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Anexo

Rerum vulgarium fragmenta, I-III





I


Voi ch’ascoltate in rime sparse il souno
di quei sospiri ond’io nudriva ’l core
in sul mio primo giovenile errore
quand’era in parte altr’uom da quel chi’i’ sono:

del vario stile in ch’io piango et ragiono,
fra le vane speranze e ’l van dolore,
ove sia chi per prova intenda amore,
spero trovar pietà, nonché perdono.

Ma ben veggio or sì come al popol tutto
favola fui gran tempo, onde sovente
di me medesmo meco mi vergogno;

et del mio vaneggiar vergogna è ’l frutto,
e ’l pentérsi, e ’l conoscer chiaramente
che quanto piace al mondo è breve sogno.

  —143→  


II


Per fare una leggiadra sua vendetta,
et punire in un dì ben mille offese,
celatamente Amor l’arco riprese,
come huom ch’ a nocer luogo et tempo aspetta.

Era la mia virtute al cor ristretta
per far ivi et negli occhi sue difese,
quando ’l colpo mortal là giù discese
ove solea spuntarsi ogni saetta.

Però, turbata nel primiero assalto,
non ebbe tanto né vigor né spazio
che potesse al bisogno prender l’arme,

overo al poggio faticoso et alto
ritrarmi accortamente da lo strazio
del quale oggi vorrebbe, et non pò, aitarme.




III


Era il giorno ch’al sol si scoloraro
per la pietà del suo Factore i rai,
quando i’ fui preso, et non me ne guardai,
ché i be’ vostr’occhi, donna, mi legaro.

Tempo non mi parea da far riparo
contra’ colpi d’Amor: però m’andai
secur, senza sospetto; onde i miei guai
nel commune dolor s’incominciaro.

Trovòmmi Amor del tutto disarmato,
et aperta la via per gli occhi al core,
che di lagrime son fatti uscio et varco:

però, al mio parer, non li fu honore
ferir me de saetta in quello stato,
a voi armata non mostrar pur l’arco.



  —144→  

«Prólogos al Canzoniere (Rerum vulgarium fragmenta, I-III)», Annali della Scuola Normale Superiore di Pisa, Classe di Lettere e Filosofia, 3.ª serie, XVIII (1988), pp. 1071-1104.

El presente artículo es difícilmente disociable de «Rime sparse, Rerum vulgarium fragmenta...» y del estudio mencionado en la n. 181, con los que forma un conjunto que confío en articular en forma de libro: Prologhi al «Canzoniere». I primi sonetti e la genesi dei «Rerum vulgarium fragmenta» (vid. arriba, 181, ad n. 210). Con todo, pienso que también se deja leer como texto independiente, y que así quizá sea incluso más útil para los lectores a quienes ahora se dirige, habida cuenta del creciente interés que en España vienen suscitando la elaboración y la estructura de las compilaciones líricas del Cuatrocientos y del Siglo de Oro. Quiero recordar que fue el llorado Juan Manuel Rozas quien empezó a recorrer ese camino: «Petrarca y Ausias March en los sonetos-prólogo amorosos del Siglo de Oro», Homenajes, I (1964), pp. 57-75. (Y aprovecho la ocasión para remitir a un reciente trabajo que puede prestar útiles puntos de referencia: G. Tanturli, «Dai Fragmenta al libro: il testo d’inizio nelle rime del Casa e nella tradizione petrarchesca», en Per Giovanni della Casa. Atti del Convegno di Gargnano del Garda 3-5 ottobre 1996, ed. G. Barbarisi y C. Berra, Milán, 1997, pp. 61-89).

Por otro lado, las observaciones que aquí hago sobre la cronología de los primeros sonetos del Canzoniere están en estrecha conexión, más o menos implícitamente, con mi interpretación del itinerario intelectual y humano de Petrarca, tal como lo dibujé en Lectura del «Secretum», Padua (y Chapell Hill), 1974, y en posteriores estudios (reunidos en La formazione del «Secretum» e l’umanesimo petrarchesco, al cuidado de G. M. Cappelli, en preparación), y tal como para los Rerum vulgarium fragmenta proyectaba presentarlo en el volumen III (Laura) de Vida u obra de Petrarca (vid., por ejemplo, abajo, A la n. 230).

Yo bien quisiera, pero es más que dudoso que llegue a escribir ese volumen III (en bastantes extremos, no obstante, adelantado en la Lectura de marras). Por fortuna, no pocas de las cuestiones que en él calculaba abordar han sido solventemente tratadas por Marco Santagata (sobre todo en I frammenti dell’anima. Storia e racconto nel «Canzoniere» di Petrarca, Bolonia, 1992), cuyas investigaciones petrarquescas y las mías, por encima de matices y diferencias de detalle, han estado siempre en notable sintonía. A I frammenti dell’anima envío, pues, a quien quiera avistar algunos trasfondos del ensayo ahora reimpreso sin necesidad de rebuscar en páginas mías sparse.

A Marco Santagata se debe asimismo la monumental edición de las Opere italiane de Petrarca incluida en la serie de «I Meridiani»: Canzoniere y Trionfi, Rime estravaganti, Codice degli abbozzi, Milán, 1996. Como esos dos volúmenes son de consulta indispensable para cualquiera que se interese por la poesía vulgar de Petrarca, doy por supuesto cuanto ambos contienen en el prólogo y en el commento, verdaderamente exhaustivo, y me limito a señalar, primero, los principales estudios que se han hecho eco del mío, y a actualizar, después, las referencias que más lo necesitan.

Así, pues, acogen o perfilan de manera expresa diversos puntos de estos «Prólogos al Canzoniere» los trabajos siguientes: -R. Antonelli, «Rerum vulgarium fragmenta, di F. P.», en Letteratura italiana, ed. A. Asor Rosa, Le opere, I (Turín, 1992), pp. 379-471, e introducción a F. P., Canzoniere, ed. G. Contini, Turín, 1992. -C. Berra, La similitudine nei «Rerum vulgarium fragmenta», Pisa, 1992, y «La canzone CXXVII nella storia dei   —145→   fragmenta petrarcheschi», Giornale storico della letteratura italiana, CLXVIII (1991), pp. 161-198. -R. Bettarini, Lacrime e inchiostro nel «Canzoniere» di Petrarca, Bolonia, 1997. -G. Cappello, La dimensione macrotestuale. Dante, Boccaccio, Petrarca, Ravenna, 1998. -D. De Robertis, Memoriale petrarchesco, Roma, 1997 (contiene el artículo citado en mis notas 185, 221 y 225). -U. Dotti, ed., F. P., Canzoniere, Roma, 1996. -M. Feo: vid. abajo, A la n. 187 y 230. -D. Goldin Folena, «Frons salutationis epistolaris: Abelardo, Eloisa, Petrarca e la polimorfosi del titulus», en Da una riva e dall’altra. Studi in onore di Antonio Andrea, ..., 1995, pp. 41-60. -L. Marcozzi, Petrarca lettore di Ovidio, en Testimoni del vero. Su alcuni libri in biblioteche d’autore, ed. E. Russo, pp. 57-106. -M. Petrini, La risurrezione della carne. Saggi sul «Canzoniere», Milán, 1993. -I. Rossellini, Nel trapassar del segno. Idoli della mente ed echi della vita nei «Rerum vulgarium fragmenta», Florencia, 1995. -M. Santagata, Per moderne carte. La biblioteca volgare di Petrarca, Bolonia, 1990 (contiene los artículos citados en mis notas 185, 196, 206, 216 y 220). -N. Tonelli, Varietà sintattica e costanti retoriche nei sonetti dei «Rerum vulgarium fragmenta», Florencia, 1999; «Petrarca, Properzio e la struttura del Canzoniere», Rinascimento, XXXVIII (1998), pp. 249-315; «Petrarca (R.v.f. 2-3), Boccaccio e l’innamoramento nel tempio», Studi sul Boccaccio, XXVIII (2000), pp. 199-219; «I Rerum vulgarium fragmenta e il codice elegiaco», en Atti del Convegno «L’elegia nella tradizione poetica italiana». Trento, 12-14 dicembre 2000, en prensa.



Otras adiciones. A la n. 185. Los artículos de C. Segre se han incorporado a sus Notizie della crisi, Turín, 1993 (y vid. asimismo su «lezione Sapegno» Le varianti e la storia. Il «Canzoniere» di F. P., Milán, 1999); para De Robertis, cf. arriba.

A la n. 187. Para todo lo relativo a Horacio y Petrarca es fundamental la nutrida voce de Michele Feo en Orazio. Enciclopedia Oraziana, III (Roma, 1998), pp. 405-425. Cf. abajo, A la n. 230. -«L’Orazio Morgan...» está recogido en G. Billanovich, Petrarca e il primo umanesimo, Padua, 1996.

A la n. 219. Son importantes al respecto G. Frasso, «Pallide sinopie: ricerche e proposte sulle forme pre-Chigi e Chigi del Canzoniere», Studi di Filologia Italiana, LV (1997), pp. 23-64, y de E. Scarpa, «A proposito di sinopie petrarchesche», Atti dell’Ist. Veneto di Scienze, Lettere ed Arti, Classe di scienze mor., lettere ed arti, CLVII (1998-1999), pp. 577-625.

A la n. 224. «Da un commento...» se ha integrado en A. Noferi, Frammenti per i fragmenta di Petrarca, Roma, 2001, en un bello capítulo sobre «La costruzione dell’ambiguità. I sonetti I-III», pp. 23-82.

