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ArribaAbajoLibro octavo


ArribaAbajoProemio

I. A los jóvenes no se les ha de cargar de preceptos.-II. Recapitulación de todo lo dicho desde el capítulo XVI del libro segundo, concerniente a la invención y disposición.-III. La elocución, así como es la más hermosa parte de la retórica, así es la más difícil.-IV. Debe cuidarse más de los pensamientos que de las palabras.


I. A lo dicho hasta aquí en los cinco precedentes libros se reduce cuanto hemos podido recoger tocante a la invención y disposición, cosas que al paso que son muy dignas de saberse se necesita de mucha brevedad y llaneza para enseñárselas a los principiantes. Porque éstos o suelen asustarse con la dificultad de unos preceptos prolijos y enredosos, o arruinan y destruyen el ingenio en estudiar una materia escabrosa cuando más se necesitaba fomentarlos y sobrellevarlos cebando su natural curiosidad, o vienen a persuadirse que están ya bastante apercibidos porque aprendieron cuatro preceptos de retórica, o atenidos a ciertas reglas temen el emprender cosas nuevas. Por donde vienen a creer que los que escribieron con más acierto sobre la elocuencia estuvieron muy lejos de ser oradores.

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Se necesita, pues, de un método muy llano y fácil para los que comienzan; ya para empeñarlos, ya para enseñarles el camino verdadero. Escoja el maestro lo mejor entre todo, enseñando al discípulo lo que más le cuadre por entonces, sin detenerse en refutar las opiniones contrarias, porque éste seguirá por donde le llevaren, y después irá creciendo la instrucción al paso que se vaya empeñando en el estudio. Persuádase él mismo al principio que no hay más camino que andar que por donde va; que de ahí a poco él descubrirá cuál es el mejor. Cuanto escribieron algunos autores a fin de defender pertinazmente sus diversas opiniones, ni es cosa obscura, ni dificultosa de entender. Por lo que en esta materia es más difícil el atinar con lo que se les debe enseñar a los discípulos que el enseñarlo. Y en las dos partes de que hablamos son muy pocas las cosas, las cuales si no encuentran repugnancia en el discípulo, allanan el camino para seguir adelante.

II. Seguramente que no hemos hecho poco hasta aquí en manifestar que la retórica, arte de bien decir, es facultad y virtud, y que su materia son todas las cosas de que se puede hablar; que éstas se reducen a los tres géneros, deliberativo, demostrativo, y judicial; que toda oración consta de pensamientos y de palabras; que para los pensamientos sirve la invención, la elocución para las palabras, y la disposición para uno y otro, y finalmente, que la memoria debe aprender cuanto dice el orador, y que la pronunciación da el alma a las palabras.

Hemos dicho también que los oficios del orador son enseñar, dar gusto y mover. Para lo primero sirve la narración y la argumentación, y para mover los afectos, los que tienen lugar en toda la oración, y principalmente en el epílogo y exordio. El deleitar, aunque se consigue con todo lo demás, pero principalmente con la elocución. Las cuestiones unas son infinitas; otras finitas, esto es, reducidas a las circunstancias de lugar, tiempo, o persona. En   —23→   cualquier materia se deben averiguar tres cosas: Si es la cosa, qué es y de qué modo.

Dijimos que en el género demostrativo se alaba o vitupera una cosa. Para lo cual debemos considerar las virtudes y vicios del sujeto de quien tratamos y lo que siguió a su muerte. Su fin es lo honesto y útil. Al género deliberativo se añade la cuestión de conjetura: Si lo que deliberamos es cosa posible y si llegará a suceder. Aquí principalmente hemos dicho que se debe atender a la persona que habla, delante de quién habla, y qué es lo que dice. Dije que las causas judiciales unas contienen una sola cuestión, otras son complicadas. Que toda causa judicial comprende cinco partes, el exordio para ganar la benevolencia, la narración cuenta la cosa sucedida, la confirmación prueba el asunto con razones, la refutación deshace las del contrario, la peroración recuerda todo lo dicho a la memoria del juez o mueve su ánimo.

Añadimos a lo dicho aquellos lugares de que nos valdremos para sacar las pruebas, y el modo de excitar o calmar la ira y mover la compasión del juez. La distribución de la causa en varios puntos. Ahora queremos persuadir al discípulo que hay otras muchas cosas en que la misma naturaleza le ha de enseñar el camino, como son aquéllas que pusimos al fin, las que no habiéndose aprendido de los maestros, solamente las enseñó la misma observación y práctica.

III. Mucha más dificultad tiene lo que ahora sigue, que es la elocución; parte la más difícil en la elocuencia, en sentir de todos. Marco Antonio decía (Orator, I, 94) que, habiendo conocido a muchos que fueron bien hablados, no conoció ni uno que fuese elocuente. Con lo que da bastante a entender que ser bien hablado es propio de uno que dice lo que conviene; pero el hablar con adorno, del muy elocuente. La cual virtud si no se halló en ninguno hasta su tiempo, ni en él mismo ni en Craso, seguramente   —24→   que el no haberla tenido éstos ni los que les precedieron es porque es muy difícil de conseguir. Cicerón dice que la invención y disposición las puede lograr cualquier hombre sabio; pero que el ser elocuente es constitutivo del orador (Orator, 44), y esta parte es en cuyas reglas más se esmeró. Y que esto no fue sin razón nos lo declara el mismo nombre de la cosa que tratamos. Elocución es la virtud de declarar al que nos oye todos nuestros pensamientos, y sin ella todo lo demás es ocioso y muy semejante a una espada encerrada en su vaina.

Esta parte es la que más depende de los preceptos y la que no puede lograrse sin arte. En ésta debe ponerse todo esmero, y ésta únicamente se consigue con la imitación y ejercicio; en ésta debe emplearse toda la vida, pues por ella más que por ninguna otra un orador aventaja a otro y un estilo a otro estilo. Porque a los que usaron del asiático o de cualquier estilo estragado, seguramente que ni les faltó invención ni disposición, ni aquéllos que hablaron de una manera árida y seca no pecaron por falta de ingenio y conocimiento de las causas, sino que a los primeros les faltó juicio y moderación en el decir, y a los segundos vigor. Para que de aquí entendamos que de ella depende toda el alma de la elocuencia y de su omisión el ser mal orador.

IV. No pretendo con esto que hayamos de cuidar sólo de las palabras, antes quiero responder, o por mejor decir, desvanecer desde el principio la opinión de los que sin cuidarse de los pensamientos (que son como el alma de un discurso) se envejecen en el estudio de una vana algarabía de palabras que usan para dar hermosura a su razonamiento. Las palabras hermosean, es cierto, un discurso; pero esto ha de ser con naturalidad, no con afectación. Los cuerpos robustos que tienen la sangre en su vigor y adquirieron la firmeza por el ejercicio de lo mismo que les da el vigor y fuerza, reciben la hermosura, porque tienen   —25→   color y los miembros firmes y puestos en su lugar; pero si a este mismo cuerpo le quitamos la hermosura natural y le ponemos adornos mujeriles y sobrepuestos, el mismo adorno le hace más feo. Un adorno moderado y acompañado de magnificencia, como dice un verso griego244, da al hombre autoridad; pero si es afeminado y con demasía, no adorna el cuerpo y descubre el poco seso de la persona. A este modo aquel estilo especioso y relumbrante que muchos usan afemina aquellas ideas y pensamientos que están vestidos de semejantes expresiones. Digo, pues, que en las palabras debe ponerse cuidado, pero en los pensamientos singular esmero.

Porque comúnmente sucede que las mejores expresiones dependen de los pensamientos y su misma luz las da a conocer, pero nosotros andamos en busca de ellas como si fueran la cosa más oculta y escondida. De donde proviene que, no penetrando la materia que tratamos, traemos las locuciones de muy lejos, violentando lo mismo que hemos discurrido. Hemos de procurar ser elocuentes por otro camino; y si la elocuencia tiene su fuerza en todo el cuerpo de la oración, mirará por cosa ajena de su cuidado el componer, digamos así, el cabello y cortar las uñas.

De este demasiado esmero viene muchas veces a perder su fuerza la oración. Primeramente, porque no hay adorno mejor que el natural y conforme a la verdad de las   —26→   cosas, y si es afectado, no sólo parece cosa fingida y sobrepuesta, sino que perdiendo su decoro hace que no se dé crédito a lo que dice el orador, porque deslumbra los sentidos y ahoga el discurso, como a los sembrados la lozanía de la hierba. Esto sucede cuando pudiendo hablar por el atajo nos andamos en busca de rodeos, cuando volvemos a repetir lo que está ya suficientemente dicho, cuando bastando una voz atestamos de palabras el período, y cuando tenemos por más acertado el hablar mucho que el decir muchos conceptos245.

¿Qué diré de que ya no nos agradan ciertas locuciones propias y naturales? pareciéndonos que tienen poco de elocuentes sólo porque cualquier otro las pudiera también decir. Por donde vamos en busca de las figuras y tropos de los poetas de estilo más estragado, y entonces pensamos hablar ingeniosamente, cuando se necesita de entendimiento milagroso para calar nuestros pensamientos. Bien claramente dice Cicerón que el vicio de que más comúnmente adolecemos, es el apartarnos de los términos usuales y recibidos ya por todos. (Orator, 1, 12). Pero sin duda que él era un rústico y no entendía la materia; y nosotros vamos mejor fundados cuando hacemos asco de hablar un lenguaje natural y buscamos, no el adorno, sino la afeminación. Como si tuvieran alguna virtud y fuerza las palabras que no corresponden a las cosas. Y pensamos que si toda la vida hemos de trabajar para que aquéllas sean propias, claras, y adornadas dándoles al mismo tiempo   —27→   una apta colocación, perdemos el fruto de nuestros estudios.

Pero veremos a los más oradores detenerse mucho en menudencias, ya cuando inventan, ya cuando ponderan y miden como con un compás lo que inventaron. Y dado que lo hicieran para decir siempre lo mejor, abominaríamos de tal infelicidad que no sólo corta el curso de la oración, sino que con la tardanza y desconfianza en el decir apaga el calor del ánimo. ¡Orador miserable y mendigo (para explicarme así) que no tiene valor para desperdiciar ni una sola palabra! Aunque no la perderá el que primeramente entienda en lo que consiste la verdadera elocución, y en segundo lugar adquiriese abundancia de expresiones dándoles una debida colocación, y por último procurase con el ejercicio adquirir firmeza en todo lo dicho para usar de ello cuando necesite. Al que esto haga le ocurrirán términos y voces juntamente con las mismas cosas.

Para esto debe haber precedido el estudio y haber adquirido facilidad y caudal de materiales. Porque este afán y esmero en inventar, discernir y cotejar las cosas unas con otras lo debemos tener cuando aprendemos, no cuando peroramos. Porque a los oradores que antes no trabajaron viene a sucederles lo que a los que por no haber querido trabajar tienen que mendigar. Si por el contrario tienen el caudal suficiente para decir, no les faltarán palabras, y hablarán, no como quien contesta a lo que le preguntan, sino que acompañarán las palabras a los pensamientos como la sombra sigue al cuerpo.

No obstante, aun en medio de este cuidado y esmero hay cierta cortapisa, porque si las palabras son castizas, significativas, adornadas y colocadas con buen orden, ¿qué más ha de pedir? Con todo, algunos tienen aún que tachar poniéndose a censurar cada sílaba de por sí. Aun cuando las palabras sean las mejores, todavía ellos buscan otras más antiguas, más raras y extrañas, sin considerar que los   —28→   pensamientos no son de mucho aprecio cuando se alaban las palabras. Cuidemos enhorabuena y mucho de la elocución, pero sepamos que no son las palabras el fin de la oratoria, sino que éstas se inventaron para el adorno, y que aquéllas son las mejores que manifiestan mejor nuestros pensamientos y causan en el ánimo de los jueces el efecto que deseamos. Entonces será cuando hagan admirable y gustosa la oración. Admirable digo, no del modo que las monstruosidades y cosas extrañas nos causan admiración, y gustosa, no porque cause un vil deleite, sino porque tendrá cierta alabanza y majestad.



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ArribaAbajoCapítulo I. De la elocución

La elocución se considera en las palabras, ya separadas, ya juntas.-En cada una de las palabras de por sí debe cuidarse que sean castizas, claras, adornadas y acomodadas al asunto.-En las palabras unidas entre sí cuidemos que sean correctas, bien colocadas y acompañadas de figuras.-Añade algunos preceptos a los dichos para hablar con pureza y elegancia.


