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ArribaAbajoCapítulo IV

Peligros que en aquel siglo corrían los que salían al mar con oro y perlas.


Un momento de reflección bastó para serenar al marino inglés del arrebato que le arrancara aquella habitual exclamación, que le hemos de volver a oír antes de que se acabe este libro, en un momento de satisfacción y de venganza.

Una vez calmado, supo del negro todo lo que este pudo decirle; y se volvió al mar al momento con la esperanza de tomar al San Juan sobre el rumbo del noroeste. Su alejamiento dio a los limeños un gozo incomparable. Al distinguir perdiéndose en el horizonte las blancas velas de sus tres buques, como si fuesen las alas de tres gaviotas,   —65→   ellos calcularon bien que todos los peligros iban ahora a acumularse sobre el San Juan; pero esto les libraba de un riesgo y agitación a que no se habían preparado; y a trueque de la calma que se les dejaba para hacer aprestos de guerra y fabricar coraje, daban por menor daño la pérdida del tesoro del Rey.

Drake corría en verdad sobre su presa. Sus buques eran veleros, y se hallaban tan bien tripulados como manejados; despachó uno de sus bergantines a cruzar sobre las costas de Chile en prevención de que el San Juan hubiera tomado este rumbo; mientras él con el otro bergantín y la goleta se dirigió a los mares del Istmo y costas occidentales de México, desde donde había resuelto volver cargado de riquezas por entre los mares de la China y de la India: navegación admirable para aquellos tiempos que solo un genio como él era, pudo llevar a cabo con un éxito completo12.

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En la tarde del día siguiente a su salida del Callao, mientras que nosotros teníamos nuestra atención en el San Juan, con la bella doña María y su zamba, oyendo al marinero portugués, estaba ya el audaz corsario a punto de tocar la realidad de sus doradas esperanzas.

Al primer anuncio de las velas que aparecían, el capitán del San Juan mandó subir toda la tripulación; hizo revisar sus doce cañones (pues el San Juan los tenía, y por eso le llamaban también el cagafuego); mandó cerrar las escotillas, y dejar libre y expedita toda la cubierta sin olvidarse de ordenar a sus pasajeros que apagasen todas las luces y se mantuviesen inmóviles en la cámara.

Precaución fue la de las luces que para nada le sirviera ya, porque el diablo del hereje lo había olfateado, y le seguía el rastro con la seguridad tenaz de una ave de rapiña. Sin embargo el marino español y su gente estaban   —67→   dispuestos a todo; y más por orgullo y dignidad, que por guardar el dinero del Rey, estaban decididos a batirse hasta el último trance en caso que fueran enemigos los buques que se habían avistado.

Entretanto, había anochecido completamente, mas como había luna, no podíamos decir que hubiese oscurecido. La claridad no era tanta tampoco que permitiera ver los buques que por la tarde habían aparecido en el horizonte. Corrieron, pues, algunas horas de ansiedad para la tripulación y pasajeros del San Juan, durante las cuales todos hablaban bajo y guardaban sus puestos con aquella resignación y respetuoso silencio a que se acostumbran también los hombres de mar.

No se oía más ruido en el buque que el que hacían los largos pasos con que el capitán, tomadas sus manos por detrás y metida la barba en el pecho, se paseaba a lo largo de la borda de babor. De vez en cuando se paraba y miraba las velas con inquietud, echando una feroz maldición cada vez que no las veía muy tirantes. Otras veces se arrimaba a la borda y se fijaba en el agua; y entonces, viendo la sombra del bergantín huir como si fuera el cuerpo aéreo de una fantasma sobre la movible y alucinante superficie de las aguas, se volvía satisfecho. Dentro   —68→   de la cámara estaban reunidos todos los miembros de la familia de don Felipe Pérez y Gonzalvo, y don Antonio con ellos; todos estaban llenos de pavor haciendo conjeturas en voz baja, y asombrándose del oscuro abismo a cuyo borde se hallaban. Doña Mencía quería rezar, pero en vez de rezar lloraba. María estaba espantada; la zamba miraba a sus amos, y acostumbrada a depositar en su autoridad el cuidado de dirigirla, esperaba que de la adusta frente de don Felipe, o de los caprichosos pliegues que rajaban la cara de doña Mencía saliera algún recurso repentino.

Reinaba, pues, un silencio sepulcral a bordo del San Juan que no era perturbado sino por los trancos del capitán y por los golpes con que de vez en cuando venían las olas a estrellarse contra los costados del buque, haciendo crujir sus maderos.

De repente salió una voz de la cofa más alta del palo mayor, y con aquel acento lánguido y lúgubre que la voz del hombre toma en las soledades del mar, dijo:

-¡Dos velas a babor!

Este grito difundió la inquietud por todo el buque.