A la n. 227. Los artículos de V. Bertolucci han pasado a sus Morfologie del testo medievale, Bolonia, 1989, y los estudios sobre la noción y la historia del ‘cancionero’ han proliferado en fechas recientes, desde M. Tyssens, ed., Lyrique romane médiévale: la tradition des chansoniers, Lieja, 1991, hasta varias contribuciones (por P. Dronke, M. L. Meneghetti, etc.) a Critica del testo, II/1, 1999 (L’Antologia poetica), pasando por multitud de trabajos sobre compilaciones individuales o por las buenas presentaciones generales de V. Beltrán, «Tipología y génesis de los cancioneros. Los cancioneros de autor», Revista de filología española, LXXVIII (1998), pp. 49-100, o de X. Dilla, «De què parlem quan parlem de cançoners», en su libro En passats escrits. Una lectura de la poesia d’Ausiàs March, Barcelona, 2000, pp. 25-66. Sin embargo, temo que la bibliografía de los últimos años no siempre llega a enfocar el asunto con la amplia perspectiva románica y mediolatina que se requiere: así, escribir que «la Vita nova è il primo canzoniere   —146→   della tradizione lirica occidentale» (como hace C. Giunta al dedicar al género varias páginas, 429-453, en un libro por lo demás muy notable, Versi a un destinatario. Saggio sulla poesia italiana del Medioevo, Bolonia, 2002) supone no percibir el juego de fuerzas que moldean de forman análoga el libellus de Dante y muchas otras obras.

A la n. 230. En la importante voce arriba aducida, p. 423, M. Feo considera que «la scrittura non fa ostacolo» a que la nota en cuestión se redactara «dopo la morte di Laura»; y, en grata convergencia con la citada página 364 y otros lugares de mi Lectura, la relaciona con el motivo del «senex amator» y la (más o menos presunta) crisis de Petrarca «intorno ai quaranta anni». Que el «libellus» aludido sea el De remediis resulta más duro de aceptar, incluso si se da por buena (como parece) la lectura de Vincenzo Fera: «in libello gravis vite» (apud M. Feo, en «F. P.», Storia della letteratura italiana, ed. E. Malato, X: La tradizione dei testi, Roma, 2001, p. 277, n. 9). Sean cuales fueren el «libellus» y el momento de la nota, el contenido la arrima a uno de los núcleos de la autobiografía ideal forjada por Petrarca y también subyacente, claro es, al Canzoniere: «Denique hoc tibi suadeo, quod michi videor persuasisse. Veteri flamme animi siquid faville tepentis superfuerat, cogitatio oppressit, tempus leniit, novissime mors extinxit...» (vid. Lectura, p. 353, n. 357, con las referencias cruzadas). Son de interés al propósito los ensayos de J. Petrie, «Aniversario e memoria nei Rerum vulgarium fragmenta», en Petrarca e la cultura europea, ed. L. Rotondi Secchi Tarugi, Milán, 1997, pp. 111-119, y J. F. McMenamim, «Un anno nel Canzoniere di Petrarca», Studi italiani, XIII:1 (2001), pp. 5-21.

A la n. 231. La edición más autorizada de Il codice degli abbozzi es actualmente la de L. Paolino, Milán-Nápoles, 2000, y en versión minor dentro de las Opere dirigidas por Santagata, Trionfi, etc.

A la n. 237. Sobre esa «suprema manus», cf. mi «Effigies animi», en las actas del congreso Verso il Centenario petrarchesco. Prospettive critiche. Bologna, 24-25 settembre 2001, en prensa.

A la n. 246. Las observaciones de Feo han sido largamente desarrolladas por S. Rizzo, «Petrarca, il latino e il volgare», Quaderni petrarcheschi, VII (1990), pp. 7-40. Por mi parte, y en sustancial coincidencia (por excepción) con Poliziano, me permito insistir en que el parentesco que Petrarca, de manera ocasional, establece entre sicilianos, griegos y romanos atiende fundamentalmente a la métrica: el «numerus» de las «ysocratice habene» se le ofrece en definitiva como equivalente al «rhythmus», y uno y otro dirigidos «mulcendis vulgi auribus», según la terminología tradicional, en efecto, para ambos. Vid. también N. Cannata Salamone, «Dal ‘ritmo’ al ‘canzoniere’: note sull’origine e l’uso in Italia della terminologia relativa alle raccolte poetiche in volgare (secc. XIII-XX)», Critica del testo, IV/2 (2001), pp. 397-429.





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ArribaAbajo- VI -

Petrarca y el «humanismo catalán»


Desde Lérida, a 19 de febrero de 1315, Jaime II se dirigía «dilecto consiliario suo Thome de Proxida», en Nápoles, para ordenarle que comprara al librero que allí lo había puesto en venta el volumen «intitulatum “Titus Livius”, in quo tractatur de bona et grata materia». La noticia de que esa estimable pieza podía adquirirse por cien florines de oro (Déu n’hi do!) se la debía el Rey a Joan Borguny, de vuelta por entonces «de partibus Neapolis» y que, tras varios años de procurator aragonés en Aviñón, conciliaba airosamente los servicios a dos señores: don Jaime y el Papa. ¿O no tan airosamente? Porque un perspicaz estudioso250 acaba de conjeturar que Borguny quizá puso también sobre aviso a tales o cuales amigos del círculo pontificio, y a la postre el códice fue a parar a Aviñón, donde -sigue la conjetura- le esperaba un destino egregio: ensamblarse en el actual Parisino Latino 5690, uno de los manuscritos sobre cuyas páginas Francesco Petrarca revolucionó la filología y la cultura toda atareándose en el comentario y la edición crítica de los Ab Urbe condita.

Por desgracia, parece seguro que el Livio napolitano no llegó nunca a los anaqueles ni de Petrarca ni de Jaime II. Pero todavía es menos dudoso que la fortuna de Livio y la historia de Petrarca en la Corona de Aragón van juntas en más de un sentido y contribuyen a explicarse entre sí al par que iluminan aspectos importantes de ese escurridizo «humanisme català» perseguido por una crítica vieja ya de muchos decenios251. Va para el siglo, en efecto, que el grande, admirable   —148→   Antoni Rubió i Lluch se remontaba a medio milenio atrás, al entorno del 1388 a que suele adjudicarse el Valter e Griselda, y contaba las primeras huellas de Petrarca en el Principado entre los indicios de un «Renacimiento clásico en la literatura catalana» (1889). El interés por Petrarca -se ha dicho y repetido desde entonces- nace de «un fervor clasicista profundamente enraizado en la Cataluña de finales del XIV» como consecuencia de «la necesidad de los profesionales de la Cancillería de adaptar su prosa al modelo ciceroniano». Las aportaciones de Jordi Rubió i Balaguer, en una gavilla de trabajos verdaderamente espléndidos, han invitado a quitar no poco hierro a las afirmaciones en la línea de las anteriores; mas no por ello se ha desvanecido una cierta opinión vulgata según la cual «l’humanisme del XIV» se reconoce en una serie de rasgos que incorpora «la consciència literària d’alguns respecte de llur petrarquisme». Las presentes páginas, justamente, quieren replantear la cuestión de los posibles vínculos entre la probada influencia de Petrarca y el hipotético «humanismo catalán», hasta los días del Compromiso de Caspe.252

Volvamos a la anécdota que quedó en el aire. Parece seguro, decía, que el códice de Nápoles no entró nunca en la biblioteca de Petrarca; pero, gracias a Giuseppe Billanovich,253 sabemos perfectamente qué podía hacer el padre del humanismo, en 1328 o en 1351, con un texto de las Décadas. En breve y en términos negativos: algo radicalmente distinto de lo que hubiera hecho Jaime II en 1315. Apenas dos años antes, a instancias suyas, fra Pere Marsili reunía y daba forma en un Liber gestarum a las noticias del archivo real sobre Jaime el Conquistador. Entre la petición del Livio y el encargo del Liber no hace falta establecer ninguna relación de causalidad;   —149→   sí se impone, en cambio, advertir que ambos hechos surgen de una misma actitud. Para un monarca medieval, la historia es siempre historia de familia y «crónica de sociedad», genealogía y anecdotario de las gentes del oficio. Fueran cuales fueran los informes recibidos de Borguny, la «materia» del «Titus Livius» fácilmente se le antojaría al Rey «bona et grata»: en definitiva, era «matière... de Rome la Grant», sabrosa para cualquier caballero de la época, implicado o no en el juego de poderes mediterráneos. Si el precio -además- era extraordinariamente alto, don Jaime aún se sentiría más tentado por el manuscrito: la cosa sería digna de él, valdría la pena...