Llamamos elocución a la que llaman los griegos phrasis. La podemos considerar en las palabras tomadas de por sí o unidas en la oración. En las palabras de por sí hemos de cuidar que sean castizas, claras, adornadas y acomodadas al fin que intentamos. Si consideramos las palabras unidas entre sí, deben ser correctas, bien colocadas y figuradas. Pero acerca de la locución elegante y castiza, ya tratamos en la gramática246 lo que allí pertenecía.

Aunque habiendo allí dicho solamente que no deben ser viciosas, aquí no parece fuera de propósito el advertir que no deben ser ni bárbaras ni extrañas. Porque encontrarás a muchos afluentes en el hablar que más se precian de decir con curiosidad que con pureza. Así aquella vieja de Atenas llamó huésped y extranjero a Teofrasto, hombre por otra parte afluente no más de por haberle notado una palabra afectada; y preguntada en qué lo había conocido, dijo que en que hablaba con demasiado aticismo. Y en Tito Livio, hombre muy facundo, reconoce Asinio Polión   —30→   cierto aire paduano en el decir. Por donde todas las palabras y aun la pronunciación si es posible, han de manifestar que el orador es romano y no extranjero247.



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ArribaAbajoCapítulo II. De la claridad

I. La claridad nace principalmente de la propiedad de las palabras.-II. De dónde nace la obscuridad y modo de evitarla.


I. La claridad nace principalmente de la propiedad en las voces, pero aquí no se toma simplemente esta palabra propiedad.

Primeramente significa el nombre de cada cosa, del que no siempre usamos, porque debemos evitar el nombrar con sus propios términos las cosas obscenas, asquerosas y bajas. Estas últimas, porque no corresponden a la dignidad del asunto de los que nos oyen. Pero muchos por evitar este vicio hacen asco de nombrar aun las cosas que están en uso y pide la necesidad del asunto, como uno que por no nombrar el esparto, dijo hierbas de España; término que él solo hubiera entendido a no haber Casio Severo advertido para burlarse de tal vanidad lo que quería decir. En esta manera de propiedad por la que damos el nombre que pide la cosa no hay virtud ninguna; pero el vicio opuesto se llama impropiedad, y entre los griegos achyron, como aquello de Virgilio (Eneida, IV, 419).


Tantum sperare dolorem248.


Aunque no porque un término no sea propio lo hemos de notar de impropiedad, puesto que hay muchas cosas que no lo tienen propio ni en griego ni en latín. Para expresar el tiro de dardo tenemos en latín el término propio   —32→   iaculari, mas no para la pelota o palo. Y así como la voz apedrear es bien notoria, así no tenemos con qué declarar la acción de tirar un terrón de tierra o casco de teja, y por eso se hace necesaria la catachresis o abuso. Asimismo el tropo, que de tanto adorno es en la oratoria, no acomoda a las cosas sus términos propios. Por lo cual la propiedad no se refiere a la voz, sino a la fuerza del significado; ni la alcanza el oído, sino el entendimiento.

En segundo lugar, propia llamamos entre muchas cosas de un mismo nombre a aquélla de que otras lo tomaron, verbigracia: remolino llamamos al agua o a cualquier cosa que gira alrededor de sí; y de aquí tomó el nombre la coronilla de la cabeza, donde se arremolinan los cabellos, y después la cima del monte. Estas cosas se llaman bien remolinos; pero con propiedad sola aquélla de donde las otras tomaron el nombre. De aquí viene decir el tordo pez, y al lenguado llamamos solea por la semejanza que tiene con el primer significado de esta palabra.

Otro tercer modo hay de propiedad distinto de los dichos, y es cuando una cosa común a muchas tiene su nombre peculiar; así llamamos propiamente nenia al canto fúnebre, y augustale a la tienda del general. Asimismo por un nombre común a otras cosas entendemos una particular; como por el de ciudad entendemos a Roma, por venales los esclavos recién comprados, y por bronces los de Corinto; aunque haya otras muchas ciudades, muchas cosas venales y otros muchos metales y bronces fuera del de Corinto. Pero no depende principalmente de esto la alabanza del orador.

La propiedad que más alabanza merece es la que significa las cosas con la mayor expresión, como cuando dijo Catón: Cæsarem ad evertendam remp. sobrium249 accessisse,   —33→   y Virgilio carmen deductum, y Horacio acrem tibiam, Annibalemque dirum.

Algunas veces lo que es principal en un género tiene lugar de propio, como cuando a Fabio entre las innumerables prendas que tuvo se le da el nombre de detenido.

A alguno le parecerá que las palabras que dan a entender más de lo que suenan, pertenecen a la claridad porque ayudan para la inteligencia de la cosa; pero a mí no: parece que estas palabras enfáticas miran más el adorno, como quiera que explican la cosa con más energía.

II. Por lo que mira a la obscuridad, ésta se halla en las palabras que no están en uso; como si alguno anduviere en busca de los términos que se hallan en las Memorias de los pontífices, en las fórmulas de las alianzas antiguas y autores más rancios para hablar de un modo que ninguno le entienda. Algunos afectan tal erudición para manifestar que solos ellos saben ciertas cosas. A otros los deslumbran ciertos términos provinciales y peculiares de las artes, como el decir ventus Atabulus250, navis saccaria251; términos que deben omitirse delante de quien no los entiende o necesitan de interpretación. Lo mismo sucede con aquéllos que son equívocos, como la palabra taurus, que si no se explica no sabremos si es animal, monte, signo celeste, nombre de persona o raíz de árbol.

Pero la obscuridad principalmente debe evitarse en el contexto del lenguaje y en lo prolongado de él, que es de varias maneras. Por tanto, ni sea tan largo que se nos escape   —34→   el sentido de la oración, ni tan pesado por el trastorno de las voces que haya hipérbaton. Pero lo peor de todo es la mezcla confusa de las palabras, como:


Saxa vocant itali mediis, quae in fluctibus, aras.


(Virgilio)                


Nace también la obscuridad de la interposición de alguna cosa en el contexto, como lo hacen los historiadores y oradores, porque esto embaraza el sentido, a no ser muy corto lo que se interpone. En la descripción que hace Virgilio del potro (Geórgicas, III, 79) después de haber dicho:


Nunca de vano estrépito se espanta.


añadiendo otras cosas de otra figura, acaba la descripción en el quinto verso:


Entonces, si a lo lejos de las armas
Oye el ruido, no sufre estarse quieto.


Debe evitarse la ambigüedad, no sólo aquella que deja incierto el sentido, como Chremetem audivi percussisse Demeam, sino aquella que aunque no turbe el sentido viene a resultar la misma ambigüedad, como visum a se hominem librum scribentem. Pues aunque es claro que el hombre escribe el libro, no obstante, la oración de suyo es ambigua.

Algunos amontonan palabras inútiles; los cuales, mientras huyendo del común modo de decir explican su pensamiento con mucho rodeo y verbosidad, movidos de una aparente elegancia, juntando y mezclando esta serie de palabras con otras semejantes, alargan tanto los períodos que no hay alentada que pueda seguirles. Otros hay que hacen estudio de no ser entendidos.

No es dolencia de ahora el incurrir en semejante vicio, pues hallo en Tito Livio252 que cierto maestro enseñaba a   —35→   sus discípulos a explicar con obscuridad lo que decían, valiéndose él de la voz griega scotison253. De donde tuvo principio aquella grande alabanza: Tanto mejor, ni aun yo lo entiendo.

Otros, por el contrario, son tan amantes de la brevedad, que escasean las palabras; y contentándose con entenderse ellos solos, no se cuidan de que los demás los entiendan. Pero yo tengo por ocioso lo que no puede entender un auditorio que no sea lerdo. Es muy común la opinión de que entonces se habla con elegancia y pulidez cuando la oración necesita de intérprete; y hay oyentes que gustan de esto, deleitándose de haber penetrado el pensamiento del orador y quedando muy pagados de su ingenio, como si ellos hubieran inventado lo que oyeron.

Yo tengo por la principal virtud la claridad, la propiedad de las palabras, el buen orden, el ser medido en las cláusulas y, por último, que ni falte ni sobre nada. De este modo el razonamiento será de la aprobación de los sabios e inteligible para los ignorantes. Éstas son las reglas de la elocución; porque ya tratamos, hablando de la narración, del modo de conseguir la claridad; y lo mismo que allí dijimos, debe entenderse para la claridad en todo lo demás. Si no usaremos de más ni menos palabras que las precisas hablando con orden y distinción, entonces será clara la oración y la entenderán los que nos escuchan, aunque estén algo divertidos; teniendo presente que no siempre están los jueces tan atentos que se pongan a interpretar las expresiones obscuras que decimos, antes bien tendrán otros varios cuidados que les llamen la atención y no les permitan entendernos, a no ser tan claro nuestro razonamiento que sea como la luz del sol, que aunque cerremos   —36→   los ojos la hemos de percibir. Por lo cual no tanto debemos cuidar que nos entiendan cuanto el que no se queden en ayunas. De aquí nace que muchas veces repetimos lo que nos parece no han entendido bien, diciendo: Lo cual me parece que no he declarado bastantemente. Pero para mayor claridad, lo explicaremos con términos más comunes. Y esto cae muy bien cuando fingimos no haber explicado bien la cosa.



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ArribaAbajoCapítulo III. Del ornato

I.-De cuánta fuerza sea el adorno.-Debe ser varonil, no afeminado.-Debe variarse según la materia.-II. El ornato puede hallarse en las palabras, ya separadas, ya unidas.-Elección que debe hacerse de las palabras cuando son sinónimas.-III. Las palabras unas son propias, a las que da valor la antigüedad, o nuevas, y aquí se trata del modo de inventarlas o trasladarlas, de las que se trata en otro lugar.-IV. Antes de tratar del ornato de las palabras unidas, pone varios vicios contrarios al adorno.-V. Para el ornato contribuye principalmente la energía o hipotiposis, las semejanzas, la braquilogía o concisión, la énfasis y la sencillez o afeleía-VI. Por último, la fuerza del orador consiste en amplificar y ponderar o en disminuir; de lo que trato en el capítulo siguiente.


I. Vengamos a tratar ahora del ornato en el cual puede seguramente el orador desplegar a su gusto las galas de su ingenio. Porque el hablar con pureza y claridad es un premio muy corto de la oratoria, y más puede llamarse carecer de vicio que constituir a orador consumado. La invención puede encontrarse aun en los ignorantes: la disposición requiere pocas reglas: lo que llamamos artificio consiste principalmente en saberlo disimular, y finalmente, todo esto sólo mira a la utilidad de la causa; pero el adorno recomienda al orador, el que, buscando en todo lo demás el juicio de los sabios, en esto último busca también la alabanza del vulgo.

Ni vemos que Cicerón pelease en la causa de Cornelio Balbo solamente con armas de buen temple, sino también resplandecientes, y con sólo instruir al juez y hablar con   —38→   pureza y claridad no hubiera logrado que el pueblo romano confesase su admiración, no sólo a voz en grito, sino con aplausos. Seguramente que lo que excitó estas aclamaciones fue la sublimidad, la magnificencia, el brillo y la autoridad; pues no le hubieran aplaudido tanto si su razonamiento en nada se hubiera distinguido de los demás. Y aun me persuado que los que le oyeron, ni ellos sabían lo que se hacían, ni estaba en su mano otra cosa, sino que sin reparar dónde estaban por quedar absortos de admiración, prorrumpieron en tales demostraciones.

Ni contribuye poco el adorno para triunfar de los contrarios, porque los que oyen con gusto están más atentos y se persuaden más pronto, y por lo común se dejan llevar del deleite y aun la admiración los arrebata. Sucede lo que con una espada desenvainada, que viéndola nos infunde terror, y aun el mismo rayo no nos atolondraría tanto con su fuerza si el resplandor no deslumbrara la vista. Dice bien Cicerón en una carta a Bruto: No tengo por elocuencia a la que no arrebata la admiración. (De los retóricos, libro III). Lo mismo dice Aristóteles.

