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La experiencia del «deseo abisal» en San Juan de la Cruz: «Que bien sé yo la fonte que mana y corre»

Salvador Ros García





Al abordar la obra de San Juan de la Cruz no habría que perder de vista que estamos ante un místico, un hombre espiritual, y a la vez un extraordinario poeta: el poeta místico por antonomasia de la literatura española, el más eximio y el más breve -con sólo 15 poemas que suman en total 960 versos, de los cuales 264, correspondientes a la trilogía lírica de Cántico-Noche-Llama, le han hecho justamente famoso-, y que sólo enfocándolo poéticamente se le puede comprender, pues todo él es poesía, en el sentido más noble de la palabra, por cuanto que en la rica polisemia de sus versos se encierra ya todo su mensaje. Así lo recordaba Domingo Ynduráin, como premisa obligada para todo tipo de lectores: «La mayor cantidad de información y la más valiosa se encierra en la poesía, que es el hecho diferencial, el testimonio más próximo a la fuente, directo. Por ello, incluso y sobre todo para teólogos y doctrinales, es la poesía el texto más rico»1.

Efectivamente, es en la poesía donde se encuentra lo esencial de su experiencia, algo que él nunca quiso transmitir en prosa, en relatos o descripciones de fenómenos como los de Santa Teresa. En su obra, por ejemplo, no encontraremos nada semejante al episodio teresiano de la transverberación o al de las llagas de San Francisco en el monte Alverna. Todo lo que podemos saber de su experiencia tenemos que buscarlo en los poemas, en el manantial de los símbolos que fluyen por ellos2. Y aunque es cierto que el poeta ha despersonalizado en parte esos poemas al hacerlos existenciales, transfigurando el «yo íntimo» en un «yo fundamental», desnudado de todo lo anecdótico, con el fin de que pudiera leerse y reconocerse en ellos la historia de cualquier alma, no obstante, por debajo del símbolo sigue estando su propia experiencia3, cuyos versos se enuncian de manera autobiográfica, en primera persona e incluso con el «yo» más enfático4.

Tal es el caso del poema Que bien sé yo la fonte que mana y corre, o «Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe», como se anuncia en el manuscrito de Sanlúcar, códice de autenticidad indiscutible al ser revisado y corregido por el propio Juan de la Cruz; poema que, como vamos a ver, constituye una de las expresiones más logradas y hermosas del deseo profundo del hombre, de lo que él llama el «deseo abisal», la experiencia del Dios deseado y deseante (deseado por deseante) en el centro del alma5.


El poema «Que bien sé yo la fonte»




Cantar del alma que se huelga de conocer a Dios por fe


Que6 bien sé yo la fonte7 que mana y corre,
      aunque es de noche.

1 Aquella eterna fonte está escondida8,
que bien sé yo do9 tiene su manida10,
      aunque es de noche.  5

2 Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen de ella viene,
      aunque es de noche,

3 Sé que no puede ser11 cosa12 tan bella13,
y que cielos y tierra beben della14,  10
       aunque es de noche.

4 Bien sé que suelo15 en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla16,
       aunque es de noche.

5 Su claridad nunca es oscurecida,  15
y sé que toda luz de ella es venida,
      aunque es de noche.

6 Sé ser tan caudalosos sus corrientes17,
que infiernos, cielos riegan, y las gentes18,
      aunque es de noche.  20

7 El corriente que nace de esta fuente,
bien sé que es tan capaz y omnipotente,
      aunque es de noche.

8 El corriente que de estas dos19 procede,
sé que ninguna de ellas le precede,  25
       aunque es de noche.

9 Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
       aunque es de noche.

10 Aquí se está llamando20 a las criaturas,  30
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,
      porque es de noche.

11 Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
      aunque es de noche.  35




Lugar y fecha de composición

El poema Que bien sé yo la fonte, junto con el Romance sobre el Evangelio «In principio erat Verbum», el otro Romance que va por «Super Flumina Babilonis» y las 31 primeras canciones del Cántico espiritual, fue compuesto en las amargas circunstancias del cautiverio toledano, donde el poeta místico permaneció secuestrado por espacio de nueve largos meses (desde principios de diciembre de 1577 hasta mediados de agosto de 1578) en lo que eufemísticamente se ha llamado cárcel, pero que en realidad no era otra cosa que el «hueco de una pared», un zulo que «tenía de ancho seis pies y hasta diez de largo, sin otra luz ni respiradero sino una saetera en lo alto, de hasta tres dedos de ancho, porque, como se había hecho para retrete de esta sala en que poner un servicio cuando aposentaban en ella a algún prelado grave, no le habían dado más luz»21, y en unas condiciones inhumanas, de absoluta incomunicación, física y espiritual, pues se le privó incluso hasta del consuelo de celebrar la misa22.

En aquel encerramiento, en aquellas condiciones que pusieron a prueba la fortaleza física, psicológica y espiritual de fray Juan, se produjo el despegue conocido de su lírica excepcional. Al principio, sin papel, sin tinta, sin apenas luz, y sin otra lectura que la del breviario y un libro de devociones, el prisionero fue cincelando versos de memoria; después, gracias a la benevolencia del nuevo carcelero que le proporcionó los útiles indispensables, trasladó al papel aquellos versos aurorales, que quizás también pudo pulir y completar. Así fue como compuso el cuadernillo de las cuatro piezas poéticas que sacó consigo, cuando una noche de agosto avanzado, y con la complicidad del benévolo carcelero, se fugó del calabozo toledano.

