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ArribaAbajoLibro quinto

¿Cómo podía dejar de empeñar la hospitalidad generosa de Howen la conversación de los viajantes? Bridge no acababa de manifestar el contento y complacencia que sacaba de aquella casa y de la vista de las doncellas, de sus gracias y hermosura. Hardyl se guardaba de fomentar tal discurso, haciéndole caer sobre el genio galante y generoso del huésped. Eusebio, echando de ver las intenciones de Hardyl, se abstenía por lo mismo de fomentar los discursos de Bridge, teniéndolo también taciturno la separación de Susana, aunque se esforzaba a ocupar su memoria con la imaginación de su Leocadia. La misma conversación de Bridge acerca de las doncellas y de la generosidad del padre, llevó su reconocimiento a tratar con Hardyl y Eusebio del regalo con que pensaba corresponder a la hospitalidad de Howen, preguntándole lo que convendría hacer y qué era lo que podría enviarle por demostración de su gratitud.

Hardyl responde que no entendía de eso y Eusebio le dice lo mismo; pero que lo podrían determinar en Londres con su mujer. Pareció bien a Bridge la prevención de Eusebio y, aunque volvió a renovar el discurso de la graciosa cena y las doncellas que la sirvieron, Hardyl tomó ocasión de esto mismo para hablar de la hospitalidad de los antiguos, buscando la causa de la pérdida de un uso tan loable, atribuyéndolo a la maliciosa cultura de las naciones, después que las remiradas costumbres, el lujo, la vanidad y la codicia de los hombres habían echado a tierra las aras de los lares hospitales.

Llegan finalmente a Londres, donde los esperaba lady con la comida dispuesta por ser muy tarde; y después de breve descanso, sentáronse a comer contando a lady el generoso recibimiento que habían tenido de Howen, especialmente la cena caprichosa que les dio, haciéndola servir de sus hijas. Después de esta relación, Bridge consultó a su mujer acerca de lo que podía enviar a su huésped por regalo. Ella le dice que podía enviar algunas galanterías para la madre e hijas, y pareciéndole bien a Bridge quiso ir a comprarlas él mismo con sus huéspedes, para hacerles ver con esta ocasión algunas tiendas de mercaderes de Londres.

Emplearon toda aquella tarde en la dichosa provista, admirando Eusebio tanta variedad y primor en la invención de la industria y del ingenio en tan diversas modas y bujerías. Sentía mil impulsos de comprar en cada tienda lo que más le chocaba. Pero Hardyl, que iba a su lado, dejaba que aparentase su curiosidad sin decirle nada, para ver si contenía sus deseos y para avisarlo en caso que se abalanzase a comprar cosas superfluas, a fin de que no lo hiciese. Pero reparando Eusebio en un corazón flechado, engarzado en diamantes, se resuelve comprarlo para enviarlo a Susana y suplir con esta demostración a las que le vedó hacer el recato con que contuvo sus tiernos sentimientos en la despedida.

¿Qué os parece, Hardyl, podré enviar a Susana esta bagatela? Nada menos que eso. ¿No fomentasteis bastante su pasión para dejarla después burlada? Comprad cualquier otra cosa que pueda servir en general para todas y no para Susana en particular. Eusebio, según el aviso de Hardyl, quiere comprar tres flores de diamantes que había allí por muestra. ¿Cuánto importa esta bagatela? Setenta guineas, señor. ¿Setenta guineas?, ¡cómo es posible! ¿No ve, vuestra merced, que son diamantes? Repare en el primor del engaste y cuán delicado es el trabajo.

Eusebio, acordándose de la compra de los caballos y de la rebaja que hizo Hardyl al coronel, ofrece la mitad de la postura. A buena cuenta se aprovechó con todo rigor de aquella lección, ni dará en adelante veinte por lo que vale diez. El mercader, oyendo tal rebaja, toma las joyas sin decir palabra y las vuelve a poner en su lugar, dejando muy frío y desairado a Eusebio, que no esperaba aquella decisiva y seca respuesta. Bridge, que acababa de comprar tres delantales de gasa, se acerca adonde estaba Eusebio, contemplando las tres flores que el mercader había vuelto al escaparate, y le pregunta qué era lo que quería comprar. Estos ramilletes de diamantes para juntarlos a vuestro regalo, y me piden setenta guineas. Gusto de ser generoso, don Eusebio, le dijo Bridge, pero con término y razón. Quiero corresponder con la liberalidad de Howen. ¿Pero a dónde vamos a parar?, ¿enviarle en reconocimiento de una cena el valor de más de cien guineas si juntamos esas flores con lo que tengo comprado? Eso no lo haré jamás; tales demostraciones les están bien a los reyes.

Si no os sufre el corazón que me desempeñé yo solo en nombre de los tres, aunque esto sea un pequeño agravio a vuestro huésped, ahí tenéis cosas de gusto y de moda, que valen cuatro tarjas y que serán tal vez más apreciadas. Nueva lección para Eusebio, que tampoco olvidará. Eusebio compra por el valor de dos guineas lo que Bridge le sugirió y, vueltos a casa con la compra, forman de toda ella una cajuela que envió Bridge por uno de sus criados a Howen y a sus hijas en nombre de los tres.

Hecho esto, Bridge se despide de Hardyl y Eusebio, recomendándolos a lady para que los llevase al teatro aquella noche, donde prometió irles a buscar para restituirse juntos a casa. Milady acepta con gusto la recomendación, y mientras se disponía para ir al teatro, Hardyl y Eusebio se retiran a su cuarto para registrar sus baúles y mudarse de ropa, pues no lo habían podido hacer antes de ir a Telton por tener las naves Altano. Con esto, Eusebio había llevado todo aquel día las medias rotas, y la vergüenza que pudiera tal vez quedarle de dejarse ver con ellas de las hijas de Howen se abrigaba con la noche; aunque sin esto se había sobrepuesto a la vanidad con las reflexiones que hizo la noche antecedente. Nada faltaba a los baúles, hallando en su ser todo el dinero y cédulas de cambio que Eusebio miró con aprecio y gozo algo indiferente, enseñado de la desgracia a saber pasar sin ellas. Luego que fueron avisados de lady, bajan a verse con ella, y estando pronto el coche, se encaminan al teatro que Eusebio deseaba ver como cosa nueva para él. No habiéndose visto tampoco él mismo en circunstancias de cortejar ninguna mujer, aunque se hallaba algo encogido, no por eso faltó a la cortés atención que debía y que la urbanidad y su talento le dictaban en servir a lady. Ésta fue la primera en mover la conversación sobre el teatro en general, mostrándose más instruida que su marido; y aunque se echaba de ver por su discurso que tenía alguna idea del teatro de los antiguos, no podía disimular la pasión que tienen generalmente los ingleses por sus poetas, dando solamente la preferencia a los magníficos coliseos griegos y latinos, en que sólo aventajaban a los modernos, diciendo a Eusebio y Hardyl que si tenían alguna idea de los antiguos anfiteatros, deberían perder mucho en su concepto la construcción y materialidad de los de Londres, pero que en cuanto a las composiciones teatrales hallarían notable ventaja, especialmente en la que iban a oír, pues eran del divino Shakespeare.

El discurso de lady sirvió para que Eusebio no extrañase tanto la mezquindad de la entrada del teatro; pero se le hacía un nuevo mundo el numeroso y magnífico concurso en que sobresalía con esplendor el gusto, la riqueza y gala de las damas inglesas, no acabando de saciar sus ojos sorprendidos y maravillados de aquel espectáculo. Finalmente, el sipario se levanta, la representación comienza y llama toda la atenta curiosidad de Eusebio. Era la tragedia del rey Hamleto, el cual, después de algunos razonamientos, parte bajos, parte sublimes, llega a volverse loco allí mismo en el teatro. Su amada adolece luego de la misma desgracia, y el príncipe se resiente de la misma locura con más funesto efecto, pues llega a matar a su padre, creyendo matar un ratón. Su cadáver quedaba expuesto en las tablas, hasta que salen seis u ocho enlutados para abrirle la huesa y sepultarlo allí mismo, cantándole antes por obsequias unas endechas dignas de poetas enterradores en aquel cementerio. A este lúgubre aparato sucede inmediatamente un festín en que, después de bien comidos y bebidos los comensales, ensangrientan la fiesta como los lapitas y centauros en el convite de Hipodamia.

Apenas había acabado la representación, cuando entró John Bridge preguntando a Eusebio lo que le había parecido, esperando oír maravillas de su boca, haciéndole él mismo de antemano mil exageraciones sobre la excelencia de Shakespeare, y particularmente sobre su Hamleto. Eusebio, notando los transportes de admiración con que Bridge quería prevenir su juicio, creyó propio de la moderación y cortesía no contradecirle sino alabarle lo que le había parecido bien, sin sacar a plaza los defectos que había notado.

Bridge, viendo que Eusebio le contestaba fríamente y que sus alabanzas no eran hijas del entusiasmo, le instó para que le dijese su parecer sinceramente. Eusebio le dijo entonces los defectos de barbaridad, de bajeza, de incoherencia, de extravagancia, con que el poeta hermanaba algunos sublimes pensamientos y expresiones. Bridge, que no esperaba tal descarga y que no creía tan instruido y sabio a Eusebio, le opone el gusto y genio de la nación. Eusebio le replica con modestia que el gusto y genio de una nación no debía ser norma de la composición y estilo del escritor, sino que lo debía ser la naturaleza, copiada del criterio y juicio de quien los supo purgar de las bajezas y vulgaridades, que son los vicios y superfluidades que no faltan a la misma naturaleza.

Bridge persiste, al contrario, en defender su proposición y su poeta. Eusebio calla entonces y evita el entrar en contienda de opinión, siendo una de las máximas que le había inspirado Hardyl no entrar jamás en disputa sobre cosas opinables porque la vanidad hacía a cada cual su propia opinión evidencia y el empeño de querer convencerse mutuamente las partes contrarias atizaba la contienda y enardecía la presunción de los pareceres, los cuales empeñados en la disputa despertaban la ira y rompían toda moderada reserva, sin cuyo freno se propasaba al enojo. Así, sucede, que por un pelo se agrazan los corazones, por no irse al principio a la mano en semejantes disputas, que jamás llegan a apurar la verdad, ni a convencer, aunque convenzan, porque la falta de razones que oponer a lo que nos hace fuerza no lo creemos prueba de evidencia de la verdad o de la proposición que contrastamos.

Por este motivo el hombre circunspecto y prudente, si dice su parecer, hácelo sin empeño de defenderlo, pues en caso de encontrar ajena oposición, el callar le cuesta poco, prefiriendo ser tenido en menos del necio obstinado que probar los disgustos que pueden acarrear la disputa, en la cual, si bien se considera, fuera de satisfacer la propia presunción; y del tonto prurito de llevar la suya adelante nada puede interesar, ni gana el que en ella se empeña. Pero como parecía que Bridge quisiese triunfar del modesto silencio y de la prudente moderación de Eusebio, éste, después de haberle dejado gozar bastante de tan mezquina complacencia, para cortar aquel discurso, no le pudo ocurrir mejor medio decir a Hardyl: Ya que no tenemos qué hacer mañana, pudiéramos ir a informarnos si es verdaderamente Orme aquel preso que os dije que llamaban Romp, pues no sosegaré hasta que no salga de las dudas en que me dejaron así sus facciones y estatura, como el ademán que me hizo cuando me sacaban del calabozo para presentarme al tribunal.

Milady y Bridge, movidos de la curiosidad por el dicho de Eusebio, olvidados de su Shakespeare, le preguntan quién era aquel preso de quien hablaban. Eusebio les dice que era un joven, según sospechaba, que en Salem hacía de mancebo mayor del padre de Leocadia; el cual, al verla ya prometida esposa suya, quiso hacérsela su mujer por fuerza, sacándola de la casa de sus padres con abuso de las leyes, con que es permitido el rapto en la Pensilvania. Luego les cuenta el modo cómo Hardyl la libró del dicho Orme, de lo que se holgaron mucho; y cómo éste, habiéndole salido vana su tentativa, se había venido a Inglaterra poco antes que ellos. Empeñada la curiosidad de Bridge con esta relación, resuelve informarse al otro día a cualquier coste de las sospechas de Eusebio; y con esta determinación, después de cenar, se fueron a dormir, sin acordarse más de su Hamleto.