Pero vuelvo a decir que este adorno ha de ser varonil, nervioso y que concilie autoridad; no afeminado, liviano y que consista más en ciertos colores que en la fuerza del decir. Esto es tan cierto, que siendo en esta parte muy parecidos los vicios a las virtudes, los que son viciosos en sus adornos les dan el nombre de prendas oratorias. Y así, ninguno de los que usan de este estragado modo de decir imagine que me opongo al adorno verdadero; pues confesando que éste es virtud, sólo a ellos no se la concedo. ¿Por ventura tendré yo por mejor cultivada una tierra donde no se presentan a la vista sino lirios, violetas y manantiales de agua, que otra que está cargada de mies y llena de viñas? ¿Estimaré en más un plátano estéril y los arrayanes de ramas artificiosamente cortadas, que el olmo bien casado con la vid y la oliva que se desgaja por su   —39→   mismo fruto? Dejemos aquellos árboles para los ricos: aunque ¿cuáles serían sus riquezas si no tuvieran otra cosa?

Pues qué, ¿aun en los frutales no buscamos también el adorno juntamente con el fruto? ¿Quién lo niega? pues también plantamos los árboles a cuerda y con cierto orden. Y si no, ¿qué mejor vista que la de una arboleda que por donde quiera que se mire están todos los árboles en hilera? Pues aun esta disposición contribuye para que igualmente chupen el jugo de la tierra. Asimismo cortaré yo los ramos de la oliva que sobresalen a la copa, para que quedando ésta más redonda, además de hacer buena vista, el fruto sea más copioso en todas sus ramas. El caballo retraído de ijares no solamente es más hermoso, sino más veloz. El atleta que con el ejercicio tiene más bien formados los morcillos, es más apuesto y más apto para la lucha. De modo que la utilidad debe ir junta con la hermosura; pero esto lo discernirá cualquiera de mediano talento.

Lo que merece particular atención es que el adorno, aun el bueno, debe variar según la materia, porque no conviene uno mismo en las causas del género demostrativo, deliberativo y judicial. El demostrativo, como sólo mira a la pompa y ostentación y a deleitar, emplea todas las riquezas y adornos del arte, pues no necesita de valerse de asechanzas y estratagemas para vencer al contrario, sino sólo pretende la alabanza y gloria. Por lo cual a manera de uno que comercia en ricas mercaderías, hará ostentación el orador y usará de todo cuanto haya acomodado al gusto del auditorio; el adorno en las palabras, el deleite en las figuras, la magnificencia en los tropos y el esmero en la composición, porque el suceso no se atribuirá a la bondad de la causa, sino a su habilidad.

Pero cuando se trata de asunto de importancia donde hay que venir a las manos con el contrario, lo último de   —40→   que debe cuidar es su propia gloria, y así cuando se trata de cosa de grave peso ninguno debe cuidarse mucho de las palabras. No porque entonces deba ser desaliñada la oración, sino porque debe ser el adorno más comedido, más serio, más disimulado y conforme al asunto. Para persuadir a un senado se requiere un modo de decir algo sublime; para el pueblo, vehemente y conciso; para los juicios públicos y causas capitales, particular esmero y cuidado. En un juicio particular donde ha de sentenciar el voto de pocos, ha de ser puro y sencillo. ¿No se avergonzaría un orador de usar de períodos muy armoniosos para ejecutar al acreedor y pedir lo que debe? ¿De llamar los afectos tratando de las goteras de una casa? ¿De acalorarse en la causa de la defectuosa venta de un esclavo? Pero volvamos al asunto.

II. Y supuesto que tanto el adorno como la claridad de la oración puede hallarse en las palabras unidas o separadas, trataremos ahora qué es lo que pide uno y otro. Aunque he dicho que la claridad necesita de palabras propias y el adorno de las trasladadas, sepamos que cuando las expresiones son impropias no puede haber ornato. Y aunque por lo común son muchas las significaciones de algunas palabras, lo que llamamos sinonimia, también es cierto que hay algunas que son más decentes, sublimes, claras, gustosas, y sonantes; porque así como la claridad de las sílabas depende de ser más sonoras las letras, así hay palabras que son más sonoras por las sílabas de que se componen, y cuanto más llenas y sonantes son las palabras, tanto son más gratas al oído; pues lo mismo que hace la unión de sílabas, eso mismo hace la unión de palabras entre sí para la armonía.

El uso de las palabras es de distintas maneras, porque para explicar una cosa atroz son conducentes palabras de sonido áspero. Y generalmente hablando de las simples, aquéllas son las mejores que sirven para la exclamación   —41→   y dulzura del oído. Las palabras honestas siempre son mejores que las indecentes, porque semejantes términos nunca tienen lugar en la oración. La claridad y sublimidad de las voces se ha de medir con la materia, porque lo que en una ocasión es sublimidad, en otra será hinchazón, y la palabra que en un asunto grande es bajeza, en otro no tan grande vendrá de molde. Y así como una palabra baja en un razonamiento adornado es un borrón intolerable, así las sublimes desdicen de un estilo sencillo.

Hay algunas palabras que se distinguen más con el oído que con la razón, como:


Cæsa iungebant fœdera porca.


(Eneida, VIII, 641).                


donde Virgilio mudando el nombre no ofendió tanto al oído como si dijera porco, que es palabra baja. Hay otras que no las sufre la razón, por donde mereció la burla un poeta que dijo no hace mucho:


De Camilo en la cesta
Royeron los ratones la pretexta.


Pero leemos con admiración cuando dice Virgilio (Geórgicas, I, 181).


Sæpe exiguus mus.


porque fuera de la propiedad y conveniencia del epíteto exiguus que explica tanto la pequeñez de la cosa que no deja más que esperar, puso el nominativo y terminó el verso con aquella palabra monosílaba con no poca gracia. Uno y otro lo imitó Horacio diciendo:


Nascetur ridiculus mus.


(Arte poética, verso 139).                


Ni se ha de usar siempre de expresiones magníficas, sino a veces también de palabras bajas, porque alguna vez éstas dan mayor fuerza a la cosa. Cuando dijo Cicerón contra Pisón: Siendo conducida toda tu parentela en una carreta, ninguno le tachará de expresión baja aquella palabra,   —42→   pues cede en mayor desprecio de Pisón contra quien se dijo.

III. Habiendo palabras propias, inventadas y trasladadas, las primeras reciben el valor de su antigüedad, puesto caso que las voces que no se usan para cualquier cosa y todos los días hacen más respetable y maravilloso el discurso. En este género de adorno fue singular Virgilio. Aquellas palabras olli, quianam, mi, y pone, tienen cierto brillo y dan mayor autoridad a las pinturas, que se estiman más cuanto son más antiguas; valor que no puede dar el arte. Bien que en esto es menester moderación y no usar los vocablos de los siglos más remotos. Si la palabra quœso huele ya a rancia, ¿por qué la hemos de usar? Así me recelo que puedan sufrir los oídos el adverbio oppido, cuando nuestros abuelos lo usaron con mucho tiento. Á lo menos ninguno que no sea muy amante de la antigüedad usará la palabra antigerio, que significa lo mismo. ¿Por qué hemos de usar de la voz œrumnas, como si explicara poco la palabra labor?254. Reor es voz que pone horror, autumo es tolerable, prolem ducendam expresión funesta, y el decir universam eius prosapiam es insulsez. ¿Qué más? El lenguaje se ha mudado casi en un todo. Pero de las palabras antiguas, hay unas que tienen cierto lustre por su antigüedad; otras de que echamos mano por necesidad. Bien podemos decir enuncupare, effari con gusto de los que nos oyen, pero no ha de haber afectación.

A los griegos, como dije en mi primer libro, les es más permitido en fingir vocablos255 que son acomodados a explicar los sonidos y afectos, usando de la misma libertad con que los antiguos aplicaron los términos a la naturaleza de las cosas. A los nuestros apenas se les permite la   —43→   composición y derivación de algunas voces; porque me acuerdo que siendo yo joven disputaron Pomponio y Séneca sobre si dijo bien Acio en las tragedias: Gradus eliminat. Los antiguos no tuvieron reparo en usar la voz expectorat, semejante a la cual es la palabra exanimat.

Algunas voces hay que son de alguna dureza por su etimología y derivación, como en Cicerón el beatitas, beatitudo, pero ya dice que se van suavizando por el uso. Otras se derivan no sólo de los verbos, sino de los nombres. Cicerón dijo sillaturit, y Asinio fimbriaturit y figulaturit.

Muchos vocablos hay formados de la lengua griega, en lo que se propasó Sergio Flavio, como ens y essentia. De las cuales no hay otro motivo para hacer tanto asco, sino el que contra nosotros mismos somos jueces demasiado escrupulosos, y de aquí nace que somos tan pobres en las palabras256.

No obstante lo dicho, hay palabras cuyo uso dura; pues las que ahora son antiguas, en lo antiguo eran nuevas, y tanto, que acababan de nacer. Mesala fue el primero que introdujo la voz reatum y Augusto munerarium. Mis maestros hacían escrúpulo de decir piratica, como decimos música, fábrica. Cicerón tiene por nuevas las palabras: favor y urbanus257. Eum (dice en una carta a Bruto) amorem, et eum (ut hoc verbo utar) favorem in consilium advocabo. En otra a Apio Pulcro: Te hominem non solum sapientem, verum   —44→   etiam (ut nunc loquuntur) urbanum. El mismo es de opinión que Terencio comenzó a usar la palabra obsequium258. Cecilio escribiendo a Sisena dijo: albenti cœlo, y Hortensio parece fue el primero que usó la voz cervix, que los antiguos usaban en plural.

Con todo no hemos de ser tan escrupulosos; pues no sigo la opinión de Celso que no concede al orador el inventar palabras. Porque habiendo algunas que nacieron con la misma lengua, esto es, que desde el principio se dieron a las cosas, y otras formadas de las primeras, ya que no nos sea permitido establecer voces nuevas, como lo hicieron aquellos primeros hombres ignorantes, a lo menos ¿por qué no podremos derivar, formar y componer algunas palabras, como sucedió con aquellas que se fueron introduciendo después? Cuando haya peligro de usar algún término nuevo, lo suavizaremos con estas expresiones: Para hablar así. Si es lícito decir así. En cierto modo. Permítaseme la expresión. Y lo mismo haremos en las traslaciones que tuvieren alguna dureza y que no podemos usar con toda seguridad, con la cual cautela daremos a entender que no queremos seguir nuestro dictamen. Para lo cual sirve aquel sabio precepto de los griegos: Que las expresiones hiperbólicas deben suavizarse.

Las traslaciones no pueden pasar sino en el contexto de la oración. Y con esto he hablado bastante de cada una de las palabras que por sí mismas no tienen valor. Éstas no carecerán de adorno sino cuando no corresponden a la dignidad de la cosa, salvo que las cosas torpes no deben explicarse en los propios términos. Cuiden de esto los que imaginan que no hay palabra que sea de suyo indecente259, y que así no hay razón para omitirla, porque cuando   —45→   la cosa es de su naturaleza obscena, sonará mal por más que la expliquemos con otros términos. Yo, satisfecho de la costumbre romana de hablar con recato como he respondido a los tales, conservaré la vergüenza callando algunas cosas.

IV. Pasemos a hablar del contexto de la oración, cuyo adorno consiste en dos cosas principalmente: en el estilo y en el uso de las palabras. A lo primero pertenece el ponderar o disminuir lo que pretendemos, el hablar con vehemencia o con moderación de afectos, con blandura o severidad, con afluencia o con concisión, con aspereza o con dulzura, con magnificencia o con sutileza, con gravedad o con chiste. Además de lo dicho, qué tropos, qué figuras, qué sentencias usaremos; de qué modo y con qué colocación lograremos lo que intentamos.

Y así antes de hablar de los adornos de la oración, pondremos los defectos que le son contrarios, puesto caso que la primera virtud del lenguaje consiste en la pureza. Lo primero de todo entendamos que el razonamiento que no sea de la aprobación del auditorio, no puede ser adornado. Así llama Tulio al discurso que no tiene más ni menos de lo que conviene. No porque no deba ser aliñado (porque en esto consiste parte del ornato), sino porque la demasía en todos géneros es viciosa. Quiere, pues, que las palabras tengan autoridad y peso, y que las sentencias o sean graves o correspondientes a las opiniones y costumbres de los hombres. Guardando esta regla podemos poner en la oración cuanto pueda darle lustre. Entonces sí que dan gusto las traslaciones, énfasis, epítetos, repeticiones y sinonimias, siempre que no desdigan de la naturaleza e imitación de las cosas.