En cuanto a la fecha exacta en la que habría compuesto el poema que nos ocupa, José Vicente Rodríguez propuso hace ya algún tiempo, con argumentos serios, la posibilidad de que el motivo inspirador hubieran sido las fiestas litúrgicas de la Santísima Trinidad y del Corpus Christi, que según el calendario de 1578 se sucedieron en los días 25 y 29 de mayo respectivamente, cuando el prisionero disponía ya de los útiles necesarios para poder escribir23. Sin embargo, la mayoría de los críticos no parece haberse enterado de semejante propuesta, pues todavía hoy se sigue repitiendo, por pura inercia y sin datos fiables, la de una fecha más tardía: en torno a la fiesta de la Asunción, a mediados de agosto, en vísperas de escaparse24.

El episodio de la cárcel fue seguramente el más dramático de su existencia, también el más llamativo, a veces casi el único recordado por la memoria colectiva, aunque a decir verdad lo más admirable del caso es que saliera como salió, que en lugar de sacar frustración y agresividad fuera capaz de sacar lo mejor de sí mismo, hasta el punto de que cabría preguntarse si realmente hubiera podido sobrevivir en aquellas condiciones y durante tanto tiempo de no haberse dedicado a componer aquellos poemas25. «¿La poesía -se preguntaba Juan Ramón Jiménez- sale de la vida o la vida de la poesía?»26. En el caso de San Juan de la Cruz, ¿no sería precisamente para hacer brotar de aquellos versos la vida que querían arrebatarle, el deseo más profundo sin el cual ningún ser humano puede sobrevivir? Esa apremiante necesidad, como recordaría después Rilke en sus Cartas a un joven poeta, es el origen de toda obra de arte:

«Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad. En esa índole de su origen está su juicio, no hay otro. Por eso, mi distinguido amigo, no sabría darle más consejo que éste: entrar en sí mismo y examinar las profundidades de que brota su vida: en ese manantial encontrará usted la respuesta a la pregunta de si debe crear»27.



La creación poética de Juan de la Cruz en la cárcel de Toledo parece responder, efectivamente, a ese principio de necesidad enunciado por Rilke:

«Entre en usted. Examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si se le privara de escribir. Esto, sobre todo: pregúntese en la hora más silenciosa de su noche: ¿debo escribir? Excave en sí mismo, en busca de una respuesta profunda. Y si ésta hubiera de ser de asentimiento, si hubiera usted de enfrentarse a esta grave pregunta con un enérgico y sencillo debo, entonces construya su vida según esa necesidad. Entonces intente, como el primer hombre, decir lo que ve y lo que experimenta y ama y pierde... Y aunque estuviera usted en una cárcel cuyas paredes no dejaran llegar a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no seguiría teniendo siempre su infancia, esa riqueza preciosa, regia, el tesoro de los recuerdos? Vuelva ahí su atención. Intente hacer emerger las sumergidas sensaciones de ese ancho pasado»28.



Los comentarios de Rilke parecen conducirnos a la fuente misma de la lírica sanjuanista, a esas profundidades de las que brota la vida:

«Lo que se necesita es sólo esto: soledad, gran soledad interior. Entrar en sí y no encontrarse con nadie durante horas y horas. Estar solo, como se estaba solo de niño, cuando los mayores andaban por ahí, enredados con cosas que parecían importantes y grandes, porque los mayores parecían tan ocupados y porque no se entendía nada de lo que hacían... Piense usted en el mundo que lleva en usted mismo, y llame como quiera a ese pensar; bien sea recuerdo de la infancia propia o anhelo del propio porvenir, pero esté atento ante lo que surge en usted, y póngalo por encima de todo lo que observe en torno. Su acontecer más íntimo es digno de todo su amor; en él debe usted trabajar, de un modo o de otro, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en explicar a la gente su posición»29.



En fin, el calabozo toledano fue para Juan de la Cruz «como una abundante mina con muchos senos de tesoros, en los cuales el alma no puede entrar ni puede llegar a ellos si no pasa primero por la estructura del padecer interior y exterior a la divina sabiduría» (CB 37, 4), «porque el más puro padecer trae más íntimo y puro entender, y por consiguiente más puro y subido gozar, porque es de más adentro saber» (CB 36, 12). Algo semejante a lo que otro prisionero insigne, fray Luis de León, expresaba de su encarcelamiento en Valladolid, los efectos positivos de aquel «ocio» que le permitiría culminar otra obra cimera de la literatura española:

«Ya que la vida pasada, ocupada y trabajosa, me fue estorbo para que no pusiese este mi deseo y juicio en ejecución, no me parece que debo perder la ocasión de este ocio en que la injuria y mala voluntad de algunas personas me han puesto; porque, aunque son muchos los trabajos que me tienen cercado..., han serenado mi ánima con tanta paz, que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el negocio de la verdad, veo ahora y puedo hacer lo que antes no hacía. Y hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las manos de los que me pretendían dañar ha sacado mi bien»30.






Estructura del poema

Aparte del díptico inicial que sirve de encabezamiento, el poema se presenta claramente con una estructura tripartita (muy propia de Juan de la Cruz), desarrollada en tres tiempos: a) en las cinco primeras canciones (coplas 1-5), el poeta expresa el conocimiento de una misteriosa mente, lejana e íntima a la vez, y de sus benéficas propiedades; b) en las tres siguientes (coplas 6-8), dice conocer también el dinamismo de esa fuente, que sale de sí, se desborda en unos «caudalosos corrientes» que llegan hasta los confines del orbe; y c) en las tres últimas (coplas 9-11), el poeta habla no ya de un conocimiento sino de un estado de íntima unión con la fuente, tan identificado con ella que son una misma cosa.

