
La experiencia del «deseo abisal» en San Juan de la Cruz: «Que bien sé yo la fonte que mana y corre»
Salvador Ros García
Al abordar la obra
de San Juan de la Cruz no habría que perder de vista que
estamos ante un místico, un hombre espiritual, y a la vez un
extraordinario poeta: el poeta místico por antonomasia de la
literatura española, el más eximio y el más
breve -con sólo 15 poemas que suman en total 960 versos, de
los cuales 264, correspondientes a la trilogía lírica
de Cántico-Noche-Llama, le han hecho justamente
famoso-, y que sólo enfocándolo poéticamente
se le puede comprender, pues todo él es poesía, en el
sentido más noble de la palabra, por cuanto que en la rica
polisemia de sus versos se encierra ya todo su mensaje. Así
lo recordaba Domingo Ynduráin, como premisa obligada para
todo tipo de lectores: «La mayor cantidad
de información y la más valiosa se encierra en la
poesía, que es el hecho diferencial, el testimonio
más próximo a la fuente, directo. Por ello, incluso y
sobre todo para teólogos y doctrinales, es la poesía
el texto más rico»
1.
Efectivamente, es en la poesía donde se encuentra lo esencial de su experiencia, algo que él nunca quiso transmitir en prosa, en relatos o descripciones de fenómenos como los de Santa Teresa. En su obra, por ejemplo, no encontraremos nada semejante al episodio teresiano de la transverberación o al de las llagas de San Francisco en el monte Alverna. Todo lo que podemos saber de su experiencia tenemos que buscarlo en los poemas, en el manantial de los símbolos que fluyen por ellos2. Y aunque es cierto que el poeta ha despersonalizado en parte esos poemas al hacerlos existenciales, transfigurando el «yo íntimo» en un «yo fundamental», desnudado de todo lo anecdótico, con el fin de que pudiera leerse y reconocerse en ellos la historia de cualquier alma, no obstante, por debajo del símbolo sigue estando su propia experiencia3, cuyos versos se enuncian de manera autobiográfica, en primera persona e incluso con el «yo» más enfático4.
Tal es el caso del poema Que bien sé yo la fonte que mana y corre, o «Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe», como se anuncia en el manuscrito de Sanlúcar, códice de autenticidad indiscutible al ser revisado y corregido por el propio Juan de la Cruz; poema que, como vamos a ver, constituye una de las expresiones más logradas y hermosas del deseo profundo del hombre, de lo que él llama el «deseo abisal», la experiencia del Dios deseado y deseante (deseado por deseante) en el centro del alma5.
Cantar del alma que se
huelga de conocer a Dios por fe
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El poema Que
bien sé yo la fonte, junto con el Romance sobre el
Evangelio «In
principio erat Verbum», el otro Romance que
va por «Super Flumina Babilonis» y las 31 primeras
canciones del Cántico espiritual, fue compuesto en
las amargas circunstancias del cautiverio toledano, donde el poeta
místico permaneció secuestrado por espacio de nueve
largos meses (desde principios de diciembre de 1577 hasta mediados
de agosto de 1578) en lo que eufemísticamente se ha llamado
cárcel, pero que en realidad no era otra cosa que el
«hueco de una pared», un zulo que «tenía de ancho seis pies y hasta diez de
largo, sin otra luz ni respiradero sino una saetera en lo alto, de
hasta tres dedos de ancho, porque, como se había hecho para
retrete de esta sala en que poner un servicio cuando aposentaban en
ella a algún prelado grave, no le habían dado
más luz»
21,
y en unas condiciones inhumanas, de absoluta incomunicación,
física y espiritual, pues se le privó incluso hasta
del consuelo de celebrar la misa22.
En aquel encerramiento, en aquellas condiciones que pusieron a prueba la fortaleza física, psicológica y espiritual de fray Juan, se produjo el despegue conocido de su lírica excepcional. Al principio, sin papel, sin tinta, sin apenas luz, y sin otra lectura que la del breviario y un libro de devociones, el prisionero fue cincelando versos de memoria; después, gracias a la benevolencia del nuevo carcelero que le proporcionó los útiles indispensables, trasladó al papel aquellos versos aurorales, que quizás también pudo pulir y completar. Así fue como compuso el cuadernillo de las cuatro piezas poéticas que sacó consigo, cuando una noche de agosto avanzado, y con la complicidad del benévolo carcelero, se fugó del calabozo toledano.
En cuanto a la fecha exacta en la que habría compuesto el poema que nos ocupa, José Vicente Rodríguez propuso hace ya algún tiempo, con argumentos serios, la posibilidad de que el motivo inspirador hubieran sido las fiestas litúrgicas de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi, que según el calendario de 1578 se sucedieron en los días 25 y 29 de mayo respectivamente, cuando el prisionero disponía ya de los útiles necesarios para poder escribir23. Sin embargo, la mayoría de los críticos no parece haberse enterado de semejante propuesta, pues todavía hoy se sigue repitiendo, por pura inercia y sin datos fiables, la de una fecha más tardía: en torno a la fiesta de la Asunción, a mediados de agosto, en vísperas de escaparse24.
El episodio de la
cárcel fue seguramente el más dramático de su
existencia, también el más llamativo, a veces casi el
único recordado por la memoria colectiva, aunque a decir
verdad lo más admirable del caso es que saliera como
salió, que en lugar de sacar frustración y
agresividad fuera capaz de sacar lo mejor de sí mismo, hasta
el punto de que cabría preguntarse si realmente hubiera
podido sobrevivir en aquellas condiciones y durante tanto tiempo de
no haberse dedicado a componer aquellos poemas25.
