o algo de más.
Se bailaba en silencio.
Los militares de la nueva época, reventando dentro de sus casacas abrochadas, doloridas las manos con la presión de los guantes, y sudando de dolor a causa de sus botas recién puestas, no podían imaginar que pudiera estarse de otro modo en un baile que muy tiesos y muy graves.
Los jóvenes ciudadanos, salidos de la nueva jerarquía social, introducida por el Restaurador de las Leyes, pensaban, con la mejor buena fe del mundo, que no había nada de más elegante, ni cortés, que andar regalando yemas y bizcochitos a las señoras.
Y por último, las damas, unas porque allí estaban a ruego de sus maridos, y éstas eran las damas unitarias; otras, porque estaban allí enojadas de no encontrarse entre las personas de su sociedad solamente, y éstas, eran las damas federales; todas estaban con un malísimo humor: las unas despreciativas, y celosas las otras.
La señorita hija del gobernador acababa de llegar, y estruendosos aplausos federales la acompañaron por las galerías y salones.
Su asiento en la testera del salón quedó al punto rodeado por una espesa muralla de buenos defensores de la santa causa, que alentados con la presencia de la hija de su Restaurador, empezaron a sacarse los guantes que habían encarcelado por tanto tiempo sus manos habituadas al aire puro de la libertad.
Las buenas hijas de la restauración, unas en pos de otras, se acercaban a cumplimentar al primer eslabón de su cadena social.
Otras de las damas, se les ocurría pasar al tocador, al entrar la señorita Manuela, otras dar un paseo por las salas, otras, en fin, menos disimuladas, se dejaban estar graciosamente en sus sillas, sin cuidarse de la entrada de nadie.
Manuela, sin embargo, ni se fijaba en el despego de las unas, ni se envanecía con las adulaciones de las otras.
Amable con todos, comunicativa y sencilla, Manuela se atraía también las miradas y el aprecio de los pocos hombres que allí había capaces de juzgar sin pasión esa pobre y primera víctima de su padre.
Vistiendo un traje de tul blanco sobre otro de raso color rosa, con adornos de cintas del mismo color en su cabeza y en su seno, ella no radiaba de lujo como otras, pero estaba elegante y buena moza, como se dice para definir ese término medio entre lo bello y lo regular.
A pocos minutos de la llegada de Manuela, se presentó la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla; y todas las miradas se volvieron a ella. Aquí no era el temor ni la adulación, era la expresión franca de la admiración por la belleza, lo que inspiraba entusiasmo a los hombres, y admiración a las damas.
Aquí debemos especializar la ligerísima observación que estamos haciendo, porque el objeto bien merece la pena de escribirse y de leerse.
«Doña Agustina Rosas de Mansilla fue la mujer más bella de su tiempo», es necesario que escriba la crónica contemporánea, para que algún día lo repita la historia de nuestro país, fiada en la verdad de escritores independientes e imparciales, y de bastante altura de espíritu para descender a animosidades pequeñas por afiliaciones de partido o de creencias políticas. Y hemos nombrado la historia, porque ella no podrá prescindir de ocuparse de toda la familia de Don Juan Manuel Rosas, cuyos miembros han figurado, más o menos, en los diversos cuadros y episodios del gran drama de su gobierno. Y la misma Agustina, si bien en la época de los acontecimientos que narramos vivía completamente ajena a la política, embebida en su vida misma, rodeada de admiradores y lujo, pasó a ser, más tarde, cuando el gobierno de su hermano se dio una exterioridad diplomática y regia, uno de los personajes más espectables de la época, y cuyo nombre, como el de Manuela, ocupó los libros, los diarios y la conversación de cuantos trataron de los asuntos del Plata, grandes o pequeños, amigos o enemigos.
A la época que describimos, la hermana menor de Rosas, esposa del general Don Lucio Mansilla, no tenía la mínima importancia política, ni se ocupaba un instante de unitarios ni de federales. Y a esa época también su espíritu, o por falta de ocasión, o por un tardío desenvolvimiento, no había manifestado toda la actividad y extensión con que más tarde se hizo remarcable, en la nueva faz del gobierno de su hermano, que comenzó con Palermo y con las complicaciones exteriores.
La importancia de esa joven, en 1840, no se la daba su hermano, ni su marido, ni nadie en la tierra; se la había dado Dios.
En 1840 tenía apenas veinte y cinco años. La Naturaleza, pródiga, entusiasmada de su propia obra, había derramado sobre ella una lluvia de sus más ricas gracias, y a su influjo había abierto sus hojas la flor de una juventud que radiaba con todo el esplendor de la belleza. De una belleza de estatuario, de pintor, y a quien ni el uno ni el otro podrían imitar exactamente. El cincel quebraría los detalles del mármol antes de dar a la estatua los contornos del seno y de los hombros de esa mujer; y el pincel no encontraría cómo combinar en las tintas el color indefinible de sus ojos, brillantes y aterciopelados unas veces, y otras con la sombra indecisa de la media luz de ese color; ni dónde hallar tampoco el carmín de sus labios, el esmalte de sus dientes, y el color de leche y rosa de su cutis. Rebosando en ella la vida, la salud, la belleza, esa flor del Plata ostentaba la lozanía de su primera aurora, y debía ser, y lo era en efecto, el encantamiento de las miradas de los hombres, y aun de las mismas mujeres, que, con sus ojos perspicaces, y tan interesadas en este caso, no podían señalar otro defecto en Agustina, sino que sus brazos eran algo más gruesos de lo que debían ser, y no bien redonda su cintura.
Pero magnífica Diana para la escultura; espléndida Rebeca para el lienzo, la belleza de Agustina no estaba, sin embargo, en armonía con el bello poético del siglo XIX: había en ella demasiada bizarría de formas, puede decirse, y muy pocas de esas líneas sentimentales, de esos perfiles indefinibles, de esa expresión vaga y dulce, tierna y espiritual que forma el tipo de la fisonomía propiamente bella en nuestro siglo, en que el espíritu y el sentimiento campean tanto en las condiciones del gusto y del arte: tal era Doña Agustina Rosas de Mansilla en 1840, y que entraba al baile que se describe aquí resplandeciente de belleza y de lujo. Sus brazos, su cuello y su cabeza estaban cubiertos de diamantes; y la presión que sufría su talle daba al rosado subido de su rostro una animación que sólo a las unitarias pareció chocante. Pero habituada la mayor parte de los que se encontraban en los salones, especialmente los hombres, a mirar en Agustina la reina de las bellezas porteñas, creyó que en esa noche conquistaba Agustina, y para siempre, aquel indisputable rango.
Su vestido era de blonda blanca sobre raso del mismo color, y su peinado a la griega daba lugar, no a que resaltasen los perfiles o la redondez de su bella cabeza, sino un lazo de diamantes que sujetaba su moño federal.
La maga paseaba los salones, sin haber tomado asiento todavía, al brazo de su esposo el general Mansilla, que en esos momentos parecía recuperar algo de su perdida juventud, al influjo del aire gentil y elegante que este antiguo caballero había aprendido y ostentado en la culta sociedad que había frecuentado, cuando pertenecía en alma y cuerpo al partido unitario.
Las miradas seguían a Agustina; la seguían, la devoraban. Pero de repente un murmullo sordo se escucha en todos los ángulos del salón. Las miradas se vuelven hacia la puerta; y la misma Agustina, arrebatada por la impresión general, lanza los rayos de sus lindos ojos hacia el centro común de la mirada universal: dos jóvenes, del brazo una de la otra, acaban de entrar al salón: la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, la señorita Florencia Dupasquier.
La primera, siguiendo la rigurosa etiqueta de la viudedad, vestía un traje de raso color lila muy bajo, o más bien color torcaz, y sobre él, otro de blonda negra, más corto que el primero. Su talle, redondo y fino como el de la estatua griega, estaba ajustado por una cinta del mismo color que el viso, cuyas puntas tocaban con la orilla del vestido negro. Su escote era también de blonda; y en el centro del pecho, un pequeño lazo de cinta igual a la del talle completaban los adornos de su sencillo y elegante traje. Sus cabellos estaban rizados, y sus rizos finos y lucientes caían hasta su cuello de alabastro; y entre ellos, en su sien derecha, estaba colocada una linda rosa blanca. El resto de sus hermosos cabellos castaños circundaba la parte posterior de su cabeza, en una doble trenza que parecía sujetada solamente por un alfiler de oro a cuya extremidad se veía una magnífica perla; y bajo la trenza, en el lado izquierdo de la cabeza, se descubría apenas la punta de la cintita roja, adorno oficial impuesto bajo terribles penas por el Restaurador de las libertades argentinas.
Florencia vestía un traje de crespón blanco con alforzas, adornado con dos guirnaldas de pequeños pimpollos de rosas, que, bajando de la cintura en forma de delantal, hasta tocar en la última alforza, daban vuelta en derredor de ella por todo el vestido. Las mangas de éste eran extremadamente cortas; y un escote de finísimo encaje era cerrado en medio del pecho por una rosa punzó.
Los cabellos de la joven, partidos en medio de la frente, caían, como los de Amalia, en flexibles rizos sobre la mejilla; y su trenza, entretejida con hilos de perlas, daba tres vueltas sobre su cabeza, y dos hilos de aquéllas se escapaban de la trenza e iban a adornar la blanca y casta frente de la joven; y un ramito de pimpollos, semejantes a los del vestido, estaba colocado, bella y maliciosamente, en el lado izquierdo de la cabeza; para que el lindo adorno de la Naturaleza hiciera las veces del repulsivo símbolo de la Federación.
Agustina estaba perdida. Acababa de caer de su trono al impulso de una revolución obrada en la admiración universal por la belleza de Amalia.
La señorita Dupasquier estaba encantadora, pero era una belleza conocida ya, en tanto que Amalia era la primera vez que se presentaba en público. Y la novedad, esta reina despótica de la sociedad, hacía alianza con la radiante hermosura de Amalia para cautivar la mirada y el entusiasmo de todos.
La misma Agustina no pudo prescindir de contemplarla y admirarla largo tiempo.
Varios jóvenes se apresuraron a ofrecer su brazo a las recién llegadas y conducirlas a los asientos que eligieran; porque en ese baile ninguna señora hacía los honores del recibimiento.
Pero, fuera casualidad, o la obra de ese instinto pocas veces equivocado entre las personas de una misma clase para encontrar sus iguales sin conocerlos, Amalia fue a sentarse con Florencia en un ángulo del salón, donde habíanse reunido todas las damas que allí había por la voluntad de sus maridos, tan poco federales como ellas, pero, en obsequio de la verdad, con mucho más miedo que sus nobles esposas.
Florencia fue levantada en el acto por un joven amigo de Daniel para las cuadrillas que comenzaban en aquel momento. Pero Amalia, sin ser olvidada, no fue invitada a las cuadrillas; sucede generalmente que a la primera impresión que hace una mujer bella y desconocida al presentarse en un baile, se apodera del espíritu de los hombres cierto temor, cierta desconfianza de solicitar su compañía en la danza, porque no pueden imaginarse que tal mujer no tenga veinte compromisos para esa noche, y temen recibir una negativa en la primera solicitud.
Pero la pobre Amalia no conocía a nadie, con nadie estaba comprometida; los jóvenes se chasquearon, y ella quedó sola al lado de una señora anciana, con todos los aires de una de aquellas viejas marquesas de tiempo de Luis XIII en Francia, o del virrey Pezuela en la ciudad de los Incas.
-Ha venido usted muy tarde, señorita -dijo a Amalia la señora anciana, haciéndola uno de esos saludos casi imperceptibles, pero elegantes, que sólo saben hacer las personas de calidad, que han aprendido desde niñas el manejo de los ojos y de la cabeza.
-En efecto, pero me ha sido imposible venir antes -contestó Amalia volviendo el saludo a su vecina, en cuya fisonomía y en cuyo traje descubrió al momento una persona de distinción, como al mismo tiempo su poca exaltación por la causa federal, en el moño pequeñísimo que traía, casi oculto, entre un adorno de blondas negras en su cabeza. Porque hasta los días en que estamos del año de 1840, el más o menos federalismo se calculaba por el mayor o menor tamaño de las divisas; y dos personas que se encontraban, sabían perfectamente la opinión a que ambas pertenecían con sólo mirarse el ojal de la casaca, si eran hombres, o la cabeza, si eran señoras.
-Creo que es esta la primera vez que tengo el honor de ver a usted. ¿Acaso ha llegado usted de Montevideo?
-No, señora, resido en Buenos Aires hace algún tiempo.
-¡Algún tiempo! Entonces ¿no es usted de Buenos Aires?
-No, señora, soy tucumana.
-¡Ah! Bien me lo decía yo, ¡era imposible que usted no hubiera llamado mi atención, si fuera usted mi compatriota!
-Sin embargo, creo que tengo el honor de ser compatriota de usted, señora.
-Sí, sí, en cuanto a argentina; quise decir de Buenos Aires.
-Es cierto, soy provinciana, como nos llaman aquí -dijo Amalia con una sonrisa tan amable que acabó de seducir a la buena señora, que desde ese momento conoció que tenía por interlocutora a una persona de espíritu y de clase.
-Conozco mucho -la dijo- a la madre de Florencia. ¿Acaso será usted parienta de ella?
-No, señora. Tengo el honor de ser su amiga solamente, me llamo Amalia Sáenz de Olavarrieta -dijo Amalia anticipándose a satisfacer la curiosidad de su compañera, en quien ya había descubierto la propensión de hablar y preguntar que nunca es más común que en los bailes entre ciertas señoras que ya han perdido la esperanza de danzar en ellos.
-¡Ah! ¿Es usted la señora viuda de Olavarrieta? Tengo mucho gusto en conocer a usted. He oído su nombre muchas veces; y por cierto que en cuanto he oído, no hay nada de exagerado.
-Yo creía, señora, que en Buenos Aires había sobradas cosas de que ocuparse para hacer a una pobre viuda el honor de acordarse de ella.
-¡Una pobre viuda, que no tiene rival en belleza, y que, según dicen, ha hecho de su casa un templo de soledad y buen gusto! ¡Ah, señora! ¡Si usted supiera qué pocas son las cosas bellas y de buen gusto que nos han quedado en Buenos Aires, no se resentiría entonces la modestia de usted!
-Pero, señora -contestó Amalia-, yo veo aquí el ejemplo contrario de lo que usted me dice.
-¿Aquí?
-Aquí, sí, señora.
-¿Aquí?¿De buen gusto? ¡Por Dios, no me haga usted perder parte de la admiración que me ha causado! -dijo la señora, con una sonrisa la más picante y despreciativa del mundo-. El buen gusto -prosiguió- hace muchos años que ha desaparecido de Buenos Aires. ¡Oh! ¡Si usted hubiera visto nuestros bailes de otro tiempo! ¡Qué hombres! ¡Qué mujeres! ¡Oh, eso era elegancia y buen gusto, señora! ¡Pero hoy!