En cuanto a su temática, no hay que olvidar que este poema nació a la par del primer Cántico (CA), en el que se habla también de una «cristalina fuente» (la canción 11) a la que el poeta místico le pedía el cumplimiento de su deseo, que le reflejara «los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados», la mirada del Amado que lleva dentro. Esa estrofa 11 -«¡Oh cristalina fuente, / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados»- es clave en el proceso del Cántico, marca el final de la búsqueda por parte de la amada y la primera aparición del Amado. Como bien dijo José Ángel Valente, «es el eje del Cántico», por lo que «en cierto modo, el Cántico habría de leerse desde la canción 11»31. Y ésta -añadimos nosotros- habría que leerla desde el poema Que bien sé yo la fonte, pues aunque en principio parecen distintas -la fuente del Cántico es estática; esta otra es dinámica, «mana y corre», originando a su paso todo un estremecimiento cósmico-, en realidad son iguales, se trata de la misma fuente especular nocturna -de «semblantes plateados» en el Cántico, de brillo espectral, lo mismo que va diciendo la cadencia repetitiva «aunque es de noche»-, y ambas con la misma significación simbólica: la fuente como lugar de encuentro, de transparencia absoluta, donde se da la objetividad del amor, la visión del deseo.




La experiencia del fondo: el «deseo abisal»

«Poesía es voz de lo inefable -decía Juan Ramón Jiménez-. A pocos poetas les ha sido dado tener esa voz. En España la tuvo San Juan de la Cruz»32. Siguiendo esta intuición, se podría decir que para el místico Carmelita la poesía es propiamente la voz del deseo, porque el deseo, en su esencia, es también inefable, su origen y su finalidad están más allá de toda palabra. Con razón se ha dicho que el deseo es el sinus cordis, el seno del corazón del hombre (San Agustín)33, el conatus essendi, el impulso de ser en plenitud, la esencia misma del hombre (Spinoza)34.

Deseo es ordinariamente deseo de algo. Deseamos aquello que necesitamos, que nos es indispensable para realizarnos como sujetos. A este primer nivel pertenecen los innumerables deseos orientados a los bienes concretos que satisfacen nuestras múltiples necesidades, que sirven de motivación para todo lo que hacemos. Pero si analizamos en profundidad el misterio del corazón humano, por debajo de los múltiples deseos late un deseo radical que ya no depende del sujeto, anterior a él, en el que éste se ve envuelto y que, más que orientarle a la posesión de un bien mundano, suscita en él una tendencia que ningún bien mundano es capaz de aquietar.

Esto es lo que los autores medievales llamaban el desiderium naturale videndi Deum, el deseo natural de ver a Dios, es decir, el deseo de Dios mismo, en el que su término es al mismo tiempo su origen, al que el hombre está siempre abierto, pero con el que no consigue coincidir, porque es el origen del que está constantemente surgiendo; y natural, porque no es un deseo añadido al espíritu humano, sino constitutivo de su ser, expresión del ser humano como ser-para-Dios35.

También San Juan de la Cruz remite a ese nivel profundo del deseo cuando distingue entre los muchos deseos y lo que desea tu corazón; «Niega tus deseos y hallarás lo que desea tu corazón» (Dichos 15), es decir, el deseo que es tu corazón. Y para mostrar la hondura de ese deseo que es el corazón del hombre, utiliza un calificativo propio: «deseo abisal», esto es, deseo abismal, deseo insondable para el hombre como son los abismos36.

Así, pues, por debajo de los deseos que el hombre produce, existe el deseo que le constituye, el deseo de infinito que sólo el Infinito ha podido grabar en nosotros al hacernos a su imagen -«el deseo del hombre es el deseo del Otro»37- y que por eso habla a gritos de quien le ha puesto en nosotros y nos orienta permanentemente hacia un más allá de todo lo que nos ofrecen los distintos objetos mundanos que se corresponden con nuestros deseos inmediatos. El contenido de ese deseo radical es el Sumo Bien, o, por otro nombre, la felicidad, algo que todo hombre ve en su corazón38, que «natural y sobrenaturalmente apetece» (CB 38, 3). En este sentido se podría definir a Dios como la Fuente del Deseo, «porque el deseo de Dios es disposición para unirse con Dios» (LlB 3, 26).

El hombre aparece así como un ser que aspira a ser algo que sólo puede hacerse realidad por donación de aquel al que su deseo aspira. Consiguientemente, el itinerario del alma hacia Dios, según San Juan de la Cruz, se resume en ese paso purificador de los múltiples deseos del apetito que vierten al hombre fuera de sí, hacia los objetos de esos deseos, a lo que de verdad desea su corazón, hacia la presencia de la que procede y con la que sólo puede encontrarse yendo más allá de sí mismo39.

Pues bien, esta experiencia del «deseo abisal» es la que canta y cuenta el poeta místico en el poema Que bien sé yo la fonte que mana y corre, el descubrimiento del fondo último del sujeto, allí donde puede decirse sin asomo de panteísmo que «el centro del alma es Dios» (LlB 1,12), y al que se llega en un descenso análogo al descrito por Teilhard de Chardin:

«Así, pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!), tomé una lámpara y abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se me descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente, y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo sin fondo, del que surgía, viniendo yo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida... Fue entonces cuando, emocionado con mi propio descubrimiento, quise salir a la luz del día, olvidar el enigma inquietante en el entorno confortador de las cosas familiares, volver a empezar a vivir en superficie, sin sondear imprudentemente los abismos. Pero he aquí que, bajo el propio espectáculo de las agitaciones humanas, vi reaparecer ante mis ojos avisados al Desconocido de quien quería huir. Esta vez no se me ocultaba en el fondo de un abismo: se disimulaba ahora bajo la multitud de azares entretejidos, en donde se forma la urdimbre del Universo y la de mi pequeña individualidad. Pero era el mismo misterio: yo lo he reconocido... Sí, Dios mío lo creo: y lo creo tanto más gustosamente cuanto que en ello no se juega sólo mi tranquilidad, sino mi realización; eres Tú quien está en el origen del impulso, y en el término de esa atracción. En la vida que brota en mí, en esta materia que me sostiene, hallo algo todavía mejor que tus dones: te hallo a Ti mismo; a Ti, que me haces participar de tu ser y que me moldeas»40.



