Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoParte III


ArribaAbajoCapítulo I

En Montevideo


El lector tendrá que acompañarnos esta vez a un paseo de pocas horas a la parte septentrional del Plata, siguiendo con nosotros a uno de los actores principales de nuestra historia; y después volveremos a tomar el hilo de los acontecimientos históricos.

Era una noche de los últimos días del mes de julio.

El cielo del Plata estaba argentado con toda su magnífica pedrería; y la luna, como una perla entre un círculo de diamantes, alumbraba con su luz de plata las olas alborotadas del gran río, sacudido pocas horas antes por las alas poderosas del pampero.

Doscientos bajeles se balanceaban dentro del ancho puerto de Montevideo, imitando a un vasto y espeso bosque de palmeras, sacudidas en una noche del otoño por vientos que las azotan y despojan.

El Cerro, ese cíclope que vigila la más joven de las hijas de América, parecía esa noche, a la claridad de la luna, levantar más alta que nunca su cabeza, jugando con los eclipses de su inmensa farola.

Como saliendo del pie de esa inmensa montaña, desde las siete de la noche se divisaba allá en el horizonte una cosa parecida a esas palomas del mar del sur que, arrebatadas por el viento de las costas de la Patagonia, vuelan sobre las ondas de esos mares, las mayores del mundo, rozando las aguas con sus alas, inclinándose ora sobre una, ora sobre otra, mostrándose y perdiéndose a la vez entre las montañas flotantes, hasta encontrar el mástil de algún buque, o las escarpadas rocas de Malvinas.

Como una blanca pluma del ala del pampero, el pequeño bajel, que tenía la audacia de surcar las ondas de ese río que desafía al mar en los días que da curso libre a sus enojos, se deslizaba rápidamente sobre ellas, y por instantes se aproximaba al puerto. Los buques de guerra distinguieron pronto que era una ballenera de Buenos Aires; embarcaciones que hacían diariamente el contrabando durante el bloqueo francés sobre aquel puerto.

Esta pequeña embarcación descubierta sólo traía cuatro hombres. Dos de ellos, sentados en el medio prontos a cazar la gran vela tiriana que la hacía volar sobre las ondas; de los otros dos, el uno estaba al timón, cubierto con un capote de barragán y un gran sombrero de hule, el otro reclinado sobre la pequeña borda, envuelto en una capa de goma, teniendo en su cabeza una gorra de paño con visera. El primero sólo movía sus ojos de la vela a la onda, y de la onda a la vela; el segundo no los separaba de un solo punto: hacía media hora que estaba contemplando la ciudad, plateada con los clarísimos rayos de la luna, y que se presentaba a sus ojos en forma de anfiteatro, descendiendo sus edificios de una leve colina, como se ven las piedras cristalizadas del hielo desde las orillas del mar Pacífico, sobre la Cordillera de los Andes.

Pero no era simplemente la bella perspectiva de la ciudad lo que absorbía la atención de ese hombre, sino los recuerdos que en 1840 despertaba en todo corazón argentino la presencia de la ciudad de Montevideo: contraste vivo y palpitante de la ciudad de Buenos Aires, en su libertad y en su progreso; y más que esto todavía, Montevideo despertaba en todo corazón argentino que llegaba a sus playas el recuerdo de una emigración refugiada en él por el espacio de once años, y la perspectiva de todas las esperanzas sobre la libertad argentina, que de allí surgían, fomentadas por la acción incansable de los emigrados, y por los acontecimientos que fermentaban continuamente en ese elaboratorio vasto y prolijo de oposición a Rosas, en ese Montevideo en donde sólo con dejar hacer, la población se había triplicado en pocos años, desenvuéltose un espíritu de comercio y de empresas sorprendente, y amontonádose cuanto elemento parecía suficiente paradar en tierra con la vecina dictadura.

Pero la imaginación humana abulta siempre el tamaño de las cosas y de los hombres a medida que los ve de lejos, y aquellos hechos verdaderos eran hiperbolizados, sin embargo, en la fantasía de aquel hombre que contemplaba la ciudad desde la popa del pequeño batel.

-«Se han hecho fuertes, porque se han asociado -decía entre sí mismo-. Nueva Tiro, allí no se pregunta al hombre de dónde es, sino qué es lo que sabe, y el hombre de cualquier punto del mundo llega allí, las instituciones le protegen, y el comercio o la industria le abren sus copiosos canales al momento: y es así como se han hecho fuertes y ricos. La dictadura argentina les es fatal a su paz, a su libertad y a su comercio, y todos se han unido y marchan juntos contra el obstáculo común: y es así como conseguirán pronto derrocar ese coloso formado con el barro y la sangre de nuestras pasadas disensiones».

Y pensando así, los vivísimos ojos de ese hombre, cuya fisonomía joven e inteligente estaba alumbrada en ese momento por el argentino rayo de la luna, parecían querer penetrar al través de los edificios de la ciudad cercana ya, para confirmarse, en el examen de los hombres, de las virtudes que en aquel momento les atribuía su imaginación, bien distante, sin embargo, de la triste realidad de las cosas.

-¿Falta mucho, Douglas, para llegar al puerto? -preguntó al hombre de capote de barragán, mirando su reloj, que apuntaba las nueve y media de la noche.

-No, señor Don Daniel -contestó con una franca acentuación inglesa el hombre a quien se había llamado Douglas-. Vamos a desembarcar un poco a la derecha de aquella fortaleza.

-¿Qué fortaleza es esta?

-El fuerte de San José.

-¿Hay próximo a ella algún muelle?

-No, señor, pero hay un desembarcadero que se llama Baño de los Padres, donde atracan los botes de las estaciones de guerra, y donde podremos desembarcar sin mojarnos, porque la marea está muy alta.

Cinco minutos después, Daniel Bello pisaba las piedras del Baño de los Padres, y sacudiendo su capa de goma, rociada a menudo por las aguas del río, seguía a Mr. Douglas, quien después de haber dado algunas órdenes a los marineros, dijo a Daniel:

-Por aquí, señor, tomando al sur, doblando luego para San Francisco, y tomando en seguida por la calle de San Benito.

A dos minutos de marcha, en la segunda cuadra de esa calle, paróse Mr. Douglas en la primera puerta a mano derecha, y dijo a Daniel:

-Esta es la casa, señor.

-Bien, irá usted a esperarme a la fonda; ¿cómo me dijo usted?

-La Fonda del Vapor.

-Bien, me esperará usted en la Fonda del Vapor. Tome usted una habitación para mí, por si tenemos que pasar la noche.

-¿Pero cómo se irá usted solo? Usted no sabe las calles.

-De aquí me conducirán.

-¿No será bueno preguntar si está la persona a quien usted viene a ver, antes de retirarme yo?

-No hay necesidad, si no está, la esperaré; puede usted retirarse.

Mr. Douglas se retiró en efecto; Daniel dio dos fuertes aldabazos, y preguntó al criado que salió a abrir:

-¿Está en casa el señor Bouchet de Martigny?

-Está, señor -contestó el criado, mirando a Daniel de pies a cabeza.

-Entonces, entréguele usted esto ahora mismo -dijo, dándole al criado la mitad de una tarjeta de visita, cosa que el criado tomó con cierto embarazo, no sabiendo si cerrar o dejar abierta la puerta de la calle, porque

Daniel al abrir su levitón, y sacar del chaleco la media tarjeta que iba a servir de seña, había puesto de manifiesto a los ojos del criado un par de hermosas pistolas de dos tiros que traía a su cintura, pasaporte con que quince horas antes se había embarcado en Buenos Aires.

El criado no tuvo, sin embargo, la impertinencia de cerrar la puerta, y, algunos segundos después, volvió muy atencioso a decir a Daniel que pasara adelante.




ArribaAbajoCapítulo II

Conferencias


Daniel dejó su capa, su sobretodo y sus pistolas en una pequeña antesala, arregló un poco su cabello, y pasó a la sala donde el señor Martigny, al lado de la chimenea, leía algunos periódicos.

Los ojos del agente francés, joven aún y de una fisonomía distinguida, estudiaron por algunos segundos la inteligente y expresiva de Daniel, pálida y ojerosa entonces, y no pudo menos de revelar cierta sorpresa que no pasó inapercibida de Daniel: éste quiso entonces dar su primer golpe sobre el espíritu del señor Martigny, y al cambiarse con él un apretón de mano, le dijo en perfecto francés, sonriéndose, mostrando bajo sus labios gruesos y rosados sus hermosos y blanquísimos dientes:

-Os sorprendéis, señor, de hallar tan joven a vuestro viejo corresponsal, ¿no es así?

-Pero esa sorpresa cede el lugar a la que me causa vuestra penetración, señor... Perdonad que no os dé vuestro nombre: pues que para mí es un misterio aún.

-Que dejará de serlo en el momento, señor: las cartas podían comprometerme; las palabras fiadas a vuestra circunspeccion de ningún modo: mi nombre es Daniel Bello.

El señor Martigny hizo un elegante saludo, y él y Daniel sentáronse junto a la chimenea.

-Os esperaba con impaciencia, señor Bello, después de vuestra carta del 20, que he recibido el 21.

-El 20 os pedía una conferencia para el 23, y hoy estamos a 23 de julio, señor Martigny.

-Guardáis en todo una exactitud admirable.

-Los relojes políticos deben estar siempre perfectamente arreglados, señor; porque de lo contrario suelen perderse las mejores oportunidades que marca el tiempo, siempre tan fugaz en los acontecimientos públicos: os prometí estar el 23 en Montevideo, y heme aquí; debo estar en Buenos Aires el 25 a las doce de la noche, y estaré.

-¿Y bien, señor Bello?

-Y bien, señor Martigny: la batalla se ha perdido.

-¡Oh, no!

-¿Lo dudáis? -preguntó Daniel un poco admirado.

-No tenemos todavía detalles oficiales, pero, según algunas cartas, tengo motivos para creer que la batalla no ha sido perdida.

-¿Entonces creéis que ha sido ganada por el genetal Lavalle?

-Tampoco, creo que se ha derramado sangre inútilmente para los combatientes.

-Os equivocáis, señor -dijo Daniel con una entonación de voz tan grave y tan segura que no pudo menos que intrigar fuertemente el espíritu de M. Martigny.

-Pero vos, señor, no podéis tener otros datos que los rumores de Buenos Aires, donde todos los sucesos se repiten siempre bajo un carácter próspero al gobierno del general Rosas.

-Olvidáis, señor Martigny, que hace un año os suministro a vos, y, como debéis saberlo, a la Comisión Argentina y a la prensa, todo cuanto es necesario para ilustraros, no sólo sobre la situación de Buenos Aires, sino sobre los actos más reservados del gabinete de Rosas. Olvidáis esto, señor, cuando creéis, que yo haya recogido en los rumores públicos la certidumbre de un suceso tan grave como el que nos ocupa. No lo dudéis, la batalla del Sauce Grande, el 16 del corriente, ha sido perdida por el Ejército Libertador. El parte del general Echagüe, que traigo conmigo, me está ratificado por cartas particulares de persona adicta que tengo a mi ser-vicio en el ejército de Rosas.

-¿Traéis el parte, señor? -preguntó el señor Martigny algo perplejo.

-Helo aquí, señor -y Daniel le entregó un papel, que el agente francés desdobló sin precipitación, y que leyó, parado junto a la chimenea.

¡Viva la Federación!

El General en Jefe del
Ejército unido de operaciones de
la Confederación Argentina

Cuartel General en las Puntas del Sauce Grande, julio 16 de 1840. Año 31 de la Libertad,
26 de la Federación Entrerriana, 25 de la Independencia y 11 de la Confederación Argentina.

Al Excmo. Señor Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Ilustre Restaurador de las Leyes, Brigadier General Don Juan Manuel de Rosas, encargado de los negocios nacionales de la República.

Dueño del campo de batalla por segunda vez, después de un combate de dos horas, en que los bravos defensores de la independencia nacional han rivalizado en valor y esfuerzo contra los infames esclavos del oro extranjero, tengo la satisfacción de comunicar a Vuestra Excelencia tan plausible acontecimiento, y congratularle por los inmensos resultados que debe producir.

Habiendo empleado el enemigo el día de ayer en un furioso pero inútil cañoneo, que fue vigorosamente contestado, se resolvió al fin hoy a la una de la tarde a traernos el ataque. Para este fin marchó sobre nuestro flanco derecho casi toda su caballería, mientras que su artillería asestaba sus fuegos, pero no impunemente, al centro de la línea, por cuyo motivo el choque de nuestros escuadrones tuvo lugar a retaguardia de la posición que ocupábamos. Allí fueron acuchilladas esas ponderadas legiones de los traidores: quedando tendidos más de seiscientos, entre ellos dos coroneles y varios oficiales, y se tomaron veinte y seis prisioneros, incluso un capitán. Se dispersaron unos hacia el norte, buscando la selva de Montiel, y otros a varias direcciones, hasta donde permitía perseguirlos el estado de nuestros caballos.

Entretanto nuestra artillería no estaba ociosa, repeliendo con suceso los tiros de la enemiga, y nuestros batallones aguardaban con imperturbable serenidad la aproximación de los contrarios que venían haciendo fuego, para descargar sus armas, como lo hicieron con tal acierto, que acobardados los infames correntinos que escaparon con vida, se entregaron a la fuga antes de llegar a la bayoneta, arrojando las armas. Ya se me han presentado más de cien fusiles.

Nuestra pérdida es corta, y creo que no pasan de sesenta individuos fuera de combate, muertos y heridos. Sólo me resta asegurar a Vuestra Excelencia que los señores generales, jefes, oficiales y tropa se han conducido con bizarría, y espero completar en breve la destrucción de los restos del enemigo, para recomendarlos como merecen al aprecio de sus compatriotas y de todos los amigos de la independencia americana.

Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años

Pascual Echagüe.

Adición.- En la batalla nos presentó el enemigo una fuerza de extranjeros, que acompañó a los traidores correntinos a la ignominiosa fuga en que se pusieron.

Echagüe.

José Francisco Benites.

Secretario militar.



-En ese parte -dijo Daniel, luego que el señor Martigny hubo acabado su lectura-, hay todas las exageraciones, y toda la insolencia que caracterizan los documentos del gobierno de Rosas, pero en el fondo de él hay una verdad: que la batalla ha sido perdida por el general Lavalle.

-Sin embargo, las cartas recibidas...

-Perdón, señor Martigny, yo no he hecho el viaje de Buenos Aires a Montevideo para discurrir sobre la verdad de este documento, pues que estoy perfectamente convencido de la desgracia que han sufrido las armas libertadoras: he venido en la persuasión de encontrar aquí la misma certidumbre, y poder entonces, sobre ese hecho establecido, discurrir y combinar lo que podría hacerse aún.

-Y bien, ¿qué podría hacerse, señor Bello? -contestó el señor Martigny, no encontrando dificultad en ponerse en el caso de que efectivamente hubiese sido perdida la batalla.

-¿Qué podría hacerse? Os lo diré, señor, pero tened entendido que no es de la pobre cabeza de un joven de donde salen las ideas que vais a oír, sino de la situación misma, de los hechos que hablan siempre con más elocuencia que los hombres.

-Hablad, señor, hablad -dijo el agente francés, seducido por la palabra firme, y por la fisonomía de aquel joven, radiante de inteligencia.

-Se conoce aquí el estado de las provincias interiores; las más fuertes de ellas pertenecen a la revolución. En el litoral, Corrientes y Entre Ríos levantan también las armas de la libertad. El Estado Oriental se armó igualmente contra el gobierno de Rosas. La Francia extendió una poderosa escuadra sobre los puertos y costas de Buenos Aires. Todos estos acontecimientos, señor Martigny, unos cuentan dos años ya, otros uno, otros seis meses. Bien: ¿en todo ese tiempo se ha progresado, o se ha retrogradado en el camino del triunfo sobre Rosas, camino común a la República, al Estado Oriental y a la Francia? De los puertos y costas de la provincia, el bloqueo francés ha limitádose a lo que queda en el Plata dentro de su embocadura en el Océano. En las provincias del interior la revolución no ha marchado adelante, y toda revolución que se para en su marcha instantánea, tiene todas las probabilidades en su contra. Las armas orientales se enmohecen en el territorio de la República, y pierden un tiempo que aprovecha Rosas. Teníamos a Corrientes y Entre Ríos, hoy no tenemos sino a la primera en peligro de ser dominada más tarde por las armas vencedoras en la segunda. Se retrocede, pues, lejos de adelantar. El porqué de este mal es muy sencillo: porque el esfuerzo de los contrarios de Rosas no ha sido dirigido aún sobre Buenos Aires; es ahí, señor Martigny, donde está la resistencia, y es ahí adonde se debe dar el golpe. Una batalla se ha perdido, pero no el ejército. En el estado de entusiasmo de los libertadores una retirada no es una derrota. Y si el general Lavalle pasase el Paraná, marchase inmediatamente sobre Buenos Aires, y en día y hora convenida atacase la ciudad la parte del campo, al mismo tiempo que una división por oriental, en que entrase toda la emigración argentina que hay en esta ciudad, desembarcase y atacase la ciudad por el Retiro, Rosas, entonces, o tendría que embarcarse o entregarse a los invasores, porque la ciudad no podría ofrecer sino una débil resistencia en el estado actual. Tomada la ciudad, ya no hay que pensar en Echagüe, en López y en Aldao: el poder de Rosas es Rosas mismo; la República es Buenos Aires: ausentemos a Rosas; tomemos posesión de la ciudad, y no hay guerra, señor Martigny, o si la hay será insignificante y por corto tiempo.

