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ArribaAbajoLibro quinto


ArribaAbajoProemio

Manifiesta cuán necesario es al orador alegar sus pruebas. Primero tratará de las que convienen a todo género de cosas, y después de las que son peculiares de cada una.


Hubo retóricos, y de bastante nombre, que dijeron que al orador sólo tocaba el enseñar. Porque la emoción de afectos la destierran ellos por dos razones. Primera, porque toda pasión, dicen, es vicio. Segunda, porque no conviene apartar al juez de la verdad con el movimiento de la misericordia, ira y otras tales: y el deleitar (añaden los tales) cuando sólo peroramos para triunfar con la verdad, no sólo es ocioso, sino tal vez indigno del hombre. Pero la mayor parte, dando entrada también a estos dos oficios, dijeron que lo que principalmente debe cuidarse es confirmar nuestro asunto y refutar al contrario.

Sea como quiera (porque no quiero en este lugar proponer mi dictamen), este libro, en opinión de ellos, será de singular utilidad; pues en él sólo tratamos de las pruebas, lo cual también se da la mano con lo que llevamos dicho de las causas judiciales. Porque tanto el exordio como la narración no hacen más que preparar el ánimo del juez para que entienda el estado de la causa; que sin este fin fuera ocioso cuanto hemos hasta aquí prevenido. Finalmente,   —230→   de las cinco partes que hemos puesto para las oraciones judiciales, habrá ocasión en que alguna no sea precisa; pero no habrá pleito alguno que pueda pasar sin confirmación. Nos parece ahora lo mejor el decir primero lo que sirve para todas las causas, y después lo que cada una tiene de particular.



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ArribaAbajoCapítulo I. De la división de pruebas

Las pruebas unas son tomadas de fuera de la causa, otras de la misma causa. Primero se trata de las primeras.


Aristóteles hizo una división de pruebas, comúnmente admitida casi por todos. Es a saber, unas tomadas de fuera de la causa; otras tomadas de ella misma y sacadas como del fondo de la causa. Por donde a las primeras les dan el nombre de inartificiales y de artificiales a las segundas156. A las primeras pertenecen los juicios anteriores, la voz común, tormentos, escrituras públicas, juramento y testigos, a las que por la mayor parte se reducen las pruebas de las causas forenses. Pero así como semejantes pruebas carecen de arte, así debe el orador emplear todas sus fuerzas en ponderarlas y en refutarlas. Y así me parece que se debe desechar la opinión de los que dicen que en ellas no tienen ningún lugar los preceptos: aunque no es mi intención el abarcar en este lugar las opiniones en pro y en contra. Porque no pretendo el tratar por extenso de los lugares oratorios, que ésta sería obra infinita, sino dar alguna idea y noticia de ellos. Los cuales sabidos, debe cada cual hacer lo posible para manejarlos, y a semejanza de ellos discurrir otras pruebas, según lo pida la naturaleza de la causa; porque es imposible el comprender todas las que están ya tratadas, para no hablar de las que pueden ofrecerse.



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ArribaAbajoCapítulo II. De los juicios antecedentes

Los juicios antecedentes son de tres maneras. Unos se fundan en cosa semejante a nuestra causa y sentenciada ya, que llamaremos mejor ejemplo, como sobre un testamento anulado por un padre o confirmado contra los hijos. Otros en los juicios pertenecientes a la misma causa, de donde tomaron el nombre, como los que se tuvieron contra Opiánico, y los del senado contra Milón. Otros se fundan en sentencia dada ya sobre el mismo asunto; como la causa sobre reos desterrados, o aquélla en que se trata por segunda vez sobre la libertad de alguno, siendo una de ellas por los centunviros divididos en dos salas157.

Los juicios antecedentes reciben su fuerza de la autoridad de los primeros jueces y de la semejanza que tienen con la causa. Deséchanse poniendo tacha en los jueces, aunque esto no es común, sino cuando abiertamente faltaron a la justicia. Porque cada uno quiere que se tenga por válida la sentencia que dio su predecesor, y no quiere sentenciar contra él, por no hacer ejemplar que otros imiten después contra sí mismo. Luego en semejante lance procurará el orador hacer ver que la causa presente no es semejante en un todo a la antecedente, y más cuando apenas hay dos pleitos en los que concurran unas mismas circunstancias. Si la causa fuere en todo semejante a la   —233→   primera, entonces o culparemos al abogado que no supo defenderla, o el poco valimiento de las personas contra quienes se dio la sentencia, o diremos que entonces intervino algún soborno, mala voluntad o ignorancia; o si no, decir alguna circunstancia o nuevo motivo que obligue a no seguir la primera sentencia. Si no podemos asirnos de nada de esto, diremos en general que concurren varias causas para dar alguna injusta sentencia, alegando la condenación de Rutilio158 y la absolución de Clodio159 y Catilina160. Se ha de suplicar a los jueces que examinen la cosa y no defieran al dictamen ajeno en un asunto en que les obliga el juramento. Contra las sentencias dadas por el senado o por los príncipes y magistrados no hay efugio ninguno, sino el asirnos de alguna diferencia que haya en nuestra causa, aunque pequeña, o de algún decreto posterior de alguna persona que tenga igual o mayor autoridad y poder y que anule la primera sentencia, y si esto falta no hay por donde pleitear.



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ArribaAbajoCapítulo III. Del rumor y de la voz común

Si nos valemos de la voz común, diremos ser ésta el consentimiento de la ciudad y como un público testimonio. Si la queremos refutar, diremos que la fama es una voz vaga sin autor fijo que la apoye; que nace de la malicia y toma cuerpo con la credulidad; que de sus tiros ni el más inocente se ve libre, pues los enemigos (sin los que ninguno vive) siempre extienden y publican estos falsos rumores. Para uno y otro ocurrirán ejemplos a millares.



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ArribaAbajoCapítulo IV. De los tormentos

Con la prueba de los tormentos, que es muy común, sucede lo mismo, pues unas veces diremos que es el único medio para saber la verdad, otras que sirve muchas veces para decir lo que no hay. Porque si el reo tiene sufrimiento para aguantar el tormento, fácil le será llevar la mentira adelante; si no lo tiene, esto mismo le obligará a confesar lo que no hizo. Pero ¿para qué más? Llenas están de esta materia las relaciones de antiguos y modernos; aunque según las diferentes causas que ocurran, podremos hacer uso de esta prueba. Porque si se trata de poner a uno a cuestión de tormento, importará el saber quién pide o de quién se busca este género de prueba, a quién y por qué motivo. Si se dio ya el tormento, interesa saber quién lo dio, cómo y a quién; si lo que dijo en él se hace creíble; si siempre dijo lo mismo, o si en fuerza del dolor varió el atormentado en su relación; si esto fue al principio del tormento o en lo más recio de él. Circunstancias que son tan innumerables por una y otra parte, cuanta es la variedad de las cosas.



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ArribaAbajoCapítulo V. De las escrituras públicas

Las públicas escrituras no sólo se han desechado muchas veces, sino que las podemos desechar, pues hay ejemplares de haberlas no solamente refutado. sino delatado y tachado. Cuando la escritura arguye culpa o ignorancia del notario que la hizo, es mucho mejor y más fácil delatarla, porque son menos los que se hacen reos. Pero en este caso el argumento y prueba nace del fondo de la causa, si se hace increíble el hecho que dice la escritura, o (lo que es más común) se puede refutar con otras pruebas y razones naturales, sin acudir a lo escrito: como si se hace ver que le falta alguna circunstancia, o que el notario, de quien se supone, había muerto cuando se otorgó; o que aquél contra quien reza dicha escritura no vivía por entonces. Si los tiempos y fechas no concuerdan; si en ellas no confronta lo primero con lo segundo, pues muchas veces en registrándolas bien, se descubre la falsedad.



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ArribaAbajoCapítulo VI. Del juramento

O los litigantes se ofrecen a jurar o no admiten el juramento aunque el contrario se ofrezca a hacerle o piden al mismo que jure, o rehúsa el hacerle aquél a quien se lo piden.

Ofrecerse uno mismo a jurar sin la condición de que también jure el contrario, nunca es bueno. Pero el que lo hiciere o asegure su conducta de modo que no se haga creíble que jure en falso, o con la fuerza y virtud del juramento; el cual entonces tendrá mayor valor, si no manifiesta deseo de que se le tomen ni lo rehúsa si el juez así lo quiere, o si el interés sobre que se litiga fuese de tan poca monta, que no haya la más mínima sospecha de que alguno se aventure a jurar en falso por cosa tan leve, o si, para mayor abundamiento y prueba de su justicia, no tiene reparo en añadir el juramento.

El que no admita el juramento que su contrario ofrece alegará dos razones para ello: primera, que parece cosa muy dura que la vida del reo dependa del dicho juramentado de otro161; segunda, que a veces se encuentran hombres que no temen quebrantar la fe del juramento, siguiendo la impía opinión de los que niegan que los dioses cuidan de las cosas humanas. Dirá que quien se obliga a jurar, sin que le precisen a ello, pretende en cierto modo   —238→   sentenciar en causa propia y que con esto mismo manifiesta la debilidad de su causa.

El que exige el juramento de su contrario da a entender en cierto modo que obra con comedimiento, pues le constituye por juez de la causa, exonerando de este cargo molesto a aquél a quien incumbe, el cual querrá seguramente deferir el juramento de otro antes que su propio dictamen.

Por lo cual es más dificultoso el rehusar hacer el juramento cuando el contrario lo pide, a no ser tal la cosa, que crean los demás que no la sabe de cierto el mismo contrario. Si no podemos valernos de esta excusa, no queda otro medio que el decir que sus pretensiones se dirigen a hacer odiosa nuestra causa, y que ya que no pueda salir con su pleito, quiere a lo menos buscar motivo de queja. Que solamente quien tenga mal pleito acudirá a este remedio, pero que nosotros queremos más bien probar lo que decimos, que el que los demás queden con algún escozor de si habremos jurado en falso.



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ArribaAbajoCapítulo VII. De los testigos

Los testigos son la cosa en que más tiene que trabajar la habilidad de un abogado. El testimonio de éstos o se da por escrito o estando ellos presentes en juicio.

Si el testimonio se dio por escrito hay menos que vencer, porque cuando se da delante de pocas personas que firman la deposición, no hay tanto empacho de decir cualquier cosa como en público, y por otra parte el hecho de no comparecer el testigo quita la verdad a lo que dice o da a entender que no se asegura en lo que afirma. En este caso, si el testigo es de toda excepción podremos a lo menos desacreditar a los notarios. Además de esto, semejantes testimonios se pueden disimuladamente desechar, diciendo que no es común el dar semejante testimonio por escrito, sino cuando uno quiere atestiguar contra aquél a quien tiene mala voluntad, puesto caso que nadie le obliga a ello. No obstante, el orador dirá que no hay impedimento en que se encuentre la verdad cuando uno depone a favor de su amigo o contra su enemigo, si por otra parte es hombre de crédito. Pero ésta es una razón común que puede valer en pro y en contra.

Cuando estén presentes los testigos, entonces es cuando más trabaja el orador, hallándose como en dos batallas a un tiempo rebatiendo a los unos y defendiendo a los otros: esto es, preguntando a los suyos y refutando lo que dicen los del contrario. Porque en la defensa de un pleito lo primero de todo solemos hablar en general ya contra los testigos, ya en favor de ellos. Este lugar es común, diciendo los unos que la mayor prueba de cualquier cosa es la   —240→   que estriba en lo que dicen los hombres, y los contrarios alegan para debilitar la fuerza de semejantes pruebas los motivos que suelen intervenir para atestiguar una cosa falsa. Hay otro modo de hacer esto, como cuando el abogado desecha algún testimonio particular, aunque los testigos sean muchos. Ejemplos tenemos de oradores que rebatieron el testimonio de toda una nación sólo porque eran testigos auriculares, en cuyo caso no eran testigos de la cosa, sino solamente decían lo que afirmaron otros sin juramento. Asimismo sucede en las causas de malversación de caudales, en las cuales los que afirman, aunque sea con juramento, que ellos mismos dieron el dinero al reo, no se reputan por testigos, sino por otros tantos litigantes. Otras veces se dirige la oración contra cada uno de los testigos. La cual manera de invectiva unas veces se halla en algunas oraciones unida con la defensa, otras veces se encuentra separada, como en la oración contra el testigo Vatinio.

Examinemos más este punto, supuesto que nos hemos propuesto el dar una instrucción universal, aunque por otra parte bastaban los dos libros que sobre esta materia compuso Domicio Afro, a quien siendo ya viejo traté mucho en mi juventud. Y no sólo me leyó él mismo la mayor parte de lo que trata, sino que lo aprendí de su misma boca. Éste, pues, encarga (y con razón) que ante todo el orador aprenda a tratar y defender la causa de un modo común y familiar, lo que sin duda es común a todas. Cómo se haya de hacer esto, lo diremos cuando toque hablar de este punto162. Esto le suministrará materia para hacer sus preguntas en el discurso, y le pondrá, digamos así, en la mano las armas con que ha de herir al contrario. Esto le dirá para qué cosas principalmente ha de preparar   —241→   en su discurso el ánimo de los jueces, porque se debe en discurso seguido o afianzar o disminuir el crédito alguna vez a los testigos; y al paso que uno está dispuesto para creer o no creer alguna cosa, se moverá con lo que oye.