Una experiencia que en el lenguaje religioso del místico Carmelita equivale al desposorio espiritual: «El alma, en este estado de desposorio espiritual, está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios, así como la piedra cuando con grande ímpetu y velocidad va llegando hacia su centro» (CB 17, 1), «siendo Dios aquí el principal amante, que con la omnipotencia de su abisal amor absorbe el alma en sí con más eficacia y fuerza que un torrente de fuego» (CB 31, 2).




La copla inicial: las profundidades del símbolo


Que bien sé yo la fonte que mana y corre,
      aunque es de noche



Los encabezamientos poéticos de Juan de la Cruz, cuando utiliza las formas populares de coplas o glosas a lo divino, suelen ser de tres o cuatro versos. Este es de dos, y además irregulares, con un endecasílabo y un pentasílabo en rima asonante, lo que a juicio de Dámaso Alonso parece un híbrido raro de dos mundos literarios distintos: el petrarquista o italianizante, al que corresponderían el endecasílabo primero y los pareados de las demás estrofas, y el tradicional castellano al que pertenecería el pentasílabo «aunque es de noche», desligado de la rima de las estrofas y convertido en cadencia repetitiva del poema41. De ser así, novedad renacentista y tradición castellana se habrían fusionado en la forma de esta composición poética, que se inicia con un que sin acento, de carácter enunciativo o de ilación, sin verbo introductor (como en la famosa copla sobre el caballero de Olmedo: «Que de noche le mataron / al caballero...»), y que refuerza la afirmación inicial en un tono muy natural.

Igualmente extraña le parecía al mismo Dámaso Alonso la forma arcaica de fonte, sin diptongación, y que repite en los vv. 3 y 27, cuando en otras dos ocasiones utiliza la forma culta y diptongada de fuente (en los vv. 21 y 33). Esa falta de diptongación de la ó tónica le hacía pensar al eminente crítico en posibles reminiscencias del romance de Fontefrida o de algún villancico popular que sobrevivió total o parcialmente en los dos primeros versos, donde la forma fonte venía dictada por un esquema asonante (fonte/ corre/ noche) y con tres versos en lugar de dos: un heptasílabo -«Que bien sé yo la fonte»- más dos pentasílabos -«que mana y corre»,/ «aunque es de noche»-, resultando así una copla de estilo popular con ritmo de seguidilla42.

Sea como fuere, el hecho es que en el encabezamiento están ya las dos imágenes centrales del poema: la fuente y la noche; imágenes aparentemente contrarias, de transparencia y oscuridad, enunciadas afirmativa y negativamente, con verbos de percepción inmediata y una estructura de oposición, mediante la antítesis de un saber y un no-saber: un saber del espíritu que se va afirmando de manera creciente hasta la estrofa 8 inclusive, repitiendo diez veces el verbo saber en primera persona, con sentido ponderativo incluso («bien sé yo», «sé que», «bien sé que»), y un no-saber de los sentidos, figurado por la cadencia «aunque es de noche», que se repite siempre al final de cada estrofa como un tañido constante. Por otra parte, ambas imágenes, la mente y la noche, transparencia y oscuridad, se fusionan de tal manera en el poema que constituyen en rigor un solo símbolo: «agua tenebrosa» (2N 16, 11-13), la experiencia del fondo, de la inmersión abisal43, con una red de relaciones que condensan verbalmente la experiencia del poeta místico y que sólo de esa manera paradójica, poniendo en tensión máxima al lenguaje con un término aparentemente asible y otro inasible, puede decirse44.

a) La fuente.- En todas las culturas y en todas las épocas, las fuentes han fascinado siempre a los hombres: el agua que sale de la hendidura de la roca es como el surgir del misterio, la inesperada aparición de algo desconocido y a la vez íntimamente deseado, un flujo vital que viene de las profundas entrañas de la tierra y que es el símbolo mismo de la vida humana, de la vida que hay escondida en el corazón de todo hombre. Gastón Bachelard y Mircea Eliade nos han hecho ver todo lo que ella simboliza: «todo lo que el corazón desea puede reducirse siempre a la figura del agua, el mayor de los deseos, el don divino verdaderamente inagotable»45.

Para San Juan de la Cruz, como dirá expresamente al final del poema, la fuente es el símbolo del deseo -«aquesta viva fuente que deseo»-, del «deseo abisal» que lo deseable suscita, que nace a partir de su objeto, no de lo que le falta, sino de lo que le desborda, y que es «fuente abisal de amor» (CB 12, 9), del amor de Dios (en genitivo subjetivo), «siendo Dios aquí el principal amante, que con la omnipotencia de su abisal amor absorbe al alma en sí» (CB 31, 2). Símbolo que, como en la Biblia, tiene múltiples significados: de Dios, «porque Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso» (2S 21, 2); del hombre, «porque esta alma es en la que está hecha esta fuente de que dice Cristo por San Juan que su agua salta hasta la vida eterna» (CB 20, 11); del amor, «fuente abisal de amor» (CB 12, 9); de la fe, «llámala fuente, porque de ella le manan al alma las aguas de todos los bienes espirituales» (CB 12, 3).

b) La noche.- Desde siempre la noche ha sido el símbolo de una fuerza oculta que fermenta el devenir, la gestación de todas las manifestaciones de vida, y que tanto en la tradición bíblica como en la literatura popular aparece como aliada del amor, como lugar del encuentro amoroso, como tiempo de salvación. Para Juan de la Cruz, la noche lo llena todo, es el símbolo más fecundo de toda su obra y no está afectado jamás por un carácter negativo; todo lo contrario: la noche es el resplandor mismo de Dios, perceptible únicamente en la oscuridad de la fe por el exceso de luz que recibe, «así como el que más cerca del sol llegase, más tinieblas y pena le causaría su grande resplandor por la flaqueza e impureza de su ojo; de donde tan inmensa es la luz espiritual de Dios, y tanto excede al entendimiento natural, que cuando llega más cerca le ciega y oscurece» (2N 16, 11; Cfr. 2S 3; 24, 4).