Al día siguiente, antes de partir, trataron del modo cómo lo debían hacer para enterarse de la verdad; pues aunque les era fácil hablar al preso, no así el saber si era Orme, si éste persistía en ocultarse, como lo manifestaba bastante el haberse puesto el nombre de Romp, si éste era fingido. A Hardyl no le quedaba ninguna idea del joven, habiéndolo visto solamente en aquel encuentro en el camino, cuando quiso defender a Leocadia; y de Eusebio se recataría, para no hacerle tal confianza después del odio que le había manifestado en el calabozo. En esto, ocurrió a Eusebio valerse de Gil Altano, que lo había visto en Salem los días que allí estuvieron. Llamado Altano, Bridge le sugiere lo que había de hacer y decir para poderse introducir en la cárcel y hablar al preso, y hecho esto, se encaminan hacia Newgate. Ellos se ponen a pasear aquellos contornos mientras se introducía Altano en la cárcel, el cual al cabo de media hora llega diciendo: ¡Toma si era Orme! Con Altano las había de haber él; y qué mohíno que estaba el pobre. Cargado vengo de sus súplicas para que mi señor don Eusebio le perdone.

Él me ha dicho haber conocido a vmd. en el calabozo, pero que el odio y la vergüenza pudieron más con él que la curiosa sorpresa de verlo a vmd. en aquel lugar, dejando de preguntarle la causa de su prisión para no descubrirse. Pues aquel ladino de carcelero creyó que yo me mocaba con el codo, diciéndome que no podía ver al pájaro, porque estaba en la jaula de los desposados y que esta tarde había de ir en el carro de la boda. Pues aquí tengo una cosilla, para que pueda lucirse el señor compadre, y le muestro una guinea que le puse en la mano, pues en todas partes dádivas quebrantan peñas.

En resolución, llego a ver al señor Tomp o Comp, que me entendió por discreción, pues no estaba el pobre para tanta sutileza; y así me dejé de cuentos y lo hablé por lo claro: Señor Orme, le digo, me envía mi señor don Eusebio, esposo de doña Leocadia, para saber si necesitáis de algo para pasarlo mejor de lo que estáis; pues ya se sabe que aquí no hay que esperar cama en toldo, ni faisanes perdigados: éstas son desgracias que pueden suceder a todo hombre de bien. En medio de la mortal tristeza y abatimiento en que lo vi atado a la argolla, al oír su nombre verdadero, levantó sus ojos cargados del peso del horror de la vecina muerte; y aunque pareció que luchando con la sorpresa de oírse llamar, quería defenderse de mi proposición y conocimiento, el rabioso llanto en que prorrumpió inmediatamente tuvo más fuerza que su fingimiento y obligólo a que se manifestase. A la verdad, casi casi me llegó a causar compasión.

¿Compasión con pícaros rematados? Nada menos que eso, me decía yo, luego que lo vi llorar. El llanto parece que le ablandó los pulmones, pues poco después me respondió: De nada necesita el que está para morir, sino del perdón de aquel a quien gravemente ofendió. Ved a qué fin me arrastra una loca pasión, ¡ah! Éste ¡ah! lo echó con tanta vehemencia, mirándome de reojo, que me atemorizó; luego me dijo lo que conté a vmd. del perdón que le pedía. Yo le ofrecí entonces las guineas que vmd. me dijo, pero no las quiso recibir. Con esto le di buen viaje para la eternidad. Esto lo hice con Orme; pero por Dios, mi señor don Eusebio, ruego a vmd. no me ponga en ocasión de ir a ver esos ladrones de Trombel y de Oates, ni la bruja de la mesonera, porque, vive Dios, que los ahogaré antes que el verdugo.

Bridge, oída la relación de Altano, quiso ir a certificarse del carcelero si era verdad que aquella tarde habían de ahorcar a Orme, y sabiendo de él que también ahorcaban a Blund, con otros tres o cuatro, propone a Hardyl y a Eusebio si querían ir a verlos ajusticiar, pues era también digno de verse el modo cómo ajusticiaban en Inglaterra; pero Hardyl y Eusebio lo rehusaron, tomando Bridge su negativa antes por bien parecer, que por verdadero sentimiento de humanidad. Después de haber comido, da orden al cochero para que los lleve a Tyburn y se ponga en sitio desde donde pudiese ver bien a los ajusticiados. Un inmenso pueblo, mirón de aquel triste espectáculo, advierte a Hardyl y a Eusebio de lo que era.

El coche para, Bridge pregunta al cochero qué era lo que hacía, por qué se paraba. Pero el cochero, embobado en la ejecución, no oyó lo que su amo le preguntaba desde dentro del coche.

Bridge, llevado de la curiosidad en aquellas circunstancias, se aprovecha de ellas y se pone a mirar al tiempo que el verdugo ponía el gorro a uno de los delincuentes. ¿Es aquel Blund?, ¿es aquel Orme?, pregunta Bridge; y volviendo la cabeza hacia Eusebio para ver lo que le respondía, lo ve vuelto hacia la parte opuesta del espectáculo y sus ojos empañados de lágrimas. Perdonad, don Eusebio, el cochero tiene la culpa. Ismán, Ismán, adelante, al paseo. Ismán obedece, dejando pendientes del carro los cuerpos sin vida de Orme y Blund, mezclados con los de los otros malhechores.

¿Hubieran ellos creído jamás que el amor los había de causar un fin tan funesto e ignominioso? ¡Oh hombre! El primer delito es el temible y el que lleva al precipicio; una pasión que no se refrena en sus principios es la sola causa de tu perdición; a ella se puede resistir antes de ser fomentada, pero sus efectos y consecuencias hácense tal vez necesarias.

Eusebio no pudo disfrutar del paseo de aquella tarde. Bridge conoció su tristeza, pero esperaba resarcir su desacierto llevándolos aquella noche a la ópera italiana, como lo ejecutó. Milady no pudo ir con ellos. Creía Eusebio ver una cosa semejante a la tragedia de Hamleto. La sinfonía lo desengaña, y el canto de la representación acabó de persuadirle lo contrario. A pesar de las incoherencias de la acción, de la composición y personajes, hallaba con todo más gusto en la ópera que en la tragedia de Hamleto; a lo menos no se veían en ellas tan zafias barbaridades. Se acaba el primer acto. ¿Pues?, dice Bridge, ¿qué os parece, don Eusebio, qué decís a esto? El baile va a comenzar; reparad en la primera bailarina, os diré después el por qué. Bueno, bueno todo; la novedad suele hacer agradables las cosas, veremos el baile. Pero entretanto, ¿qué tenéis que oponer de vuestros griegos? Mis griegos, sir Bridge, nada me pertenecen; pero con todo habría algo que decir. ¿Creéis que se pueda cotejar su música con la italiana? El canto... el baile que comienza, interrumpe a Bridge.

Sale al teatro una tropa de pastores, remedando en su pantomimo el dolor que suponían tener por una zagala que robaron los piratas; era ésta la primera bailarina. Su amante, que hacía de primer bailarín, capitaneaba a los pastores, exprimiendo su dolor a fuerza de cabriolas. El cielo se cubre de repente de nubes, sigue el estampido del trueno a los relámpagos, crece el viento, la remedada mar se altera, la nao de los piratas naufraga; pero para la continuación del baile era necesario que viniese a naufragar en aquella playa, y así sucede. La robada Cleofila, sin mojarse, sin miedo ni sobresalto del pasado peligro, sale de las olas enjuta y con fuerzas bastantes para cabriolar más que su gozoso amante, a quienes corona el amor en el altar del himeneo.

No se puede negar, don Eusebio, que estos italianos son los príncipes de estos divertimientos. Los ingleses ya no sabemos pasar sin ellos. ¿Habéis, pues, reparado en la primera bailarina? Sí, reparé. Pues sabed que esa vino de Italia cortejada del lord T... y dicen que lleva gastadas con ella más de diez mil libras esterlinas. Lo peor no es eso, dijo Hardyl al instante, sino el que crean los tales que semejantes desperdicios y prodigalidades dan tono de esplendor a su grandeza, pudiendo, con la mitad de esos gastos, hacer obras útiles a su patria y eternizar sus nombres en puentes, en caminos y en otros monumentos dignos de una permanente y gloriosa complacencia.

Comienza el segundo acto. El teatro vuelve a parecer a Eusebio, como antes, una lonja de mercaderes; tal era el susurro de la gente que conversaba. El canto apenas se oía, mucho menos el recitado; pero llega la aria, el dueto, la cavatina: todo el mundo hace punto en boca y queda estático mientras dura. Acabada la aria vuelve a tomar cuerpo el murmullo, hasta que llega el último dueto y hasta que la ópera se acaba.

Parece, dice Eusebio, que la gente viene sólo a la ópera para oír arias y duetos. Valiera más que ésta se redujese a arias, pues así conseguiría atención el poeta; el maestro de música se ahorraría el trabajo de componer un largo y flojo recitado, y la gente gastaría mejor su dinero. Concluyamos, pues, que la ópera no os agrada. Me agrada, pero me parece que no necesitáis de hacer venir, con tanto gasto, de Italia danzantes forasteros, para ver un baile extravagante y oír arias que vuestras inglesas cantarían tal vez mejor.

Eso no, don Eusebio, con desgrado nuestro lo debemos confesar: nuestra lengua no es tan dulce y flexible para el canto como la italiana. Aquel dolce amor mío; ídolo mío; mío bene, no es cosa que admita cotejo con nuestra lengua áspera y silvestre, y muy dura para la modulación del canto. Perdonad, sir Bridge, si me opongo al poco favor que hacéis a vuestra lengua. Confieso que parecerá duro y áspero a los oídos forasteros, pero a los vuestros no tanto; y si he de decir lo que siento, la lengua debe adaptarse más bien a la música, que no la música a la lengua.

Yo no sé cuán dulce y suave puede ser la italiana. Sé, bien sí, que la griega y la latina tienen muchísimas palabras ásperas, duras, sexílabas, con terminaciones poco blandas, como son todas las de los plurales; y con todo, no creo que diesen torcedor a los compositores de música; a lo menos, adaptaban a ellas toda especie de modulación de canto, como se deduce de las tragedias y de sus coros, que uno y otro cantaban los antiguos actores en la representación; y si hemos de creer a las memorias que nos dejaron los testigos de vista, eran maravillosos los efectos de su música.

¿Pero cómo es que ni nosotros, ni los franceses, ni vosotros los españoles, ni los alemanes, no llevamos la música a la perfección de la italiana? Esa es otra cuestión diferente de la que tratábamos, y asunto que no tengo liquidado. Pero con todo, no haré jamás agravio a la naturaleza, ni al genio y talento de las naciones, si entre ellas no florece hoy día una arte o ciencia que floreció en otros tiempos o que pueden hacer renacer otra vez en los venideros, y llevarlas tal vez a la perfección de que es susceptible.

Hardyl confirmó esto mismo con algunos ejemplos, a los cuales añadió una breve, pero enérgica, invectiva contra las óperas, como corrompedoras de las costumbres, de la decencia y decoro público, que fomentaban insensiblemente tales representaciones, privadas enteramente de la utilidad moral que podían pretextar las tragedias y comedias.

Bridge mostraba compadecer los austeros sentimientos de Hardyl como rancios y aldeanos; pues el mayor divertimiento, gusto, delicadeza y familiaridad de trato, que atribuía a las óperas, eran razones que preponderaban en su interior a las severas máximas de Hardyl, aunque sólo las apuntó, sin atreverse a defenderlas, durando este discurso hasta después de la cena en que se despidieron para ir a acostar. Retirados en sus cuartos, Eusebio, sintiéndose algo disipado, acudió a su Séneca antes de irse a la cama, leyendo el tratado de la tranquilidad, sirviéndole su lectura de fomento a sus buenos sentimientos. Al otro día fueron a visitar a sus antiguos huéspedes Bridway y Betty, de los cuales recibieron mil tiernas expresiones de agradecimiento por las sesenta guineas que Eusebio entregó al viejo la mañana que fue a visitarlo a casa de Bridge.

Éste no dejaba cosa visible en Londres, y en sus cercanías, que no hiciese ver a sus huéspedes. Añadía a la atención de acompañarlos a los lugares que los hacía ver, las visitas de sus parientes, amigos y conocidos, a donde los llevaba, y en las cuales comenzó Eusebio a tomar el tiento al mundo y a estudiar el hombre en su vida social y privada; en sus siniestros, en sus preocupaciones y modos, patrocinados de la costumbre, de la opinión, de las leyes, del genio de la nación, del culto y de la superstición, de donde sacaba nuevos motivos para llevar adelante el estudio de la virtud y de la sabiduría.