-¿Podría saber, señora, si no es indiscreción, con quién tengo el honor de hablar?
-Soy la señora de N...
-¡Ah! Me felicito por esta ocasión en que tengo el honor de saludar a la señora de N...
-Parece que usted quedó admirada sobre mi juicio respecto a este baile, ¿no es verdad? -prosiguió la señora de N.... que al parecer estaba empeñada en criticar cuanto allí había.
-Confieso a usted que yo no echo de menos ese buen tono que extraña usted -la respondió Amalia, que todo quería oír, sin decir nada.
-¡Oh, por Dios!
-¡Cómo! ¿No halla usted de buen tono la concurrencia de esta noche? -le preguntó Amalia, que empezaba a encontrar que su vecina podría distraerla del malhumor que sentía.
-¡Buen tono! -dijo la señora riéndose, echando negligentemente su brazo al respaldo de la silla, y aproximándose a Amalia-. ¿Conoce usted -continuó- ciertas calidades físicas en los hombres, que revelan perfectamente su buena o su mala raza?
-Quizá.
-Fíjese usted un momento en el pie de los hombres.
-¿Y bien? Ya está.
-¿Qué nota usted?
-¿Qué noto?
-Sí; con franqueza.
-Nada.
-No es cierto.
-Pues, señora, no comprendo.
-Yo se lo explicaré a usted: son hombres de pies anchos y botas cortas; ¿se ríe usted?
-De la ocurrencia, señora.
-Pues ésa es la primera señal de la clase a que esos hombres pertenecen. ¡Oh, de ésos no había por cierto en nuestros pasados bailes! ¡Botas en un baile! ¿Ve usted aquel frente del salón? ¿Ve usted la primera cuadrilla?
-Sí, todo lo veo.
-Pues las señoras sentadas, y las que están bailando, son esposas o hermanas de estos modernos caballeros.
-¿De manera, señora, que usted tiene la suerte de conocer a todos?
-En general los distingo por clases; en particular conozco a algunos.
-¡Ah, es una verdadera fortuna! ¡Yo que estoy aquí como si me hallara en Constantinopla!
-Tanto mejor.
-Tanto peor, señora, porque siquiera usted puede saber con quién habla, cuando alguna de esas damas, o caballeros, se le acerquen.
-¿Pero qué, no tiene usted ningún pariente en Buenos Aires? -preguntó la señora, fijando sus ojos como para conocer la verdad de la respuesta que iba a recibir.
-Ninguno al servicio, o en la amistad del gobierno -contestó Amalia, comprendiendo que la señora buscaba seguridades.
-¡Ah! Pues entonces, sólo ganaría usted una cosa con conocer lo que desea.
-¿Y cuál es, señora?
-Un poco de risa.
-Es algo.
-En esta época especialmente. ¿Qué le parece a usted aquel caballero que está recostado contra el marco de aquella puerta estirándose su hermoso chaleco colorado?
-Me parece bien.
-No, señora, le parece a usted mal.
-¿Mal?
-Sí, mal, yo quiero defender a usted contra usted misma.
-Vaya, pues, señora; me parecerá mal, si usted se empeña.
-Ese es el señor Don Pedro Ximeno, comandante interino del puerto.
-¡Ah!, ¿ése es el señor Ximeno?
-El mismo. Uno de los hombres más afortunados en su carrera.
-¡Es posible!
-Figúreselo usted: en 1821 fue mozo de servicio en el Café de la Victoria.
-¡Ah!
-Sí, señora, mozo de café.
-Por algo se empieza en este mundo, señora.
-Y después se va adelante, ¿no es cierto?
-Así es en general.
-Pues eso mismo le pasó a Ximeno.
-¿Ascendió a la capitanía?
-No; de mozo de café, ascendió a mercachifle.
-¡Hola! La cosa va en progreso -dijo Amalia sin poder contener su risa.
-¡Oh! Pero ascendió todavía.
-¿En el mismo orden?
-Oigalo usted: de mercachifle pasó a ser empleado en nuestro teatro viejo.
-¡Hola, se hizo cómico!
-Menos que eso.
-¿Apuntador?
-Menos que eso.
-¿Menos que apuntador?
-Sí, señora.
-¿Entonces, qué fue?
-Uno de los peones encargados de levantar el telón de boca.
-¡Oh, es admirable la carrera de ese señor! ¿Y cómo ha llegado hasta el lugar donde se halla?
-Muy sencillamente: el general Zapiola lo empleó de escribiente en la capitanía del puerto, y la Federación lo hizo comandante de ella.
-Y aquel otro caballero que en este momento conversa con el señor Ximeno, ¿quién es?
-Ese es el señor general Mansilla.
-¡Ah, el general Mansilla!
-Uno de los más furiosos unitarios que ocuparon un banco en el Congreso Constituyente. ¿Ve usted ese otro personaje que se les acerca?
-Si, ¿quién es?
-Torres, Don Lorenzo Torres. ¡Dios los cría y ellos se juntan!
-¿Por qué dice usted eso, señora?
-Porque Torres también fue unitario, hasta mucho después de la revolución de Lavalle -contestó la señora de N.., que parecía saber de memoria la biografía de todo el mundo.
-¿De suerte -dijo Amalia-, que hoy hay muchos federales que no lo han sido siempre?
-Cierto. Sin embargo, aquí hay algunos que lo han sido toda su vida. Por ejemplo, allí tiene usted uno -dijo
la señora de N... señalando a un caballero de cuarenta años poco más o menos, de tez morena y de ceño zonzo.
-Y ese caballero ¿quién es? -preguntó Amalia.
-Ese es Don Baldomero García, federal toda su vida; hombre de carácter más duro que su figura, y tan tartamudo de ideas como de lengua. ¡Hola! ¡Hola! Y se da la mano con un excelente personaje de la actualidad. ¿Lo ve usted?
-Sí, pero no conozco a ese señor.
-¡Por Dios, que usted no conoce a nadie! ¡Ese es Juan Manuel Larrazábal! ¡Dios me libre de creerlo! Pero dicen que es un espía del señor gobernador.
-Voces de partido quizá -dijo Amalia, fijando sus ojos rápidamente en un hombre que hacía rato la estaba contemplando con unas miradas trasversales, pues que salían de dos ojos al sesgo.
-¿Y podrá usted decirme -preguntó Amalia a la señora de N...- quién es aquel caballero que está haciendo molinete con un guante blanco, y que se distingue por el tamaño exagerado de su divisa punzó?
-¡Cómo! ¿Pues que no lee usted La Gaceta?
-¡La Gaceta!
-Sí, La Gaceta Mercantil.
-No la leo jamás, pero aun cuando así fuera...
-Sí así fuera, habría comprendido usted que aquel caballero no podría ser otro que el redactor de La Gaceta. Se llama Nicolás Mariño. Es el que predica el degüello de los unitarios. El 1.º de diciembre de 1828, lo vi desde los balcones de mi casa andar por las calles prodigando abrazos a los revolucionarios. Después entró de oficial en el ministerio Guido, bajo la administración Viamonte. En 1833, escribió algunos mamarrachos en El Clasificador. Después escribió El Restaurador de las Leyes. A esa época
ya no abrazaba sino a los federales. Ahora escribe La Gaceta, y abraza al diablo. ¡Qué ojos! ¿Le ha reparado usted los ojos?
-Sí, señora -contestó Amalia riendo de la pregunta, del calor y de las indiscreciones de la señora de N.., una de aquellas intransigibles unitarias, con quienes la dictadura no pudo jamás, y que las súplicas y el llanto de sus maridos arrastraban a las fiestas federales, donde ellas se desquitaban de la violencia que se hacían en estar en ellas midiendo con su inflexible rigorismo las categorías de la nueva época que se presentaban a sus ojos.
-¿Y sabe usted una cosa? -continuó la señora de N...
-¿Qué cosa, señora?
-Que observo que Nicolás Mariño la mira a usted demasiado, y que mira con los ojos que él tiene, que es lo peor que puede sucederle a una joven de la belleza de usted.
-Gracias, señora.
-Y sobre todo, de sus principios, porque ¿no es verdad que usted no haría a ese hombre el honor de recibirle en su casa?
-Yo tengo formadas ya mis relaciones, y con dificultad contraería otras nuevas -respondió Amalia esquivando el dar una contestación directa.
-Y sobre todo, la de este hombre -prosiguió la señora de N...-. Y la mira, la mira a usted, no hay duda. ¡Oh! Y ¡es un honor! ¡El redactor de La Gaceta! ¡El comandante del ilustre cuerpo de serenos! Pero, ¡vaya!, al fin la esposa lo distrae de sus melancólicas miradas.
-¿Aquella señora de vestido de raso colorado con guarniciones amarillas y negras, y un adorno de fleco de oro en la cabeza, es la esposa del señor Mariño?
-Sí.
-¡Ah!
-¡Qué bailes!
-A propósito, ¿me dice usted, señora, quiénes son aquellos cuatro caballeros vestidos de uniforme que están allí, que los veo parados hace tan largo rato sin conversar ni hacer un movimiento?
-¿Aquéllos? ¡Ah!, el primero es el coronel Santa Coloma, carnicero a la vez que coronel.
-¿Sí?
-Carnicero de animales y de gente.
-Degeneración del oficio.
-El otro, es el señor coronel Salomón, pulpero.
-Vaya, eso es menos malo.
-El otro, es el comandante Maestre, forajido de profesión.
-Vamos, no falta sino que el otro pertenezca a tan nobles jerarquías.
-Pues no, señora, el otro es el general Pintos, verdadero caballero, verdadero soldado de la república; pero para manchar los galones de él y de los que se le parecían, la Federación moderna puso los galones militares en hombres como los tres primeros.
-Sabe usted, señora -dijo Amalia-, que sin negar que son interesantes las biografías que usted hace en tan pocas palabras, me interesaría más el saber ¿cuál de estas señoras es Manuelita y cuál Agustina?
-Las dos están en este momento bailando en la otra sala; ¿le habrán dicho a usted que Agustina es una belleza?
-Cierto, esa es la opinión universal. ¿No es así en la opinión de usted?
-Cierto que sí; solamente que yo la llamo belleza federal.
-¿Lo que quiere decir?
-Que es una belleza con la cara punzó.
Amalia se rió.
-Ese no es un defecto, señora; ése es el color de las rosas-dijo a la señora de N...
-Usted lo ha dicho: es el color de las rosas.
-Pero en fin, ¿es una linda mujer?
-No.
-¿No?
-Es una linda aldeana, pero aldeana; es decir, demasiado rosada, demasiado gruesos sus brazos y sus manos, demasiado silvestre para el buen tono, y demasiado frívola entre la gente de espíritu.
-«Está visto -dijo Amalia para sí misma- que esta señora es un tesoro en un baile; pero hay un gran riesgo en dejarse ver de ella, porque está enojada con la humanidad entera».
-Desgracia sería para usted, señora -dijo Amalia-, que Agustina supiese que tan mal trata usted a su belleza, porque en general las personas de nuestro sexo no perdonan ese alfilerazo.
-¡Bah!, ¿cree usted que no lo sabe? ¿Cree usted que toda esa gente no comprende de qué modo es mirada por nosotras?
-¿Por nosotras?
-Sí, por nosotras. Saben ellas que si nos presentamos en sus fiestas es por nuestros hijos, o por nuestros maridos.
-Es expuesto, sin embargo.
-Ese es nuestro único desquite: que lo sepan: que comprendan la diferencia que hay entre ellas y nosotras. Por lo demás, el riesgo no es mucho, porque ¿qué pueden hacernos? Por otra parte, no hablamos sino entre nosotras mismas.
-¿Siempre? -preguntó Amalia con una sonrisa la más maliciosa del mundo.
-Siempre, como ahora mismo, por ejemplo -contestó la señora de N... con el mayor aplomo.
-Perdón, señora, yo no he tenido el honor de decir a usted cómo pienso.
-¡Qué gracia! ¡Si desde que se sentó usted a mi lado me lo dijo!
-¿Yo?
-Usted, sí, señora, usted. Fisonomías como la suya, maneras como las suyas, lenguaje como el suyo, trajes como el suyo, no tienen, ni usan, ni visten las damas de la Federación actual. Es usted de las nuestras, aunque no quiera.
-Gracias, señora, gracias -dijo Amalia con su sonrisa habitual.
En ese momento la señora de N... saludó cariñosamente a otra señora que tomaba asiento frente a ella.
-¿Sabe usted quién es aquélla?
-Ya he dicho a usted, señora, que no conozco a nadie.
-¡Válgame Dios!
-¿Y qué he de hacer, señora?
-Esa es la esposa del general Rolón: buen corazón, excelente amiga; pero las nuevas amistades a que la ha conducido la posición de su marido, la han hecho perder el poco de buen tono que tenía, y convida a sus tertulias de invierno, anunciando, ¿qué le parece a usted que anuncia en las esquelas de invitación?
-Anunciará la hora y el día, supongo.
-Bien, ¿pero además de eso?
-¿Además? Si dice que es una tertulia, el día y la hora del recibimiento, no sé qué más...
-Pues bien, oiga usted: anuncia que la tertulia se abre con café con leche; ¡pobre Juana!
Amalia no pudo menos que soltar la risa con menos conveniencia que la que requería el lugar en que se encontraba; y a tiempo de volver su cabeza para no hacerse notable por su risa, un relámpago de alegría brilló en sus ojos; acababa de descubrir a Daniel en la puerta del salón. Daniel entraba en aquel momento; y se dirigía a su prima, después de haber divisado a su Florencia paseando los salones con uno de sus mejores amigos, con quien acababa de bailar.
Pero antes de que los primos y los amantes se cambien una palabra, salgamos del baile con el lector y vamos un momento a recoger los pormenores de otra escena bien diferente en otra parte, en nada parecida a la que dejamos; y del brazo con el lector hagamos también lo posible para volver pronto a los salones de nuestro viejo fuerte.
El joven Daniel entraba al baile a las doce y media de la noche, pero antes de seguirlo en él, veamos lo que era y lo que hacía tres horas antes en la casa misteriosa de la calle de Cochabamba, a cuya puerta hemos visto acercarse varios individuos, dar una seña, entrar en la casa, y cerrarse luego la puerta de la calle.
Entre el lector con nosotros a esa casa, a las nueve y media de la noche, y encontraremos una reunión de hombres bien interesante, pero bien en peligro al mismo tiempo.