Pero supuesto que hay dos clases de testigos, unos voluntarios y otros que son obligados por el juez a comparecer en juicio, de los cuales los unos sirven para las dos partes y los otros se le conceden al acusador, es necesario tratar separadamente del que presenta los testigos y del que los desecha y refuta su testimonio.

El que presenta en juicio a un testigo voluntario, como que puede saber de antemano lo que ha de decir, puede más fácilmente hacerle sus preguntas. Aunque también para esto se necesita maña y destreza; y se debe industriar de antemano al testigo para que no titubee ni responda con miedo o diga lo que no conviene. Porque suelen turbarse y aun ser engañados por los abogados de la parte contraria; y así cazados una vez, es mayor el daño que ocasionan que el provecho que causarían manteniéndose firmes. Por tanto es necesario ensayarlos en casa y amaestrarlos en todas las preguntas que después suele hacerles el contrario. Así se mantendrán firmes en una misma cosa, o si en algo titubearen los podrá, digamos así, enderezar con alguna oportuna pregunta el mismo que los presenta en el tribunal.

Aun cuando los testigos se ratifican en lo que dicen, hay que temer alguna zalagarda; pues no es cosa nueva el citarlos también el abogado contrario, y habiendo prometido primero responder lo que nos acomoda, salir después con cosa distinta; en cuyo caso, en lugar de negar la cosa, la confiesan de plano. Por lo cual se han de examinar los motivos que tienen para atestiguar contra el adversario (pues no basta el que hayan sido enemigos), sino si se hicieron ya amigos y si quieren reconciliarse con ellos, si   —242→   han sido sobornados y si se arrepentirán después de lo mismo que ahora dicen. Lo que sí se ha de cuidar con aquéllos, que saben de cierto lo que dan a entender que depondrán después, mucho más con los que prometen deponer lo que es manifiestamente falso163. En éstos es más de temer el que se arrepientan; y se hace sospechoso lo que nos prometen, y dado caso que se mantengan firmes, es más fácil reprenderlos.

De los testigos que son citados unos quieren deponer contra el reo, otros no. Esto unas veces es notorio al acusador, otras no.

Supongamos que el acusador sabe la intención de los testigos, pues en uno y otro caso se necesita de mucha habilidad para preguntarlos. Si el testigo quiere deponer contra el reo, debe disimular cuanto pueda el acusador que no se conozca la intención con que el otro viene, y no preguntarle derechamente lo que se pretende averiguar, sino usar de algunos rodeos, que den a entender se le sacó como por fuerza al testigo lo que él mismo tenía deseos de decir, ni tampoco hacerle muchas preguntas, para que no se descubra el fin que trae si satisface a todas, sino que preguntándole lo que más nos interesa, preguntaremos a otros los demás puntos.

Pero cuando el testigo ha de decir la verdad, aunque contra su voluntad, la victoria consiste en hacerle confesar lo que no quiere. El mejor modo para lograrlo es preguntarle la cosa una y muchas veces, porque él responderá, sin advertirlo, lo que perjudica al reo, y con estos antecedentes se le pondrá en precisión de no poder negar lo que no quiere confesar. Pues a la manera que en la serie del   —243→   discurso vamos recogiendo varias circunstancias y menudencias, que por sí solas no perjudican, al parecer, al reo, pero todas juntas le convencen de su delito; a esta manera a un testigo de esta naturaleza le preguntaremos varias cosas sobre lo que antecedió al delito o siguió después; ya del tiempo, ya del lugar y persona y cosas semejantes, para que dando sin pensar alguna respuesta, vengan a caer en lo que no quería o le podamos argüir de contradicción. Si ni aun esto puede lograrse, no hay más remedio que el decir que no quiere descubrir lo que sabe; y así, o se omitirá el preguntarle hasta otra ocasión o se le procurará cazar en otra cosa, aunque distinta de la causa. En fin, se le ha de tener sujeto por mucho tiempo con semejantes preguntas, para que, diciendo en favor del reo tal vez más de lo que conviene, se haga sospechoso en lo que dice; con lo cual seguramente dañará al reo más que si se manifestase contrario.

Pero si el acusador, como dije en segundo lugar, no penetra la intención con que el testigo viene, entonces procurará indagarla, preguntándole poco a poco y con tiento (como dicen), hasta que venga como por grados a dar la respuesta que se pretende. Mas como a veces los testigos suelen usar de la maña de responder a gusto de quien los pregunta, para después manifestarse contrarios sin ninguna sospecha, debe valerse de sus respuestas el acusador cuando le favorecen y no preguntarle más.

Estas preguntas en parte son más fáciles y en parte más dificultosas al abogado contrario del acusador. Es la razón por que raras veces podrá saber de antemano lo que el testigo dirá después, y entonces le será dificultoso el preguntar con acierto; pero si sabe lo que antes dijo, le será más fácil. Por tanto, cuando no se sabe la intención de los testigos, es necesario indagar con todo cuidado quién de ellos es contrario al reo, qué sujeto es, qué motivos ha tenido para declararse contra él; y todas estas circunstancias   —244→   se han de ponderar en el discurso, ya queramos dar a entender que les movió el odio, la envidia, el favor de alguno o que fueron sobornados. Si los testigos son menos en número que los de nuestra parte, se deberá alegar esto mismo en nuestro abono; pero si son más, se dirá que es conspiración. Si son personas de poco valor, se dará en cara al contrario con su vileza; si son personas de cuenta, se dirá que se han valido del poder y valimiento. Será muy del caso exponer los motivos que tienen para declararse contra el reo, los cuales varían según la calidad de los pleiteantes y de las causas. Porque aun contra lo que acabamos de decir en los casos propuestos, se suele responder con lugares comunes, diciendo que el reo puede gloriarse de la llaneza y simplicidad de los testigos, pocos en número y gente humilde, contentándose con buscar los que pudieran saber la cosa con certeza, y no muchos ni poderosos que añadiesen alguna recomendación a su pleito.

Algunas veces se suele elogiar y desacreditar a cada uno de los testigos en el discurso de la oración, ya mandándolos comparecer, ya nombrándolos en ella. Esto era más frecuente y aun más fácil de hacerse cuando, hecha la defensa del reo, se citaban los testigos. Solamente de las personas de éstos se puede tomar lo que hemos de decir contra cada uno de ellos. Todo lo demás pertenece a las preguntas que se le han de hacer. Para lo cual primeramente es necesario conocer la persona del testigo y su carácter. Porque al cobarde se le puede intimidar, al ignorante engañar, al iracundo irritarle. Si es ambicioso se le puede cazar con promesas; pero si es prudente, constante y firme en lo que dice, es menester dejarle como contrario a nuestra causa, o se le refutará no preguntándole sino por medio de un breve diálogo entre él y el abogado. Y si puede ser se le motejará con algún chiste y chanza moderada y aguda, o si se puede poner alguna tacha en su conducta,   —245→   la mejor refutación será notarle de calumniador. Nunca conviene rebatir con aspereza y descomedimiento a los testigos vergonzosos y de vida conocidamente buena, pues su misma modestia prevalece contra quien los insulta de este modo.

Las preguntas, o miran a la misma causa o a otra cosa fuera de ella.

Si miran a la causa, el abogado, del mismo modo que dijimos hablando del acusador, preguntará con disimulo y de una manera que no sospeche el testigo lo que pretendemos sacar en limpio. De este modo, añadiendo preguntas a preguntas, y combinando las primeras respuestas con las segundas, le obligará a confesar la verdad aunque no quiera164. Esta manera de sonsacar la verdad no se aprende con ninguna regla de la escuela, y más que con el arte se ha de aprender con el ingenio o con la experiencia del orador. Y si hay algún ejemplo para hacer la cosa demostrable no hallo otro más acomodado que aquel dialogismo que usaban los discípulos de Sócrates, o por mejor decir, Platón, en el cual las preguntas se hacen con tanta habilidad que, respondiendo bien a las primeras, venimos a obligar a que nos confiesen lo que pretendemos.   —246→   Con esto se consigue alguna vez que el testigo sea cogido en alguna contradicción o que la relación de uno se oponga a la del otro. Y una pregunta hecha con sutileza, hace que lo que casualmente responden los testigos sirva como de razón y prueba de nuestro intento.

Suelen también hacerse algunas preguntas que aprovechen fuera de la causa, como cuando se pregunta a los testigos sobre su conducta y de los demás testigos, si están infamados, si son de baja condición, si son amigos del acusador o enemigos del reo, todo esto con el fin de que digan alguna cosa favorable a nuestro intento, o de que se les coja en alguna mentira, o descubran su intención dañada de perseguir al reo. En estas preguntas se requiere mucho tiento, porque a veces suelen los testigos salir con alguna respuesta que es contra el mismo abogado y suele merecer el crédito de los que los oyen; debe usarse de términos muy comunes y vulgares correspondientes a las personas a quien preguntamos (que por un común son rudas) para que no puedan alegar que no entienden la pregunta, cosa que en el que la hace sería una frialdad.

Nunca el abogado se valga del arte pésima de hacer sentar al testigo sobornado por su parte al lado del contrario para que, estimulado de esta misma cercanía, dañe más al reo junto a quien está sentado, o diciendo algo contra él, o con movimientos y ademanes descompuestos hechos de industria, pareciéndole que con esto adelanta mucho. Porque con esto no sólo no será creído en lo que dijo primero, sino que será menos atendido el dicho de los demás que favorecieron su causa. Hago mención de estas malas mañas para que se eviten.

Muchas veces suele contradecir lo escrito al dicho de los testigos, de donde nace un lugar común en pro y en contra, porque la una de las partes se defiende y apoya en el juramento de los testigos y la otra en el testimonio de   —247→   lo escrito. Y muchas causas ha habido sobre quién merece más crédito. Por los testigos se alega su ciencia y religión, haciendo ver que las pruebas no son sino obra del ingenio. El contrario puede decir que la mala voluntad, la enemiga, el dinero, el miedo, el valimiento, la ambición o la amistad es la que hace a un testigo; pero que los argumentos son pruebas naturales donde no cabe maca; que en éstas el juez se cree a sí mismo, pero en los testigos da crédito a otros. Semejantes lugares son comunes a diferentes causas, y se han tratado varias veces y se tratarán en adelante. Otras veces hay testigos por una y otra parte, y aquí se ofrece la duda de quiénes merecen más crédito, quiénes se arrimaron más a la verdad y quién de los litigantes tenía más valimiento.

Si alguno quiere añadir en este lugar los testimonios que llaman divinos, como oráculos, respuestas celestiales, agüeros, etc., entienda que todo esto puede manejarse de dos modos. El uno general, como la interminable disputa entre estoicos y epicúreos sobre si el mundo se gobierna con providencia. El otro particular contra cualquier especie de divinación, según que cae bajo de cuestión. Porque no de un mismo modo se confirma o refuta un oráculo y un agüero, sea del vuelo de las aves, sea de las entrañas de las víctimas, y el dicho de los adivinos o el pronóstico de los astrólogos, como que en estas cosas es diversa y muy distinta la naturaleza.

Para apoyar o destruir este género de pruebas tiene mucho que trabajar el razonamiento; si fueron voces y dichos de un embriagado, de un loco, u oídas entre sueños, o si fueron pronunciadas por niños inocentes, diciendo una parte que en ellos no cabe ficción, y la otra que los que esto dijeron no sabían lo que se decían.

No solamente (y concluyamos) suele usarse del siguiente lugar oratorio, sino que si falta se echa menos; verbigracia: Me diste dinero: ¿quién lo contó? ¿en dónde? ¿de dónde se tomó?   —248→   Dices que di veneno: ¿dónde lo compré? ¿de quién? ¿en cuánto? ¿de quién me valí para darle? ¿quién es testigo de ello? Que es de lo que examina Cicerón en la causa de Cluencio, acusado de haber dado veneno. De las pruebas inartificiales o extrínsecas hemos hablado con la brevedad posible.



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ArribaAbajoCapítulo VIII. De las pruebas artificiales

Son de tres especies: indicios, argumentos, ejemplos. Reprende a los que olvidándose de las pruebas, que son como los nervios de la causa, se extienden en los lugares comunes. Añádase una general división de pruebas.


La otra especie de pruebas, que llamamos artificiales, consiste en todo aquello que sirve para confirmar el asunto, o es enteramente despreciada por muchos o la tocan muy por encima; los cuales, huyendo de la escabrosidad y aridez (como ellos piensan) de los argumentos, tan solamente se dilatan en la amenidad de los lugares oratorios, y no de otra manera que los que gustan la hierba del país de los Lotófagos, que nos dicen los poetas, o los que se dejan encantar de las Sirenas; así estos tales, anteponiendo el agradar al auditorio a la utilidad, mientras únicamente pretenden el oropel de vanas alabanzas, vienen a perder el pleito que defienden.