«¿La poesía -se preguntaba
Juan Ramón Jiménez- sale de la vida o la vida de la
poesía?»
26.
En el caso de San Juan de la Cruz, ¿no sería
precisamente para hacer brotar de aquellos versos la vida que
querían arrebatarle, el deseo más profundo sin el
cual ningún ser humano puede sobrevivir? Esa apremiante
necesidad, como recordaría después Rilke en sus
Cartas a un joven poeta, es el origen de toda obra de
arte:
«Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad. En esa índole de su origen está su juicio, no hay otro. Por eso, mi distinguido amigo, no sabría darle más consejo que éste: entrar en sí mismo y examinar las profundidades de que brota su vida: en ese manantial encontrará usted la respuesta a la pregunta de si debe crear»27. |
La creación poética de Juan de la Cruz en la cárcel de Toledo parece responder, efectivamente, a ese principio de necesidad enunciado por Rilke:
«Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad. Entonces intente, como el primer hombre, decir lo que ve y lo que experimenta y ama y pierde... Y aunque estuviera usted en una cárcel cuyas paredes no dejaran llegar a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no seguiría teniendo siempre su infancia, esa riqueza preciosa, regia, el tesoro de los recuerdos? Vuelva ahí su atención. Intente hacer emerger las sumergidas sensaciones de ese ancho pasado»28. |
Los comentarios de Rilke parecen conducirnos a la fuente misma de la lírica sanjuanista, a esas profundidades de las que brota la vida:
«Lo que se necesita es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Entrar en sí y no encontrarse con nadie durante horas y horas. Estar solo, como se estaba solo de niño, cuando los mayores andaban por ahí, enredados con cosas que parecían importantes y grandes, porque los mayores parecían tan ocupados y porque no se entendía nada de lo que hacían... Piense usted en el mundo que lleva en usted mismo, y llame como quiera a ese pensar; bien sea recuerdo de la infancia propia o anhelo del propio porvenir, pero esté atento ante lo que surge en usted, y póngalo por encima de todo lo que observe en torno. Su acontecer más íntimo es digno de todo su amor; en él debe usted trabajar, de un modo o de otro, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en explicar a la gente su posición»29. |
En fin, el
calabozo toledano fue para Juan de la Cruz «como una abundante mina con muchos senos de
tesoros, en los cuales el alma no puede entrar ni puede llegar a
ellos si no pasa primero por la estructura del padecer interior y
exterior a la divina sabiduría»
(CB 37, 4),
«porque el más puro padecer trae
más íntimo y puro entender, y por consiguiente
más puro y subido gozar, porque es de más adentro
saber»
(CB 36, 12). Algo semejante a lo que otro
prisionero insigne, fray Luis de León, expresaba de su
encarcelamiento en Valladolid, los efectos positivos de aquel
«ocio» que le permitiría culminar otra obra
cimera de la literatura española:
«Ya que la vida pasada, ocupada y trabajosa, me fue estorbo para que no pusiese este mi deseo y juicio en ejecución, no me parece que debo perder la ocasión de este ocio en que la injuria y mala voluntad de algunas personas me han puesto; porque, aunque son muchos los trabajos que me tienen cercado..., han serenado mi ánima con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el negocio de la verdad, veo ahora y puedo hacer lo que antes no hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien»30. |
Aparte del díptico inicial que sirve de encabezamiento, el poema se presenta claramente con una estructura tripartita (muy propia de Juan de la Cruz), desarrollada en tres tiempos: a) en las cinco primeras canciones (coplas 1-5), el poeta expresa el conocimiento de una misteriosa mente, lejana e íntima a la vez, y de sus benéficas propiedades; b) en las tres siguientes (coplas 6-8), dice conocer también el dinamismo de esa fuente, que sale de sí, se desborda en unos «caudalosos corrientes» que llegan hasta los confines del orbe; y c) en las tres últimas (coplas 9-11), el poeta habla no ya de un conocimiento sino de un estado de íntima unión con la fuente, tan identificado con ella que son una misma cosa.
En cuanto a su
temática, no hay que olvidar que este poema nació a
la par del primer Cántico (CA), en el que se habla
también de una «cristalina fuente» (la
canción 11) a la que el poeta místico le pedía
el cumplimiento de su deseo, que le reflejara «los ojos
deseados / que tengo en mis entrañas dibujados», la
mirada del Amado que lleva dentro. Esa estrofa 11 -«¡Oh
cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases
de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas
dibujados»- es clave en el proceso del
Cántico, marca el final de la búsqueda por
parte de la amada y la primera aparición del Amado. Como
bien dijo José Ángel Valente, «es el eje del
Cántico», por lo que «en cierto modo, el Cántico
habría de leerse desde la canción
11»
31.
Y ésta -añadimos nosotros- habría que leerla
desde el poema Que bien sé yo la fonte, pues aunque
en principio parecen distintas -la fuente del
Cántico es estática; esta otra es
dinámica, «mana y corre», originando a su paso
todo un estremecimiento cósmico-, en realidad son iguales,
se trata de la misma fuente especular nocturna -de
«semblantes plateados» en el Cántico,
de brillo espectral, lo mismo que va diciendo la cadencia
repetitiva «aunque es de noche»-, y ambas con la misma
significación simbólica: la fuente como lugar de
encuentro, de transparencia absoluta, donde se da la objetividad
del amor, la visión del deseo.
«Poesía es voz de lo inefable
-decía Juan Ramón Jiménez-. A pocos poetas les
ha sido dado tener esa voz. En España la tuvo San Juan de la
Cruz»
32.