La sala de Doña Marcelina, cuyas ventanas daban a la calle, se había convertido esa noche en campamento general. La cama matrimonial y los catres de lona de sus distinguidas sobrinas habían sido trasportados de la alcoba a la sala.
Y todas las sillas de ésta, las del comedor, tres baúles, y un banco que parecía haber tenido el honor en algún tiempo de ser colocado en la portería de algún convento, estaban cuidadosamente colocados en el círculo que permitía el estrecho aposento convertido improvisadamente en sala de recepción para esa noche, estando colocada en uno de sus testeros una mesa de pino con dos velas de sebo, y delante de ella una silla que parecía la presidencia de aquel lugar.
Parados unos, otros sentados, y otros cómodamente acostados en los catres y en la cama, una crecida reunión de hombres ocupaba la sala de Doña Marcelina, sin más luz que la escasa claridad de las estrellas que entraba a través de los pequeños y empañados vidrios de las ventanas.
Las palabras eran dichas al oído, y de cuando en cuando alguno de los que allí estaban se aproximaba a las ventanas, y con la mayor atención paseaba sus miradas por la lóbrega y desierta calle de Cochabamba.
El reloj del Cabildo hizo llegar hasta esta reunión misteriosa la vibración metálica de su campana.
-Son las nueve y media de la noche, señores, y nadie puede equivocarse en una hora de tiempo cuando le espera una cita importante. Los que no han venido no vendrán ya. Vamos a reunirnos.
Al concluirse la última de esas palabras, dichas por una voz muy conocida nuestra, los postigos de las ventanas se cerraron, y la luz de la pieza inmediata penetró a la sala por la puerta de la habitación contigua.
Un minuto después, el señor Don Daniel Bello ocupaba la silla colocada delante de la mesa de pino, teniendo a su derecha al señor Don Eduardo Belgrano; ocupados los demás asientos por veinte y un hombres, de los cuales el de más edad contaría apenas veinte y seis o veinte y siete años, y cuyas fisonomías y trajes revelaban la clase inteligente y culta a que pertenecían.
-Amigos míos -dijo Daniel paseando sus miradas por la reunión-, hemos debido reunirnos esta noche treinta y cuatro jóvenes; y, sin embargo, no estamos aquí sino veinte y tres. Pero cualesquiera que sean las causas por que nuestros amigos nos abandonan, no hagamos a ninguno la ofensa de creerlo traidor, y no abriguemos el menor recelo sobre su secreto. Treinta y dos nombres fueron elegidos por mí. Cada uno recibió su aviso anticipado para concurrir a esta casa en esta noche, y yo sé bien, señores, quiénes son los hombres con cuyo honor puede contarse en Buenos Aires. Ahora dos palabras más para inspiraros la más completa confianza en esta casa. Sorprendidos en ella por los asesinos del tirano, nuestra sentencia estaría pronunciada en el acto. Pero si él tiene la fuerza, yo tengo la astucia y la previsión. Esta casa da sobre la barranca del río. El agua está a una cuadra de ella, y a su orilla hay en este momento dos balleneras prontas para recibirnos. En caso de ser sorprendidos, saldremos a la barranca por la ventana de una habitación interior que da sobre ella; y si aun allí fuésemos atacados, me parece que veinte y tres hombres, más o menos bien armados, pueden llegar sin dificultad hasta la orilla del río. Una vez en las balleneras, los que quieran volver a la ciudad tienen algunas leguas de costa donde poder desembarcarse, y los que quieran emigrar, tienen las costas orientales a pocas horas de viaje. En la puerta de la calle está mi fiel Fermín. En la ventana que da a la barranca, está el criado de Eduardo, de cuya fidelidad tenemos todos repetidas pruebas; y últimamente, sobre la azotea está una persona de mi más completa confianza, y cuyo poco valor es nuestra mejor garantía, pues si el miedo le impidiese hablar, no le impediría hacer temblar el techo de esta sala con sus carreras: es un antiguo maestro de casi todos nosotros, que ignora los que están aquí, pero que sabe que estoy yo, y eso le basta, ¿Estáis satisfechos?
-El exordio ha sido un poco largo, pero en fin, ya se acabó, y no creo que haya nadie aquí que después de haberle oído no se crea tan seguro como si se hallase en París -dijo un joven de ojos negros, de fisonomía alegre y cándida, y que, durante hablaba Daniel, se había entretenido en jugar con una cadena de pelo que tenía al cuello.
-Yo conozco la tierra en que aro, mi querido amigo; yo sé que ninguno de vosotros está tranquilo; y sé además que soy el responsable de cuanto pueda sucederos. Ahora, vamos al objeto de nuestra reunión.
-Aquí tenéis, señores -prosiguió Daniel sacando una cartera llena de papeles-, el primer documento de que quiero hablaros: es una lista de las personas que en el mes de abril y la primera quincena de este mayo han llegado emigrados de nuestro país a la República Oriental. Representan un número de ciento sesenta hombres, todos jóvenes, patriotas y entusiastas. Contamos, pues, con ciento sesenta hombres menos en Buenos Aires. Tengo motivos para aseguraros que los que hacen hoy el negocio de conducir emigrados a la Banda Oriental tienen solicitados más de trescientos pasajes, y esto después de los asesinatos del 4 de mayo.
«Resulta, pues, que para el mes de julio vamos a tener cuatrocientos o quinientos patriotas de menos en Buenos Aires, y esto después que en los años anteriores de 38 y 39 han salido del país las dos terceras partes de la juventud.
Entretanto, oíd ahora el estado del Ejército Libertador y de las provincias interiores, para poder comprender mejor aquel hecho anterior:
Después de la acción de Don Cristóbal, en que se ganó la batalla y se perdió la victoria, el Ejército Libertador se encuentra en las puntas del Arroyo Grande, sitiando al ejército de Echagüe arrinconado en las Piedras, todo esto, a pocas leguas de la Bajada, y todas las probabilidades parecen estar en favor del general Lavalle, en el caso de una nueva batalla. Si él triunfa en ella, el paso del Paraná será la consecuencia inmediata, y la campaña se emprenderá entonces sobre Buenos Aires. Si él es derrotado, los restos de su ejército vendrán a reorganizarse sobre el norte de nuestra provincia, pues tienen para el tránsito de los ríos las embarcaciones bloqueadoras; y veis entonces que en uno u otro caso, la provincia de Buenos Aires está esperando al general Lavalle.
En las provincias, la Liga se ha extendido como un incendio. Tucumán y Salta, La Rioja, Catamarca y Jujuy ya no pertenecen al tirano; se han proclamado contra él, y aprontan sus ejércitos. El fraile Aldao no es bastante a sofocar la revolución, y Córdoba se plegará al primero que la amenace. Rosas tenía una esperanza en La Madrid; La Madrid ya no le pertenece.
-¿Cómo? -preguntaron a la vez todos los jóvenes levantándose de sus asientos, menos Eduardo, que parecía sumergido en los misterios de su corazón.
-Vais a saberlo, señores; pero, despacio, no alcéis la voz, todavía no es tiempo de dar gritos en Buenos Aires.
He dicho la verdad: el general La Madrid, comisionado por Rosas para apoderarse del parque de Tucumán, ha dejado que la revolución se apodere de él, y el 7 de abril se ha puesto sobre su pecho la cinta azul y blanca de la libertad, y ha pisado la ignominiosa marca de la Federación de Rosas.
-¡Bravo! ¡Bravo!
-Silencio, silencio, señores; aquí tenéis este documento, oídlo:
La explosión del sentimiento fue espontánea. No hubo gritos; no hubo vivas, pero las fisonomías hablaban, y los abrazos pronunciaron discursos y juramentos. Daniel midió aquella escena con su mirada de águila: estaba entusiasmado, estaba estudiando en el complicado libro de la naturaleza moral.
-Ya lo veis, señores -continuó con su imperturbable sangre fría-, en todas partes la revolución se levanta gigantesca, pero esa revolución tiene un fin; ¿por qué no hemos de creer que la revolución sea lógica y que vendrá a buscar ese fin en el lugar en que se esconde? Ese fin es una cabeza y esa cabeza está en Buenos Aires. Si todos los esfuerzos se han de dirigir a este punto, ¿no es cierto, señores, que debemos cooperar al triunfo, cuando se aproxime a él?
-Sí, sí -exclamaron todos los jóvenes.
-Despacio, señores, despacio. Tengamos lógica antes que entusiasmo. Decís que sí; pero he aquí que el modo como vosotros deseáis cooperar es aquel precisamente con el que yo estoy en oposición continua.
He empezado por mostraros el crecido número de hombres nuestros que han emigrado del país, y ese número lo veréis aumentar con el vuestro... Oídme, señores:
Cuando hay que vencer un principio difundido en la conciencia de una clase o de un pueblo, es necesario batirse con esa clase o con ese pueblo, con las armas de la razón o con el acero.
Cuando hay que batir a un gobierno cuya existencia reposa en su poder moral, es necesario entonces minar las bases de ese poder, arrebatándole su popularidad, bien sea en la tribuna, en la prensa, o en los ejércitos. Pero, señores, cuando lo que hay que combatir no es un principio, sino un sistema encarnado en un hombre; no un influjo moral, sino un poder material que se mueve, como una máquina de puñales, al resorte de la voluntad de aquel hombre, es necesario entonces extinguir con el hombre el prestigio, la máquina y voluntad.
Contad los hombres patriotas que han salido de Buenos Aires; calculad los que habrán de salir en adelante, si no ponemos un dique a ese torrente de emigración, y decidme luego, si ese número de hombres no es suficiente para cooperar en la ciudad a la revolución que traigan a la provincia las armas del general Lavalle, o las armas de la coalición de Cuyo.
La emigración deja en poder de las mujeres, de los cobardes y de los mashorqueros la ciudad de Buenos Aires, es decir, señores, el punto céntrico de donde parten los rayos del poder de Rosas.
¿Tres o cuatrocientos hombres aseguran acaso el triunfo del general Lavalle, alistados en las filas de su ejército? Pues bien, señores, tres o cuatrocientos hombres de corazón son bastantes para levantar la ciudad y colgar de los faroles de las calles a Rosas y su mashorca el día que los aturda la noticia de la aproximación de cualquiera de los ejércitos libertadores.
No podemos reconquistar los que se han ido; pero a lo menos paremos el curso de esa copiosa emigración que va a buscar lejos una libertad que puede encontrarla a su lado, cuando alce su brazo armado sobre la cabeza del tirano.
¿Hay peligros en permanecer en Buenos Aires? ¿Habrá peligros y sangre el día que demos el primer grito de libertad? Pero, señores, ¿no hay peligros y sangre en los ejércitos?, ¿no hay miseria y humillación en el destierro?
Creedme, amigos míos; yo estoy más cerca de Rosas que ninguno de vosotros; yo expongo más que mi vida, porque expongo mi honor a las sospechas de mis compatriotas; creedme, pues, que el peor sistema que la juventud de Buenos Aires puede adoptar en el deseo que la anima de la libertad de su patria, es el ausentarse de ella. ¿Sería tan desgraciado que no hubiese ninguno de vosotros que pensase como yo pienso?
-Esa es mi opinión, esa es mi fe; yo moriré al puñal de la mashorca antes que dejar la ciudad. Rosas está en ella, y es a Rosas a quien debemos buscar el día en que uno de nuestros ejércitos pise la provincia. Muerto Rosas, volveremos a todas partes los ojos y no hallaremos un enemigo -dijo uno de los jóvenes que se encontraba en la reunión.
-¿Sois vosotros también de esa misma opinión, amigos míos? -preguntó Daniel.
-Sí, sí, es necesario quedarnos, respondieron con entusiasmo todos los jóvenes.
-Señores -dijo Eduardo Belgrano luego que se restableció el silencio-, no hay una sola palabra de las que ha pronunciado el señor Bello que no esté perfectamente en armonía con mis opiniones, y, sin embargo, yo he sido uno de los que han querido emigrar del país, y aun no sé todavía, si de un momento a otro renovaré mi resolución. Os revelo, pues, una contradicción entre mis opiniones y mi conducta, y en este caso, os debo una explicación que voy a dárosla:
Es cierto que debemos quedarnos; es cierto que lejos de abandonar, debemos estrechar cada vez más un círculo de fierro en derredor de Rosas, para ahogarlo en el día oportuno a la libertad argentina. Esta teoría no puede ser, ni más racional, ni conveniente, dicha en general, aplicada a cualquier otro pueblo de la tierra en iguales circunstancias que el nuestro. Pero nosotros los argentinos, señores, representamos una excepción bien práctica respecto de lo que nos ocupa. Vamos a verlo:
El señor Bello ha dicho que tres o cuatrocientos hombres serían bastantes para concluir con Rosas en la ciudad. Yo quiero creer que es bastante ese número; quiero más: quiero creer que están en Buenos Aires todavía todos los hombres de nuestra generación que han emigrado; más aún, todos los emigrados unitarios del año 29 y 30, y que somos dos, tres, cuatro mil hombres enemigos de Rosas. ¿Pero sabéis, señores, lo que esta cifra representa en Buenos Aires? Representa un hombre.
Un partido no es poderoso por el número de sus hombres, sino por la asociación que lo compacta. Un millón de hombres individualizados no vale más, señores, que dos o tres hombres asociados por las ideas, por la voluntad y por el brazo.
Estúdiese como se quiera la filosofía de la dictadura de Rosas, y se averiguará que la causa de ella está en la individualización de los ciudadanos. Rosas no es dictador de un pueblo; esto es demasiado vulgar para que tenga cabida en hombres como nosotros: Rosas tiraniza a cada familia en su casa, a cada individuo en su aposento; y para tal prodigio no necesita por cierto, sino un par de docenas de asesinos.
Sociedades pequeñas, sin clases, sin jerarquías; sin prestigio en ellas la virtud, la ciencia y el patriotismo; ignorantes a la vez que vanas, susceptibles a la vez que celosas, las sociedades americanas no tienen entre sí y para sí mismas otros principios de asociación, que el catolicismo y la independencia política.
Sin comprender todavía las ventajas de la asociación en ningún género, en los partidos políticos es en los que ella existe menos.
Un espíritu de indolencia orgánica de raza viene a complementar la obra de nuestra desorganización moral, y los hombres nos juntamos, nos hablamos, nos convenirnos hoy, y mañana nos separamos, nos hacemos traición o cuando menos, nos olvidamos de volver a juntarnos.
Sin asociación, sin espíritu de ella, sin esperanza de poder organizar improvisadamente esa palanca del poder y del progreso europeo que se llama asociación, ¿con qué contar para la obra que nos proponemos?¿Con el sentimiento de todos? ¡Ah, señores, ese sentimiento existe hace muchos años en nuestro pueblo, y la mashorca, sin embargo, es decir, un centenar de miserables, nos toma en detalle y hace de nosotros lo que quiere. Esto es lo práctico, y yo prefiero ir a morir en el campo de batalla, a morir en mi casa esperando una revolución que los porteños todos juntos no podremos efectuar jamás, porque todos no representamos sino el valor de un solo hombre.