Esto no quita que para ayuda y ornato de los argumentos tratemos aquellos lugares donde el razonamiento suele extenderse, y vistamos (para decirlo así) aquellos nervios que mantienen y dan toda su fuerza al discurso con la hermosura de estos adornos, como si ocurre el decir que alguno ha obrado movido de la ira, del odio o del miedo, podremos amplificar este lugar con algún mayor adorno y extensión, según lo permite la naturaleza de la pasión. De los mismos lugares nos valemos también para alabar, acusar, ponderar o rebajar una cosa, para describirla, para quejarnos, para intimidar, animar y consolar a alguna persona.   —250→   Pero todo esto sirve en las cosas que, o son ciertas, o hablamos de ellas como tales. Ni tampoco niego que consigue algo el orador con deleitar, y mucho más con la moción de afectos. Pero estas cosas entonces aprovechan más cuando el juez está ya bien informado, lo que no se consigue sino con las argumentaciones y lo demás que sirve para probar la cosa.

Antes de hacer esta división de pruebas me parece debo advertir que en todas ellas hay algunas cosas que son comunes. Porque no hay cuestión alguna que no sea o de cosa o de persona, ni los lugares de las pruebas pueden encontrarse fuera de las circunstancias de cosas o de personas. Las pruebas, o se consideran en sí mismas, o con relación a otras cosas, y se fundan o en los antecedentes, o en los consiguientes, o en los repugnantes, y entonces o se toman del tiempo pasado, o del tiempo en que sucedió la cosa, o del que se siguió. Además de esto, probándose las cosas unas con otras, éstas necesariamente han de ser o menores, o mayores, o iguales entre sí.

Las pruebas se sacan o de la misma cuestión, separada de las circunstancias de cosas y personas, o de la misma causa, cuando no conviene en nada con las demás causas, sino que es única en su género.

Estas pruebas unas son necesarias, otras creíbles, otras no tienen más que el no presentar ninguna contradicción. Hay además de esto otras cuatro especies de pruebas, como 1.ª Existe una cosa, luego se destruye la otra; verbigracia: Es de día, luego no es de noche. 2.ª Existe esto, luego también aquello; verbigracia: Está el sol sobre la tierra, luego es de día. 3.ª No existe esto, luego sí lo otro; verbigracia: No es de noche, luego es de día. 4.ª No existe esto, luego ni lo otro; verbigracia: No es animal racional, luego no es hombre. Dicho esto en común, hablaremos ahora de cada especie de pruebas en particular.



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ArribaAbajoCapítulo IX. De los indicios o señales

Todas las pruebas artificiales se reducen a los indicios, argumentos y ejemplos. Y aunque los más dicen que los indicios son parte de los argumentos, tengo muchas razones para separarlos. La primera, que en cierto modo pertenecen a las pruebas extrínsecas; porque el vestido ensangrentado, las voces que se oyeron, los cardenales y otras señales a este tenor, son otros tantos instrumentos como las escrituras, la voz común y los testigos; pues no son pruebas que discurre el orador, sino que se las presenta la misma causa. La segunda razón es que los indicios, aunque sean ciertos, no se consideran en la clase de argumentos, porque donde ellos se encuentran no hay motivo de duda; pero para los argumentos sólo hay lugar donde hay cuestión; y si los indicios no son ciertos, tan lejos de probar ellos necesitan de otras nuevas pruebas.

Divídense, pues, estas señales en necesarias y no necesarias, llamadas por los griegos tecmaria y semeia.

Las primeras son las que no pueden faltar, y, por lo mismo, me parece que no debe hablarse de ellas. Porque cuando el indicio es evidente no hay pleito alguno. Esto sucede cuando, en vista de los indicios, forzosamente o sucede la cosa o ha sucedido, o por el contrario, ni puede ser ni haberse hecho, y entonces no hay otra cuestión sino del hecho.

Otras señales hay dudosas o probables. Y dado caso que por sí solas no hacen argumento, juntas a lo demás confirman la cosa.

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A la señal llaman algunos indicio, otros la llaman rastro o huella; así como por el rastro de la sangre sacamos el homicidio. Pero como ésta pudo salir de las narices y manchar el vestido o haber salpicado de una víctima, no es indicio manifiesto de homicidio, a no ser que concurran otras circunstancias como de enemistad, de amenazas hechas a la persona muerta o de haberse hallado donde se hizo la muerte. Entonces este indicio quita la duda de lo que no sabíamos con certeza. Hay otros indicios que pueden serlo de cosas muy distintas, como el color amoratado y la hinchazón, que pueden indicar veneno o crudeza. La herida del pecho puede ser igualmente indicio de muerte que uno se dio o recibió de otro. Estas cosas en tanto prueban en cuanto son ayudadas de otras circunstancias.



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ArribaAbajoCapítulo X. De los argumentos o pruebas

I. Qué es argumento.-II. Se pueden tomar de las personas o de las cosas. 1.º Los que miran a las personas se tocan brevemente. 2.º Por cosas entendemos causas, lugares, tiempo, facultades o instrumentos y el modo. Añádense la definición, género, especie, diferencia, propiedades de la cosa, negación de lo que es, semejanza, contrarios, repugnantes, derivados y comparación.-III. La naturaleza de las cosas no permite recorrer todas las especies de argumentos. Considérese lo que pretendemos probar. Pónese ejemplo de una causa de esta naturaleza.-IV. Qué juicio debemos hacer de estos lugares y qué uso.


I. Vamos a los argumentos, bajo cuyo nombre entienden los griegos los entimemas, epiqueremas y demostraciones; aunque entre éstos admiten alguna diferencia, pero el fin casi es uno mismo. Siendo el argumento una manera de probar la cosa deduciendo unas de otras, como cuando probamos lo dudoso por lo cierto, es forzoso que en la causa haya algo que no admita duda. Porque si no hay ninguna cosa cierta o por donde hacer evidente lo dudoso, no hay medio para probar.

Cosas ciertas llamamos primeramente las que se sujetan a los sentidos, como lo que vemos u oímos, y semejantes a éstas son las señales. En segundo lugar las que admite el consentimiento de todos; verbigracia: que hay Dios, que los padres deben ser amados. En tercer lugar lo que está establecido por las leyes y lo que está recibido por la opinión común del país donde se trata la causa o por la costumbre.   —254→   Así vemos que muchas de las cosas del derecho se fundan en la costumbre, no en las leyes. Últimamente todo aquello que está ya antes probado, aquello en que convienen las partes y lo que el contrario no niega. Así argumentaremos de este modo: Porque hay providencia que gobierne el mundo, debe haber gobierno en una república. Así como deberá haber gobierno en una república, siendo el mundo gobernado con providencia.

El que ha de manejar los argumentos debe tener bien conocida la naturaleza de las cosas para saber lo que da de sí cada una de ellas. De donde nacen los argumentos llamados verosímiles. De éstos hay tres especies. La primera, que es la más fuerte, es de lo que comúnmente acaece; verbigracia: El amar los padres a sus hijos, porque esto es lo que comúnmente vemos. En segundo lugar, atendido el orden regular; verbigracia: Que llegue a mañana el que hoy está sano y bueno. En tercer lugar, porque no es cosa repugnante; verbigracia: Que el hurto que se hizo en una casa lo cometiese quien estuvo en ella. Por eso Aristóteles, en el libro segundo de la retórica, recorre muy por menor lo que a cada cosa y a cada hombre suele acontecer de ordinario; qué cosas o qué suerte de persona tienen entre sí naturalmente antipatía o simpatía; quiénes codician las riquezas y honras, y quiénes dan en superstición; qué cosas aprueban los buenos; qué pretensiones tienen los malos; cuáles son las pasiones de un soldado y cuáles las de un campesino y los medios para evitar o conseguir cualquier cosa.

Pero yo omito todo esto, porque, además de ser obra larga e imposible, o, por mejor decir, infinita, es cosa que depende del entendimiento común a todos. Si alguno entendiere serle esto de provecho, ya le he mostrado adónde debe acudir. Todas las cosas probablemente ciertas, de donde suelen tomarse la mayor parte de los argumentos, nacen de las siguientes fuentes: Si es probable, que un hijo haya muerto a su mismo padre; que éste haya cometido   —255→   incesto con su propia hija. Al contrario: Que nada tiene de nuevo el dar veneno una madrastra y el cometer adulterio un lujurioso. Y de estas otras: Si la maldad se cometió públicamente; si dijo una mentira por una corta cantidad de dinero. Porque cada una de estas personas tiene sus costumbres, conforme a las cuales obra ordinariamente, pero no siempre. De otra manera serían pruebas indubitables, no argumentos.

II. Examinemos ahora los lugares de donde se sacan los argumentos, aunque algunos tienen por tales a los que pusimos arriba. Por lugares entiendo no aquéllos que comúnmente entendemos, como cuando tratamos largamente contra la lujuria y adulterio y otros semejantes, sino aquéllos como manantiales de donde debemos sacar las pruebas. Pues a la manera que no en cualquier tierra se crían todas las cosas y no es fácil encontrar un ave o fiera si ignoramos el país que las produce y donde moran, y así como entre los peces unos gustan de lugares llanos, otros de escabrosos, en distintas regiones y playas, y en vano buscarás en nuestro mar el pez elope o escaro; a este modo no cualquier argumento se toma de cualquier cosa, y así no se deben buscar indiferentemente en todo. Por otra parte, el sacar los argumentos si no se sabe dónde se ha de acudir está expuesto a muchos errores, y si no aplicamos la meditación para discurrirlos, después de muchas fatigas no daremos con ellos sino por una rara casualidad. Pero, al contrario, el que sepa las fuentes de cada argumento, cuando se le presente dicho lugar al punto le ocurrirá la prueba.

1.º Primeramente los argumentos se han de tomar de las personas, pues, como ya dijimos, la primera división que hacemos es de personas y de cosas. De forma que la causa, tiempo, lugar, ocasión, instrumentos y modos, vienen a ser como accidentes de la cosa. Me parece no debo tratar, como muchos lo hicieron, de todos los accidentes   —256→   de las personas, sino de aquéllos de donde tomaremos los argumentos. Y es como sigue:

La primera circunstancia de persona de donde sacaremos la prueba es el linaje165, porque comúnmente los hijos suelen ser parecidos a quienes los engendraron, y aun de aquí suelen tomar, digamos así, las semillas primeras o para la virtud, o para el vicio.

La nación166, porque cada nación tiene sus costumbres peculiares, y no son unas mismas en un romano, en un griego y en un bárbaro.

La patria, porque de la misma suerte los estilos y costumbres varían según los pueblos y aun las opiniones.

El sexo167; verbigracia: un latrocinio más creíble se hace en el hombre, y en la mujer el dar veneno.

La edad168, porque una cosa conviene más a unos años que a otros.

La educación y enseñanza169, pues importa mucho el saber los maestros y la crianza que uno ha tenido.

La forma del cuerpo y complexión170, por cuanto de la hermosura se saca argumento de liviandad, y de la robustez y firmeza, de desvergüenza del sujeto, o se funda argumento en contrario de la complexión contraria.

La fortuna171, siendo cierto que una cosa no se hace   —257→   igualmente probable en el rico que en el pobre, en uno que tiene amigos, parientes y deudos y en quien nada de esto tiene.

La condición y estado172, habiendo mucha diferencia entre el noble y el plebeyo, entre uno que tiene empleo público y entre el particular. Y va a decir mucho que uno sea padre de familia, ciudadano, libre, casado y tenga hijos, o hijo de familia, extranjero, esclavo, soltero y sin hijo alguno.

La índole173, porque el ser avaro, iracundo, misericordioso, cruel y riguroso por lo común, o prueban o hacen increíble la cosa. Asimismo el trato en comer y vestir, como si es frugal, parco o rústico.

Los estudios y profesiones174, pues vemos que son distintas las pasiones y modo de pensar del labrador, comerciante, abogado, soldado, navegante, médico, etc.

Debe también tenerse muy presente el pie de que cada uno cojea: si se aparenta ser rico y poderoso, si presume de erudito, si afecta el ser justo y llevar las cosas por sus cabales. Asimismo sus procedimientos y dichos de la vida pasada. Porque de lo pasado sacamos argumento para lo presente.

Algunos ponen también por lugar retórico de persona la etimología del nombre que le cupo175; pero rara vez   —258→   podrá sacarse de ahí argumento, y entonces será muy débil, a no concurrir otras causas que acrediten que lo que le atribuimos cuadra bien al nombre que tiene, como el de sabio, grande, prudente y sencillo. Así vemos que en Léntulo176 el nombre de Cornelio parecía aciago y que le hacía sospechoso de la conjuración, pues según rezaban los pronósticos de las sibilas y las respuestas de los agoreros, la dominación de Roma había de recaer sobre tres de la raza de los Cornelios, y él creía ser el tercero después de Sila y Cina, porque él también era Cornelio. También hallamos en Eurípides que el hermano de Polinices se valió contra él de la etimología del nombre177, como de argumento, pero frívolo, de sus malas costumbres. Pero donde éste tiene más frecuente uso es en las chanzas, como lo usó Cicerón repetidas veces contra Verres.

De este o semejante modo son los argumentos que se sacan de las personas. Porque es imposible el recorrer todo cuanto se ofrece que decir en esta y otras materias, y nos contentamos con apuntar y mostrar el camino a los que quieran saber la cosa más a fondo.

2.º Vamos ahora a los adjuntos de las cosas, que, por ir unidas con las personas, son las primeras que debemos   —259→   tener presentes. En cualquier cosa, pues, lo primero que se considera es por qué se hizo, dónde, en qué tiempo, de qué modo, o por qué medio, esto es, por quiénes.