Canciones 1-5: la divinidad escondida

El primer grupo estrófico del poema es una serie enunciativa de afirmaciones y negaciones sobre las propiedades de una misteriosa fuente, de la que el poeta místico dice tener un conocimiento por experiencia (conocimiento cierto y oscuro) y que va exponiendo a través de unas profundas analogías con el verbo «saber» en primer persona.


[1] Aquella eterna fonte está escondida,
que bien sé yo do tiene su manida,
      aunque es de noche.



La afirmación inicial indica dos propiedades de la mente: que es «eterna» y que está «escondida», realidad trascendente que se refuerza además con el pronombre demostrativo «aquella», designándola como cosa lejana, distinta y distante del sujeto locutor. Pero acto seguido, a la afirmación de primer verso le sigue una exclamación emocionada en la que el poeta asegura conocer bien el lugar donde esa fuente tiene «su manida» (en la doble acepción de morada y manantial), el centro donde se da a sentir, donde brota el surtidor del deseo.

El poeta nos habla aquí de lo eterno en el hombre, de una experiencia de lo divino vivida como un impulso de ser (conatus essendi), como una fuerza de atracción grabada en su espíritu y que le hace sentir -en palabras de Zubiri- «una fabulosa paradoja»: la presencia de la más absoluta trascendencia en la más íntima inmanencia del sujeto, una otreidad trascendente en la raíz de su inmanencia, «lo más otro que yo, puesto que es lo que me hace ser, pero que es lo más mío, porque lo que me hace es precisamente mi realidad siendo, mi yo siendo real»46. Presencia que ya San Agustín había denominado como el interior intimo meo et superior summo meo, más íntima que mi propia intimidad y superior a lo más alto de mi ser47. Presencia trascendente, «la cual es ajena a todo ojo mortal y escondida de todo humano entendimiento» (CB 1, 3), y al mismo tiempo inmanente, puesto que «el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma» (CB 1, 6). Presencia, en fin, que le hace exclamar al místico: «¡Oh, pues, alma, tú misma eres el aposento donde él mora, el escondrijo donde está escondido, que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti» (CB 1, 7)48.


[2] Su origen no lo sé, pues no le tiene,
mas sé que todo origen de ella viene,
       aunque es de noche.



De la afirmación se pasa a la negación. A lo dicho en la estrofa anterior, el místico quiere dejar bien claro que ese lugar donde la fuente tiene «su manida» no es propiamente su origen, por otra parte imposible de saber, «pues no le tiene», aunque sí sabe que ella es la causa originaria de todo lo que existe, fuente de vida en todos los planos de la existencia, agua primordial que contiene la infinidad de lo posible.

Esa fuente sin origen pero originaria de todo, además de una similitud con el relato bíblico de la creación (Gen 1, 2), se corresponde también con una larga tradición simbólica de numerosas culturas que han visto en el agua una condición materna, la cuna del ser49. Para Juan de la Cruz se corresponde además con lo dicho en los doce primeros versos del Romance sobre el Evangelio «In principio erat Verbum», en los que hablando de Dios Padre repite seis veces la ambigüedad sémica del término «principio», como adverbio atemporal y sustantivo eterno: «Él era el mismo principio,/ por eso de él carecía;/ el Verbo se llama Hijo,/ que del principio nacía»; de donde se deduce que la fuente es divina no sólo por ser eterna, por carecer de origen, sino por ser paterna, porque «todo origen de ella viene». Padre significa creador y dador de vida, «aquél de quien toda paternidad toma su nombre» (Ef 3, 15). Por eso, todo lo que va diciendo de la fuente en este primer grupo estrófico del poema es una clara referencia a Dios Padre, la fontalis plenitudo50.


[3] Sé que no puede ser cosa tan bella,
y que cielos y tierra beben della,
      aunque es de noche.



El poeta afirma otra propiedad de la fuente; su extraordinaria belleza, tan excesiva que resulta indescriptible, no admite comparación, y a la vez tan activa que sustenta todo el universo, «que cielos y tierra beben della». Esa belleza en grado sumo, más allá de toda forma estética, viene a ser como una sustancia del bien, «una Hermosura que tiene en sí todas las hermosuras», que decía también Santa Teresa (C 22, 6), gracia que agracia, esto es, «sobrederivada [derivada por exceso] y comunicada de aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura de Dios, cuyo mirar viste de hermosura y alegría el mundo y a todos los cielos» (CB 6, 1).

Esto es lo que el místico dice saber por experiencia, que siendo «Dios en sí todas esas hermosuras y gracias eminentísimamente, en infinito sobre todas las criaturas» (1S 4, 4; 3S 21, 2), «inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad» (CB 32, 4), y por lo cual «parece al alma que todo el universo es un mar de amor en que ella está engolfada, no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor, sintiendo en sí, como habernos dicho, el vivo punto y centro del amor» (LlB 2, 10).