Entretanto, es una verdad indisputable lo que ha dicho mi querido amigo: es decir, que sería más oportuno y eficaz buscar en la persona única de Rosas el exterminio de la tiranía. Decidme sí es posible establecer la asociación y seré el primero en desechar toda idea de abandonar el país.
Un silencio general sucedió a este discurso.
Todos los jóvenes tenían fijos sus ojos en el suelo. Sólo Daniel tenía su cabeza erguida, y sus miradas estudiaban una por una la fisonomía de los jóvenes.
-Señores -dijo al fin-, mi querido Belgrano ha hablado por mí en cuanto al espíritu de individualismo que por desgracia de nuestra patria ha caracterizado siempre a los argentinos. Pero los males que ha traído esa falta de nuestra vieja educación, es la mejor esperanza de que nos enmendaremos de ella, y el incitaros a la asociación, después de iniciaros la necesidad de permanecer en Buenos Aires, era la segunda parte del pensamiento que me ha conducido a este lugar. Habéis convenido conmigo en que debemos esperar los sucesos en Buenos Aires; justo es convengáis también en que si esos sucesos nos encuentran desasociados, en bien poca parte les podremos ser útiles.
Además, nos encontramos hoy sobre el cráter de un volcán, que fermenta, que ruge, y cuya explosión no está distante.
Los asesinatos cometidos ya, no son un fin; son el principio de una cadena de crímenes que, como los anillos de una serpiente, va a desenvolver sus eslabones en torno a la cabeza de todos.
Rosas, por medio de su Gaceta y de sus representantes, hace muchos meses que está azuzando a sus lebreles.
La embriaguez del crimen ha perturbado ya el cerebro de nuestros asesinos, y dado a su sangre la irritación febriciente que es necesaria para el desbocamiento en los delitos populares.
Los puñales se aguzan; los brazos se levantan, las víctimas están señaladas, y el momento terrible se aproxima.
No es una venganza espontánea; es una combinación reflexionada para enervar, por medio del terror, los esfuerzos del espíritu público.
Bien, pues, si ese momento terrible nos encuentra aislados, todos -no lo dudéis, señores- vamos a ser víctimas de Rosas.
Unidos, sistematizada nuestra defensa; solidarios todos para la venganza del primero que caiga, o suspenderemos el brazo de los asesinos o provocaremos a la revolución, o podremos emigrar en masa, cuando se pierda para todos la última esperanza de exterminar la tiranía, o por último, moriremos en las calles de nuestro país habiendo antes dejado una lección honrosa a las generaciones futuras.
Asociados, una vez que tengamos en la provincia alguno de nuestros ejércitos libertadores, que obran en Entre Ríos, o que se organizan a la falda de la Cordillera, yo mismo haré cuanto esté de mi parte por precipitar la hora de la San Bartolomé que se prepara. No os alarméis, mis amigos; en las revoluciones, toda combinación abortada da siempre un resultado contrario. Piensan degollarnos después de haber aterrorizado nuestro espíritu por medio de esa sostenida predicación de amenazas con que se nos saluda todos los días desde la tribuna y la prensa; y si yo logro que los puñales se alcen prematuramente, y que en vez de encontrar un pueblo de individuos aterrorizados se hallen con un pueblo asociado y fuerte, yo habré entonces preparado el terror para que obre su influencia sobre el ánimo de los asesinos, en vez de obrarse, como ellos pensaron, en el ánimo de las víctimas.
Hay ciertos momentos en que el medio seguro, infalible de hacer fracasar un plan político, consiste en facilitar rápidamente el espacio en que quiere desenvolverse. Con su sistema de economías, el ministro Necker habría conseguido suspender la marcha de la Revolución Francesa que caminaba sordamente; pero el ministro Calonne, sucesor de Necker, y que quería la revolución del pueblo contra la aristocracia y el clero, prodigaba el tesoro para los placeres de la corte, irritando más de esta manera el espíritu revolucionario del pueblo empobrecido y oprimido, y facilitando el camino de la revolución.
Yo, que compro con mi sosiego y mi nombre los secretos todos de mis enemigos; yo, que palpitando de rabia mi corazón, junto mi mano con las manos ensangrentadas de los asesinos de nuestra patria, yo irritaré con mis palabras su corazón envenenado y los excitaré al crimen cuando crea que ese mismo crimen ha de sublevar contra ellos la venganza de los oprimidos. Porque el día, el instante en que la mano de un hombre de corazón, a la luz del sol, clave su puñal en el pecho de uno de los asesinos, ese instante, señores, será el postrero del tirano; porque los pueblos oprimidos no necesitan sino un hombre, un grito, un momento para pasar estrepitosamente de la esclavitud a la libertad, del marasmo a la acción.
La fisonomía de Daniel estaba radiante, sus ojos chispeaban, sus labios gruesos, y rosados habitualmente, estaban encendidos como el carmín. Las miradas de todos estaban fijas sobre él. Solamente Eduardo, pensamiento profundo y filosófico, y corazón altivo, franco y valiente, tenía apoyado el codo sobre la mesa, y su frente reposaba en su mano.
-Sí, la asociación -dijo uno de los jóvenes-, la asociación hoy para defendernos de la mashorca, para esperar la revolución, para colgar a Rosas.
-La asociación mañana -dijo Daniel, alzando por primera vez la voz, y sacudiendo su altiva, fina e inteligente cabeza-: la asociación mañana para organizar la sociedad de nuestra patria.
La asociación en política para darla libertad y leyes.
La asociación en comercio, en industria, en literatura y en ciencia para darla ilustración y progreso.
La asociación en todas las doctrinas del cristianismo para conquistar la moral y virtudes que nos faltan.
La asociación en todo y siempre para ser fuertes, para ser poderosos, para ser europeos en América.
La asociación de los individuos y de los pueblos para estudiar filosófica y prácticamente, si esta república que improvisó la Revolución de Mayo fue una inconveniencia política, hija de las necesidades del momento, o si debe ser un hecho definitivo y duradero.
Asociación de estudio sobre los elementos constitutivos del país para alcanzar a saber exactamente, si no fue un error de la Revolución de Mayo el excomulgar el principio monárquico, cuando esa revolución desprendió a estos pueblos del yugo de fierro que le imponía un rey extraño; para estudiar en fin los efectos por que hemos pasado, en las causas generales que los han motivado.
¿Queréis patria, queréis instituciones y libertad, vosotros que os llamáis herederos de los regeneradores de un mundo? Pues bien, recordad que ellos y la América toda fue una asociación de hermanos durante la larga guerra de nuestra independencia, para lidiar contra el enemigo común; y asociaos vosotros para lidiar contra el enemigo general de nuestra reforma social: ¡la ignorancia!; contra el instigador de nuestras pasiones salvajes: ¡fanatismo político!; contra el generador de nuestra desunión, de nuestros vicios, de nuestras pasiones rencorosas, de nuestro espíritu vanidoso y terco: el escepticismo religioso. Porque, creedme: nos falta la religión, la virtud y la ilustración, y no tenemos de la civilización sino sus vicios.
Durante ese discurso, Daniel había levantádose poco a poco de su asiento, y, como arrebatados por la energía de sus palabras, todos los jóvenes habían hecho lo mismo. La última palabra se escapó de los labios del joven orador, y los brazos de Eduardo lo estrecharon contra su corazón.
-Mirad, señores -dijo Belgrano, paseando sus ojos por la reunión de sus amigos, y conservando su brazo izquierdo sobre el hombro derecho de Daniel-: mirad, mi semblante está bañado de lágrimas, y los ojos que las vierten habían con la niñez perdido su recuerdo. ¿Las adivináis? No. La sensibilidad de todos vosotros está conmovida por las palabras de mi amigo, y la mía lo está por el porvenir de nuestra patria. Yo creo en su regeneración, creo en su grandeza y su futura gloria; pero esa asociación que las ha de germinar en el Plata no será, no, la obra de nuestra generación, ni de nuestros hijos; y mis lágrimas nacen de la terrible creencia que me domina de que no seré yo ni vosotros los que veamos levantarse en el Plata la brillante aurora de nuestra libertad civilizada, porque nos falta para ello naturaleza, hábitos y educación para formar esa asociación de hermanos que sólo la grandeza de la obra santa de nuestra independencia pudo inspirar en la generación de nuestros padres.
-Sí, sí, nos asociaremos -gritaron muchos jóvenes.
-Silencio, Eduardo, silencio por Dios -dijo Daniel al oído de Eduardo.
-Sí, amigos míos, nos asociaremos -continuó Daniel-, y bajo el entusiasmo de esa idea debemos separarnos ya. Yo redactaré nuestro estatuto. Será sencillo, la expresión de una necesidad bien simple: la de poder juntarnos en un cuarto de hora cuando la defensa o la iniciación revolucionaria lo requieran.
Hoy es el 24 de mayo. Separémonos antes que la luz del 25 sorprenda a tantos argentinos reunidos, que no pueden, sin embargo, saludarla libres.
El 15 de junio nos volveremos a reunir en esta misma casa y a las mismas horas.
Una sola palabra más: ponga cada uno de vosotros sus medios, su influencia toda para evitar que nuestros amigos emigren; pero si decididamente lo quieren, que se acerquen a mí; yo respondo de la seguridad en su embarque. Pero sólo para este caso buscad mi persona. Fuera de él, huid de mí; censurad mi conducta entre los indiferentes; enturbiad mi nombre con vuestra censura, pues llegará el momento en que yo lo purifique en el crisol de la libertad patria. ¿Estáis satisfechos, tenéis en mí una completa confianza?»
Los jóvenes se precipitaron a Daniel y un fuerte abrazo fue la respuesta que recibió de cada uno.
En seguida, abrióse la puerta que daba a la sala, luego los postigos a la calle; y, diez minutos después, no quedaban de los jóvenes de la reunión, sino Daniel y Eduardo.
Ellos volvieron de la sala al cuarto en que había tenido lugar la sesión; y allí, parado junto a la mesa, con su sombrero puesto, y una capa color pasa sobre sus hombros, Daniel y Eduardo encontraron a un personaje que durante la escena anterior había oído todo desde el cuarto contiguo al de la reunión, y cuya puerta había estado intencionalmente entreabierta.
-¿Y bien, señor?
-¿Y bien, Daniel?
-¿Está usted satisfecho?
-No.
Eduardo se sonrió y se puso a pasear.
-¿Pero qué opinión ha formado usted, señor? -preguntó Daniel al nuevo personaje.
-Que todos han salido conmovidos por esa virtud santa del entusiasmo patrio; que todos serían capaces en este momento del más heroico y grande sacrificio; pero que antes del 15 de junio ya no estará la mitad de ellos en Buenos Aires, y la otra mitad se habrá olvidado de la asociación.
-Pero entonces, ¿qué hacer, señor, qué hacer? -exclamó Daniel dando un fuerte golpe de puño sobre la mesa, olvidando por un momento el respeto con que parecía tratar a ese personaje, en cuya ancha y noble fisonomía estaba dibujada la superioridad y el talento.
-¿Qué hacer? Insistir, insistir siempre, y dejar comenzada una obra que acabarán nuestros nietos.
-Pero, ¿y Rosas? -preguntó Daniel.
-Rosas es la expresión ingenua de nuestro estado social, y ese estado mismo se opone a nosotros y lo sostiene a él.
-Sin embargo, si conseguimos matarlo...
-¿Quiénes? -preguntó sonriendo el interlocutor de Daniel.
-Cualquier hombre de corazón, señor.
-No, Daniel, no: para ser tiranicida se necesita una de dos cosas: o una grande venalidad de alma para vender su puñal, y hombres de éstos no existen en nuestro partido, o un gran fanatismo republicano, y esto último no existe en nuestro siglo,
-Y entonces ¿qué hacer?
-Trabajar, trabajar siempre: un hombre que se consiga ganar para la libertad y la civilización, es al fin un triunfo por pequeño que sea. ¿No es así, Belgrano?
-Así es, señor.
-Entonces hemos hecho bastante por esta noche. Marchemos, mis amigos, mis hijos. Dios a lo menos os dará el premio que se merece la sanidad de vuestra conciencia.
-Vamos, señor-dijeron los dos jóvenes pasando a la sala con aquel hombre que parecía tener sobre ellos una influencia moral ejercitada desde mucho tiempo.
Él mismo dio su brazo a Eduardo, que movía su pierna izquierda con visible dificultad.
El fiel Fermín estaba sentado en la puerta de calle observando si alguien se aproximaba a la casa.
-¿Ha llegado el coche? -le preguntó Daniel.
-Hace media hora que está en la bocacalle.
El sereno acababa de cantar las once.
A una palabra de Daniel, Fermín marchó al interior de la casa y volvió con el criado de Eduardo, que hacía la centinela de retaguardia; y Eduardo, el nuevo personaje y el criado se dirigieron a la bocacalle para tomar el coche.
Una vez solo Daniel con su criado en la casa, dio en el patio un ligero silbido, y una voz meliflua, resfriada, trémula, le respondió de la azotea:
-Aquí estoy. ¿Bajo ya de esta altura frígida, sombría y terrible, mi querido y estimado Daniel?
-Sí, baje usted, mi querido y estimado maestro -dijo Daniel imitando la voz y el estilo de nuestro buen amigo Don Cándido Rodríguez.
-Daniel, tú precipitas mi salud y mi alma...
-Marchemos, señor, que alguien nos espera en el coche.
Y Daniel, arrastrando a Don Cándido, salió de la casa de Doña Marcelina, cuya puerta cerró Fermín, guardándose la llave. Don Cándido y Daniel subieron al coche, que luego de saltar Fermín y Manuel a la zaga, se sumergió en la oscurísima calle de Cochabamba; parando, quince minutos después, en la calle del Restaurador, tras de San Juan, donde bajó el personaje que hemos mencionado, siguiendo en seguida el carruaje hasta la casa de Daniel, donde bajaron todos cerca de las once y media de la noche.
-A la plaza Nueva -dijo Daniel a su cochero inglés, que hizo partir los caballos a gran trote dirigiéndose al lugar indicado para dejar en él a Don Cándido, que, como se sabe, vivía a pocos pasos de allí; y luego los dos jóvenes, seguidos de sus criados, entraron en la casa de Daniel.