Que los Ab Urbe condita de Nápoles, sin embargo, tampoco llegaron a manos de Jaime II lo atestigua la tenacidad con que Juan I, tres cuartos de siglo después, andaba a caza de Livio. El horizonte europeo había cambiado mucho en el ínterin. Petrarca, sanando e ilustrando las Décadas, basando en ellas el núcleo del De viris illustribus y componentes esenciales del Africa, echó los cimientos de una nueva manera de hacer erudición y literatura. Pero no sólo para la vanguardia intelectual el Livio reconstruido por Petrarca se convirtió en «il classico di grande moda»:254 las versiones romances en deuda con la edición petrarquesca difundieron también su obra o su renombre entre los aristócratas de la sangre, brindándoles lectura tan entretenida cuanto ejemplar. Porque el mismo Pierre Bersuire, canciller de Juan el Bueno y devoto de Petrarca, proponía su traducción (1359) como un ‘espejo de caballerías’, e igualmente como tal presentaba la suya el Canciller Ayala.255 Cuando en agosto de 1380, así, el futuro Juan I le pedía a su «molt car avoncle» Carlos V «tres llibres escrits en llenguatje francès, ço és, les Canòniques de França, Titus Livius e Mendievila», no es verosímil que estableciera entre ellos ninguna diferencia de género o especie. Cuando en 1383, en 1386, en 1387, en 1390, en 1396, seguía buscando las Décadas en la adaptación de Bersuire, en el original o incluso «en lenguatge sicilià»,256 no respondía a estímulos substancialmente   —150→   dispares de los que habían movido a Jaime II a intentar la compra del códice napolitano: ambos partían de la curiosidad histórica propia de un magnate medieval y aspiraban a satisfacerla de acuerdo con las posibilidades y ofertas que hallaran en el mercado librario. La diferencia entre uno y otro está justamente en que el mercado había variado.

Petrarca puso en circulación los Ab Urbe condita sin hacer la menor concesión a los romancistas (lo confirman las Familiares a Bersuire); pero Livio tenía dimensiones capaces de complacer a quienes nada alcanzaban de los studia humanitatis, y cortesanos y libreros se ocuparon en revelárselas a las personas adecuadas. La irrupción de las Décadas, desde Francia, y un cierto número de casos similares ayudan a explicar una etapa de delicada valoración en el itinerario cultural de la Península. Con entidad, cronología y desenlace no siempre coincidentes, aunque sí convergentes, en todos los reinos de España se documenta un período en que hombres de formación y aficiones inequívocamente medievales, cuando desean consolidar la una y dar curso a las otras, se tropiezan en las librerías y en las bibliotecas de prestigio con los autores redescubiertos por Petrarca y sus secuaces. Son autores marcados con la etiqueta de la novedad: sin perder el halo que los grecolatinos habían conservado hasta en los siglos más obscuros, ahora se aureolan también con el atractivo de la moda todavía accesible a pocos. Si Jaime II se apresuraba a encargar   —151→   la rara avis aparecida en Nápoles, qué no haría Juan I por obtener el Livio, menos insólito, pero aún lejos de ser corriente, que sabía o sospechaba en manos de Carlos V, el Duque de Berry, Giangaleazzo Visconti, Antonio della Scala, Juan Fernández de Heredia... Ni al Maestre de Rodas ni al «amador de la gentilesa» -por no salir de la Corona de Aragón- es posible tratarlos de ‘humanistas’; pero sí es lícito llamar «prehumanismo» o «prerrenacimiento» a coyunturas como las que ellos ejemplifican, al encuentro -inevitable- de los bibliófilos y lletraferits medievales con los primeros frutos del humanismo italiano: es lícito, porque en tales coyunturas se gesta un clima y se preparan algunos materiales (verbigracia, las traducciones de hacia 1400 impresas hacia 1500) que allanan el camino a los auténticos humanistas peninsulares.257

No obstante, hay que andarse con ojo a no confundir causas y efectos, el todo y la parte. Del 5 de marzo al 22 de abril de 1386, don Juan reclama cuatro veces la Gran crónica de España de origen alfonsí; tres, las Décadas (en una ocasión, junto a Trogo y Plutarco); una, el Compendi historial de fra Jaume Domènec, y otra la tabla de la Grant crónica de Espanya de Heredia.258 Claro está que el móvil común es el que el Rey declara a propósito de la compilación castellana: «nos adelitam volenters en libres ystorials», por el gozo de oír «molts fets e grans gestes». No suena ahí demasiado «fervor clasicista». Ni siquiera hay tanto como ocasionalmente se ha pretendido en la explicación que introduce la demanda de un Livio a Domingo Mascó: «Quoniam in legendis celeberrimis romanorum ystoriis et grecorum potius quam aliis antiquorum gestis et libentius delectamus...». Pues don Juan no dice «aliis gestis» o «aliorum gestis», sino «aliis antiquorum gestis»: la preferencia por griegos y romanos parece restringida al marco de «los antiguos» (el parangón podía atender tanto a Josefo como al Compendi historial, pongamos), sin afectar a los «fets e gestes» de los modernos.

Un «fervor clasicista» se hubiera expresado en términos menos relativos y no se habría limitado a los historiadores (el Ovidio de las Heroidas y las Metamorfosis probablemente también entraba en esa categoría:259   —152→   en especial para quien tuviera recientes las crónicas de Alfonso el Sabio). Lo que de veras se identifica en Juan I es una pasión por la historia que no podía sino orientarse hacia las novedades bibliográficas que el desarrollo del humanismo iba introduciendo un peu partout. El Rey sin duda era consciente de que esas lecturas llevaban un inédito certificado de calidad y singularidad. Pero evitemos el anacronismo de imaginar que las buscaba para adoptarlas como paradigmas de cultura -según exigían los studia humanitatis- y no para adaptarlas a sus propias coordenadas.260

¿Se me permitirá recordar que estoy hablando de Petrarca? La edición de Livio es obra no menos suya que el Secretum y el Canzoniere; y el rescate y la difusión de las Décadas y de tantos otros textos antiguos supone una contribución harto mayor a la andadura del Renacimiento. Por el contrario, la divulgación de los escritos más personales de Petrarca a menudo tiene poco o nada que ver con una apertura real y eficaz a las lecciones del humanismo. En seguida aclararé la afirmación. Por ahora, conviene volver a tomar el hilo y mostrar hasta qué punto puede ser cierto que al hablar de Livio se está hablando de Petrarca.

Las páginas de fra Antoni Canals hoy rebautizadas Scipió e Anibal nacieron en el primer decenio del Cuatrocientos, a impulso de «don Alfonso», desde 1399 «duch de Gandia».261 Nos consta que el Duque deseaba «aver lo parlament de Scipió e Anibal, e la batayla sagüent» (p. 31), y, aunque ignoramos de dónde le venía el capricho, no cabe conjeturar que fuera de una fuente más noble que la Crónica de Espanya (IV-VI) del maestre Heredia, que había aprovechado al propósito el romanceamiento de Bersuire (cf. n. 256). Tampoco sabemos exactamente de qué índole era «lo gran plaer» que -según Canals- le producían esos episodios de las guerras púnicas. Pero don Alfonso   —153→   dio pruebas de una impaciencia irreprimible por leer el Dotzè del Chrestià262 (no falto de evanescentes referencias a Livio) y Eiximenis le hizo eco apuntando en el prólogo por qué motivos había de agradarle parejo «volum... de regiment de prínceps e de comunitats»: «Quan pens los famosos prínceps e grans cavallers, los passats reis d’Aragó, dels quals vós sou davallat per la divinal ordinació e clemència, e pens l’estament en què Déu vos ha posat de regiment en esta vida, veig que sobiranament és a vós necessària saviesa e doctrina a governar e posar en orde vós mateix e los altres negocis de regiment de cavalleria en què us cové ocupar...».263 El «plaer» a cuenta de Escipión y Aníbal, «aquests dos lums de tota cavalaria» (p. 48), no debió ser extraño a tal ámbito de intereses. En cualquier caso, no lo era el designio en que fra Antoni resumía los once capítulos de su trabajo: «en los quals tot cavaler pot ésser instruït en quina forma és periylosa cosa voler massa affactadament estar, viure e perseverar en divisions, bregues, guerres e batayles» (p. 41).

La respuesta de Canals a los deseos del Duque merece examen detenido. «Volent servir a la dita vostra senyoria, som estudiat de traura lo dit parlament, axí planàriement com miylor he pogut. Per què, ligint de una part Tito Lívio, qui·l posà assatz largament, e d’altra Francesch Patrarcha, qui en lo seu libra appelat Affricha trectà fort belament e diffusa, he aromansat lo dit parlament sagons mon petit enginy» (p. 31). Uno entiende que la obrita va a conjugar las Décadas y el Africa, pero ya Sanvisenti señaló que los once capítulos en cuestión no pasan de traducir -con tendencia a simplificar- dos fragmentos de la epopeya petrarquesca (VII, 93-449, 740-1130), ciertamente empapados de Livio. La doble inspiración proclamada por fra Antoni, no obstante, se ha querido justificar por la presencia de un Epílogo (pp. 81-84) que, tras los capítulos derivados del Africa, narra la vida de Aníbal después de Zama y donde se reconoce alguna noticia de los Ab Urbe condita. Pero la justificación ha de corregirse, porque de hecho el Epílogo es una mera versión del final de la semblanza correspondiente en el De viris illustribus del mismo Petrarca (XVII, Hanibal, 49-55). En un intento extremo   —154→   de no desmentir a Canals, podría arriesgarse que el salto del verso 449 al verso 740 del Africa, VII, pretendía respetar la secuencia del relato en Livio (XXX, 31-32); pero no otra secuencia trae el De viris en la biografía de Escipión (XXI, ix-x). «¿De una part Tito Lívio... e d’altra Francesch Patrarcha?». No: solo Petrarca. Y unas mentirijillas.264