  —46→  

Y supuesto que nos hemos propuesto señalar todos los vicios, tengo por uno de ellos la cacofonía260.

Son vicio de la oración las expresiones humildes, por las que se rebaja mucho de la grandeza o dignidad de la cosa, como el decir: Una berruga de peñascos en la cumbre de un monte. Vicio contrario a éste por naturaleza, aunque igual por la deformidad, es el explicar una cosa humilde con términos que exceden a su pequeñez, a no hacerse con el fin de mover la risa. Así nunca llamarás al parricida hombre malo, ni malvado al que una vez cometió pecado con ramera; porque lo primero no es bastante, lo otro es demasiado. De aquí nace el estilo embotado, desaliñado, seco, austero, desagradable y bajo; vicios que se conocen mejor por las virtudes a que se oponen. Porque el primero es opuesto al estilo agudo, el segundo al adornado, el tercero al afluente, el cuarto al ameno, el quinto al agradable, el sexto al limado.

Se ha de evitar igualmente la miosis, y es cuando falta alguna cosa a la oración para estar llena, aunque esto más es vicio de la oración obscura que de la desaliñada. Pero cuando se hace con juicio, se le da el nombre de figura como la tautología, que es repetir el mismo vocablo o la misma expresión. Porque ésta puede tenerse por vicio, aunque los mejores oradores no procuraron evitarla, como sucedió a Cicerón cuando dijo en favor de Cluencio (número 96): No solamente aquel juicio no tuvo nada de juicio o jueces, etc.

Aún es peor vicio la omoiología, que es cuando la oración va siempre en un mismo tono sin variar; cosa muy fastidiosa, y que nace de carecer la oración de artificio. El cual vicio ya esté en las sentencias, ya en las figuras, ya   —47→   en la larga composición, es cosa muy desagradable al ánimo y al oído.

Se ha de evitar también la macrología; esto es, un rodeo mayor de lo que conviene. Así dijo Livio: Los embajadores, no habiendo conseguido la paz, dieron la vuelta a su patria, de donde habían salido. Aunque la perífrasis, que es muy parecida a la dicha, se tiene por virtud.

Otro vicio es el pleonasmo, que es llenar la oración de palabras que podían omitirse: Yo lo vi con mis mismos ojos; bastando el decir: Lo vi. Corrigió con bastante gracia Cicerón este vicio en Hircio. Porque perorando éste contra Pansa y diciendo cómo su madre le llevó diez meses en el vientre, dijo Cicerón: Pues qué, ¿otras los llevan en el manto? Algunas veces se pone el pleonasmo para más afirmar la cosa. Así (Virgilio, Eneida, IV, 359):


Su voz yo percibí con mis oídos.


Será vicio, cuando se pone por redundancia, no de intento.

Otro vicio es la periergía o cuidado demasiado en afinar la cosa: así como el nimio se distingue del cuidadoso, y el supersticioso del religioso. Y para concluir, siempre que ponemos palabras que ni ayudan para el sentido ni para el adorno, es vicio.

El cacocelón o afectación suele pecar en todos los modos de decir. Aquí se reduce la hinchazón, la afeminación, la demasiada dulzura, la redundancia, lo que está violentamente puesto en la oración y salta a los ojos. Llámase finalmente cacocelón todo lo que no da gracia a la oración, puesto en ella sin discernimiento, bajo la apariencia de bien, que es el vicio peor en la elocuencia; porque los demás se evitan, éste suele buscarse. Estos vicios miran a las palabras. Los de ideas nacen de ser estas necias, comunes, contrarias y superfluas; y los de palabras dependen de la impropiedad, redundancia, obscuridad, desunión   —48→   y del uso pueril de voces semejantes y ambiguas. Siempre que hay cacocelón hay falsedad, aunque no al contrario: como cuando hablamos de una manera distinta de lo que pide la naturaleza, o de lo que conviene, y más de lo que bastaba. Los vicios de la oración son de tantos modos, cuantos son los que hay para adornarla. Cuando hablemos del ornato, diremos también los vicios que se han de evitar, según se vaya ofreciendo.

V. Ornato llamamos todo aquello que se añade a la oración además de la claridad y probabilidad261. En lo cual hay tres grados: Primero, concebir bien la cosa que pretendemos declarar. Segundo, ponerla con claridad. Tercero, hacer el discurso más brillante, que es lo que llamamos adorno.

Pongamos primero entre las virtudes del adorno la energía, la que más es evidencia, o como quieren otros, representación viva de la cosa, que claridad, por cuanto ésta se deja ver, y la otra evidencia la cosa. Es grande virtud el proponer la cosa con unos colores tan vivos como si la estuviéramos viendo. Porque para lograr su efecto la oración, no basta que lo que decimos llegue a los oídos del juez, contando la cosa simplemente, sino que debemos pintársela muy al vivo. Y pudiendo hacerse esto de varios modos, no haré una muy menuda división de esta virtud, como muchos hacen aumentando su número, sino que tocaré sus principales partes.

La primera es cuando con palabras ponemos una viva imagen de la cosa, como Virgilio lo hizo pintando una lucha:


Los dos luego se ponen de puntillas,
Levantando los brazos en el aire.


(Eneida, V, 426).                


  —49→  

con todo lo demás que pinta tan vivamente el aire de los luchadores, que ni aun al tiempo de la lucha pudo verse la cosa con más claridad. En esto, como en todo lo demás, es sobresaliente Cicerón. ¿Habrá alguno tan lerdo en representarse las cosas, que leyendo aquello de Cicerón contra Verres: Estaba este pretor del pueblo romano en chinelas con su capa de púrpura y túnica talar, recostado en la playa sobre una mujercilla, no solamente no forme una viva idea del semblante y aire de Verres, sino aun de lo demás que aquí se deja entender? A mí me parece que estoy viendo su rostro, sus ojos, los halagos y torpes caricias de los dos amantes, la repugnancia y vergüenza que interiormente padecerían los que estaban presentes y no se atrevían a manifestar.

A veces de muchas circunstancias resulta la pintura de lo que intentamos representar, como se ve en la descripción que trae el mismo de un convite donde rebosaba el lujo: Me parecía estar viendo a unos que entraban; a otros que salían. A unos que no podían tenerse por lo mucho que habían bebido; a otros que de resultas del vino del día anterior bostezaban. Entre esta gente andaba Galio lleno de perfumes y coronado de guirnaldas. El pavimento parecía un muladar: manchado del vino, cubierto de flores ya casi marchitas y de raspas de los pescados. Uno que entrase, ¿vería más de lo que se da aquí a entender?

Por este medio se pondera la compasión en la toma de una ciudad. El que dice que fue tomada, sin duda alguna comprende cuanto sucede en tal calamidad; pero esta fría narración no penetra hasta lo interior del alma. Pero si se descubre lo que esto encierra dentro de sí, se verán las llamas volar por los templos y casas, el estallido de los edificios arruinados, la confusa gritería y ruido de los lamentos de todos, el huir unos sin saber adónde, el abrazarse otros con los suyos en el último aliento, el llanto de niños y mujeres, los miserables ancianos reservados para   —50→   ver esta calamidad, el saco de lugares sagrados y profanos. Demás de esto se verá a unos cargados de la presa; a otros que vuelven por lo que ha quedado; a los que van encadenados delante de los saqueadores; a las madres forcejando por no soltar de los brazos a sus hijos, y finalmente la pelea de los mismos vencedores por sacar de cada uno más ganancia. Todo esto, aunque ya va comprendido en el nombre de saqueo, es menos decirlo todo junto que cada cosa de por sí.

Siguiendo la verosimilitud, lograremos el aclarar la cosa; y podremos añadir lo que pasa en semejantes lances, aunque no sucediese. De los accidentes resulta la claridad. (Virgilio, Eneida, III, 29).


   Un temblor frío
Mi cuerpo estremecía: y con el miedo
Se me helaba la sangre.


Y en otra parte (Eneida, VII, 518):


   Las temerosas madres
A los pechos sus hijos apretaban.


El mejor medio para acertar en esto, según mi juicio, es observar y no perder de vista la naturaleza. La elocuencia se versa acerca de las acciones de la vida; y lo que uno oye lo acomoda a su condición natural. El ánimo recibe fácilmente lo que dentro de sí reconoce.

Son muy del caso los símiles para aclarar la cosa. De los cuales unos sirven para probar; otros para representar más lo que decimos; verbigracia (Virgilio, Eneida, II, 355):


Como rapaces lobos en la niebla
Espesa, etc.


Y en otro lugar (Eneida, IV, 254):


   Como la golondrina
Que volando da vuelta a los peñascos,
Nidos de peces, y va rayendo el agua.


  —51→  

En lo cual hemos de cuidar que lo que traemos para la semejanza no sea cosa obscura o desconocida; antes debe ser más clara que la que pretendemos dar a conocer por medio de ella. Sólo en los poetas puede tolerarse el decir:


    Apolo tal se muestra262,
Cuando la fría Licia desampara,
O el Yanto a la ínsula de Delos,
Que es patria de su madre, se encamina


(Virgilio, Eneida, IV, 149).                


Pero a ningún orador se le permite explicar una cosa clara con otra que no lo es tanto.

Aun cuando la semejanza sirve de argumento o prueba, adorna la oración, la hace sublime, florida, gustosa y admirable. De cuanto más lejos sea traída, causa más novedad, porque es cosa no esperada; aunque las comparaciones caseras y vulgares son acomodadas para comprobar la cosa, como: A la manera que el cultivo hace más fecunda la tierra, así las ciencias el ánimo. Así como los médicos cortan los miembros secos y podridos, así hemos de cortar la comunicación con los hombres perjudiciales y deshonestos aunque estén unidos con nosotros por la sangre. Algo más sublime es aquélla de Arquias: Los peñascos y las soledades corresponden con el eco a la voz, y muchas veces hasta las bestias fieras se amansan y paran con el canto. Algunos, abusando de la licencia de la declamación, corrompieron los símiles, pues no sólo usaron de símiles falsos, sino que no los aplicaron a cosas con que tienen conexión. Sirva de ejemplo de uno y otro lo que en todas las esquinas cantaban, siendo yo mozo: Los grandes ríos aun en sus principios son navegables. Los árboles y plantas nobles luego al punto dan el fruto.

En toda comparación o precede la semejanza a la cosa,   —52→   o al contrario. A veces va separada, a veces va incorporada con la cosa de que sirve de símil, explicando la conexión que con ella tiene, y a esta mutua correspondencia llaman antapodosis. Precede en el ejemplo de arriba:

Como rapaces lobos, etc.

Y sigue en aquel otro del primer libro de las Geórgicas después de largas quejas de las guerras civiles y externas:


Cual ímpetu a los carros acelera,
Que una vez despedidos,
A concluir del circo la carrera,
No son del que los rige contenidos:
No obedecen al látigo; y en vano
Pretende dura mano
Las riendas acortar al veloz paso,
Expuesto va el regente a triste caso.


Pero en éstos no hay antapodosis.

Aunque aquella mutua correspondencia por la que se comparan ambas cosas, las pone a la vista y las manifiesta a un mismo tiempo. En Virgilio son muy frecuentes estos símiles; pero más vale usar de los oratorios. Dice Cicerón en favor de Murena: Así como dicen los músicos griegos que el que no pudo llegar a citarista se quedó en flautero; así vemos entre nosotros que los que no han podido llegar a oradores se echan a juristas. Y en la misma oración, aunque con estilo casi poético, pero con su antapodosis como corresponde para el adorno: Porque así como hay tempestades que las causa una constelación, otras hay que se originan de repente por una causa que no alcanzamos; así en estos alborotos de las juntas del pueblo, unas veces sabemos la causa que los mueve; pero hay otros que parece los movió la casualidad. Hay otras comparaciones más breves, como: Andaban por los montes como fieras. Y Cicerón contra Clodio: Del cual juicio salió desnudo como de un incendio. Semejantes a éstas nos podrán ocurrir muchas de la conversación familiar.

  —53→  

Contribuye mucho también al adorno, no sólo el poner la cosa a la vista con toda claridad, sino con precisión y prontitud. Con razón es alabada aquella concisión que explica la cosa sin dejar nada; lo que llaman braquilogía, y se contará entre las figuras; pero tiene más gracia cuando en pocas palabras decimos mucho: Mitrídates estaba como armado con su agigantado cuerpo. (Salustio). Muchos imitando esta figura dan en obscuridad.