Miraba a los hombres muy diversamente de aquellos vanos troneras que por quererlo mirar todo nada ven, no teniendo ojos sino para ver y estudiar las modas ridículas y los caprichos de la vanidad, presentándose antes en las sociedades para ser vistos y conocidos, que para ver y conocer, sin otras luces que la del galanteo y sin otra ciencia que la que creyeron aprender por haberla cursado.

Muchas noticias del país, y los sucesos traídos en las conversaciones que Eusebio ignoraba, lo obligaron a emprender el estudio de la historia de Inglaterra. Esto también lo retraía algunas veces de asistir al teatro que comenzaba a cansarle; mucho más, viajando antes para instruirse que para divertirse neciamente. Hacía servir a este fin muchas de sus visitas para informarse del espíritu de las leyes del gobierno y progresos de las ciencias, de la industria y comercio en que Londres podía suministrar tan abundante materia a su curiosidad.

Tenía también Bridge con esto frecuentes ocasiones de ver nuevas fábricas, máquinas e ingenios que no sabía hubiese en su tierra y que Eusebio iba a desenterrar para hacer de ellas modelos, a proporción de su utilidad; pues no hay cosa por pequeña que sea, si es útil, que no merezca la atención de los ojos del sabio, principalmente aquellas invenciones que contribuyen al bien general de la sociedad y del hombre en particular, ya sirva para aliviarle el trabajo, ya para acrecentar sus conveniencias, ya para abrirle nuevos caminos a su industria en la agricultura, en la hidrostática, en la metalurgia, en la náutica y en todas demás artes menudas de mero gusto y capricho, que alimentan tantos brazos, que consumen las superfluidades de los poderosos, las que se hacen necesarias a una culta e industriosa nación, pues ninguna puede ser feliz, sino en los dos extremos opuestos de gran riqueza o de suma pobreza.

La nación que se halla en el medio de estos dos extremos será siempre despreciable. Porque el vecino rico la tendrá abatida y humillada en su inacción; y porque el pobre, que nada necesita, la tratará con imperio. Tal fue la suerte de los pueblos de la Grecia, hechos juguete del pobre y valiente espartano o del rico e industrioso ateniense. Roma, pobre, sojuzgó la Italia; Roma, rica, se levantó con el señorío de la tierra; la misma, descaecida de su antiguo esplendor, industria y riqueza, se vio esclava del feroz bárbaro que la saqueó y arrojó al viento sus grandes cenizas. Eusebio, persuadido de esto, hacía caudal de ideas y de conocimientos, que no sólo le aprovechasen a él, sino también a sus nacionales; no porque pretendiese levantarlos con ello a la cumbre de la grandeza, sino porque debe ser una la mano que comience a dar impulso al adelantamiento de la nación; y porque todas las cosas grandes deben por lo común su ser a pequeños principios o al concurso de causas que fueron despreciables miradas cada una de por sí. No tiene otro origen a las veces el bien general de un pueblo, debido a las solas miras o a la generosidad y amor patriótico de un ciudadano, que fomenta la industria y el talento de una nación, comunicándole sus luces o contribuyendo para su adelantamiento.

No somos solamente generosos con el dinero14. Un útil sugerimiento, un medio de industria, un ingenio inventado para facilitarla, para simplificar las operaciones de las artes, contribuyen a las veces para dar una honesta subsistencia a infinitas familias, que antes perecían de miseria víctimas de su inacción y de la falta de industria, o de los medios que pudieran fomentarla.

A tan útiles fines aplicaba Eusebio el estudio que hacía en su viaje. No de otro modo reconocía Sócrates la utilidad en el viajar, cuando preguntado sobre el talento y luces del joven Nicandro, respondió que daría razón de él después que hubiese viajado. Pues los que se proponen correr tierras por sola curiosidad, sin hacer o sin saber hacer estudio del mando, y sin mirar a su aprovechamiento, éstos vagarán como romeros y volverán a su patria con los mismos ojos con que salieron, deslumbrados solamente de las ideas materiales que adquirieron y de los ejemplos del lujo y de la vanidad, creyendo que basta para sobreponerse a sus conciudadanos el volver con el corte del vestido forastero, con darse un aire desenvuelto y desvanecido y con el acento afectado, pero a éstos les estuviera mejor no haber salido de su hogar.

Mas antes que quedar en él sepultados como topos, ciegos de mil preocupaciones nacionales, ¿qué luces, qué conocimientos y provecho no sacarían los grandes y los ricos de sus viajes, tomados como por término de sus estudios para perfeccionar su educación? ¿Todo el estudio especulativo de la geografía que hicieron al lado de sus maestros, no les parecerá una sombra en cotejo del estudio práctico? La historia les daría una viva idea de los hechos leídos en los libros, como de los sitios en que acontecieron; el estudio de las otras ciencias, el de la política, hecho entre cuatro paredes; el de la agricultura, ceñido a sus campos, el del comercio, limitado a los productos de su provincia, ¿qué extensión no tomaría, viendo y conociendo al hombre con las mismas pasiones, diverso sólo en lengua, traje, ritos, usos y costumbres?

El adelantamiento y nuevos progresos de la agricultura en tierras más ingratas y estériles que las que deja, los productos de este país hallados en otras regiones remotas, pero transformados de la industria y del talento en mil formas diferentes, y destinados para diversos usos, le suministrarían nuevos conocimientos que pudieran servirle de tesoro verdadero, sin que la codicia lo estancase ni ocultase bajo de sus cerrojos.

Añádase a esto el mayor tino y aprecio en las artes liberales si a ellas se mostrase aficionado; el gusto, el discernimiento y criterio en la erudición, en la literatura, en el estilo, tan difíciles de adquirir en las escuelas patrias entre sus condiscípulos y tan fáciles de conseguir con el trato, comercio y luces de los forasteros, con la inteligencia y conocimiento de sus lenguas y escritos. Las rudas preocupaciones de la educación de que se despoja; las luces que adquiere de los mismos errores y engaños que descubre en los mismos pueblos que estudia; sus leyes, gobierno, religión, todo le sirve de útil escuela, si la quiere cursar con provecho, pues no hay mejor maestro que el mundo mismo para quien lo estudia.

Si Hardyl no se hubiera lisonjeado que pudiese ser a Eusebio de mucha utilidad el viaje, no hubiera fomentado la especie a Henrique Myden ni hubiera dejado su tienda en Filadelfia para acompañarlo. Mas viendo ahora que su aprovechamiento era mayor que el que se prometía por el empeño con que tomaba Eusebio su instrucción, hasta en las menudencias que se le presentaban, se complacía sumamente. Bridge, a quien estas mismas cosas tocante a artes y ciencias, no le venían de genio, procuraba interrumpir el estudio y aplicación que ponía en ellas Eusebio con otros divertimientos que ofrecía el país, llevándolos ya a Spring Garden, ya al Vauxhall, con el pretexto de beber la cerveza de Burton, a que añadía como cosa indispensable las visitas a los cafés.

Un día, entre otros, los introdujo en el café de San James en hora en que estaba lleno de gente. Aquí había un círculo en donde se trinchaba sobre el gobierno de las monarquías, allí una mesa de jugadores y de mirones, allá otros que se entretenían con las noticias de la gaceta. Estábala casualmente leyendo uno, sentado solo a una mesilla, junto a la cual se sentaron Bridge, Hardyl y Eusebio; servíale de candelero una botella de Málaga, a quien daba de cuando en cuando un tiento el lector, ceñido de gran valona, dejando entretanto descansar su pipa mientras bebía. Bridge, Hardyl y Eusebio proseguían su conversación, recreando sus discursos con el punch que Bridge mandó traer, cuando de repente echa una gran carcajada el lector de la gaceta. Y dejándola sobre la mesa, echa vino en el vaso, diciendo: ¡Pobres españoles!, me causan compasión. ¡Eh! Bebamos a su salud. Y dicho esto, apura el vaso.

Eusebio y Hardyl, que estaban a su lado, vuélvense hacia él, mirándolo con sorpresa, creyendo que lo decía por ellos. Pero viendo que volvía a tomar la gaceta con mucha gravedad, pensaron que recaía la carcajada sobre alguna noticia que había leído. De hecho, se acercó al lector uno de los presentes, diciéndole: ¿Qué es eso, sir Brisban?, ¿de qué os reís? Sir Brisban le llenó el vaso y le dice que beba. Luego le pregunta si había leído en el capítulo de Madrid el proyecto de poblar la Extremadura. Lo leí, le responde, ¿pero qué hay ahí que reír? Brisban vuelve a reír, diciendo: No harán nada, no harán nada.

Eso lo creo yo también, dice otro entremetido. La nación española cayó en tal letargo que tendrá para siglos. No hay duda en ello, dice otro que había acudido a la risada de Brisban, parece que Felipe segundo dio a beber adormideras a los españoles. ¡Eh!, dejémoslos dormir, dice Brisban, no sea que se despierten. Por mí, duerman cuanto quieran, dice otro, pero es cosa que saca de tino que una nación imperiosa, que acababa de amedrentar a toda la Europa, haya caído en tal letargo y tan universal que todo se resiente de esa misma desidia: ciencias, artes, comercio, náutica, agricultura, en fin, todo.

Así proseguían hablando los del círculo de Brisban. Hardyl, oyendo aquel desencadenamiento, dice a Eusebio al oído: Callad y dejar decir, que aquí no vale razón. Íbanse allegando otros y para todos prestaba la materia. El literato decía la suya, sobre el abatimiento en que se hallaban las ciencias en España; el marino que había más bastimentos mercantiles en Plymouth, que en todos los puertos de aquella monarquía desde Creus hasta San Sebastián. Quiso también echar su cucharada un oficial, diciéndoles que no se cansasen, que no había ni soldados, ni generales, ni literatura, ni valor y que los frailes lo habían avasallado todo a la devoción y escapularios. Miente, voto a tal quien tal dice, se levanta diciendo uno de los que había allí en el café, y aquí estoy para mantenérselo. Páranse todos de repente fijando la vista, sorprendidos en el ademán, gesto y ojos ardientes del que a su acento y enojo manifestaba ser español. Brisban fue el primero que, vaciando la botella en el vaso, lo toma en las manos, se levanta y se lo presenta al enojado español, diciéndole muy serio: Perdonad, caballero, pero esto os sosegará un poco la sangre; y luego que estéis apaciguado, trataremos la cosa amigablemente, pues es gran daño alterarse por cosa que no lo merece.

El español, creyéndose insultado de nuevo, da un revés al vaso que Brisban le presentaba y háceselo saltar de la mano. El oficial, ya del desmentido que le dio el español, toma la defensa del insulto hecho a Brisban, que pacíficamente volvió a sentarse, y dijo al español que era un soberbio, descortés y mal criado. Éste prorrumpe en ultrajes contra el oficial y el remate de la disputa fue salir desafiados a todo trance, saliéndose a este fin del café. Brisban exhortaba desde su asiento al oficial que bebiese antes una botella de vino de España, para tener propicio al genio de aquel país a quien había ofendido tan gravemente; pero el oficial, sin darle respuesta, sigue al español que lo precedía. Varios de los que se hallaron presentes quisieron ver el duelo; y Bridge instaba a Hardyl y a Eusebio para que fuesen también a verlo. Hardyl le responde que se iba a casa en derechura; pero Bridge no pudo resistir a la curiosidad y, cediendo a ella, les dijo: Bien pues, allá nos veremos; y siguió la comitiva.

Vámonos a casa, Eusebio, dijo inmediatamente Hardyl, y dejemos a esos locos. Esta es la sexta o séptima vez que venimos a este café y cada vez hemos tenido nuevo motivo para conocer cuán insulsas y peligrosas son las reuniones en estos sitios. ¿No habéis notado la liviandad de los discursos de la gente? ¿El espíritu tonto de alteración que anima la mayor parte, juzgando cada cual según su capricho? ¿Los aires necios que se vienen a dar los ociosos y los que pretenden saber de todo?

¿Pues, y esta última contienda, dónde la dejáis? No la paso por alto, antes bien quiero hablar de ella de propósito; y en primer lugar, ved cuán cautos y circunspectos debemos ser en hablar y principalmente en hablar mal; porque a las veces decimos mal de los dientes del lobo mientras nos está escuchando. ¡Qué poco se esperaban ellos aquella tronada en claro! Pero, ¿os parece, Eusebio, que sea esa la manera de defender el honor de la nación? Ese bendito, dejándose llevar del enojo, no hizo más que dar que reír a esos rancios patriotas, los cuales no mudarán ciertamente de parecer, aunque vean muerto al oficial que quiso defender su atrevida proposición.