Todos hundieron sus ávidas miradas en el vasto horizonte,   —69→   y se pusieron a escuchar anhelantes y sobresaltados.

-¿Proa a nosotros? -preguntó el capitán.

-Una corre al parecer sobre nuestro bauprés, y la otra sobre nuestra popa.

-¿De qué fuerza parecen ser?

-El que rompe nuestro bauprés es una goleta que riza el agua como el viento; se le ve apenas la borda; todo su casco parece una raya sobre el mar; y el que viene sobre la popa es un bergantín como el nuestro.

-¡Ea, muchachos! -dijo el capitán-; ¡manos a la obra! ¡preparad los cañones; cargadlos bien y teneos listos!

A poco rato se mostraron ya los buques que causaban esta alarma. Los reflejos de la luna daban sobre sus velas, y hacían que se les viese como si fueran dos blancas garzas que volaran rozando las olas del mar. Todos los marineros del San Juan tenían fijos en ellos sus ojos viéndoles correr sobre su buque con un aire de insolencia y de arrojo que los helaba.

El uno, que sin duda era más chico que el San Juan, corría como una flecha a situarse por la proa del buque español; mientras que el otro, menos cargado de velas, y algo más grande, maniobraba de modo a situarse sobre   —70→   su popa. El capitán del San Juan que era algo avisado, comprendió las intenciones de los que él suponía sus enemigos, y luego que los dos buques se separaron, varió el rumbo hacia el oeste y se alejó del más grande para acercarse de improviso al otro, tomándolo solo por algunos instantes.

Los tres buques se veían ya perfectamente, y podían examinarse sin obstáculos, en todo su casco y su tamaño.

Un fogonazo repentino y el estruendo que hizo un cañón disparado a bordo del bergantín enemigo, intimó al San Juan la orden de detenerse. Este no la obedeció, por cierto, y siguió navegando con firmeza en su nueva dirección para aproximarse a su menor enemigo. La goleta se mostraba también decidida a no evitarle, y corría con intrepidez sobre el buque español; de modo que en un momento se halló el uno sobre el otro. El capitán del San Juan mandó descargar una de sus baterías.

Tronaron los seis cañones, a la vez pero el buquecillo destinado a recibir esta terrible granizada maniobró tan felizmente que todas las balas del San Juan pasaron al mar acertando a entrar tan solo una u otra que rompió cuerdas y maltrató algunas velas.

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Los dos buques estaban ya tan cerca que los españoles oyeron distintamente el grito de ¡viva la Inglaterra! con que sus adversarios respondieron a la descarga; y antes que pudieran de nuevo cargar sus cañones, ya el buquecillo inglés atravesaba por la proa, y disparaba cuatro cañonazos que hicieron pedazos todo el bauprés y dejaron flotando los foques. Sobre esta descarga, siguió desde los palos una nueva granizada de tiros de mosquetería que hicieron un notable daño matando e hiriendo muchos marineros.

Una desgracia tan completa desconcertó un momento a los españoles. Todo se revolvió, hubo voces, gritos y gran confusión, sin que nadie reparase que el enemigo maniobraba para presentar el otro costado y arrojar por él una nueva granizada. Pocos momentos tardó en realizarlo, pues la goleta era ágil como un pájaro, y se conocía que el marino que la manejaba a par de experimentado era sagaz y pronto para aprovechar de sus ventajas.

Así que hubo hecho su nueva descarga tomó el largo hacia el Leste dirigiéndose hacia su compañero.

El San Juan estaba casi totalmente inutilizado; mas no era esta la peor de sus desgracias, sino que el valiente   —72→   capitán había desaparecido. Todos le buscaban, y nadie le encontraba. Uno de sus subalternos se acercó a la cámara gritando con despecho para pedirle órdenes urgentes; pero entonces, el marinero portugués que ya conocemos, y que estaba en el timón como antes, le dijo con calma, y señalando al mar con la boca:

-¡Allá fue a dar!

-¿Cómo es eso? ¿cayó al mar?

-Se lo llevó una bala partiéndolo por medio.

-¡Jesús! -dijo el subalterno, y se quedó recostado sobre la meseta de la cámara como si estuviera abismado en el dolor y desesperación que le causara la humillación de su bandera y la pérdida de un amigo a quien hacía mucho tiempo que acompañaba.

Después de un rato alzó la cabeza, tomó la bocina y dijo:

-«¡Atención! El capitán ha muerto, como un bravo español que era: ahora mando yo; y os juro que no hay más que vencer o seguir el ejemplo que él nos ha dejado.»

«¡Ea! ¡ánimo, muchachos! ¡viva España! ¡viva la Fe!»