Siguiendo esta intuición, se podría decir que para el
místico Carmelita la poesía es propiamente la voz del
deseo, porque el deseo, en su esencia, es también inefable,
su origen y su finalidad están más allá de
toda palabra. Con razón se ha dicho que el deseo es el
sinus cordis,
el seno del corazón del hombre (San
Agustín)33,
el conatus
essendi, el impulso de ser en plenitud, la esencia misma del
hombre (Spinoza)34.
Deseo es ordinariamente deseo de algo. Deseamos aquello que necesitamos, que nos es indispensable para realizarnos como sujetos. A este primer nivel pertenecen los innumerables deseos orientados a los bienes concretos que satisfacen nuestras múltiples necesidades, que sirven de motivación para todo lo que hacemos. Pero si analizamos en profundidad el misterio del corazón humano, por debajo de los múltiples deseos late un deseo radical que ya no depende del sujeto, anterior a él, en el que éste se ve envuelto y que, más que orientarle a la posesión de un bien mundano, suscita en él una tendencia que ningún bien mundano es capaz de aquietar.
Esto es lo que los autores medievales llamaban el desiderium naturale videndi Deum, el deseo natural de ver a Dios, es decir, el deseo de Dios mismo, en el que su término es al mismo tiempo su origen, al que el hombre está siempre abierto, pero con el que no consigue coincidir, porque es el origen del que está constantemente surgiendo; y natural, porque no es un deseo añadido al espíritu humano, sino constitutivo de su ser, expresión del ser humano como ser-para-Dios35.
También San
Juan de la Cruz remite a ese nivel profundo del deseo cuando
distingue entre los muchos deseos y lo que desea tu corazón;
«Niega tus deseos y hallarás lo
que desea tu corazón»
(Dichos 15), es decir, el
deseo que es tu corazón. Y para mostrar la hondura de ese
deseo que es el corazón del hombre, utiliza un calificativo
propio: «deseo abisal», esto es, deseo abismal, deseo
insondable para el hombre como son los abismos36.
Así, pues,
por debajo de los deseos que el hombre produce, existe el deseo que
le constituye, el deseo de infinito que sólo el Infinito ha
podido grabar en nosotros al hacernos a su imagen -«el deseo del hombre es el deseo del
Otro»
37-
y que por eso habla a gritos de quien le ha puesto en nosotros y
nos orienta permanentemente hacia un más allá de todo
lo que nos ofrecen los distintos objetos mundanos que se
corresponden con nuestros deseos inmediatos. El contenido de ese
deseo radical es el Sumo Bien, o, por otro nombre, la felicidad,
algo que todo hombre ve en su corazón38,
que «natural y sobrenaturalmente
apetece»
(CB 38, 3). En este sentido se podría
definir a Dios como la Fuente del Deseo, «porque el deseo de Dios es disposición
para unirse con Dios»
(LlB 3, 26).
El hombre aparece así como un ser que aspira a ser algo que sólo puede hacerse realidad por donación de aquel al que su deseo aspira. Consiguientemente, el itinerario del alma hacia Dios, según San Juan de la Cruz, se resume en ese paso purificador de los múltiples deseos del apetito que vierten al hombre fuera de sí, hacia los objetos de esos deseos, a lo que de verdad desea su corazón, hacia la presencia de la que procede y con la que sólo puede encontrarse yendo más allá de sí mismo39.
Pues bien, esta
experiencia del «deseo abisal» es la que canta y cuenta
el poeta místico en el poema Que bien sé yo la
fonte que mana y corre, el descubrimiento del fondo
último del sujeto, allí donde puede decirse sin asomo
de panteísmo que «el centro del
alma es Dios»
(LlB 1,12), y al que se llega en un
descenso análogo al descrito por Teilhard de Chardin:
«Así, pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!), tomé una lámpara y abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se me descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente, y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo, del que surgía, viniendo yo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida... Fue entonces cuando, emocionado con mi propio descubrimiento, quise salir a la luz del día, olvidar el enigma inquietante en el entorno confortador de las cosas familiares, volver a empezar a vivir en superficie, sin sondear imprudentemente los abismos. Pero he aquí que, bajo el propio espectáculo de las agitaciones humanas, vi reaparecer ante mis ojos avisados al Desconocido de quien quería huir. Esta vez no se me ocultaba en el fondo de un abismo: se disimulaba ahora bajo la multitud de azares entretejidos, en donde se forma la urdimbre del Universo y la de mi pequeña individualidad. Pero era el mismo misterio: yo lo he reconocido... Sí, Dios mío lo creo: y lo creo tanto más gustosamente cuanto que en ello no se juega sólo mi tranquilidad, sino mi realización; eres Tú quien está en el origen del impulso, y en el término de esa atracción. En la vida que brota en mí, en esta materia que me sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Ti mismo; a Ti, que me haces participar de tu ser y que me moldeas»40. |
Una experiencia
que en el lenguaje religioso del místico Carmelita equivale
al desposorio espiritual: «El alma, en
este estado de desposorio espiritual, está con aquella gran
fuerza de deseo abisal por la unión con Dios,
así como la piedra cuando con grande ímpetu y
velocidad va llegando hacia su centro»
(CB 17, 1),
«siendo Dios aquí el principal
amante, que con la omnipotencia de su abisal amor absorbe
el alma en sí con más eficacia y fuerza que un
torrente de fuego»
(CB 31, 2).