¿Muerto puede quedar el oficial? Pues, ¿qué van a hacer? Van a probar a matarse; tenéis razón de preguntarlo pues jamás se ofreció ocasión de hablar de los desafíos. Éstos son una cosa semejante a la lucha de los gladiadores cuando salían a matarse al anfiteatro. No ignoráis que éstos tenían sus lanistas o maestros de esgrima, que les enseñaban a eludir la herida del adversario, a prevenirla y saberla dar a tiempo para que el arte hiciese servir la fuerza de aquellos hombres de pasto y divertimiento bárbaro a la curiosidad de los mirones; porque sin el manejo e instrucción de la esgrima, decidirían presto de sus vidas, matándose cara a cara como puercos.

Haced, pues, cuenta que no hay más diferencia entre el gladiador y el duelista que ser el gladiador hombre vil, o condenado al suplicio o esclavo comprado para dar público espectáculo, y que ahora este lindo oficio se lo reservó la nobleza como ministerio digno del honor. ¿Del honor? Sí, del honor. ¿No sabéis cuál sea esa deidad del honor a quien sacrifican sus vidas tal vez por una paja? No lo sé. Pues id a preguntarlo a ellos, y a buen seguro que no sepan tampoco lo que es. Dan este nombre al empeño en la reparación de una palabra, de un gesto, de un ademán que los ofendió. Pero de hecho, veis que este honor no es otra cosa que vanidad y soberbia, o falta de moderación y magnanimidad bastante para despreciar la injuria.

¿Y esa injuria queda por ventura borrada con la muerte que se dan? ¡Oh!, despacio; no es cierto que se den la muerte; van resueltos a quitarse la vida, pero esperan que su habilidad, la suerte o su valor les dará la victoria de su enemigo. ¿Y si queda muerto el que recibió la injuria? Entonces se va al otro mundo con el mal, y con el mal año, a dar cuenta de sí ante el tribunal de Radamanto; el cual, sabiendo el motivo porque comparece ante él aquella alma echada con violencia del cuerpo por punto de honor, la pudiera decir:

¿Y de cuándo acá los hombres necios e insensatos dieron tal derecho al honor? Minos y yo jamás vimos formarse los hombres en la tierra una idea tan extravagante del honrado sentimiento. ¡Oh supremo juez de las regiones infernales!, yo lo ignoro; hallé ya establecida esta obligación de matarse por una leve ofensa cuando nací, y por deber cumplirla me veo ahora privado de mi querida mujer, de mis dulces hijos, de mis bienes y de los honores a que podía aspirar. De todo finalmente, pues todo lo perdí con la vida.

¿Cómo de todo?; pues qué, ¿no traéis con vos el albalá del honor por pasaporte del Aqueronte?, ¿no os expusisteis a perder y perdisteis de hecho mujer, hijos, bienes y honores por ese honor?, ¿dónde está, pues, el billete de seguridad?, ¿se os quedó en la faltriquera allá en la tierra o lo perdisteis por el camino? ¡Ah! divino legislador del Averno, ahora echo de ver que todo fue un trampantojo de la opinión de los mortales fabricado de su vanidad, de su enojo y de su venganza. Compadeceos de mi ilusión, pues ésta se hizo derecho de honor allá en la tierra.

¿Que os compadezca?, ¿habrá de compadecer Radamanto a un insensato? A la verdad cometisteis un gran desatino, pero ya que el honor os puso antes del tiempo prefijado de las parcas bajo mi tenebrosa jurisdicción, lo más que puedo hacer, será no remitiros por ahora al dios Plutón hasta que no comparezca vuestro matador; pero si éste no trae corona o insignia de la victoria que le dio el honor de vuestra vida por prueba del derecho de esa nueva deidad que no conocí, ¡vive Proserpina!, que iréis condenados ambos a dos a la zahúrda de los funestos necios, degradados para siempre de vuestra nobleza.

¿No os parece, Eusebio, que pudiera pasar un coloquio semejante entre el juez del infierno y esa alma infeliz? Si el español hubiese despreciado, como hicimos nosotros y como lo debía hacer él, todas esas bobadas, no se expusiera a perder la vida por motivo tan tonto. Ved por lo mismo cuánto importa tener siempre a la mano la moderación, principalmente en estos lugares que se hicieron el asilo de la ociosidad y de la majadería de los que parece que van a descargarse en él del peso de su existencia. No hay duda que es sensible oír despreciar su nación, porque sin querer y sin advertirlo, se apropia cada uno parte de aquel desprecio como miembro que se reputa ser de aquel cuerpo nacional. ¿Pero faltan por ventura modos y razones para defender su patria sin interrumpir en injurias y baldones como lo hizo ése? A tales excesos impele la presunción y vanidad irritada de un celo patriótico mal entendido.

Acuérdome haber leído que hallándose Anacarsis en un círculo en Atenas, lo motejó de bárbaro un joven que allí se hallaba. Anacarsis, superior a tan indiscreta injuria, le dijo solamente: Pues sabe, hijo, para tu instrucción, que lo que yo te parezco en tu tierra, tú lo parecieras en la mía. ¿Qué podía replicar el joven a tan sabia respuesta? Si en vez de ella Anacarsis enojado hubiese prorrumpido en dicterios contra el joven indiscreto, lo hubiera confirmado en su opinión y hubiera dado que reír a los presentes, pues no hay cosa que provoque más a risa maligna que ver darse al diablo un agarrachonado del enojo.

¿Pero es verdad que esté la España en este estado que han dicho? Lo veremos cuando lleguemos allá. Pero dad por supuesto que de todo lo que han dicho, se habrá de quitar la parte que añadió la ignorancia, la presunción y la rivalidad nacional, y el odio general que veo cundido contra los españoles en casi todas las tierras que he corrido; de modo que, meditando yo la causa de dónde podía proceder esta aversión de los europeos a los españoles, y no contentándome ninguna de cuantas me ocurrían, determiné informarme de la gente misma en todos los países por donde pasaba, para ver si daba con la verdadera.

Como tampoco me supiesen dar razón a cuantos preguntaba, les decía si los españoles eran honrados; todos me contestaban que por tales los tenían. Si eran sinceros, mantenedores de su palabra, verdaderos amigos, si jamás faltan a sus promesas y contratos. A todo me respondían que sí, que sí; pero que eran soberbios, arrogantes, bárbaros, supersticiosos, ignorantes. A esto yo les oponía que todos estos defectos, supuesto que fuesen verdaderos, se podían aplicar a otras naciones vecinas, sin que les pudiesen atribuir las buenas calidades que confesaban en los españoles y sin que por eso tomasen en sus ánimos, contra ellas, el odio y desprecio que tenían y hacían de éstos; y así que debía ser la causa de su general aversión. A esto levantaban en silencio sus hombros sin saberme responder, hasta que di con un hombre anciano, milanés, muy instruido, el cual me dijo que había también meditado sobre ello y que creía deberse atribuir a muchas causas, tomando el origen desde el descubrimiento del nuevo mundo; el cual, excitando la envidia general de todas las naciones, por querer cada uno para sí esta gloria que les parecía usurpada.

Que a esta envidia se añadía la dominación de Carlos quinto que aspiraba a la monarquía universal, o que por lo menos lo parecía pretender, y que con este motivo los españoles pujantes, ricos y ufanos con el oro de la América, y victoriosos en todas partes, dominaban en ellas con imperiosa arrogancia, añadiendo a la altanería de su genio, la del gobierno y mando, que sin ser tiránico se hacía odioso y aborrecible, por lo mismo que odiaban ya y aborrecían a sus imperiosos dominadores.

Que a todo esto sucedió el reinado de Felipe segundo y su fiero empeño en avasallar la Flandes, a las cuales toda la Europa favorecía, por lo mismo que eran los españoles los que la querían sujetar; y que aunque ellas fueron el escollo en que naufragaron la gloria, la riqueza, el poder adquirido de los españoles, cayendo de un golpe en la sima de pobreza, de la desidia y de la miseria; pero que el odio concebido y arraigado en los corazones de los padres, pasaron como por herencia a los de los hijos, y de éstos a los nietos, hasta que el tiempo lo acabe de consumir.

Acababa de decir esto Hardyl cuando llegaban a casa de Bridge; y como viesen en la puerta el coche del lord Hams..., hermano de lady Bridge, muy amigo de Eusebio, quiso éste ir a saludarlo, suponiendo que hubiese venido a ver a su hermana, como era así. Lady, que los había visto salir con su marido, viéndolos sin él, les pregunta el motivo. Hardyl le cuenta el desafío del café y que su marido había querido ir a verlo. El lord Hams... dice entonces a Eusebio: Pues yo venía a hacer otro desafío diferente. ¿Cuál es, milord? El de una partida de caza a caballo. Mañana debo ir a mis tierras de Berkshire; si queréis venir me haréis un singular favor. Me lo hacéis, milord, con el envite, que acepto de buena gana.

Se entiende, milord, dice entonces Hardyl, que yo no quedo comprendido. Perdonad, Hardyl, os supongo una cosa misma con don Eusebio; y como os oí decir el otro día que no gustabais de ir a caballo, daba por supuesto que vendríais en coche hasta Berkshire y desde allí entendí hacer el envite a don Eusebio para la partida de caza a caballo. No, milord, dispensadme esta vez de tal favor, pues tendré mayor gusto de ver dos jóvenes, sin sujeción de tercero, gozar libremente de tan honesta diversión en la efusión de su tierna amistad.

Lady aprobó la respuesta y determinación de Hardyl, acordando partir al otro día los dos amigos. El lord, después de haber estado largo rato con ellos, se iba ya, cuando encontró en la escalera a su cuñado Bridge; y deseoso de saber el éxito del duelo, vuelve a entrar con él. Hardyl y Eusebio se habían quedado con lady, la cual, al ver a su marido le pregunta cómo había ido y en qué lugar decidieron la pendencia. Cerca de Hyde Park; vengo muy desazonado y padecí lo que no creía. Oigamos, pues, dice el lord Hams... Lo diré, dijo Bridge, pero dejadme tomar aliento. Luego que llegaron al lugar que habían elegido, nos llamaron por testigos los competidores, y después de haber medido sus espadas, ocuparon sus puestos. La sangre se me alteró en el corazón, y por la palidez de los rostros de los otros testigos, inferí la del mío. El oficial se mostraba bastante sereno y superior a la suerte funesta que le esperaba. El español, que luego supimos ser un gentilhombre del embajador de España, mostraba intrepidez, pero animada del enojo y del deseo de la venganza.

Tíranse los primeros golpes. El oficial parecía ser más diestro, sea que fuese mayor su habilidad o mayor su presencia de ánimo, o fuese que nos pareciesen más ciegos los tiros del adversario, el cual insistía con rabiosa pertinacia. Los fieros rostros de los que se amenazaban con la ira, el liso resplandor de los desnudos aceros, el triste ruido de las esgrimidas espadas, que hacía más lúgubre nuestro pánico silencio, me infundían un palpitante temor que me oprimía el corazón.

Vuelven a tirarse; el español queda herido en la mano. Reparando el oficial en la sangre que le salía, le dijo si quedaba satisfecho. Adelante, responde el español, y sin decir más, apresurando con mayor rabia los tiros, hiere en el lado al oficial; éste, pareciendo que hubiese recibido mayor vigor y esfuerzo de la herida, apremia al español, y lo pasa de parte a parte.

¿Y para qué vais a ver esas barbaridades?, dijo la amedrentada lady a su marido. Mas él, sin darle respuesta, continuó diciendo: Luego que el oficial vio caer yerto en el suelo a su adversario, acudió a él para ver si quedaba muerto; pero sintiéndose desfallecer también, reparando en la sangre que le corría de la herida, nos pidió un carruaje. Uno de sus amigos estuvo pronto a darle la mano, pero necesitó de apoyarse sobre su hombro para sostenerse en pie, nos apresuramos los demás a darle ayuda, mas faltándole enteramente las fuerzas, se dejó caer en el suelo, donde a poco rato expiró, revolcándose en su misma sangre.