-Bien, señor, raciocináis admirablemente, y me complazco en anunciaros que el general Lavalle tiene la misma opinión que vos, sobre la invasión a Buenos Aires.

-Bien, señor, raciocináis admirablemente, y me complazco en anunciaros que el general Lavalle tiene la misma opinión que vos, sobre la invasión de Buenos Aires.

-¿Ya?

-Desde antes de la batalla.

Los ojos de Daniel vertieron relámpagos de alegría.

El señor Martigny se aproximó a una mesa, y de una papelera de tafilete verde tomó un papel, volvió al lado de Daniel, y le dijo:

-Ved aquí, señor, un extracto de carta del general Lavalle comunicada a M. Pétion, jefe de las fuerzas francesas en el Paraná, por el señor Carril:

Que su posición puede llegar a ser muy crítica. Que los soldados del enemigo son de una fidelidad inconcebible hacia Rosas; que lo sufren todo; y que no hay que contar con una defección. Que, por consecuencia, el ejército de Echagüe, que es tan fuerte en número como el suyo, es bastante para ocuparlo; pero que a retaguardia suya se forma otro ejército temiendo el quedar de un momento a otro entre las operaciones de ambos. Que por esto solicita saber de M. Pétion, si sus buques podrán trasportarlo con dos mil hombres a la otra costa.



-Y bien -dijo Daniel-, si esa era la opinión del general Lavalle antes de la batalla, mucho más lo será después de ella. ¿Cree usted que sería fácil combinar la operación simultánea de que he hablado?

-No sólo no es fácil, sino que es imposible.

-¿Imposible?

-Sí, señor, imposible. Lo que acabo de leeros, la opinión del general, se ha hecho pública, y los orientales amigos de Rivera, que es más enemigo de Lavalle que el mismo Rosas, hacen valer aquella opinión como una traición de Lavalle a compromisos que ellos inventan, pues que el verdadero compromiso de todos es el de operar en sentido de la ruina de Rosas. El general Rivera, que no quiere que termine el mal gobierno de la República Argentina, no sólo no consentiría que fuerzas orientales operasen contra Buenos Aires en combinación con Lavalle, sino que pondría obstáculos a la sola invasión de éste, si en su mano estuviera.

-¡Pero están locos, señor!

M. Martigny se encogió de hombros.

-¡Pero están locos! -continuó Daniel-. ¿No sabe el general Rivera que en esta cuestión se juega la vida de su país más que la de la República?

-Sí, lo sabe.

-¿Y entonces?

-¿Entonces? Eso es menos grave para el general Rivera que un triunfo del general Lavalle sobre Rosas. Es una escisión espantosa, señor, la que hay entre cierto círculo de orientales amigos de Rivera, y la emigración argentina. Explotan las susceptibilidades de ese general, le irritan y le exasperan sus amigos; oíd este fragmento de carta de un joven de gran talento, pero muy apasionado en esta cuestión; es una carta al general Rivera:

Aquí estamos agobiados, y en cierto modo tiranizados, por una reunión de hombres entre los que hay algunos orientales que toleran y autorizan el descrédito del país en cambio de ensalzar a los honrados caballeros que pisan la fe de los tratados y se ocupan en infames seducciones y en desleales manejos. Esto no es exageración, general, nosotros vemos que aquí, el que puede hacerlo, de todo se ocupa, menos del crédito y de los intereses del país.

Nosotros vemos aquí, que los agentes franceses no oyen más que a los argentinos alborotadores como..., etc., y que de nuestra parte no hay nadie que haga ni la tentativa de defender a usted, En fin, general, vemos todo, menos lo que deseáramos. Los que se irán a vivir a Buenos Aires son los que dan el tono y la dirección.



-Vos lo veis -continuó M. Martigny-, los intereses generales, lejos de estar asociados en estos países, están en anarquía permanente, y no hay que contar sino con el esfuerzo parcial de cada fracción. La Francia, a su vez, se prepara a desentendeise de esta cuestión; las instrucciones que me sirven de regla política, tienen su límite; y toda la confianza que me inspira el talento del señor Thiers, me la desvanece la situación de la Francia, que presta toda su atención a la cuestión de Oriente, al mismo tiempo que la guerra de Africa la distrae de nuevo.

Daniel estaba pálido como un cadáver.

-¿Pero quién manda en Montevideo, señor? -preguntó el joven.

-Rivera.

-Sí, Rivera es el presidente, pero está en campaña, hay un gobierno delegado, ¿no manda este gobierno?

-No; manda Rivera.

-¿Y la asamblea?

-No hay asamblea.

-¿Pero hay pueblo?

-No hay pueblo; los pueblos no tienen voz todavía en la América; hay Rivera; nada más que Rivera. Hay algunos hombres de talento como Vásquez, Muñoz, etc, y hay muchas inferioridades que rodean al general Rivera, y hostilizan a aquéllos porque son amigos de los porteños.

El telón de un escenario nuevo se levantaba a los ojos de Daniel. Por su cabeza jamás había pasado ni una sombra de las realidades que le refería el señor Martigny. Él, cuyo sueño de oro era la asociación política, como la asociación en todo; él, que hacía poco creía que Montevideo, con todos los hombres que lo habitaban, no encerraba sino un solo cuerpo con una sola alma política para la guerra a Rosas; él, que creía llegar a una ciudad donde los intereses del pueblo tenían voz más poderosa que los intereses de caudillo y de círculo, se encontraba de repente con que todas sus ilusiones se evaporaban, y que no debía conservar otra esperanza sobre la ruina de Rosas, que aquella que le inspiraban los últimos esfuerzos que haría el ejército que mandaba el general Lavalle, destinado a convertirse en una cruzada de héroes o de mártires.

-Bien, señor -dijo Daniel-: yo soy hombre que jamás pierdo el tiempo en discurrir contra los hechos establecidos. Recapitulemos: el general Rivera no quiere marchar de acuerdo con el general Lavalle; no se podrá conseguir que se efectúe una operación combinada sobre Buenos Aires; una batalla se ha perdido; la opinión del general Lavalle es de invadir la provincia de Buenos Aires; ¿no son éstos los hechos?

-Verdaderamente.

-Entonces, yo os digo que es necesario trabajar en el ánimo del general Lavalle para persuadirle a que invada a Buenos Aires sobre el punto más próximo a la ciudad; que marche sobre ella inmediatamente; que no se distraiga sino el tiempo necesario en la provincia para deshacer las pequeñas fuerzas que tiene Rosas en ella; que ataque la ciudad y juegue allí la vida o la muerte de la patria: la reacción será operada por la audacia misma de la empresa; y yo me comprometo, con cien de mis amigos, a ser de los primeros que salgan a las calles a abrir paso a las tropas libertadoras, o a apoderarme del parque, de la fortaleza, o de la plaza que se me indique.

-Sois un valiente, señor Bello -dijo M. Martigny, apretando la mano de Daniel-, pero vos sabéis que mi posición oficial me impone una circunspección tal en estos momentos indecisos, que para una operación así, sólo podría dar mi opinión privada al general Lavalle. Puedo, sin embargo, hacer más que esto: hablaré con algunas personas de la Comisión Argentina, y si, como ya lo creo, la batalla se ha perdido y el general Lavalle se decide a invadir la provincia de Buenos Aires, yo sostendré con vuestra opinión las ventajas probables de un ataque rápido sobre la capital.

-Eso es todo, señor, eso es todo; en ella está Rosas, en ella está su poder, en ella están todas las cuestiones pendientes de la actualidad; no hay que equivocarse, Buenos Aires es la República Argentina para la libertad como para la tiranía, para el triunfo como para la derrota: subamos un día al gobierno de Buenos Aires, y habremos dado en tierra con el poder de Rosas para siempre.

El señor Martigny iba a responder, cuando un criado entró a la sala y dijo:

-Los señores Agüero y Varela.

-Que pasen adelante -contestó el señor Martigny.

-Me retiro, señor -dijo Daniel.

-No, no, al contrario, os quedaréis.

-Una palabra, ante todo.

-Hablad.

-Yo no conozco de estos caballeros sino el talento; ¿conocéis vos su circunspección?

-Yo respondo de ella.

-Entonces no hay inconveniente en nombrarme, porque yo me respondo de la seguridad que me dais -dijo Daniel, parándose junto a la chimenea, habiendo acabado de ganarse la voluntad del agente francés, con la cortesía que encerraron sus últimas palabras.




ArribaAbajoCapítulo III

Continuación del anterior


Por la primera vez de su vida, Daniel sintió cierta timidez en su espíritu, cierto no sé qué de desconfianza en sí mismo al ver entrar a la sala del señor Martigny aquellos dos personajes, cuyos nombres figuraban, uno en todos los grandes acontecimientos ocurridos en la República desde 1821 hasta 1829, y el otro en los sucesos tan serios de la actualidad; el uno como hombre de Estado, el otro como literato; el uno, encarnación viva del partido unitario; el otro, término medio entre el partido unitario y la nueva generación, que ni era federal ni unitaria, y a que Daniel pertenecía por su edad y por sus principios.

La tradición popular por una parte, que siempre agranda los hombres y las cosas a medida que los años pasan; el espíritu de partido por otra parte; la desgracia, en fin, que había echado por tierra y combatido tantos años ese orgulloso partido creado en el gobierno de Las Heras, organizado en la Presidencia; ilustrado y altivo en el Congreso, y derrotado, sin ser vencido, entre los escombros del templo constitucional que él supo levantar, pero no sostener; todo esto contribuía a que los nombres célebres de ese partido circulasen entre la juventud a que pertenecía Daniel, con una superabundancia de exageraciones que hacía reír a los federales viejos, y que hería la imaginación de los jóvenes, siempre dispuestos a creer las epopeyas y las historias del pueblo desde que ellas glorifican la patria, y heroifican a los que murieron por ella en el cadalso y en las batallas, o sufrieron la desgracia santa de la proscripción, que todo hombre envidia como una gloria, en la edad en que toda desgracia es una corona de poesía para el hombre.

Así, los nombres de los viejos emigrados en 1829, en los que figuraban en primer línea los Varelas, los Agüeros, eran los favoritos a la admiración y al respeto de todos los jóvenes de Buenos Aires, no tanto por lo que habían hecho ya, sino por lo que eran capaces de hacer, según la opinión popular, llegado el día de la regeneración argentina.

La legislación, la literatura, la política, todo tenía sus representantes legítimos entre los emigrados unitarios; y con el candor característico de su edad, creían los jóvenes que de la boca de aquéllos no se desprendía una palabra que no fuese una sentencia, una ley en política, o en literatura, o en ciencia; todos deseaban conocer de cerca a esos varones monumentales de la ilustración argentina, y todos temían, sin embargo, el caso de tener que habérselas con ellos en cualquier asunto que hiciese relación a los intereses de su país, o más bien, todos temían el tener que pronunciar una palabra delante de ellos, tan persuadidos estaban de su indisputable suficiencia. Tales eran las creencias populares de la juventud argentina a la época de nuestra historia.

Daniel, espíritu fuerte e inteligencia altiva, era de los pocos que no se dejaban arrastrar fácilmente de aquel torrente de opinión; sin embargo, más o menos, él estaba seducido como los demás, y no pudo sacudir de su espíritu cierta impresion nueva, avasalladora, puede decirse, al hallarse cara a cara por la primera vez de su vida con el señor Don Julián Agüero, ministro del señor Rivadavia, y el señor Don Florencio Varela, hermano del poeta clásico de ese nombre, y el primer literato del numeroso e ilustrado partido que se llamó unitario.

Daniel miró con una rápida mirada los dos personajes que se le presentaban.

El señor Agüero era un hombre como de setenta años de edad, de una estatura regular, no grueso, pero sí fuerte y musculoso. Su color, blanco en su juventud, estaba morenizado por los años. En su fisonomía dura y encapotada, sus ojos se escondían bajo las salientes, pobladas y canas cejas que los cubrían, y uno de ellos especialmente, por un defecto orgánico, quedaba más oculto que el otro, bajo su espeso pabellón; de allí, sin embargo, despedían una mirada firme y penetrante de una pupila viva y pequeña. La frente era notablemente alta, sin ninguna arruga, y de la parte posterior de la cabeza venían a juntarse sobre la frente algunos cabellos blancos como la nieve, que cubrían un poco la parte superior, completamente calva.

Tal era todo cuanto pudo la primera mirada de Daniel descubrir en la persona del señor Agüero, que entró a la sala del señor de Martigny, caminando un poco inclinado hacia la derecha como era su costumbre, vistiendo una levita color pasa abotonada, corbata y guantes negros, con un pequeño bastón en su mano izquierda, que no le servía de apoyo, sino de juguete.

El otro personaje, el señor Varela, se presentó a la mirada de Daniel como el tipo contrario del señor Agüero: alto, delgado, una fisonomía pálida, animada y franca; una boca donde la sonrisa constante revelaba la dulzura del temperamento, al mismo tiempo que la expresión ingenua del semblante respondía por la lealtad de esa sonrisa; ojos pequeños, pero vivísimos e inteligentes; una frente poco alta, pero bien redondeada, poblada de un cabello oscuro y lacio que caía sobre unas sienes descarnadas, y que más revelaban las disposiciones del poeta que del político; tales fueron las primeras impresiones que recibió Daniel de la fisonomía del señor Varela, que entró a la sala perfectamente vestido de negro, y cuyo bien acomodado traje no hacía más elegante, sin embargo, el cuerpo alto y poco airoso que le dio la Naturaleza.

-Señores -les dijo el señor Martigny, después de saludarlos cordialmente-, voy a tener el honor de presentaros un antiguo amigo de todos nosotros, y a quien, sin embargo, no habíamos visto nunca.

El señor Agüero y Varela miraron a Daniel.

-Es un compatriota vuestro -dijo el señor Martigny.

Daniel y los recién llegados se hicieron un saludo. El señor Agüero no perdió la gravedad de su fisonomía. El señor Varela, por el contrario, parecía felicitar la llegada de Daniel con su expresiva sonrisa, y dijo:

-¿Y podremos saber el nombre de este caballero?

-Poco adelantaríais con eso -continuó el señor Martigny-, pero os daré mucha luz preguntándoos si no habéis visto nunca una escritura de esta forma.

Y el señor Martigny tomó una carta de su papelera y se la presentó al señor Varela.

-¡Ah!.-exclamó éste, pasando su mirada vivísima de la carta a la fisonomía de Daniel.

-El señor es nuestro antiguo corresponsal -prosiguió el señor Martigny-, que por tanto tiempo hemos admirado y deseado conocer.

El señor Varela dejó la carta y sin hablar una palabra, se fue a Daniel y lo estrechó largo rato contra su pecho. Cuando se separaron estos dos jóvenes, porque Varela tenía apenas treinta y tres años, sus ojos estaban empañados y sus semblantes más pálidos que de costumbre: cada uno había creído estrechar la patria contra su corazón.

El señor Agüero apretó fuertemente la mano de Daniel, y fue a sentarse, con su tranquilidad y seriedad habitual, al lado de la chimenea, cerca de la cual tomaron asiento los otros personajes.

-¿Ha sido usted perseguido? -preguntó a Daniel el señor Varela.

-Felizmente no, y más que nunca estoy garantizado actualmente de toda persecución en Buenos Aires.

-¿Pero usted ha emigrado? -continuó Varela, mirando sorprendido a Daniel, en tanto que el señor Agüero miraba el fuego y se golpeaba la bota con el bastoncito que tenía en la mano.

-No, señor, no he emigrado; he venido a Montevideo por algunas horas solamente.

-¿Y se vuelve usted?

-Mañana sin falta.

El señor Varela miró a monsieur Martigny, quien comprendió la mirada, y le dijo:

-No comprendéis, señor Varela, y eso es bien natural. Yo os lo explicaré: hace tres días que recibí una carta de este caballero, anunciándome que hoy llegaría a Montevideo a tener conmigo una conferencia y que se volvería luego: me pedía una seña para hacerse conocer de mí, le mandé la mitad de una carta de visita; ha cumplido exactamente su palabra, hace una hora que estamos juntos, y mañana parte; ved ahí todo. Cuando habéis llegado, no he creído deber ocultaros este suceso porque conozco vuestra circunspección, y para daros una prueba del concepto que de ella tengo, os diré que este caballero se llama Daniel Bello. Después de esta noche todos debemos olvidar este nombre por algún tiempo.