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Los encabezamientos poéticos de Juan de la Cruz, cuando utiliza las formas populares de coplas o glosas a lo divino, suelen ser de tres o cuatro versos. Este es de dos, y además irregulares, con un endecasílabo y un pentasílabo en rima asonante, lo que a juicio de Dámaso Alonso parece un híbrido raro de dos mundos literarios distintos: el petrarquista o italianizante, al que corresponderían el endecasílabo primero y los pareados de las demás estrofas, y el tradicional castellano al que pertenecería el pentasílabo «aunque es de noche», desligado de la rima de las estrofas y convertido en cadencia repetitiva del poema41. De ser así, novedad renacentista y tradición castellana se habrían fusionado en la forma de esta composición poética, que se inicia con un que sin acento, de carácter enunciativo o de ilación, sin verbo introductor (como en la famosa copla sobre el caballero de Olmedo: «Que de noche le mataron / al caballero...»), y que refuerza la afirmación inicial en un tono muy natural.
Igualmente extraña le parecía al mismo Dámaso Alonso la forma arcaica de fonte, sin diptongación, y que repite en los vv. 3 y 27, cuando en otras dos ocasiones utiliza la forma culta y diptongada de fuente (en los vv. 21 y 33). Esa falta de diptongación de la ó tónica le hacía pensar al eminente crítico en posibles reminiscencias del romance de Fontefrida o de algún villancico popular que sobrevivió total o parcialmente en los dos primeros versos, donde la forma fonte venía dictada por un esquema asonante (fonte/ corre/ noche) y con tres versos en lugar de dos: un heptasílabo -«Que bien sé yo la fonte»- más dos pentasílabos -«que mana y corre»,/ «aunque es de noche»-, resultando así una copla de estilo popular con ritmo de seguidilla42.
Sea como fuere, el
hecho es que en el encabezamiento están ya las dos
imágenes centrales del poema: la fuente y la
noche; imágenes aparentemente contrarias, de
transparencia y oscuridad, enunciadas afirmativa y negativamente,
con verbos de percepción inmediata y una estructura de
oposición, mediante la antítesis de un saber y un
no-saber: un saber del espíritu que se va afirmando de
manera creciente hasta la estrofa 8 inclusive, repitiendo diez
veces el verbo saber en primera persona, con sentido ponderativo
incluso («bien sé yo», «sé
que», «bien sé que»), y un no-saber de los
sentidos, figurado por la cadencia «aunque es de
noche», que se repite siempre al final de cada estrofa como
un tañido constante. Por otra parte, ambas imágenes,
la mente y la noche, transparencia y oscuridad, se fusionan de tal
manera en el poema que constituyen en rigor un solo símbolo:
«agua tenebrosa»
(2N 16,
11-13), la experiencia del fondo, de la inmersión
abisal43,
con una red de relaciones que condensan verbalmente la experiencia
del poeta místico y que sólo de esa manera
paradójica, poniendo en tensión máxima al
lenguaje con un término aparentemente asible y otro
inasible, puede decirse44.
a) La
fuente.- En todas las culturas y en todas las épocas,
las fuentes han fascinado siempre a los hombres: el agua que sale
de la hendidura de la roca es como el surgir del misterio, la
inesperada aparición de algo desconocido y a la vez
íntimamente deseado, un flujo vital que viene de las
profundas entrañas de la tierra y que es el símbolo
mismo de la vida humana, de la vida que hay escondida en el
corazón de todo hombre. Gastón Bachelard y Mircea
Eliade nos han hecho ver todo lo que ella simboliza: «todo lo que el corazón desea puede
reducirse siempre a la figura del agua, el mayor de los deseos, el
don divino verdaderamente inagotable»
45.
Para San Juan de
la Cruz, como dirá expresamente al final del poema, la
fuente es el símbolo del deseo -«aquesta viva fuente
que deseo»-, del «deseo abisal» que lo deseable
suscita, que nace a partir de su objeto, no de lo que le falta,
sino de lo que le desborda, y que es «fuente abisal de amor»
(CB 12, 9), del
amor de Dios (en genitivo subjetivo), «siendo Dios aquí el principal amante, que
con la omnipotencia de su abisal amor absorbe al alma en
sí»
(CB 31, 2). Símbolo que, como en la
Biblia, tiene múltiples significados: de Dios, «porque Dios es como la fuente, de la cual cada
uno coge como lleva el vaso»
(2S 21, 2); del hombre,
«porque esta alma es en la que
está hecha esta fuente de que dice Cristo por San Juan que
su agua salta hasta la vida eterna»
(CB 20, 11); del
amor, «fuente abisal de amor»
(CB 12, 9); de la fe, «llámala
fuente, porque de ella le manan al alma las aguas de todos los
bienes espirituales»
(CB 12, 3).
b) La
noche.- Desde siempre la noche ha sido el símbolo de
una fuerza oculta que fermenta el devenir, la gestación de
todas las manifestaciones de vida, y que tanto en la
tradición bíblica como en la literatura popular
aparece como aliada del amor, como lugar del encuentro amoroso,
como tiempo de salvación. Para Juan de la Cruz, la noche lo
llena todo, es el símbolo más fecundo de toda su obra
y no está afectado jamás por un carácter
negativo; todo lo contrario: la noche es el resplandor mismo de
Dios, perceptible únicamente en la oscuridad de la fe por el
exceso de luz que recibe, «así
como el que más cerca del sol llegase, más tinieblas
y pena le causaría su grande resplandor por la flaqueza e
impureza de su ojo; de donde tan inmensa es la luz espiritual de
Dios, y tanto excede al entendimiento natural, que cuando llega
más cerca le ciega y oscurece»
(2N 16, 11;
Cfr. 2S 3; 24, 4).