¡Buen día se dieron!, dijo el lord Hams... Y tan bueno, dijo Hardyl. Parece, con todo, replicó el lord, que miráis, Hardyl, la cosa con mucha indiferencia ¿Dónde está vuestro valor? El asiento del valor, milord, es el corazón, no la lengua; el despreciar la vida es valor, cuando nos lo pide el destino o la defensa de nuestros hogares, de nuestros bienes y familias, no cuando se trata de una necia cuestión de voz que se la lleva el viento. ¿Os parece que es el valor el que califica los desafíos? Así lo pretenden. Preténdalo cuanto quieran, no es así, pues es sólo pretexto del enojo. Quieren bien mostrar entonces que tienen valor, pero se engañan a sí mismos. Es el punto de presunción, a quien dan el pomposo título de punto de honor, el que los empeña, no al verdadero esfuerzo y fortaleza del alma, que se sobrepone a una palabra necia, a la injuria de un desvergonzado presumido, a una pueril etiqueta de trato o de ceremonia inventada de la arrogancia y de la ambición. Tenéis razón, dijo levantándose para partirse el lord Hams... somos los hombres grandes muchachos. Quedad con Dios, que llevo prisa. Adiós, don Eusebio, hasta mañana; vendré por vos con el coche.

Bridge quiso saber por qué daba la hora a Eusebio, e informado que era la caza, pretende ser de la partida, pero no fue admitido. Con esto partieron solos al otro día los dos jóvenes amigos para Berkshire, donde llegaron felizmente.

Suma fue la complacencia que probó Eusebio al verse lejos del tumulto de Londres en aquellas amenas soledades, cerca de los sitios reales de Windsor. Una grande casa a cuyo serio exterior condecoraba la grave tez de la antigüedad, los recibió en sus aposentos, hermoseados del gusto del día, aunque sin lujo ni profusión de riqueza. Una dilatada llanura les presentaba a la vista dos frondosísimas alamedas, que iban a rematar en una cadena de amenos altozanos coronados de verdor, y a una y otra parte entretenían sus ojos los sembrados y prados extensos, animados del vivo tinte de la feracidad que da a las plantas el terreno de Inglaterra. Los ganados diferentes que se recreaban por aquellas amenas llanuras y prados esmaltados de flores, el canto y música de los pastores y de sus caramillos, que volvían a lo lejos el eco más dulce en el quieto silencio de aquella suave soledad, eran un delicioso espectáculo para Eusebio, como lo serán siempre para el alma triste y sensible que sabe apreciar la más pura riqueza y hermosura de la naturaleza.

Prestábase Eusebio al dulce encanto de aquellos inocentes objetos campesinos, pareciéndole dilatarse su alma a toda la extensión de los campos y collados que veía desde la casa. La dulce tristeza que infunde al ánimo la verde y quieta soledad, de cuyo suave sosiego parece que se revisten las tranquilas pasiones y los afectos del hombre con tal vista, hacían la más viva impresión en el ánimo de Eusebio. Sólo su amor parecía que cobrase mayores fuerzas de ternura y sensibilidad con las amenas y silenciosas sombras de los árboles, como si ellos se las fomentasen y le prometiesen una seguridad más suave e inocente.

Leocadia era el solo objeto que en tan dulce situación echase menos su amor, habiendo ella recobrado el entero señorío en su corazón arrepentido y desengañado no solamente de Susana, sino también de todas las demás hermosuras que había conocido en Londres. La imagen severa de la virtud de Leocadia y de sus gracias no hallaba ya rival, después que sacudió con los consejos de Hardyl el amoroso prestigio con que lo deslumbró la fácil correspondencia y el ardiente afecto de la graciosa hija de Howen.

Todas las obras de Séneca que había comprado en Londres lo acompañaron al campo, llevando también consigo algunos poetas griegos y latinos, a los cuales el joven lord se mostraba muy aficionado. En ellos empleaban las horas que no los ocupaba la caza, holgándose el lord de disfrutar de la manifiesta superioridad que reconocía hacerle Eusebio en la inteligencia de una y otra lengua, especialmente en la griega, necesitando de acudir a él para la explicación de los pasajes difíciles de los autores en que tropezaba.

Quince días había que gozaban los dos amigos del campo y de la caza, cuando saliendo una tarde para continuarla, ojea uno de los perros una corcilla a quien comienzan todos a una a dar caza. Las voces y gritos del contento de amos y criados, los ladridos de los perros azoran los ánimos de los caballos y caballeros, y se empeñan en el alcance de la veloz corcilla que, a par del viento, volaba por aquellos prados y campiñas, hasta que amparada de un matorral dejó burlados a sus perseguidores.

Era ya tarde, y aunque se encontraban muy lejos del viejo alcázar, estaban cerca de una alquería del lord, que tenía en arriendo Felipe Street, su antiguo dependiente. Este recibe con singular alborozo a su señor, esmerándose en darle el mejor acomodo que podía su cordialidad y respeto en la estrechez de la casa. El lord y Eusebio se ponen a descansar allí mismo en la entrada, diciéndoles muy afanado Street que esperaba a su mujer para darles de refrescar. ¿Y adónde fue vuestra mujer?, pregunta el lord. Fue, milord, a acompañar a una alquería vecina una sobrina suya, que poco hace nos enviaron de Londres sus padres, queriendo ocultarle la quiebra que hicieron mientras tientan el ajuste con los acreedores.

Decid, Street, ¿es hermosa esa vuestra sobrina? ¡Oh, milord!, y si lo es; no creo que haya tres rostros más hermosos en todo Londres. ¿Qué decís? Holgaré sumamente de verla. Eusebio sentíase conmovido de los mismos deseos, pero se los contenía la memoria de lo que le había pasado con Susana. El lord, alegre e impaciente, bendecía la corcilla que los había encaminado a aquella casa. Luego se levanta sudando como estaba, va a la puerta, vuelve, se para, pasea, preguntando a Street el nombre de su sobrina.

Nancy, milord, es su nombre. ¿Y cuándo llega esa amable Nancy? ¿Han ido muy lejos? No tan lejos, milord, poco pueden tardar en venir. A lo menos tendremos buena compañía; ¿no os lo parece, don Eusebio? ¿No sentís alborozarse, regocijarse ya vuestro corazón al dulce, al amable nombre de Nancy? ¿Qué techo, qué choza podrá parecer despreciable cuando la habita una hermosura? Una deidad diré mejor, pues una hermosa doncella tal me lo parece. Mucho más, milord, dice Eusebio, si a la hermosura se le junta la virtud. ¿Qué virtud? ¿Adónde os vais ahora a encaramar por ese estéril árbol de la imaginación? Virtud y amor es un Hicocervo, una Esfinge, que podemos dar de barato a los crédulos tebanos.

¡Pero mucho tarda ya esta amable Nancy! Decid Street ¿qué tiene que ver esa quiebra de su padre con su venida al campo? Os lo insinué, milord, el querer ahorrarle el sentimiento que pudiera causarle, si la supiera; pues idolatran en ella, especialmente la madre. Han acertado en enviarla al campo. Ved aquí, don Eusebio, como dice bien vuestro Séneca, que todos los males de los hombres son de opinión. Lo que es causa del mayor dolor para los padres de la hermosa Nancy, para mí lo es del mayor contento; atadme esas medidas.

Más digno es de considerar, milord, que aquel mismo objeto que hoy anhelamos con ansias las más ardientes, mañana lo es de nuestra mayor aversión.

Así son siempre nuestros deseos, juguetes de nuestra fantasía; a nosotros mismos nos hacemos infelices. Mientras no se trate de amor, sé filosofar, don Eusebio, como el que más; pero cuando se trata de mis deidades, entonces pierdo la chaveta. ¡Cuándo vendrá esta Nancy!

Street, viendo impaciente a su señor, sale de casa para ver si descubría a su mujer y a Nancy para darles prisa, y vuelve de allí a poco diciendo que ya venían. El lord se compone la ropa, el cuello de la camisa, se mira las hebillas, se pasa el pañuelo por el rostro, se prepara para recibir a Nancy. El primer encuentro de una hermosura es terrible para un amante. Eusebio repara desde su asiento todos los movimientos del lord y le sirven de espejo para dar a los suyos más noble superioridad.

Nancy, la graciosa, bella y amable Nancy, llega finalmente. Con las tersas facciones de su rostro delicado competía la tierna lisura de su candidez, encendida entonces del cansancio, respirando un aire de tan fina belleza que enamoraba. Su primoroso talle, cortado de las gracias, prometía creces de su pasada infancia y de su comenzada juventud, la cual la revestía de una suave amabilidad, que exigía respeto del amor mismo que encendía con el modesto fuego de sus negros ojos, cuyas suaves miradas esparcían en toda su graciosa presencia un dulce y atractivo señorío.

La aparición en el cielo de una nueva estrella de extraordinario esplendor no causa tan grande conmoción en los ánimos de los mortales, cuanto la tierna y bella Nancy en el del joven lord y en el de Eusebio. Ella, no menos sorprendida de ver aquellos jóvenes señores, siente renacer a su vista, de su mismo gracioso embarazo, el poder de sus atractivos, hermoseado de la dulce sorpresa que ellos mismos le causaron.

Eusebio se levantó para saludarla; el joven lord se le había adelantado, diciendo a la sorprendida Nancy: Bella Nancy, la suerte propicia nos encaminó a este lugar para que conociésemos una deidad, tanto más digna de nuestra amorosa veneración, cuanto más se aventaja vuestra hermosura al concepto que habíamos formado. La modesta y confusa Nancy, que no conocía al lord, le dice: Señor, ¿qué decís? No compete ese cumplimiento sino a quien sobreabunda de cortesía en hacerlo. Street le dice entonces a Nancy, señalando al lord: Este es nuestro amo respetable, milord Hams... Nancy, al oírlo, pareció revestirse de repente de circunspección mayor, e inclinándose con modestia le dijo: Vuestra criada, milord. ¿Qué criada? La hermosura debe aspirar a títulos dignos de ella. ¿No os lo parece, don Eusebio?

A la modestia de esta señorita conviene esa expresión. ¡Qué modestia! ¿Ahora salís con eso? La modestia es una toca buena para cuando hace frío. Este caballero, bella Nancy, es un forastero que ignora los trajes que nos convienen a cada sazón. Pero debéis estar cansada. Venid, Nancy sentaos junto a mí, junto a mí. Nancy obedece y se sienta. Eusebio, a quien el mismo libre despejo del lord daba mayor encogimiento, se iba a sentar a la parte de enfrente del zaguán, pero el lord le dice: Venid aquí, don Eusebio, a percibir de cerca el suave aliento de la deidad.

Eusebio condesciende y el lord, después de haber hecho algunas preguntas a Nancy, le dice: Ahora desearía saber el nombre de vuestro amante. ¿De mi amante, milord? No tengo ninguno. ¿Cómo? ¿No tenéis amante? Sepamos qué edad tenéis. Dieciséis años, milord. ¿Y pues? Dieciséis años con tanta gracia y hermosura, ¿cómo es posible que no hayan excitado ya algún incendio en algún tierno corazón? Perdonad, milord, no tengo amantes. No es posible, y aun dado caso que digáis verdad, sé muy bien que tenéis uno. ¿Yo, milord? Sí, vos, y uno que os ama con toda el alma, con el más intenso amor. Dicho esto, se inclina para tomarle la mano y besársela. Nancy con respetosa vergüenza la retira, dejando al lord algo desairado y resentido en la presencia de Eusebio.

Street y su mujer llegan en esto con la cerveza y vasos, que presentan al lord y a Eusebio. El lord, llenando un vaso, se lo ofrece a Nancy, la cual lo rehusaba con modestia; pero finalmente lo toma obligada del lord. Street pide luego licencia para ir a disponer la cena, y Nancy, que se hallaba avergonzada y confusa con las libertades que comenzó a tomarse el lord, se prevale del pretexto de ir a ayudar a sus tíos para desprenderse de él, y aunque éste la quiso obligar a que quedase allí, no lo pudo conseguir.

Nancy se prevalió de la superioridad que le daba su hermosura para triunfar de la que quería tomarse el lord sobre su sexo. Si la belleza parece que da derecho a muchas mujeres para hacer que sus caprichos dominen la pasión de poderosos amantes, ¿no lo dará mayor la virtud para que haga sobreponer el decoro y la honestidad a las atrevidas declaraciones?

El lord, resentido de la firme y modesta resolución de Nancy, que no quiso quedarse con él sino seguir a sus tíos, por más que la quiso detener del brazo, se levanta de su asiento y, alzando en alto los ojos, exclamó a la presencia de Eusebio:


O quae beatam Diva, tenes Cyprum et
Memphin carentem, Sythonia nive,
Regina, sublimi flagello,
Tange Chloen, semel arrogantem.