-Señor Bello -dijo Varela-, hace mucho tiempo que os admiramos; habéis hecho grandes servicios a nuestro país en la comunicación continua y segura que sostenéis con los que trabajan por su libertad, pero el interés que me inspiráis me autoriza para deciros que corréis grandísimo peligro en volver a Buenos Aires después de haber salido de él, aunque sea por tan pocas horas.

Daniel hizo un gesto, uno de esos movimientos indefinibles de la fisonomía que equivalen a veces a un discurso elocuente, y en el cual la mirada perspicaz del señor Varela comprendió que el joven le decía:

-No me cuido de mí, no hablemos de mí.

-Y bien, ¿qué hay?, ¿qué hay? ¿Continúan las persecuciones? ¿Ha habido nuevas víctimas? -preguntó Varela.

-Sí, señor -respondió Daniel.

El señor Agüero volvió sus ojos a Daniel, lo miró un instante y los volvió a fijar en el fuego de la chimenea.

-¿Y son quiénes, señor Bello?

-Tened la bondad de leer esta lista -dijo Daniel entregando un papel al señor Varela.

Este leyó:

Nombres de los individuos que han sido presos en la semana anterior:

P. Bernal, M. Sarratea, L. Martínez, S. Molina, S. Maza, Galazada, C. Codorac, Cornet, Dr. Tagle, F. Elías, S. M. Achábal, F. Pico, R. Lista, S. Raya, M. Pineda, D. Pita, S. Álvarez, Viedma, S. Borches, S. M. Pizarro, C. Grimaco, S. Hesse (inglés), Chapeaurouge (hamburgués). Dos sobrinos del difunto Villafañe. Un fraile dominico. Se le llevó amarrado a la cárcel por haber dicho que el guardián de su convento era tan tirano como Rosas.



-¿Se dice algo sobre el motivo de esas prisiones? -preguntó el señor Agüero, luego que el señor Varela hubo acabado de leer la lista.

-Se habla algo de agio -respondió Daniel-, pero el señor Viñales no era agiotista -continuó.

-¿Viñales?

-Sí, señor Varela: el anciano Don Martín Viñales, antiguo alcalde de la hermandad en Lobos, ha sido fusilado en Buenos Aires el día 15 del corriente, sin decirse por qué, pero las causas de las prisiones y de ese nuevo crimen las tenéis establecidas en toda mi correspondencia desde el mes de mayo, porque desde esa fecha, señores, no lo dudéis, ha comenzado para nuestro país la época que alguna vez se llamará del terror; sigue su curso a medida que los acontecimientos políticos siguen el suyo, y dará sus últimos y terribles resultados cuando los sucesos se lo aconsejen a Rosas.

-Luego ¿está apurado? -dijo Varela.

El señor Agüero meneó afirmativamente la cabeza, sin quitar los ojos del fuego, y haciendo circulitos en el aire con su bastón.

Aquella afirmativa no se escapó a Daniel, y dijo:

-No, señores, el cuerpo político de su gobierno se siente en mayor espacio, y por eso obra en aquel sentido. He llegado a comprender, por vuestros periódicos, que estáis persuadidos que Rosas hará mayor el número de sus víctimas a medida que sea mayor el peligro que le amenace, y debo deciros que estáis equivocados.

El señor Agüero miró a Daniel: la palabra equivocados le sentó mal. El señor Martigny admiraba cada vez más en Daniel el tono de firme convicción con que expresaba sus ideas.

-Pero no es concebible que los triunfos irriten a un hombre -dijo el señor Varela.

-Exactamente; pero si a Rosas no le irritan los triunfos, tampoco le irritan los reveses de su fortuna; es inirritable, señor Varela. Su dictadura es reflexiva; sus golpes todos son calculados; no calcula matar a este o al otro hombre, pero calcula cuándo es necesario que corra sangre, y entonces le es indiferente la clase o el nombre de la víctima. Bajo este sistema recordad su conducta después de tres años, y hallaréis que durante el peligro jamás exaspera a los oprimidos, que se vale de ellos como de otros tantos elementos de solidificación, y que luego que se ha libertado del riesgo, descarga sus golpes para que no se ensoberbezcan con el apoyo que le han prestado. Así lo encontraréis antes y después de la Revolución del Sur, antes y después de lo más crítico de la cuestión francesa; y así lo encontraréis hoy mismo, en que, amagado de un peligro, no hace sino preludiar el golpe formidable que dará si la fortuna lo liberta de él, hiriendo de cuando en cuando alguna cabeza, algún derecho, a medida que de cuando en cuando conquista alguna ventaja en su situación.

Y a medida que hablaba, decimos nosotros, nuestro Daniel, esa organización nerviosa, ese pedernal que, a semejanza del coronel Dorrego, la discusión era el acero que le arrancaba chispas, iba perdiendo la timidez que pocos momentos antes lo había descompuesto algo, y entraba a paso de carrera a reconquistar en la discusión la energía de su espíritu y la lucidez de sus ideas.

-Pero sucede lo contrario de lo que decís, señor Bello -dijo Varela con esa sonrisa amable con que hacía olvidar frecuentemente las heridas en el amor propio ajeno, cuando sus ideas triunfaban.

-¿Lo contrario?

-Me parece que sí: acaba de dar un golpe de autoridad sobre todos esos ciudadanos respetables que han sido presos; acaba de derramar la sangre de un anciano, y eso, ya lo veis, en los momentos en que su ejército ha sufrido un contraste.

El señor Agüero movió afirmativamente la cabeza, y se puso a tocar los fierros de la chimenea con la punta de su bastón. Varela, uno de los hombres a quien más quería, acababa, según él, de tronchar por su base el discurso de ese joven que se atrevía a pensar de diferente modo que como pensaba el señor Agüero y el señor Varela; porque unitarios y federales viejos, todos han sido lo mismo en cuanto a esa ridícula aristocracia con que han querido presentarse siempre ante los jóvenes.

-¿Conque decís que Rosas ha hecho lo que ha hecho en los momentos de un contraste?

-Claro está -contestó Varela.

-Pues bien: Rosas ha hecho lo que acabáis de saber en la tarde del día, en cuanto a las prisiones, es decir, seis horas después de haber recibido la noticia del buen suceso de sus armas en el Sauce Grande.

-Pero venís en error, Rosas ha perdido la batalla.

-¿Conocéis el parte, señor Varela? -dijo monsieur Martigny.

-¿El parte publicado por Rosas?

-Sí.

-Precisamente veníamos a hablar de él. Hace tres horas que lo hemos recibido.

-¿Y tenéis algún documento que lo desmienta?

-Lea, lea usted -dijo el señor Agüero, volviendo hacia él su cabeza y haciendo una señal al pecho de Varela.

Este sacó en el acto un papel del bolsillo de su levita y dijo, dirigiéndose a monsieur Martigny:

-¿Conocéis el parte?

-Lo acabo de leer.

-Oíd entonces si puede haber una demostración más acabada de la falsedad de ese documento, en este artículo que se publicará mañana, y que acabamos de recibir en la Comisión.

Daniel y monsieur Martigny pusieron su espíritu en la más seria atención.

El señor Varela leyó:

Dueño del campo de batalla: Esto sólo se dice cuando la batalla es en campo raso y no cuando uno es atacado en su propio campo, como Echagüe confiesa que lo ha sido él. ¿No sería ridículo que el jefe de una plaza asaltada dijera que ha quedado dueño del campo de batalla, dada en la misma plaza? Por segunda vez. Eso recuerda la primera, Don Cristóbal. Entonces dijo Echagüe que había vencido y que iba en persecución. Ahora, a los noventa y cinco días, salimos con que está en el Sauce, esto es, a tres leguas de su capital, habiendo de consiguiente retrocedido después de Don Cristóbal; y con que el derrotado y perseguido Lavalle ha ido y lo ha atropellado en sus posiciones. Luego Echagüe mintió al hablar de Don Cristóbal. Y si mintió entonces, ¿por qué no ahora?

Ha vencido, y, sin embargo, no sale de sus posiciones ni aun después de vencer. En efecto, nótese que no dice que va en persecución, como era natural. Dice solamente que espera acabar con el resto del enemigo. ¿Cómo es esto? ¿Lo quiere más acabado? Si habla verdad, murieron seiscientos y el resto huye, unos para el norte y otros para Montiel: esto es, la derrota y dispersión no puede ser más completa. Y, no obstante, no se atreve Echague a asegurar que los perseguirá, ni se atreve a decir que ha triunfado completamente.

Según ese parte, la infantería de Echagüe no ha cargado; pues no hizo sino dejar acercar a la de Lavalle para aprovechar sus tiros, como lo hicieron, y añade, que entonces huyó la de Lavalle. De aquí se deduce: 1.º- Que quien cargó fue nuestra infantería. 2.º- Que ni aun después de huir ésta, cargó la enemiga, ni se atrevió a salir de sus posiciones. 3.º- Que no hubo entrevero de infanterías y de consiguiente no pudo haber mortandad por este motivo.

Mas si los seiscientos muertos son de caballería, nuevas dificultades. Si seiscientos murieron peleando, del enemigo debe de haber muerto igual número y no el que Echagüe un entrevero no hay la menor razón para que caigan más de una parte que de otra. La mortandad, en estos casos, es en la fuga y dispersión: más aquí no ha habido persecución; al menos lo dice Echagüe. ¿Cuándo, pues, y cómo murieron esos seiscientos? Y si murieron en las cargas y entreveros, ¿cómo pudieron morir tan pocos de Echagüe? Por lo demás, Echagüe confiesa que el combate de las caballerías fue a retaguardia de él. Atentas sus posiciones, sus zanjones, sus montes, su infantería y cañones, que defienden los pasos, el haber pasado nuestra caballería a retaguardia de él, es una maniobra difícil, sabia y atrevida, que honra al ejército y a su general.

Ya que Echagüe venció enteramente por el frente con su infantería y artillería, quiere decir que nuestra caballería quedó cortada a su retaguardia: encerrada, pues, entre la infantería de Echagüe y la costa del Paraná, y además sableada por la caballería enemiga, no ha debido escapar uno solo; ¿cómo, pues, huyen para Montiel? ¿Pasaron por el aire?

Tomó cien fusiles; ¿cómo los ha de tomar cuando según su parte las infanterías no se han entreverado, ni la suya se ha movido de sus posiciones? Según esto, armas de caballería ha debido tomar miles; al menos debió tomar las de los seiscientos muertos. ¿Cómo, pues, no dice que haya tomado armas de caballería?

Tampoco dice que haya tomado un solo cañón en la destrucción de la infantería, que debió dejar indefensos los cañones: ni caballos, ni carretas, ni nada. Dedúcese, pues, de esto que Echagüe no se ha movido de su posición después del combate. Y si no se movió, si no persiguió, ¿cómo conciliar esto con una victoria?



Indecible es la sorpresa que causa a Daniel el ver a aquellos dos tan notables personajes empeñados en convencerse y en persuadir a los demás que el general Lavalle no había perdido la batalla del Sauce Grande, cuando el sabía, a no poder dudarlo, que el suceso era desgraciadamente cierto, y sobre todo, el verlos empeñados en querer desvanecer un hecho con sólo el poder de la argumentación. Nada de esto era extraño, sin embargo: Daniel no era emigrado; no conocía esa vida de ilusión, de esperanza, de creaciones fantásticas que despotizan las más altas inteligencias, cuando la fiebre de la libertad las irrita, y cuando viven delirando por el triunfo de una causa en cuyas aras han puesto, con toda la fe de su alma, su felicidad, su reposo, y el presente y el porvenir de su vida. Daniel, además, no era unitario, usando esta voz como distintivo del partido rivadavista, y no podía comprender todo el orgullo de los miembros de ese partido, que no sirvió sino para perderlos. Pero le faltaba oír más todavía.

-Esto es poco aún -continuó el señor Varela-; oíd, señor Martigny, oíd, señor Bello, un fragmento de un diario que se lleva prolijamente en el ejército, y que hace pocas horas acabamos de recibir.

El señor Varela leyó:

Día 14. Las guerrillas fuertes. El enemigo se movió a una distancia de media legua, y desde las cuatro de la tarde lo seguimos con ánimo de batirlo. El general en jefe, el estado mayor y todas las divisiones de caballerías, mantienen sus caballos ensillados, pues todo hace creer que mañana debe darse la batalla. Hemos tenido diez y siete pasados del enemigo.

Día 15. A las tres de la mañana marchó toda nuestra infantería y artillería, situándose a menos de tiro de cañón de la columna enemiga: antes de asomar el sol, nuestra artillería rompió el fuego sobre las baterías enemigas, y después de haberles muerto algunos individuos, fueron obligados a abandonar su primera posición, volviéndose hacia su retaguardia. Nuestra línea de batalla estaba ya formada, pero este movimiento del enemigo ha hecho que la batalla se demore hasta mañana, pues siempre se mantienen encerrados entre zanjones impasables. Creímos que hoy sería un día de victoria, lo será mañana.

Día 16. El fuego de nuestra artillería de ayer duró más de media tarde. Hubo una junta de guerra, y resultó que debíamos batirlos hoy en sus mismos atrincheramientos. Desde anoche lo pasó el ejército con la línea de batalla formada, esperando la aurora, que llegaba demasiado tarde.

Amaneció por fin, pero el cielo estaba nublado, no se distinguía a distancia de cien pasos. Luego que aclaró un poco, se avivó el fuego de las guerrillas y a eso de las nueve y media de la mañana se replegó cada una a su respectiva línea, y se anunció el combate por un cañoneo de nuestra artillería; la enemiga contestaba con una sostenida energía. Veinte piezas de artillería de ambas partes se contestaban sin interrupción.

Llegó el momento de que nuestra caballería cargase, y lo hizo con el mayor denuedo, pero el enemigo estaba guardado por zanjones insuperables. El escuadrón Yeruá, el Cuyen, el Maza y otros atropellaron tres zanjones, de donde casi tenían que salir uno a uno los caballos, y cargaron al enemigo lanceándolo por la espalda, como lo hizo el bravo comandante Saavedra, y Baltar, que manda el Cuyen.

El comandante Don Zacarías Álvarez, que mandaba el escuadrón Maza, quedó muerto en esta terrible carga, y nuestra caballería tuvo que retroceder a los obstáculos del terreno y al sostenido fuego de artillería e infantería que recibía de atrás de los zanjones.

Nuestra artillería seguía sus fuegos siempre con éxito, pero nada se adelantaba, y el valiente oficial de artillería, Don Jacinto Peña, tuvo la desgracia de que se inutilizase una de las dos piezas de más alcance.

Nuestra infantería avanzó a bayoneta calada, pero tuvo también que retroceder porque le fue insuperable el obstáculo de las grandes zanjas de que estaba rodeado el enemigo.

En fin, el fuego duró desde las nueve y media de la mañana hasta más de las cuatro de la tarde, en cuya hora se dispuso que marchásemos a Punta Gorda, tanto para remediar los daños de la artillería, como para que se nos reuniesen algunos dispersos que se habían separado en las diferentes cargas que se dieron. Nuestro ejército está entero y lleno de entusiasmo, y el enemigo permanece siempre en su escondrijo, donde no ha hecho más que sostenerse amparado de zanjones, y su caballería ha fugado la mayor parte.

Tenemos sólo el sentimiento de que habrá pasado Echagüe el parte de que ha ganado una batalla, como es de su costumbre, pero no se pasarán muchos días sin que tenga un desmentido elocuente.

El valor de todos los individuos del ejército no se puede expresar; era preciso haber estado en el combate.



-Siguen ahora algunos detalles personales -dijo el señor Varela después de concluir la lectura del diario.

Un momento de silencio reinó en la sala. Daniel lo interrumpió, diciendo:

-¿Y bien, señor Varela?

-¿Y bien qué? -dijo inmediatamente el señor Agüero, haciendo un movimiento de hombros que marcaba bien su disgusto, con un poco de impertinencia.

-Quise decir, señor -respondió Daniel, dominando su fisonomía con su poderosa voluntad para no dar a conocer en ella la impresión que le había hecho la súbita pregunta del doctor Agüero, y para conservar el aplomo necesario cuando se hablaba con personajes tan distinguidos por su inteligencia, y con quienes todo hacía comprender al joven que se iba a entrar en una arriesgada polémica-, quise decir, señor, que no comprendo la deducción que se saca de los dos documentos que se acaban de leer.

-Es bien clara, sin embargo -respondió el señor Agüero.

-Puede ser, señor, pero repito que no la comprendo.

Todo esto, mi querido Bello -dijo el señor Varela, apresurándose a tomar parte en la conversación-, nos hace creer casi positivamente que la batalla no ha sido ganada, ni por el uno, ni por el otro; esto cuando menos.