Por la sala de ella iba Daniel, y ya su levita estaba desabrochada, y deshecho el lazo de su corbata, para no perder sino el muy necesario tiempo en cambiar su traje ordinario en uno de baile; que para aquella organización inquieta, para aquella existencia tormentosa no había en el tiempo un solo minuto inútil, pues todos estaban consagrados a la actividad de su inteligencia y de su corazón.
-Piensa que no puedo seguirte a ese paso -le dijo Eduardo, que sólo con gran dificultad andaba.
-Piensa que son cerca de las doce; y que a esa hora deben entrar Amalia y mi Florencia al baile; y que yo debo estar allí para velar por ellas, y para ciertas presentaciones muy necesarias hoy -le respondió Daniel, entrando a su alcoba y desvistiéndose, mientras Fermín, que adivinaba sus pensamientos, ponía luces delante de un espejo y le preparaba un traje.
-¿Ah, eres muy feliz, Daniel! -dijo Eduardo echándose en un sillón y estirando su débil y dolorida pierna, al mismo tiempo que desabrochaba su levitón, porque en ese momento su herida del hombro derecho le incomodaba demasiado.
-¿Decías, mi querido Eduardo?
-Decía que la Naturaleza ha hecho de ti el ser más original y más feliz al mismo tiempo.
-¿Creeslo que dices?
-Lo juraría. Tienes una facilidad inaudita para dejar tu pensamiento en los sucesos que quedan tras de ti, y fijarlo a tu antojo en los sucesos nuevos que procuras. Juegas tu vida; te entregas en cuerpo y alma a la intriga política, a los peligrosos acontecimientos del día; tu espíritu se levanta, hace grande, altiva, dominatriz, tu inteligencia; y dos minutos después de ser el primero en el poder de tu voluntad y en la grandeza de tus ideas, pasas con una puerilidad, con una hilaridad sorprendente, de lo más alto de la vida a las vulgaridades de ella. Sabes de dónde venimos, lo que acabamos de ser, y, sin embargo, ahí estás delante de tu espejo como el más frívolo de nuestros jóvenes, preparando tu cabello para ir a lucir a un baile, como si tal cosa acabaras de hacer, como si tal hombre acabaras de ser. Esto es, mi amigo, lo que se llama ser feliz en la vida.
-¿Está bien así? -preguntó Daniel dándose vuelta, dirigiéndose a Eduardo y señalando el lazo de una corbata de batista que acababa de ponerse.
-Vete al diablo -le contestó Eduardo haciendo un gesto de malísimo humor al oír la burlona contestación de su amigo acompañada de una gravedad la más irónica posible.
-Me voy al diablo -dijo Daniel volviéndose al espejo y continuando su tocador-. Prosigue, mi querido Eduardo -continuó-, los estudios sicológicos son habitualmente tu fuerte; pero yo creo que después que concluyas tu discurso voy a darte apenas la clasificación de mediano... ¡Ah, no respondes! Pues bien: yo continuaré por ti.
Y Daniel, que concluía su tocador, vino y sentóse al lado de su amigo apoyando su brazo sobre uno de los del sillón en que estaba.
-No hay nada, mi querido Eduardo, que se explique con más facilidad que mi carácter, porque él no es otra cosa que una expresión cándida de las leyes eternas de la Naturaleza. Todo en el orden físico como en el orden moral es inconstante, transitorio y fugitivo: los contrastes forman lo bello y armónico en cuanto ha salido de la mano de Dios; y en nada se ostenta más esa variedad infinita que reina en el universo, que en el alma humana. En un día, en una hora, en un minuto, Eduardo, el corazón, la inteligencia y el espíritu se modifican y cambian tan improvisamente como los colores sobre la superficie del ópalo. Al lado de un gran pensamiento, la pluma con que lo escribimos, el fuego, o el libro en que tenemos fijos los ojos al meditar, la risa de un niño, el ala de un insecto, la mínima cosa hace que aparezca al lado de aquel gran pensamiento una pequeñísima idea que se apodera tanto de la mente, como otra cualquiera de mayor importancia. En medio de la felicidad, cruza fugitiva una idea; el cristal de nuestra dicha se empaña un momento, y una lágrima cae al corazón en medio mismo de la embriaguez de su ventura. De la ocupación más seria se desciende instintivamente a los goces, o a los pasatiempos más frívolos; y en medio de esas grandezas de alma que suelen deificar la vida de un mortal, la vulgaridad viene a poner de repente su rasgo en el grande y luminoso cuadro de esa vida. Los hombres que temen la espontaneidad de su naturaleza se cubren con el velo de la hipocresía, denso para el vulgo, trasparente para los hombres que tienen inteligencia en sus miradas. Esos hombres eternamente graves en la expresión de su semblante, en sus discursos y en sus maneras, esos hombres mienten, o su gravedad no es efecto de la importancia filosófica de su alma, sino de una inflexibilidad de su espíritu, que los hace incapaces para la mayor parte de las situaciones de la vida, o que los hace de condición mala en la sociedad. Los que no son hipócritas, son como yo: siguen el curso de las diferentes impresiones que los rodean. Además, Eduardo, yo soy porteño; hijo de esta Buenos Aires cuyo pueblo es por carácter el más inconstante y veleidoso de la América; donde los hombres son, desde que nacen hasta que se mueren, mitad niños y mitad hombres, condición por la cual buscaron el despotismo por el gusto de hacer una inconstancia a la libertad. Y esto mismo lo piensas tú, Eduardo. Pero ¿quieres que yo te enseñe a profundizar el corazón humano con una sola mirada, o a interpretarlo a una sola palabra que pronuncian los labios? ¿Quieres que te pruebe cómo las inteligencias más altas descienden de las ideas más sociales a un sentimiento de individualidad y de egoísmo? Pues bien, en ti mismo tengo el ejemplo.
-¿En mí? -contestó Eduardo volviendo sus ojos a Daniel.
-En ti, Eduardo, en ti. No te ha chocado el verme pasar de una ocupación política, grave y difícil, a la compostura de un vestido de baile, no; lo que te ha chocado es tu mala fortuna; es decir, el no poder tú también venir conmigo.
-¿Yo, Daniel?
-Tú, Eduardo. Tú que acabas de hablar como un gran filósofo en nuestra reunión, y unos minutos después no haces sino sentir como cualquier pobre diablo enamorado de una mujer. Acabas de pensar en la patria, y estás pensando en Amalia. Acabas de pensar cómo conquistar la libertad, y estás pensando cómo conquistar el corazón de una mujer. Acabas de echar de menos la civilización en tu patria, y echas de menos los bellísimos ojos de tu amada. Esa es la verdad, Eduardo. Ese es el hombre, esa es la Naturaleza.
Eduardo bajó su cabeza y llevó la mano a sus cabellos.
-Y ¿crees que te hago la mínima inculpación, amigo mío? -prosiguió Daniel-. No. Pocas veces he sentido mayor contentamiento que cuando he llegado a conocer que amabas a mi prima. Esa mujer tan delicada, tan poética, tan bella, es la que mejor conviene a tu corazón y a tu carácter. Ella te ama, ¿qué más puedes desear?
-No, Daniel, no puede ser: ella me compadece solamente.
-No; ella te ama. Tu misma situación dramática ha sido un incentivo a su corazón.
-¿Lo crees? Repítemelo, ¿crees que soy amado de Amalia? -preguntó Eduardo con esa ansiedad de los corazones locamente enamorados, que no se satisfacen jamás de oír repetir las seguridades de su felicidad.
-Lo creo, y creo más: creo que antes de un año habrá cuatro personas verdaderamente felices en Buenos Aires: Amalia y tú, Florencia y yo.
-Sí, Daniel, yo la amo. Tú conoces mi vida, sabes esa existencia árida en que ha vegetado mi corazón; este corazón tan rebelde a las vulgaridades de la vida; este corazón que parecía guardar toda su savia, toda la virginidad de sus afectos, para alguna mujer privilegiada que yo creía que existía solamente en los sueños de mi imaginación; este corazón la ha hallado y la ama, Daniel, con el entusiasmo que se ama la gloria, con la sensibilidad que se ama a una hermana, con la adoración que se ama a Dios. Mi naturaleza abatida, amortiguada por el desencanto de mi época, ha revivido en todo el esplendor de mi juventud, y mi vida parece extenderse en el espacio celestino de la felicidad. Mi sueño es poseerla; vivir a su lado, cubrirla con mis manos para que la luz del día no marchite la delicada flor de su hermosura; descubrir en el cristal de sus ojos los deseos recónditos de su alma para complacerla. Como mortal, yo llegaré por ella hasta el límite donde no hay más allá para la inteligencia humana, y buscaré gloria y nombre para que se abrillante su destino en el mundo; y si fuera un Dios, yo escogería el más radiante de mis astros y la diría: Amalia, reina aquí...
-Bien, mi Eduardo -exclamó Daniel, pasando su mano por la pálida y noble frente de su amigo-, donde no hay esa exaltación poética del corazón, no hay verdadero amor a los veinte y siete años de la vida.
-La amo, Daniel -continuó Eduardo, casi sin oír las palabras de su amigo-, la amo y quiero ser su esposo; mi corazón, mi vida, mi fortuna, todo es de ella. Viviremos siempre en el campo, siempre en la misma casa donde cambiamos nuestra primera mirada. ¿No es verdad que esa felicidad me espera, Daniel?
-Sí, Eduardo, y más que ésa todavía, oye: dentro de poco tendremos libertad, y con ella un campo inmenso a los trabajos de la inteligencia. La felicidad la buscaremos en nuestra familia, la gloria la buscaremos en la patria. Viviremos juntos. Haremos en Barracas una magnífica casa, en una parte de ella vivirás tú y Amalia; en la otra mi Florencia y yo; y cuando necesitemos extraños ojos para que admiren nuestra felicidad, los buscaremos recíprocamente entre nosotros cuatro.
-¡Perfecto, perfecto plan, Daniel! Nosotros mismos educaremos nuestros hijos, ¿no es verdad? Y olvidaremos esos días pálidos de nuestra juventud; esa época terrible en que hemos vivido con el puñal al pecho, viendo deshojarse las mejores ramas de la existencia de la patria y...
-¿Lo ves? ¿No te lo dije? Eramos muy felices hace un instante con las promesas de nuestra imaginación, y, sin saber cómo, arrojas tú mismo en nuestra copa de néctar esa gota amarga de los recuerdos patrios. ¡Bah! Dejemos esto -dijo Daniel levantándose y mirando el reloj-, van a dar las doce, Eduardo.
-Bien, anda.
-Amalia no ha de querer estar sino hora y media o dos horas en el baile.
-¿Y para qué más? Mira: no permitas que baile con ninguno de esa canalla inmunda, para que no la manche ninguno con su aliento, ¿oyes?
-Bien, ¿qué más?
-Cuando salga, dale tú el brazo hasta el coche.
-Eso es, y que Florencia vaya con el primero que la tome.
-Pero tienes dos brazos.
-Sea en hora buena, ¿qué más?
-Después del baile llevarás a Florencia hasta su casa, ¿no es cierto?
-A no ser que quieras que Florencia se vaya sola.
-Bien, a las dos de la mañana en punto, yo estaré en tu coche, cerca de la casa de Florencia; cuando hayan dejado a ésta, nos cambiaremos: tu pasarás a tu coche, y yo subiré en el de Amalia, para acompañarla a Barracas.
-¡Ah! Yo pensaba, caballero, que usted me haría el honor de cenar conmigo.
-¡Daniel, hace diez horas que no la veo! Mañana pasaremos todo el día juntos en Barracas. ¿Me perdonas?
-A condición de una cosa.
-La que quieras.
-Que mañana te dejarás estar en cama todo el día.
-¡Diablo! ¿Y qué quieres que haga en la cama después de haber pasado en ella veinte días eternos?
-Calmar la irritación que se haya producido hoy en tus heridas. No puedes tenerte, loco, hace doce horas que andas caminando en un pie; y un amante así es lo más ridículo posible -dijo Daniel sonriendo.
-Sí, pero es que... no se me conoce -contestó Eduardo, colorado hasta las orejas y tratando de poner muy derecha su pierna izquierda.
-¡Oh mundo! ¡Oh mundo! -exclamó Daniel echando al aire una bendición.
-¡Vete al diablo! -dijo Eduardo arrellanándose en el sillón.
-No; me voy al baile; y lo primero que haré será bailar en tu nombre con... ¿quieres que sea con Doña María Josefa?
-Estás de un humor insoportable, Daniel.
-¡Ah!, entonces será con Amalia. ¿Te parece bien?
Eduardo extendió la mano y apretando muy fuerte la de su amigo, le dijo:
-Para Amalia.
Y, separados los dos jóvenes, Eduardo quedó meditando en el sillón, y Daniel subió a su coche, cuyos caballos hicieron chispear las piedras de la calle de la Victoria, partiendo en dirección a la plaza de ese nombre.
Daniel entraba a los salones del baile a las doce de la noche, como se ha visto al final del capítulo VII.
Florencia paseaba los salones, y Daniel se dirigió a su prima, sentada al lado de aquella intransigible señora que parecía saber de memoria la biografía de cuantos allí estaban.
La señora de N... contestó algo fría al saludo de Daniel, y éste tomó la mano de Amalia, le dio su brazo, y la dijo, paseándola por la sala:
-¿Has conversado mucho con esa señora?
-No. Pero ella ha hablado desmedidamente.
-¿Sabes quién es?
-Es la señora de N...
-No; es el marido de la señora N...
-¿Cómo?
-Digo que en ese matrimonio están invertidos los sexos, ella es él, y él es ella.
-En cuanto a la mitad no tengo duda.
-Es la unitaria más intransigible; la porteña más altiva que creo ha existido jamás. Algo muy picante te decía al entrar yo, pues que te reías tanto.
-Sí, me refería que la señora de Rolón convida a sus tertulias anunciando que se abren con café con leche.
-¡Oh!
-¿No es cierto?
-No, no, Amalia; son invenciones de las unitarias, cuya imaginación está irritada. No tienen otras armas que el ridículo, y se valen de ello a las mil maravillas. La señora de Rolón es de lo mejor que hay en el círculo federal; su corazón siempre tiene sensibilidad para todos, y su mano no se cierra nunca a los desgraciados. Pero a otra cosa: ¿hace mucho tiempo que has llegado?
-Veinte minutos apenas.
-¿Te han presentado a Manuela?
-No.
-¿A Agustina?
-Tampoco. No conozco a nadie-dijo Amalia con toda candidez.
-¡Válgame Dios! Y Florencia ¿qué ha hecho?
-Bailar.
-¡Ah, bailar!
-Aún no se había sentado, y ya estaba en baile, y ahora...
-Sí, sí, ahora, mírala, allá anda.
-¿Quién es el que la acompaña?
-Es un amigo mío; pero ven, allí está Manuela, voy a presentarte a ella.