Os oyó la diosa, milord, dijo sonriéndose Eusebio, van a quedar otorgados vuestros deseos. ¡Ah!, me lo pagará la esquiva. Tantos asaltos la daré que habrá de rendir la plaza. Resuelto estoy a no partir hasta que no la consiga, ninguna resiste a largo sitio. ¿Sabéis la receta de Ovidio? Ella caerá. No me parece digna, milord, esa vuestra protesta del generoso y noble carácter que en vos reconocí. ¿Por qué no? ¿Qué tiene que ver eso con esotro? ¿Creéis que tenga ella derecho de defender su honor? Que lo tenga, ¿qué sacáis de ahí? Que lo tiene también para desechar vuestras declaraciones.

Eso es cabalmente lo que debe combatir mi amor. ¿Vuestro amor, milord, o vuestra concupiscencia? Lo mismo es lo uno que lo otro; ¿qué diferencia le ponéis? Yo tenía más alto concepto del amor, sentimiento que precede a la concupiscencia y tanto superior a ella, cuanto lo es la razón al instinto. ¡No está malo eso! ¿Pues qué creéis, milord, que el deleite físico sea comparable con la dulce y suave ternura con que se regala el alma que amando se reconoce amada? ¿Pero debo privarme del placer, que a vuestro modo de pensar no vale tanto, porque no puedo obtener el que vale más?

No tuviera que oponer a eso, si estuviera en vuestra mano el conseguirlo; pero dependiendo de ajena voluntad, os exponeis a una vergonzosa repulsa, después de una vana y humillante porfía. ¿Humillante? ¿De qué diccionario sacáis esos epítetos? Marte puede llevar esas humillaciones en sus asaltos rechazados, pero el amor se gloría de esos desdenes; esas son las espinas de sus rosas y las cáscaras de sus frutos, las cuales los hacen mucho más sabrosos; se ve que sois bisoño en el amor. A la verdad, milord, no me glorío de esa milicia, aunque pudiera tal vez tener motivo bastante para ello.

Mas decid, don Eusebio, ¿habláis de veras? Creo milord, que habréis tenido tiempo para conocer el entrañable afecto que os profeso y que me tenéis justamente merecido. Ni podéis dudar que os hablo con toda la efusión de mi sincera amistad, que mi misma franqueza os manifiesta. El lord Hams... que extrañaba desde el principio el lenguaje y tono de Eusebio, quedó algo sorprendido al verle confirmar tales sentimientos y tan ajenos de su edad; y aunque quiso echarlo a bulla, se conoció que interiormente le hacía alguna fuerza, moderando poco a poco sus expresiones.

Nancy atraviesa entonces el zaguán con los manteles y servilletas para ir a poner la mesa por orden de su tía. El lord no se puede contener y va tras ella para decirle algunas palabras cariñosas. Nancy, al verse sola y perseguida, deja los manteles medio desplegados sobre la mesa y escapa con prisa bastante para que el lord pudiese conocer que lo evitaba. Esto mismo comenzó a empeñar más su amor, cebado ya con la primera vista de Nancy, cuya hermosura, gracia y modestia eran extraordinarias.

El lord, más resentido que antes, deja de seguir a Nancy y comienza a pasear el zaguán como pensativo. Eusebio desde su asiento mueve la especie de la corcilla, pero no prende. Street llega en esto, disculpándose con el lord de la escasez y circunstancias en que lo había sorprendido y le pregunta a qué hora quería cenar. Luego, que tengo hambre. Nancy, que se había retirado a la cocina y que había dado por excusa a su tío para no poner la mesa el avergonzarse del lord, le obligó a que la pusiese él mismo, como lo hizo, poniendo dos solos cubiertos.

El lord lo advierte y le manda poner cubiertos para todos; quería con este pretexto tener sin nota en la mesa a Nancy. Street obedece. La cena estaba ya dispuesta; se ponen en la mesa, se sientan. Nancy debió quedar por fuerza colocada entre el lord y Eusebio. Éste trataba y miraba a Nancy con tierno pero respetoso continente. El lord, al contrario, fomentaba más su amorosa pertinacia con la severa reserva y miramiento modesto de la doncella que daba más atractivo a su delicada hermosura.

Aún no había acabado la cena, cuando llega un hombre que pregunta por Street. Traía una carta dirigida a Nancy. Street la recibe, y viendo que era para Nancy, se la entrega sin reflexión en la presencia del lord. Éste, curioso, la obliga a que la abra y la lea, no queriendo que por respeto suyo difiriese satisfacer a la curiosidad que la suponía. Nancy la abre, comienza a leerla. Un súbito trastorno se apodera de sus sentidos, se desmaya y cae apoyada en el respaldo de la silla; la carta se le cae de las manos.

¿Qué es? ¿Qué es, bella Nancy? ¡Cielos! ¿Qué os sucede? La tía, Street, Eusebio, todos acuden para socorrerla, sin saber lo que pasaba. El lord le toma la mano y comienza a consolarla con compasivos requiebros y tiernas demostraciones. Nancy nada sentía. El lord, al contrario, sintiéndose inflamar con el tacto delicado de la tersa mano de Nancy, dándole pretexto su ardiente conmiseración, aplica a ella sus labios y los imprime con fuerza.

Nancy, como si se sintiese picada de una víbora, prorrumpe en sollozos; luego, levantándose con precipitación, se va a desahogar su dolor a otra parte. Su tía, consternada, la sigue. Ninguno atinaba en la causa. El lord, extático, quedando sólo con Eusebio, se acuerda de la carta caída, y recogiéndola, quiere saber por ella la causa del repentino dolor de Nancy. Era la carta de la madre, en la cual le participaban que acababan de llevar preso a la cárcel a su padre y que, hallándose desolada, la mandaba se volviese a Londres con su tío Street.

¡Pobre doncella!, exclama el lord, merece compasión. ¡Ah!, milord, tales desgracias son las más sensibles, principalmente a quien no está prevenido contra ellas. Un amante es el que puede remediar mejor tales contratiempos. Dejemos que se le pase un poco esta noche el sentimiento, mañana veréis cómo la consuelo. Mañana me declaro. ¿Reparasteis cuando se reclinó en la silla, qué seno descubrió? ¡Ah!, no sé cómo me contuve. Pecho más terso ni más bien formado, no lo vi en mi vida. Muchos rostros finos y elegantes vi dentro y fuera de Londres, pero uno que junte tan picantes alicientes y tan suaves como el de Nancy, no lo espero ver. Ella será mía, ¡oh!, lo será a cualquier coste.

Supuesto que estáis tan enamorado de ella, no le podéis dar, milord, mayor prueba de vuestro afecto que la de vuestra mano, para levantarla de la sima en que la desgracia la precipitó. ¡Cómo, la mano! ¿Qué queréis decir? Sois soltero, milord, y a lo que veo vuestro amor os pide... ¿Qué? ¿Mujer queréis significar? Bien se ve que la prudencia no os dejó acabar de proferir el desatino. ¿Casarse de veinticinco años? ¿Y con quién? Se ve, don Eusebio, que no tenéis práctica de mundo, ni sabéis el valor de las guineas en manos de quien las sabe gastar. Perdonad, milord, la misma reserva que me contuvo para no acabar de decir mi sentimiento, os pudo dar a entender, que si esperaba ya esa vuestra respuesta, me disteis motivo para que no reputase desatino el casamiento que os quise indicar, después de haberos oído decir que no esperabais encontrar doncella más cabal, ni con quien más congeniase vuestro amor. ¿Pero acaso el genio se satisfase sólo con el casamiento? Ese es un campo reservado para los eméritos veteranos, como premio de sus apuradas fuerzas y valor en las conquistas.

No sabré abusar, milord, de la confianza de vuestra amistad, pero no por eso aprobaré vuestro dictamen respecto de esa virtuosa Nancy. Todas ellas son virtuosas, honestas, santas, si lo queréis, mientras las dejan estar; pero los candados de Acrisio se tornan de cera luego que a ellos aplica su mano el amor, y si no mañana lo veréis por prueba. ¿Creéis que resistirá a la oferta de tratarla como a mujer y de reponer en entero crédito a su padre?

No lo sé, milord, pero debo atreverme a deciros que esa oferta os envilece. ¿Cómo así? ¡Ah!, milord, ¿os sufriría el corazón, siendo tan noble y generoso como sois, prevaleros de la desgracia de una honrada familia para agravarle más el peso de su deshonor? ¿Esperáis sincera correspondencia de una doncella que, si es honrada, debe resentirse de vuestro atrevimiento, y si no lo es debe reconocerse envilecida? Si Nancy os hubiera dado la menor prueba de afecto, o por liviandad o por condescendencia, no me quedara derecho para patrocinar su virtud. Sé que la más leve descompostura y demostración afectuosa de una doncella da presa a la esperanza de un amante que la solicita. ¿Pero os podéis jactar, milord, que os haya dado Nancy alguna de ellas? ¿No visteis la fiera resolución con que evitó todos vuestros encuentros y declaraciones?

Por lo mismo quiero perseverar en mi determinación; sólo dejaré de proponérsela a Nancy porque veo que el sentimiento la cogió con la leche en los labios, pero el dejarla de hacer a la madre, no es posible. Lo he resuelto y voy a ejecutarlo. Street. Señor, ¿qué mandáis? Traed recado de escribir. Street obedece; el lord se pone a escribir a la madre. Eusebio, viéndolo firme en su resolución, se sale fuera y, encontrando a Street, le pregunta por Nancy. Street le dice que su tía se había visto obligada a ponerla en cama y a acostarse con ella.

Eusebio, sin más indagar, se pone a pasear por el zaguán hasta que el lord, escrita y sellada la carta, la entrega a uno de sus criados para que fuese inmediatamente a Londres y la pusiese en manos de la señora a quien iba dirigida. Hecho esto, pregunta a Street por Nancy y sabiendo que estaba con su tía, dice a Eusebio si quería acostarse. Diciéndole Eusebio que sí, por sentirse cansado de la caza, se fueron a acostar. La falta de camas los obligó a dormir juntos en una misma, y con esta ocasión le contó el lord el contenido de la carta, que se reducía a proponer a la madre que sacaría a su marido de la cárcel y le restablecería en su crédito, si le concedía por concubina a Nancy.

Eusebio, viendo hecho el desatino, no quiso replicar más y se quedó dormido. No así el lord, el cual, alimentando su fantasía y concupiscencia en la imagen y gracia de Nancy con las esperanzas de poseerla, no pudo sosegar ni pegar los ojos en toda la noche. Apenas había el día amanecido, se levanta impaciente y despierta a Eusebio. Es ya de día, don Eusebio, y la cama es un potro en el campo. Para mí no lo fue, milord, os aseguro que dormí entre flores. Y yo entre espinas. La respuesta de la madre llevo clavada en el corazón y Nancy en medio. ¡Ah! Voy a verla; quiero saber como pasó la noche.

El lord, desasosegado e impaciente, baja e informado de Street que Nancy se había levantado, pero que estaba sola en el cuarto, impelido de su pasión, se atreve a entrar en él. Eusebio, ya vestido, baja también y pregunta a Street por el lord. Oyendo que había entrado en el cuarto de Nancy, a pesar de la celosa compasión que le causaba la inocencia y virtud de la doncella, dejó de entrar donde no le tocaba. Bien sí, pregunta a Street si les disponía el desayuno. Street le dice que su mujer lo estaba ya preparando.

Eusebio se prevale de esto para quitar cuanto antes toda ocasión de arrojo al joven lord con Nancy, entrando él mismo en la cocina para apresurar el desayuno y atizando él mismo la lumbre para que hirviese más presto el agua para el té, cuando, al tiempo que la quitaba del fuego, oye a Nancy que decía: No, no abusaréis de mi desgracia. ¡Cielos! ¿A qué estado me reducís? El llanto y los sollozos siguieron a su exclamación doliente y enérgica.

Eusebio, palpitando, suponiendo lo que era, sale con la tetera en la mano; ve a Nancy sentada de lado en una silla del zaguán, cubriéndose con el pañuelo el rostro y el llanto. El lord estaba de pies delante de ella, pálido, los ojos encendidos, con que parecía querer devorarla. Eusebio, haciéndose el desentendido, dice al lord: De mi mano está hecho, milord, cuando queráis. El lord no le da respuesta ni demostración de haberlo oído, quedando allí de pies. Street acude a consolar a Nancy; pero ésta se levanta y se mete en la cocina, al tiempo que su tía salía con la leche diciendo al lord que estaba todo pronto. El lord, confuso, estático y pesaroso, acude a la voz de Eusebio, que le instaba de nuevo para que viniese, diciéndole: Milord, el té se ha reposado ya bastante. El lord acude entonces, y viendo dos tazas solas sobre la mesa, dice a Street que traiga otra y que llame a Nancy. Street vuelve con la taza, pero sin Nancy, diciendo al lord que no tenía gana de desayunarse. Bien, pues, bebámoslo nosotros, don Eusebio.