[4] Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadealla,
      aunque es de noche.



El poeta vuelve a la forma negativa para decir que la fuente eterna y sin origen tampoco tiene límites ni contornos, es una inmensidad en la que no se hace pie -«un piélago sin suelo de maravillas», según Santa Teresa (C 22, 6)-, por lo que, consecuentemente, «ninguno puede vadealla».

El término vadear lo utiliza Juan de la Cruz sólo en esta ocasión, creando con este hápax un contexto parecido al de la visión bíblica del profeta Ezequiel sobre la fuente que manaba bajo el umbral del templo: «era un torrente que no podía cruzar, pues habían crecido las aguas y no se hacía píe, un torrente que no se podía vadear» (Ez 47, 5). Aparte del paralelismo bíblico, el significado del término es el mismo que ya había dicho en la canción 7 del Éntreme donde no supe sobre la contemplación: «Y es de tan alta excelencia / aqueste sumo saber, / que no hay facultad ni ciencia / que le puedan emprender»51, y que aplicado a la realidad de la fuente quiere decir que es inaprensible por los recursos o asideros del conocimiento humano: que Dios no es un objeto de posesión conquistable por nuestro esfuerzo, sino la fuerza que nos mueve a buscarlo; no es un bien concreto que venga a satisfacer el corazón del hombre, sino la raíz de una aspiración que lo mantiene en el deseo permanente de Él: «Estas aguas de deleites interiores no nacen en la tierra; hasta el cielo se ha de abrir la boca del deseo, vacía de cualquiera otra llenura» (Carta 7, a las Carmelitas Descalzas de Beas, 18 noviembre 1586).


[5] Su claridad minea es oscurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
      aunque es de noche.



A la afirmación de la tercera estrofa sobre la belleza de la fuente se añade ahora la de su excesiva claridad, luz de luz, origen de toda luz, en la que resuenan el lumen de lumine del credo niceno-constantinopolitano y otras expresiones bíblicas: «Dios habita en una luz inaccesible, a quien no ha visto ningún ser humano ni le puede ver» (1Tim 6, 16); «¡Dios mío, qué grande eres! Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto» (Sal 103, 1-2); «en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36, 10).

La luz no la vemos, pero gracias a ella vemos. Es la luz la que hace ver al vidente y a los seres visibles. La luz es una categoría metafísica. Lo mismo que el deseo de Dios en el hombre, que es «divina luz y amor» (LlB 3, 49), «infinita luz e infinito fuego» (LlB 1, 21; 3, 2), «la luz y objeto del alma» (LlB 3, 70). Y desde aquí es como hay que entender el símbolo de la noche, como expresión de esa condición misteriosa de Dios presente en el alma y que por exceder las facultades humanas del conocimiento ordinario constituye para ella una tiniebla, una noche oscura, pero no por falta de luz, sino por exceso de luz, que ciega tanto como alumbra e ilumina deslumbrando.




Canciones 6-8: la acción de sus «caudalosos corrientes»

Aunque prosigue la misma forma enunciativa con el verbo «saber», el poema cambia de plano y de imágenes. De la fuente estática se pasa ahora a la acción desbordante de unos caudalosos corrientes que llegan hasta los confines del orbe y originan a su paso todo un estremecimiento cósmico. «Dios también sale de sí mismo -escribía el Pseudo Dionisio- cuando cautiva a todos los seres por el sortilegio de su amor y de su deseo»52.


[6] Sé ser tan caudalosos sus corrientes,
que infiernos, cielos riegan, y las gentes,
      aunque es de noche.



La fuente que estaba escondida y sustentaba el universo, «que cielos y tierra beben della», sale hacia fuera de manera incontenible, como un chorro a presión y en unos «caudalosos corrientes» que lo invaden todo, «que infiernos, cielos riegan, y las gentes». A este respecto se pregunta Colin P. Thompson: «¿Acaso está apuntando San Juan una forma embrionaria de la doctrina del universalismo, en la que la misericordia divina alcanza incluso hasta el infierno?»53. Y añade: «La expresión podría ser meramente hiperbólica, una forma sobrecogedora de presentar al lector la magnanimidad de la misericordia divina»54.

En principio hay que decir que se trata de una afirmación bíblica: «Si escalo el cielo, allí estás tú; si me acuesto en el abismo, allí te encuentro» (Sal 139, 8; Cfr. Am 9, 2: 1 Sam 2, 6; Os 13, 14); «Señor, tu misericordia llega al cielo, tu fidelidad hasta las nubes; tu justicia hasta las altas cordilleras, tus sentencias son como el océano inmenso; tú socorres a hombres y animales; ¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios!, los humanos se acogen a la sombra de tus alas; se nutren de lo sabroso de tu casa, les das a beber del torrente de tus delicias» (Sal 36, 6-9; 65, 10-14). El amor de Dios llega incluso hasta los infiernos, cosa que los Padres de la Iglesia entendieron muy bien: «El Señor llegó a todas partes de la creación, a fin de que todos encuentren por todas partes al Logos, hasta el que se halla extraviado en el mundo de los demonios»55. «¿No engloba Dios con su propia e incomprensible profundidad todas las profundidades del mundo infernal. Él, que es más alto que los cielos y más profundo también que el infierno, porque en su trascendencia lo reúne todo?»56.


[7] El corriente que nace de esta fuente,
bien sé que es tan capaz y omnipotente,
       aunque es de noche.