-Dime, ¿tengo que gritar: ¡Viva la Federación! al saludarla? -preguntó Amalia mirando a su primo con una sonrisa la más picante del mundo.
-Manuela es lo único bueno de toda la familia de los Rosas, quizá lleguen a hacerla mala, pero la Naturaleza la ha hecho excelente -dijo Daniel casi al oído de su prima, y cuando estaban ya a cuatro pasos de la hija del dictador argentino.
-Mi prima, la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, quiere tener la satisfacción de ofrecer a usted sus respetos, señorita -dijo Daniel a Manuela, dándola la mano y haciéndola una elegante cortesía.
Manuela se levantó de su asiento, cambió con Amalia los cumplimientos de estilo, en el mejor tono posible, y ella misma le ofreció un asiento a su lado.
Daniel pidió permiso a Amalia de dejarla un instante y fue a buscar a su Florencia, perdida entre la multitud de parejas que cuajaban los salones.
-¿Sabe usted, señorita, dónde podré hallar a la señorita Florencia Dupasquier? -preguntó Daniel a la misma Florencia, luego que consiguió llegar hasta ella.
-Allí -respondió Florencia, señalando un grande espejo donde se reproducía en ese momento su preciosa figura.
-¡Ah!, mil gracias, pero está tan lejos, que me veo privado a pesar mío de invitarla para lo primero que se baile.
-Es una felicidad, caballero, porque esa señorita está comprometida. ¿No es verdad, señor? -preguntó Florencia dirigiéndose a su compañero, que no era otro que uno de los amigos íntimos de Daniel.
-¿Y puedo saber quién es el feliz caballero que acompañará a usted?
-¿A usted?
-A la señorita Florencia.
-Un servidor de usted -dijo otro joven que se aproximaba a los interlocutores en ese momento, y que era uno de los que habían asistido a la reunión secreta pocas horas antes.
-¡Ah! Está visto, es una verdadera conspiración contra mí -dijo Daniel paseando encantado sus miradas por el rostro y el talle de su novia.
-Usted lo ha dicho -dijo Florencia.
-Está bien, yo buscaré algo que se asemeje a la señorita Florencia -le contestó Daniel, haciéndola un gracioso saludo, cambiando una sonrisa que quería decir en cada uno, estoy contento, y volviendo adonde estaba Amalia en sostenida conversación con la señorita Manuela Rosas.
Por predispuesto que estuviese el ánimo de Amalia contra el apellido de aquella joven, su amabilidad y sencillez habíanse insinuado en su carácter naturalmente bueno y generoso. Manuela a su vez impresionada por la belleza de Amalia, por la suavidad de su acentuación, y por ese buen tono sin esfuerzo que se descubría en ella, dejó arrastrar fácilmente sus simpatías hacia la hermosa prima de Daniel, cuyo talento había sabido apoderarse del buen querer de cuantos rodeaban a Rosas, apareciendo a los ojos de las mujeres, como frívolo y enamorado solamente, cosas de gran valor entre ellas, y a los ojos de los hombres, como un joven que preparaba su inteligencia para ser útil algún día a la Santa Causa de la Federación.
Una y otra, pues, conversaban con interés, si no con amistad, cuando Daniel se llegó a su prima, y el coronel Don Mariano Maza a la señorita Manuela, a tiempo también que se paraba delante de las dos jóvenes el redactor de la Gaceta y comandante de serenos Don Nicolás Mariño.
Un vals empezaba.
El coronel Maza presentó su mano a la hija de su gobernador, y ésta la aceptó y levantóse en el acto: estaba comprometida para ese vais.
El redactor de la Gaceta quiso imitar la pantomima de Maza: estiró la mano hacia Amalia balbuciendo algunas palabras.
Daniel, sin hablar una sola, tomó de la mano a su prima, la levantó, y dándose vuelta hacia Mariño, que permanecía con la mano estirada, le dijo con la sonrisa más diplomática del mundo:
-Está comprometida, señor Mariño.
Y como el anuncio no tenía contestación, el redactor se quedó en su puesto mientras los primos se colocaron entre las parejas del vals.
Dos de ellas quedaron al fin dueñas del campo: Florencia y su compañero, Amalia y Daniel.
Florencia y Amalia, eran, más bien que dos mujeres, dos ángeles que volaban rozando la tierra con sus alas.
Florencia, radiante, animada.
Amalia, tranquila, impulsada por la voluptuosidad de la música y del movimiento.
Una y otra, sostenidas en el brazo de su compañero, no pisaban la alfombra, se deslizaban en ella como dos sombras, como dos creaciones del espíritu.
Las miradas de todos las seguían, se perdían con ellas en los giros fugitivos del vals, y se afanaban en vano por descubrir, bajo las nubes de seda y blondas, el pie delicado y flexible en que se apoyaban aquellos céfiros de amor, que pasaban junto a todos como suspiros de la música, como emanaciones de la luz.
De improviso cesó la música, y de improviso, como paradas por una voluntad superior, las dos jóvenes cesaron en su rápido movimiento, y las dos, al brazo de su compañero, dieron una vuelta por el salón, tan tranquilas, como si acabasen de levantarse de su asiento.
Florencia tenía pintadas de rosas sus mejillas.
Amalia estaba bañada de la palidez del nácar.
Florencia estaba bellísima.
Amalia, divina.
Las dos amigas sentáronse juntas en un ángulo del salón, y a pocos instantes Manuela, del brazo de Agustina, se acercó a Amalia.
Daniel permanecía de pie delante de su amada y de su prima.
Manuela presentó a Agustina, quien con los labios se dirigía a Amalia y con los ojos a la hermosa perla que sujetaba los espléndidos cabellos de la tucumana.
Sentáronse juntas las cuatro jóvenes, y mientras Manuela entretenía la conversación con Florencia, Agustina se ocupaba en hacer pregunta sobre pregunta a Amalia, sobre el vestido, sobre las cintas, los encajes, etc., etc.
Amalia estaba aturdida de la candidez de la bella porteña, y de cuando en cuando con los ojos interrogaba a Daniel sobre la especie de señora que tenía a su lado. Agustina, sin embargo, nada notaba de semejantes miradas. Las suyas inspeccionaban hasta la costura del vestido de Amalia.
-Yo quiero que seamos muy amigas -le dijo Agustina después de haberla preguntado, si sabía dónde encontraría para comprar una perla semejante a la que tenía en su cabeza.
-Será para mí un grande honor, señora, el disfrutar de la amistad de usted -le contestó Amalia.
-Hace mucho tiempo que deseaba esta ocasión -prosiguió Agustina-, y ya había pensado el ir a casa de usted aunque nadie me presentase; porque yo soy así, soy muy franca con mis amigas. Y me ha de mostrar usted todo cuanto tiene, ¿no es verdad?
-Con el mayor placer.
-Aquí no hay nada hoy; las tiendas están vacías, y si no hubiera sido por Florencia, no hubiera hoy tenido un vestido con que venir al baile. Ahora sólo llegan de encomienda los vestidos de Francia. Pero es preciso tener quien los mande de allí, ¿no es verdad?
-¡Ah, sin duda!
-Pues eso mismo le digo yo a Mansilla todos los días; ¡pero qué! ¡Si es lo mismo que si hablara con la pared! ¡Qué feliz fue usted con su marido! Dicen que todo lo que usted tiene se lo hizo traer de Francia, ¿es cierto?
-Sí, señora, es cierto.
-¡Oh, qué felicidad!
La conversación siguió, poco más o menos, sobre los asuntos que hacían en esa época el mundo, el paraíso de Agustina. Daniel iba a tomar parte en la conversación para darle otro giro cuando se interpusieron entre él y Agustina un caballero negro y gordo y bajo, y una señora alta y gorda y blanca, que eran nada menos que el señor Rivera, doctor en medicina y cirugía, y su esposa Doña Mercedes Rosas, hermana también de Su Excelencia el Gobernador.
No lucía tanto en esa señora el vestido de raso color sangre que traía puesto, con guarniciones de terciopelo negro, ni los grandes zarzillos de topacio, ni los hilos de coral que traía al cuello, como lucían sobre la blanquísima cutis de su rostro unos rizados lunares rubios, cuya exuberancia se ostentaba con más esplendidez en la redonda y turgente barba.
Esta señora, cuya vocación eran las Musas, y cuyos instintos eran por la democracia, paróse entre Agustina y Amalia, no como si acabara de beber un vaso de agua de la fuente Hipocrene, sino como si acabase de sorber cuatro grandes tazas de la ponchera de Hoffmann; es decir, que la buena señora del médico Rivera tenía la cara roja y no rosada, y que por los carrillos, que habrían dado envidia al mejor guardián del buen economista San Francisco, caían en hilo unas líquidas perlas que, filtrando por los abiertos poros de las sienes, bajaban como rocío a humedecer los redondos y blanquísimos hombros.
-¡Che!, te he andado buscando por todas partes -le dijo a su hermana Agustina.
-Bien, ya me has hallado, ¿qué quieres?
-Sudando estoy, mujer; vamos a la mesa.
-¿Ya?
-Sí, ya, ¿cómo está usted, señor Bello?
-Señora, estoy a los pies de usted.
-Y ¿qué se ha hecho que no se le ve en ninguna parte? Enamorando a todas; ¿ésta es su prima?
-Sí, señora, la señora Amalia Sáenz de Olavarrieta, y tengo el honor de presentársela a usted.
-Me alegro mucho de conocer a usted -dijo Doña Mercedes dando la mano a Amalia, que se había puesto de pie a la presentación de Daniel-. Yo tendré mucho gusto en que usted me trate -continuó-. No espere que Bello la lleve a mi casa, vaya no más a comer cuando guste. Si quiere, mi marido la irá a buscar, porque yo no soy tan celosa como él; este es mi marido, Rivera, el médico Rivera; ¿no le conocía usted?
-No tenía ese honor, señora.
-Si, mucho honor; ¡si usted supiera lo que es! No me deja ni respirar, en su cara se lo digo para que se avergüence; ¿lo oyes?
-Lo oigo, Mercedes; pero estás embromando.
-¡Sinvergüenza! Con que ya sabe, cuando quiera se va no más como a su casa.
Amalia no sabía qué contestar. Estaba aturdida, perdida. No había ni imaginádose que existieran personas semejantes en el mundo, y mucho menos el que tuviera que entenderse con ellas. Y, sin embargo, el carácter de esta hermana de Rosas, tan originalmente cándida, era el mejor y mas inofensivo de la familia.
Felizmente, el comandante Maza, que parecía el caballero de Manuela en esa noche, se presentó a invitarla para llevarla a la mesa, y la escena cambió súbitamente.
Pararse Manuela y pararse todo el mundo, fue obra de un instante.
Las damas federales se precipitaban a seguir de satélites el astro radiante de la Federación de 1840. Cada una quería acercársele y marchar junto a ella para colocarse a su lado en la mesa.
Las damas unitarias, al contrario, o se dejaban estar en su asiento, o se separaban lo más posible de las otras, cambiando entre ellas miradas conversadoras y significativas.
Daniel, en el momento de levantarse Manuela y Agustina, hizo señas a uno de sus amigos; se acercó, le habló dos palabras al oído, y el joven presentó su brazo a Amalia, mientras Florencia tomó el de Daniel.
Así marchaban al gran comedor del palacio, atravesando los salones y las galerías, cuando la señora de N.., conducida por un caballero joven, se acercó a Amalia y la dijo al oído:
-La felicito a usted por sus nuevas amistades.
Amalia contestó con una sonrisa.
-Comprendo esa sonrisa. Estamos de acuerdo. Pero hay una cosa grave.
-¿Una cosa grave? -dijo Amalia parándose, y sintiendo un fuerte latido en su corazón, porque allí lo que no la asustaba, la inquietaba.
-Sí.
-¿Y cuál?
-Mariño está en el asunto.
-¿Aquél hombre de los ojos?...
-Aquel hombre de los ojos.
-Pero bien, ¿qué hay?
-¿Qué hay?
-Sí
-Que la sigue a usted con las miradas en todas partes: que la devora a usted, y que acaba de decir a un amigo mío, que ha de ser usted suya, o que el diablo se lo ha de llevar.
-¡Ah! Entonces felicitémonos, señora, y vamos a la mesa -dijo Amalia volviendo a tomar el brazo de su compañero.
-No, no, despacio -dijo la señora de N...-. Usted no sabe, mi querida, qué hombre es ése.
-¡Ese hombre! Ese hombre es un loco y nada más, señora -contestó Amalia haciendo un imperceptible movimiento de hombros y saludando con una graciosísima sonrisa a la señora de N...
Daniel estaba en ascuas por la demora de Amalia, reservándola en la mesa una silla al lado de Florencia, y temiendo por momentos que la ocupase alguna otra.
Felizmente, Amalia entró al comedor cuando aún no había sido ocupado aquel asiento, y se colocó en él: Daniel y su amigo permanecieron tras de las sillas de ambas jóvenes.
El sempiterno maestro de ceremonias, coronel Erézcano, había determinado ciertos asientos en la mesa, según el rango de ciertas de las personas que allí estaban. Los demás asientos se ocuparon por las señoras indistintamente.
La señorita de Rosas ocupaba una de las cabeceras de la mesa; a su izquierda estaba el señor ministro de Hacienda Don Manuel Insiarte, y a su derecha el señor ministro de Su Majestad Británica caballero Mandeville, que poco antes había dejado en su casa a Su Excelencia el señor Gobernador, después de haber tenido el placer de verlo en su mesa en el convite diplomático dado en celebración del natalicio de Su Majestad la reina Victoria, igualmente que al señor ministro Arana, que después del banquete hubo retirádose a su casa, algo incomodado del estómago.
En seguida del señor Mandeville estaba Doña Mercedes Rosas de Rivera, y frente a ella su hermana Agustina, teniendo a su izquierda al señor Picolet de Hermillon, cónsul general de Cerdeña; seguían después todas las principales señoras de aquella reunión federal, colocados entre ellas algunos personajes notables de la época, y conservándose los demás caballeros, unos de pie tras las sillas de las señoras, otros formando grupos en los ángulos del comedor.
Frente a la señorita Manuela, en la cabecera opuesta de la mesa, estaba sentado el general Mansilla.
Un silencio, apenas interrumpido por el ruido de la porcelana y los cubiertos, inspiraba un no sé qué de ajeno al lugar y al objeto de aquella reunión, y ponía en conflicto a la parte más crecida de los asistentes, en medio de ese silencio de funerales. ¡Era de verse la pantomima de aquellas señoras esposas de los heroicos defensores de la santa causa, al llevar cada bocado a su boca!