Los argumentos primeramente pueden tomarse de las causas de un hecho sucedido ya o de una cosa que puede suceder178, cuya materia, que unos llaman ylen, otros dynamin, comprende dos géneros y cada uno cuatro especies. Porque comúnmente el motivo de hacer alguna cosa o es por conseguir algún bien, o por aumentarlo, o por conservarlo, o para hacer uso de él, o por huir algún mal, o vernos libres de él, o por aminorarlo, o trocarlo por otro menor179. Las cuales cuatro cosas importa mucho el saberlas cuando se delibera. Éstos son los motivos de hacer alguna cosa buena, porque las malas comúnmente nacen de opiniones erróneas, siendo el principio que nos mueve una cosa que, siendo perjudicial, la tenemos por buena. De aquí dimanan las opiniones falsas y las pasiones del hombre, entre las cuales las más ordinarias son: ira, odio, envidia, codicia, esperanza, ambición, atrevimiento, miedo   —260→   y otras a este tenor. Júntanse a veces a lo dicho otras cosas casuales, como ignorancia y embriaguez. Las cuales, como quiera que a veces excusan la culpa, pero otras sirven para confirmarla, como si uno mató a Antonio pretendiendo matar a Juan.

Otras veces se sacan los argumentos del lugar180. Porque para probar alguna cosa va a decir mucho que sea llano o montuoso, que sea marítimo o tierra adentro, erial o sembrado, poblado o desierto, cercano o apartado, ventajoso para lo que se pretende o al contrario. Del cual argumento vemos que Cicerón hace mucho uso en la causa de Milón. Este y otros argumentos semejantes sirven para las del género deliberativo, pero alguna vez para el judicial: como si el lugar es sagrado o profano, público o secreto, nuestro o extraño. En las personas: si es persona pública o un mero particular, padre de familia, extranjero, etc. Porque de aquí nacen los pleitos y causas forenses; verbigracia: el que hurta de un templo, como tú lo hiciste, no cometió simple hurto, sino sacrilegio. El lugar se reduce frecuentemente a la cualidad, porque una misma cosa no está bien ni es lícita en cualquier parte. ¿Qué más? Debemos tener presente el pueblo donde se trata la causa, pues es notable la diferencia de leyes y costumbres de cada país. Sirve esto también para recomendar o vituperar la cosa. Así Áyax (Ovidio, Metamorfosis, libro 13, verso 6):


   Delante de las naves pleiteamos,
Y Ulises conmigo se compara.



Y Milón oyó que uno de los cargos que le hacían era el haber muerto a Clodio en el primer lugar, donde estaban enterrados sus mayores. Pro Milone, 17, 18.

También contribuyen estas mismas circunstancias para   —261→   persuadir alguna verdad, como la del tiempo181, a la que atendemos tanto en el género deliberativo como en el demostrativo, aunque tiene más frecuente uso en el judicial. Porque no solamente por ella se averigua la justicia y derecho, sino que hace variar la cosa y aun contribuye para poderla conjeturar; como que a veces no deja rastro de duda; verbigracia: si, según lo que dijimos arriba, hacemos ver que el escribano que dicen autorizó la escritura, falleció antes de su fecha; o que cuando se supone haber uno cometido el delito, o era aún muy niño o no había aún nacido. Fuera de lo dicho se sacan los argumentos o de lo que antecedió a la cosa, o de lo que fue a un mismo tiempo, o de lo que siguió a ella. De los antecedentes, como tú le habías amenazado quitarle la vida, saliste de noche y le tomaste la delantera cuando iba por su camino. Por los adjuntos; verbigracia: Se oyó ruido; comenzaron a gritar. De los consiguientes; como, hecha la muerte, te ocultaste, huiste y aparecieron señales y cardenales en el cadáver.

Se ha de tener cuenta también con el poder, fuerzas y facultades182, principalmente cuando tratamos de la averiguación del autor del delito. Porque se hace más probable que los más hayan muerto a los menos, los fuertes a los cobardes, los que velaban a los que dormían, y los armados a los desprevenidos; y del mismo modo se sacan los argumentos en contrario. Lo mismo tendremos presente en el género deliberativo; pero en el judicial se reduce todo lo dicho a dos preguntas: si tuvo intención de hacer la cosa y si podía, en donde la esperanza de salir con el hecho es indicio de que también tendría deseo. Así conjetura Cicerón: Clodio es quien armó celadas a Milón y no Milón a Clodio. Éste iba acompañado de esclavos forzudos, aquél de mujeres.   —262→   Éste a caballo, aquél en coche. Éste desembarazado, aquél embarazado con el capote. Los instrumentos se cuentan entre las facultades, porque aumentan el poder para alguna cosa. Pero de los instrumentos a veces quedan señales, como la punta del puñal en la herida.

Júntase después el modo183 con que se hizo la cosa, el cual mira a la cualidad del hecho o a las cuestiones que dependen de los escritos; como cuando negamos que el adúltero no dio veneno, porque podía o le convenía más el quitarle la vida a cuchillo; o a la conjetura, como el decir que hizo la cosa con buena intención, y por lo tanto no se guardó; o con fin malo y siniestro, y que por lo mismo la hizo de noche y en lugar solitario donde no le viesen.

Cuando se trata de la naturaleza de la misma causa, desnuda de toda circunstancia, consideramos: Si existe, qué es y cómo es. Pero como hay lugares oratorios comunes a estos argumentos, no haremos más divisiones, y así los reduciremos al lugar donde pertenezcan.

También se sacan los argumentos de la definición de la cosa184. Esto es de dos maneras, porque o inquirimos llanamente: Si esto es virtud, o supuesta esta noción, sólo preguntaremos: Qué cosa es virtud. Esto, o explicando la cosa en común, como: La retórica es arte de bien hablar, o desmenuzándola en sus partes: La retórica es arte de disponer, inventar y hablar de memoria y con una fina pronunciación. Demás de esto definimos la cosa explicando su naturaleza, como en los ejemplos puestos, o por su etimología,   —263→   como assiduus de asse dando; locuples de locorum copia; pecuniosus de pecorum copia.

Muy semejantes a la definición son el género, especie, diferencia y propiedad; de todo lo cual se sacan también las pruebas.

Género185: contribuye muy poco para probar las especies que están bajo de él y para negarlas muchísimo; verbigracia: No porque sea árbol ha de ser plátano; pero si no es árbol, mucho menos será plátano. Lo que no es virtud muy lejos está de ser justicia. Por lo cual, para probar la cosa, hemos de descender a la última especie, y así no diremos: El hombre es animal, porque animal es el género. Ni es mortal, porque, dado que sea especie, conviene a otras cosas también esta definición. Pero diciendo: es racional, no hay más que pedir para demostrar lo que queremos.

Al contrario, la especie186 sirve para probar el género y sirve muy poco para negarle. Porque lo que es justicia seguramente es virtud; pero lo que no es justicia puede también ser virtud, como la templanza, constancia, fortaleza; pues nunca el género se niega de la especie, sino negando todas las especies que se encierran dentro de un género, así: Lo que ni es inmortal, ni mortal, no es animal.

A lo dicho se suelen añadir las propiedades y diferencias de la cosa187. Con las propiedades se confirma la definición que la explica, y con las diferencias se destruye. Propiedad llamamos lo que conviene solamente a la cosa,   —264→   como la conversación y risa al hombre; o cuando le conviene una cosa, aunque conviene también a otro, como el calentar al fuego. A este tenor hay diferentes propiedades, como en el mismo fuego el lucir y dar calor. Por donde cualquier propiedad que falte hará defectuosa la definición, y no porque tenga e incluya algunas será perfecta. Es muy común el inquirir las propiedades de una cosa; por lo que si, fundados en la etimología, dijéramos que es propio del tiranicida quitar la vida al tirano, diríamos ser defectuosa esta definición. Porque no podremos llamar tiranicida al verdugo que, siendo mandado, le mata, ni al que inadvertidamente y sin voluntad lo hiciese. Luego si la cosa no le conviene propiamente, tendrá una diferencia accidental; así como no es lo mismo ser esclavo que servir, que es la cuestión de los que por las leyes sirven a otro hasta pagarle la deuda. El esclavo, si su amo le da libertad, queda hecho liberto; pero no sucede lo mismo con el segundo.

Otras veces suele sacarse el argumento de la negación de algunas cosas, por la cual unas veces se falsifica todo, otras queda por verdadera sola una cosa. Se falsifica todo de esta manera: ¿Dices que prestaste este dinero? O lo tenías tú, o lo recibiste de alguno, o lo encontraste, o lo hurtaste. Ni lo tenías, ni te lo dieron, ni lo hallaste, ni tampoco fue hurtado. Luego no lo prestaste. Sacamos una sola cosa verdadera, arguyendo así: El esclavo que dices ser tuyo, o nació en tu casa, o le compraste, o te lo dieron, o le heredaste, o le cautivaste en guerra, o es ajeno. No le adquiriste por ninguno de estos medios. Luego es ajeno.

Es necesario comprender y coger todos los cabos en este argumento, porque uno solo que quede nos lo negarán y se reirán de nosotros. Por eso Cicerón se ató bien el dedo, cuando en la causa de Cecina (número 37) pregunta: Si ésta no fue acción ¿cuál lo será? Pues así negaba ya todo lo demás. O debemos poner dos cosas, la una contraria de la otra,   —265→   bastándonos que la una sea cierta. Así Cicerón: (Pro Cluentio): Habiendo sido sobornado aquel tribunal, ninguno será tan contrario de Cluencio que no me conceda que le sobornó Hábito u Opiánico. Si digo que Hábito no, sacamos que Opiánico le sobornó. Si digo que Opiánico le sobornó, excuso a Hábito.

Otro lugar de los argumentos es la semejanza188; verbigracia: Si la continencia es virtud, también la abstinencia. Si el tutor debe dar caución, también el procurador. Y la desemejanza189; verbigracia: No porque la alegría sea cosa buena lo será el deleite. Si esto está bien en una mujer, no lo estará también en el pupilo. Los contrarios190; verbigracia: La parsimonia es virtud porque es vicio el lujo. La guerra es causa de mil males, luego nos libraremos de ellos con la paz. Si merece perdón el que dañó inadvertidamente, el que aprovechó del mismo modo no merece premio. Repugnantes191: El que es necio no puede ser sabio. Consiguientes192 o adjuntos: La justicia es virtud, luego se debe sentenciar según ella. La deslealtad y felonía son vicios, luego no debemos usar de mala fe. O volviendo la proposición al contrario.

Tendría por cosa ridícula añadir a los dichos lugares los derivados, a no haberse valido de ellos Cicerón193; verbigracia: El que hace una cosa justa obra con justicia. Lo que sirve para el pasto común de todos, debe apacentar el ganado de todos, lo cual no necesita de prueba.

Comparación194 llamamos cuando probamos las cosas   —266→   mayores por las menores, la menores por las mayores y las iguales por sus iguales.

En causas conjeturales probaremos una cosa menor por la mayor, diciendo: El que comete un sacrilegio también cometerá un hurto. Por la menor: El que no repara en mentir abiertamente no tendrá inconveniente en jurar falso. Por la igualdad (que llaman a pari): El que se deja sobornar para dar la sentencia, también dirá un falso testimonio por interés.

Por los mismos lugares se prueba el derecho, por la mayor; verbigracia: Es lícito matar al adúltero, luego también azotarle. Por la menor: Si es permitido quitar la vida al ladrón nocturno, ¿qué diremos del ladrón de camino? Por la igualdad: La pena que establecen las leyes contra el parricida, esa misma merecerá quien mata a su madre. Los cuales argumentos se tratan por medio de los silogismos.

Estos otros pertenecen mejor a la definición y cualidad de la cosa: Si la robustez no es buena para el cuerpo, menos será la salud. Si el hurto es delito, mucho más lo será el sacrilegio. Si la abstinencia es virtud, también lo será la continencia. Si el mundo se rige con providencia, debe gobernarse la república. Si en la fábrica de una casa deben observarse sus reglas, ¿qué esmero deberemos poner en la de una armada naval y sus pertrechos?

Finalmente, para hacer una suma de lo dicho, los argumentos se sacan de las personas, causas, lugares, tiempo, facultades (a las que hemos reducido los instrumentos) del modo que con las cosas se hizo, de la definición, género, especie, diferencia, propiedades, negación de lo que no le conviene a la cosa, semejanza, desemejanza, contrarios, repugnantes, consiguientes, derivados y comparación, la que se divide en varias especies.

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III. Éstos son por lo común los lugares de donde se toman las pruebas, los cuales ni basta tratarlos en común, pudiéndose sacar de cada cual de ellos innumerables argumentos, ni tampoco podemos recorrer todas sus especies. Pues los que intentaron hacerlo, dieron en el inconveniente de que, habiendo dicho demasiado, no pudieron apurar la materia.

De donde provino que algunos, enredándose en lo enmarañado de los lugares oratorios, por no quebrantar sus leyes, que ellos tenían por inviolables, no solamente arruinaron su ingenio, sino que, por seguir las reglas de sus maestros, vinieron a desamparar el camino que a todos les inspira la naturaleza. Porque así como no basta el saber que todas las pruebas se sacan de las personas y de las cosas, pues tanto lo uno como lo otro admite muchas especies; así al que sepa que los antecedentes, circunstancias y consiguientes de la causa que trata, bien considerados, le pueden suministrar abundantemente pruebas y razones, no le faltarán argumentos con que apoyar su asunto. Tanto más, cuanto hay innumerables pruebas que las ofrece de suyo la naturaleza de la causa, y que no tienen que ver con otra. Pues no sólo son éstas las más poderosas, sino que los preceptos comunes nos deben servir para discurrir las razones propias del asunto que manejamos. Este género de argumentos diremos que está tomado de las circunstancias que acompañan y rodean a la causa, como dicen los griegos, o de lo que propiamente le conviene sin ser común a otras.