El lord no tenía ánimo para sacar a plaza los candados de Acrisio, ni los eméritos veteranos. Eusebio, que conoció su desazón, quiso dejarlo en su triste silencio, holgándose en su interior del fiero desengaño que llevaba por la primera de sus pruebas aquella mañana. Acabado el desayuno, le dice: Vamos a dar un paseo, don Eusebio. Vamos allá, milord, sabéis que gusto de tomar el fresco de la mañana en el campo; e inmediatamente salen de casa siguiendo el camino de Londres, antes que otro, para encontrar más presto al criado cuando volviese con la respuesta. El lord, muy pensativo, nada decía a Eusebio de lo acontecido en el cuarto con Nancy, y Eusebio se guardaba bien de preguntárselo. Todo punto de vergüenza es delicado de indagar aun entre amigos.

El sol doraba ya de soslayo los extendidos campos, comenzando a despuntar sus rayos sobre las copas de un espeso bosque que había allí cerca de la casa, oyéndose el bullicioso canto de las aves que lo poblaban. Corría a lo largo del camino un precipitado arroyo, cuyo alegre murmullo parecía hacer dulce son al vecino canto de las aves que se recreaban entre la arboleda. Una boyada, que salía al mismo tiempo de los establos de Street, hacía sentir sus mugidos. El gallo pintadillo cantaba sobre un arbusto la venida del verano; la veloz cogujada trepaba al aire con su lento silbido, recreando al ambiente el fresco soplo del blando céfiro en la alborada.

Eusebio, en cuyo ánimo hacía tan dulce impresión la vista de todos estos objetos que iba notando con complacencia, pregunta al lord si sentía la misma suave conmoción que él. Esa Nancy me tiene fuera de mí. No esperaba encontrar tan fiera resistencia, veremos lo que dice la madre. No esperéis, milord, mejor respuesta de la madre: veo retratados sus sentimientos en los de Nancy. Rara vez desmienten las hijas la severa educación y los ejemplos de las madres, si se los dieron.

La ambición y la vanidad corrompen tal vez más fácilmente a las mujeres que a los hombres. Pero la doncella que aprendió a preferir su honesta entereza al vano y engañado deseo de dar realce con la gala y con el costoso adorno a su hermosura y de recibir concepto de las joyas y preseas, y de las livianas adoraciones de los amantes, ésta ciertamente no necesita de la torre de Acrisio para conservar su honestidad intacta y su desinteresada virtud. No pude importunarla a peor tiempo; el exceso de la pasión me ha precipitado. La desgracia humilla al corazón y no deja en él presa al amor, el cual nace con el contento y crece con el halago de la prosperidad, especialmente en el ánimo de la mujer que gusta de huelga y de divertimiento. ¡Pero desecharme Nancy con tan fiero despego! No os desecha, milord, ella tal vez os ama en medio de su aparente desdén, que todas las que os manifestaron fácil correspondencia con interesadas caricias.

¿Creéis que me ame Nancy? No puedo conjeturar, milord, su amor por sus demostraciones; pero infiero de su virtud que os ama tal vez. ¿De su virtud? ¿En qué la fundáis? En que os desechó con entereza. ¡Nancy huir de un joven lord, apuesto y rico! Ved aquí la segura prueba de su virtud. Ésta no permite manifestar amor a quien intenta envilecerla. ¡Ah, si supiese que me amaba Nancy! Aunque os ame, milord, no esperéis ninguna demostración de ella si no le dais legítimo motivo para que os la manifieste; pues veis cerrados todos los caminos de su corazón al poder de la nobleza, de la riqueza y de los honores, que son los más poderosos alicientes para el sexo.

No, don Eusebio, no lo esperéis, jamás me resolveré a casarme con Nancy por más que digáis. Hay demasiada distancia entre ella y el lord Hams...

No pretendo, milord, vuestro casamiento con Nancy, ni os lo aconsejo, puesto que no lleváis tales intenciones; pero acerca de la distancia, me parece que no hay ninguna para el verdadero amor, y entre ella y vos no veo otra que la de un paso, que es el de la opinión; con todo, no os aconsejaría a darlo si fuese otra Nancy. La virtud y la hermosura, milord, son dos joyas que se debieran ir a desenterrar si fuera posible en las entrañas de los montes del Perú con mayor razón que los diamantes de mayores quilates. Ellas pueden dar lustre a la más antigua nobleza sin recibirlo, aunque salgan de una choza.

Un hombre a caballo que veían venir hacia ellos a toda rienda, hace suspender la respuesta del lord, el cual, fijando sus ojos en el que venía, reconoce ser su criado Williams que había enviado la noche antes con la carta para la madre. Es Williams, saldremos de duda. Williams llega y dice a su amo que entregó la carta en propias manos de la madre, a quien había encontrado levantada. ¿Traéis respuesta? La respuesta, milord, va dirigida a miss Nancy Tomson. ¿Dónde está? Dadla acá. Milord, dice Williams, me rogó la madre que se la entregase a miss. Bien, pues, se la entregaré yo mismo; dadla acá.

El lord tomó la carta muy solícito e impaciente, diciendo con voz baja: A mí se me debe la respuesta y no a Nancy; y se adelanta a Eusebio para leerla, bien ajeno de la súbita revolución que había de causar en sus sentimientos la lectura. Aunque Eusebio no pudo aprobar la libertad del lord en leer la carta que iba dirigida a Nancy, calló siguiendo de cerca al lord, el cual, después de haberla leído, volviéndose a Eusebio, le dice: ¡Oh qué carta ésta! Don Eusebio, leedla también vos, pues antes a mí que a Nancy viene dirigida. Eusebio lee:

«Hija de mis entrañas.

»¿Sueño?, ¿o bien es verdad que el más bárbaro de los hombres quiso insultar al miserable estado en que nos tiene holladas la suerte? Mas, ¿puedo dudar de la carta que me entrega un hombre desconocido? ¿Mis ojos empañados del llanto que me saca la más funesta desventura, se habrán podido engañar leyendo la firma del lord Hams...? Tuve con todo ánimo para releerla, aunque con horror, para no quedar en la duda que fuese delirio de mi dolor.

»¡Ah, Nancy, Nancy! por ventura... mas no; en medio del amargo abatimiento de mi acerba desgracia, no dejará desfallecer el honor la mano de tu madre, para indicarte las horribles sospechas que le causa esa carta detestable. Tu flaqueza, Nancy, o tu liviandad, habrán dado motivo por ventura al atrevido autor para escribirla y para enviarla.

»Perdona, ¡ah! perdona, oh virtuosa Nancy, este cruel enajenamiento de mi dolor, esta infame sospecha que fue capaz de excitar la más imprudente osadía. ¿Yo, la madre de Nancy? ¿Tu madre, hija mía, vender tu virginidad, tu honor, tu virtud? ¿Venderla al vicio, al oprobio, a la disolución, a la más infame ignominia? ¿Nancy, la angélica Nancy, vendida al delito, a la prostitución, a la más sucia vileza? ¡Oh cielos! ¡Oh cielos!

»Tal es, hija mía, si no deliro, la pretensión de esta carta infernal. Tal el infame artificio del lord Hams... Tu madre, horrorizada, que no puede dar su muerte por respuesta a tal carta, ¿qué respuesta podrá dar a tan execrable desvergüenza?

»¿Abusar de la desgracia de una víctima inocente para arrastrarla a ser vil esclava de su lujuria, de sus infames caprichos? ¿De su vil libertinaje para que sacio y empalagado de abominación, la arroje con imperioso desdén cubierta de la más desolante ignominia en el sucio cenagal de la más horrible miseria? ¡Yo tiemblo, Nancy!, ¡yo me estremezco! El horror entorpece mi mano, aunque me esfuerzo en dar vigor al pulso para retratarte mis enajenados sentimientos y para prevenirte de la resolución en que estoy de ir a pie mañana mismo, si de otro modo no puedo, para arrancarte del infame precipicio en que te veo.

»No, Nancy, la ignominiosa prisión de tu padre, la pérdida de todos sus bienes confiscados, las joyas de que me desprendí, las paredes despojadas de sus muebles y cuya fría desnudez agrava la horrible pobreza en que me veo sin tener que llevar a la boca, no serán capaces de envilecer el tierno amor de tu madre desolada, a prueba del fiero sentimiento y del dolor con que acaba de darme ese impío y declarado enemigo de tu virtud, de tu decoro, de tu hermosura, solo don infausto que me dejó la cruel suerte para más afligirme, asestando contra él el exceso de su rabiosa saña.

»¡Ah!, deja Nancy que las lágrimas sellen con sus manchas en el papel la fuerza inexprimible de mi justo terror y sentimiento. La inocente Fanny que quiso velar con su dolorosa madre y que me ve sollozar, me pregunta si lloro por tu ausencia. ¡Ah! ella ignora que quedas expuesta al peligro de la más horrible ignominia. ¡Oh suerte!, ¡oh cruel suerte! Fanny, dulce hija mía, tráeme aquel encaje, dejaremos de dormir esta noche para acabarlo y venderlo mañana; y si no, iremos a pie pidiendo limosna, para socorrer a tu querida hermana Nancy. Sí, mamam, iremos por la buena Nancy, me dice. ¡Oh hija mía! ¡Oh dulce Nancy!...»

Tu madre.

Eusebio, cuyo corazón tierno necesitaba poco para llorar, no pudo contener la tierna conmoción que le causaron los sentimientos de la madre, especialmente el expresivo coloquio de la conclusión, aunque al parecer, ajeno de una carta. La naturaleza no sigue sino las reglas del sentimiento cuando se exprime con energía. Eusebio sintió toda su fuerza y lloró, sin recatarse de los ojos del lord que, estático, miraba sus lágrimas, añadiendo fuerza esta vista a la viva impresión que hicieron en su ánimo los afectos de la madre que lo trastornaron. Eusebio, instigado también de la compasión que sentía por la virtud de Nancy, dice al lord: ¡Oh milord!, ¡qué diferente es el lenguaje de la virtud que el del vicio! Lo veo, don Eusebio, vamos a casa; dadme la carta. Eusebio se la entrega y el lord se pone a leerla otra vez, manifestando leerla con reflexión acompañándolo Eusebio paso a paso; y después de haberla leído, caminaba silencioso, meditativo y como fuera de sí, notando Eusebio el manifiesto trastorno de sus sentimientos.

Llegan a casa de Street y el lord pregunta luego por Nancy, que quiere hablarla. Street llama a Nancy, pregunta por ella a su mujer, la busca; Nancy no responde, no se encuentra. Salen a llamarla al campo, la buscan, preguntan por ella, nadie sabe darles razón; Nancy no parece. Street y su mujer entran en agitación, se la manifiestan al lord y resuelven ir a buscarla por las vecinas alquerías.

El lord entra en sospecha que la ausencia de Nancy sea fuga manifiesta por su causa. Esto mismo lo confirma más en la virtud de Nancy, y su hermosura crece en quilates en su imaginación, al tiempo que le afeaba su atrevimiento. Su amor, hecho más puro, hácele sentir vivamente la huida de Nancy y empeña mas su pasión en encontrarla. Sus criados van por caminos diferentes a pie y a caballo, para ver si podían dar con ella; el mismo lord ruega a Eusebio lo quiera acompañar a este fin.

Eusebio lo hace con gusto y salen los dos, ansiosos y solícitos. Si hubiera tomado el camino de Londres, dice el lord, la hubiéramos encontrado; por cualquiera de los otros, la alcanzarán los de a caballo. No creo, milord, que se haya atrevido a tomar, sola y sin avisar antes a sus tíos, tan largo camino. Sin duda se debió ocultar en alguna de estas casas vecinas, donde tendrá tal vez alguna conocida de confianza. Veámoslo pues. Se ponen a caminar los dos con solicitud y, entrando en la alquería más vecina, preguntan por Nancy a los labradores, que estaban comiendo; ellos, confusos y levantados a la vista del lord, con el bocado en la boca, le dicen que no la vieron. Tiran adelante, entran en otra casa, dan señas de Nancy, ninguno la conoce, no la han visto. Al salir de allí, descubren un pastorcillo que salía de un establo conduciendo una manadilla de ovejas y que se venía hacia el camino que ellos habían tomado. Páranse los dos, esperando que llegase, y el lord le pregunta si había visto por allí a miss Nancy, la de Street; el zagalillo fija en él sus inocentes ojos y le pregunta si era la que venía por leche al establo. Sí, le dice el lord sospechando que fuese ella la que indicaba el pastorcillo. Entonces él le dijo también que sí, que estaba allí con su madre; señalando el establo. El lord, penetrado de la inocencia de aquel pastorcillo que mostraba tener de cinco a seis años, y aliviado del afán que padecía, exclamó:


Te felice pastorello,
Che non sai, che cosa è l'amore.