El tenedor se levantaba del plato con una delicadeza tal que parecía entre los dedos el fiel de una celosa balanza, pronto a inclinarse al más ligero accidente. El pedacito de ave o de pastel era llevado a los labios con la misma delicadeza con que una persona de buen gusto lleva a las narices una delicada flor del aire, y los indecisos labios lo tomaban tiernamente, después que los ojos habían girado a derecha e izquierda para ver si alguien notaba el pecado capital de comer cuando se está para ello en una mesa.
Todos los preceptos del catón éranse allí escrupulosamente cumplidos: el cubierto, siempre sobre el plato, y sobre el plato siempre lo que en él se había servido; esperando todos que alguien preguntase, para contestar; y como nadie preguntaba, ninguno de los convidados hablaba una palabra.
Había allí, sin embargo, una dama que comía más libremente que las otras; y era la señora esposa de Don Antonio Díaz, personaje célebre de la emigración oriental que acompañó a Buenos Aires al ex presidente Oribe. Esta señora, madre de preciosas hijas que allí estaban, se entretenía en comerse medio budín, como postre de una piernita de pavo y de una tierna pechuga de gallina, que había saboreado para quitar de sus labios el gusto salado que habían dejado en ellos dos o tres rebanadas de jamón, con que la señora quiso neutralizar el gusto a manteca que había dejado en su boca un plato de mayonesa con que había empezado a preparar su apetito.
Los coroneles Salomón, Santa Coloma, Crespo, el comandante Mariño; los doctores Torres, García, González Peña; los diputados Garrigós y Beláustegui, eran de los personajes más notables que servían de caballeros federales a las damas de la mesa. Pero los coroneles y el comandante especialmente maldecían con toda buena fe al maestro de ceremonias Erézcano, que colocádolos había en aquel lugar en que cada bocado se les atragantaba como una nuez. Salomón sudaba; Santa Coloma se retorcía el bigote, y Crespo tosía.
El general Mansilla, que mejor que nadie conocía la ridiculez de aquel silencio y de aquella tirantez aldeánica, se fue de repente a fondo sobre el flanco de sus federales amigos:
-Bomba, señores -dijo levantándose con una copa en la mano, y con esa gracia y zafaduría peculiares al carácter del entusiasta unitario del Congreso.
Damas y caballeros se pusieron de pie.
-Brindo, señores -dijo Mansilla-, por el primer hombre de nuestro siglo, por el que ha de aniquilar para siempre el bando de los salvajes unitarios; por el que ha de hacer que la Francia se ponga de rodillas delante del gobierno de la Confederación Argentina; por el ínclito héroe del desierto; por el Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier Don Juan Manuel Rosas; y brindo también, señores, por su digna hija, que en tal día como éste, vino al mundo para honor y gloria de la América.
Las palabras del general Mansilla fueron la mecha, y el pulmón de los ilustres convidados fue el cañón que dio salida a la detonación de su fulminante entusiasmo.
Se acabó el silencio, se acabó la tirantez, se acabó la aldea; y comenzó el bullicio, la elasticidad y la bacanal.
-Bomba, señores -gritó el diputado Garrigós, poniéndose de pie con la copa en la mano-. Bebamos -dijo-, por el héroe americano que está enseñando a la Europa que para nada necesitamos de ella, como ha dicho muy bien hace muy pocos días en nuestra Sala de Representantes el dignísimo federal Anchorena; bebamos porque la Europa aprenda a conocernos, y que sepa que quien ha vencido en toda la América los ejércitos y las logias de los salvajes unitarios, vendidos al oro inmundo de los franceses, puede desde aquí hacer temblar los viejos y carcomidos tronos de la Europa. Bebamos también por su ilustre hija, segunda heroína de la Confederación, la señorita Doña Manuelita Rosas y Ezcurra.
Si el brindis del general Mansilla despertó el entusiasmo en el ánimo de los federales, el del diputado Garrigós despertó la locura dormida momentáneamente en su cerebro. Las copas se apuraron, no quedando una gota de licor, ni aun en la del caballero Mandeville, después de esa amable y lisonjera salutación a la Europa y al trono.
-Bomba, señores -dijo el presidente de la Sociedad Popular, después de haber visto las señas que le hacía su consultor Daniel Bello, que se hallaba frente a él tras las sillas de Florencia y Amalia.
-Brindo, señores -dijo Salomón-, porque nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes viva toda la vida, para que no muera nunca la Federación, ni la América, y para que... y para que... en fin, señores, viva el Ilustre Restaurador de las Leyes; su ilustre hija que hoy ha nacido; y mueran los salvajes unitarios, y todos los gringos y carcamanes del mundo.
Todos aplaudieron federalmente la improvisación de aquel digno apoyo de la santa causa. El mismo ministro británico, como también el cónsul sardo, no pudieron menos de admirar la espontaneidad de aquel discurso, y dejaron los cálices vacíos del espumoso champaña que contenían.
Sólo había una persona que nada comprendía de cuanto allí pasaba; o dicho de otro modo: que no comprendía que en parte alguna de la tierra pudiese acontecer lo que aconteciendo estaba: y esa persona era Amalia.
Amalia estaba aturdida. Sus ojos se volvían a cada momento hacia Daniel, y sus miradas, esas miradas de Amalia que parecían tocar los objetos y descansar sobre ellos, le preguntaban con demasiada elocuencia: «¿Dónde estoy, qué gente es ésta; esto es Buenos Aires, ésta es la culta ciudad de la República Argentina?» Daniel la contestaba con ese lenguaje de la fisonomía y de los ojos que le era tan familiar: «Después hablaremos».
Amalia se volvía a Florencia algunas veces, y sólo encontraba en la picaruela cara de la joven la expresión de una burla finísima, sin que con eso quedase Amalia más adelantada que antes en sus interrogaciones.
Ni una, ni otra de las dos jóvenes había llevado a sus labios una gota de vino.
Daniel, que estaba en todo, que hacía seña a Salomón, que acababa de hacerlas también a Santa Coloma, que aplaudía con sus miradas a Garrigós, que se sonreía con Manuela, que le enviaba una flor a Agustina, un dulce a Mercedes, etc.; Daniel, decíamos, echó vino en las copas de Amalia y de su Florencia inclinándose entre las dos sillas y diciendo muy bajito:
-Es preciso beber.
-¿Yo? -le preguntó Amalia con una altivez y una prontitud, con una dignidad y un enojo, que hubieran podido despertar los celos de Catalina de Médicis, si esa interrogación hubiera sido hecha en un salón del Louvre, en el reinado de cualquiera de sus hijos, o más propiamente dicho en los reinados de ella.
Daniel no contestó.
Florencia se tomó por él ese trabajo.
-Usted, sí, señora, usted beberá, y beberá conmigo -le dijo Florencia-. Solamente que cuando esos caballeros beban por lo que ellos quieran, muy despacito beberemos nosotras por nuestros amigos... Pero, mire usted, Amalia, Manuela hace a usted señas.
En efecto, Manuela hizo a Amalia un elegante saludo con su copa, que en el acto fue contestado con no menos buen tono por la bellísima tucumana.
-Señores -dijo el comandante y redactor Mariño, que de cuando en cuando giraba sus oblicuas miradas hacia Amalia-: ¡por el grande héroe de la América, por su inmortal hija, por la muerte de todos los salvajes unitarios, sean gringos o nacionales, y por las bellas de la República Argentina! -y los ojos de Mariño dieron media vuelta por delante de Amalia.
Era ya necesario gritar mucho para hacerse oír. Los generales Rolón y Pinedo consiguieron después de grandes esfuerzos el hacer entender su brindis. El coronel Crespo tuvo que ponerse sobre su silla para llamar la atención sobre sus palabras. Pero la voz potente del coronel Salomón dominó de repente la algaraza y dijo:
-Señores, me manda decir la ilustre hermana de su Excelencia nuestro padre, la señora Doña Mercedes, que pida un momento de silencio al entusiasmo federal, porque va a leer unos versos que ha compuesto.
El silencio se estableció súbitamente. Todas las miradas se dirigieron a la poetisa.
La Safo federal daba un papel a su marido, colocado a sus espaldas como era su costumbre.
El marido se resistía a tomar y leer el misterioso canto; y una gresca al oído, pero que parecía ser terrible, furibunda, espantosa, como diría el señor Don Cándido Rodríguez, tenía lugar entre aquellos cónyuges modelo de contraste.
El desamparado papel pasó por fin a las manos de un criado, y de éstas a las del general Mansilla, con un recado de la autora.
El general desdobló el papel; lo leyó primeramente para sí mismo, y luego, y con toda la socarronería tan natural en su espíritu burlón y travieso, se paró con semblante grave, y con el tono más magistral del mundo, leyó en medio de un profundísimo silencio:
Mercedes Rosas de Rivera |
La lectura de estos versos originó una sensación en los concurrentes, poco común en los banquetes: dio origen a un temblor general; los unos, como Salomón y su comparsa, Garrigós y la suya, temblaban de entusiasmo; los otros como Mansilla, como Torres, como Daniel, etc., temblaban de risa.
Para las damas federales los versos estaban pindáricos; pero todas las unitarias tuvieron la desgracia en ese momento de ser atacadas por accesos de tos, que las obligaron a llevar sus pañuelos a la boca.
Los brindis se sucedieron luego: todos iguales en el fondo, y casi hermanos carnales en la forma.
Los señores Mandeville y Picolet bebieron también a la salud de Su Excelencia el Gobernador y su joven hija.
Y como tienen su fin todas las cosas de este mundo, llegó también el de la suntuosa cena del 24 de mayo de 1840.
Las señoras volvieron a los salones del baile, y mientras la música y los jóvenes las recibían alegres, y mientras Amalia, Florencia, Agustina, Manuela, etc., fueron sacadas en el acto para unas cuadrillas, alegres se quedaron en el comedor, continuando sus entusiastas brindis federales, los heroicos defensores de la santa causa, que no había de tener tregua ni pausa, según el último verso del soneto de Doña Mercedes Rosas de Rivera.
Fue entonces cuando el entusiasmo subió a sus noventa grados, porque nada hay que dé tanta energía a la expresión de ciertas pasiones en ciertas gentes, como el buen vino, el ruido de las copas y los brindis.
Fue entonces también cuando se vertió una idea, cuya expresión sencilla y reducida a sus términos más precisos, hizo resaltar el fondo de ella, y que se grabara con acero en la imaginación de los concurrentes: esa idea fue de Daniel.
Este joven, después de haber conducido a Amalia y a Florencia al salón, y dejándolas en baile con dos de sus amigos, volvió al comedor, y, tranquilo, imponente podemos decir, se colocó en una cabecera de la mesa en medio del general Mansilla y del coronel Salomón, tomó una copa y dijo:
-Señores, bebo por el primer federal que tenga la gloria de teñir su puñal en la sangre de los esclavos de Luis Felipe que están entre nosotros, de espías unos, de traidores otros, y de salvajes unitarios todos, esperando el momento de saciar sus pasiones feroces en la sangre de los nobles defensores del héroe de la América, nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes.
Nadie había tenido el valor de definir y expresar tan claramente el sentimiento de la mayor parte de los que allí estaban; y, como sucede siempre cuando alguien consigue interpretar los deseos informes de la multitud, cuyo labio no se presta comúnmente a darles vida y colorido con los incompletos recursos del lenguaje, aquellas palabras arrebataron la admiración de todos, cuya aprobación se manifestó espontáneamente con el coro de estrepitosos aplausos que sucedió al brindis de aquel joven que lanzaba ese anatema de muerte sobre la cabeza de hombres culpables ante la susceptible aunque santa Federación, por el hecho de ser ciudadanos de un país con cuyo gobierno estaba en cuestión el héroe esclarecido de aquella época de subversión y sangre, salvajería y vandalismo.
El mismo general Mansilla no creyó ni por un momento que hubiese una segunda idea en el brindis de aquel joven, y en los secretos de su pensamiento admiró la locura de aquella alma a quien las doctrinas de la época habían extraviado tanto y tan temprano.
¡Providencia divina! Daniel, que azuzaba las pasiones salvajes de aquellos hombres; Daniel, que en efecto habría dado los mejores años de su vida porque su sanguinario deseo no se cumpliese en algunos de los inocentes extranjeros que residían en Buenos Aires; Daniel, decíamos, era el hombre más puro de aquella reunión, y el hombre más europeo que había en ella. Pero él quería buscar en esas gotas de sangre la ocasión de que la Francia, la Europa entera descargase un golpe mortal sobre la frente del poderoso bandido de la Federación, para contener de este modo el río de lágrimas y sangre que veía pronto a desbordarse sobre toda una sociedad cristiana e inocente: era la aplicación de esa terrible, pero en muchos casos imprescindible ley de la filosofía y la moral, que autoriza el sacrificio de los menos para la conservación de los más: era un holocausto de intereses individuales en las aras de la salvación general, lo que buscaba aquel joven consagrado con toda su conciencia a la liberación de su patria, y a reivindicar la humanidad tan ultrajada en ella; y buscaba esto a costa de su nombre, a costa de su porvenir quizá; arrostrando el odio de los hombres honrados, y la imaginación de los malvados, que es todavía peor que aquello para los hombres de virtud y de corazón.
Y como todo el que acaba de cumplir un grande, pero penoso deber, Daniel salió del comedor tranquilo y triste; se dirigió al salón y dijo a su prima:
-Vamos.
Amalia notó que el semblante de Daniel estaba algo descompuesto, y no vaciló en preguntarle por la causa de ello.
-No es nada -la contestó el joven-, acabo de jugar mi nombre a la salud de mi patria.
-Vamos, Florencia -prosiguió Daniel dirigiéndose a su amada, que en aquel momento se acercaba a Amalia.
Durante que Daniel estaba en la mesa, la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla de nuevo había restablecido sus reales sobre los vestidos, alhajas y demás de su nueva amiga, como ya la llamaba; y no había separádose de ella sin prometerla muchas visitas, esperando, decía, que su íntima amiga la señorita Dupasquier la acompañase en ellas.
Manuela Rosas no había hecho preguntas, ni ofrecido visitas, pero estaba inspirada de sincero cariño por Amalia, y deseaba que la casualidad la ofreciera el momento de estrechar su relación con ella.
Algunos minutos después que Amalia, Florencia y Daniel habían salido del baile, el coche paraba a la puerta de la casa de Madama Dupasquier, calle de la Reconquista.
Luego de dejar a Florencia, a cincuenta pasos de su casa, paróse el coche junto a otro en la misma calle de la Reconquista. De este último bajó Eduardo Belgrano a tiempo que Daniel descendió del de Amalia. Ambos jóvenes se cambiaron algunas palabras, y en seguida Daniel subió a su coche, que era aquel en que Eduardo había estado esperándole, y éste fue a ocupar el lugar de su amigo al lado de la hermosa Amalia.