El primer grupo estrófico del poema es una serie enunciativa de afirmaciones y negaciones sobre las propiedades de una misteriosa fuente, de la que el poeta místico dice tener un conocimiento por experiencia (conocimiento cierto y oscuro) y que va exponiendo a través de unas profundas analogías con el verbo «saber» en primer persona.
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La afirmación inicial indica dos propiedades de la mente: que es «eterna» y que está «escondida», realidad trascendente que se refuerza además con el pronombre demostrativo «aquella», designándola como cosa lejana, distinta y distante del sujeto locutor. Pero acto seguido, a la afirmación de primer verso le sigue una exclamación emocionada en la que el poeta asegura conocer bien el lugar donde esa fuente tiene «su manida» (en la doble acepción de morada y manantial), el centro donde se da a sentir, donde brota el surtidor del deseo.
El poeta nos habla
aquí de lo eterno en el hombre, de una experiencia de lo
divino vivida como un impulso de ser (conatus essendi), como una fuerza de
atracción grabada en su espíritu y que le hace sentir
-en palabras de Zubiri- «una fabulosa paradoja»: la
presencia de la más absoluta trascendencia en la más
íntima inmanencia del sujeto, una otreidad trascendente en
la raíz de su inmanencia, «lo
más otro que yo, puesto que es lo que me hace ser,
pero que es lo más mío, porque lo que me hace es
precisamente mi realidad siendo, mi yo siendo
real»
46.
Presencia que ya San Agustín había denominado como el
interior intimo meo
et superior summo meo, más íntima que mi
propia intimidad y superior a lo más alto de mi
ser47.
Presencia trascendente, «la cual es ajena
a todo ojo mortal y escondida de todo humano
entendimiento»
(CB 1, 3), y al mismo tiempo inmanente,
puesto que «el Verbo Hijo de Dios,
juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y
presencialmente está escondido en el íntimo ser del
alma»
(CB 1, 6). Presencia, en fin, que le hace exclamar
al místico: «¡Oh, pues,
alma, tú misma eres el aposento donde él mora, el
escondrijo donde está escondido, que es cosa de grande
contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y
esperanza está tan cerca de ti»
(CB 1,
7)48.
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De la afirmación se pasa a la negación. A lo dicho en la estrofa anterior, el místico quiere dejar bien claro que ese lugar donde la fuente tiene «su manida» no es propiamente su origen, por otra parte imposible de saber, «pues no le tiene», aunque sí sabe que ella es la causa originaria de todo lo que existe, fuente de vida en todos los planos de la existencia, agua primordial que contiene la infinidad de lo posible.
Esa fuente sin
origen pero originaria de todo, además de una similitud con
el relato bíblico de la creación (Gen 1, 2), se corresponde también
con una larga tradición simbólica de numerosas
culturas que han visto en el agua una condición materna, la
cuna del ser49.
Para Juan de la Cruz se corresponde además con lo dicho en
los doce primeros versos del Romance sobre el Evangelio
«In principio
erat Verbum», en los que hablando de Dios Padre
repite seis veces la ambigüedad sémica del
término «principio», como adverbio atemporal y
sustantivo eterno: «Él era el mismo principio,/ por
eso de él carecía;/ el Verbo se llama Hijo,/ que del
principio nacía»; de donde se deduce que la fuente es
divina no sólo por ser eterna, por carecer de origen, sino
por ser paterna, porque «todo origen de ella viene».
Padre significa creador y dador de vida, «aquél de quien toda paternidad toma su
nombre»
(Ef 3, 15). Por eso,
todo lo que va diciendo de la fuente en este primer grupo
estrófico del poema es una clara referencia a Dios Padre, la
fontalis
plenitudo50.
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El poeta afirma
otra propiedad de la fuente; su extraordinaria belleza, tan
excesiva que resulta indescriptible, no admite comparación,
y a la vez tan activa que sustenta todo el universo, «que
cielos y tierra beben della». Esa belleza en grado sumo,
más allá de toda forma estética, viene a ser
como una sustancia del bien, «una Hermosura que tiene en
sí todas las hermosuras», que decía
también Santa Teresa (C 22, 6), gracia que agracia, esto es,
«sobrederivada [derivada por exceso] y
comunicada de aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura
de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y
a todos los cielos»
(CB 6, 1).
Esto es lo que el
místico dice saber por experiencia, que siendo «Dios en sí todas esas hermosuras y
gracias eminentísimamente, en infinito sobre todas las
criaturas»
(1S 4, 4; 3S 21, 2), «inclinándose al alma con misericordia,
imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y
levanta tanto, que la hace consorte de la misma
Divinidad»
(CB 32, 4), y por lo cual «parece al alma que todo el universo es un mar de
amor en que ella está engolfada, no echando de ver
término ni fin donde se acabe ese amor, sintiendo en
sí, como habernos dicho, el vivo punto y centro del
amor»
(LlB 2, 10).
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El poeta vuelve a la forma negativa para decir que la fuente eterna y sin origen tampoco tiene límites ni contornos, es una inmensidad en la que no se hace pie -«un piélago sin suelo de maravillas», según Santa Teresa (C 22, 6)-, por lo que, consecuentemente, «ninguno puede vadealla».