La goleta inglesa seguía alejándose ignorando todo el   —73→   estrago que había hecho en su enemigo y reputándose quizá débil para el abordaje, se retiraba a una distancia satisfecha de haber aprovechado tan bien su tiempo y sus maniobras. Su mira manifiesta era esperar al otro buque, o bien esperar el día para medir bien las fuerzas de su adversario, y saber a punto fijo el estado en que se hallaba.

El nuevo jefe del buque español sabía bien que no tardaría mucho en caer en manos de los ingleses. Toda la tripulación lo comprendía como él, y así es que fue muy poco el entusiasmo que infundieron sus altivas palabras.

Cerca ya de la madrugada que iba a poner fin a esta noche tan funesta para la gente del pobre buque español, se levantó hacia el Leste, y a corta distancia, un banco de niebla que envolvió y ocultó a los dos buques ingleses. Cuando amaneció, y cuando todos tendían su vista con ansiedad por el horizonte para descubrir el terrible enemigo en cuyas garras creían iban a caer, solo pudieron ver una faja de vapores blanquiscos interpuestos entre el azul del cielo y el verde oscuro del mar. Así estuvieron un corto rato, hasta que el marinero portugués con su ordinaria calma y tranquila resignación dijo   —74→   apuntando con el dedo a más altura que la neblina.

-¡Ahí vienen ya!

-¿Dónde? -dijo el nuevo capitán.

-Por sobre el banco de neblina se ven dos altos y gallardos palos que nos muestran el frente de sus hinchadas velas.

Efectivamente: por sobre la neblina aparecían los palos y las vergas de un precioso bergantín. A poco rato la espesa nube que cubría el Océano se entreabrió como el leve tul que se raja; y se pudo distinguir perfectamente el gallardo porte de toda la embarcación. Venía navegando a su lado la certera y ágil goleta que había causado tan grande estrago dentro del San Juan. Ambos buques abrieron un poco las paralelas en que navegaban. El bergantín rompía el agua como una bala, y al pasar a estribor del San Juan despidió una andanada de seis cañonazos. El español le contestó con otros seis, no muy mal recomendados que digamos; y que un poco antes hubieran quizá servido para cambiar de suerte. ¡Pero ya era tarde! había perdido el palo mayor con el timón, y flotando al acaso, se hallaba a la merced de dos enemigos provistos todavía de todas sus ventajas.

La confusión y espanto que la proximidad y la descarga   —75→   del bergantín causaron a bordo del San Juan de Orton impidieron que fuesen percibidos los maliciosos movimientos de la goleta. Pero no bien se serenaron los ánimos cuando se le vio, con sus ganchos de abordaje, prendida como una araña al costado del San Juan, vomitando sobre el puente algunas decenas de intrépidos herejes en cuyos nervudos brazos relucían las hachas y pistolas del combate.

Tocando ya por el otro costado, ejecutaba el bergantín la misma operación.

El gozo del corsario inglés en aquel momento puede deducirse de estos versos del buen Arcediano Centenera.


«San Juan de Orton, navío muy nombrado,
»con la plata del Rey había salido;
»en breve el Luterano le ha alcanzado,
»y como de improviso le ha cogido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
»Aquesta fue la presa más famosa
»y robo que jamás hizo un corsario:
»que es cosa de decir muy mostruosa
»el número de plata; y temerario
»negocio nunca visto ni leído,
»que a un corsario jamás ha sucedido.»

Los marinos del San Juan se habían recostado sobre la popa con su nuevo capitán a la cabeza; y así que la   —76→   horda del hereje puso el pie sobre su cubierta le arrojaron una descarga de arcabuzazos.

Los invasores recularon como por un súbito instinto de miedo, dejando entre los dos campos los yertos cadáveres de tres de los suyos.



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ArribaAbajoCapítulo V

El amor no está tan lejos del terror y del odio como algunos se lo figuran.


En este momento de miedo instintivo que suspendió por un instante aquella escena de matanza, saltó de la goleta inglesa, y se abrió pasó por entre el pelotón de herejes que ya pisaba el puente del San Juan un joven sumamente hermoso y bizarro. Armado de una espada gruesa y corta, que brillaba en sus manos, como si fuera de fuego: «¡Ay del cobarde (dijo con el acento de la ira) que retroceda de un paso ante los enemigos de la Inglaterra!» y con un arrojo lleno de fiereza salvó el espacio que lo separaba de los españoles esgrimiendo su arma con una agilidad inimitable.

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Restablecíase así este combate atroz de la desesperación por una parte y de la embriaguez del triunfo por la otra, cuando los marinos del otro buque inglés se descolgaban también como panteras sobre el puente del San Juan. Al verlos, las facciones de nuestro joven revelaron una ansiedad inexplicable; y su disgusto se hizo aún más patente por el gesto de despecho que no pudo contener, cuando vio parado en lo alto de la borda, para saltar como los otros, a un hombre en cuyas miradas y en cuyo empaque estaba impreso el sello del mando.