El carruaje de ésta, cuyo cochero no era otro que el viejo Pedro, teniendo por lacayo al criado de Belgrano, siguió al trote de los caballos la empedrada calle de la Reconquista en dirección a Barracas.
Mientras el coche descendía lentamente la empinada barranca que lleva el nombre del bravo almirante que sostuvo la guerra marítima de la República con el Imperio del Brasil, porque estaba cerca de ella la casa de su habitual residencia, Amalia refería a Eduardo todas las ocurrencias del baile; todas las cosas incomprensibles que se habían presentado a sus ojos, las trepidaciones en que se había encontrado su espíritu; y la violencia que se había hecho para sobrellevar aquellas dos largas horas en que por la primera vez de su vida se había encontrado entre gentes y ocurrencias tan ajenas de sus gustos y de su educación.
Tal era el asunto de la conversación de los dos jóvenes y ya el carruaje se aproximaba a la capilla de Santa Lucía, para tomar la calle Larga, cuando cerca al ángulo que forman allí los dos caminos que se encuentran, fue alcanzado por tres jinetes que, a todo el correr de sus caballos, habían bajado la barranca del general Brown y seguido la misma dirección que traía el coche.
La intención de estos hombres se hizo bien manifiesta desde el momento: dos de ellos flanquearon los caballos del coche y cruzaron los suyos con tal prontitud, que Pedro tuvo que tirar la rienda a los que dirigía.
El otro de aquéllos acercó su caballo al estribo del coche, y con una voz blanda, pero algo trémula por la agitación de la carrera, dijo:
-Somos gente de paz, señora; yo sé que va usted perfectamente acompañada con el señor Bello; pero los caminos están muy solos, y me he apresurado a correr tras el carruaje para tener el honor de ofrecer a usted mi compañía hasta su casa.
El coche estaba parado.
El viejo Pedro se inclinaba sobre el pescante cuanto posible le era, midiendo bien la cabeza de uno de los dos hombres a caballo que estaban junto a los del coche, para hacerle el obsequio de introducirle en ella una onza de plomo perfectamente esférica, que traía guardada entre el cañón de una pistola de caballería que hizo su buen papel en media docena de ciertos dramas que se representaran veinte años antes.
El criado de Eduardo estaba ya pronto a tirarse de la zaga y tomar la medida del primero que llegase a sus manos, con un grueso bastón de tala que previsoramente había colocado entre las presillas del estribo, y que de ellas había pasado a sus manos desde el momento en que se paró el coche.
Eduardo no tenia más armas que un pequeño puñal en el bastón en que se apoyaba al andar.
El individuo que había hablado estaba cubierto con un poncho oscuro y, vuelto hacia los faroles del coche, ninguna claridad daba en su rostro.
Ni Amalia, ni Eduardo conocieron la voz que había hablado. Pero hay en las mujeres todas de este mundo una facultad de adivinación admirable, que las hace comprender entre un millón de hombres, cuál es aquel en que han hecho impresión con su belleza; y en las circunstancias más difíciles y más extrañas una mujer sabe al momento adivinar, si ella hace parte allí, y de dónde o de quién podrá surgir el misterio que los demás no comprenden.
Y no bien acabó el desconocido de pronunciar su última palabra, cuando Amalia se inclinó al oído de Eduardo y le dijo:
-Es Mariño.
-¡Mariño! -exclamó Eduardo.
-Sí, Mariño... es un loco.
-No; es un pícaro... Señor -dijo Eduardo alzando la voz-, esta señora va perfectamente acompañada y suplico a usted tenga la bondad de retirarse, y ordenar que hagan lo mismo los que han detenido los caballos.
-No es a usted a quien yo me he dirigido, señor Bello.
-Aquí no hay nadie de ese nombre; aquí no hay mas que...
-¡Silencio, por Dios! Señor -continuó Amalia dirigiéndose a Mariño-, doy a usted las gracias por su atención, pero repito las palabras de este caballero, y suplico a usted quiera tener la bondad de retirarse.
-Esto es demasiado. Se ha empleado dos veces la palabra suplicar -dijo Eduardo sacando la mano por uno de los postigos del coche para abrir la puerta; pero Amalia asióse de su brazo, y por un esfuerzo sobrenatural lo volvió a su asiento.
-Me parece que ese señor está poco habituado a tratar con caballeros -dijo Mariño.
-Caballeros que paran los carruajes a media noche bien pueden ser tratados como ladrones. Pedro, adelante -gritó Eduardo con una voz metálica y tan entera, que los dos hombres que estaban al lado de los caballos no se atrevieron a pararlos, sin nueva orden del que parecía comandarlos, cuando Pedro dio un latigazo a los caballos, muy dispuesto a hacer uso de su pistola si alguien continuaba a estorbar la marcha del carruaje de su señora.
El comandante Mariño, pues que no era otro que él, picó su caballo en el acto de romper el coche, y siguiendo a su lado a gran galope, pudo hacer oír de Amalia estas palabras.
-Sepa usted, señora, que no he querido hacer a usted ningún mal, pero se me ha tratado indignamente, y esto no lo olvida con facilidad el hombre que ha recibido ese insulto.
Dichas estas palabras Mariño suspendió su caballo y volvió a la ciudad por la barranca de Balcarce, mientras Amalia, cinco minutos después, entraba a su salón del brazo de Eduardo, algo pálida y descompuesta por la reciente escena.
En el gabinete contiguo al salón, y que se comunicaba con la alcoba de Amalia, dormida estaba sobre un pequeño sofá la tierna compañera de la joven, halagada por el dulce calor de la chimenea en aquella noche cruda de los últimos días de mayo, sobre el que tanto se había precipitado el invierno de 1840.
A un lado de la chimenea estaba preparado el té en el rico servicio de porcelana de la India que hemos descrito en la alcoba de Amalia, sobre la pequeña mesa de nogal.
El mismo Eduardo quitó de los hombros alabastrinos de la joven la capa de terciopelo azul que los cubría, y quedóse extasiado largo rato, contemplando aquella belleza casi ideal, cuyos encantos acababan de ser admirados y ambicionados por tantos hombres, y de cuya posesión él abrigaba en su alma una risueña esperanza desde la mañana de ese mismo día.
¿Qué mujer no se envanece de descubrir la admiración que hacen sus gracias en los ojos del ser predilecto de su corazón?
Amalia olvidó la escena del camino y se halló contenta y feliz al descubrir en la contemplación de Eduardo el enajenamiento inefable que le ocasionaba su belleza.
Ella misma sirvió el té, refiriendo a Eduardo las escenas más notables de la cena del baile, tratando de distraerlo y de enmendar una imprudencia que acababa de cometer: había referídole las miradas de Mariño, y las palabras de él que le había trasmitido la señora de N... Eduardo entonces dio otro valor al acontecimiento de la calle Larga, y no se perdonaba el haber dejado ir a Mariño sin haberle hecho recibir por su mano el castigo que se merecía.
Pero Amalia, si era una divinidad en su belleza y en su espíritu, había pasado también por las manos de la naturaleza femenil, y poseía, como todas las de su sexo, ese repertorio de artes y secretos con los cuales tienen una facilidad exclusiva para volver el contentamiento al corazón de los hombres, mientras que poseen la virtud del Leteo para hacerles olvidar los sucesos o las ideas que quieren; y diez minutos después, Eduardo no se acordaba de Mariño, y el pasado y el porvenir, Buenos Aires y el universo, habían desaparecido de su memoria, absorta toda la acción y la sensibilidad de su alma en ver, en escuchar, en beber el aliento y las sonrisas de su amada.
Si alguien hubiese tenido el poder de las sibilas, y, como los alientos de aquella criatura que dormía tranquila a dos pasos de Amalia y de Eduardo, hubiese podido difundirse en la atmósfera tibia y perfumada de amor de aquel gabinete, habría comprendido entonces todo lo que hay de bello, de sentimental y de divino en ese amor del alma que sólo sienten los corazones nobles, y en esa lucha terrible, obra del mundo y de los cielos, que se establece entre los sentidos y el espíritu, entre los deseos de la naturaleza y los deberes de la religión y la moral, entre las impresiones de la organización física, y el sentimiento de respeto por el ser amado y por sí propio, cuando dos jóvenes, enamorados uno de otro, se encuentran en lo más fuerte de la impresión de su entusiasmo, instados por todo el incentivo de la soledad y del misterio, y que, sin embargo, cada uno se vence a sí mismo, y deja sobre la frente casta de la mujer el purísimo cendal de ángel con que bajó del cielo.
-¡Sí, soy feliz! -exclamó Amalia después de un momento de éxtasis en que sus ojos habían estado bebiendo amor y felicidad en los de Eduardo.
-¡Amalia! ¡Si yo hubiera perdido por usted los más bellos años de mi vida; si yo hubiera derramado toda mi sangre, si estuviera en la tumba, esas solas palabras serían la corona de mi felicidad y de mi gloria! -exclamó Eduardo oprimiendo entre las suyas la delicada mano de su Amalia.
-¡Sí, soy feliz! ¿Por qué negarlo? -prosiguió Amalia-. Un destino cruel parece que esperó mi nacimiento para conducirme en el mundo. Todo cuanto puede hacer la desgracia de una mujer en la vida, lo selló en la mía la Naturaleza. La intolerancia de mi carácter con las frivolidades de la sociedad; los instintos de mi alma a la libertad y a la independencia de mis acciones; una voluntad incapaz de ser doblegada por la humillación ni por el cálculo; una sensibilidad que me hace amar todo lo que es bello, grande o noble en la Naturaleza; todo esto, Eduardo, todo esto es comúnmente un mal en las mujeres; pero en nuestra sociedad americana tan atrasada, tan vulgar, tan aldeánica puedo decir, es más que un mal, es una verdadera desgracia. Yo tuve la dicha de comprenderla, y entonces quise aislarme en mi patria. Para vivir menos desgraciada, he vivido sola después que quedé libre: y acompañada de mis libros, de mi piano, de mis flores, de todas esas cosas que otros llaman puerilidades, y que son para mí necesidades como el aire y como la luz, he vivido tranquila y... tranquila solamente. Me faltaba algo... sí, algo.
-¿Y bien?
-Hoy, ya no pido a Dios en mis oraciones, sino que conserve mi corazón sin más ambición que la que hoy siento.
-Amalia, ídolo angelicado de mi alma; sí, es necesario mezclar a Dios en este momento, porque de su aliento divino salieron separadas nuestras almas para buscarse y encontrarse en el mundo. Ellas tuvieron un mismo origen; se han hallado; se han conocido, y se han atado para siempre rápida y espontáneamente, como por la obra de una inspiración de Dios. En ambos han sido necesarias las desgracias para alcanzar una felicidad suprema. Amalia, serás mía, mía para siempre, ¿no es verdad?
-Sí, sí; con el alma, con el pensamiento, en todos los instantes de mi vida... pero, nada más ¡por Dios!-exclamó Amalia cubriéndose el rostro con sus manos.
-¡Amalia!
-No, no, jamás... Perdón, Eduardo, no me arranque usted una promesa de que tiemblo... No hay un ser que me haya amado, que me haya pertenecido, que no haya sido pronto presa del infortunio. El genio del mal parece que se suspende sobre la cabeza de aquellos que se identifican en mi suerte.., he perdido a cuantos me han amado..., hay en mis sueños una especie de voz profética, un alarido de predestinación terrible que ha sacudido mi pobre corazón toda vez que he llegado a imaginar una felicidad futura en mi existencia. Por compasión, Eduardo..., yo acepto ese amor que hace hoy toda la felicidad de mi vida. Ya he sido amada como era la ambición de mi alma; no más, pues... separémonos, lleve usted consigo el regalo del primer amor que he sentido en mi vida; y después... después olvídeme. Yo conservaré estas horas, todas las palabras de usted, como el retrato de una felicidad cuyo original hallé en la tierra, y viviré feliz con la seguridad de volver a contemplarlo en el cielo. Pero no más que esto, Eduardo. Yo sé; tengo fija, encarnada en la vida la idea de que mí amor se convierte en lágrimas y desgracias; y es porque yo amo, que quiero evitar la desgracia en el ser elegido de mi corazón.
Los ojos de Amalia estaban húmedos, radiantes; había algo de inspiración celeste en su mirada; su frente y sus mejillas estaban pálidas; sus labios, rojos como el coral, y sus manos, oprimidas entre las de Eduardo, trémulas como las hojas de una azucena abatida.
-Amalia -la respondió Eduardo-, ya no hay amor en mi corazón: hay la adoración que tienen los mortales por las obras de Dios sobre la tierra; la adoración que tiene un corazón como el mío por todo lo que es grande y sublime en la Naturaleza. A la mujer a quien creía feliz, hube ofrecido tímidamente mi corazón; a la mujer que teme la desgracia, yo le doy mi corazón y mi destino, mi mano y mi porvenir. Yo sé que la muerte está pendiente hace mucho tiempo sobre mi cabeza, moriré a tu lado, tu última mirada me reconciliará con el mundo, y en el cielo recibiré, como un perfume de tu amor, los suspiros que dé tu corazón a mi memoria. Hace un momento que te hablaba el amante; ahora te habla el hombre: un corazón para amarte, un brazo para defenderte, una vida a la consagración de tu ventura, he ahí, Amalia, lo que te ofrezco de rodillas.
-No, jamás.
Eduardo en efecto hizo la acción de arrodillarse, pero los brazos de Amalia se lo impidieron. Y en ese momento de entusiasmo y de olvido, la frente de la joven sintió el calor de los abrasados labios de su amado.
Ella no hizo ninguno de esos movimientos violentos y generalmente mentidos de las personas de su sexo en tales casos, recibió sobre su frente el primer beso de Eduardo; oprimió su mano fuertemente entre las suyas; lo miró tiernamente, y fue tranquila, en apariencia, a despertar a la pequeña Luisa.
El amor había recibido el beso, el deber ponía fin a aquella escena.
Eduardo comprendió toda la delicadeza de la conducta de Amalia, y sintió en su alma todo el orgullo de su exquisita elección.
Cuando la niña hubo despertádose, alegre con la presencia de su señora, Eduardo extendió su mano de despedida a Amalia. Ella entonces se quitó de sus cabellos la rosa blanca que había llevado al baile, y se la presentó a Eduardo.
Un minuto después, su mirada estaba fija aún en la puerta por donde había retirádose el primer hombre que había llamado a la que guarda los secretos afectos en el corazón de una mujer, que responden siempre, pero que rara vez la abren.
En seguida, Luisa echó las llaves, y Amalia entró a su alcoba, a velar las recordaciones de esa noche, a la luz dulce y poética de su alma enamorada.