El término
vadear lo utiliza Juan de la Cruz sólo en esta
ocasión, creando con este hápax un contexto
parecido al de la visión bíblica del profeta Ezequiel
sobre la fuente que manaba bajo el umbral del templo: «era un torrente que no podía cruzar,
pues habían crecido las aguas y no se hacía
píe, un torrente que no se podía vadear»
(Ez 47, 5). Aparte del paralelismo
bíblico, el significado del término es el mismo que
ya había dicho en la canción 7 del Éntreme
donde no supe sobre la contemplación: «Y es de tan alta excelencia / aqueste sumo
saber, / que no hay facultad ni ciencia / que le puedan
emprender»
51,
y que aplicado a la realidad de la fuente quiere decir que es
inaprensible por los recursos o asideros del conocimiento humano:
que Dios no es un objeto de posesión conquistable por
nuestro esfuerzo, sino la fuerza que nos mueve a buscarlo; no es un
bien concreto que venga a satisfacer el corazón del hombre,
sino la raíz de una aspiración que lo mantiene en el
deseo permanente de Él: «Estas
aguas de deleites interiores no nacen en la tierra; hasta el cielo
se ha de abrir la boca del deseo, vacía de cualquiera otra
llenura»
(Carta 7, a las Carmelitas Descalzas de Beas, 18
noviembre 1586).
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A la
afirmación de la tercera estrofa sobre la belleza de la
fuente se añade ahora la de su excesiva claridad, luz de
luz, origen de toda luz, en la que resuenan el lumen de lumine del credo
niceno-constantinopolitano y otras expresiones bíblicas:
«Dios habita en una luz inaccesible, a
quien no ha visto ningún ser humano ni le puede
ver»
(1Tim 6, 16); «¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un
manto»
(Sal 103, 1-2);
«en ti está la fuente viva y tu
luz nos hace ver la luz»
(Sal 36, 10).
La luz no la
vemos, pero gracias a ella vemos. Es la luz la que hace ver al
vidente y a los seres visibles. La luz es una categoría
metafísica. Lo mismo que el deseo de Dios en el hombre, que
es «divina luz y amor»
(LlB 3,
49), «infinita luz e infinito
fuego»
(LlB 1, 21; 3, 2), «la
luz y objeto del alma»
(LlB 3, 70). Y desde aquí
es como hay que entender el símbolo de la noche, como
expresión de esa condición misteriosa de Dios
presente en el alma y que por exceder las facultades humanas del
conocimiento ordinario constituye para ella una tiniebla, una noche
oscura, pero no por falta de luz, sino por exceso de luz, que ciega
tanto como alumbra e ilumina deslumbrando.
Aunque prosigue la
misma forma enunciativa con el verbo «saber», el poema
cambia de plano y de imágenes. De la fuente estática
se pasa ahora a la acción desbordante de unos caudalosos
corrientes que llegan hasta los confines del orbe y originan a su
paso todo un estremecimiento cósmico. «Dios también sale de sí mismo
-escribía el Pseudo Dionisio- cuando cautiva a todos los
seres por el sortilegio de su amor y de su
deseo»
52.
|
La fuente que
estaba escondida y sustentaba el universo, «que cielos y
tierra beben della», sale hacia fuera de manera incontenible,
como un chorro a presión y en unos «caudalosos
corrientes» que lo invaden todo, «que infiernos, cielos
riegan, y las gentes». A este respecto se pregunta Colin P.
Thompson: «¿Acaso está
apuntando San Juan una forma embrionaria de la doctrina del
universalismo, en la que la misericordia divina alcanza incluso
hasta el infierno?»
53.
Y añade: «La expresión
podría ser meramente hiperbólica, una forma
sobrecogedora de presentar al lector la magnanimidad de la
misericordia divina»
54.
En principio hay
que decir que se trata de una afirmación bíblica:
«Si escalo el cielo, allí
estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te
encuentro»
(Sal 139, 8; Cfr. Am 9,
2: 1 Sam 2, 6; Os 13, 14); «Señor, tu misericordia llega al cielo,
tu fidelidad hasta las nubes; tu justicia hasta las altas
cordilleras, tus sentencias son como el océano inmenso;
tú socorres a hombres y animales; ¡qué
inapreciable es tu misericordia, oh Dios!, los humanos se acogen a
la sombra de tus alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das
a beber del torrente de tus delicias»
(Sal 36, 6-9; 65,
10-14). El amor de Dios llega incluso hasta los infiernos, cosa que
los Padres de la Iglesia entendieron muy bien: «El Señor llegó a todas partes de
la creación, a fin de que todos encuentren por todas partes
al Logos, hasta el que se halla extraviado en el mundo de los
demonios»
55.
«¿No engloba Dios con su propia e
incomprensible profundidad todas las profundidades del mundo
infernal. Él, que es más alto que los cielos y
más profundo también que el infierno, porque en su
trascendencia lo reúne todo?»
56.
|
La
expresión genérica anterior de los «tan
caudalosos corrientes» se concreta ahora en uno particular y
de condición personal, «que nace de esta fuente»
y que como ella «es tan capaz y omnipotente». Este
«corriente» es una clara alusión a la persona de
Jesucristo, cuya «capacidad y omnipotencia» aluden a su
vez a su gesto redentor, al «valor» expresado por el
propio poeta en el coloquio intratrinitario del Romance sobre
el Evangelio «In principio erat Verbum»: «Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte
quería, / que por tu valor merezca / tener nuestra
compañía»
(vv. 77-80), y en el que resuena
el himno cristológico paulino de Col 1, 15-20: «Porque en él quiso Dios que residiera
toda la plenitud, y por él quiso reconciliar consigo todos
los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la
sangre de su cruz»
.