Y no debe ponerse menos cuidado en proponer el asunto que en saber probarlo. Para esto se requiere la invención, la que, si no es la principal, es a lo menos la primera. Porque así como son inútiles las flechas al que no tiene blanco fijo, así son superfluos los argumentos cuando no se considera de antemano para lo que sirven, y esto es lo que no puede aprenderse con reglas. De donde   —268→   se sigue que los que aprendieron por unos mismos preceptos usarán de los mismos argumentos; pero los que inventan, discurrirán cuál más, cuál menos.

Propongamos un asunto que nada tenga de común con otros. Cuando Alejandro arrasó a Tebas, se encontró escritura de un préstamo de cien talentos, hecho por los tebanos a los de Tesalia. Esta escritura se la dio graciosamente Alejandro a los tesalios, porque se había también servido de alguna gente suya en la guerra. Después, restituida Tebas por Casandro, los tebanos repiten contra los tesalios. La causa se defiende en el tribunal de los Anfictiones195. Dicha deuda de cien talentos consta por escritura, y no hay alguna que pruebe la satisfacción de la deuda. Todo el pleito consiste en que, diciendo Alejandro que hizo donación de dicha escritura a los tesalios, no les dio a los tebanos su dinero. Pregúntase, pues, si es lo mismo haberles hecho donación de la escritura que haberles dado dinero. En dicha causa ¿de qué sirven los lugares oratorios, si primero no veo que de nada sirvió el hacerles donación de dicha escritura, que no pudo darla, que no se la dio?

La pretensión de los tebanos a primera vista no puede ser más justa, pues piden lo que les quitaron violentamente; pero por otra parte se nos presenta la dificultad no pequeña del derecho de la guerra, alegando los de Tesalia, que éste es la pauta y regla de todos los pueblos, ciudades y monarquías del mundo. Luego hemos de buscar alguna razón que distinga esta causa de las demás, y por donde se haga ver que esto es una cosa que no está en poder del vencedor. Aquí no está tanto la dificultad en probar el asunto cuanto en saber proponer el caso. Diremos   —269→   lo primero, que el derecho de la guerra nada tiene que ver con lo que puede ponerse en juicio, y que no hay otro fuero para mantener lo tomado por las armas que las armas. Así donde entran las armas cesan los jueces, y donde éstos entienden, el fuero de las armas fenece. Se deben discurrir razones que prueben esta verdad; verbigracia: Los cautivos que vuelven a su patria, por tanto son libres, por cuanto por el mismo medio que perdieron la libertad la recobraron. Hay también otra cosa propia de la causa presente, y son los jueces que la sentencian. Porque un mismo pleito de distinta manera se ventila delante de los Cien jueces, que de un juez particular.

Diremos lo segundo, que el vencedor nunca pudo dar el derecho: como que éste es de quien está en posesión de la cosa, y que él no tiene derecho sino sobre lo que hace suyo en guerra, que son cosas corporales; pero el derecho y pertenencia de la escritura es cosa que no puede caer en manos del vencedor, y éste es un medio más dificultoso de encontrarle que apoyarle con razones; fundándose en que es muy distinta la condición de poseedor y heredero que del vencedor; al primero pasa el derecho, al segundo la cosa. Encuentro también de particular en esta causa, que el derecho de una cantidad prestada por el común no puede pasar al vencedor, porque a aquélla tienen derecho todos y cada uno de los particulares; de forma que, con un solo particular que quede, en él reside el derecho del empréstito que hizo la comunidad, y los tebanos no todos vinieron en poder de Alejandro. Esto no se prueba con razones tomadas de fuera de la causa, que esto quiere decir argumento, sino que nace de las mismas entrañas de la cosa.

En tercer lugar diremos (y ésta es una razón común) que el derecho no consiste en la escritura, y esto se puede defender con muchas razones. Debe también ponerse en duda la intención de Alejandro, si fue de honrarlos o de   —270→   engañarlos. Podemos también alegar (y esta razón será propia de la causa presente) que, dado caso que los tebanos perdieron el derecho, ya lo recobraron cuando fueron restituidos en la posesión de su ciudad, y aquí se examinará la intención de Casandro su libertador. Pero lo que principalmente se tendrá a la vista es el tribunal donde el pleito se defiende, el cual diremos que sólo mira a la justicia.

IV. No he puesto este ejemplo para que se tenga por inútil aquella doctrina de los lugares oratorios, pues si esto fuera así la hubiéramos omitido, sino para que ninguno se tenga por consumado orador porque los tenga bien sabidos, olvidándose de lo demás, y para que se entienda que sin lo que vamos después a tratar será muda toda aquella ciencia; pues las artes que se han escrito de retórica no se enderezan a que discurramos las pruebas de nuestro asunto, sino que antes que ellos saliesen a luz ya otros las habían discurrido, y después se redujeron a arte estas observaciones. Prueba de ello es que sus recopiladores, sin inventar nada de nuevo, no hacen más que valerse de los ejemplos de los oradores antiguos, los cuales únicamente fueron los inventores. Esto no quita el que apreciemos el trabajo de los que fueron reduciendo a reglas y preceptos, con lo cual nos allanaron el camino, porque ya no tenemos que fatigarnos en inventar lo que los antiguos supieron hallar en fuerza de su ingenio. Pero todo esto no basta, así como no bastaría el saber los ejercicios de la palestra aquél que no adiestrase y amaestrase su cuerpo con la abstinencia y parsimonia en el comer, y mucho más si no le ayudase su misma naturaleza, y al contrario todo esto sin arte y reglas no aprovecharía mucho.

Ni imaginen los aficionados a la elocuencia que todo cuanto aquí tratamos es común a todas las causas. Ni les parezca que, cuando se les ofrece algún asunto de que hablar,   —271→   deben ir examinando y como llamando de puerta en puerta por todos los lugares oratorios para proveerse de razones, para probar lo que intentan, principalmente cuando todavía están aprendiendo y carecen de la práctica y ejercicio. Porque sería obra de muchísimo trabajo y tiempo el ir tocando por aquí y allí hasta encontrar lo que cuadre a nuestro intento, y aun no sé si esto perjudicaría mucho, a no tener una viveza de ingenio y prontitud natural amaestrada con el mucho estudio, que nos lleve como de la mano a lo que cuadra más con nuestro asunto. Pues así como una buena voz, acompañada de la consonancia de las cuerdas, deleita mucho, pero si la mano está pesada y duda cuándo ha de acompañar con el movimiento de las cuerdas a las diferentes modulaciones de la voz, nos contentamos con lo que puede hacer la voz natural; así a estos preceptos que hemos dado debe acompañar, como cítara acorde, la instrucción y diligente estudio. Esto se consigue con el continuo ejercicio. Porque a la manera que la mano del diestro músico en fuerza de la costumbre hace todas las diferencias de sonidos, ya el grave, ya el agudo, y los que median entre los dos, aunque esté divertido en otra cosa, así tan lejos de embarazarse la buena imaginativa del orador con esta variedad de lugares y argumentos, cada uno de ellos se les presentará voluntariamente sin mucho trabajo, y así como las letras y sílabas no piden reflexión en el que escribe, así las razones suceden unas a otras sin dificultad.



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ArribaAbajoCapítulo XI. De los ejemplos

El tercer género de pruebas extrínsecas es el que llamamos ejemplo y los griegos paradigma, y es traer un hecho sucedido o cómo sucedió, útil para probar lo que queremos. Se ha de considerar si el hecho que traemos es en todo semejante a lo que tratamos o en parte, o para valernos de todo él, o tomar sólo lo que favorece a nuestro intento. Será semejante éste: Justamente se quitó la vida a Saturnino como a los Gracos. Y de semejante: Bruto mató a sus hijos que conspiraban contra la república; Manlio castigó con la muerte el valor de un hijo suyo. Contrario: Marcelo a los siracusanos, nuestros enemigos, les restituyó el ornato de su ciudad y templos; Verres a los mismos, siendo aliados nuestros, se los quitó. El ejemplo tiene los mismos grados, ya en el género demostrativo, ya en el judicial196. Aun en el deliberativo, que mira a cosas futuras, conviene el ejemplo de cosas semejantes. Así para probar que la pretensión de Dionisio de tener guardias de su persona se dirige a hacerse tirano por medio de las armas, diremos que por los mismos medios la consiguió Pisistrato.

Pero así como hay ejemplos que cuadran en un todo, cual es el que hemos puesto, así a veces se toman de menor a mayor y al contrario; verbigracia: Si por la violación del matrimonio se arrasaron ciudades enteras, ¿qué pena merecerá un adúltero? A los flauteros que se retiraron de Roma,   —273→   los hicieron venir por orden del Senado (Tito Livio 9, capítulo 30), ¿cuánta más razón hay para levantar el destierro a unos hombres del primer orden que, por ceder a la envidia, se salieron de la ciudad? Los ejemplos de cosas desiguales, donde más fuerza tienen es en las exhortaciones; el valor es digno de mayor admiración en la mujer que en un hombre, y así para animar a la fortaleza, no tanto nos valdremos del ejemplo de los Horacios y Torcuatos, cuanto del de aquella hembra que mató a Pirro por su mano; y para exhortar a sufrir la muerte valerosamente, no tanto alegaremos el hecho de Catón y Escipión, como el de Lucrecia, que son de menor a mayor.

Pongamos ejemplos de Cicerón de las tres especies, pues ¿de quién mejor? De semejantes: Porque a mí mismo me sucedió, que, pretendiendo el consulado juntamente con dos patricios, el uno muy atrevido y malvado, el otro muy compuesto y bueno a carta cabal, con todo me alcé con el empleo, venciendo a Catilina por mis méritos, a Galba por el favor. (Por Murena, número 17) De mayor a menor: Dicen que no merece vivir quien confiesa haber quitado a otro la vida. ¿En qué ciudad mueven esta disputa estos hombres ignorantísimos? Por cierto en aquélla, que el primer juicio que celebró fue sobre la vida del esforzadísimo M. Horacio, y aunque todavía por entonces no gozaba de los fueros de libertad, con todo eso el pueblo congregado absolvió al reo, aunque confesaba haber muerto a su hermana por su misma mano. (Pro Milone, número 7) De menor a mayor: Quité, quité la vida, no a Espurio Melio, que por bajar el trigo con menoscabo y pérdida de su hacienda, se hizo sospechoso de que quería coronarse por rey, no más de porque se creía que tenía demasiado amor al pueblo, etc., sino a aquél (y no tendría el mismo reparo en decirlo, habiendo, con peligro de su vida, librado a la patria) cuyo nefando adulterio, cometido en el mismo lecho, etc., con todo lo que se sigue. (Pro Milone, número 72).

El ejemplo de cosa desemejante puede consistir en varias   —274→   causas, como en el género, en el modo, en el tiempo, en el lugar y otras circunstancias de las que se vale Cicerón para destruir y echar por tierra todas las sentencias que anteriormente parecían haberse dado contra Cluencio. (Pro Cluentio, número 79, 134). Y con el ejemplo de cosa contraria destruye todo el pretendido rigor de los censores, alabando a Escipión el Africano, el cual no quiso castigar a un caballero romano de quien había dicho públicamente que había jurado en falso; y aun convidaba a que alguno le acusase, diciendo que procedería contra el reo en virtud de dicha acusación; pero no saliendo nadie, le permitió continuase en los privilegios de caballero. El cual hecho, por ser largo, no hice más que apuntarlo. En Virgilio tenemos un ejemplo breve de cosa en contrario. (Eneida 2, 540).


Pues no fue tan cruel conmigo Aquiles,
De quien te llamas hijo falsamente.


Algunas veces convendrá el referir todo el hecho de lo que alegamos para ejemplo; verbigracia: Queriendo hacer violencia un tribuno militar del ejército de Gayo Mario, y pariente suyo, a la honestidad de un soldado raso, éste le quitó la vida: queriendo antes este honesto joven cometer un hecho como éste con peligro de su vida que amancillar la castidad197. Al cual aquel consumado general le dio por libre. (Pro Milone en la refutación). Otras veces bastará apuntarlo, como lo hizo Cicerón en la misma oración. Porque yo no podría menos de tener por malo y culpable a Ahala Servilio, a Publio Nasica, a Lucio Opimio, y aun al senado, si se prohibiese quitar la vida a los   —275→   hombres malvados. Lo cual se dirá cuando el hecho es ya sabido o cuando el interés de la causa lo pidiere.

Lo mismo sucede cuando traemos para ejemplo alguna de las fábulas de los poetas, con la diferencia que a éstas no les damos tanto asenso. De las cuales el mismo Cicerón nos enseña que debemos hacer uso, pues en la misma parte (número 8) trae por completo lo siguiente: Y no sin motivo, oh jueces, hombres muy sabios dejaron escrita aquella fábula de uno que había muerto a su misma madre para vengar la de su padre. Pues aunque eran varios los pareceres de los hombres, no obstante se le dio por libre por sentencia de éstos y por el sabio y acertado juicio de la diosa.