En el último tercio del siglo, el cardenal Margarit agilizó ciertas secciones del Paralipomenon Hispaniae echando mano del compendioso De gestis Cesaris petrarquesco y reservando a César para los lugares cruciales.265 Fra Antoni no necesitaba la brevedad en ningún momento, antes confesaba la intención de escribir «planàriement»: prefirió el Africa al De viris por creerlo, rectamente, con mayor colorido, más conmovedor y prolijo, y, así, más adecuado al paladar del Duque de Gandía. Precisamente porque tenía libertad para proceder tan «belament e diffusa» como le apeteciera, es más sintomático que saltara del verso 449 al 740 y omitiera el morceau de bravoure del libro séptimo: la virgiliana alegoría de Roma y Cartago en el Olimpo. No era miel para su boca. El honrado fraile estaba bastante al día en sus lecturas y llegaba a compartir con Petrarca algunas ideas en cuanto a la interpretación de la historia antigua (como Petrarca las compartía con una ilustre veta anterior).266 Nada le decían, en cambio, la elaborada   —155→   viñeta mitológica ni la celebración de las glorias romanas. Lo suyo era adecuar unos datos de Livio a un modo de entender medieval, podándolos de preocupaciones y filigranas de humanista. Sin hostilidad, pienso, pero también sin desazón. El mercado había hecho accesibles muchos textos de clásicos y clasicistas; con ellos se dejaba alimentar la vieja curiosidad de los poderosos por la historia y la novela histórica. Que la aristocracia disfrutara con los selectos juguetes recién comprados, que los héroes paganos se pusieran de moda, no era cosa demasiado alarmante: un espíritu equilibrado podía incluso sacarle partido moral, político y «de cavalaria». Las herramientas que maneja Canals son más y mejores -porque, sencillamente, Petrarca y sus discípulos se las han acercado-, pero en mentalidad ni el fraile ni el Duque difieren mucho de Joan Borguny y Jaime II. Tanto es así, que el Scipió e Anibal se interpoló prontamente en la versión catalana de una crónica universal francesa de hacia 1230:267 desbrozados por Canals, los hexámetros del Africa se fundieron sin dificultad con los extractos del Roman de Thèbes y del Roman de Troie, con las fábulas de una «matière» en que Petrarca no veía sino «levitas Gallorum» y «Romanorum invidia atque odium» (De viris, XV, 50).

No nos duela haber pasado del 1315 de Jaime II al 1380 en que el «amador de la gentilesa» empezaba a pedir el Livio de Bersuire, y luego a los años del Scipió i Anibal, caro a don Alfonso de Aragón, y de la crónica de marras. La línea que así hemos trazado nos es imprescindible para aquilatar la fortuna petrarquesca -uterque fortuna- en las tierras de lengua catalana. Pero ahora nos conviene caminar más despacio y renunciar a codearnos con señores encumbrados y eclesiásticos   —156→   de copete. También entre gentes más humildes andaba Petrarca. Pero con qué distinto porte...

La primera mención de Petrarca en el Principado tiene por añadidura la virtud de dar cuenta de sí misma y asomar en un contexto notablemente locuaz: la correspondencia que Lluís Carbonell, «scriba» del Obispo de Gerona y entusiasta del Papa de Aviñón, cruzó en 1386 con quien antaño fuera feligrés y discípulo suyo, Pere Des-Pont, para entonces «scriptor» regio, tras haber servido a Urbano VI en la curia de Roma y a Carlos III en Nápoles.268 Mejor que de una correspondencia, sin embargo, conviene quizá hablar de un certamen, según el uso grato a los cultivadores del ars dictaminis. Como sea, a menudo es obvio que los contendientes están echando el resto en ciencia y estilo, rebuscando «dictiones» y «scematis atque tropi species multas» (I), sudando «argumentis vel auctoritatibus» (V). Subrayémoslo en seguida: las auctoritates que alegan con tanta reiteración salen casi indefectiblemente de florilegios o centones, donde las tenían agrupadas por materias y acuñadas ya en forma de sentencias. Era una erudición de repertorio y prêt-à-porter. ¿Se terciaba tratar de la amistad? No había más que tirar de la cuerda. Carbonell engarza sendas definiciones de Tulio y Salustio, apela a Séneca (valga lo que valiere, aquí y en las restantes cartas), prolonga el discurso con una resonancia de «illud psalmodicum» concertada con el Facetus, etc., etc. (III). No de otro modo trabaja Des-Pont. En la «atrox responsiva» del 5 de febrero (II), así, casa a Séneca con los Salmos, los Disticha Catonis, Job, Agustín, Hilario, San Juan, las Decretales... En ese torrente de auctoritates, al topar con el «habitare in unum» y el «rogate ad pacem» bíblicos y litúrgicos, nos sorprende concordándolos con unas líneas petrarquescas («Et inquit Petrarcha...») apoyadas en los Evangelios y el Agnus Dei.269   —157→   La sorpresa fue también de Carbonell, que, en una misiva hoy no conservada, inquirió quién era ese insólito Petrarca que se colaba entre los nombres desde siempre respetables. «Ad ea que de Francisco Petrarcha queritis -le ilustró Des-Pont-, respondeo vobis quod fuit digne laureatus poeta et maximam habet reputacionem, hicque multorum librorum volumina compilavit, et inter ceteros reputo meliorem librum Rerum senilium et librum De vita solitaria, per eum compilatum in quodam nemore prope Nuceriam, Salernitane diocesis» (VII).270 ¿Oímos el testimonio de una lectura personal o meramente de una «reputacio»? Porque Des-Pont demuestra no haber frecuentado uno de los dos solos «volumina» que recuerda:271 un auténtico lector   —158→   del De vita solitaria mal podía aceptar una leyenda provinciana que situara en Nocera, diócesis de Salerno, la composición de una obra que desde el mismo prólogo se proclama redactada en los dominios del Obispo de Cavaillon, «in rure tuo», en Vaucluse, a cuatro pasos de Aviñón.272

Lo más probable es que las líneas petrarquescas arriba mentadas (ad n. 269) se espigaran en alguna colección de auctoritates (el gran aretino entró pronto en las antologías, e incluso veremos que las hubo extraídas íntegramente de sus páginas). Pero aun si Des-Pont alcanzó un cierto conocimiento directo de las Seniles que evoca, no cabe duda de que en estilo nada de enjundia debe a Petrarca. A quien sí deberá es a su «magister», al Lluís Carbonell que ignoraba a Petrarca. Maestro y discípulo representan diferentes etapas del itinerario, pero ambos andan por un mismo camino: el de las artes dictaminis como guía y meta del quehacer literario. Carbonell es un muy aventajado exponente de la reforma del dictamen que se acomete en Cataluña al mediar el Trescientos. A finales del siglo, Des-Pont está un paso por delante de él: refleja el momento en que esa reforma, sin evadirse del marco del ars dictandi, marcha paralela a los primeros ecos del humanismo y ocasionalmente aprovecha con mejor tino tal o cual aportación suya. Paralela, digo, pero distinta, y con maneras muy peculiares de aprovechar las sugerencias ajenas. Si los humanistas deseaban refinar el lenguaje merced a la imitación de los clásicos, ese deseo estimuló a los dictatores a refinar también su latín: pero ellos lo hicieron de acuerdo con sus propias normas y tradiciones. Si los humanistas multiplicaban las citas -ateniéndose a un estricto canon de autores y muchas veces con intención más estilística que apodíctica-, los dictatores tendieron igualmente a multiplicar sus sententiae: pero revolviendo nombres dignos e indignos, equiparando en alcance proverbios impresentables y textos brotados de buen manantial. No obstante, por encima   —159→   de unas parvas coincidencias y por más que algún aficionado llegara a confundirlos, dictamen y humanismo son sendas que no se superpusieron ni siquiera en la Florencia de Bruni y Poggio.273

No nos equivoquemos: la correspondencia de Carbonell y Des-Pont no pertenece a «l’epistolografia en llatí, en la qual fou mestre el Petrarca, [que] és una característica de l’humanisme», ni substituye «el viejo cursus medieval por la prosa de cadencias y recursos renacentistas, para lo que son modelos Cicerón y Petrarca».274 Des-Pont no había vuelto de Roma y de Nápoles con las manos vacías: la «reputacio» petrarquesca era cosa que se le escapaba a Carbonell. Pero uno y otro continuaban dentro del ámbito de las artes dictaminis, en un mundo despreciado por Petrarca. El estilo de Des-Pont es menos asfixiante, menos atormentado que el de Carbonell, pero todavía es cabalmente de dictator, no de humanista.275 De hecho, Des-Pont y sus   —160→   amigos barceloneses (vid. n. 279) admiraban la «venustas», el «ornatus verborum» de Carbonell, y elogiaban su saber de «ystorie poetice» (!), aun sin prescindir de una cautela que encantaría a fray Vicente Ferrer: «Multos attamen audio recitare magne scientie viros fuisse damnatos, utpote Aristotelem et Senecam, et sileo plures» (II). Las elegancias clásicas, las alusiones a la Antigüedad, cualquier discriminación o preferencia humanística faltan en las cartas de Des-Pont: su horizonte son las artes dictaminis y la fácil retahíla de auctoritates, donde Petrarca entra despojado de su significación cultural y literaria (a pesar de la vaga, lejana «reputacio» de «laureatus poeta»), al mismo título que los Disticha Catonis y las Decretales.