Daniel se mordió los labios.

-Señores -dijo, parándose, poniéndose de espaldas contra la chimenea, sus manos a la espalda, y paseando sobre todos su mirada tranquila, pero brillante. Señores, la batalla la ha perdido el general Lavalle. Yo no comprendo qué importe menos que un triunfo para el general Echagüe, la retirada de nuestro ejército de las posiciones que ha ocupado por tanto tiempo, en el día mismo de la batalla. No queramos con argumentaciones destruir los hechos: evitemos el medir los acontecimientos por los deseos que nos animan. Desgraciadamente yo estoy convencido de lo contrario que vosotros; pero convendré, si lo queréis, en que nuestras armas están vencedoras, tanto mejor. ¿Pero creéis como yo que la actualidad reclama la rápida invasión del general Lavalle sobre la provincia de Buenos Aires? Si lo creéis, señores, he aquí entonces lo único que debe ser hoy en cada hora, en cada instante, el móvil privilegiado del pensamiento de todos: pensar el modo de que nuestras armas obtengan un próximo triunfo de esa invasión, sea que ellas pisen la provincia victoriosas, o derrotadas. Si no sois vosotros, no sé quiénes pueden tener influencia hoy en las resoluciones del general Lavalle, y pues que de esta campaña depende la vida de nuestra patria, yo creo que no perderéis un momento en poner en acción vuestra alta inteligencia, en el sentido que la actualidad lo reclama. Perdonad, señores, que os hable así, pues debéis creer que sólo el sentimiento de la patria me da el valor necesario para emitir una opinión delante de vosotros.

El señor Varela estaba encantado, sus ojos y su fisonomía tan dulce y expresiva reflejaban la admiración y el contentamiento, más por la animación y la elocuencia de su joven compatriota, que por la novedad de sus ideas.

El señor Martigny se estregaba las manos, contento íntimamente.

El señor Agüero había alzado dos veces su altiva frente para mirar aquel joven que no era unitario y que osaba emitir tan libremente sus opiniones, marcándole, al parecer, la línea de conducta que le convenía seguir.

-Señor Bello -dijo Varela-, el general Lavalle obra en campaña según sus ideas, según sus planes militares; ¿qué quiere usted que le digamos nosotros desde aquí?

-¡Oh!, señor, las guerras más complicadas del mundo, las campañas más difíciles y peligrosas se han concebido y dirigido muchas veces, desde el fondo de los gabinetes, por hombres que jamás tuvieron en sus manos otra cosa que una pluma -respondió Daniel dudando que la contestación del señor Varela tuviese alguna reserva que ignoraba y le convenía saber; y no se equivocó.

El señor Varela, en cuya alma no había sino sinceridad y franqueza, dijo con una expresión de ingenuidad tocante:

-Cierto, mi querido, cierto; pero el general Lavalle obra por sí, por sí únicamente.

Daniel llevó su mano derecha a la frente, y cerrando sus ojos, se estregó dos o tres veces las sienes.

Varela comprendió perfectamente lo que pasaba en aquel momento en el espíritu del joven, y se apresuró a decirle:

-Cualquiera que sea el plan de campaña del general Lavalle en la provincia de Buenos Aires, su triunfo es infalible: no hallará resistencia, porque todo el mundo volará a su encuentro. El triunfo es nuestro, no lo dudéis; ¿es posible concebir que todo el mundo no se levante contra Rosas, en la campaña y en la ciudad, en el primer momento que tengan el apoyo de nuestro ejército? Vos, que llegáis de Buenos Aires, ¿no creéis que el pueblo entero va a reventar entre sus brazos el poder de Rosas, no bien se haya sentido la marcha del general Lavalle?

-No, señor, no lo creo -contestó Daniel con una admirable seguridad.

El señor Agüero alzó la cabeza y miró a Daniel.

El señor Martigny miró a Varela como diciéndole:

-Contestad, señor.

-Pero lo que decís, señor Bello -respondió Varela algo serio-, es incompatible con el patriotismo de nuestros compatriotas, y sobre todo con la situación terrible que pesa sobre ellos, y de que desean libertarse.

-Señor Varela, yo creo que voy a tener el disgusto de dejaros recuerdos desagradables míos, pero prefiero esto a la ligereza de hablar lo que no es cierto; en asuntos tan graves ¿me permitiréis que os diga la verdad aun cuando ella lastime vuestras más bellas esperanzas?

-Hablad, señor Bello.

-Pues bien, señor, en nuestro Buenos Aires no se moverán los hombres, sino cuando sientan, positivamente hablando, el ruido de las armas libertadoras contra las puertas de sus casas, o cuando un centenar de hombres decididos que puede haber quedado aún, vaya de casa en casa sacando por fuerza a los ciudadanos para que contribuyan a la defensa de ellos mismos y de su patria.

-¡Oh!, pero eso es increíble, señor -replicó Varela, mientras que el señor Agüero hacía violentos círculos con su bastón, siendo ya su impaciencia más poderosa que su sangre fría.

-Es increíble, y sin embargo, es cierto -prosiguió Daniel-; pero la explicación de este fenómeno moral, no la busquéis, señor Varela, no la busque nadie que desee encontrarla, en el más o menos alto grado de patriotismo, en el más o menos valor, no; ni la organización de nuestros compatriotas se ha modificado, ni ha degenerado su espíritu todavía; pero hay otra causa que los tiene quietos bajo la dictadura, y que los hace impotentes para la libertad; ¿sabéis cuál es, señor Varela?

-Proseguid, señor.

-El individualismo: esa es la causa de que os hablo. Veo que el señor Agüero se sonríe, pero es en mí tan profunda la convicción de lo que os digo, que arrostro tranquilo el reproche de esa sonrisa.

-Usted se equivoca, señor, no es un reproche -dijo el ministro de la Presidencia.

-Me lisonjeo de ello, señor Doctor Agüero.

-Proseguid, proseguid -dijo prontamente el nervioso Varela.

-El individualismo, no trepido en repetirlo, esa es la causa de la inacción de nuestros compatriotas. Rosas no encontró clases, no halló sino individuos cuando estableció su gobierno; aprovechóse de este hecho establecido, y tomó por instrumentos de explotación en él, la corrupción individual, la traición privada, la delación del doméstico, del débil y del venal, contra el amo, contra el fuerte y contra el bueno. Fundó de este modo el temor y la desconfianza en las clases aparentemente solidarias, y hasta en el recinto mismo de la familia. Un hombre en Buenos Aires desconfía de todos, porque en ninguno tiene confianza; y al andar que han tomado los sucesos en este año, antes de poco hemos de ver relajados también los vínculos de la Naturaleza, y que el hermano teme del hermano, y el esposo hasta de las confianzas con la esposa. Se tirará un cañonazo en nuestra fortaleza; se tocará la campana de alarma; se gritará ¡muera Rosas! en la plaza de la Victoria; y cada ciudadano se dejará estar en su casa esperando que su vecino salga el primero para ver si es cierta la novedad que ocurre.

El señor Varela se pasó las manos por la cara.

-¿Os afligís, señor? -prosiguió Daniel después de un momento de silencio-; es natural porque tenéis un corazón muy noble y muy patriota, pero dejemos el corazón y recurramos a la inteligencia solamente: ella nos dice, señor, que cuanto os acabo de referir no es otra cosa que una consecuencia de causas muy anteriores a Rosas, encarnadas en la sociedad en que hemos nacido, y a las cuales no dieron atención nuestros primeros médicos políticos. Desviémonos de esto, sin embargo, y decidme si después de lo que acabáis de oír, ¿podremos tener esperanzas de esa cooperación súbita del pueblo de Buenos Aires, cuando el general Lavalle haya desembarcado en la provincia? Yo ya he tenido el honor de decir mis ideas al señor Martigny a este respecto.

-Repetídmelas, amigo mío -dijo el señor Varela.

-En bien pocas palabras, señor. Si el general Lavalle se distrae en el interior de la provincia, corre un gran riesgo su empresa; si se viene inmediatamente sobre la ciudad, si la ataca, si busca el combate a muerte con Rosas en las mismas calles de Buenos Aires, tiene entonces toda la probabilidad del triunfo, primero: porque Rosas no tiene un ejército de línea en la ciudad; segundo: porque la sorpresa y la presencia de los libertadores provocará la reacción pública desde que cada hombre vea, a no dudarlo, que allí está Lavalle y que no tiene para reunírsele el peligro de la delación y el aislamiento. Y si esta operación puede ser combinada con un desembarco simultáneo de orientales o de argentinos emigrados, la probabilidad del triunfo asciende entonces al grado de certidumbre. Ved ahí mis ideas, señor, ved ahí el objeto principal de mi viaje: revelaros la situación de nuestro país, desvaneceros muy bellas esperanzas, dándoos en cambio hechos y seguridades importantes. Ahora yo me vuelvo a mi Buenos Aires, a que los sucesos me aconsejen la conducta que yo y algunos pocos amigos debemos seguir en ellos. Quizá no nos volveremos a ver... ¡quién sabe! La vida de nuestra patria está en su momento de crisis: si triunfan nuestras armas, seré el primero, señor Varela, en daros un abrazo; si son desgraciadas, nos veremos alguna vez en el cielo -dijo Daniel con una sonrisa llena de candor, que no pudo, sin embargo, cubrir la melancolía que bañó en ese momento su semblante.

El señor Varela estaba conmovido.

El señor Agüero, pensativo.

El señor Martigny se levantó y tocando suavemente el hombro de Daniel, le dijo:

-Si la providencia no quiere separar sus ojos de vuestro bello país, vos viviréis mucho tiempo, señor, porque vuestra cabeza le hace falta.

-Sin embargo, temo mucho que Rosas dé con ella -dijo Daniel sonriendo, apretando la mano de monsieur Martigny, y preparándose a retirarse.

-¿Nos volveremos a ver mañana, a todas horas? -dijo el señor Varela tomando la mano de Daniel.

-No, no conviene que nos volvamos a ver: creo poder ser útil todavía, y quiero conservarme. Mañana a las ocho de la noche haré una visita que me falta hacer, y al salir de ella, saldré también de Montevideo. Pero nos veremos en Buenos Aires.

-Sí, sí, en Buenos Aires -dijo el señor Varela abrazando fuertemente a Daniel.

Varela lo había comprendido, pensaba como él, y aquellas dos almas grandes y generosas, parecían querer aunarse para siempre en ese abrazo sincero, dado en medio de la vida, de la desgracia, y de las esperanzas.

-Adiós, pues -dijo Varela-; ¿nuestra correspondencia siempre del mismo modo?

-Siempre. ¡Adiós, adiós, señor doctor Agüero; hasta Buenos Aires!

-Adiós, señor Bello, hasta Buenos Aires -repitió el adusto anciano apretando fuertemente la mano de Daniel, que pasó en seguida a la antesala acompañado de monsieur Martigny.

-¿Pero nosotros nos volveremos a ver? -dijo éste a Daniel, que tomaba su levitón, su capa de goma y sus pistolas.

-Tampoco, mi querido señor. Sabéis ya todo cuanto hay que saber de Buenos Aires en este momento. Conocéis ya el terreno, desenvolved, pues, vuestra política, según os lo aconseje vuestra posición y vuestros nobles deseos. Mi correspondencia será ahora más prolija que antes.

-Sí, sí, por días, si es posible.

-No perderé ocasión. Tengo ahora que pediros un servicio.

-Pedid lo que queráis, amigo mío -dijo con prontitud el señor Martigny.

-Que mañana me mandéis una carta de introducción para el señor Don Santiago Vásquez.

-La tendréis sin falta. ¿Dónde vais a parar?

-A la Fonda del Vapor, donde tendréis la bondad de darme un criado que me conduzca.

-Al momento.

-Pero es necesario que prevengáis al señor Vásquez a fin de que me espere solo a las ocho de la noche.

-Bien, lo haré, y así lo hará él también. Pedidme más.

-Un abrazo, señor Martigny, porque no os riáis de lo que voy a deciros: me parece que estoy viendo por última vez en el mundo a las personas con quienes hablo en Montevideo.

-¡Oh!

-Superstición, poesía de los veinte y siete años de la vida, quizá... ¡Adiós, adiós, señor Martigny!

Y Daniel pasó al patio donde el distinguido y generoso agente de la Francia, en 1840, dio orden a un criado de conducir hasta la Fonda del Vapor al caballero que salía, volviendo él al salón, donde lo esperaban, agitados por diversas, pero igualmente fuertes impresiones, los señores Agüero y Varela, después de la conferencia con aquel joven que parecía comprenderlo todo, dominarlo todo, y aventurarlo todo.




ArribaAbajoCapítulo IV

Indiscreciones


El café de Don Antonio era la bolsa política de Montevideo en 1840, desde las siete hasta las once de la noche, en cuyas horas se sucedían dos géneros de concurrentes; unos que iban de las seis a las ocho de la noche, a hablar de política y tomar café; otros, de las ocho a las once, a hablar de política, jugar y cenar.

En esa época, la época de oro de Montevideo, parecía que el metal precioso pesaba demasiado en el bolsillo de los habitantes de la capital oriental, que buscaban un lugar cualquiera donde ir a derramarlo con profusión, quedando tan tranquilos en las pérdidas como en la fortuna, pues todos sabían que la bolsa que hoy se agotaba, se llenaba mañana sin gran trabajo, en esos días del movimiento y de la riqueza de Montevideo.

A las siete de la noche del día siguiente a aquel que ha pasado ya por nuestra pluma, el café de Don Antonio estaba cuajado de concurrentes, siendo la mayor parte de ellos jóvenes argentinos y orientales que iban allí a tomar su café, a hablar de política y pasar en seguida a sus visitas diarias, al teatro, al baile, contentos los primeros con la esperanza de estar al siguiente mes en Buenos Aires; y más contentos los segundos, con estar en su patria muy convencidos de que de ella no les arrojaría jamás el vendaval de las revoluciones que estaban azotando con sus alas frenéticas las nubes que se amontonaban sobre la frente del Plata, prontas a precipitar, más o menos tarde, su abundante lluvia de lágrimas y sangre.

Pero todo esto no se veía entonces. La ciudad oriental estaba en sus quince años; bella, radiante, envanecida, su vida era un delirio perpetuo, jugando entre el jardín de sus esperanzas, cubierta con las lujosas galas de su presente; pisando sobre el oro, deslumbrada con el mar de grana en que mostrábase su aurora sobre el magnífico horizonte que la circundaba, sus oídos parecían no buscar otra cosa que el canto de los poetas, y los halagos sinceros de sus envanecidos hijos; porque la verdad filosófica, esa triste verdad que descarna la vida social para encontrar en la savia de la existencia los principios de la vida futura, era demasiado severa, demasiado dura para entrar al oído de la joven beldad, que cantaba llena de esa noble presunción de la edad primera de los pueblos:


Si enemigos la lanza de Marte,
Si tiranos de Bruto el puñal.



En un ángulo del gran salón del café dos hombres ocupaban una pequeña mesa.

El uno, cubierto con una capa de goma cuyo alto cuello le cubría hasta las orejas, a la vez que su sombrero tocaba con las cejas, tomaba una taza de té, dando la espalda a la pared y su rostro al centro del salón.

El otro, con gorra y un capote de barragán azul, tenía por delante un gran vaso de ponche, y se entretenía en exprimir las rebanadas de limón con la pequeña cuchara de platina.

Ninguno de esos dos personajes se hablaban una palabra.

A derecha e izquierda de ellos había varias mesas, ocupadas todas por hombres que jugaban al dominó, que tomaban café, o fumaban y conversaban solamente,

De estos últimos eran cinco individuos que estaban a dos pasos de los primeros que hemos descrito.

De repente abrióse la puerta del café y cuatro personas entraron al salón.

Los ojos del personaje de la capa de goma radiaron de alegría.

-Alberdi, Gutiérrez, Irigoyen, Echeverría -dijo aquel individuo, siguiendo con los ojos a los cuatro que acababa de nombrar, no saciándose de mirarlos.

-¿Los conoce usted, señor Don Daniel? -le preguntó el hombre de la gorra.

-¡Oh!, sí, sí, y crea usted, Mr. Douglas, que pocos esfuerzos más violentos he hecho en mi vida, que el que hago en este instante sobre mí mismo para contener mi deseo de abrazarlos.

-¡Diablo! Déjese usted estar; acuérdese usted que esta noche nos vamos y...

-Esté usted tranquilo -dijo Daniel alzándose los cuellos de su capa para cubrirse más el rostro.

Mr. Douglas iba a hablar, cuando hízole Daniel una seña de silencio. Uno de los cuatro hombres que estaban fumando en la mesa a su derecha acababa de decir:

-Son porteños.

Daniel siguió tomando su té, aparentando no dar la mínima atención a lo que se hablaba.

-¿Y qué necesidad tiene usted de decimos que son porteños? ¿Hay acaso otra cosa que ellos en todas partes? -dijo otro de los individuos.