Muy semejante es a la dicha la énfasis, por la que concebimos más de lo que las palabras suenan; y tiene dos especies. La primera significa más de lo que dice. La segunda aun lo que no se dice.

La primera se encuentra en Homero, cuando dice Menelao que los griegos se acamparon en el caballo troyano; pues con sola una palabra explica su grandeza. Semejante a lo cual es lo de Virgilio:

Por la cuerda que echaron se descuelgan.


(Eneida, II, 261).                


pues con esto queda bien significada la altura del caballo. Y cuando el mismo dice que el Cíclope estaba tendido por la cueva espaciosa, midió su prodigiosa corpulencia con el espacio del lugar.

La segunda consiste en suprimir o quitar una voz. Ejemplo de lo primero en Cicerón (Pro Ligario): Si tu blandura no fuera tanta cuanta tienes por naturaleza, por naturaleza digo. Bien sé lo que me hablo. En donde calló, aunque bien se deja conocer que algunos le ponían espuelas para ser cruel. Suprímese alguna cosa por reticencia, de que hablaremos en su lugar, puesto que es figura.

Aun en el lenguaje vulgar hay su énfasis, como cuando decimos: Es menester ser hombre. Y Aquél es hombre de bigote. Y Es menester vivir. Tan conforme con el arte va por lo común la naturaleza.

Ni basta para la elocuencia manifestar la cosa con evidencia, sino que hay varios modos de adornar la oración.   —54→   Porque hay cierta simplicidad natural y sin afectación que no sirve de menos pureza y adorno que el que se requiere en una mujer. Hay también adornos que sin estudio hermosean la oración por su propiedad y significación. Unas veces se distinguen por la afluencia de palabras, otras por sus flores. Finalmente, el nervio de la oración no consiste en una sola cosa. Porque lo que es perfecto en su género eso tiene fuerza.

VI. La fuerza de un razonamiento depende, ya de la amplificación, ya de la disminución. Para una y otra hay los mismos modos, de los que tocaremos los principales, y lo mismo se entenderá de los demás. Éstos consisten en cosas y en palabras. Trataremos de la invención de las cosas y de la manera de inventar: ahora diremos cómo exageran las palabras una cosa y cómo la disminuyen o rebajan.



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ArribaAbajoCapítulo IV. De la amplificación

El primer modo de amplificar es por el nombre de la cosa.-Los principales géneros de amplificación son cuatro.-I. Por aumento-II. Por comparación.-III. Por raciocinación.-IV. Por amontonamiento.-Otras tantas maneras hay de disminuir o rebajar.


La primera manera de amplificar y disminuir es por el nombre que damos a la cosa: como cuando decimos que ha sido muerto el que sólo fue herido; cuando llamamos ladrón al que es simplemente malo; y por el contrario, de uno que puso las manos en otro, decimos que le tocó, y de otro que hirió, sólo decimos que le ofendió. Ejemplo de uno y otro en la oración por Celio: Si una viuda viviese con libertad; una mujer provocativa con poco recato; una rica con profusión, y una mujer liviana se portase con aire de ramera, ¿tendría yo a uno por adúltero, sólo porque la saludase con llaneza? Donde llama mujer pública a la que es liviana; y el tener que ver con ella, lo llama saludarla con llaneza.

Se pondera la cosa y se manifiesta más cuando se van confrontando las palabras de mayor exageración con aquéllas en cuyo lugar las substituimos, como en Cicerón contra Verres (Verrinas, III, número 9): Porque hemos traído a vuestro tribunal no un ladrón, sino un reo; no un adúltero, sino un enemigo de la honestidad; no un sacrílego, sino un enemigo de todo lo sagrado y religioso; no un salteador, sino un verdugo el más cruel de los ciudadanos y aliados. Con el primer modo se hace grande la cosa, pero mayor con éste. Cuatro son los principales modos de amplificar o engrandecer   —56→   la cosa: por aumento, comparación, raciocinación y congeries.

I. El principal es el aumento; cuando pintamos como cosas grandes las cosas de poca consideración. Esto se hace por uno o muchos grados. Así por medio de una gradación subimos, y aun excedemos lo sumo de una cosa. Como cuando dice Cicerón: Es un delito el poner en prisión a un caballero romano; una maldad el azotarle; poco menos que parricidio el matarle; ¿y qué diré de ponerle en una cruz? (Contra Verres, VII). Si solamente hubiera sido azotado, no constaría la oración más que de un solo grado, poniendo también lo primero, que aunque es menos era un delito. Si solamente hubiera sido muerto, subiría por muchos grados. Pero habiendo añadido que es poco menos que parricidio el matarle, que es lo sumo, puso después: ¿y qué diré de ponerle en una cruz? Así, habiendo ya subido a lo sumo de la cosa, era preciso faltasen palabras que declarasen lo que era más.

Hay otro segundo modo de pasar de lo sumo que hay en la cosa, como Virgilio (Eneida, VII, 649):


   A quien en hermosura
Nadie excedió: sacando sólo a Turno
Laurente.


donde habiendo llegado a lo más elevado, añadió otra cosa que era aún más.

La tercera manera es, no subiendo por grados a lo sumo, sino poniendo desde luego aquello que es lo mayor de todo: Mataste a tu madre. ¿Qué más diré? Mataste a tu madre. Este modo de aumentar, es poner la cosa en tal grado, que no se pueda decir más.

Pondérase la cosa no tan abiertamente, pero quizá con más fuerza, cuando sin distinción de grados ponemos lo que es más. Así Cicerón, hablando del vómito de Antonio y afeándole: En una junta del pueblo romano, tratando un   —57→   asunto del público y un comandante de caballería. (Filípicas, III, 66). Aquí no hay cosa que no exagere. El vómito por sí es cosa fea, aunque no sea en ninguna concurrencia; en junta, aunque no fuera del pueblo; de cualquier pueblo, aunque no fuera el romano, y esto aunque ningún negocio tuviese entre manos, ni éste fuese público, ni Antonio fuese comandante de la caballería. Otro dividiría todo esto, deteniéndose como en escalones en cada cosa; pero Cicerón desde luego sube a lo sumo, no por escalones, sino de un vuelo.

II. Pero así como esta amplificación pretende llegar a lo sumo, así la que se hace por comparación, recibe su aumento de las cosas menores; porque exagerando lo que es menos, precisamente se ha de realzar lo que es más. Cicerón dice en el mismo lugar: Aun dado caso que te hubiera acaecido esto comiendo en tu casa, y entre aquéllas tus abominables copas, ¿quién no lo tendría por cosa vergonzosa? Pero en una junta del pueblo romano... Y (contra Catilina, I, número 17): Si mis esclavos me temiesen a mí, como a ti tus conciudadanos, pensaría en abandonar mi casa.

Otras veces por medio de un símil pretendemos exagerar una cosa. Así, en la causa de Cluencio, tratando de cierta mujer de Mileto, a quien habían untado la mano los segundos herederos para que abortase, dice: ¿Cuánto mayor castigo merece Opiánico en la misma injuria? Porque ella, usando consigo de esta violencia, ya sufrió el castigo; pero éste logró el mismo fin por medio del mal y tormento ajeno.

No confunda alguno este símil con aquel otro por el que inferimos una cosa mayor de otra menor (aunque se dan la mano); porque allí intentamos probar, aquí ponderar la cosa. Como en el ejemplo dicho pretendemos probar, no que Opiánico obró mal, sino peor. Estos dos lugares, aunque son de cosas diversas, no son muy desemejantes.

  —58→  

Por lo que aunque usaré aquí del mismo ejemplo que entonces, pero no para el mismo fin. Aquí pretendo manifestar que para ponderar una cosa, no sólo cotejamos el todo con el todo, sino las partes entre sí, como (Catilinarias, I, 3): Es bueno que Publio Escipión, hombre muy distinguido, pontífice máximo, aunque mero particular, quitó la vida a Tiberio Graco, que perturbaba algún tanto la república; ¿y nosotros, cónsules, sufriremos a Catilina que desea asolar todo el mundo con muertes e incendios? Donde compara a Catilina con Graco, a la república con todo el mundo, aquel trastorno con la total desolación de muertes e incendios, y a un particular con los cónsules. Todo lo cual si queremos amplificarlo más, cada cosa ofrece mucho campo.

III. Veamos ahora si lo que dije de la amplificación por raciocinación está bien explicado, aunque no me cuido mucho de los términos, con tal que se entienda la cosa. Pero digo que estas amplificaciones unas veces las ponemos en la oración sin fin particular y otras tienen mucha fuerza; pues ya las usamos para llenar, ya para ponderar una cosa, y después se deduce la razón para exagerar lo que queremos; verbigracia: Dando en cara Cicerón a Antonio con su vómito, dice (Filípicas, II, número 69): Tú mismo con esas fauces, con esos lomos, con esa robustez de cuerpo propia de un gladiador. ¿Qué tiene que ver esto con la embriaguez? Mucho, porque fijando la atención en estas circunstancias, ya conocemos que bebió tanto en la boda de Hipia, que toda aquella robustez no bastó para digerir el vino. Conque deduciéndose unas cosas de otras no es impropio ni desusado el decir, amplificar por raciocinación.

Del mismo modo amplifica por los consiguientes, porque fue tanta la fuerza del vino, que la violencia con que salía manifestaba no ser casual o voluntario el vómito, sino forzoso y donde menos convenía, y no vomitaba lo que acababa de comer, como acaece algunas veces, sino que eran rezagos del día anterior.

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Otras veces amplificamos por los antecedentes. Cuando Eolo a ruegos de Juno:


Del monte hirió el costado con la punta
Del cetro, y como en escuadrón formados
Los vientos por la puerta se atropellan, etc.


ya se deja conocer la recia tempestad que amenazaba.

¿Qué más? Cuando queremos excitar el odio en una cosa atroz, la ponderamos de intento más de lo que es, para que parezca más odiosa. Así Cicerón (Verrinas, VII, 116): Pero estos delitos son muy ligeros. El piloto de la ciudad más noble del mundo se libertó a fuerza de dinero de ser azotado: ésta es una acción humana. Otro tuvo que untar la mano para que no le cortasen la cabeza con la segur, pero esto es cosa común. ¿Por ventura no usó aquí de raciocinios para que los oyentes infiriesen cuán enormes eran los demás delitos, cuando a éstos los llama humanos y comunes respecto de los otros?

Así solemos ponderar una cosa con otra, como el valor de Escipión contando las alabanzas militares de Aníbal, y exageramos la fortaleza de los franceses y alemanes para dar a entender la gloria de César.

Otra manera de amplificar es cuando ponemos una cosa no por sí, sino para que de ella se pueda colegir la grandeza de otra. ¿Cuánta sería la hermosura de Helena, cuando los príncipes troyanos no tienen por cosa pesada el sufrir ellos y los griegos tantos males y por tantos años por ella? No lo dice Paris que la robó, ni lo dice algún joven o un cualquiera del vulgo, sino los ancianos, los de más seso y los consejeros de Príamo (Homero, Ilíada, III, 145). Lo confirma el mismo rey trabajado con una guerra de diez años, a quien perdidos tantos hijos, le amenazaba la última desgracia; el mismo a quien debiera parecer muy odiosa y abominable aquella hermosura, manantial de tantas calamidades. Y no sólo lo oye decir así, sino que dándole   —60→   el tratamiento de hija la pone a su lado, la excusa, y dice no ser ella la causa de sus males.

Aun de las armas se infiere el valor de los héroes, como el de Áyax por su escudo, y el de Aquiles por su lanza. Así pondera Virgilio lo disforme del Cíclope. Pues ¿qué idea no nos da de su corpulencia quien

Un pino por bastón lleva en la mano?


(Eneida, III, 659).                


¿Cuán forzudo sería Demoleo, el que vestido de su doble armadura que apenas dos hombres podrían sustentar,

Corriendo puso en fuga a los troyanos?


(Eneida, V, 265).                


De qué otra manera hubiera podido Cicerón ponderar el lujo de Marco Antonio sino diciendo: Allí verías en los aposentos de los esclavos las camas tendidas sobre las alfombras de grana de Pompeyo. (2. Filípicas) No puede decir más que el que las alfombras eran de grana, que eran de Pompeyo y que estaban en los aposentos de los esclavos; porque ¿qué no deberemos suponer en las recámaras del amo?