Ese Petrarca tan poco petrarquesco tiene una filiación suficientemente clara. La divisaremos mejor con un rodeo. Desde mediados del siglo XIV, según señalaba, se registra en Cataluña una mayor atención al ars dictandi. Se resucitó a Pier della Vigna (fl. 1225), las fórmulas de cuyo stilus rhetoricus -pero desdeñoso de la elocuencia clásica- lograron un cierto aprecio en la Cancillería,276 y se estudió diligentemente un manual de hacia 1350 y pico que, si no ofrecía nada que no se enseñara ya en el Doscientos, conciliaba sin roces las doctrinas de la escuela italiana y de la escuela francesa: la Summa dictaminis, de un tal «Hugus», seguramente español.277 La definición del dictamen que ahí se da para empezar yuxtapone las de Pons de Provenza y Lorenzo d’Aquileia e indica perfectamente cuáles serían las tendencias estéticas de quienes la aplicaran: «Dictamen est literalis edicio venustate sermonum egregia, sententiarum colloribus adornata; vel dictamen est digna verborum composicio, artificiosa congeries, cum pondere sentenciarum et ordine diccionum». Son exactamente las mañas de Carbonell y Des-Pont: la «venustas» -la célebre venustas dictandi-, las sentencias, el cursus, la artificiosidad omnipresente...

Aprendidas en esos y análogos manuales, pero practicadas de modo más arcaizante, son también las mañas que se identifican en el otro epistolario privado procedente del círculo cancilleresco de Des-Pont: el que en los aledaños de 1390 fueron tejiendo Bartomeu   —161→   Sirvent, Pere Guitard y algunos colegas que, como ellos, bien pudieran contarse entre los amigos de Des-Pont deslumbrados por la «profunditas sermonum» y los «sentenciarum pondera» de Carbonell.278 O, por lo menos, Des-Pont y sus compañeros elogiaban la una y los otros con las mismas palabras, con los mismos tecnicismos del ars, que Guitard empleaba en alabanza de Sirvent.279 Es sólo un síntoma, entre la multitud de testimonios que el epistolario en cuestión -llamativamente descuidado por los investigadores- nos brinda sobre el bagaje intelectual y literario de esos curiales del fin de siglo.

Hagamos unas cuantas calas y aduzcamos algunos pasajes (bastaría oírlos). Guitard le envía a Sirvent «duos ex libris venerabilis Dominici de Viscarria, unum faciliter et alium cum magna dificultate obtentos» (§ 8). Los trabajos de Biscarra (fl. 1304-1337) le parecen a Sirvent rebosantes de «carminum venustas»280 y más de agradecer por cuanto el propio Guitard se deleita en semejantes «artis dictatorie pabula»:   —162→   para seguir adiestrándose, le vendría de perlas recibir además un «librum auctoritatum, vel eius copiam, ... et alios eciam dicte arti convenientes, ... ut eis mediantibus in arte erudiri valeam in qua versor» (§ 9). Llegó, en efecto, el tal «liber auctoritatum» (§§ 5-6), y buena falta les hacía tanto a quien lo regalaba como a quien lo pedía. Las misérrimas sentencie que dispensan con cuentagotas nunca tienen mejor valedor que un «verba illa» o «illud proverbium» (§ 8). Todo el aliño de sus páginas se reduce a un par de reminiscencias bíblicas, a algún giro devoto o, en una carta particularmente pintoresca por la mezcolanza de latín y catalán, a un «vulgare exemplum: “qui à cuyts los morros no pot callar”» (§ 19). Ningún antiguo ‘autoriza’ las cláusulas rimbombantes de Sirvent y Guitard. Antes bien, los únicos nombres mencionados son la quintaesencia de lo medieval. Entusiasmado con las «litere» de Guitard, «ob sui altum contextum et ornatum politissimum», Sirvent lo juzga el dictator heredero de San Gregorio (contemplado, obviamente, como creador del stilus gregorianus): «Credo quod Ille supremus graciarum largitor vos isto speciali munere perdotavit, videlicet quod in facultate dictatoria vos reliquit beati Gregorii successorem» (§ 17). Guitard juega con la eventualidad de entender «ironice» el piropo «quo ad artem dictatoriam»; pero, a la postre, se le ocurre una sutil vía para aceptarlo. Si Gregorio fue «in facultate rectorice luminare prefulgidum super omnes», Braulio de Zaragoza, que podía codearse con él «in dictatoria facultate», legó su «facundia» a Sirvent: e igual que el «epistulare eloquium» de Braulio maravillaba a la misma Roma, según comprueban las Crónicas de España (de Rodrigo Jiménez de Rada), los «dictamina» de Sirvent estremecen a los «dictatores» de la época.281 ¿Quiere Sirvent empaparse asimismo de las otras virtudes del Santo? No tiene más que leer la vida de Braulio   —163→   (por un anónimo del Doscientos) «miro stilo contextam» (§ 18).282

Ese es, pues, fundamentalmente, el rasgo que en las postrimerías del siglo XIV resalta en el ambiente cancilleresco de Cataluña y Valencia: un aumento en el interés por el dictamen -como variedad literaria a sé stante, no por meras razones profesionales-, alimentado en el retorno a la provecta tradición dictatoria de Pier della Vigna, Bene de Florencia y Tomás de Capua -al punto lo veremos-, Biscarra, el manual de «Hugus»... Nuestros curiales tienen voluntad y conciencia de ser dictatores -y no otra cosa-; se sienten miembros de una escuela con instrumentos, tecnicismos y géneros peculiares; se instigan, se halagan y compiten entre sí, en un clan tan cerrado y autosuficiente como hermética quiere ser su prosa.283 Los modelos explícitamente ensalzados son Gregorio, Braulio de Zaragoza, la Vita Braulionis de cien años atrás; la fuente histórica a que se recurre es el De rebus Hispaniae (1246) de Rodrigo de Toledo... Con semejante panorama y cerca ya de 1400, la ausencia total de curiosidad por los clásicos incluso podría interpretarse como deliberado rechazo del humanismo. En 1389 Sirvent actuaba como secretario de doña Violante, quien en febrero de 1390 solicitaba del Rector de Maella y del Arzobispo de Zaragoza «les letres de Ovidi en pla»: ¿las Heroidas nada podían aportar a los dictamina de Sirvent? Guitard verosímilmente estaba al servicio del cardenal don Jaime de Aragón,284 que tenía a Valerio Máximo «singularment per mans» y a   —164→   cuyo «manament» lo tradujo fra Antoni Canals:285 pero Guitard no evoca otro historiador que el Toledano. Sorprende esa falta de conexión entre las (tímidas) aficiones de los señores y la impermeabilidad dictatoria de sus cancilleres. ¿Nada útil encontraban estos en los nuevos libros que se procuraban aquellos?

Cierto que Des-Pont y Carbonell citan a «Séneca», Lucano o Terencio; pero extrayendo sus sentencie -sólo eso les era dado- de un «liber auctoritatum» afín al manejado por Sirvent y Guitard, aunque sin duda más al día. La mayor cantidad de citas y el hecho de identificarlas puede deberse -arriba lo insinuaba- a un cierto estímulo suscitado por la existencia paralela del incipiente humanismo italiano y del dilettantismo clasicista de algunos magnates; pero las citas en sí se hacen según cánones de ars dictaminis e igualando a Horacio con el Facetus, a Salustio con las Decretales. Inútilmente se busca un sentido clásico de la forma, el más ligero gusto por la Antigüedad: no se escucha sino el martillear del cursus, la sintaxis y el léxico que yo llamaría quadrupedantes (y no únicamente por la querencia por los polisílabos que retumban y por los participios de presente), el artificio del dictamen elevado a suprema categoría.

El proceso a través del cual unas líneas petrarquescas llegaron a infiltrarse en una carta de Des-Pont (n. 269) se ve resumido con impagable nitidez en el manuscrito 9010 de la Biblioteca Nacional: una excelente copia trecentista del Candelabrum de Bene de Florencia, el influentísimo dictator que profesó en Bolonia entre 1218 y 1240.286 El códice, en efecto, fue estudiado por cancilleres catalanes,287 y a ellos se deberá la iniciativa de complementar las reglas de Bene sobre la puntuación añadiendo una somera Ars punctandi, «a venerabili Francisco Ermengaudi iurisperito et cive egregie civitatis Barchinone compilata»   —165→   (fol. 91), que nos descubre que en ese ambiente seguía respetándose a Tomás de Capua y que los «doctores bononienses» eran leídos junto a los «doctores Montis Pesullani». Como la inserción de una «Littera missa per papam Clementem IIII Regi Aragonum» (fol. 92) nos asegura que seguía apreciándose el stilus rhetoricus que la curia pontificia favoreció a mediados del siglo XIII. Pero el último apéndice al Candelabrum del manuscrito 9010 es todavía más revelador para nosotros: consiste en tres o cuatro cortísimos párrafos desgajados de las Familiares de Petrarca (fols. 92v-93).