El rostro de este hombre, tostado por el sol y por las intemperies del mar, parecía tener el temple del bronce. Sus ojos penetrantes, negros y rasgados lanzaban por entre sus ricas cejas una mirada animada todavía por los rayos de una juventud vigorosa. Una cabellera negra y flotante, como la crin de un potro de la pampa, caía desparramada por sus dos hombros poniendo en relieve la frente espaciosa en cuyas líneas fugitivas se leían los signos de una audacia soberana.

Nuestro joven, como hemos dicho, lanzó a este personaje una mirada de despecho, y con una voz de trueno gritó: «¡Cese el combate! ¡Abajo las armas!» El tono de autoridad con que fue dado este grito debió ser   —79→   irresistible, pues todos se quedaron inmóviles, como movidos por un resorte. Volviéndose entonces al personaje de la borda (que aún no había bajado, pues todo esto fue la obra de un instante que mis palabras alargan) le dijo con altivez:

-¡Almirante: no bajéis! ¡La presa se me ha rendido ya!

-¡El enemigo os resiste todavía, Lord Henderson!

-¡Pues bien! milord, le contestó el joven con arrogante ironía, ¡si queréis vencer a mis rendidos, bajad!

Francisco Drake (pues él era el interlocutor de nuestro joven) se dio vuelta hacia su buque con una sonrisa llena de indulgencia paternal; e iba ya a bajarse, cuando el comandante español le dijo acercándosele con entereza. «¡Esperad, señor inglés! ¡una sola palabra!» y le disparó un pistoletazo a quemarropa que hizo saltar de la cabeza erguida de Drake la gorra de terciopelo negro con tres plumas rojas que la cubría.

El español se dio vuelta entonces incitando a sus soldados al combate; pero aquel momento de reposo había helado el ardor de los combatientes. Ninguno quería resistir más, porque era ya inútil; lo cual, visto por el   —80→   bravo comandante, agarró su espada y partiéndola con las rodillas, la arrojó al mar.

El Almirante inglés se había conservado impasible sobre la borda: miró de arriba a abajo a su agresor, y le dijo con calma:

-¡Eres bravo, Papista!

-¡Pero tú eres afortunado, Judío!13

Cien cuchillos se alzaron a un tiempo para sacrificar al español: pero Drake les gritó con un gesto imponente:

-¡Deteneos! ¡Cuidado con hacer mal a ese hombre! ¡Henderson! vos me respondéis de él.

-Con mi vida, Almirante, respondió el joven.

Drake saltó entonces a su buque; y lo mandó desprender del casco del San Juan.

Henderson era un joven rubio que apenas contaba veinte y tres años. Su brillante cabellera caía a la moda de aquel tiempo en tostados rizos sobre sus hombros. Una tez limpia y rosada daba a sus miradas juveniles una expresión particular de viveza y de petulancia amable. Sus cejas eran como dos líneas rectas sobre sus ojos que venían a borrarse en el delicado arranque de la nariz; y   —81→   de su boca, pulida como una obra de arte, y airosamente entreabierta, salía franco y fácil el resuello de su noble corazón.

Aquella era la primera acción de guerra en que se encontraba cubierto con los colores de su patria. Algo indómito todavía para la disciplina militar, se había irritado con la sola idea de que Drake, dueño ya de una reputación colosal, tomase parte en la rendición del San Juan, y sofocase con la gloria de su nombradía14, la que Lord Henderson creía haber ganado en aquella jornada. Durante el combate el joven Lord no se había ocupado de otra cosa que de rivalizar con el buque de su jefe para ser el primero en decidir y terminar la victoria.

Drake, que comprendía bien el carácter del joven Lord, lo mimaba con gusto; y estaba muy lejos de tomar a mal un ardor que le prometía un poderoso auxiliar para los fines ulteriores de su ambición marítima; porque Henderson era hijo de un Par de Inglaterra de grande influencia en los consejos de Isabel. Justo es también que digamos que independientemente de sus motivos de egoísmo, Drake quería a Henderson como a un hijo: él lo había formado; él lo había lanzado al mar; él era en fin quien había enardecido su imaginación hablándole   —82→   de las sublimidades del Océano, y de lo fantástico y de lo grande de las aventuras de que es teatro.

Una rica gorra de terciopelo carmesí, de la que volaban hacia atrás tres grandes plumas rojas, brillaba sobre la cabeza juvenil de Henderson. Una blusa del mismo género, corta y airosa cubría con elegancia aquel su cuerpo ágil y esbelto como el tallo de un álamo: tenía ceñida la cintura con un cinturón de cuero de ciervo, guarnecido de oro, en cuyo broche lucían dos perlas de gran precio. Pendía de su cuello una gruesa cadena de oro, a la que estaba colgado un puñal italiano ricamente cincelado; y por fin finísimos encajes de Bruselas adornaban su garganta, que era tan blanca y tan pulida como la de una doncella.