|
Se afirma la
presencia activa de otro «corriente» personal que
«procede de estas dos» y al que
«ninguna de ellas le precede» -sintagmas que
apuntan a un sustantivo elíptico de género femenino:
personas-, para aludir en esta ocasión a la del
Espíritu Santo, «que procede del Padre y del
Hijo», y con la que se completa la referencia trinitaria:
«El cual torrente es el Espíritu
Santo, porque, como dice San Juan [Ap 22, 1], él es el río
resplandeciente de agua viva que nace de la silla de Dios y del
Cordero, cuyas aguas, por ser ellas amor íntimo de Dios,
íntimamente infunden al alma y le dan a beber este torrente
de amor»
(CB 26, 1). Se hace ver así la
dinámica trinitaria de la fuente, su acción
salvífica «ad
extra», en términos no ya de orden
metafísico (procesiones y misiones), sino cercanos a la
simbólica nupcial del Romance trinitario: «Como amado en el amante, / uno en otro
residía, / y aquese Amor que los une / en lo mismo
convenía / con el uno y con el otro / en igualdad y
valía; / tres personas y un amado / entre todos tres
había»
(vv. 21-28).
Después de
describir la trayectoria alegórica de los «caudalosos
corrientes» en referencia directa a las tres personas
divinas, el poeta vuelve los ojos a la imagen central de la fuente,
con la que parece que quisiera comenzar de nuevo el poema, y con
una forma enunciativa en la que desaparece el verbo
«saber», lo que denota otro nivel de percepción,
otro estado de conciencia: el paso del saber a la
contemplación57.
«Y así es como si dijera:
¡Oh, si esas verdades que informe y oscuramente me
enseñas encubiertas en tus artículos de fe acabases
ya de dármelas clara y formadamente descubiertas en ellos,
como lo pide mi deseo!»
(CB 12, 5)58.
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Arranca la estrofa
con el mismo verso de la primera, cambiando únicamente el
demostrativo «aquella» por «aquesta», en un
sentido de cercanía, de inmediatez. Curiosamente, todos los
deícticos de estas tres canciones finales
-«aquesta eterna fonte», «este
vivo pan», «aquí»,
«esta agua», «aquesta viva
fuente», «este pan de vida»- denotan ese
mismo efecto. Y es que con ese fin de hacerse más cercana,
«por darnos vida», la fuente se ha escondido en una
realidad visible, en la presencia de un pan vivo y vivificante,
símbolo del Cristo eucarístico y del ardiente deseo
de su encamación: «Ardientemente
he deseado comer esta Pascua con vosotros»
(Lc 22, 15-16).
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Se abre la estrofa
con un deíctico solemne -«Aquí»-,
referido directamente a Cristo que se ofrece a sí mismo como
fuente y pan a las criaturas, en las que se incluyen los cielos,
los infiernos, la tierra y las gentes de la estrofa sexta. Domingo
Ynduráin, en su breve comentario, afirmaba que la
conexión doctrinal inmediata del poema se establecía
sin duda con el agua de la samaritana59.
No daba más explicaciones, pero estaba en lo cierto. Y es
que todo el poema, como ha visto Colin P. Thompson, es una
recreación de diversos pasajes del cuarto evangelio:
«Los textos en cuestión del
evangelista son la visita de Nicodemo a Jesús de noche en el
capítulo tercero, el encuentro de Jesús junto al pozo
con la mujer de Samaria en el capítulo cuarto, los
ríos de agua viva que Jesús promete que
correrán en el seno del creyente (7, 38), el discurso sobre
el pan de vida (6, 48ss) y el
prólogo (1)»
60.
En este caso,
efectivamente, la estrofa viene a ser como un compendio de los
discursos evangélicos del pan de vida (Jn 6, 1-71) y del agua viva (Jn 4, 1-39; 7, 37-39),
con un deíctico inicial -«Aquí»- que
tiene el valor de un oxímoron61,
con múltiples significados. En primer lugar, como
símbolo personal del deseo de Cristo «llamando a las
criaturas», atrayendo a todos hacia sí con el reclamo
y el gesto de trágica belleza que el poeta
explicitará después en los versos finales del
Pastorcico. Y de aquí, por extensión, la
unión mística entre Cristo y el poeta, sobre ese
estado de contemplación en el que se realiza el cumplimiento
de la promesa evangélica: «El que
beba del agua que yo le dé, no tendrá sed
jamás, pues el agua que yo le dé se convertirá
en él en fuente de agua que salta hasta la vida
eterna»
(Jn 4, 13-14; 7, 37-38). El propio Juan de la
Cruz parece autorizar esta interpretación cuando, hablando
precisamente del matrimonio espiritual, asegura: «porque esta alma es en la que está hecha
esta fuente de que dice Cristo que su agua salta hasta la vida
eterna»
(CB 20, 11)62.
Lo que por otra parte concuerda con las promesas anunciadas en el
Romance trinitario: «Una esposa
que te ame,/ mi Hijo, darte quería,/ que por tu valor
merezca/ tener nuestra compañía/ y comer pan a una
mesa/ del mismo que yo comía,/ porque conozca los bienes/
que en tal Hijo yo tenía/ y se congracie conmigo/ de tu
gracia y lozanía»
(vv. 77-86). Todo ello, por
supuesto, en la oscuridad de la fe -«a oscuras,/ porque es de
noche»-, que por eso, para reforzar esa condición
esencial de la fe, el poeta ha sustituido el ritmo adversativo de
la cadencia «aunque es de noche» por una
afirmación causal: «porque es de
noche». En fin, como decía Jorge Guillén, en la
poesía de San Juan de la Cruz «todo es símbolo, todo es lo que es y
algo más»
63.
|
Lo insinuado en la
estrofa anterior se confirma en esta última, donde el poeta
anuncia con aire de júbilo la identificación de ambas
imágenes (viva fuente / vivo pan, ambas con el
mismo epíteto) en su yo más íntimo,
con verbos de percepción inmediata en primera persona
(deseo/veo) y en un «estado de
unión en el cual el alma no sirve de otra cosa sino de
altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor»
(1S 5,
7). Se produce aquí la visión del deseo a la manera
del salmista ante la ciudad santa: «Todas mis fuentes están en ti»
(Sal 87, 7).