La expresión genérica anterior de los «tan caudalosos corrientes» se concreta ahora en uno particular y de condición personal, «que nace de esta fuente» y que como ella «es tan capaz y omnipotente». Este «corriente» es una clara alusión a la persona de Jesucristo, cuya «capacidad y omnipotencia» aluden a su vez a su gesto redentor, al «valor» expresado por el propio poeta en el coloquio intratrinitario del Romance sobre el Evangelio «In principio erat Verbum»: «Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte quería, / que por tu valor merezca / tener nuestra compañía» (vv. 77-80), y en el que resuena el himno cristológico paulino de Col 1, 15-20: «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud, y por él quiso reconciliar consigo todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz».


[8] El corriente que de estas dos procede,
sé que ninguna de ellas le precede,
       aunque es de noche.



Se afirma la presencia activa de otro «corriente» personal que «procede de estas dos» y al que «ninguna de ellas le precede» -sintagmas que apuntan a un sustantivo elíptico de género femenino: personas-, para aludir en esta ocasión a la del Espíritu Santo, «que procede del Padre y del Hijo», y con la que se completa la referencia trinitaria: «El cual torrente es el Espíritu Santo, porque, como dice San Juan [Ap 22, 1], él es el río resplandeciente de agua viva que nace de la silla de Dios y del Cordero, cuyas aguas, por ser ellas amor íntimo de Dios, íntimamente infunden al alma y le dan a beber este torrente de amor» (CB 26, 1). Se hace ver así la dinámica trinitaria de la fuente, su acción salvífica «ad extra», en términos no ya de orden metafísico (procesiones y misiones), sino cercanos a la simbólica nupcial del Romance trinitario: «Como amado en el amante, / uno en otro residía, / y aquese Amor que los une / en lo mismo convenía / con el uno y con el otro / en igualdad y valía; / tres personas y un amado / entre todos tres había» (vv. 21-28).




Canciones 9-11: La visión del deseo

Después de describir la trayectoria alegórica de los «caudalosos corrientes» en referencia directa a las tres personas divinas, el poeta vuelve los ojos a la imagen central de la fuente, con la que parece que quisiera comenzar de nuevo el poema, y con una forma enunciativa en la que desaparece el verbo «saber», lo que denota otro nivel de percepción, otro estado de conciencia: el paso del saber a la contemplación57. «Y así es como si dijera: ¡Oh, si esas verdades que informe y oscuramente me enseñas encubiertas en tus artículos de fe acabases ya de dármelas clara y formadamente descubiertas en ellos, como lo pide mi deseo!» (CB 12, 5)58.


[9] Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
       aunque es de noche.



Arranca la estrofa con el mismo verso de la primera, cambiando únicamente el demostrativo «aquella» por «aquesta», en un sentido de cercanía, de inmediatez. Curiosamente, todos los deícticos de estas tres canciones finales -«aquesta eterna fonte», «este vivo pan», «aquí», «esta agua», «aquesta viva fuente», «este pan de vida»- denotan ese mismo efecto. Y es que con ese fin de hacerse más cercana, «por darnos vida», la fuente se ha escondido en una realidad visible, en la presencia de un pan vivo y vivificante, símbolo del Cristo eucarístico y del ardiente deseo de su encamación: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros» (Lc 22, 15-16).


[10] Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,
       porque es de noche.



Se abre la estrofa con un deíctico solemne -«Aquí»-, referido directamente a Cristo que se ofrece a sí mismo como fuente y pan a las criaturas, en las que se incluyen los cielos, los infiernos, la tierra y las gentes de la estrofa sexta. Domingo Ynduráin, en su breve comentario, afirmaba que la conexión doctrinal inmediata del poema se establecía sin duda con el agua de la samaritana59. No daba más explicaciones, pero estaba en lo cierto. Y es que todo el poema, como ha visto Colin P. Thompson, es una recreación de diversos pasajes del cuarto evangelio: «Los textos en cuestión del evangelista son la visita de Nicodemo a Jesús de noche en el capítulo tercero, el encuentro de Jesús junto al pozo con la mujer de Samaria en el capítulo cuarto, los ríos de agua viva que Jesús promete que correrán en el seno del creyente (7, 38), el discurso sobre el pan de vida (6, 48ss) y el prólogo (1)»60.

En este caso, efectivamente, la estrofa viene a ser como un compendio de los discursos evangélicos del pan de vida (Jn 6, 1-71) y del agua viva (Jn 4, 1-39; 7, 37-39), con un deíctico inicial -«Aquí»- que tiene el valor de un oxímoron61, con múltiples significados. En primer lugar, como símbolo personal del deseo de Cristo «llamando a las criaturas», atrayendo a todos hacia sí con el reclamo y el gesto de trágica belleza que el poeta explicitará después en los versos finales del Pastorcico. Y de aquí, por extensión, la unión mística entre Cristo y el poeta, sobre ese estado de contemplación en el que se realiza el cumplimiento de la promesa evangélica: «El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, pues el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 13-14; 7, 37-38). El propio Juan de la Cruz parece autorizar esta interpretación cuando, hablando precisamente del matrimonio espiritual, asegura: «porque esta alma es en la que está hecha esta fuente de que dice Cristo que su agua salta hasta la vida eterna» (CB 20, 11)62. Lo que por otra parte concuerda con las promesas anunciadas en el Romance trinitario: «Una esposa que te ame,/ mi Hijo, darte quería,/ que por tu valor merezca/ tener nuestra compañía/ y comer pan a una mesa/ del mismo que yo comía,/ porque conozca los bienes/ que en tal Hijo yo tenía/ y se congracie conmigo/ de tu gracia y lozanía» (vv. 77-86). Todo ello, por supuesto, en la oscuridad de la fe -«a oscuras,/ porque es de noche»-, que por eso, para reforzar esa condición esencial de la fe, el poeta ha sustituido el ritmo adversativo de la cadencia «aunque es de noche» por una afirmación causal: «porque es de noche». En fin, como decía Jorge Guillén, en la poesía de San Juan de la Cruz «todo es símbolo, todo es lo que es y algo más»63.