Así que Drake separó su buque, Henderson se volvió al capitán español, (que permanecía fiero y sombrío sobre la cubierta) y le dijo con perfecta urbanidad:

-¡Tened la bondad, señor, de pasar a bordo del bergantín en esa lancha que echan al mar; y que Dios os la depare buena! ¡Suttonhall! -dijo llamando a un subalterno que se le acercó corriendo-, distribuid las guardias; asegurad el buque en todas partes, y haced desprender después la goleta, porque voy a la cámara a revisar los   —83→   asientos para pasar a dar cuenta de todo al Almirante; y sin envainar la espada bajó las escaleras de la cámara donde toda la familia de don Felipe Pérez y Gonzalvo estaba en la mayor consternación.

Al sentir sus pasos el hielo de la muerte corrió por las venas de todos ellos. Ya creía doña María que se hallaba entre las garras de algún monstruo feroz y coludo, como los que había visto tallados en los altares de Lima; y por un movimiento instintivo se cubrió el rostro con las manos.

Su madre estaba hincada esperando al vencedor para pedirle gracia para su hija: sus entrañas de madre hablaban solas en aquel cruel momento.

Don Felipe, adusto y emperrado, ni se dignó siquiera levantar sus ojos del suelo donde los tenía clavados cuando el joven inglés se presentó a la puerta de la cámara.

Se quedó éste un poco sorprendido al encontrarse con toda aquella gente donde solo creía encontrar libros de asientos: pero reponiéndose al instante al reparar en las señoras, se alzó la gorra con gallardía y dijo en buen español con un tono sumamente insinuante.

-¡Salud, señores! -y alzando del suelo a doña Mencía Manrique, agregó-: ¡Os juro que nada tenéis que   —84→   temer, señora! soy un caballero que conoce sus deberes.

La perfecta melodía de estos sonidos, y sobre todo el débil con que el sexo femenino se abandona a los impulsos de la curiosidad, hicieron que doña María levantase su purísimo y lindo rostro para mirar al ente extraño que así hablaba; y al verlo no pudo contener el ¡ay! de admiración que le arrancara la belleza del joven que tenía por delante.

Aquello le parecía un sueño; y sus miradas inexpertas y candorosas revelaban de más en más el predominio que estaban ejerciendo sobre su ánimo la hermosura y la gentileza de aquel hombre. -¡Oh! ¡Dios mío! ¡este es cristiano como nosotros! -se decía. Juana estaba estupefacta, y tampoco podía comprender aquella extraña mistificación en que parecían envueltas.

Hacía ocho meses que Henderson, arrancado a las dulces pasiones de la corte de Inglaterra, no veía en la especie humana sino el rostro de sus toscos marineros. Doña María era una bellísima criatura, como lo saben nuestros lectores: ¿será pues de extrañar que el joven inglés diese toda su voraz atención a aquel lindísimo rostro que se levantaba de entre las manos, tímido y lloroso,   —85→   como la aurora de entre los vapores de la noche?

Henderson no podía dejar de mirarla; y a medida que más la miraba, mejor comprendía todo el efecto que su persona estaba produciendo sobre el corazón de aquella niña. Cortesano y audaz por hábito y por naturaleza, estaba él mismo sucumbiendo, sin saberlo, a la satisfacción halagüeña de estar gustando: raro es el hombre que no es verazmente grato a la mujer que se impresiona de sus buenas dotes.

Hay algo de indefinido en la pasión del amor que irradia como la luz o se insinúa como la electricidad en un solo momento. Sucede muchas veces que dos personas que se han visto durante mucho tiempo con la más pacífica indiferencia, se sienten en un instante imprevisto repentinamente atacados de un amor ardiente. Otras veces nace la pasión con la primera mirada; y nace exclusiva y violenta haciendo comprender que todos los otros vínculos que hasta entonces habían ocupado el alma, eran hilos de seda comparados con los anillos de duro hierro de la nueva cadena.

Que el amor nace siempre de improviso y repentino, es, me parece, una verdad que está fuera de cuestión para los observadores sinceros de la naturaleza humana.   —86→   Verdad es también que en el corazón de la mujer que ama existe, como un grano dorado de salud, el bellísimo germen del pudor, que, reteniéndola en la conciencia misma de su pasión, la sustrae a la confesión íntima del poder que la somete, para preparar el desenlace del drama psicológico por medio de una escala progresiva de confidencias y de concesiones.

Si tal es el amor real sobre que reposan los más caros intereses de la sociedad humana, no sería justo calificar como licencia de novelista el carácter espontáneo y repentino con que se produjo el germen de esa pasión entre el elegante Henderson y la bella doña María.