-Por ellos vivimos como vivimos.

-Cabal.

-Que no nos entendemos.

-Deje que venga el viejo -dijo un militar de bigotes canos.

-¿Sabe usted a quién llama el viejo, Mr. Douglas?

-A Rivera.

¿Qué tenemos nosotros que ver con Rosas? -dijo otro-. Si no fuera por ellos no estaríamos en guerra, porque a nosotros no es a quienes busca Rosas.

-Cabal.

-Ellos no más, con los franceses, son los que meten toda esta bulla, y después se han de ir a vivir a su tierra y nos han de dejar en el pantano. ¡Porteños al fin! Si no los hubieran dejado entrar nunca, viviríamos mucho mejor. Pero el viejo, el viejo es quien tiene la culpa de todo esto.

-¡Así le han dado el pago! Véalos ahora, están furiosos con él, porque no pasa el Uruguay, y se va a hacer matar por ellos.

-¡Era lo que faltaba!

-Y ahora dicen que los franceses reclaman los cien mil pesos que le dieron para que pasase.

-¡Sí, yo les había de dar cien mil pesos!

-No pasó porque, mire usted, hizo muy bien en no pasar, porque con los porteños nadie puede entenderse, y el viejo no había de ir a ponerse a las órdenes de Lavalle.

-Claro está.

-Y ahora ya saben la falta que les ha hecho. Se los ha llevado el diablo en el Sauce Grande.

-Sí, pero todos estos de aquí han de decir que es mentira.

-¡Cabal!¡Como se han hecho dueños de la prensa!

-¡Yo había de ser el gobierno, y habían de venir a escribir diarios!

-¡Pero como tienen quien los proteja! Vásquez, por ejemplo.

-Y como Muñoz, y muchos otros.

-¡Por supuesto, orientales en el nombre!

-¡Si se han criado entre ellos!

El diálogo de los cinco personajes continuó, poco más o menos bajo ese mismo espíritu.

Daniel estaba absorto. De cuando en cuando miraba a Mr. Douglas, que entendía y hablaba perfectamente el español, y el buen escocés, contrabandista de emigrados y que residía indistintamente en Buenos Aires o Montevideo, se reía de la admiración de Daniel y tomaba su ponche.

-Sólo Vásquez puede enderezar esto -dijo a otro un individuo que tomaba café en una mesa a la izquierda de Daniel.

-No, ni Vásquez, ni nadie, porque la causa del mal está en Rivera -le contestó su interlocutor.

-Pero a lo menos la Asamblea.

-¿Y no sabe usted que los partidarios personales de Rivera se oponen a las elecciones so pretexto de que no deben hacerse sin estar él aquí?

-Ya lo sé, pero el gobierno los vencerá y las elecciones tendrán lugar.

-Esto es peor que lo otro, porque vendrá el conflicto, nuevas disidencias, nuevos enconos de partido, y entre tanto los blancos se ríen, mientras nosotros nos anarquizamos en nuestro partido, nos peleamos con los argentinos, cuya causa nos es común, nos indisponemos con los franceses, y en todo y para todo perdemos tiempo, dinero y amigos, mientras Rosas marcha adelante, y los blancos esperan.

-¡Gracias a Dios que oigo un hombre racional! -dijo Daniel.

-«Pero aquí hay más que espíritu de partido -dijo el joven conversando consigo mismo-, aquí hay espíritu de rivalidad nacional; ¿y por qué? Probablemente no hay porqué» -se respondió Daniel, que como todos los hijos de Buenos Aires, jamás había oído en su país hablar de Montevideo sino como se habla de cualquiera de las provincias o de las repúblicas hermanas: siempre con los mejores deseos por la felicidad de sus hijos, y sin el mínimo espíritu de celos o de encono.

-«¡Pero en qué momento pasan estas cosas! -se decía Daniel-. En este drama hay alguien que no lo entiende, y es probable que ése soy yo, porque no me atrevo a decir que son los otros».

-Vamos, Mr. Douglas, van a dar las ocho de la noche -dijo mirando la grande péndola del café.

Pero antes de dejar aquel lugar, en que según sus matemáticas acababa de ganar algunos desengaños más, miro uno por uno, con los ojos enternecidos, y el corazón desconsolado, sus cuatro amigos que quedaban hablando de la patria sin sospechar que había allí uno que corría por ellos y por todos, en la orilla del resbaladizo precipicio, en que estaban luchando brazo a brazo en ese instante la libertad y la tiranía, la prosperidad y la ruina de dos pueblos dormidos, el uno bajo el sopor de la desgracia, el otro bajo el beleño de una transitoria pero halagüeña felicidad; dormidos al arrullo de las salvajes ondas del gran río, cuyo rumor debía pasar inapercibido en una próxima década, ahogada su poderosa voz por el estrépito de la pólvora, por el grito terrible del combate, y por el quejido lastimero de una sociedad espirante.




ArribaAbajoCapítulo V

Monólogo en el mar


A las diez de la noche, la ballenera de Mr. Douglas partía como una flecha, o más bien se deslizaba como un pájaro acuático sobre las olas de la hermosa bahía de Montevideo; y a las once se había perdido a la vista de los buques más lejanos del puerto, sumergida allá entre el horizonte lejano del gran río, alumbrado por los rayos de plata que vertía de su tranquila frente la huérfana viajera de la noche.

Envuelto en su capa, reclinado en la popa de la ballenera, Daniel ya no fijaba sus ojos impacientes en la joven ciudad de la orilla septentrional del Plata, como lo había hecho veinte y cuatro horas antes: los tenía fijos en la bóveda azul del firmamento, sin ver, sin embargo, los vívidos diamantes que la tachonaban, abstraído su espíritu en las recordaciones de su corta pero aprovechada residencia en Montevideo.

-«Restemos, porque la política tiene también sus matemáticas -se decía a sí mismo.

Restemos.

Creí encontrar asociados en Montevideo todos los intereses políticos de la actualidad, y los encuentro en anarquía: gano un desengaño.

Creí hallar que el pueblo era más poderoso que las entidades que lo mandan; y encuentro que aquí el pueblo tiene también su caudillo, no sanguinario como Rosas, pero que al fin hace lo que quiere, y no lo que conviene al pueblo: gano otro desengaño, y ya son dos.

Pensé que los viejos unitarios eran hombres prácticos, en quienes la ciencia de los hechos y de las altas vistas dominaba su espíritu; y hallo que son hombres de ilusiones como cualesquiera otros, o más bien, con más ilusiones que los demás: gano otro desengaño, y ya son tres.

Creí que ellos me enseñarían a conocer mi país, y veo que yo lo conozco mejor que ellos: otro desengaño, y ya son cuatro.

Creí que el general Lavalle y la Comisión Argentina obraban de acuerdo; y veo que cada uno marcha por donde puede: gano otro desengaño, y ya son cinco.

¡Malo!, son muchas ganancias para que no me vuelva loco, o me lleve el diablo.

Clasifiquemos.

El señor Martigny, hombre de talento, corazón francés, lleno de entusiasmo por nuestra causa, pero gira en el círculo estrecho de sus instrucciones, y desconfía de su gobierno.

El señor Agüero no ha hablado nada y me ha dicho mucho: es poco flexible para la democracia, y demasiado serio para la libertad. Los años del destierro habrán pasado muy lentos por su corazón; pero los años del pueblo han pasado como un relámpago por su inteligencia, y no ha visto que otra generación se ha levantado en los catorce años que cuenta ya la caída de la Presidencia.

El señor Varela, espíritu fecundo, activo; inteligencia de concepciones rápidas; corazón ingenuo y apasionado; vida colocada en los límites de dos generaciones totalmente diferentes en sus tendencias; y de las miras de una y de otra podrá venir a ser el contemporizador algún día. Si él se separara de los principios de la nueva generación, sería necesario conquistarlo, porque su conquista sería un triunfo.

Veamos de otra parte:

Don Santiago Vásquez; no olvidaré jamás nuestra conversación de esta noche; es una gran cabeza; si la República Oriental llegase a poseer alguna vez media docena de hombres como ése, podría decir entonces que tenía cuanto le era necesario para constituir un gran todo, de tantos elementos que la Naturaleza y la revolución le han dado, y de que todavía no ha sacado partido.

¿Qué puedo deducir de nuestra entrevista? Que Vásquez no está en su centro; que sus vistas son demasiado extensas para que puedan caber en el estrecho círculo de los pequeños partidos que se han empeñado en amontonar obstáculos donde más tarde ha de tropezar el progreso de este bello país. Que él trabaja por la unidad de intereses políticos entre las Repúblicas Oriental y Argentina, y sus enemigos le hostilizan y le separan de los negocios, so pretexto de que es amigo de los porteños.

Su modo de definir al general Lavalle es nuevo para mí, y me da mucha luz sobre cosas que no podía explicarme: Lavalle es valiente, caballeresco, desinteresado, pero no tiene las calidades necesarias, dice, para estar al frente de los sucesos de la época. Le falta perseverancia en sus combinaciones, y le sobra susceptibilidad cuando sus amigos quieren darle un consejo, o memorarle una línea de conducta; su espíritu altivo se resiente entonces de que lo quieren gobernar, y obra luego por sí solo y bajo la inspiración de sus ideas: los obstáculos le irritan, y cuando no puede vencerlos en el momento al golpe de su fuerte espada, cambia de ideas y de plan, separándose rápidamente del obstáculo, sin pensar en las consecuencias de tal conducta.

Ahora me explico muchas cosas, especialmente las palabras de Varela: ''Lavalle obra por sí mismo''.

Bien, ya están hechas mis cuentas; ¿he ganado, o perdido? He ganado; pues en política un hombre está en pérdida cuando tiene ilusiones; me he desengañado de muchos errores y he ganado muchas verdades; les he pintado la situación de Rosas, ellos me han dibujado la situación de sus enemigos. Ahora, ¡Dios nos proteja, porque espero muy poco de los hombres!

Sí, ¡Dios nos proteja! -dijo después de algunos minutos de silencio, en que sus ojos habían estado extasiados en el firmamento bordado con su luna y sus estrellas, y en que sus ideas parecían que habían tomado diferente rumbo en aquella alma espontánea, impetuosa y al mismo tiempo tierna y sensible; y después de esa exclamación, continuó, en el silencio de su pensamiento, reclinada su cabeza en la popa de la ballenera, y fijos sus ojos en la bóveda espléndida del cielo-: Dios, que es la sabiduría y la unidad del universo.

Dios, que sostiene pendientes en las hebras impalpables de su voluntad soberana esos mundos espléndidos que giran, como chispas de su inteligencia, sobre esa bóveda infinita y diáfana que parece formada con el aliento de los ángeles.

¡Eternos como la mirada que los ilumina, esos astros verán alguna vez sobre estas olas la realización de los bellos ensueños de mi mente! Sí. El porvenir de la América está escrito sobre las obras de Dios mismo: es en una magnífica y espléndida alegoría, en que ha revelado los destinos del nuevo mundo el gran poeta de la creación universal.

Esas inmensas praderas donde brota una flor de cada gota de rocío que cae en ellas.

Estos ríos inmensos como el mar, que se cruzan como arterias del cuerpo gigantesco de la América, y refrescan por todas partes sus entrañas, abrasadas con el fuego de sus metales.

Esos espesos bosques donde la salvaje orquesta de la Naturaleza está convidando a la armonía del arte y de la voz humana.

Esta brisa suave y perfumada que pasa por la frente de estas regiones como el suspiro enamorado del genio protector que las vigila.

Estas nubes matizadas siempre con los colores más risueños y suaves de la Naturaleza.

Sí; todos esos magníficos espectáculos son palabras elocuentes del lenguaje figurado de Dios, con que revela el porvenir de estas regiones.

Las generaciones se suceden en la humanidad, como las olas de este río, inmenso como el mar.

Cada siglo cae sobre la frente de la humanidad como un torrente aniquilador que se desprende de las manos del tiempo, sentado entre los límites del principio y el fin de la eternidad: se desprende, arrasa, arrebata en su cauce las generaciones, las ideas, los vicios, las grandezas y las virtudes de los hombres, y desciende con ellos al caos eterno de la nada. Pero la creación, esa otra potencia que vive y lucha con el tiempo, va sembrando la vida donde el tiempo acaba de sembrar la muerte.

Ese torrente indestructible arrebatará de las riberas de este río esta generación amasada con el polvo, la sangre y las lágrimas de ella misma. Vendrá otra, y otra, como las olas que se van sucediendo y desapareciendo a mis ojos.

Vendrán.

Cada pueblo tiene su siglo, su destino y su imperio sobre la tierra. Y los pueblos del Plata tendrán al fin su siglo, su destino y su imperio, cuando las promesas de Dios, fijas y escritas en la Naturaleza que nos rodea, brillen sobre la frente de esas generaciones futuras, que verterán una lágrima de compasión por los errores y las desgracias de la mía.

Sí, tengo fe en el porvenir de mi patria. Pero se necesita que la mano del tiempo haya nivelado con el polvo de donde hemos salido la frente de los que hoy viven.

Sí; tengo fe; pero fe en tiempos muy lejanos de los nuestros. ¡Patria! ¡Patria! ¡La generación presente no tiene sino el nombre de sus padres!

¡Y tú, Florencia, ídolo amado de mi corazón; tú, ángel conciliador de mi alma con la vida, de mi corazón con los hombres, de mi destino con mi patria; tú, hebra de luz que me pones en la relación con Dios, extendida desde el cielo al lodo terrenal en que me ahogo; tú, tú eres el único ser de todos los que he visto sobre la tierra a quien quisiera volver a hallar en el cielo, para que nuestras almas volviesen de cuando en cuando, entre los rayos pálidos de la luna, a contemplar la tierra que fue testigo de nuestro amor, como es testigo de tanto desengaño; de tanta virtud mentida; de tanto crimen y miserias reales!»

La luna escondió en este momento su faz de nácar entre los velos de una parda nube, y Daniel inclinó su cabeza sobre el pecho, embriagado en el éxtasis de su espíritu, y cerró sus ojos, arrullado por las olas del poderoso Plata, soñolientas y perezosas bajo el tranquilo e iluminado pabellón del cielo.




ArribaAbajoCapítulo VI

Doña María Josefa Ezcurra


Después del cuadro político que acaba de leerse, y que la necesidad de dejar dibujada a grandes rasgos la época en que pasan los acontecimientos de esta historia, con sus hombres, sus vicios y sus virtudes, nos obligó a delinearlo y distraer a nuestros lectores, separándolos un momento de nuestros conocidos personajes, justo es que volvamos ahora en busca de ellos, retrocediendo algunos días, hasta volver a encontrarnos con aquel de que nos separamos ya.

El lector querrá acompañarnos a una casa donde ha entrado otra vez en la calle del Restaurador; y por cierto que habrá de encontrar allí escenas de que la imaginación duda y de que la historia responde.

La cuñada de Su Excelencia el Restaurador de las Leyes estaba de audiencia, en su alcoba; y la sala contigua, con su hermosa estera de esparto blanco con pintas negras, estaba sirviendo de galería de recepción, cuajada por los memorialistas de aquel día.

Una mulata vieja, y de cuya limpieza no podría decirse lo mismo que de la ama, por cuanto es necesario siempre decir que las amas visten con mas aseo que las criadas, aun cuando la regla puede ser accesible a una que otra excepción acá o allá, hacía las veces de edecán de servicio, de maestro de ceremonias y de paje de introducción.

Parada contra la puerta que daba a la alcoba, con una mano agarrado tenía el picaporte, en señal de que allí no se entraba sin su correspondiente beneplácito, y con la otra mano recibía los cobres o los billetes que, según su clase, le daban los que a ella se acercaban en solicitud de obtener la preferencia de entrar de los primeros a hablar con la señora Doña María Josefa Ezcurra. Y jamás audiencia alguna fue compuesta y matizada de tantas jerarquías, de tan varios colores, de tan distintas razas.

Estaban allí reunidos y mezclados el negro y el mulato, el indio y el blanco, la clase abyecta y la clase media, el pícaro y el bueno; revueltos también entre pasiones, hábitos, preocupaciones y esperanzas distintas.

El uno era arrastrado allí por el temor, el otro por el odio; uno por la relajación, otro por una esperanza, otros en fin por la desesperación de no encontrar a quien ni en dónde recurrir en busca de una noticia, o de una esperanza sobre la suerte de alguien caído en la desgracia de Su Excelencia. Pero el edecán de aquella emperatriz de un nuevo género, si no es en nosotros una profanación escandalosa el aplicar ese cesáreo nombre a la señora Doña María Josefa, tenía fija en la memoria su consigna, y cuando salía de la alcoba la persona a quien hacía entrar, elegía otra de las que allí estaban, siguiendo las instrucciones de su ama, sin cuidarse mucho de las súplicas de unos, y de las reclamaciones de otros, que habían puesto en su mano alguna cosa para conquistar la prioridad en la audiencia: y era de notarse que precisamente la audiencia no se daba a aquellos que la solicitaban, sino a los que nada decían ni pedían, por cuanto estos últimos habían sido mandados llamar por la señora, en tanto que los otros venían en solicitud de alguna cosa.