Suelen también mover, y no poco, especialmente a gente rústica, aquellas fabulitas que tomaron el nombre de Esopo, aunque parece que su primer inventor fue Hesíodo porque oyen con gusto estas cosas inventadas con tanta sencillez, y por lo mismo que les halaga el oído, dan asenso a lo que proponen. Pues aun Menenio Agripa dicen198 que para reconciliar a la plebe con el senado se valió de aquella tan celebrada fábula de la discordia de los miembros humanos, por la que todos conspiraron contra el vientre. (Livio, libro 2, número 32). ¿Qué más? El mismo   —276→   Horacio no tuvo por ajenas de un poema estas fabulitas, pues dice:


Cual allá en otro tiempo
La zorra astuta al león enfermo, etc.


(Libro I, epístola I, verso 73).                


Para enseñar y persuadir son muy parecidos a los ejemplos los símiles, principalmente los que sin traslaciones ni metáforas están tomados de cosas muy semejantes al asunto que manejamos199; verbigracia: Porque a la manera que los que están hechos a que los unten la mano para dar el voto en las elecciones y empleos, miran con ceño a aquellos pretendientes que creen no les han de dar nada, así estos jueces venían ya con mal corazón y con intención contraria a la causa del reo. (Pro Cluentio, número 75). Porque cuando la comparación es traída de algo más lejos, se llama parábola. Ésta unas veces se toma de las acciones humanas; así Cicerón por Murena, número 4: «Y si los que toman puerto después de su navegación, advierten a los que de nuevo se hacen a la vela los escollos, tempestades y piratas, encargándoles muy de veras que vayan sobre aviso para precaverse, porque la misma naturaleza nos mueve a favorecer a los   —277→   que entran en los mismos peligros en que nos hemos visto: yo que después de tantas borrascas estoy, digamos así, para saltar a tierra, ¿qué deberé desear a uno que se ha de ver en los mismos peligros?». Otras veces se toman de los irracionales y aun de los insensibles. Así diremos que el ánimo debe cultivarse con la ciencia, valiéndonos de la semejanza de la tierra, que cultivándola produce fruto, y abandonándola no lleva sino espinas y maleza. Si queremos exhortar a mirar por la república, diremos que hasta las abejas y hormigas, aunque animalejos mudos, trabajan por el bien común. A esta semejanza dice Cicerón: A la manera que nuestro cuerpo no puede pasar sin alma, así una ciudad sin leyes no puede hacer uso de las partes que la componen, que son sus miembros, nervios y sangre. (Pro Cluentio, número 146). En la oración en defensa de Cornelio pone una comparación de los caballos: y aun a los mismos peñascos los trae por vía de comparación en la de Arquias (número 19). Éstas, como dice, son más comunes: Así como los remeros sin piloto son nada, así los soldados sin caudillo.

A veces suelen engañar los símiles, y así es menester tino para usarlos. Porque no sucede, por ejemplo, con las amistades lo que con las naves, que las nuevas son mejores que las viejas: ni es digna de alabanza la mujer que hace participantes a todos de su hermosura, así como la que comunica y reparte a todos su dinero. Si atendemos a lo que suenan las palabras, encontraremos semejanza entre la garbosidad y la hermosura; pero hay una muy notable diferencia entre el dinero y la honestidad. Y así atenderemos a la semejanza en la consecuencia que deducimos. Del mismo modo cuando se nos obliga a responder a muchas preguntas nos miraremos bien en las premisas que vamos concediendo. Así es que Aspasia respondió mal en aquel diálogo de Esquines, que pone Cicerón por estas palabras: (Libro I de la Invención, capítulo I, número 53). «Dime por tu vida, mujer de Jenofonte, ¿si una vecina   —278→   tuya tuviese oro de más quilates que el tuyo, cuál querrías más, aquél o éste? Por cierto que aquél, respondió. ¿Y si la misma tuviese un corte de vestido o un aderezo de los vuestros más vistoso que el tuyo, cuál escogerías? el suyo, dijo. Ahora bien, dime, si ella tiene marido mejor que el que tú tienes, ¿cuál tomarías antes? Aquí la mujer se sonrojó.» Con razón, ¿pues quién la metía a ella en decir que se prendaba más de lo ajeno, no siendo lícito codiciarlo? Dijera que querría que su oro fuese tan aquilatado como el de la vecina, y entonces sin rubor podía responder que desearía fuese tal su marido: que nadie se las apostase en el mundo.

Pruébase también una cosa extrínsecamente por medio de autoridades. No entiendo por autoridades aquellos juicios anteriores por los que se sentenció ya otra causa semejante a la nuestra; porque esto se reduce a los ejemplos, sino las opiniones y común consentimiento de naciones, pueblos, sabios, poetas y hombres ilustres.

¿Qué más? Aun de las opiniones comunes y costumbres ya recibidas podemos hacer uso. Pues por lo mismo que no son testimonios que se buscaron o inventaron para nuestra causa, sino dichos y sentencias de gente desapasionada, carecen de toda sospecha y convencen más: como que son dichos o hechos que miran a lo mejor y más conforme a la verdad.

Por ejemplo, si hubiera yo de tratar de lo miserable que es esta vida, ¿por qué no me valdré de la costumbre de aquellos pueblos200 que lloraban el nacimiento de alguno y celebraban con festines a los que salían del mundo? Si quiero recomendar y realzar la misericordia delante de un juez, ¿quién tachará que alegue la muy derecha opinión de los atenienses, que la tenían no por pasión sino por Dios?

  —279→  

Y si no, ¿los dichos de aquellos siete sabios no pasan por leyes para bien vivir? Si se ventila en juicio el aborto procurado por una mujer adúltera, ¿no sentenciará contra ella el dicho de Catón de que no hay ninguna adúltera que no sea también hechicera?

Que si hablamos de las autoridades de poetas, sembradas están de ellas las oraciones de los oradores y libros de los filósofos. Los cuales, aunque tienen por inferiores a sus sentencias y doctrinas las opiniones de los demás, con todo no hicieron asco de apoyar sus dichos con los versos de los poetas. Y no es ejemplo despreciable el de los de Mégara, a los cuales persuadieron los atenienses a que juntasen sus naves con su armada, andando en competencias sobre tomar a Salamina con un solo verso de Homero (Ilíada, libro 2, verso 557), que dice que también Áyax juntó las suyas con los atenienses, el cual verso no se encuentra en todas las ediciones.

Aun las opiniones del vulgo y sus dichos, por lo mismo que no tienen autor fijo, pasan por autoridades de todo el mundo201. Tales son: Donde hay amigos allí hay riquezas. La conciencia supone por mil testigos. Y en Cicerón: (De senectute, libro 7): Cada oveja, dice el refrán antiguo, con su pareja. Porque a no tenerse por verdades, ya el tiempo los hubiera abolido.



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ArribaAbajoCapítulo XII. Del uso de los argumentos y pruebas

Las pruebas deben ser evidentes y no admitir duda, aunque algunas veces las evidenciaremos más.-Cuando las pruebas son muy poderosas se pondrá cada cual de por sí para instar al contrario; si son débiles y flacas, se insinuarán y se pondrán juntas.-No basta el insinuar las pruebas: se han de apoyar con algunas reflexiones.-De las pruebas que se sacan de los afectos.-Qué lugar deben ocupar las pruebas más poderosas.-Repréndese la elocuencia afeminada.


Lo que he dicho hasta aquí pertenece a la doctrina de las pruebas que yo he podido aprender de otros y de la misma experiencia. Ni estoy tan confiado de mí mismo que piense basta esto solo: antes exhorto a todos a discurrir otros nuevos argumentos, pues los hay; aunque todo cuanto puede añadirse a lo dicho no será cosa muy distinta. Digamos ahora cómo usaremos de estas pruebas.

Es doctrina común que las pruebas no han de admitir duda ninguna, porque ¿cómo probaremos una cosa dudosa con otra que lo es también? Aunque alguna vez ocurre el probar la misma prueba; verbigracia: Mataste a tu marido porque eras adúltera. Aquí lo primero que deberemos evidenciar es el adulterio, para que probado sirva de prueba del homicidio. Asimismo: Encontrose tu mismo puñal clavado en el cadáver. Niega el reo ser suyo. Para que aquélla pueda servir de prueba es necesario probarla. Pero debo advertir que no hay prueba más poderosa que cuando lo que estaba en duda se hace evidente. Ejemplo: Tú eres el autor de esta muerte, pues tenías el vestido ensangrentado. Si   —281→   de esto se le convence al reo, es argumento más grande que si él mismo lo confesase. Porque en caso que él lo confesara, pudiera nacer de muchas causas la sangre del vestido. Si lo niega, el probarlo es el punto cardinal de la causa, porque evidenciado esto, lo demás de suyo quedará probado, pues no se hace creíble que mintiese para negarlo si no desconfiase de poderlo defender si lo confesaba.

Si las pruebas son poderosas, debe el orador instar y apretar al contrario con cada una de por sí; pero si son débiles, debe amontonarlas todas. Porque no conviene el confundir las que son por sí fuertes con las que de suyo son débiles y flacas, y al contrario éstas unidas podrán ayudarse mutuamente y, ya que no sirvan para su solidez servirán por el número, porque todas se enderezan a probar lo mismo. Si decimos que alguno hizo la muerte para heredar, pondremos juntas estas razones: «Esperabas la herencia y una herencia pingüe, eras pobre y entonces te hallabas acosado de los acreedores, habías ofendido a aquél de quien esperabas heredar y sabías que quería revocar el testamento.» Cada una de estas cosas por sí vale poco, pero juntas sirven de mucho, y ya que no ofendan como un rayo, molestan como el granizo.

Pero hay algunas pruebas que no basta el alegarlas, es necesario darles nuevo vigor, como si por codicia se cometió alguna maldad diremos cuánto puede esta pasión; si la ira, explicaremos cuánta sea su fuerza cuando llega a enseñorearse del corazón humano. Entonces moverán más estas razones y tendrán más gracia si ponemos la cosa no descarnada y desnuda, sino revestida de sus circunstancias. Del mismo modo si nos valemos del odio para probar un delito, va a decir mucho si el odio nace de envidia, de alguna injuria recibida o de ambición; si es añejo y antiguo o de muy poco tiempo, si es contra un superior igual o inferior, contra un extraño o contra un pariente.   —282→   Según sea la pasión así la trataremos, acomodándola a la utilidad de nuestra causa.

Ni tampoco conviene agobiar el ánimo del juez con todas las pruebas que nos ocurran, ya porque esto fastidia, ya también porque el probar demasiado la cosa viene a hacerla sospechosa. Pues no puede persuadirse el juez que son convincentes las primeras, cuando parece que desconfiamos de ellas añadiendo otras pruebas. En cosas por sí evidentes, el probarlas es lo mismo que sacar una luz a la calle en el medio día202.

Añaden algunos en este lugar aquellas pruebas que llaman morales, tomadas de los afectos y costumbres de un sujeto. Y ciertamente Aristóteles tiene por muy poderosa prueba el dicho del hombre bueno, a la que sigue el de quien es tenido por tal. Como en aquella famosa defensa de Escauro203: Quinto Vario Sucronense dice que Emilio Escauro hizo traición a la república del pueblo romano; Emilio Escauro lo niega. Semejante a esto es aquello de Ifícrates, el cual, siendo acusado por Aristofonte de semejante delito, le preguntó: Dime, ¿si a ti te dieran dinero para que vendieses tu patria, lo harías? No, respondió. Entonces dijo él: ¿Y yo había de haber hecho lo que tú no hicieras?

Preguntan también algunos si se ha de comenzar por las pruebas más fuertes para llamar más la atención, si se han de poner al fin para que se impriman más en los ánimos, o si, siguiendo el ejemplo de Néstor, como dice Homero, con sus tropas, dividiremos los argumentos más poderosos y los más débiles los colocaremos en medio, o si comenzaremos por los más débiles colocando los demás como por grados. En lo cual cada uno comenzará por donde venga mejor para el asunto, pero con la diferencia que   —283→   nunca comience la oración por las mejores razones y termine en las más débiles.

Por lo que mira a los lugares de donde hemos de sacar las pruebas, ya me parece haber insinuado los principales, aunque no todos. En lo cual procedimos con tanto más cuidado, porque aquellas declamaciones, que eran como unos ensayos en que nos amaestrábamos cuando jóvenes para las contiendas del foro, perdieron ya todo el nervio antiguo, y sólo conservan la pompa y ostentación para deleitar al auditorio.

Por lo cual (para decir mi sentir) aunque semejante elocuencia mereció los aplausos de los auditorios por no sé qué deleite liviano que en ella hallaron, no la tengo en ningún aprecio por no echarse de ver en ella algún vigor y fuerza varonil, mucho menos la gravedad propia de un hombre ajustado. Es bueno que los estatuarios y pintores cuando nos quieren pintar un lienzo o hacer una estatua de un hombre con toda la propiedad y gallardía que cabe, nunca dieron en el error de tomar por modelo un Bagoas204 o un Megabizo, sino un Doríforo205, tan diestro en la guerra como en la palestra, u otro joven atleta y belicoso de gallarda presencia, y nosotros, que pretendemos dar una idea cabal de la elocuencia, ¿hemos de enseñar, no la fuerza y nervio de ella, sino el sonsonete de las palabras?