Sea sorpresa, o la novedad de la situación; sea el mérito personal que brillaba en aquellas dos figuras tan vivaces y tan simpáticas, o el contraste de las supersticiones con las realidades; sea el prestigio que el vencedor tiene siempre para la cautiva, y la cautiva para el vencedor; sea en fin el destino que ninguna razón hay para desterrar de la novela, puesto que nadie lo puede desterrar del mundo; el hecho es que ambos jóvenes se sintieron definitivamente atraídos por una mutua y dulce impresión. Una mutua y dulce esperanza vino a realzar   —87→   en el uno el precio de su victoria, y a sostituir en la otra el terror de la cautividad.

Apenas pudo reponerse Henderson de la sorpresa que le causara la vista de su bellísima prisionera, cuando tomó delicadamente con sus manos a la madre, que continuaba sollozando a sus pies, y la aquietó con tal urbanidad que la pobre vieja se santiguaba a cada momento para arrojar de su alma los instintos de la gratitud y del respeto, que estaban a punto de producirse en ella en favor de aquel hereje, de aquel renegado. Ella miraba en los encantos mismos de su figura una celada de Satanás. Sabía que el diablo tenía un poder ilimitado sobre las formas terrenales, y no dudaba que toda aquella belleza de rostro y de talla no era más que la máscara traidora del cornudo y coludo negro; escapado en aquel momento de las plantas de San Miguel.

-¡Santo bendito! repetía la vieja a cada instante; ¡cruz! ¡cruz! ¡cruz! decía atravesando sus dos primeros dedos de la mano derecha; y miraba de hito en hito a Henderson esperanzada de verlo reventar y exhalarse en fétidos vapores al favor de esta santa evocación: ¡tentaciones del infierno! repetía; y no podía negarse a sí misma que Satanás   —88→   era en aquel instante un joven precioso y de una exquisita urbanidad.

Para terminar aquella situación transitoria el joven inglés dijo a don Felipe y a don Antonio.

-Señores, me placería saber si alguno de ustedes tiene a bordo de este navío algún cargo oficial.

Don Antonio Romea miró a su principal, y como este continuase impasible y engestado, llevaba sus ojos del viejo español al marino inglés y de éste al viejo, sin atreverse a responder una palabra.

-Ustedes comprenderán, volvió a decir Henderson, que tengo serios deberes que desempeñar con respecto a este buque y su carga. Supongo que ustedes no eran más que pasajeros en este navío; ¿no es así? -agregó con una inflexión de voz benévola y marcada que denotaba la intención de que los prisioneros se prevaliesen de este efugio.

-¡No, señor! -contestó secamente don Felipe-: los dos somos leales servidores y empleados de nuestro Amo el Rey de España y de las Indias, Rey de Sicilia y de Jerusalem, Gran Duque de Milán, Conde de Flandes, protector nato de la Fe Católica y perseguidor de la Herejía: heredero legítimo de la corona de Inglaterra...

-¡Lo siento, señor! -dijo el joven Lord afectando indiferencia-;   —89→   tened entonces la bondad de subir para poneros con los demás prisioneros.

La mujer y la hija de don Felipe alarmadas con las palabras imprudentes que le habían oído, creyeron percibir en los conceptos del oficial inglés una amenaza que les pareció tanto más terrible cuanto que era más vaga, y ambas se echaron a los pies del hereje llorando.

-¿Qué le vais a hacer, señor oficial? -decía la niña-: ¡tened piedad por él! es un anciano; ¡es mi padre! ¡dejadlo con nosotros!

-¡Señorita! ¿qué pensáis que pueda hacerle yo?... No temáis nada. ¿Es vuestro padre?

-¡Oh, sí, señor! -dijo doña María bañando al joven con una mirada angelical.

-Pues os juro que está aquí tan seguro como yo mismo; nada más necesito sino que os tranquilicéis; y me permitáis sacar de aquí todos los libros y papeles del buque, porque mi jefe ha de tener ya por incomprensible mi demora en instruirlo de lo que se ha capturado. Sentaos, señoras: permitidme concluir para dejaros solas y dueñas de esta cámara; y al levantar Henderson con sus manos a doña María palpitaba de emoción y de ternura.

-¡Señor oficial! -dijo entonces don Felipe-: los libros y   —90→   los papeles que buscáis son mi propiedad. Con ellos debo yo responder ante mi Rey de los caudales en que merecí su excelsa confianza; y antes me quitaréis la vida que recibir uno solo de mis manos, consagrando el insigne salteo que habéis hecho.

Era la primera vez que hombre alguno dirigía a Henderson palabras de este género con tono semejante. Altivo y fiero por carácter y por nacimiento, y en una edad en la que nada somete los ardores del enojo; no bien se vio provocado con aquella altanería, cuando olvidando las hipocresías de su urbanidad dio un terrible golpe con su guante de hierro sobre la mesa de la cámara; y con el gesto de la ira dijo:

-¡Voto al Papa! ¡que si así me habláis, anciano!...