El pestillo de la puerta fue movido de la parte interior, y en el acto la mulata vieja abrió la puerta y dio salida a una negrilla como de diez y seis a diez y ocho años, que atravesó la sala, tan erguida como podría hacerlo una dama de palacio que saliera de recibir las primeras sonrisas de su soberana en los secretos de su tocador.

Inmediatamente la mulata hizo señas a un hombre blanco, vestido de chaqueta y pantalón azul, chaleco colorado, que estaba contra una de las ventanas de la sala, con su gorra de paño en la mano.

Ese hombre pasó lentamente por en medio de la multitud, se acercó a la mulata; habló con ella, y entró a la alcoba, cuya puerta se cerró tras él.

Doña María Josefa Ezcurra estaba sentada en un pequeño sofá de la India, al lado de su cama, tapada con un gran pañuelo de merino blanco con guardas punzoes, y tomaba un mate de leche que la servía y la traía por las piezas interiores una negrilla joven.

-Entre, paisano; siéntese -dijo al hombre de la gorra de paño, que sentóse todo embarazado en una silla de madera de las que estaban frente al sofá de la India.

-¿Toma mate amargo, o dulce?

-Como Usía le parezca -contestó aquél, sentado en el borde de la silla, dando vuelta a su gorra entre las manos.

-No me diga Usía. Tráteme como quiera, no más. Ahora todos somos iguales. Ya se acabó el tiempo de los salvajes unitarios, en que el pobre tenía que andar dando títulos al que tenía un fraque o sombrero nuevo. Ahora todos somos iguales, porque todos somos federales. ¿Y sirve ahora, paisano?

-No, señora. Hace cinco años que el general Pinedo me hizo dar de baja por enfermo, y después que sané trabajo de cochero.

-¿Usted fue soldado de Pinedo?

-Sí, señora; fui herido en servicio y me dieron la baja.

-Pues ahora Juan Manuel va a llamar a servicio a todo el mundo.

-Así he oído; sí, señora.

-Dicen que va a invadir Lavalle, y es preciso que todos defiendan la Federación, porque todos son sus hijos. Juan Manuel ha de ser el primero que ha de montar a caballo, porque él es el padre de todos los buenos defensores de la Federación. Pero se han de hacer sus excepciones en el servicio, porque no es justo que vayan a las fatigas de la guerra los que pueden prestar a la causa servicios de otro género.

-¡Pues!

-Ya tengo una lista de más de cincuenta a quienes he de hacer que les den papeletas de excepción por los servicios que están prestando. Porque ha de saber, paisano, que los verdaderos servidores de la causa son los que descubren las intrigas y los manejos de los salvajes unitarios de aquí adentro, que son los peores; ¿no es verdad?

-Así dicen, señora -contestó el soldado retirado, volviendo el mate a la negrilla que lo servía.

-Son los peores, no tenga duda. Por ellos, por sus

intrigas es que no tenemos paz, y que los hombres no pueden trabajar y vivir con sus familias, que es lo que quiere Juan Manuel; ¿no le parece que ésta es la verdadera Federación?

-¡Pues no, señora!

-Vivir sin que nadie los incomode para el servicio.

-Pues.

-Y ser todos iguales, los pobres como los ricos, eso es Federación, ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-Pues eso no quieren los salvajes unitarios; y por eso, todo el que descubre sus manejos es un verdadero federal, y tiene siempre abierta la casa de Juan Manuel y la mía, para poder entrar y pedir lo que le haga falta; porque Juan Manuel no niega nada a los que sirven a la patria, que es la Federación; ¿entiende, paisano?

-Sí, señora, y yo siempre he sido federal.

-Ya lo sé, y Juan Manuel también lo sabe; y por eso lo he hecho venir, segura de que no me ha de ocultar la verdad si sabe alguna cosa que pueda ser útil a la causa.

-¿Y yo qué he de saber, señora, si yo vivo entre federales nada más?

-¡Quién sabe! Ustedes los hombres de bien se dejan engañar con mucha facilidad. Dígame, ¿dónde ha servido últimamente?

-Ahora estoy conchabado en la cochería del inglés.

-Ya lo sé, ¿pero antes de estar en ella, dónde servía?

-Servía en Barracas, en casa de una señora viuda.

-Que se llama Doña Amalia, ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-¡Oh, si por aquí todo lo sabemos, paisano! ¡Pobre del que quiera engañar a Juan Manuel o a mí! -dijo Doña María Josefa clavando sus ojitos de víbora en la fisonomía del pobre hombre, que estaba en ascuas sin saber qué era lo que le iba a preguntar.

-Por supuesto -contestó.

-¿En qué tiempo entró usted a servir a esa casa?

-Por el mes de noviembre del año pasado.

-¿Y salió usted de ella?

-En mayo de este año, señora.

-¿En mayo, eh?

-Sí, señora.

-¿En qué día, lo recuerda?

-Sí, señora; salí el 5 de mayo.

-¿El 5 de mayo, eh? -dijo la vieja meneando la cabeza, y marcando palabra por palabra.

-Sí, señora.

-El 5 de mayo... ¿Conque ese día? ¿Y por qué salió usted de esa casa?

-Me dijo la señora que pensaba economizar un poco sus gastos, y que por eso me despedía, lo mismo que al cocinero, que era un mozo español. Pero antes de despedirnos nos dio una onza de oro a cada uno, diciéndonos que tal vez más adelante nos volvería a llamar, y que fuésemos a ella siempre que tuviésemos alguna necesidad.

-Qué señora tan buena: quería hacer economías y regalaba onzas de oro! -dijo Doña María Josefa con el acento más socarrón posible.

-Sí, señora, Doña Amalia es la señora más buena que yo he conocido, mejorando la presente.

Doña María Josefa no oyó estas palabras; su espíritu estaba en tirada conversación con el diablo.

-Dígame, paisano -dijo de repente-, ¿a qué horas lo despidió Doña Amalia?

-De las siete a las ocho de la mañana.

-¿Y ella se levantaba a esas horas siempre?

-No, señora, ella tiene la costumbre de levantarse muy tarde.

-¿Tarde, eh?

-Sí, señora.

-¿Y usted vio alguna novedad en la casa?

-No, señora, ninguna.

-¿Y sintió usted algo en la noche?

-No, señora, nada.

-¿Qué criados quedaron con ella, cuando usted y el cocinero salieron?

-Quedó Don Pedro.

-¿Quién es ése?

-Es un soldado viejo que sirvió en las guerras pasadas, y que ha visto nacer a la señora.

-¿Quién más?

-Una criada que trajo la señora de Tucumán, una niña, y dos negros viejos que cuidan de la quinta.

-Muy bien: en todo eso me ha dicho usted la verdad; pero cuidado, mire usted que le voy a preguntar una cosa que importa mucho a la Federación y a Juan Manuel, ¿ha oído?

-Yo siempre digo la verdad, señora -contestó el paisano, bajando los ojos, que no pudieron resistir a la mirada encapotada y dura con que acompañó Doña María Josefa sus últimas palabras.

-Vamos a ver: en los cinco meses que usted estuvo en casa de Doña Amalia, ¿qué hombres entraban de visita todas las noches?

-Ninguno, señora.

-¿Cómo ninguno?

-Ninguno, señora. En los meses que he estado, no he visto entrar a nadie de visita de noche.

-¿Y estaba usted en la casa a esas horas?

-No salía de casa, porque muchas noches, si había luna, enganchaba los caballos y llevaba a la señora a la Boca, donde se bajaba a pasear a orillas del riachuelo.

-¿A pasear? ¡Qué señora tan paseandera!.

-Sí, señora, llevaba la niña Doña Luisa y paseaba con ella sola.

-¡La niña Doña Luisa! ¿Y la cuida mucho a esa niña Doña Luisa?

-Sí, señora, como si fuera de la familia.

-¿Será de la familia, pues?

-No, señora, no es nada de ella.

-No; pues las malas lenguas dicen que es su hija.

-¡Jesús, señora! Si Doña Amalia es muy moza, y la niña tiene doce años.

-¿Muy moza, eh? ¿Y cuántos años tiene?

-Ha de tener de veinte y dos a veinte y cuatro años. -¡Pobrecita! Fuera de los que mamó y anduvo a gatas. Bien, ¿y con quién decía usted que paseaba?

-Sola con la niña.

-¿Con ella sola, eh? ¿Y a nadie encontraba por allí? -A nadie, no, señora.

-Y las noches que no paseaba, ¿no recibía visitas?

-No, señora, no iba nadie.

-¿Estaría rezando?

-Yo no sé, señora, pero a casa no entraba nadie -respondió el antiguo cochero de Amalia, que, a pesar de toda la vocación por la santa causa, estaba comprendiendo que se trataba de algo relativo a la honradez, o a la seguridad de Amalia, y se estaba disgustando de que le creyesen capaz de querer comprometerla, por cuanto él estaba persuadido de que en el mundo no había una mujer más buena ni generosa que ella.

Doña María Josefa reflexionó un rato.

-«Esto echa por tierra todos mil cálculos»- se dijo a sí misma.

-¿Y dígame usted, de día tampoco no entraba nadie? -preguntó.

-Solían ir algunas señoras, una que otra vez.

-No, de hombres, le pregunto a usted.

-Solía ir el señor Don Daniel, un primo de la señora.

-¿Todos los días?

-No, señora, una o dos veces por semana.

-¿Y después que ha salido usted de la casa ha vuelto a ella a ver a la señora?

-He ido tres o cuatro veces.

-Vamos a ver: cuando usted ha ido, ¿a quién ha visto en ella, a más de la señora?

-A nadie.

-¿A nadie, eh?

-No, señora.

-¿No había algún enfermo en la casa?

-No, señora, todos estaban buenos.

Doña María Josefa reflexionaba.

-Bueno, paisano; Juan Manuel tenía algunos informes sobre algo de esa casa pero yo le diré cuanto usted me ha dicho, y si es la verdad, usted le habrá hecho un servicio a la señora, pero si usted me ha ocultado algo, ya sabe lo que es Juan Manuel con los que no sirven a la Federación.

-Yo soy federal, señora; yo siempre digo la verdad.

-Así lo creo: puede retirarse no más.

Inmediatamente a la salida del ex cochero de Amalia, Doña María Josefa llamó a la mulata de la puerta y le dijo:

-¿Está ahí la muchacha que vino ayer de Barracas?

-Está, sí, señora.

-Que entre.

Un minuto después entró a la alcoba una negrilla de diez y ocho a veinte años, rotosa y sucia.

Doña María Josefa la miró un rato, y la dijo:

-Tú no me has dicho la verdad: en casa de la señora que has denunciado, no vive hombre ninguno, ni ha habido enfermos.

-Sí, señora, yo le juro a su merced que he dicho la verdad. Yo sirvo en la pulpería que está en la acera de la casa de esa unitaria; y de los fondos de casa, yo he visto muchas mañanas un mozo que nunca usa divisa y que anda en la quinta de la unitaria cortando flores. Después yo los he visto a él y a ella pasear del brazo en la quinta muchas veces; y a la tarde suelen ir a sentarse bajo de un sauce muy grande que hay en la quinta, y allí les llevan café.

-¿Y de dónde ves esto, tú?

-Los fondos de casa dan a los de la casa de la unitaria, y yo les suelo ir a espiar de atrás del cerco, porque les tengo rabia.

-¿Por qué?

-Porque son unitarios.

-¿Cómo lo sabes?

-Porque nunca que pasa Doña Amalia por la pulpería, saluda al patrón, ni a la patrona, ni a mí; porque los criados de ella nunca van a comprar nada a casa, cuando ellos saben que el patrón y todos nosotros somos federales; y porque la he visto muchas veces andar con vestido celeste entre la quinta. Y cuando vi estas noches que el ordenanza del señor Mariño y otros dos más andaban rondando la casa, y tomando informes en la pulpería, yo vine a contarle a su merced lo que sabía, porque soy buena federal. Es unitaria, sí, señora.

-¿Y qué más sabes de ella, para decir que es unitaria?

-¿Qué más sé?

-¿Sí, qué más sabes?

-Mire, su merced: una comadre mía supo que Doña Amalia buscaba lavandera, fue a verla, pero no la quiso y le dio la ropa a una gringa.

-¿Cómo se llama?

-No sé, señora; pero si su merced quiere yo lo preguntaré.

-Sí, pregúntalo.

-Y también tengo que decir a su merced que yo la he oído tocar el piano y cantar a media noche.

-¿Y qué hay con eso?

-Yo digo que ha de ser la canción de Lavalle.

-¿Y por qué lo crees?

-Yo digo no más.

-¿Y no puedes pasar de noche a la quinta y acercarte a la casa para oír lo que canta?

-Veré a ver, sí, señora.

-Mira, si puedes entrarte a la casa, escóndete y no te muevas de allí hasta que venga el día.

-¿Y qué hago, señora?

-¿No dices que allí hay un mozo?

-Sí, señora, ya entiendo.

-¡Pues!

-Yo creo que se ha de entrar desde temprano.

-No; si entra a las piezas de ella, ha de ser tarde, y ha de salir antes que venga el día.

-Yo los he de espiar, sí, señora.

-¡Cuidado con no hacerlo!

-Sí, lo he de hacer.

-¿Y qué más has visto en esa casa?

-Ya le dije ayer a su merced todo lo que había visto. Va casi siempre un mozo que dicen que es primo de la unitaria; y estos meses pasados iba casi todos los días el médico Alcorta, y por eso le dije a su merced que allí habla algún enfermo.

-¿Y recuerdas algo más que me has dicho ayer?

-Ah, sí, señora: le dije a su merced que el enfermo debía ser el mozo que anda cortando flores, porque al principio yo lo veía cojear mucho.

-¿Y cuándo es el principio? ¿Qué meses hará de esto?

-Hará cerca de dos meses, señora; después ya no cojea, y ya no va el médico; ahora pasea horas enteras con Doña Amalia, sin cojear.

-¿Sin cojear, eh? -dijo la vieja con la expresión más cínica en su fisonomía.

-Sí, señora, está bueno ya.

-Bien: es necesario que espíes bien cuanto pasa en esa casa, y que me lo digas a mí, porque con eso haces un gran servicio a la causa, que es la causa de ustedes los pobres, porque en la Federación no hay negros ni blancos, todos somos iguales, ¿lo entiendes?

-Sí, señora; y por eso yo soy federal y cuanto sepa se lo he de venir a contar a su merced.

-Bueno, retírate no más.

Y la negra salió muy contenta de haber prestado un servicio a la santa causa de negros y blancos, y por haber hablado con la hermana política de Su Excelencia, el padre de la Federación.

Sucesivamente entraron a la presencia de Doña María Josefa varias criadas de toda edad, y de todo linaje de malignidad, a deponer oficiosamente cuanto sabían o se imaginaban saber de la conducta de sus amos, o de los vecinos a sus casas, dejando en la memoria de aquella hiena federal una nomenclatura de individuos y familias distinguidas, que debían ocupar más tarde un lugar en el martirologio de ese pueblo infeliz, entregado por el más inmoral de los gobiernos al espionaje recíproco, a la delación y la calumnia, armas privilegiadas de Rosas para establecer el aislamiento y el terror en todos.

En seguida de las delatoras entró en esa oficina del crimen una pequeñísima parte de los que habían llegado ese día con ruegos y solicitudes al gobierno; a cuyo invisible despacho querían que llegasen por conducto de la hermana política del gobernador, que a todos ofrecía su interposición, no obstante que jamás solicitud alguna pasaba de sus manos a Rosas; por cuanto ella sabía que su digno cuñado sólo le prestaba su atención para escuchar los informes que le interesaba saber sobre el estado del pueblo, de las familias y de los individuos; no siendo esto, sin embargo, un obstáculo para que Doña María Josefa tomase los regalos de cuanto pobre y rico se le acercaba en busca de su protección, diciendo a todos: que Juan Manuel iba a despachar de un momento a otro la solicitud muy favorablemente, por los empeños de ella.

La pluma del romancista no puede entrar en las profundidades filosóficas del historiador; pero hay ciertos rasgos, leves y fugitivos, con que puede delinear, sin embargo, la fisonomía de toda una época; y este pequeño bosquejo de la inmoralidad en que ya se basaba el gobierno de Rosas en el año de 1840, fácilmente podrá explicar, lo creemos, los fenómenos sociales y políticos que aparecieron en pos de esa fecha, en lo más dramático y lúgubre de la dictadura.

Los abogados del dictador han presentado siempre al extranjero la parte ostensible de su gobierno, y han dicho: si el general Rosas fuese un tirano; si su gobierno fuese tal como lo pintan sus enemigos, no hubiese sido soportado por el pueblo, después de tantos años.