En términos
puramente literarios, la visión de esta estrofa nos remite a
la canción 11 del Cántico, ya que
aquí parece cumplirse lo que en aquélla pedía
la amada a la «cristalina fuente»: ser por vista por
«los ojos deseados», por los ojos de Otro, por el deseo
del Amado que llevaba dentro; y la respuesta inmediata en una
sensación de vértigo: «Apártalos,
Amado», cuyos ojos, presentes en el texto sólo como
pronombre enclítico «los» (rara vez una
expresión tan insignificante ha recibido una carga
semántica tan fuerte), eran más de lo que ella
podía soportar. Según esto, los ojos vistos en la
fuente son simultáneamente de ella y de él, pues
aunque son los ojos de Otro, ella los lleva grabados en sus
entrañas y los proyecta al mirarse en la fuente, la cual se
los devuelve como mirada del Amado y como respuesta al ansioso
«¿Adónde?» con que comenzaba el poema: el
Amado había huido hacia adentro, hacia el fondo o sustancia
del alma, y ahí lo encuentra ella como mirada
entrañal, como mirada que habla. Ambos se ven en una sola
mirada. Como decía Hallâj: «El ojo con el que tú me ves es el ojo
con el que yo te veo»
64.
Y Eckhart en el Sermón 12, comentado por Hegel: «El ojo con el que veo a Dios es el mismo ojo
con el que Dios me ve
»65.
Ver a Dios, por tanto, es ser visto por él: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces
veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero
entonces conoceré como soy conocido»
(1
Cor 13,12).
Desde aquí podemos decir que esa visión del deseo, la visión del místico, es una inmersión en el no ver (una inversión de la mirada y a la vez una extinción del ego), esto es, la cegadora contemplación que se produce en el ámbito de la fe: «aunque es de noche». En la mediación de la fe, el deseado descubre al deseante y ambos quedan amorosamente unidos en la visión. Es una mirada de gracia que agracia, «de manera que mirando el uno al otro, ve cada uno en el otro su hermosura, siendo la una y la del otro tu hermosura sola, absorta yo en tu hermosura», como va diciendo en la descripción lírica de CB 36, 5, que es una bellísima oración dirigida al Amado y en la que repite 25 veces la palabra «hermosura».
Pero la
visión no es propiamente el lugar de un «decir»,
sino de un «aparecer». De ahí que el poema
termine, sin más, como disolviéndose en la luz, en la
transparencia de la aparición, a la vez que queda abierto
con la acción de esos dos verbos en presente durativo:
«deseo / veo». La unión mística no
aniquila, sino que engendra un nuevo, más intenso y acrecido
deseo, porque Dios nunca está ocioso (LlB 1, 8) y a medida
que se comunica, dilata la capacidad del alma para hacerla
susceptible de recibir mayores bienes, «porque cuanto más quiere dar, tanto
más hace desear», y de ahí que el alma,
«cuanto más desea a Dios, más le posee, y la
posesión de Dios da deleite y hartura al alma..., tanto
más de hartura y deleite cuanto mayor es el deseo»
(Carta 15, a Leonor de San Gabriel, 8 julio 1589; LlB
3,23)66.
Llegados al final del poema, y para no dilatar más el ya largo comentario, resumimos lo expuesto en tres conclusiones.
En primer lugar,
está claro que el poema de la Fonte es el canto de
un preso, de un hombre bajo tierra; pero no es ningún
lamento, ninguna elegía, sino todo lo contrario, una
experiencia gozosa cantada a manera de himno. Podría decirse
que es el himno con el que soñara Dostoyevski tres siglos
más tarde en Los hermanos Karamazov. «¿Cómo podría yo vivir bajo
tierra sin Dios?... ¡Si arrojan a Dios de la tierra, debajo
de la tierra lo encontraremos nosotros! Un presidiario sin Dios es
imposible, más imposible aún que un hombre en
libertad. Entonces nosotros, hombres bajo tierra, desde el fondo de
la tierra, elevaremos un himno trágico a Dios, fuente de la
alegría. ¡Gloria a Dios y a su alegría!
¡Lo amo!»
67.
En segundo lugar, como ya indicamos en otra ocasión, es un himno de carácter litúrgico, celebrativo, hasta el punto incluso de que se podría considerar como una plegaria eucarística: la trayectoria descrita de la fuente, con las sucesivas imágenes alegóricas del Dios trinitario, con la simbología sacramental de Cristo y el ardiente deseo escatológico de las estrofas finales se corresponde, en efecto, con la estructura de una plegaria eucarística, en la que se sucede también la misma dialéctica trinitaria de toda la Historia Salutis, desde la creación hasta la parusía68.
Y en tercer lugar,
el poema es una perfecta síntesis de fe vivida, de algo
«tan íntimamente vivido como
expresivamente inventado»
69,
transmitido de la manera mistagógica más eficaz, lo
que en este caso equivale a la función suprema del arte y
justifica el pronóstico que hiciera don Miguel de Unamuno
hace justamente un siglo: «Cuando la
ortodoxia católica no sea sino una curiosidad
histórica, San Juan de la Cruz seguirá iluminando las
mentes y calentando los corazones»
70.