-¡Calla, salteador! ¡calla, blasfemo! -dijo con furia no menos profunda el viejo airado-: vendrá una hora en que comprenderéis, renegado, la justicia del cielo, y tendréis el galardón de las impiedades de que sois presa.

Es imposible concebir una sorpresa, un aturdimiento igual, al que se pintó en la mirada y en el gesto de Henderson cuando se sintió herido por tan crudas injurias. Era un anciano indefenso el que lo provocaba, y el joven inglés se quedó aterrado cuando se vio ya casi sobre él   —91→   con su puño de hierro levantado sobre aquella cabeza cubierta de canas.

El alarido que al ver esa acción lanzaron las tres mujeres; las invocaciones religiosas y el llanto de doña María, petrificaron al joven lord en aquella terrible actitud; pero volviendo todo confuso al uso de su razón, bajó lentamente su brazo, y dijo con un marcado remordimiento:

-¡Casi me habéis obligado a degradarme, anciano imprudente, con esas vanas provocaciones!... y ese joven (dijo apretando con rabia los carrillos y señalando a nuestro novio;) ¿por qué no es él el que me ha provocado, ya que es vuestro dependiente?

Don Antonio Romea había estado encogido y cabizbajo desde el principio de esta escena, y no respondió ni alzando la cabeza siquiera.

-¡Señoras! -dijo Henderson después de una pausa dirigiéndose con calma a doña María y a su madre-: estoy educado bajo el principio del santo respeto que se debe a vuestro sexo, y no tengo rubor en confesaros que me retiro vencido por vuestra presencia. Dios haga que el almirante, a quien voy a dar cuenta de todo, no encuentre digna de un severo castigo la terquedad de vuestro   —92→   padre; creed, señoras, que es a vosotras a quienes ofrezco este sacrificio de mi orgullo.

Henderson subió a la cubierta con el semblante descompuesto, y gritó desde el alcázar de popa:

-¡Suttonhall! ¡Suttonhall!

El subalterno estaba al momento con su sombrero entre las manos delante del comandante.

-Poned dos centinelas en la cámara; bajad vos mismo a colocarlos, con la orden de que si alguno de los hombres que están en ella abriera algún cajón o se moviera del lugar en que se sienta, lo aprisionen y conduzcan a la bodega. Mi lancha para ir al bergantín.

-La tenéis pronta, señor, con seis remeros.

-¡Vigilad bien en el navío! ¡mirad que los españoles son gente muy capaz de incendiarlo!

-¡Perded cuidado, señor, que los conozco!



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ArribaAbajoCapítulo VI

El lobo viejo.


El aire pensativo y caviloso con que Henderson atravesó la cubierta del navío no disminuía en lo mínimo la marcial elegancia de su paso. Con la rapidez propia de su edad se descolgó desde la borda hasta su lancha, y vino a echarse en la popa como un león que descansa, a lo largo de un hermosísimo cuero de tigre africano ribeteado y forrado de terciopelo punzó que le servía allí de tapiz: apoyó su costado derecho en un rico almohadón de terciopelo blanco bordado lujosamente con hilo de oro, y se echó su gorra sobre los ojos para disminuir la impresión que la luz del día, reflejada por el mar, hacía sobre ellos.

  —94→  

El mar estaba quieto, y rizado apenas por la brisa tibia y excitante de los trópicos. Los navíos ingleses, que poco antes habían parecido animados de las feroces pasiones que arrastran al hombre a la guerra y al exterminio, flotaban ahora muellemente y como adormecidas por el tenue balanceo de las olas.

La lancha de Henderson se desprendió del San Juan, y al primer impulso que le dieron los marineros dejando caer uniformemente sus remos sobre el mar, se deslizó como un delfín sobre la superficie de las aguas, acercándose al «Pelícano,» precioso y velero bergantín montado por sir Francisco Drake.

Al silbido agudo de un pito marino que resonó a bordo del almirante, se vieron acorrer presurosos a la borda varios marineros, que tiraron a la lancha la punta de un cable por el cual quedó sujeta a la escalera de subida. Henderson se incorporó, y conteniendo la vaina de su espada con una mano, subió a largos trancos, apoyado en la otra, las difíciles gradas de la escala y atravesó la cubierta por entre bravos marineros que le hacían el respetuoso saludo de los militares.

Drake lo esperaba ya en la cámara: había sobre la mesa dos bandejas: en una lucía un hermoso jarrón de fábrica   —95→   oriental, lleno de agua, al lado de una botella de cristal rebosando de un clarísimo y puro brandy; y en la otra varios vasos abrillantados con unas cuantas botellas de cerveza.