El joven, pues, a quien dirigimos las presentes reglas, procure muy desde los principios imitar lo natural y lo   —284→   verdadero, y supuesto que ha de entrar después en las contiendas del foro, aspire ya desde la escuela a la victoria y a herir al contrario de manera que, tocándole en lo vivo, se pueda defender de sus tajos y reveses. Esto ha de enseñar sobre todo el maestro, y esto ha de alabar en los discípulos si es que tienen buena invención para ello. Porque así como ellos desean la alabanza buscándola aun en lo peor, así gustan de que los alaben lo bueno que discurrieron. Pero por desgracia en las escuelas se pasa por alto lo que es más necesario para la oratoria, y ya no se tiene por prenda del orador el atender a lo que la causa pide. Mas habiendo206 tratado ya de esto en otra obra, y repitiéndolo en ésta muchas veces, volvamos a nuestro propósito.



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ArribaAbajoCapítulo XIII. De la refutación

I. Más dificultoso es defender que acusar.-II. Si lo que el contrario alega contra nuestra causa es cosa que pertenece a ella, o se negará, o se defenderá, o diremos que no se observa la debida formalidad. Si no mira a la causa presente, se refutará por encima.-III. Si conviene refutar muchas cosas juntas o cada una de por sí. Si lo que dice es falso, se negará redondamente. Se procurará hacer ver que lo que se alega es ajeno de la causa o diverso o increíble o superfluo, o que favorece a nuestro intento.-IV. Lugares oratorios de conjetura, de definición y cualidad. A veces conviene despreciar lo que dice el contrario. Contra los semejantes nos valdremos de alguna cosa de semejante.-V. Cuándo convendrá referir las mismas palabras del contrario y cuándo sustituir otras en su lugar, cuándo contar todo entero el delito y cuándo por partes.-VI. De las pruebas que llaman comunes.-De las contradictorias.-De las argumentaciones viciosas.-VII. Cómo refutaremos las contradicciones que nos saca el contrario y cuándo daremos contra el mismo abogado.-Aconseja a los declamadores que no saquen contradicciones que tengan fácil respuesta.-VIII. El orador no debe manifestarse muy solícito en la causa.-Ambas partes cuiden del punto cardinal de la causa.


De dos maneras podemos entender el nombre de refutación. En primer lugar, la defensa en parte no es otra cosa que refutar. Y en segundo lugar, desvanecemos las razones que pone el contrario refutándolas, y a esta parte damos propiamente el cuarto lugar en las causas forenses207, aunque tanto para uno como para otro se observan   —286→   las mismas reglas, porque tanto en la confirmación como en la refutación, son siempre unos mismos los lugares oratorios y unas mismas las figuras, las sentencias y el estilo; con la diferencia que en la refutación es menor el movimiento de afectos.

I. Aunque no sin motivo, se tuvo siempre por más difícil (como Cicerón lo confirma en muchos lugares) el defender que el acusar. Primeramente porque el acusar es cosa más simple, porque la acusación se hace de un solo modo, pero la defensa pide más composición y variedad; al acusador le basta por lo común que sea cierto el delito de que acusa, pero el que defiende ha de negar el hecho, justificarlo, probar que está mal puesta la demanda, excusar la acción, suplicar, suavizar, mitigar el delito, rebatirlo, valerse del desprecio y de la burla. Por lo cual tiene por lo común que hacer la defensa indirectamente y (para decirlo así) con estrépito y ruido, para lo cual se necesitan mil tretas y rodeos. A esto se junta que el acusador ya trae de su casa medio pensado todo cuanto tendrá que decir, pero el abogado tiene que responder de repente, el acusador presenta testigos, el abogado tiene que refutar lo que éstos digan, al acusador el mismo delito feo por sí mismo, aun cuando sea falso, le da materia de hablar, ya sea parricidio, ya sacrilegio, ya de lesa majestad; pero el abogado sólo puede negarlo. Y así para acusador cualquiera basta por mediano que sea; pero para ser abogado se requiere una elocuencia consumada. Y para explicarme de una vez, tanto mayor habilidad necesita el abogado que el acusador, cuanto más se requiere para sanar la herida que para hacerla.

II. Hace mucho al caso saber lo que dice el contrario y cómo lo dice. Y así lo primero de todo debemos considerar lo que hemos de responder, si lo que se nos opone mira a la causa presente o a cosa muy distinta.

Si es cosa que mira a la causa, o se negará, o se defenderá,   —287→   o se dirá que no se observa la debida formalidad; porque a estas tres cosas miran las causas del foro. Las plegarias para disculpar al reo cuando no defendemos el delito tienen poco uso, y solamente delante de aquellos jueces que no están obligados a sentenciar contra el reo por atender a la justicia de otro tercero, aunque aquéllas que vemos en las defensas hechas delante del César y los triunviros en favor de algunos, en medio de ser plegarias no dejan de tener algunos visos de defensa. A no decir que Cicerón no defendía con el mayor empeño a Ligario cuando dijo: ¿Qué otra cosa pretendíamos todos, oh Tuberón, sino el quedar vencedores, como quedó el César? Y si alguna vez tuviéremos que hablar, o delante de algún príncipe, o de algún otro juez que puede lícitamente perdonar al reo, diremos que era digno de muerte; pero que, atendidos los méritos de la persona, conviene que haga su oficio la clemencia. Aquí no hablaremos con el acusador sino con el juez, y más trataremos la causa como pide el género deliberativo que en forma judicial, persuadiendo al juez que quiera más alzarse con el renombre de clemente y piadoso que con el de justiciero. Dígolo porque usar de semejantes razones delante de un juez, que por necesidad tiene que hacer su oficio, sería una ridiculez. Pero cuando lo que nos oponen es innegable y no puede alegarse falta de formalidad, forzosamente hay que defenderlo sea como sea o perder el pleito.

Dos maneras hay de negar una cosa: o diciendo que no se cometió el delito, o que no es como dice el contrario. Pero lo que ni puede defenderse ni disimularse redondamente lo negaremos, y esto no solamente cuando la cosa está a nuestro favor, sino cuando no tenemos otro recurso que la simple negativa; verbigracia: ¿Hay testigos? Podemos ponerles mil tachas. ¿Hay contra nosotros alguna escritura? Puede ponerse en duda su autenticidad. Sobre todo, no hay peor cosa que confesar de plano.

  —288→  

Si la cosa ni puede negarse ni admite defensa, diremos a lo menos por último recurso que no hay la debida formalidad.

Si lo que se nos opone es fuera de la causa, aunque tenga algún parentesco con ella, diría yo que de aquello no se trata al presente, ni nos toca el refutarlo, y aunque sea verdad no es tanto como pondera el contrario, y no culparé yo a ninguno que finja habérsele pasado por alto, porque el buen abogado no debe ofenderse de que le tachen en esta parte de descuido si contribuye para salvar al reo.

III. Veamos ahora si conviene refutar muchas cosas a un tiempo o cada una de por sí. Solamente lo haremos cuando podemos de un golpe destruirlo todo, o cuando son cosas tan odiosas en sí que no conviene refutarlas una por una. Entonces conviene combatirlas todas juntas con todo empeño, y pelear, digamos así, de frente. Asimismo si es más dificultoso el ir desmenuzando en sus partes todo lo que el contrario amontonó, confrontaremos nuestras pruebas con las suyas si tenemos confianza de que parecerán más poderosas que las que él alegó.

Cuando las pruebas sólo pueden por el número, procuraremos dividirlas como dije arriba: Eras su heredero, eras pobre, estabas agobiado de deudas, le tenías ofendido y sabías que quería revocar el testamento. Todo esto unido tiene alguna fuerza, pero separado perderá todo su valor, como la llama que se hace menor dividida la materia que le sirve de pábulo, o como los ríos, que cuando los dividimos en muchos brazos pueden vadearse por todas partes.

Por eso dispondremos la proposición con arreglo a esto: ya manifestando cada cosa separadamente o ya muchas de montón. Porque unas veces convendrá que lo que el contrario dividió en muchas partes lo juntemos nosotros; verbigracia: Si dice y alega los varios motivos que el reo tenía para cometer el delito, no debemos hacer enumeración   —289→   de todas ellas, sino que diremos que no porque uno tenga algún motivo para una cosa se sigue que la haya hecho. Por lo común al acusador trae cuenta el amontonar las pruebas, pero al reo refutarlas cada una de por sí.

Importa también ver el modo con que refutamos lo que se dice contra nosotros. Si es falso, basta negarlo. Como lo hace Cicerón en la causa de Cluencio (número 168), pues diciendo el acusador que el que tomó el veneno murió al punto que lo bebió, niega él que muriese aquel mismo día. El ponerse a reprender lo que es manifiestamente contrario o superfluo o es una necedad conocida, tiene poca habilidad, y así para refutarlo no traeremos razón ni ejemplo alguno. Lo que se dice sin haber testigo ni indicio alguno de ello, por sí mismo se destruye. Basta el que no lo pruebe el contrario. Lo mismo digo de lo que no mira a la causa.

Debe también el abogado probar que lo que oponen los contrarios es cosa contraria o diversa de la causa, increíble, superflua o que favorece a nuestro asunto. Por ejemplo: acusaban a Opio de que a los soldados les cercenaba el prest y la ración. Mal pleito es éste por cierto; pero Cicerón saca una contradicción, diciendo que los mismos contrarios le habían acusado de que pretendía sobornar con dinero al ejército. Decía el acusador de Cornelio que presentaría testigos de cómo él leyó el código en calidad de tribuno, y repone Cicerón que esto es superfluo, pues el mismo Cornelio lo confiesa. -Pedía Cecilio que le dejasen acusar a Verres, pues había sido su tesorero, y Cicerón hace ver cómo por esto mismo le pertenecía a él la acusación. (1 Contra Verres, 59, 65).

IV. Todo lo demás sobre este punto ya tiene sus lugares comunes. O se examina la verdad de la cosa por conjeturas, o si son propias de la causa, por la definición o por la cualidad de la misma cosa, si es buena, o mala, o   —290→   injusta, o inhumana, y todo lo demás que pertenece a este género.

Bien que alguna vez se suele despreciar lo que nos oponen, o porque es una bagatela, o porque nada hace a nuestro asunto, como lo practicó Cicerón en muchas ocasiones. Aunque alguna vez por medio de este disimulo solemos decir que despreciamos como cosa fastidiosa y frívola lo que no encontramos razones para refutarlo.

Y supuesto que la mayor parte de estas cosas depende de la semejanza, es necesario examinar con cuidado en todas ellas si hay alguna desemejanza. Esto en el derecho ya se conoce fácilmente, porque como las leyes son de materias tan diversas, es más clara la diferencia. Las semejanzas tomadas de los irracionales e insensibles cuesta poco el darlas por el pie. Por lo que hace a los ejemplos de las cosas, se manejarán con variedad si es que pueden dañar. Cuando son dudosos, los llamaremos fabulosos; si son verdaderos, diremos que hay muchísima desemejanza, porque no es posible que dos convengan en un todo. Así si se defiende a Nasica por haber muerto a Graco con el ejemplo de Ahala, que quitó la vida a Melio, diremos que Melio pretendía hacerse rey y que Graco sólo dio leyes según el paladar de la plebe; que Ahala fue coronel de caballería y que Nasica es un mero particular. Cuando no tenemos razón ninguna, examinaremos si se encuentra algún aparente motivo que desapruebe el hecho. Lo mismo que decimos de los ejemplos entiéndase de los juicios o sentencias anteriores208.

V. Cuando dije que debemos mirar el modo con que el contrario dijo la cosa, se dirige a que si la propuso con poca eficacia y nervio, repitamos sus mismas expresiones,   —291→   pero si el modo de decir fue acompañado de fuego y vehemencia, cuando repitamos lo que dijo lo hagamos con palabras que disminuyan la atrocidad de la cosa. Así Cicerón en la defensa de Cornelio tocó el código, y poco después expone la cosa como defendiéndola. Así si se defiende a un lujurioso, diremos: opone el contrario que era algo libre la vida de éste. A esta semejanza diremos parco en lugar de mezquino, y que uno no tiene pelos en la lengua, por no decir maldiciente. Finalmente, nunca tomaremos en boca las mismas pruebas del contrario, ni repetiremos sus mismas expresiones, ayudándole con alguna amplificación sino para refutarlas. Así Cicerón (por Murena, número 1): «Haber estado tú, dice, en el ejército, no haber entrado el pie en el foro, haber estado ausente tanto tiempo, ¿y después de tan larga ausencia ponerte a disputar sobre la preeminencia con los que se criaron en el mismo foro?».

Cuando se contradice al contrario, unas veces se expone el delito todo entero. Así lo practicó Cicerón defendiendo a Escauro contra Bostar, donde parece que habla en boca de la parte contraria. Otras hacinando muchas proposiciones, como en la causa de Vareno: «Caminando Vareno en compañía de Populeno por campos solitarios, dicen que encontraron con la familia de Ancario, y que Populeno fue muerto; que después ataron y aseguraron a Vareno, hasta que éste dijese lo que había de hacer con él.»