Distinguiéndola del proverbium, Bene recomendaba el uso de la sententia, es decir, la «oratio de moribus sumpta quid deceat breviter comprehendens» (fol. 59v); y para facilitarles la tarea a los «exordientes», reunió casi dos centenares de «generales sententie secundum ordinem alfabeti»: de «Acquisitio que honestati non obviat est laudanda» a «Zelator benigne iustitie dominice in gloria corruscabit» (fols. 85 [bis] v-89). Pues bien: del mismo modo que otras secciones del Candelabrum se desarrollaron o ilustraron en las adiciones finales, la colección de sententiae preparada por Bene se prolongó mediante el recurso a las Familiares petrarquescas, de donde se tomaron algunos fragmentos dispuestos no por orden alfabético, sino en razón del contenido. Y sucede que la definición del Candelabrum se obedeció tan fielmente, que el común denominador de las sententiae seleccionadas en Petrarca es el asunto por excelencia «de moribus»: la virtud.288

Vale decir: en el manuscrito 9010, Petrarca quedó anexionado al cauce del dictamen. Se le leyó -cuando ocurriera- para utilizarlo de acuerdo con las directrices del ars dictaminis, no como modelo para abandonarlas. En el fecundo diálogo con los clásicos que es la obra petrarquesca no se vio, si acaso, sino un filón de materiales para nutrir   —166→   un «liber auctoritatum». Como el que solicitaba Bartomeu Sirvent, pero ahora acrecido con un capítulo de «flores sumptae a magistro Patrarca [sic] poeta laureato», según se halla en un formulario «de mà catalana i ordenat per un notari català».289 O, en territorio vecino, según lo brindan Les flors de Patrarcha de remey de cascuna fortuna,290 que coleccionan y traducen 165 máximas del De remediis podándolas de cualquier aroma antiguo. El tal florilegio, en efecto, no sólo «entirely ignores the exemplary side of the De remediis» -los ricos, elocuentes «exempla taken from the ancient world»- «and concentrates instead on its sententious content»:291 omite además los nombres de los escritores clásicos que Petrarca da como fuente, reduce toda elegancia de dicción a los puros huesos del aforismo convencional, disuelve en abstracción fuera del tiempo («Los fills són forssats de fer bé al pare e a la mare») lo que en Petrarca era reflexión llena de sentido histórico e inspirada en la Antigüedad («cum grecarum omnium leges urbium indistincte filios ad prestanda parentibus alimenta compellerent...»). En el inmenso De remediis, el antólogo de las Flors únicamente recoge una frase no sentenciosa y conservada en su paisaje grecolatino (pero prescindiendo del crítico «quidam putant» petrarquesco): «Archímodes trobador fon de bonbardes en Saragossa de Scicília». Era de esperar: por una vez que no se elige la flor «de moribus sumpta», lo que se satisface con el De remediis es la curiosidad por «bregues, guerres e batayles» que arriba reconocíamos en Juan I y el Duque de Gandía cuando se interesaban por otros libros o aportaciones de Petrarca.

Nada de ello ha de sorprendernos. La singularidad de Petrarca le granjeó temprano una amplia «reputacio»; y el volumen de su producción latina y los textos clásicos que puso en circulación modificaron en una medida importante el panorama bibliográfico. Pero que las contribuciones petrarquescas se difundieran largamente de ningún modo significa que fueran entendidas según su espíritu original.   —167→   Cada uno les tomó en préstamo los elementos que respondían a su formación y talante particulares.292 En un principio, así, se divulgó copiosamente un Petrarca -diría- ‘neutralizado’, desprovisto de su levadura de humanista, limitado a mero transmisor de datos y dichos susceptibles de empleo en cualquiera de las coordenadas habituales en el otoño de la Edad Media.293 El Duque de Gandía podía entretenerse con una versión del Africa sin soñar en buscarle otras connotaciones que a las Històries troianes traducidas por Jaume Conesa. El cardenal don Jaime, su hermano, y fra Antoni Canals nada tenían que objetar al capricho del Duque: por el contrario, la afición a «les notables istòries e fort excellents auctoritats que allí son posades» debía redundar en beneficio de «lo regiment de la cosa públicha» y siempre valdría más que «legir en romances dels quals ... roman poch profit».294 Pere Des-Pont y los dictatores del manuscrito 9010 encontraban en Petrarca un tesoro de sententiae que les permitían insistir en ciertas pautas de su ars, sin necesidad de revisar sus fundamentos estilísticos y doctrinales.

Quizá el Petrarca más característico de hacia 1400 es el Petrarca despedazado en adagios o cuyos libros, si íntegros, sólo se contemplan en tanto depósitos de «commonplace moral dicta of an unexceptionable medieval kind», como «an encyclopedia of moral orthodoxy», «and one eminently suitable for a king», en las huellas de los specula o tratados de regimine principum.295 De hecho, ése es el Petrarca   —168→   más regularmente aducido en el período que nos concierne. Con posterioridad a Des-Pont, así, en junio de 1399, los jurados de Valencia censuraban las supuestas «insolències» de fra Antoni Canals y «semblants graduats en sciència» enrostrándoles una consideración avalada por «lo gran maestre Petarcha» (sic).296 En las cortes barcelonesas de 1410, el Obispo de Elna urgía a Martín el Humano a resolver el problema de su sucesión y le atronaba los oídos concordando a San Agustín, «Ermes Trimagistus», Tulio, Séneca y, por remate, «Francesc Patrarca»: «Lo bon rei servent del bé públic és».297 Nos las habemos con una de las flors de remey de cascuna fortuna (§ 48), y, si el prelado no la cortó en algún jardín análogo (como sugiere el ramo en que la pone), difícilmente vería en el De remediis otra cosa que un simple almacén de bienes mostrencos. Para confirmar que ese fue destino corriente del Petrarca «neutralizado» con que venimos tropezándonos, vale la pena desbordar levemente nuestros márgenes cronológicos.

Cuando don Alfonso V pidió «consello e aiuda» para ciertos «afferes» mediterráneos, en el parlamento de Barcelona de 1416, el arzobispo Pere Sagarriga le respondió cortésmente con un discurso o, mejor, sermón cuyo thema era «Rex iustus erigit terram» (Proverbios, XXIX, 4). En la primera parte, lo desarrolla amparado en el nombre de los Padres: Agustín, Ambrosio, Gregorio; en la segunda, apoyado en la mención de Filipo y Alejandro, Salustio, Sócrates y Petrarca. Pero líbrenos Dios de prestar fe a Su Ilustrísima... Los sermones solían prepararse recurriendo a alguna de las numerosas compilaciones que para auxilio de predicadores se habían acumulado con los siglos. Procediera como procediera para la primera parte, Sagarriga engalanó la segunda con oropeles clásicos entrando a saco en las Familiares petrarquescas, como si se tratara de una de esas compilaciones: perfectamente ortodoxa y con connotaciones religiosas, pero ahora de saberes laicos.298   —169→   Tal vez sea inexacto, no obstante, hablar de las Familiares en general. Para catequizar al Magnánimo, el Arzobispo se ciñe substancialmente a la asendereada epístola sobre la «institutio regia» -la Letra de Reyals Costums, en la versión catalana-299 y le añade una brizna de otra carta. Los textos de aquella parecen copiados con poco criterio -dos líneas de aquí, dos de allí, casi al azar: todo valía para zurcir la página de un speculum principum-, pero lo estupendo de veras son los insertos de Sagarriga.300 Una anécdota de Petrarca relativa a Alejandro y a «Philippum medicum» (párr. 17, lín. 134-145) le incita a inventarse - juraría yo- un consello de Filipo, rey de Macedonia, a su hijo el Emperador, según el patrón medieval de los «castigos e documentos». Luego, substituye unas elegantes admoniciones del original («Qualem prestat, tales ab aliis animum speret, nec a quoquam diligi sibi quem ipse non diligit», párr. 16, lín. 126-127) por un proverbium que viene a decir lo mismo: el   —170→   sabidísimo proverbio de las Ad Lucilium, IX, 6 («ama e serás amado», como versificaría Santillana, por entonces copero mayor del Rey), que el Arzobispo carga a la cuenta... de Sócrates. Quién sabe si por remordimiento de despojar a Petrarca sin citarlo, Sagarriga, en fin, decide dejar las cosas en su sitio: y, entre las frases auténtica pero tácitamente de Petrarca, mecha otra que corrobora con un «ut ait Petrarcha» y que -salvo error mío- no es de Petrarca.

A cinco años después nos conduce el ejemplo más escandaloso que conozco del recurso a Petrarca para fabricar una superchería. Las referencias a autores antiguos sembradas en la intervención de Marc de Villalba, abad de Montserrat, en las cortes tortosinas de 1421301 han sido consideradas alguna vez producto de una educación ya resueltamente humanística, y en igual sentido se ha realzado su utilización del petrarquesco De viris illustribus. Pues bien: en el párrafo crucial para nosotros, ni hay autores antiguos, ni hay De viris illustribus. Lo único que hay es un pasaje de las Familiares (XVIII, i, 30-32) plagiado de forma que las palabras de Petrarca se van repartiendo atribuidas a quien al abad le da la gana. Scripta manent:

Inter temeritatem et inertiam nescio quid eligam; sepe temeritas felicior fuit. Non delector extremis, medium quero; sed heu vereor, quod pace sit dictum tua omniumque qui imperio ulli presunt quique gerendarum rerum officia susceperunt, ne penitus verum sit quod in ore semper habeo, singula vitia singulas excusationes habere, inertiam solam omnes. Si diu deliberasset Africanus, Italia deserebatur a suis et Afrorum erat; si diu deliberasset Nasica, libertas romana Gracchi conatibus et audacie succumbebat; si Claudius Nero non dicam supervacua multa et longa, sed unum, quod necessarium videbatur et breve erat, senatus consilium expectasset, coniunctus fratri Hasdrubal romanum proculcabat nomen. Quid inter minores hereo? Ipse quem sepe nomino Iulius Cesar, si procrastinator fuisset, nunquam in tam parvo tempore hanc tantam, que vix omni studio sustinetur, fundasset erexissetque rerum molem, cui imperii nomen est. Tu si cunta deliberas et in singulis immoraris, predicam tibi etsi forte non animo tuo gratum, at certe fidei mee debitum -falsus utinam sim aruspex-: nullus erit rerum finis...