Es muy semejante esto a la énfasis, aunque ésta consiste en una palabra y aquello en la cosa, y sirve de tanto más, cuanto las palabras son de menos fuerza que la cosa.

IV. Podemos añadir a la amplificación el amontonamiento de palabras y sentencias que significan lo mismo. Y aun cuando no subamos por grados, con todo se engrandece más el asunto con aquel cúmulo de cosas. Así Cicerón: Porque ¿qué pretendía aquella tu espada desenvainada en el campo de Farsalia o Tuberón? ¿Contra quién se dirigía? ¿Cuál era la intención de tus armas? ¿Cuál era la tuya? ¿A quién enderezabas tus ojos? ¿tus manos? ¿Cuánto era el ardor de tu ánimo? ¿Qué deseabas? ¿Qué pretendías? (Pro Ligario, número 9).

Es muy parecida esta figura a la que los griegos llaman sinatroísmos, aunque por la primera se amontonan muchas cosas, por la segunda se amplifica una sola, creciendo más   —61→   y más por cada una de las palabras: Estaba presente el carcelero, el verdugo del pretor, la peste y el azote de los aliados y ciudadanos romanos; esto es, el lictor Sextio. (Contra Verres, VII, 117).

Las mismas reglas hay para disminuir una cosa, siendo unos mismos los escalones para subir que para bajar. Pondré un solo ejemplo de la oración de Rulo: Algunos que estaban presentes sospechaban que quería hablar no sé de qué cosa concerniente a la ley agraria. (Agraria, II, 13) Lo cual si se refiere a que Rulo no fue entendido es disminución, si a la obscuridad con que habló es aumento.

No ignoro que algunos cuentan entre las amplificaciones a la hipérbole, que sirve tanto para ponderar como para disminuir; pero diciéndose por ella más de lo que es la cosa, la remitimos a los tropos. De éstos hablaría ahora, si no fuera su uso muy distinto del de las figuras, porque aquéllos estriban en palabras trasladadas, no en las propias. Para satisfacer ahora el común deseo, hablaré brevemente de las sentencias que muchos tienen por el principal y casi único adorno.



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ArribaAbajoCapítulo V. De las sentencias

I. ¿Cuántas maneras hay de sentencias?-Sentencia en común o gnome se divide en entimema y epifonema.-¿Qué es noema o cláusula?-II. Unos siempre hablan por sentencias, otros las reprueban. Unos y otros yerran.


I. Llaman los antiguos sentencias a los sentimientos del ánimo. Su uso es muy frecuente en los oradores, y en el lenguaje común hay algunos rastros. Porque cuando juramos y hablamos de corazón o damos el parabién, decimos lo que sentimos. Algunos usaron la palabra sensa en el mismo sentido, porque sensus son los sentidos del cuerpo. La costumbre hizo que llamásemos sentimientos a los conceptos del alma, y sentencias a los dichos que comunican luz a un discurso, principalmente reducidos a cláusulas breves. Estas sentencias, que eran poco frecuentes entre los antiguos, se usan sin medida en nuestro tiempo. Por lo que me parece debo tocar por encima sus especies y el uso que puede hacerse de ellas.

Las más antiguas sentencias son las que los griegos llaman gnomaa, aunque éste es nombre genérico. Ambos nombres los tomaron de que son como unos consejos o decretos. Aunque ésta es voz común, ya se ha aplicado a un dicho particular, como: Ninguna cosa hay tan gustosa al pueblo como la bondad. (Cicerón, Pro Ligario, 37). Esta habla de la cosa. Otras se refieren a la persona, como aquélla de Afro Domicio: El príncipe que quiere saberlo todo, tiene que disimular mucho.

Hay, como observan algunos, sentencias simples como   —63→   la puesta arriba, otras incluyen en sí alguna razón como Salustio en la guerra contra Jugurta: Porque en toda contienda el más poderoso aunque sea injuriado, por el hecho de poder más parece ser el injuriador. Otras hay dobles, como en Terencio (Andr., acto I, escena I, verso 42): El complacer adquiere amigos y la verdad enemigos. Algunas son notables por la diversidad que explican; verbigracia: La muerte no es cosa miserable, sino el ir a ella. Sentencia simple es ésta: Al avaro tanto le falta lo que tiene, como lo que no tiene.

Cuando incluyen alguna figura tienen fuerza particular, como.

¿Tan grave mal la muerte nos parece?


(Virgilio, Eneida, XII, 646).                


Tiene mucho más fuego que si dijera: El morir no es mal ninguno. Cuando incluyen traslación del significado común al propio. Este modo de decir simple y común: Cosa fácil es el dañar, el aprovechar dificultosa, lo expresó Medea en Ovidio con más vehemencia:


La vida pude darle, ¿y me preguntas
Si quitársela puedo?


Cicerón refiere a la persona de César lo que era propio de la cosa: Ninguna cosa más grande, ¡oh César! tiene tu fortuna, que el poder salvar a muchísimos, y ninguna mejor tu condición que el querer. (Pro Ligario, 38). De este modo lo que es propio de la cosa lo aplica a la persona.

Debe cuidarse siempre que las sentencias no sean muy frecuentes ni abiertamente falsas, que no se usen en cualquier parte ni se pongan en boca de cualquiera. Caen siempre mejor en boca de personas de autoridad y que den algún peso a la cosa. Porque ¿quién podrá sufrir que un niño, un joven o una persona vulgar se ponga a hacer de juez o de doctor en lo que dice?

Entimema comúnmente hablando es lo mismo que   —64→   concepto263, pero propiamente se toma por la sentencia de cosas contrarias y se distingue entre todos los géneros de entimemas, como cuando tomamos el nombre de poeta por Homero, y el de ciudad por Roma. No siempre se usa para probar, sino a veces por adorno: ¿Conque te moverán a ser cruel las palabras de aquéllos a quienes el haber perdonado es el mayor lauro de tu clemencia? (Pro Ligario, 40). Aquí no hay en la sentencia razón distinta de las que había alegado, sino que ya primero había manifestado la sinrazón de la cosa, y así se pone no como prueba, sino como una manera de terminar insultando al contrario. Porque la epifonema es una exclamación puesta al fin de la narración o prueba de la cosa, como:


¡Tan ardua era la empresa
De fundar el imperio de romanos!


(Eneida, I, 37).                


Y Cicerón: Antes quiso el virtuoso joven aventurar su vida que su honestidad. (Pro Milone, número 9).

Otra manera hay de sentencias, que los modernos llaman noema o concepto; nombre que dieron a lo que no se dice, sino que se concibe. Así aquel dicho contra uno que, rescatado por su hermana del ejercicio de los gladiadores por varias veces, habiéndole ésta cortado un dedo mientras dormía, pedía él en juicio que le diesen la pena del Talión: Merecías tener la mano entera; donde se deja entender, para seguir tu ejercicio.

A otra llaman cláusula, que por otro nombre podemos llamar conclusión, y es a veces necesaria: Por tanto, antes de reprender alguna culpa de Ligario, debéis confesar vuestro delito. (Pro Ligario, número 2). Pero ahora quieren que toda cláusula que cierra la oración hiera el oído, y tienen por afrenta, y aun por delito, respirar en algún lugar de   —65→   modo que no merezcan la aclamación. De aquí nace aquel modo de decir cortado, y todo cuajado de sentencillas que no vienen al caso. Nunca pueden ser tantas las buenas sentencias como es necesario que sean muchas las cláusulas.

La repetición de una palabra constituye a veces la sentencia. Séneca, en la carta que escribió Nerón al Senado dando cuenta de haber muerto a su madre, queriendo probar que su vida había corrido peligro: Ni me persuado, ni me doy el parabién de estar fuera de riesgo. Es más viva la sentencia cuando encierra algunas cosas opuestas. Sé de quién he de huir, pero no sé a quién he de seguir. (Cicerón, Epist. ad Attic., libro VIII, 7).

Los más gustan de invenciones muy estudiadas, las que al principio lisonjean al oído como agudezas, pero, examinadas, causan risa; como aquélla de uno que fingen en las escuelas que se ahorcó porque padeció naufragio y primero tuvo mala cosecha en sus campos: Está en el aire, como que ni la tierra le quiere, ni el mar. Semejante es ésta a aquella otra que se dijo de un hijo, a quien su padre le dio veneno porque le despedazaba sus miembros: Quien tal come, tal beba. Y aquella otra contra un lujurioso, que se dice haber fingido la resolución de morir de hambre: Arma el lazo, porque razón tienes de estar enojado con tu cuello. Toma veneno, porque a un lujurioso le está bien acabar bebiendo. Sería nunca acabar el referir el abuso que se ha hecho de las sentencias. Vamos a lo que importa.

II. De las dos opiniones que hay en esta parte (queriendo unos hablar sólo por sentencias y otros desechándolas del todo) no admito ninguna.

Si son muchas se embarazan unas a otras, no menos que las plantas y árboles tan espesos que, por falta de terreno, no pueden crecer lo que debían. Ni en la pintura resaltarían las figuras, si los contornos y sombras no las separasen unas de otras. Por eso los pintores, que juntan   —66→   diversas cosas en un lienzo, las separan con sus distancias para que las sombras no confundan los objetos.

Asimismo, cuando son muchas, dejan desunida la oración; porque como cada sentencia hace sentido perfecto, comienza después otro de nuevo. De aquí nace que estando sin trabazón, y componiéndose no de miembros, sino de retazos, pierde la estructura natural; porque semejantes partes desunidas no pueden formar cuerpo.

Además de que este modo de decir, aunque claro, es como manchas de que está salpicado el discurso. Y así como le dan cierta gracia a la toga de un senador aquellos nudos de púrpura entretejidos en ella, así no caerían bien si fuesen muchos. Por donde, aunque parezca que resplandecen y resaltan estas sentencias, con todo podemos compararlas, no a la llama, sino a las chispas, que relucen entre el humo y no se echan de ver si toda la oración brilla con ellas, como vemos que se ocultan las estrellas con la presencia del sol. Cuando el discurso se remonta por medio de estos pequeños y repetidos esfuerzos, resulta una desigualdad semejante a los lugares quebrados y fragosos, y así ni bien merece la oración la admiración de elevada ni la alabanza de sencillez y llaneza.

Sucede también que el que sólo habla por sentencias ha de decir muchas insulsas, frías e inútiles; porque siendo muy frecuentes, no puede haber elección. Así vemos que se pone en lugar de sentencia la división y el argumento que termina la cláusula: verbigracia: Mataste a tu mujer, siendo adúltero; aun cuando la hubieras repudiado, era delito insufrible. Es división. ¿Quieres saber que hay también veneno de amor? Tendría vida este hombre si no lo hubiera bebido. Aquí hay argumento. Otros hay que aunque no usan de muchas sentencias, todo lo dicen en tono de sentencia.

Otros, por el extremo contrario, huyen de este gustoso adorno del lenguaje, desechando todo lo que no es hablar   —67→   con llaneza y sin esfuerzo y, temiendo el caer, no se levantan de la tierra. ¿Qué se puede reprender en las sentencias si son buenas? ¿No aprovechan a la causa? ¿No mueven al juez? ¿No recomiendan a la persona que habla?

Pero hay cierta especie de sentencias que los antiguos no usaron. ¿Hasta qué antigüedad se extiende esto? Porque si entiende la más remota, hay muchas en Demóstenes que ninguno hasta él usó. ¿Y cómo podemos aprobar el estilo de Cicerón, si fuera el mismo que el de Catón y de los Gracos? Pero antes de éstos se hablaba un lenguaje más llano.

Yo tengo a las sentencias por los ojos de la elocuencia; pero no quisiera que todo fuera ojos en el cuerpo, para que los demás miembros hagan también su papel. En caso de seguir extremos, más quisiera la aspereza antigua de sentencias que esta nueva licencia ya introducida por algunos novadores. Pero entre los extremos hay un medio, así como hay cierto aseo en el porte y traje que ninguno podrá reprender, sino que lo tendrá por virtud. Lo primero de todo procuremos evitar lo vicioso, no sea que queriendo aventajar a los antiguos, sólo logremos el no imitarlos en lo bueno.