Pero ¿cómo ha existido?, ¿cómo se ha sostenido contra el torrente de la voluntad de todos? He ahí la cuestión; he ahí el estudio filosófico de ese gobierno.

Una labor inaudita, empleada con perseverancia en el espacio de muchos años para relajar todos los vínculos sociales, poniendo en anarquía las clases, las familias y los individuos, estableciendo y premiando la delación como virtud cívica en la clase ignorante e inclinada al mal de sus semejantes; escudándose siempre con esa palabra Federación, encubridora de todos los delitos, de todos los vicios, de todas las subversiones morales, en el sistema de Rosas; tales han sido los primeros medios empleados por él para debilitar la fuerza sintética del pueblo, cortando en él todos los lazos de comunidad, y dejando una sociedad de individuos aislados para ejercer sobre ellos su bárbaro poder.

La fortuna quiso también que ese hombre funesto encontrase en su propia familia caracteres a propósito para ayudarle en su diabólico plan. Y entre ellos el de Doña María Josefa Ezcurra era un minero inagotable de recursos para la facilitación de sus fines.

La historia, más que nosotros, sabrá pintar a esa mujer y a otras personas de la familia del tirano con las tintas convenientes para hacer resaltar toda la deformidad de su corazón, de sus habitudes y de sus obras.




ArribaAbajoCapítulo VII

La pareja


Ya Doña María Josefa Ezcurra se disponía para hacer a su Juan Manuel la segunda visita de las tres que le hacía diariamente, y de las cuales mucho era que consiguiese hablarle una sola, contentándose con haber estado en las piezas interiores de la casa y poder salir de ellas aparentando que dejaba el gabinete de Su Excelencia, a los ojos de los servidores de segundo orden que cuajaban el zaguán del patio, haciéndose ante ellos, por esa ficción grosera, la agente intermediaria y necesaria a los infelices que tenían algo que suplicar, o a los pícaros que tenían algo que contar; recibiendo oblaciones de los primeros, y atando a los segundos al yugo de su servicio personal por esa esclavitud que la prostitución se labra a sí misma desde el momento en que se descubre a los ojos de un superior; ya llegaba el momento, decíamos, de salir de su casa cuando entró muy familiarmente en ella el comandante Mariño, redactor de La Gaceta Mercantil, vasto albañal por donde pasaban todas las inmundicias de la dictadura y de su partido; pasquín diario donde se difamaba individualmente, hasta en lo más recóndito de la vida privada, a cuanto hombre se había pronunciado contra la tiranía de Rosas; inventando las más torpes calumnias, hasta sobre los hombres jóvenes que no tenían un sólo antecedente público en su vida.

La dueña de la casa no se hizo esperar mucho tiempo de su digna visita, y salió a la sala a recibirla diciéndole:

-Sólo a usted lo recibo, porque ya me iba a lo de Juan Manuel; y empiezo por decirle que estoy muy enojada.

-Y yo también -le contestó Mariño, sentándose en el sofá de la sala, al lado de ella.

-Sí, pero usted no ha de tener los motivos que yo.

-También lo creo; empiece usted por los suyos, que yo después explicaré los míos -le contestó el redactor, hombre a quien la Naturaleza había tenido el capricho de envolverle el alma entre un velo negrísimo, tejido con las peores fibras de que brotan las malas pasiones en las degeneraciones de la raza humana, al mismo tiempo que salpicándole la inteligencia con algunas brillantes chispas de imaginación y de talento.

-¿Que empiece los míos?

-Eso he dicho.

-Pues bien: tengo motivos de queja contra usted, porque nos está sirviendo a medias solamente.

-¡Nos está sirviendo! ¿A quiénes, señora Doña María Josefa?

-¡A quiénes! A Juan Manuel, a la causa, a mí, a todos.

-¡Ah!

-¡Pues! Y a Juan Manuel, no le puede gustar esto.

-Respecto a eso yo me entiendo con el señor gobernador -contestó Mariño, mirando a la vieja, aun cuando nadie lo hubiera creído por cuanto sus ojos miraban siempre al sesgo.

-¡Sí, como ahora lo ve usted todas las noches!

-Mientras usted lo ve tres o cuatro veces al día, señora -contestó Mariño queriendo lisonjear a Doña María Josefa, pues aun cuando Mariño no la quería, por la razón de que a nadie quería en el mundo, sabía cuánto importaba el estar bien con ella siempre, y especialmente en esos momentos en que interés individual le aconsejaba buscar su auxilio.

-¿Cuatro? No, tres veces no más lo suelo ver.

-Es mucha suerte. Pero vamos a esto: ¿en qué sirvo yo a medias?

-En que está usted predicando en la Gaceta el degüello de los unitarios, y se olvida de las unitarias, que son peores.

-Pero es preciso empezar por los hombres.

-Es preciso empezar y acabar por todos, hombres y mujeres; y yo empezaría por las mujeres porque son las peores, y después hasta por sus inmundas crías, como ha dicho muy bien el juez de paz de Monserrat, Don Manuel Casal Gaete1, que es un modelo de federal.

-Bien, hemos de tratar a su tiempo de las unitarias, pero por ahora es preciso que yo le diga a usted que también hay damas federales que no son buenas amigas.

-No, pues por lo que hace a mí...

-Precisamente es a usted a quien me refiero.

-¡Vaya! Esa es broma.

-No, señora, es serio: yo le confié a usted un secreto hace quince días, ¿recuerda usted?

-¿Lo de Barracas?

-Sí, lo de Barracas; y en alma y cuerpo se lo ha embutido usted a mi mujer.

-¡Qué! Si fue una broma que yo tuve con ella.

-Pero una broma que me cuesta caro, pues mi mujer me saca los ojos.

-¡Bah!

-No, no ¡bah! La cosa es seria.

-¡Qué!

-Muy seria.

-No diga eso.

-Sí; lo repito, muy seria, porque no tenía usted para qué dar este disgusto a mi señora, ni a mí.

-¡Qué! Mire usted... ¡qué ocurrencia, Mariño!... Como ella lo había de saber por otro conducto, yo le dije que a usted le parecía muy buena moza la viuda de Barracas, pero nada más, ¡qué ocurrencia!, ¿cómo cree usted que había de querer yo indisponerlos?

-Bien, ya el mal está hecho y olvidémoslo -dijo Mariño revolviendo los ojos, proponiéndose sacar partido de la traición de esa mujer, para quien no había tales hombres ni mujeres unitarias en el mundo, sino hombres y mujeres a quienes quería hacer mal.

-Bueno, suponga usted que esté hecho el mal, Mariño, pero también es preciso que usted sepa que ya está hecho el bien.

-¿Cómo!

-¡Toma! ¿Qué me dijo usted?

-Dije a usted que me interesaba saber algo sobre tal señora que vivía en Barracas: qué especie de vida era la suya, quién la visitaba, y sobre todo, quién era un hombre que vivía con ella y que parecía estar oculto, porque no salía a la calle, ni se asomaba siquiera a las ventanas; y dije a usted, también, que yo no tenía en todo esto sino un interés político; es decir, un interés de nuestra causa.

-¡Pues, un interés político!

-Cierto.

-Ya.

-¿Porqué lo duda usted?

-¿Yo?

-Sí, usted, se sonríe maliciosamente.

-¡Qué! Si yo soy así.

-Sí, señora, es usted así.

-Mire; yo soy como soy.

-La conozco.

-Y yo también lo conozco.

-¿Es decir que nos conocemos?

-Pues, prosiga, Mariño.

-Eso fue lo único que dije a usted, creyendo que no me rehusaría usted este servicio; usted, que todo lo sabe y que todo lo puede.

-Pues bien, ahora va usted a oír todo lo que yo he hecho y conocerá usted si soy su amiga. Hace mucho tiempo que sé que esa mujer de Barracas vive muy retirada, y, por consiguiente, debe ser unitaria.

-¡Oh, quién sabe!

-No, unitaria, fijo.

-Bien, prosiga usted.

-Me dijo usted que creía que había un hombre oculto.

-Lo sospeché solamente.

-No, claro, oculto; yo sé lo que me digo.

-Adelante.

-Mandé una de las personas de mi servicio a indagar por el barrio con ciertas instrucciones mías. En la acera de la casa hay una pulpería, en la pulpería una negrilla criolla; mi emisario habló con ella; le dijo que la casa de la viuda era sospechosa; que se fijase que de noche andaba gente vigilando la casa.

-¿Y cómo lo sabía su emisario de usted?

-Porque yo se lo dije.

-Pero usted ¿cómo lo sabía?

-¡Bah!, porque yo conozco a usted, y desde que vi que usted tenía interés político en ese asunto -dijo Doña María Josefa, marcando irónicamente las últimas palabras-, me presumí que no se había de estar usted durmiendo en las pajas.

-Prosiga usted -dijo Mariño, admirando en su interior la astucia de aquella mujer.

Mi emisario dijo a la negrilla, pues, que la casa era sospechosa, que la vigilaban, y que si ella sabía alguna cosa, se congraciaría mucho conmigo viniendo a avisármela; pudiendo decir después que era más federal que muchas blancas que tratan de humillar a la pobre gente de color, sin prestar ningún servicio a la Federación. La negrilla no se hizo de esperar: se vino a verme, y, como si la cosa naciera de ella misma, me refirió cuanto sabía.

-¿Y qué es lo que sabe?

-Que allí hay un hombre joven y muy buen mozo -contestó Doña María Josefa, poniendo de su parte aquellas calidades para no perder la ocasión de mortificar al prójimo.

-¿Y bien?

-Que es muy buen mozo; que se pasea por la quinta abrazado con la viuda.

-¿Abrazado, o del brazo?

-Abrazado, o del brazo, no me acuerdo cómo dijo la negrilla. Que toman café juntos bajo de un sauce, que él mismo le tiene la taza para que ella lo tome; y que allí se están hasta que viene la noche, y...

-¿Y qué? -dijo Mariño, ardiéndole la sangre e inyectados de ella sus oblicuos ojos.

-Y que...

-Prosiga usted, señora.

-Pues viene la noche y...

-¿Y?

-Y que después ya no los ve más -dijo Doña María Josefa, con una expresión de un contentamiento indefinible.

-Bien -dijo Mariño-, pero hasta ahora no sacamos en limpio sino que en esa casa hay un hombre, y es lo mismo que yo dije a usted hace quince días.

-Eso de que nada sacamos en limpio, no es del todo cierto. Hace quince días que usted deseaba saber algo de esa casa y quién era ese hombre; usted sólo era el interesado, pero desde ayer el asunto es de los dos, la mitad mío, y la mitad de usted.

-Desde ayer, ¿y por qué?

-Porque desde ayer he tomado varios informes, y se me ha fijado una idea en la cabeza; no sé por qué me parece que voy a dar con cierto pájaro; en fin, éste es un asunto mío; y por mí, por mí sola lo he de saber, y pronto.

-Pero más que saber quién es ese hombre, me interesa saber qué especie de relación tiene con la viuda; y éste es el servicio que yo espero de usted; porque es preciso que usted sepa que esa casa es un convento; no se ven jamás, ni las puertas, ni las ventanas abiertas, y para mayor misterio, los criados parecen mudos. En tres semanas no han entrado a ella más personas que la joven de Dupasquier, tres veces; Bello, el primo de la viuda, casi todas las tardes, y Agustina, cuatro veces.

-Y ¿por qué no se ha hecho usted amigo de Bello?

-Es un muchacho buen federal, pero muy orgulloso; no me gusta.

-Y ¿por qué no ha visto usted a Agustina para que lo lleve?

-No quiero dar tanta publicidad a este asunto. Es una ganancia política que yo quiero hacer con usted sola.

-¿Política, eh? ¡Ah, tunante! Pero hace bien; tiene buen gusto; dicen que la viudita es preciosa.

-Ah, señora, no hablemos de eso.

-¿Y qué más quiere la zonza?

-¡Oh!

-¡Bah! Es usted un pobre hombre lleno de melindres. Vamos a ver: ¿se contenta usted con que ella venga a pedirme algún servicio dentro de pocos días, y con que yo se la recomiende a usted, y se la envíe a la imprenta, o a alguna casita por ahí?

-¿Me habla usted de veras? -preguntó Mariño acercándose más a la vieja, relampagueándole los ojos.

-¡Ah, picarón, cómo se alegra! Así ha de ser, y nada será más fácil si yo no me he equivocado en cierta sospechita que tengo. Déjeme usted hacer solamente, y dentro de tres o cuatro días, asunto concluido; o salimos bien, o salimos mal.

-Mi amiga -dijo Mariño con un tono lleno de amabilidad-, yo sólo quería de usted el que, con su poderosa influencia, con su talento que no tiene rival, se hiciera usted necesaria a esa señora, y usted parece que ha adivinado mis deseos. Hoy por mí, y mañana por ti, como dice el refrán.

-No, pues mire usted, Mariño: en este asunto me parece que voy a hacer menos por usted que por mí; si me sale cierto lo que sospecho, creo que le voy a dar un golpe de muerte a Victorica en la opinión de Juan Manuel.

-¿Luego aquí hay algo serio? -dijo Mariño un poco intrigado.

-Puede ser, pero no tema usted nada por la viudita; la hemos de sacar en palmas; entretanto, ¿con qué va usted a pagarme mi servicio?

-¿Quiere usted que le mande desde mañana cien ejemplares de la Gaceta, para distribuirlos entre nuestros buenos servidores?

-Ya lo entiendo, picaruelo, me ha comprendido usted, y les va a dar duro a ellos y a ellas, ¿eh?

-Creo que quedará usted contenta.

-Y si no, no me contente.

-Otra cosa, hágame usted el favor, señora, de no hablarle una palabra de estos asuntos a mi mujer.

-¡No sea criatura! Si son bromas mías -y soltó una de aquellas estrepitosas carcajadas que el diablo la inspiraba, haciéndola gozar del mal que hacía.

-Bien, bromas o no bromas, es mejor que no se repitan: yo se lo suplico a usted -dijo Mariño, quien, a pesar del favor en que estaba con el dictador, creía muy conveniente el suplicar a aquella mujer, cuyas armas eran generalmente irresistibles.

-Bueno: vaya no más, no tenga cuidado, si yo doy con cierta cosa, usted ha de dar con la viuda; pero con una condición.

-Póngala usted.

-¿Palabra de honor?

-Palabra de honor.

-Pues bien; si yo doy con cierta cosa con que no ha podido dar Victorica, yo se la mando a usted a su cuartel de serenos, y usted la recibe, ¿entiende usted?

-¿A quién? ¿A la viudita?

-¡No, qué a la viuda!

-Pues ¿a quién mandará usted a mi cuartel?

-A la cosa que ando buscando, y que espero hallar.

-!Ah!

-¿Entiende usted ahora?

-Entiendo -contestó Mariño con una sonrisa indefinible, comprendiendo que se trataba de alguna víctima, pues que el hombre que entraba a su cuartel de serenos, no salía de allí sino para la eternidad.

-¿No digo? Si hemos de ser muy amigos, Mariño.

-Hace tiempo que lo somos -contestó éste levantándose.

-Sí, y de todo corazón. ¿Conque se va?

-Y volveré, ¿cuándo?

-Dentro de cuatro o cinco días.

-Hasta entonces, pues.

-Adiós, Mariño, hasta entonces; memorias a su mujer, y no haga caso de las zoncerías que le diga.

-Adiós, señora -le dijo el redactor casi admirado de no ver salir de aquellos labios sino palabras empapadas en algún veneno diferente.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Preámbulo de un drama


Después de la noche del 24 de mayo en que cerramos la segunda parte de los acontecimientos de esta historia, los asuntos individuales, y los sucesos políticos, de sus personajes, y de su época, hasta los últimos días de julio, habían sufrido cambios progresivos.

Con el tiempo, este agente poderoso del trastorno de cuanto hay creado, la poética quinta de Barracas había ido, poco a poco, arrojando de su recinto de flores las incertidumbres y las supersticiones, y convirtiéndose en un Edén cuyas puertas, cerradas algún tiempo, se abrieron lentamente, pero al fin se abrieron a los dos ángeles sin alas arrodillados ante ellas.

Solos, entre el misterio y el peligro, entre la Naturaleza y la soledad, almas formadas para lo más sublime y tierno de la poesía y del amor; noble, valiente y generosa la una; tierna, poética y armoniosa la otra, Eduardo y Amalia habían atado para siempre su destino en el mundo con las fibras más íntimas y sensibles de su corazón; y si la felicidad en la tierra no es un sueño con el cielo, que domina la imaginación en el tránsito fugitivo de la cuna a la tumba, la felicidad, con todo el esmalte caprichoso con que la engalana la fantasía, había aletargado el espíritu de los dos jóvenes, y hécholes oír, ver, tocar, en sus raptos de poesía y entusiasmo, todo cuanto la mente concibe que puede encontrarse en la existencia soñada de la felicidad eterna, porque, en medio de la ventura, Eduardo había respetado a Amalia y Amalia no veía una sombra en el cristal purísimo de su conciencia.