Car en los actes comuns e públics devem proceir ab tota celeritat e maturitat, repel·lint los extrems, qui són temeritat e peresa. E en los fets perilloses moltes vegades ha més profitat la cuita que llonga del·liberació, segons diu Suetoni (in libro De XII Cesaribus); «si llongament hagués tardat Escipió Nasica en proveir, perduda era del tot la glòria de Roma», segons diu Valeri (libro sexto); «si Juli Cèsar hagués tardat de no proveir tantost, no fóra estat de tot lo món emperador», segons diu Petrarca De illustribus uiris; «si Claudi Neró hagués tardat de combatre Asdrubal abans que s’ajustàs ab son frare Hanibal, perdut era del tot l’emperi», segons diu Floro Lúcio (IV libro Epitomatum); e per ço diu Cassiodorus (in Epistolis): «si cuncta deliberas et singulis inmoras, nullus erit rerum finis».



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Pasemos por alto las trivializaciones y tergiversaciones de letra y espíritu, para subrayar un solo aspecto en la artimaña de Villalba. La Edad Media nunca había ignorado que la mención de un griego o de un latino era capaz de dar brillo y apariencia de solidez a un razonamiento convencional. De suerte que, a falta del escritor oportuno, con frecuencia echó mano de la cita falsa o de la libre fantasía (basta aludir a Eiximenis). Villalba mantiene esa actitud como raíz y la hace crecer aclimatándola a la altura de las circunstancias. No inventa lisa y llanamente un *Fronesio o un *Sefronio: se inventa, a través de Petrarca, a Suetonio y a Floro... Es que Petrarca se le ofrece menos como un autor con fisonomía propia que como transmisor de unos ciertos materiales: como una más de las antologías y enciclopedias que maneja.302 Una enciclopedia especializada en unas auctoritates   —172→   que, si jamás habían perdido todo su prestigio, ahora se habían puesto particularmente de moda en determinados círculos. Nuestro abad podía tener una condescendencia para con esa moda; o, más bien, el prurito de mostrar que un docto eclesiástico como él dominaba asimismo las lecturas que tanto placían a algunos y cuyo valor tanto ponderaban otros. Pero los conocimientos que poseía y el respeto que la cosa le merecía quedan harto de manifiesto en la desenvoltura con que convierte el párrafo de las Familiares en una letanía de apócrifos.

He dicho, vagamente, «unos ciertos materiales», «en determinados círculos». Debo concretar. Nótese, en efecto, que los apócrifos de Villalba son fundamentalmente historiadores: hasta el punto de que la obra de Petrarca aducida es el De viris illustribus, y no las Familiares que en realidad se usan. Nótese al tiempo que los ingredientes clásicos están al servicio de una lección a hechura de militares y políticos. Pero ¿acaso no hemos encontrado otro tanto a cada paso? Cuando al emplear a Petrarca se le conserva o se le repinta el colorido clásico, es porque va a acercársele al terreno de la «cavalaria» y «lo regiment de la cosa públicha»: el terreno de los reyes y los nobles. Por el contrario, cuando se le roba o atenúa tal colorido, es porque corre entre moralistas y dictatores. En ambos casos nos encontramos ante fenómenos del mismo tipo: la asimilación y la acomodación de Petrarca a los planteos medievales preexistentes. Sin embargo, en la medida en que Petrarca supone una mayor curiosidad por el mundo antiguo, sus impulsores y destinatarios parecen ser principalmente los soberanos y los grandes.

En la época de Juan I y de Martín el Humano -se ha escrito-, «l’humanisme troba el seu primer suport entre els qui eren fonamentats en la pràctica de la redacció llatina i que professionalment la conreaven com a buròcrates i notaris. Ells difongueren un interès per les obres de certs noms d’autors clàssics entre els reis i els cercles seleccionats dels llecs, el quals també per altres camins i influències havien sentit despertar la curiositat de conèixer-les». ¿No será quizá al revés? ¿No estará más en lo cierto don Jorge Rubió al señalar que la intervención regia en los documentos seguramente era mayor de lo que tiende a pensarse y que incluso «algunes expressions que de vegades ens sobten per llur vivacitat en les cartes que atribuïm a un secretari eren recollides per ell de la boca del Rei quan hi despatxava»?303 Arriba nos cercioramos de que los curiales a quienes se ha achacado una relativa voluntad   —173→   de «forma ciceroniana» y «d’alliberar-se, en part almenys, de la submissió a les fórmules de les artes dictandi medievals» -el grupo de Sirvent, básicamente- son de hecho entusiastas del dictamen, y con un fervor programático que excluye cualquier tentación clasicista. Carbonell y Des-Pont esquilman un «liber auctoritatum» en que los Disticha Catonis valen tanto como Terencio; su Petrarca es el Petrarca no humanista popular a finales del Trescientos; y no muestran ni sombra de afición por los casos y cosas de la Antigüedad. Cuando nuestros dictatores escriben por su cuenta -exclusivamente dictamina- no pasan de las sententiae «de moribus», intemporales y de dudosísima procedencia: jamás se dignan mentar un apotegma, un episodio o una fábula transmitidos por fuentes clásicas. Esos elementos, en cambio, sí aparecen, modestamente, cuando los secretarios escriben en nombre de los reyes, sobre todo si lo hacen en catalán: y así, por ejemplo, Martín el Humano, con la pluma de Guillem Ponç, «presenta Orfeu i Tiberi Graco al comte d’Urgell com a models de bona amor conjugal»,304 en unos términos de familiaridad y experiencia de lectura personal inconcebibles como iniciativa del secretario. Paralelamente, las huellas petrarquescas que hemos rastreado sólo revelan trazos antiguos cuando nos llevan al terreno de monarcas y magnates: es que un Sagarriga, pongamos, está intentando ajustarse a los gustos y horizontes del Magnánimo -y no respondiendo a los suyos propios-, como el Scipió i Anibal se ajusta a los deseos del Duque de Gandía.

El ejemplo de Livio, entre Jaime II y Juan I, nos apuntaba que la avidez del «amador de la gentilesa» por algunos historiadores clásicos no era sino la prolongación natural de unos viejos intereses, espoleados ahora por la mayor abundancia de semejantes autores en las librerías y en las bibliotecas europeas, donde además llevaban un marchamo   —174→   de novedad distinguida. Pedro el Ceremonioso, de formidable memoria hasta para las menudencias de las crónicas, escribía en 1363 al infante Fernando exhortándole a seguir la «doctrina dels antichs» y a aprender en «la istòria dels Romans», y recordándole, a zaga de Valerio Máximo, la gallarda actitud de «Cipió Africhan» frente a «Anibaud».305 Treinta años después, don Juan podía dirigirse a los «prohòmens» de Barcelona sumando al recuerdo de «Valeri» los de «Suethoni» y «Paulo Euròsio».306 Por las mismas fechas, Carbonell y Des-Pont, Sirvent y Guitard, no incluyen ni una brizna de historia o ejemplos antiguos en los dictamina que componen a su exclusiva discreción, y con notorio aplauso de sus colegas. Pero cuando Martín el Humano ha de hablar solemnemente en las cortes de 1406, el funcionario que le redacta una admirable «proposició» conjuga múltiples alusiones a los «grans historials» romanos (y aun los enumera en batería: «però no ens fan fretura en l’acte present»), las sazona con las sententiae de su florilegio que se le antojan más congruentes con esos «historials» (amén de los inevitables versículos bíblicos y apelaciones a algún «sant doctor... aprovat de Santa Mare Esgleia») y endereza todo el discurso   —175→   a rememorar, con lujo de detalles, «quins actes faeren» los catalanes. La soberbia pieza oratoria es trasunto de don Martín hasta en los escrúpulos de conciencia:307 y, para nosotros, magnífica ilustración de cómo los curiales podían procurar, con los instrumentos al alcance, acercar su cultura a la renovada pasión de sus señores por «fets e grans gestes».

La «proposició» de 1406 se me antoja una excelente imagen de la coyuntura que se ha llamado «humanismo catalán». Por una parte, una moda aristocrática, provocada por el vasto cambio del panorama bibliográfico que determinaron las aportaciones de Petrarca y sus fieles: el gusto por las crónicas, de larga fecha arraigado entre los grandes, tiende a privilegiar a los historiadores antiguos redescubiertos. Por otra parte, unos letrados -eclesiásticos o curiales-, formados en tradiciones propias, que esporádicamente alcanzan noticia de que Petrarca se ha ganado una «reputacio» merced al manejo de unas «auctoritates» que ellos creen tener también en su arsenal: aunque en realidad las tengan sólo mínimamente y reducidas a sententiae, como las sententiae que a su vez puedan buscar en Petrarca. Con todo, la moda señorial en cuestión probablemente es el mayor estímulo para que esos letrados recurran con frecuencia creciente a las «auctoritates» que juzgan afines a los historiadores estimados por sus patrones: estímulo que actúa hasta el punto de sugerirles disfrazar de «Suetonio» o «Valerio Máximo» al Petrarca centón de moralidades que a ellos les resulta más consonante, y estímulo que los invita a una lectura ‘política’ y ‘caballeresca’ de la obra del genial aretino. Pero, cuando los hay, los préstamos son ocasionales y de detalle: nuestros letrados no llegan a restablecer en su contexto las sententiae de Petrarca ni las flors de los clásicos, para considerar el conjunto como núcleo de un nuevo orden intelectual y estilístico.