Ahora hablaré de los tropos, que, en opinión de los más celebrados autores, son los movimientos del ánimo. Los gramáticos tratan también de ellos; pero yo los he omitido para este lugar, porque me pareció que el ornato de la oración era el punto más esencial y que debía reservarse para la parte más importante.



  —68→  

ArribaAbajoCapítulo VI. De los tropos

Hay dos especies de tropos.-I. Unos sirven para la significación: como metáfora, sinécdoque, metonimia, antonomasia, onomatopeya y catacresis.-II. Otros para adorno: como el epíteto, alegoría, enigma, ironía, perífrasis, hipérbaton e hipérbole.


Tropo es la mutación del significado de una palabra a otro, pero con gracia. Andan en disputa los gramáticos y los filósofos sobre sus géneros y especies, cuántos son y cuáles. Dejando aparte semejantes disputas, que de nada sirven para instruir al orador, sólo pondremos los necesarios y comúnmente recibidos, y decimos que algunos tropos se usan por razón de la significación y otros por adorno. Unos consisten en las palabras propias264 y otros en las trasladadas, siendo diversa su forma, no sólo en las palabras, sino en el sentido y composición. Por donde me parece ir descaminados los que ponen la razón de tropo en el uso de una palabra por otra. No ignoro que aun en los tropos que se ponen por razón del significado hay también adorno, aunque no al revés, pues habrá algunos que sólo miren al adorno.

I. Comencemos, pues, por la metáfora, esto es, traslación, que entre todos es el más hermoso y frecuente. Es   —69→   tan natural, que lo usan hasta los ignorantes sin advertirlo, y tan gustoso, que da mayor luz a la oración ya por sí clara. La metáfora no será vulgar ni baja ni dura, si se usa con juicio. Contribuye a la afluencia, ya trocando el significado, ya tomando de otra cosa la significación de lo que no tiene término propio, y hace que no falten palabras para expresar cualquier cosa, que es la mayor dificultad.

Por la metáfora se traslada una voz de su significado propio a otro donde o falta el propio, o el trasladado tiene más fuerza. Esto lo hacemos, o porque la necesidad nos mueve a ello, o porque queremos significar más o con más decencia, como dije. Y cuando nada de esto tenga la traslación, será impropia. Los del campo dicen por necesidad yema en las vides, porque ¿de qué otra palabra habían de usar? Dicen asimismo que los campos están sedientos; que las plantas están enfermas. Por necesidad decimos hombre duro y áspero; para expresar las cuales cosas no hallamos términos propios. Para mayor expresión decimos: encendido en ira; inflamado de la pasión, y deslizado en el error, porque con ningún término podríamos explicar la cosa con mayor viveza. Otras expresiones pertenecen al ornato, como: luz de la oración; claro linaje; tempestad del razonamiento; ríos de elocuencia. Así Cicerón llama a Clodio manantial de su gloria, y en otro lugar materia y sementera.

La metáfora es en un todo más breve que la semejanza, y se diferencia de ella en que aquélla se compara a la cosa que queremos expresar, ésta se dice por la misma cosa. Comparación es cuando digo que un hombre se portó en algún negocio como un león. Traslación cuando digo de un hombre que es un león.

Toda la fuerza de ésta parece ser principalmente de cuatro modos. Cuando en las cosas animadas se pone una por otra, como cuando se dice hablando de un cochero:

  —70→  
Con gran fuerza el regente
Hizo al caballo dar ligera vuelta.

Y como Livio refiere que Catón solía ladrar a Escipión. (Libro XXXVII, número 54). Las cosas inanimadas se toman por otras del mismo género, como:


Suelta a la flota la rienda.


(Eneida, VI, verso 1).                


O las cosas inanimadas por las animadas:


A impulso del acero, o por el hado,
Murió el valor de griegos.


O al contrario, como cuando Virgilio pone vertex por la cima de un peñasco o monte, como:


Sentado está en la cima de un peñasco265
Oyendo el pastor simple el gran ruido,
E ignora cuál la causa de esto sea.


(Eneida, II, verso 307)                


Y de éstas resulta principalmente una extraña sublimidad que, tocando en atrevida, se remonta con peligro de la traslación cuando a las cosas que carecen de sentido damos una cierta acción y alma, cual es:


El Arajes undoso
No sufridor de puente.


(Eneida, VIII, verso 728)                


Y aquélla de Cicerón: Porque ¿qué hacía ¡oh Tuberón! aquella tu desenvainada espada en el campo de Farsalia? ¿Al costado de quién se dirigía aquella punta? ¿Cuál era el objeto de tus armas? (Pro Ligario, número 9) Duplícase alguna vez esta belleza en Virgilio:


Y con veneno armar la aguda espada.


(Eneida, IX, 773)                


Porque armar con veneno y armar la espada es traslación.

Mas así como el moderado y oportuno uso de este tropo hace clara la oración, así el frecuente no sólo la obscurece,   —71→   sino que la hace enteramente fastidiosa, y continuado viene a dar en alegoría y enigmas. Hay también algunas traslaciones de cosas bajas, como aquello de que poco ha dije: Verruga de peñascos. (Orator, III, 153 y 164) Otras hay de cosas sucias. Porque si Cicerón dijo con propiedad sentina de la república, significando una gavilla de hombres corrompidos, no tengo yo por eso de aprobar también aquello de un orador antiguo: Cortaste de raíz las apostemas de la república. Y Cicerón demuestra muy bien que debe tenerse cuenta que la traslación no sea deforme, cual es llamar a Glaucia estiércol de la curia. Ni explique más de lo justo, ni menos, que es vicio más común; ni sea de cosa desemejante. Ejemplos de lo cual encontrará con demasiada frecuencia el que supiere que los tales son vicios. Pero aunque el excesivo número de las metáforas es también cosa viciosa, particularmente lo es cuando todas son de una misma especie. Hay también traslaciones duras, esto es, sacadas de una remota semejanza, como:


Las nieves de la cabeza.


(Horacio, libro IV, oda 13)                



Y... Los invernizos Alpes
      El gran Jove escupió con cana nieve.


(Horacio, libro II, sat. V, verso 4)                


Pero es muy craso error pensar, como hacen algunos, que viene bien aun en la prosa aquello que les es permitido a los poetas, los cuales lo enderezan todo a recrear, y a muchísimas cosas se ven también precisados por la misma necesidad del metro. Mas yo no diría perorando, Pastor del pueblo a imitación de Homero. (Ilíada, II, 85, etc.) Ni que las aves nadan por el aire, ni que reman con las plumas, aunque Virgilio haya usado bellísimamente de esta expresión hablando de las abejas y de Dédalo. (Geórgicas, IV, verso 58, Eneida, libro VI, 19). Porque la metáfora, o debe llenar un hueco, o si ocupa el lugar de otra palabra debe expresar más que aquélla por la que se sustituye.

  —72→  

Lo cual diré casi con alguna más razón de la sinécdoque. Porque la traslación se inventó para mover las más veces los ánimos y caracterizar las cosas y ponerlas delante de los ojos. Ésta puede variar la oración de suerte que de una sola cosa entendamos muchas266; la parte por el todo, la especie por el género, los antecedentes por los consiguientes o al contrario; en todas las cuales cosas tienen más libertad los poetas que los oradores. Porque así como en la prosa no sonará mal decir la punta del acero por la espada, y el techo por la casa, así disonará el tomar la popa por la nave, y el abeto por las pequeñas tablas de escribir. Y además de esto, así como se tomará el acero por la espada, no así el cuadrúpedo por el caballo.

Más en la prosa se podrá usar sobre todo la libertad de poner un número por otro. Porque Livio dice así muchas veces: Venció el romano en la batalla cuando da a entender que han vencido los romanos. Y por el contrario Cicerón a Bruto: Al pueblo, dice, hemos engañado y hemos sido tenidos por oradores, hablando de sí tan solamente. El cual es un modo de hablar que no sólo adorna las expresiones de un discurso, sino que también tiene cabida en el estilo familiar.

No se diferencia mucho de este género la metonimia, que es poner un nombre por otro nombre. Cuya fuerza está en poner en lugar de aquello que se dice la causa por que se dice. Ésta da a entender las cosas inventadas por el inventor de ellas y las contenidas por los continentes, como:


A Ceres de las olas mareada
Sacan.


(Eneida, I, 181).                



Y Horacio... En la tierra admitido
      Neptuno las armadas
      Del Aquilón defiende.


(Arte poética, 63).                


Lo cual si se hace al revés resulta mayor dureza.

Mas va a decir mucho el saber en qué términos podrá   —73→   hacer uso del dicho tropo el orador. Pues así como vulgarmente hemos oído decir Vulcano por el fuego, y es elegante expresión: con dudoso Marte se peleó, así también vemos poner a Baco y Ceres por el vino y por el pan con más libertad de la que permite la seriedad del foro, a la manera que el uso admite el contenido por el continente, como ciudades de buenas costumbres, vaso apurado y siglo feliz. A lo contrario de esto rara vez se atrevería alguno a no ser en verso:


Ya el vecino Ucalegón se abrasa.


(Eneida, II, 311).                


A no ser que tal vez se tome más bien la cosa poseída por el poseedor, como decir que es devorado el hombre cuyo patrimonio ha sido consumido.

Es frecuente también en los poetas y oradores el mostrar la causa por el efecto. Pues los poetas dicen:


La macilenta muerte
Con pies iguales huella
Las chozas de los pobres,
Y las torres soberbias
De los reyes.


(Horacio, libro I, oda 4).                



Y... Las enfermedades amarillas,
       Y la triste vejez allí habitan.


(Eneida, VI, 275).                


Y un orador dirá: precipitada ira, alegre juventud, ocio pesado.

La antonomasia, que pone alguna cosa en lugar de un nombre propio, es de uno y otro modo muy frecuente en los poetas, ya por medio de un epíteto, porque quitado aquél a quien se junta vale tanto como el nombre, como Tidida por Diomedes hijo de Tideo, Pelida por Anquises hijo de Peleo, y ya por lo particular que hay en cada uno:


El rey del ser humano267,
Y de los dioses padre omnipotente.


(Eneida, I, 69).                


  —74→  

Y por los hechos en que se señala la persona:


Que del lecho colgadas
Dejó aquel hombre impío268


(Eneida, IV, 495).                


Aunque los oradores hacen rara vez uso de este tropo, sin embargo alguna vez le usan. Pues aunque no digan Tidida y Pelida, no dudarán poner el asolador de Cartago y de Numancia por Escipión, y el príncipe de la elocuencia romana por Cicerón. El mismo Tulio usó ciertamente de esta libertad: No en muchas cosas yerras, dijo aquel anciano maestro al hombre más valeroso, y si yerras puedo corregirte. Porque ninguno de los dos nombres propios está puesto y uno y otro se entienden269.

La onomatopeya, esto es, ficción de un nombre, tenida por los griegos por una de las mayores virtudes, apenas se nos permite a nosotros. Y hay muchísimos nombres inventados a este tenor por los primeros autores de nuestra lengua acomodando el sonido de ellos a la naturaleza de lo que pretendían expresar, pues las palabras mugido, silbido y murmullo, de su sonido tuvieron su principio. Después como si todas las cosas hubiesen ya llegado a su total perfección, nada nos atrevemos a inventar nosotros mismos, siendo así que muchas de las palabras que inventaron los antiguos van perdiendo su uso diariamente. Con dificultad nos permitimos las que llaman derivadas, las cuales tienen de cualquier modo su inflexión de las palabras puestas en uso, cuales son: proscripturit, sullaturit. Y la expresión postes laureados en lugar de coronados de laurel son de la misma invención.

Tanto más necesaria es la catacresis, que con razón llamamos abuso, la cual a aquellas cosas que carecen de propio   —75→   nombre les acomoda el que se les acerca. De esta manera dice Virgilio:


Dando Palas industria a sus engaños,
Un caballo construyen.


(Eneida, II, 15).                


Y entre los trágicos, et iam leo pariet, aunque la palabra leo significa el león padre. De éstas hay mil expresiones, y también puede llamarse vinagrera todo lo que tiene figura de vinagrera, y puede también darse el nombre de pixides o de boj a los pequeños vasos de cualquier materia que sean, y el de parricida al que quita la vida a su madre o a su hermano. Mas este tropo debe distinguirse de la traslación, porque cuando falta el nombre es catacresis y cuando se pone otro nombre es traslación.