[11] Aquesta viva fuente que deseo
en este pan de vida yo la veo,
       aunque es de noche.



Lo insinuado en la estrofa anterior se confirma en esta última, donde el poeta anuncia con aire de júbilo la identificación de ambas imágenes (viva fuente / vivo pan, ambas con el mismo epíteto) en su yo más íntimo, con verbos de percepción inmediata en primera persona (deseo/veo) y en un «estado de unión en el cual el alma no sirve de otra cosa sino de altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor» (1S 5, 7). Se produce aquí la visión del deseo a la manera del salmista ante la ciudad santa: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87, 7).

En términos puramente literarios, la visión de esta estrofa nos remite a la canción 11 del Cántico, ya que aquí parece cumplirse lo que en aquélla pedía la amada a la «cristalina fuente»: ser por vista por «los ojos deseados», por los ojos de Otro, por el deseo del Amado que llevaba dentro; y la respuesta inmediata en una sensación de vértigo: «Apártalos, Amado», cuyos ojos, presentes en el texto sólo como pronombre enclítico «los» (rara vez una expresión tan insignificante ha recibido una carga semántica tan fuerte), eran más de lo que ella podía soportar. Según esto, los ojos vistos en la fuente son simultáneamente de ella y de él, pues aunque son los ojos de Otro, ella los lleva grabados en sus entrañas y los proyecta al mirarse en la fuente, la cual se los devuelve como mirada del Amado y como respuesta al ansioso «¿Adónde?» con que comenzaba el poema: el Amado había huido hacia adentro, hacia el fondo o sustancia del alma, y ahí lo encuentra ella como mirada entrañal, como mirada que habla. Ambos se ven en una sola mirada. Como decía Hallâj: «El ojo con el que tú me ves es el ojo con el que yo te veo»64. Y Eckhart en el Sermón 12, comentado por Hegel: «El ojo con el que veo a Dios es el mismo ojo con el que Dios me ve»65. Ver a Dios, por tanto, es ser visto por él: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Cor 13,12).

Desde aquí podemos decir que esa visión del deseo, la visión del místico, es una inmersión en el no ver (una inversión de la mirada y a la vez una extinción del ego), esto es, la cegadora contemplación que se produce en el ámbito de la fe: «aunque es de noche». En la mediación de la fe, el deseado descubre al deseante y ambos quedan amorosamente unidos en la visión. Es una mirada de gracia que agracia, «de manera que mirando el uno al otro, ve cada uno en el otro su hermosura, siendo la una y la del otro tu hermosura sola, absorta yo en tu hermosura», como va diciendo en la descripción lírica de CB 36, 5, que es una bellísima oración dirigida al Amado y en la que repite 25 veces la palabra «hermosura».

Pero la visión no es propiamente el lugar de un «decir», sino de un «aparecer». De ahí que el poema termine, sin más, como disolviéndose en la luz, en la transparencia de la aparición, a la vez que queda abierto con la acción de esos dos verbos en presente durativo: «deseo / veo». La unión mística no aniquila, sino que engendra un nuevo, más intenso y acrecido deseo, porque Dios nunca está ocioso (LlB 1, 8) y a medida que se comunica, dilata la capacidad del alma para hacerla susceptible de recibir mayores bienes, «porque cuanto más quiere dar, tanto más hace desear», y de ahí que el alma, «cuanto más desea a Dios, más le posee, y la posesión de Dios da deleite y hartura al alma..., tanto más de hartura y deleite cuanto mayor es el deseo» (Carta 15, a Leonor de San Gabriel, 8 julio 1589; LlB 3,23)66.




Conclusión

Llegados al final del poema, y para no dilatar más el ya largo comentario, resumimos lo expuesto en tres conclusiones.

En primer lugar, está claro que el poema de la Fonte es el canto de un preso, de un hombre bajo tierra; pero no es ningún lamento, ninguna elegía, sino todo lo contrario, una experiencia gozosa cantada a manera de himno. Podría decirse que es el himno con el que soñara Dostoyevski tres siglos más tarde en Los hermanos Karamazov. «¿Cómo podría yo vivir bajo tierra sin Dios?... ¡Si arrojan a Dios de la tierra, debajo de la tierra lo encontraremos nosotros! Un presidiario sin Dios es imposible, más imposible aún que un hombre en libertad. Entonces nosotros, hombres bajo tierra, desde el fondo de la tierra, elevaremos un himno trágico a Dios, fuente de la alegría. ¡Gloria a Dios y a su alegría! ¡Lo amo!»67.

En segundo lugar, como ya indicamos en otra ocasión, es un himno de carácter litúrgico, celebrativo, hasta el punto incluso de que se podría considerar como una plegaria eucarística: la trayectoria descrita de la fuente, con las sucesivas imágenes alegóricas del Dios trinitario, con la simbología sacramental de Cristo y el ardiente deseo escatológico de las estrofas finales se corresponde, en efecto, con la estructura de una plegaria eucarística, en la que se sucede también la misma dialéctica trinitaria de toda la Historia Salutis, desde la creación hasta la parusía68.

Y en tercer lugar, el poema es una perfecta síntesis de fe vivida, de algo «tan íntimamente vivido como expresivamente inventado»69, transmitido de la manera mistagógica más eficaz, lo que en este caso equivale a la función suprema del arte y justifica el pronóstico que hiciera don Miguel de Unamuno hace justamente un siglo: «Cuando la ortodoxia católica no sea sino una curiosidad histórica, San Juan de la Cruz seguirá iluminando las mentes y calentando los corazones»70.







 
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