La fuerza del sentimiento le hizo proferir esta conclusión de una elegante poesía italiana que se le acordó en aquel momento, y que había aprendido en Italia, de donde hacía poco tiempo que había vuelto; y dicha con enérgica y expresiva ternura, mirando de soslayo al pastorcillo, voló hacia el establo en busca de Nancy. Eusebio, no menos impaciente, lo sigue. Entran juntos y ven a una mujer que ordeñaba una vaca, a quien pregunta el lord si estaba allí miss Nancy. La pastora se sonríe por respuesta, al tiempo que una andrajosa pastorcilla, de la estatura de Nancy, salía de un camaranchón con un dornajo en la mano. Ésta, a la vista repentina e inesperada del lord y de Eusebio, da un grito, caésele el dornajo de la mano y se esconde en el camaranchón de donde salía.

Aunque la estatura y rostro parecían de Nancy, ¿pero cómo podían reconocerla deshecho el peinado y cubierta con los andrajos de una hija de la pastora que ordeñaba, por mas que el grito, la caída del dornajo y su rostro la descubrían? Ni acababan de salir de la sorpresa en que los tenía este accidente y el sonreír de la pastora, hasta que ésta les dijo que aquella era Nancy.

¿Cómo Nancy? ¡Oh cielos!, exclama el lord, y se arroja en el camaranchón. Nancy, de pies y temblando, creyendo que el lord fuese con las mismas intenciones de las que le declaró en el cuarto de Street, le dice con animado decoro: Milord, respetad mi miseria, ya que no fue bastante mi desgracia para merecer vuestra compasión. ¿Que yo la respete, adorable Nancy? ¡Ah! no basta, no, que yo la respete; aquí a vuestras plantas os doy prueba de que la adoro con el más puro y tierno acatamiento. Eusebio queda sorprendido al ver al lord doblada una rodilla, en ademán compungido delante de Nancy. Ésta, instruida de la madre a no fiarse jamás de tales demostraciones que a las veces son las más peligrosas, sin mostrarse sensible al arrodillado lord, le dice, al contrario, conservando la misma noble fiereza del sentimiento: Milord, perdonad, debo ir a mi trabajo. No, respetable Nancy, le dice oponiéndosele al paso, la esposa del lord Hams... no debe emplearse en tal vil oficio Señor, ¿qué hacéis? Reparar mi atrevimiento y premiar, si premiar puedo, vuestra virtud. Recibid en esta mano la fe de un corazón que os adora y con él el nombre de lady Hams... este digno amigo será testigo...

Perdonad, milord, Nancy Tomson es sólo una labradora y no será jamás lady Hams... Sé lo que conviene a mi desgracia y sé agradecer y apreciar vuestras generosas ofertas, sin preferirlas a la cruel necesidad a que el cielo me condena. No, divina Nancy, de aquí no pasaréis sin reconocer los sinceros sentimientos del puro y respetoso amor que me inflama. Vuestra noble entereza me humilló bastante para que pretenda ser creído, Pero si tenéis sobrados motivos para recataros de mis ofertas, vuestra virtud me da otros tantos para que no sufra dejaros en tan fiera desconfianza.

Quedaré en ella, milord; vuestras protestas, aunque sinceras, no me dispensan de la obligación en que debo mantenerme, después que me la impusisteis; y así permitidme... No, adorable Nancy, esperad a vuestra madre, ella... ¿Mi madre?, ¡cielos! Ella ha de venir. La ofendí bárbaramente y quiero reparar mi ofensa. Esta mano y corazón que rehusáis, los pondré en las suyas. Si ella dispone en favor mío de la vuestra, decid, Nancy, ¿podrá esperar el lord Hams... que no que dará más fieramente humillado? ¿Podré lisonjearme que no será mi amor desatendido?

Milord, no llevaréis a mal que desconfíe de mí misma y de mi corazón; éste pide toda la libertad para ponderar sus sentimientos, y la determinación de los míos no depende de mi solo consejo; sufrid que la infeliz Nancy quede enteramente libre en el miserable estado a que la suerte la redujo. No, no es posible, aquí de nuevo a vuestros pies os suplico no queráis desdeñar el don de mi eterno y sincero afecto.

Street, que había sido avisado de la entrada del lord en el establo, entra al punto en que el lord, a la presencia del enternecido Eusebio, doblaba otra vez la rodilla a la fiera y noble Nancy; y corriendo hacia él con los brazos abiertos, le dice: Milord, ¿qué exceso de dignación?... ¡Ah! Street, venid, sed testigo de mi justa adoración, de la fe que prometo a Nancy; de aquí no me levantaré sin haber obtenido su consentimiento. Mas, milord, ¿de qué se trata? De que Nancy decida de mi felicidad; de que sea mi esposa.

¡Oh Dios!, milord, ¿Nancy esposa vuestra?, ¿una criada vuestra? No, nada escucho, Street, haceos acreedor de mi mayor dicha, de mi suma felicidad. Milord, por lo que de mí depende, podéis reconocerla por vuestra; ni creo que Nancy dejará de mostrarse reconocida a tan grande honra. Jamás me reconocí ingrata, dijo ella entonces, y aprecio cuanto debo una honra que por su grandeza no puede competirme.

¿No os compete, Nancy? ¡Ah! vuestra virtud es digna del imperio de la tierra; ella honrará a la mano que os ofrezco; Street, vuestro tío Street, será testigo de mi sinceridad ardiente y pura. Street, viendo que Nancy se obstinaba a no darle la mano de la cual le parecía que pendiese su fortuna y la de la casa arruinada de la misma Nancy, se la toma por fuerza por la muñeca y la pone en la del lord diciendo: Me prevalgo, milord, de los derechos de la sangre, para facilitar a la modestia de Nancy la obligación que le impone su reconocimiento: tomadla, milord.

El lord la recibe con ardor y la besa con ternura diciendo con los ojos empañados de lágrimas: ¡Oh mano adorable!, ¡oh divina Nancy!, me reconozco indigno de poseeros; y para que veáis cuán ardiente y sincero es mi amor, id luego, Street, a llamar al ministro de Berkshire; tenga el consuelo este digno amigo don Eusebio de ver coronados dos fieles esposos del fruto de sus santos consejos.

Eusebio, al oír esto, echa los brazos al cuello del lord con tierno transporte, diciéndole: Oh milord, es vuestro noble corazón el que no puede desmentir su generosa magnanimidad. La venero, milord, la venero; y el puro y santo gozo de que inundáis mi pecho, será el agüero cierto de la felicidad con que el cielo y la virtud de Nancy coronará vuestra generosa determinación con los más puros bienes de la tierra, desconocidos de la ambición y vanidad a que el santo amor os sobrepone. Nancy, conmovida de la tierna demostración de Eusebio, desprendido del cuello del lord, se congratula con ella con toda la energía de su tierno sentimiento; y el lord la ruega con amoroso respeto que tome sus vestidos. Mas ella le dice: Milord, si mi tío Street me arrancó por respeto una prueba que jamás por ningún título hubiera podido recabar de mi consentimiento, queda reservada a la voluntad de mis padres la determinación; y hasta tanto que no venga mi madre, como decís, estos andrajos me serán fiadores del decoro y de la libertad, que no puede quitarme ni la violencia de mi tío, ni mi misma desgracia.

Street, que había salido volando por los campos en fuerza del orden que le dio el lord para que fuese a buscar al ministro, vuelve a entrar en el establo con precipitación, acezando y diciendo: Nancy, Nancy, vuestra madre llega. Había encontrado Street el coche en que venía la madre con un pariente suyo y con un ministro de Londres; y habiéndolos hecho bajar con el motivo de decirles que Nancy estaba allí en el establo, y el orden que tenía del lord para ir a llamar al ministro, los acompañó hacia el establo en donde entraba la madre, al tiempo que Nancy, avisada de Street de su llegada, salía desalada del caramanchón, diciendo: ¿Dónde está?, ¿dónde está?

Su madre no la reconoce a primera vista, por sus andrajos, pero Nancy se deja conocer a su voz, a su enternecido alborozo, a la precipitación con que se arroja en los brazos de su madre. Ésta siente sofocado su corazón de las dudas y de los sentimientos diversos que le excitan la novedad de ver a su hija en aquel traje, y se abraza con ella, llorando las dos, sin reparar en el lord ni en Eusebio, que tras ella salían del mismo camaranchón.

El ministro, que venía con la madre, conociendo al lord, se acerca para saludarlo. El lord, que a la vista de aquella virtuosa madre sintió más vivamente los reproches que se había granjeado su osadía en escribirle aquella carta y la confusión de su arrepentimiento, llama aparte al ministro, y saliendo con él fuera del establo, le dice la determinación de casarse con Nancy, rogándole interpusiese su empeño para con la madre.

Sabía éste el contenido de la carta que había escrito el lord y que la madre le había comunicado, para moverlo más fácilmente a socorrer a su hija, y no acababa de creer lo que el lord le decía. Mas no pudiendo dudar de sus nuevas protestas y de la incumbencia que le daba de casarlos, allí mismo en el establo, entra dentro y dice a la madre y a la hija, que todavía estaban desahogando su enternecimiento: Ea, señoras, tiempo es ya que dé lugar el llanto al gozo que os anuncio. Miss Tomson queda declarada lady Hams... si viene bien en aceptar la mano de quien se la ofrece como esposo.

La madre, atónita de lo que el ministro le dice, queda en duda si se burlaba o deliraba, sin darle respuesta. Pero él, viendo su extraordinaria sorpresa, le replica: No tenéis que dudar de ello; milord Hams... quiere resarcir con esta declaración el arrojo y atrevimiento de la carta que os escribió, y en prueba de ello me destina para unir su mano con la de Nancy, si venís bien en ello.

¡Cielos!, ¿qué es esto?, exclama la madre. ¿Mi dulce hija Nancy esposa del lord Hams...? No es posible. Posible, si lo queréis, pues falta sólo vuestro consentimiento, el cual os piden todas vuestras funestas circunstancias. La madre queda suspensa, Nancy confusa, con los ojos empañados de lágrimas, sin que se le echase de ver en su rostro otro sentimiento que el del tierno respeto para con su madre.

Street estaba con la boca abierta, pendiente del silencio de la madre, esperando con ansiosa palpitación el momento de ver a su sobrina Nancy lady Hams... El ministro, viendo la suspensión de la madre, quiere echar el corte, saliendo del establo para llamar al lord y lo ejecuta volviendo a entrar con él. Éste, animado de su amor, pide perdón a la madre de su atrevimiento y la mano de Nancy. Ella, después de haberle propuesto en vano la disparidad de condiciones y de estado, especialmente en la desgracia en que se hallaba, se remite a la voluntad de Nancy. Ésta, bajando los ojos, le dice que no tenía otra voluntad que la de su madre y que esperaba su consentimiento. Entonces el lord, sin aguardar más, toma la mano de Nancy y la besa con ternura, diciendo: Oh divina Nancy, siento el colmo de mi felicidad en el amor que me corona, queda a cuenta de mi reconocimiento el reparar enteramente vuestra desgracia.

¿Quién podrá pintar el amor, el temor, el gozo inocente y puro que animaron el hermoso rostro de Nancy al oír el consentimiento de la madre? El ministro une inmediatamente allí mismo las manos de aquellos dichosos esposos. El contento, el alborozo de los presentes y desposados se exhala en tierno llanto, como la demostración más pura del verdadero júbilo del corazón; y la virtud abrazada con el santo himeneo, sonriéndose en el aire con divina modestia, recibió en su seno celestial los votos de los felices desposados, revistiendo aquel infeliz establo del esplendoroso decoro de su adorable majestad y presencia, en cuyo cotejo es vil el resplandor del oro que brilla en los soberbios palacios de los grandes, que no por eso destierra de sus techos los disgustos de un ambicioso y los caprichosos desvíos y desazones de los interesados y vanos casamientos.




 
 
FIN DE LA SEGUNDA PARTE
 
 


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