Esto se ha de hacer cuando es increíble la serie de la cosa, y se ha de tener por inverosímil si se cuenta con todos los pelos y señales. A veces se refuta el delito por partes, porque todo entero podría dañar y esto es lo más seguro. Otras una sola proposición de su naturaleza encierra contradicciones, lo que no necesita de ejemplos.

VI. De aquellos argumentos que son comunes, nos podemos aprovechar muy bien, no tanto porque aprovechan a las dos partes, cuanto porque sirven aún más al que   —292→   responde. Y no tendré reparo en repetir lo que he advertido muchas veces, y es: que el que primero echa mano de un argumento común, de común lo hace contrario. Contrario llamo a lo que puede servir a nuestro enemigo; verbigracia: Dirán que no es creíble que un hombre como Marco Cota haya concebido tamaña maldad. Y qué, ¿lo es el que Opio la haya intentado? (Cicerón, Pro Opio).

Al orador le toca coger las contradicciones del contrario o lo que parezca tal, aunque ellas mismas muchas veces saltan a los ojos, como en la causa de Celio: Clodia dice que prestó dinero a Celio, lo que prueba haber tenido con él grande amistad, y que le quería dar veneno, lo que es indicio de un odio descomunal (número 31). Se queja Tuberón de que Ligario estuvo en el África, y se queja al mismo tiempo de que le prohibió a él la entrada en ella. (Pro Ligario, número 9).

Da a veces ocasión a estas contradicciones el poco tino y reflexión del contrario en lo que dice, y es muy común esta dolencia en los que gustan de lucirse con sentencias, porque, arrebatados de este deseo, mientras fijan la atención en lo que dicen y no en la causa, vienen a perder la cuenta de lo que antes dijeron. ¿Qué cosa más contra Cluencio que la nota y castigo de un Censor? ¿y qué cosa más contraria al mismo que haber Egnacio desheredado a su hijo por haberse dejado sobornar en el juicio en que Opiánico fue condenado? Pues Cicerón hace ver cómo estas dos cosas se contradicen. «Pero creo, oh Acio, que reflexionarás qué juicio querrás tú que tenga autoridad y peso: el juicio de los censores o el de Egnacio. Si el de Egnacio, tiene poca fuerza el que los censores formaron de los demás, pues estos mismos degradaron a Egnacio, a quien tú tienes por hombre de peso. Pero si el de los censores, sabemos que los mismos le conservaron en la dignidad senatoria y degradaron a su padre, que le había desheredado.» (Pro Cluentio, número 135).

Cuando alegan pruebas dudosas como si fueran convincentes,   —293→   lo que está en disputa como si fuera cosa decidida, lo común a las dos partes, como si a una sola favoreciese, las pruebas vulgares y superfluas e increíbles, o aunque sean verdaderas, se alegan fuera de sazón, esto está tan mal traído que no es menester mucha habilidad para refutarlo. Lo que suelen hacer algunos con poca cautela para más agravar lo que aún no está probado, como disputar del hecho cuando se busca el autor: empeñarse en probar un imposible y dejar como si estuviera suficientemente probado lo que apenas ha comenzado a probarse, el hablar de las personas en lugar de la causa, atribuir a las cosas o empleos los vicios de un particular, como poner tacha en el oficio de los decenviros en vez de acusar a Apio, contradecir a la verdad manifiesta, proferir cosas que pueden tomarse en distinto sentido, no fijar la atención en el punto cardinal de la causa ni responder al intento, lo que únicamente puede disimularse cuando se defiende una mala causa con cualesquiera razones, aunque traídas de fuera, como cuando Verres se defiende valerosamente y con maña de la acusación de que había robado el dinero público, diciendo que echó mano de él para apartar a los piratas de la Sicilia (7, Verrinas, números 1, 4).

VII. Lo mismo debe entenderse de las contradicciones que nos pretende sacar el contrario. Con tanta mayor razón, porque muchos faltan en este punto por dos extremos. Unos omitiendo esto aun en el foro, como cosa molesta, se contentan con lo que traen discurrido de su casa, no contando con las réplicas que después pueden hacerles. Otros, pasándose ya de escrupulosos, llevan hecha su provisión de respuestas para las réplicas más menudas: lo que no solamente es obra de infinito trabajo, sino superflua; porque no se reprende la causa, sino quien la defiende. Pido yo en el abogado tal destreza que, si dice algo que favorezca a la causa, se atribuya a su buena maña, no a aquélla, y si en algo falta se atribuya a la mala causa, no a culpa suya. Y   —294→   así las reprensiones o ya de la oscuridad, como en la oración contra Rulo, o de impericia en el decir, como contra Pisón, o de ignorancia de las cosas y aun de los términos y a veces de la frialdad, como contra Marco Antonio, contribuyen para las invectivas contra los que justamente aborrecemos, y sirven para conciliar el odio contra los que queremos que se les aborrezca.

Otra manera hay de responder a los abogados, en los cuales no solamente se suele tachar el lenguaje, sino su conducta, semblante, el modo de andar y aun el mismo traje; así Cicerón no solamente reprende a Quincio (oración Pro Cluentio, número 3) todo esto, sino la pretexta caída hasta los talones; porque Quincio había perseguido a Cluencio y dado contra él en varios razonamientos. Otras veces eludimos con una chanza lo que el contrario dijo con aspereza para hacerle más odioso, como lo hace Cicerón con Triario. Habiendo dicho éste que las columnas de Escauro fueron conducidas en carros por medio de la ciudad con mucho coste, dijo: Pues yo que las tengo del monte Albano las traje en angarillas. Esto se permite más contra los acusadores, a quienes la ley de la defensa muchas veces nos obliga a zaherir. Está también recibido y no es crueldad el quejarse en general de todos; como el decir que callaron, disminuyeron, oscurecieron y dilataron con malicia alguna cosa.

Sobre todo parece que se debe dar un aviso a nuestros declamadores, y es que ni hagan objeciones que tengan fácil salida, ni se imaginen muy bobo y lerdo al contrario. Esto lo hacemos porque se nos presentan lugares comunes que dan abundante materia de hablar, y pensamientos acomodados al paladar del vulgo, haciendo entrar en el discurso lo que nos agrada: de modo que no es inútil aquel verso:


   No es mala la respuesta,
Supuesto que fue mala la pregunta.



  —295→  

Esta costumbre nos engañará en el foro, donde no nos respondemos a nosotros, sino al contrario. Preguntándole a Acio por qué no defendía pleitos cuando era tan grande su habilidad en componer tragedias, respondió: Porque en éstas hago hablar a las personas lo que yo quiero; pero en el foro el contrario diría lo que no me acomodase de ningún modo. Por donde es cosa ridícula en semejantes declamaciones, que sirven como de ensayo para el foro, el meditar lo que responderemos y no pensar las réplicas que nos podrán hacer. El buen maestro no menos debe alabar al discípulo que discurre bien por parte del contrario, que al que se defiende a sí mismo.

VIII. Otro vicio es el mostrarse tan solícito el abogado, que se agarre aun de las más frívolas menudencias. Esto hace ya sospechosa la causa al juez; y lo que dicho de pronto quitaría toda duda, diferido, la misma preparación y preámbulos hacen que no se le dé crédito después, dando a entender el mismo abogado que necesita de otros apoyos.

El orador manifieste siempre confianza, y en su modo de decir dé a entender que la causa le ofrece buenas esperanzas. En esto, como en todo, fue aventajado Cicerón. Porque aquel sumo cuidado en manifestar confianza es semejante a la seguridad, y da tanta autoridad a lo que decimos, que es como una nueva prueba, el no dudar que saldremos con nuestro pleito.

Finalmente, el que conociere cuánto hay de poderoso y fuerte, tanto en la causa del contrario como en la suya, este tal sabrá cuándo le ha de salir al encuentro y cuándo le ha de apretar. Por lo que mira al orden, ninguna cosa disminuye más el trabajo. Si defendemos, primero probaremos nuestra causa y después desharemos las objeciones. Si respondemos, lo primero de todo será refutar al contrario. Pero siempre atenderemos en lo uno y en lo otro, donde está el punto principal; porque sucede que en cualquier   —296→   causa se dicen muchas cosas, pero se juzga de pocas.

Éste es el modo de probar y refutar; pero ha de acompañar la energía y el adorno, porque aunque hay cosas acomodadas para manifestar lo que pretendemos, con todo perderán toda su fuerza si no las acompaña el nervio y fuerza en el decir.



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ArribaAbajoCapítulo XIV

I. Qué cosa es epiquerema y entimema.-II. Su uso debe ser raro.-III. Qué adorno conviene a los argumentos.


I. El epiquerema tiene tres partes proposición: mayor, menor y conclusión209. Tomemos el ejemplo de Cicerón: Mejor se gobierna lo que se hace con consejo que lo que sin él se hace. Ninguna cosa hay mejor gobernada que el mundo. Luego el mundo se gobierna con consejo. (Libro I de la Invención, números 57, 73). En estas tres partes no se guarda siempre el mismo orden. Por último, el epiquerema en nada se distingue del silogismo, sino en que éste comprende muchas especies y por él se deduce una verdad de otra; pero el epiquerema comúnmente sirve para cosas probables.

Al entimema unos le confunden con el silogismo oratorio, otros le tienen por parte de él: porque el silogismo consta de proposición y conclusión210, y en todas sus partes va deduciendo lo que propuso; pero en el entimema   —298→   va solamente comprendida la consecuencia. Silogismo es el siguiente: Sola la virtud es verdadero bien, porque aquél es el bien verdadero de que no podemos abusar. Ninguno puede abusar de la virtud. Luego es verdadero bien. Entimema de consecuencia: La virtud, de que ninguno puede abusar, es bien. Y al contrario: El dinero no es bien porque no puede serlo aquello de que puede alguno abusar. Del dinero puede hacer alguno mal uso. Luego no es bien. Entimema por los repugnantes: ¿Por ventura es bien el dinero, del que cualquiera puede abusar?

II. Me parece haber descubierto los arcanos de los maestros del arte; pero queda lugar al discernimiento, porque así como no prohíbo usar alguna vez de silogismo, así tampoco quiero que toda la oración conste o esté llena de epiqueremas, silogismos y entimemas. De lo contrario nuestros razonamientos serían muy semejantes a los diálogos y disputas de los dialécticos, siendo tan distintas estas dos cosas. Como los filósofos son doctos, e indagan la verdad entre gente instruida, todo lo examinan menuda y escrupulosamente hasta evidenciar la cosa, señalando dos caminos para encontrarla y hacer juicio de ella; al primero llaman tópico y crítico al segundo. Pero nosotros tenemos que ajustar nuestros discursos al juicio de los oyentes, puesto que no pocas veces son gente ignorante y sin letras. Y si no los ganamos con el deleite, si no los traemos con las fuerzas de la oratoria a lo que intentamos y no excitamos variedad de pasiones en sus ánimos, no podremos salir con la verdad y con la justicia.

La elocuencia es de suyo rica y adornada; pero nada de esto tendrá cuando toda la oración vaya encadenada de silogismos, epiqueremas y entimemas dispuestos de una misma forma y terminación. Si el estilo es humilde merece desprecio, si con esclavitud odio, si es muy pomposo y redundante empalaga, y tan afluente puede ser que cause fastidio. Corra, pues, por campo espacioso y no   —299→   vaya reducida a sendas estrechas; y no sea como las fuentes acanaladas por caños reducidos, sino como los ríos, que, extendiéndose por llanuras, ellos mismos se abren camino si no le encuentran.

Porque ¿dónde hay mayor esclavitud que la de aquellos que se parecen a los niños, que van siguiendo sin apartarse un ápice las letras mismas que les formó su maestro, y que, como dicen los griegos, guardan con mucho cuidado el primer vestido que su madre les puso? Quiero decir, la proposición y conclusión sacada de los consiguientes y repugnantes, ¿no deberá ir animada, variándose y amplificándose de mil modos, de forma que parezca una cosa natural, sino que seguiremos servilmente las reglas del arte en la formación del entimema211?

Porque ¿quién de los oradores habló jamás en forma silogística? En Demóstenes lo vemos alguna vez, pero muy rara. Solamente lo vemos practicado en los griegos modernos (porque en esto sólo son inferiores a nosotros), los que van encadenando semejantes argumentaciones de un modo inexplicable, deduciendo las verdades y probando sus conclusiones. Y aunque les parece que en esto imitan a los antiguos, si les preguntamos a quiénes siguen no nos sabrán responder. Pero de las figuras hablaremos en otro lugar.

III. Debo añadir aquí que no convengo con la opinión de los que dicen que los argumentos deben ponerse en sus términos claros y precisos, y no difusamente y con adorno. Confieso que deben ser distintos y claros, y si las cosas son de poca importancia, basta que el lenguaje sea muy propio y usado; pero cuando ocurra alguna cosa de   —300→   mayor entidad, juzgo que ningún adorno se debe desechar con tal que no cause obscuridad. Y cuanto más desagradable de suyo sea la materia, otro tanto más conviene sazonarla con el deleite, y cuando la argumentación sea sospechosa, disimular con el adorno su artificio; puesto que lo que con gusto se oye lo abraza mejor el ánimo. A no ser que digamos que no dijo bien Cicerón, valiéndose de esta misma argumentación: Que entre las armas enmudecen las leyes, y que a veces las leyes nos ponen la espada en las manos. Pero de los adornos usemos con tal moderación que hermoseen y no agobien el razonamiento.