Quien haya tenido la paciencia de seguirme hasta aquí posiblemente habrá esperado en más de un momento la aparición en escena del supremo escritor de la época, el más persistentemente asociado al nombre de Petrarca y a la idea del «humanismo catalán». A decir verdad, la tal idea se pensó fundamentalmente como un marco para encuadrar a Bernat Metge. Pero Metge es uno en verso y otro en prosa,   —176→   uno en 1388 y otro en 1408, uno en el Valter e Griselda y otro en la Apologia; y ese marco quizá no está tan bien encajado como a veces se ha supuesto. He creído preferible, pues, empezar proponiendo algunos retoques para la decoración general sobre cuyo fondo se recorta la figura singular. Temía, sobre todo, el peligro de confundir los rasgos predominantes en su época con los propios de cada etapa de Metge. Tiempo habrá, si Dios quiere, para volver sobre él con cuanta detención haga falta. Por ahora, me contentaría si dos o tres de mis observaciones hubieran servido para caracterizar negativamente ciertas dimensiones del gran prosista barcelonés: si, como decía, alguien esperaba que en este o aquel momento de mi exposición apareciera Bernat Metge, pero luego, al hilo de mi razonamiento, ha encontrado natural que Bernat Metge no apareciera allí, que no apareciera todavía.



«Petrarca y el ‘humanismo catalán’», en Actes del sisè col·loqui internacional de llengua i literatura catalanes, Roma, 28 setembre-2 octubre 1982, edd. Giuseppe Tavani y Jordi Pinell, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1983, pp. 257-291.

Una brillante confirmación de las páginas anteriores, sólidamente documentada, ofrece Charles B. Faulhaber, «Rhetoric in Medieval Catalonia: The Evidence of the Library Catalogs», en Studies in Honor of Gustavo Correa, Potomac, 1986, pp. 92-126: «As we have seen, the data presented here fully support his [=F. R.] thesis. They confirm a lack of interest in the newly discovered rhetorical texts (Cicero’s De oratore, Orator, Brutus, the complete Quintilian) which were crucial elements in the development of humanistic rhetoric in Italy, as well as a lack of interest in humanistic rhetoric itself until the decade of the 1480’s. Moreover, the library catalogs also reveal the tenacious persistence [...] of the most characteristic treatises of the medieval arts of discourse, the Poetria nova of Geoffrey of Vinsauf and the dictaminal treatises of thirteenth century Italian origin» (pp. 124-125).

En idéntico sentido depone la gran investigación de J. N. Hillgarth, Readers and Books in Majorca (1229-1500), París, 1991, dos vols. Vid., por ejemplo, I, pp. 133-135: «The point that strikes one at once in looking at this Table [XV, que ‘shows the relative popularity in Majorca of the better known Latin classical authors’ y de los ‘three leading Italian authors of the fourteenth century’] is the late date at which most of the authors listed are attested in Majorca. Apart from Petrarch and Valerius Maximus, none of them appear before 1450, and, apart from Valentí’s inventory, only Terence, Dante, and Boccaccio between then and 1479. [...] In the fourteenth century the number of classics whose presence in Majorca is certain is very small indeed. The inventory of Bishop Collell’s books, made in 1363, records 105 volumes, only one of which,   —177→   Vegetius, could be described as a classic. A letter from Pere III to the Dominican Inquisitor of Majorca refers to a manuscript of Frontinus in the latter’s possession. The practical bent of these two treatises on the art of war, or, for Pere on Frontinus, ‘on the matter of chivalry’, is clear. [...] The inventory of a jurist, made in 1393, records twenty volumes, among them a copy of Petrarch’s De vita solitaria -the only ‘humanist’ work to appear in Majorca before 1400- and one of Valerius Maximus».

El pionero trabajo de Lola Badia (n. 251) se ha reimpreso junto a otros no menos valiosos en De Bernat Metge a Joan Roís de Corella. Estudis sobre la cultura literària de la tardor medieval catalana, Barcelona, 1988, pp. 13-38. Pero de la profesora Badia deben verse asimismo «El terme humanisme no defineix la cultura literària dels nostres escriptors en vulgar dels segles XIV i XV», L’Avenç, núm. 200, febrero de 1996, pp. 20-23; la edición comentada de Bernat Metge, Lo somni, Barcelona, 1999, y las contribuciones (por partida doble) a las misceláneas Intel·lectuals i escriptors a la baixa Edat Mitjana, ed. L. Badia y A. Soler, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1994, y Literatura i cultura a la Corona d’Aragó (s. XIII-XV), ed. L. Badia, M. Cabré y S. Martí, ibid., 2002. Esos y otros estudios suyos son ahora la guía más segura para abordar muchos temas sólo rozados en el mío, y, desde luego, me eximen de cumplir la amenaza de volver sobre Metge.

La esperable reacción negativa frente a las interpretaciones que mantenemos Lola Badia y yo se ha producido sobre todo en forma de silencios y suspicacias. Unos y otras concilia el P. Miquel Batllori, «Entorn de certs corrents actuals sobre l’Humanisme i el Renaixement», en su libro Orientacions i recerques. Segles XII-XX, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1983, p. 85; y en Miscel·lania Sanchis Guarner, I, Universidad de Valencia, 1984, p. 35b.



Otras adiciones. A la n. 251. Es reconfortante poder señalar ahora que no sólo se ha publicado el aludido texto de Badia (A. Trias Teixidor, «El pròleg de Pere Badia a les Introductiones latinae de Nebrija (Barcelona, N. Spindeler, 1505)», Anuario de filología, Barcelona, 1981, pp. 173-192), sino que la Epistula y el grueso de la producción de Pau corren ya en la excelente edición de Mariàngela Vilallonga (J. P., Obres, ed. M. V., Barcelona, 1986, dos vols.), a quien se deben también un imprescindible repertorio de La literatura llatina a Catalunya al segle XV, Barcelona, 1993, y la realización o el estímulo de muchas otras aportaciones al conocimiento del que sí se deja denominar con propiedad «Humanisme catalá» (Estudi general, XXI, Gerona, 2001, pp. 475-488).

A la n. 253. No menos importante es la colección de monografías del mismo Giuseppe Billanovich reunida bajo el título de Petrarca e il primo umanesimo, Padua, 1996. Ahí, en las pp. XXVIII-XXXIII, se encontrará la relación de sus trabajos sobre Livio posteriores al libro de 1981.

A la n. 261. La referencia bibliográfica exacta es «Antoni Canals y Petrarca. Para la fecha y las fuentes de Scipió e Anibal», en Miscel·lania Sanchis Guarner, I, Universidad de Valencia, 1984, pp. 285-288, e id., segunda edición, III, Abadía de Montserrat, Barcelona, 1991, pp. 53-63 (donde introduje un par de adiciones).

A la n. 262. Archivo Ibero Americano, XLII (1982), pp. 75-79.

A la n. 269. En el De vita solitaria, II, 4, p. 434, Petrarca menciona «illud clari oratoris [?] dictum: ‘Qui non litigat celebs est’». Con muy buena voluntad, podría pensarse que la ‘cita’ de Des-Pont se limita a esa primera frase, pero parece más probable que llegue a «dilabuntur».

  —178→  

A la n. 273. Más dudas me suscita el libro en que Witt prolonga esos artículos: «In the Footsteps of the Ancients». The Origins of Humanism from Lovato to Bruni, Leiden, 2000. Mi posición al respecto se hallará en El sueño del humanismo (De Petrarca a Erasmo), que en unas pocas líneas dispersas, y ni siquiera referidas expresamente a la Península Ibérica, resume el planteamiento que hoy daría a La invención del Renacimiento en España (vid. aquí n. 257 y la palinodia de la n. 268).

A la n. 278. El inventario de la biblioteca de Bartomeu Sirvent, en 1430, «incloïa una enorme quantitat de textos de dret, de religio, i d’ars dictaminis», y una única muestra de la literatura clásica, unas Tragedias de Séneca (S. Cingolani, El somni d’una cultura: «Lo somni» de Bernat Metge, Barcelona, 2002, pp. 72-73, fundado en la tesis inédita de J. A. Iglesias Fonseca, Universidad Autónoma de Barcelona, 1996).

A la n. 292. El «Censimento» en cuestión tuvo la suerte de pasar a las manos, más laboriosas, de Milagros Villar: Códices petrarquescos en España, Padua, 1995, con precisas descripciones de todos los manuscritos mencionados por mí, informaciones complementarias y noticia de casi un centenar de códices perdidos (a otros hay referencias, por ejemplo, en los trabajos de J. N. Hillgarth y de J. A. Iglesias Fonseca citados en las notas anteriores).

A la n. 296. Sobre maltrecho, en efecto, el texto estaba mal puntuado. En la invectiva Contra eum qui maledixit Italie, Petrarca escribe: «Literato stulto nichil est importunius; habet enim instrumenta quibus late suam ventilet ac diffundat amentiam, quibus ceteri carentes parcius insaniunt» (F. P., In difesa dell’Italia, ed. G. Crevatin, Venecia, 1995, p. 46).

A la n. 298. Véase ahora Pedro M. Cátedra, Los sermones atribuidos a Pedro Marín, Salamanca, 1990, pp. 36-38 y 95.

A la n. 302. Pero además de «Enrique de Villena y algunos humanistas», en Elio Antonio de Nebrija. Actas de la III Academia Literaria Renacentista, Salamanca, 1983, pp. 187-203, de P. M. Cátedra véase también, entre muchos, «Sobre la obra catalana de Enrique de Villena», en Homenaje a Eugenio Asensio, Madrid, 1988, pp. 127-140, y «Los Doze trabajos de Hércules en el Tirant (Lecturas de Villena en Castilla y Aragón)», en Actes del Symposion «Tirant lo Blanc», Barcelona, 1993, pp. 171-205.



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