Sin embargo, estaba convenido entre ambos, que Eduardo volvería a la ciudad, debiendo dentro de pocos meses reunirse para siempre. Pero él no estaba perfectamente bueno de su herida en el muslo. Podía caminar sin dificultad, pero conservaba aún gran sensibilidad en la herida, y esto y los ruegos de Daniel habían demorado un poco más el día de la separación, si cabía separación en quienes debían volverse a ver a cada instante.

Madama Dupasquier y su hija sentían por Amalia el cariño que ella inspiraba a cuantos tenían la felicidad de acercársele y comprenderla; pero el riguroso invierno de 1840, que había puesto intransitables los caminos, impedía que Madama Dupasquier fuese a Barracas tan a menudo como lo deseaba.

Por su parte, Daniel, el hombre para quien no había obstáculos en la Naturaleza, ni en los hombres, veía a su prima y a su amigo casi todos los días; y era en Barracas y en lo de su Florencia donde su corazón y su carácter podían explayarse tales como la Naturaleza los hizo: allí era tierno, alegre, espirituoso, burlón y mordaz a veces; fuera de allí Daniel era el hombre que conocemos en política.

Por último, la señora Doña Agustina Rosas de Mansilla había repetido su visita a Barracas cuatro veces, teniendo la indulgencia de aceptar las disculpas de Amalia por no haberla pagado ninguna de sus visitas todavía. Amalia no buscaba esta relación, la disgustaba al principio, pero últimamente había conocido que Agustina era una mujer inofensiva, cuya amistad en nada la comprometía, en tanto que Agustina la divertía, al mismo tiempo que la daba ocasión para admirar una obra casi perfecta de la Naturaleza, porque el sentimiento de lo bello era el más desenvuelto en el espíritu de Amalia.

Para el carácter circunspecto de Amalia era una diversión el ver a Agustina revolviéndole las cómodas, sacando y mirando cosa por cosa de cuantas allí había, y exigiéndole la historia de cada una, desde su fábrica hasta su precio; poniéndose en seguida cuanta capa, cuanto chal, cuanto encaje, cuanto chiche y cuanta alhaja guardaba en sus gavetas la bella tucumana, y pasando luego a mirarse y contonearse en los grandes espejos del tocador; siendo para Amalia una verdadera curiosidad el ver aquella mujer tan linda de fisonomía y de formas, entregada como una niña de ocho años a los placeres más pueriles y ajenos de su edad, pues que Agustina era tres o cuatro años mayor que Amalia. Sin embargo, esto la divertía, y sin la mínima violencia la regalaba lo que más veía que había llamado su atención. En cambio de todo esto Agustina había enviado a Amalia un enorme gallo de porcelana. Pero a los tres días de habérselo regalado, le escribió pidiéndoselo bajo pretexto de que no se hallaba sin él.

En cuanto a los acontecimientos políticos, hasta el 16 de julio en que tuvo lugar la batalla del Sauce Grande, no se había alterado la situación pública: situación de expectativa para Rosas, de inacción en el Entre Ríos, de preparativos lentos en las provincias de Cuyo, de irresolución en los agentes franceses, de intrigas locales en la República Oriental.

Daniel, entretanto, había tenido un tristísimo desengaño: el 15 de junio, en que debió tener lugar la segunda reunión de jóvenes en la casa de Doña Marcelina, se encontró con que el número de los asistentes no pasaba de siete. La mayor parte de los que concurrieron a la primera reunión, ya no estaba en Buenos Aires, sino en Montevideo, o en el Ejército Libertador.

Daniel sufría mucho por el modo con que sus amigos entendían sus deberes patrios; lo dejaban solo; pero en su aislamiento esa alma de privilegiado temple, lejos de desmayar, parecía cobrar nuevas fuerzas con los reveses, y trabajaba con una febril actividad por precipitar el desborde sangriento de los odios de la Mashorca, contenidos por el dique de una primera señal que les faltaba. Y he ahí lo que buscaba Daniel: que rompiera la Mashorca por en medio de la voluntad de Rosas, a ver si de esa prematura erupción resultaba una reacción del pueblo al sentir el puñal de algunas docenas de bandidos sobre la garganta de tantos inocentes. Pero Daniel no podía con esos lebreles atados con cadena de fierro a la voluntad de su amo, y sólo conseguía el ganar en la opinión de ellos el título del más entusiasta y decidido federal.

Fue en este estado de cosas, y al siguiente día de recibirse la noticia de la batalla, que Daniel se embarcó para Montevideo, donde tuvieron lugar las entrevistas que se conocen ya. Y es pocos días después de su regreso a Buenos Aires que vamos a encontrarnos con él en la encantada quinta de Barracas, cuyos dos habitantes ignoraban aquella partida, aun cuando Daniel se había despedido de ellos por tres días, llegándola a saber solamente cuando los estrechó en sus brazos, libre ya de los peligros que había corrido, y de cuya penosa incertidumbre quiso libertar a sus amigos ocultándoles su arriesgadísimo viaje. El secreto había sido revelado a su Florencia solamente, de quien los ruegos, como los de un ángel, habían subido hasta Dios, y acompañado al bien amado de su alma en los momentos en que arriesgaba la vida por su patria.

Eran las cinco de una tarde fría y nebulosa, y al lado de la chimenea, sentado en un pequeño taburete a los pies de Amalia, Eduardo le traducía uno de los más bellos pasajes del Manfredo de Byron; y Amalia, reclinado su brazo sobre el hombro de Eduardo y rozando con sus rizos de seda su alta y pálida frente, le oía, enajenada, más por la voz que llegaba hasta su corazón que por los bellos raptos de la imaginación del poeta; y de cuando en cuando Eduardo levantaba su cabeza a buscar, en los ojos de su Amalia, un raudal mayor de poesía que el que brotaban los pensamientos del águila de los poetas del siglo XIX.

Ella y él representaban allí el cuadro vivo y tocante de la felicidad más completa: felicidad de ellos, que se escondía en los misterios de su corazón, que a nadie costaba una lágrima en el mundo, y que no dejaba en sus almas el torcedor secreto de los remordimientos, que tan frecuentemente trae consigo esa dicha vulgarizada o comprada a costa de alguna mala acción entre los hombres.

El mundo se encerraba, para ellos, en ellos solos, y al contemplarlos se hubiera podido decir, que la desgracia tendría compasión de echar una gota de acíbar en la copa purísima de la felicidad que gozaban aquellos dos seres que a nadie habían hecho mal en la vida, y que respondían, amándose, a las leyes de una Providencia superior a ellos mismos.

De repente, un coche paró a la puerta, y un minuto después Madama Dupasquier, su hija y Daniel entraron a la sala.

Amalia y Eduardo habían conocido el coche a través de las celosías de las ventanas, y como para los que llegaban no había misterios, Eduardo permaneció al lado de Amalia, lo que sólo una vez había hecho en las visitas de Agustina.

Daniel entró, como entraba siempre, vivo, alegre, cariñoso, porque al lado de su Florencia o de su prima su corazón sacudía sus penas y sus ambiciones de otro género, y daba expandimiento a sus afectos y a su carácter, en lo que él llamaba su vida de familia.

-Café, mi prima, café, porque nos morimos de frío; nos hemos levantado de la mesa para venirlo a tomar contigo; pero ha sido inspiración mía, no tienes que agradecer la visita ni a la madre ni a la hija, sino a mí -dijo.

-Pides tan poco por el servicio, que bien merecerías no ser pago por no saber conocer la importancia de lo que haces -le contestó Amalia, después de haber cambiado besos bien sinceros con sus amigas.

-No le crea usted, Amalia, yo he sido quien he dispuesto este paseo, el perezoso se habría dejado estar hasta mañana al lado de la chimenea -dijo Madama Dupasquier, señora de cuarenta a cuarenta y dos años, de una fisonomía y de un aire de los más distinguidos; pero en cuyo semblante había algo de enfermizo y melancólico, que en la época del terror se descubría muy generalmente en las señoras de distinción que, soterradas en sus casas, y temblando siempre por la suerte de los suyos o de sus amigos, su salud se alteraba por la excitación moral en que vivían.

-Está bien, yo diré menos verdad que Madama Dupasquier, pero no hay lógica humana que de ahí deduzca que yo no deba tomar café los viernes.

-Amalia, yo me empeño porque se lo haga usted servir -dijo la madre de Florencia-, de lo contrario no nos va a hablar sino de café toda la tarde.

-Sí, Amalia, déle café, déle cuanto pida a ver si deja de hablar un poco, porque hoy está insufrible -dijo Florencia, a quien Eduardo estaba mostrando los grabados que ilustran las obras completas de lord Byron.

Amalia, entretanto, había tirado el cordón de la campanilla y ordenado al criado de Eduardo que sirviera café.

-¿Qué obra es ésa, Eduardo? -preguntó Daniel.

-La de uno que en ciertas cosas tenía tanto juicio como tú.

-Ah, es Voltaire, porque este buen señor decía que una taza de café valía más que un vaso de agua del Hipocrene.

-No, no es Voltaire -dijo Amalia-, adivina.

-¡Ah!, entonces es Rousseau, porque el buen ginebrino tenía el exquisito gusto de pararse a respirar el olor del café tostado, donde quiera que lo percibía.

-Ya usted ve, está empeñado en buscar similitudes con los grandes hombres por medio del café -dijo Madama Dupasquier.

-Pero no adivina -observó Amalia.

-No me doy por vencido.

-¿A ver, pues?

-Napoleón, de quien la enfermedad de familia se le agravó a causa de los toneles de café que había tomado en su vida.

-Nada, nada; no adivinas.

-¡Vaya! No adivinaré quién es el autor de ese libro, ¿pero a que adivino quién no es el autor?

-¿A ver? -dijo Florencia desde la ventana a cuya luz estaba viendo los grabados.

-Don Pedro de Angelis, porque este autor no puede parecerse a mí desde que no toma café; toma agua de pozo, la más indigesta de todas las aguas de este mundo, razón por la cual no ha podido digerir todavía el primer volumen de sus documentos históricos; ¿acerté?

-Es Byron, loco, es Byron -le dijo Eduardo, enseñando a Florencia el retrato de la hija del poeta.

-¡Ah, Byron! Ese no tomaba café por la razón que era la bebida favorita de Napoleón; porque has de saber, mi Amalia, que Byron no aborrecía a Napoleón, pero tenía celos de su gloria, por cuanto sabía, el taimado inglés, que con él y con Napoleón debían morir las dos grandes glorias de su siglo, y con toda su alma hubiese querido que no muriese más gloria que la suya. ¿Me parece que he hablado con juicio?

-Por la primera vez esta tarde -contestó Florencia.

-Cosa que no le sucedía con frecuencia al tal poeta; pues si en vez de querer tanto a su mujer, hubiese tenido el juicio de quererla más cuando ello lo tuvo por loco, no hubiese pasado después la miserable vida que llevó en este mundo.

-No he entendido -dijo Florencia.

-Ni nadie -agregó Amalia.

-Quise decir -dijo Daniel, hamacándose en el sillón en que estaba-, que si a mi me tuviese mi mujer por loco, por sólo la ocurrencia de echar un reloj al fuego en un rato de delirio poético, y se me escapase, como hizo la mujer de Byron, en vez de escribirla cartas como él hizo, haría...

-¿Qué? -preguntó Florencia con viveza.

-Haría lo que cualquier buen hijo de España, que son los que mejor entienden las materias de hecho; pero antes, a ver ¿qué harías tú, Eduardo?

-¿Yo?

-Sí, tú. ¿Si tu mujer se te escapase, y tú la quisieras?

-¿Qué había de hacer? Lo que hizo Byron, escribirla, querer traerla al buen sendero de que se había extraviado en un momento de ilusión.

-¡Bah! Eso no vale nada.

-¿Y qué harías tú?

-¿Yo? Montar en un coche, y si no había coche, a caballo, y si no había caballo, sobre mis propias botas; irme muy tranquilo a la casa donde estaba mi fugitiva, tomarla del brazo muy cariñosamente, y decir a los que allí estuvieran: paso, señores, que ésta es mi mujer y me la llevo a mi casa.

-¿Y si no quería ir, caballero? -dijo Florencia.

-Entonces... Claro está, entonces me quedaría donde ella estuviese. Toda la dificultad estaría en que me echasen los dueños de casa, pero entonces me salía con mi mujer y asunto concluido. Pero... el café, mis queridas señoras -dijo Daniel, levantándose y señalando con su mano el gabinete contiguo a la sala donde acababan de servirlo, y donde entraron todos.

El criado, al servir el café, había colocado una hermosa lámpara solar en la mesa redonda del gabinete, y cerrado los postigos de la ventana que daba a la calle Larga, pues que ya comenzaba a anochecer.

Sentados alrededor de la mesa, todos se entretenían en ver a Daniel saborear el café como un perfecto conocedor.

-Es una lástima -dijo Madama Dupasquier-, que nuestro Daniel no haya hecho un viaje a Constantinopla.

Es cierto, señora -contestó el joven-, allí se toma el café por docenas de tazas, pero hace poco tiempo que he jurado no hacer más viajes en mi vida.

-Y especialmente, si para ir a Constantinopla fuera necesario hacer el viaje en una ballenera -dijo Amalia.

-Y pasar media noche con el agua hasta el cuello para volver a su casa -agregó Florencia, mirando con ojos de reconvención a Daniel.

-Y exponerse a ser recibido por algún oficioso guardacosta que lo tome por contrabandista -observó Eduardo.

-¡Hola! ¿También tú, mi querido? ¡Por supuesto, tú el más circunspecto de los hombres para hacer viajes, que eres capaz de embarcarte sin que te cueste un alfilerazo!

-En todo caso contaría contigo -respondió Amalia a su primo, mirando tiernamente a Eduardo.

-Por aviso de la providencia, se entiende, que en cuanto a los que había de recibir de él, tengo mis antecedentes a este respecto.

-Sí, tiene razón Daniel -dijo Madama Dupasquier.

-Pero, Daniel, siempre ha sido para nosotros un misterio cómo apareciste cerca de tu amigo en aquella terrible noche -dijo Amalia.

-¡Vaya! Hoy estoy de buen humor, y te lo diré, hija mía. Es muy sencillo.

Todos se pusieron a escuchar a Daniel, que prosiguió:

-El 4 de mayo a las cinco de la tarde recibí una carta de este caballero, en que me anunciaba que esa noche dejaría Buenos Aires. Entró en la moda, dije para mí; pero como yo tengo algo de adivino empecé a temer alguna desgracia. Fui a su casa; nada, cerrada la puerta. Fui a diez o doce casas de amigos nuestros; nada tampoco. A las nueve y media de la noche ya no podía estar en casa de esta señora, primera vez de mi vida en que he pecado contra el buen gusto. Me salí, pues, exponiéndome... exponiéndome, etc., esta señorita concluirá mi frase, me salí, pues, y fui a dar por las barrancas de la Residencia en donde vive cierto escocés amigo mío, que parece ha hecho sociedad con Rosas en cuanto a querer dejarnos sin hombres en Buenos Aires: él, llevando unos a Montevideo, y Rosas, mandando otros a otra parte. Pero mi escocés dormía como si estuviese en sus montañas, esperando a que viniese a describirle Walter Scott. Esa noche era de asueto para él. ¿Qué hacer entonces? Acudí a la lógica: nadie se embarca sino por el río; es así que Eduardo va a embarcarse, luego por la costa del río puedo encontrarlo; y después de este silogismo que envidiaría el señor Garrigós, que es el más lógico de nuestros representantes, bajé la barranca y me eché a andar por la costa del río.

-¡Y solo! -exclamó Florencia, empezando a palidecer.

-¡Vaya! Si no, me callo.

-No, no, siga usted -dijo la joven, esforzándose para sonreírse.

-Bien, pues; empecé a andar hacia el Retiro, y al cabo de algunas cuadras, cuando ya me desesperaba la soledad y el silencio, percibí primero un ruido de armas, me fui en esa dirección, y a pocos instantes conocí la voz del que buscaba. Después... después ya se acabó el cuento -dijo Daniel, viendo que Amalia y Florencia estaban excesivamente pálidas.

Eduardo se disponía a dar un nuevo giro a la conversación cuando al ruido que se sintió en la puerta de la sala dieron vuelta todos y, a través del tabique de cristales que separaba el gabinete, vieron entrar a las señoras Doña Agustina Rosas de Mansilla y Doña María Josefa Ezcurra, cuyo coche no se había sentido rodar en el arenoso camino, distraídos como estaban todos con la narración de Daniel.

Eduardo, pues, no tuvo tiempo de retirarse a las piezas interiores, como era su costumbre cuando llegaba alguien que no era de las personas presentes.