II. Los demás tropos no se usan ya para mayor expresión ni para dar más fuerza al discurso, sino tan solamente para adornarlo.

Porque de hecho le adorna el epíteto, que propiamente decimos que se pone por oposición y algunos le ponen por modo de acompañamiento. Los poetas usan de él con más frecuencia y libertad. Porque para ellos basta que convenga a la palabra a quien se junta, y así en ellos no es reprensible el decir: Dientes blancos y húmedos vinos. Para un orador si el epíteto no produce algún efecto, se tiene por superfluo. Y entonces logra efecto cuando sin aquello lo que se dice tiene menos alma, cuales son: ¡Oh maldad abominable! ¡Oh liviandad infame! Mas toda la oración queda adornada, sobre todo con las traslaciones, como cuando se dice: Desenfrenada codicia y locas fábricas. Suele también hacerse el epíteto de otros tropos que se le juntan como en Virgilio: La vergonzosa necesidad y la triste vejez. (Eneida, VI, 276. Geórgicas, III, 67).

Pero es tal la naturaleza de este adorno que, sin los adjetivos, la oración queda desnuda y como desaliñada. Sin embargo no ha de hervir en epítetos. Porque se hace dilatada   —76→   y embarazosa, de suerte que en las cuestiones parece semejante a un ejército que tiene tantos vivanderos como soldados, en el cual el número es duplicado, mas no son duplicadas las fuerzas. Aunque no sólo suele añadirse una palabra por epíteto, sino muchas en número, como cuando Virgilio dice:


Anquises valeroso, dignamente
De la alma Venus por marido amado,
De dioses tierno amor, del fuego ardiente
De Troya por dos veces ya escapado.


(Eneida, III, 473).                


Pero aun ni en verso parecen bien dos epítetos unidos a una sola palabra.

Mas hay algunos a quienes absolutamente les parece que éste no es tropo, porque ninguna mutación admite. Porque si separares el nombre apelativo del propio, es necesario que por sí solo signifique y haga antonomasia. Pues si dices: aquel que destruyó a Numancia y a Cartago, es antonomasia; si añadieres Escipión, es aposición. Es, pues, inseparable.

La alegoría, que interpretamos inversión, muestra una cosa en las palabras y otra en el sentido, y también a veces lo contrario, como:


¡Oh nave! nuevas olas
Volverante a llevar arrebatada
A la alta mar. ¡Oh! mira lo que haces,
Al puerto con denuedo te retira


(Horacio, libro I, oda 14).                


Y todo aquel lugar de Horacio en que toma la nave por la república, las tempestades de las olas por las guerras civiles, y el puerto por la paz y la concordia.

Úsase en la prosa frecuentemente de semejante alegoría, pero rara vez de modo que toda ella lo sea270, consta   —77→   ordinariamente de palabras claras. Total es semejante alegoría en Cicerón. Porque me maravillo y me quejo de que hombre alguno quiera en tanto grado echar a otro a fondo con las palabras que aun a la nave en que él mismo navega dé barreno. La alegoría mixta es muy frecuente (Cicerón, Pro Milone, número 5): A la verdad entendí siempre que tendría que correr Milón las otras borrascas y tormentas, por lo menos las que hay en el mar alborotado de las juntas. Si no hubiera añadido por lo menos las que hay en el mar alborotado de las juntas sería pura alegoría, mas aquí está mezclada. Por esta mezcla la belleza de este tropo resulta de las palabras trasladadas y la claridad de las propias.

Pero ningún modo de hablar hay que dé mayor belleza a la oración que aquél en que se halla mezclada la gracia de la semejanza, de la alegoría y de la traslación. ¿Qué estrecho de mar o qué Euripo juzgáis que tiene tantos movimientos, tan grandes y tan diversas agitaciones, alteraciones y tempestades como las revoluciones y tormentas que ocasiona la celebración de las juntas? Un solo día que pase de por medio o una noche que medie, no sólo lo revuelve todo muchas veces, sino que alguna vez un ligero rumor muda toda opinión. (Cicerón, Pro L. Mur., número 17).

Sobre todo debe también cuidarse de concluir con el mismo género de traslación con que se hubiere comenzado. Porque muchos después que tomaron el principio de una tempestad, concluyen con un incendio o una ruina; lo cual es una inconsecuencia de cosas la más fea.

Pero la alegoría sirve también frecuentísimamente para los pequeños ingenios y para el lenguaje cuotidiano. Porque aquellas expresiones tan trilladas ya en la defensa de los pleitos: Venir a las manos, tirar a degüello y derramar sangre, son todas alegóricas, y sin embargo no ofenden. Pues la novedad y variación en el lenguaje son agradables, y causan más deleite si son impensadas. Y por lo tanto hemos pasado ya de raya en estas cosas, y aniquilado   —78→   la hermosura del lenguaje con una desmesurada afectación.

En los ejemplos271 hay alegoría si no se ponen del modo susodicho. Pues así como se puede decir que Dionisio está en Corinto, expresión que todos los griegos usan, así también pueden decirse otras muchísimas cosas a este tenor.

La alegoría que es obscura se llama enigma; vicio (a mi modo de pensar, si es que es virtud el hablar con claridad) de que no obstante hacen uso los poetas:


Dime ahora, pues, en qué parte del suelo,
Y para mí serás el grande Apolo,
Apenas se descubre el claro cielo
El espacio tan sólo de tres codos.


(Virgilio, Églogas, III, 104).                


Y alguna vez los oradores como Celio que llamó a Clitemnestra Cuadrantaria272.

Pero aquel tropo en que se muestran cosas contrarias es ironía: llámanla irrisión o mofa; la cual se conoce, o por el modo de decir, o por la persona, o por la naturaleza del asunto. Pues si alguna de estas cosas no se conforma con lo que suenan las palabras, claro está que se quiere decir cosa diversa de lo que se dice.

Mas cuando con muchas palabras se explica lo que puede   —79→   ciertamente decirse con menos o con una sola, se llama perífrasis; esto es, rodeo de palabras; el cual alguna vez se hace necesario cuando se reboza aquello que con su propio término sería una cosa vergonzosa, como cuando Salustio dice: A la necesidad corporal. A veces se dirige solamente al ornato, el cual es muy frecuente entre los poetas, como:


Era aquel tiempo en que al primer reposo
Se iban ya los mortales entregando;
Y el sueño, de los dioses don sabroso,
Sin sentirse, el sentido va privando.


(Eneida, II, 268).                


Y no es raro entre los oradores, aunque siempre más moderado. Porque todo lo que con más brevedad puede darse a entender y se muestra con el adorno más difusamente, es perífrasis, a quien en latín se le ha dado el nombre circumlocutio, no acomodado en realidad para significar una virtud del lenguaje. Pero así como cuando se hace con gracia se llama perífrasis, así cuando da en vicioso se llama perisología, esto es, lenguaje superfluo. Porque de estorbo sirve todo lo que nada sirve.

Con razón contamos también entre las virtudes del lenguaje a la hipérbaton, esto es, el trastorno de las palabras; el cual frecuentemente requiere la naturaleza y hermosura de la composición. Porque muchísimas veces se hace la oración áspera y dura, lánguida y malsonante si las palabras se reducen a su riguroso orden y se juntan con las inmediatas según se presentan, aun cuando no se puedan unir. Débense, pues, dejar unas para otro lugar y anteponer otras; y como sucede en las fábricas de piedras toscas, cada una debe colocarse en el lugar en que mejor viene. Porque no somos nosotros capaces de recortarlas ni pulirlas de manera que puestas juntas tengan mejor unión entre sí mismas, sino que se ha de hacer uso de ellas tales cuales son, y se les ha de acomodar el puesto   —80→   que más les cuadre. Y ninguna otra cosa puede hacer el lenguaje numeroso, sino la oportuna mutación del orden de las palabras.

Pero cuando esta mutación se hace de dos palabras, se llama anástrofe, esto es, cierta trasposición, cuales son vulgarmente mecum, secum; y entre los oradores e históricos, quibus de rebus. Mas cuando por hermosura se pone más separada una palabra, toma propiamente el nombre de hipérbaton, como cuando dice (Cicerón, Pro Cluentio, número 4): Animadverti iudices, omnem accusatoris orationem in duas divisam esse partes. Pues si hubiera dicho: in duas partes divisam esse, era según el orden natural, pero sería una cosa dura y sin gracia. También hacen los poetas división y trasposición de las palabras, como cuando Virgilio dice (Geórgicas, III, verso 385):


Hyperbores septem subiecta trioni.


lo que de ninguna suerte admitirá la prosa.

En el último lugar he colocado a la hipérbole, que es de un adorno más atrevido. Ésta es una ponderación que se aparta de la verdad. Su gracia consiste igualmente en aumentar o disminuir las cosas. Se hace de muchas maneras. Porque o decimos más de lo que ha sucedido, como: Vomitando llenó todo su seno y todo el tribunal de trozos de comida. (Cicerón, Filípicas, II, 63).


Y dos altos peñascos
A las estrellas altas amenazan.


(Eneida, I, 168).                


O ponderamos las cosas por semejanza, como:


Sin duda creerías,
Que su nativo asiento habían dejado
Las ínsulas Cicladas,
Y andaban por el ancho mar nadando.


(Eneida, VIII, 691).                


O por comparación, como:


Más veloz que las alas de los rayos.


(Eneida, V, 319).                


  —81→  

O como con ciertas señales:


Volara por encima de las mieses,
Sin que doblara las aristas tiernas
Con su volante planta.


(Eneida, VII, 808).                


O por traslación, como aquella misma palabra volara.

Algunas veces se hace mayor la hipérbole añadiéndole otra, como cuando Cicerón dice contra Marco Antonio: ¿Qué tan voraz Caribdis? ¿Caribdis digo? la que si existió fue un tan sólo animal. El Océano a fe mía apenas parece haber podido sorberse tan prontamente tantas cosas, tan separadas y puestas en tan distantes lugares.

Mas me parece haber hallado una exquisita figura de esta clase en el príncipe de los líricos, Píndaro, en el libro que intituló Himnos. Porque éste dice que el ímpetu de Hércules contra los Meropas, que se dice que habitaron en la isla de Coo, fue semejante, no al fuego ni a los vientos ni al mar, sino a un rayo: para que así como aquello era menos, esto igualase la cosa. Lo que habiendo imitado Cicerón compuso aquello contra Verres: Por largo espacio estaba en la Sicilia, no aquel Dionisio ni Falaris (porque en otro tiempo hubo en aquella isla muchos y crueles tiranos), sino un raro monstruo de aquella antigua fiereza que se cuenta haber habido en los mismos lugares. Pues no creo que Caribdis o Escila fueron tan perjudiciales a las naves como éste lo fue en el mismo estrecho.

Y no son menos los modos de disminuir.


Apenas en los huesos se mantienen.


(Églogas, II, 102).                


Y lo que Cicerón escribe en un pequeño libro jocoso.


Fundum Varre vocat, quem possim mittere funda:
Ni tamen exciderit, qua cava funda patet.


Pero en esto también debe observarse una cierta medida. Porque aunque toda hipérbole es decir más de lo que   —82→   se cree, sin embargo no debe ser desmesurada; pues por ninguna otra vía se incurre más en la cacocelía o afectación. Vergüenza causa hacer relación de los muchísimos vicios que de aquí han tenido su principio, con especialidad no teniendo nada de desconocidos ni ocultos. Baste advertir que la hipérbole falta a la verdad, mas no de tal manera que pretenda engañar con la mentira. Por lo que debe considerarse más hasta qué punto conviene ponderar lo que no se nos cree. Esta ponderación llega muchísimas veces hasta mover la risa; la que si excita, toma el nombre de urbanidad, pero si no de tontería.

Está también en uso esta figura aun entre el vulgo y entre los ignorantes y gente campesina, sin duda porque todos desean naturalmente aumentar o disminuir las cosas y ninguno se contenta con la verdad. Pero se disimula, porque no afirmamos. Entonces es la hipérbole virtud del lenguaje cuando aquella misma cosa de la que se ha de hablar ha traspasado la medida natural. Permítese, pues, el decir más, porque no es posible el decir cuanto ello es, y tiene más gracia la expresión dando a entender más que quedándose corta. Pero basta de esta figura, porque ya tratamos más copiosamente este mismo lugar en aquel libro en que expusimos las causas de la corrupción de la elocuencia.