-¡Linda jornada, Henderson! -le dijo el célebre Drake a nuestro joven así que le vio aparecer-: ya veis como yo no os engañaba cuando os decía que esta vida de aventuras contra el bucéfalo del antecristo15 era de lo más ameno y lucrativo que un buen cristiano podía emprender. ¿Estáis satisfecho?... ¡Un marino que empieza como vos habéis empezado, es un hombre de porvenir! Vamos, poned más gotas de brandy en vuestro vaso; y tomando él mismo la botella, llenó dos copas, dio una a Henderson y levantando la otra más alto que la cabeza dijo: ¡Proteja Dios a la Reina! y después de tocarla con la del joven, las empinaron ambos sobre sus labios. Bien: sentaos ahora y hablemos: ¿supongo que habréis visto ya el total de la partida?

-¡No, milord!

-¿Qué diablos tenéis, Henderson? estáis con un gesto que cualquiera creería que los españoles os habían   —96→   aboyado el costado de vuestra garza. Decidme, hombre, dijo Drake levantándose con una visible alarma: ¿nos habremos equivocado? ¿no era ese el buque en que iba el situado?

-Es ese mismo, milord: su bodega está llena de sacos de oro, pero no puedo ocultar a vuestra gracia que vengo preocupado, por lo que me acaba de suceder con un prisionero. Permitidme, milord, que os anuncie que con los caudales del Rey de España hemos tomado la familia de uno de sus empleados.

-Sí; ya lo sabía.

-¿Lo sabíais, milord? -dijo Henderson con un asombro profundo.

-Es decir: sabía que esa familia debía haberse embarcado en este navío y que forma parte de ella una bellísima muchacha de diez y ocho años.

-¡Ah! -dijo Henderson con el mismo aturdimiento-; ¿tenéis entonces inteligencias en tierra?

-¿Y qué, no me bastaba para saber eso el negro que levantamos del Callao?

-¡Es verdad! -dijo Henderson pensativo;...- pues el padre de esa señorita (agregó) tiene el alma de un mastín, y me acaba de pasar con él una cosa seria.

  —97→  

-Creí que me ibas a referir algún conflicto con su novio.

-¡Con su novio, milord!... ¿qué decís?... ¿Es acaso su novio un mozo que acompaña al padre?

-Si se llama (dijo Drake hojeando un libro de apuntes), don Antonio Romea, es sin disputa el marido que su padre le destina.

-Y todo eso (dijo Henderson con una mirada llena de sagacidad) ¿lo sabéis también por el negro que alzamos del Callao?

-¿Sería acaso extraño, Roberto?

-Sería casual al menos.

-¿Pero no os parece que habría en eso más probabilidad que en las inteligencias de tierra que me suponéis?

-A deciros la verdad, tengo de vos, milord, tal idea, que lo más audaz y lo menos probable es lo que en todos los casos me parece lo más cierto.

Drake soltó una airosa carcajada, y le dijo: -cuando avancéis más en el camino que habéis emprendido, os iniciaré en toda la diplomacia que puede contener la cámara de un buque: en esta atmósfera que os parece tan limitada caben los intereses del mundo... Mas, no nos   —98→   distraigamos: ¿qué es lo que os ha pasado con don Felipe?

-¿Quién es don Felipe, milord?

-Pero ¿cómo quién es don Felipe? ¿pues no me acabáis de decir que os ha pasado con él una cosa seria?

-¡Ah!... ¿el anciano se llama don Felipe?... yo no lo sabía.

-Pues ya lo sabéis ahora.

-¿Y su hija, milord, como se llama?... Veo que nada ignoráis de lo que yo os hubiera debido noticiar primero.

-¡Ah! ¿su hija, eh?... se llama doña María, y si queréis nombrarla a lo limeño debéis decirle Mariquita.

-¡Me tenéis sorprendido, Milord!

-¿Me diréis al fin lo que os ha hecho don Felipe? -dijo Drake a Roberto Henderson con una mirada preñada de malicia.

El joven le narró entonces lo sucedido y el riesgo en que se había visto de romper el cráneo al anciano soberbio. Cuando Drake lo hubo oído le dijo con buen humor:

-No sabéis todavía el modo de hacer cuanto queráis con un viejo español. Me parece que habréis hablado   —99→   mucho y hecho demasiados cumplimientos: los Españoles tienen un horror instintivo a todo lo que es agasajos; les gusta que el enemigo o amigo sea franco y de una pieza, que caiga pronto al terreno positivo de todas las situaciones, y vos habéis empezado probablemente por indignar a don Felipe dirigiendo cumplimientos y tiernas miradas sobre su hija. Ya veréis como me porto yo: vamos allá; es preciso trasbordar pronto la carga de ese cagafuego o cagaoro (dijo Drake riéndose a carcajadas) para incendiarle y seguir nuestro crucero. Vais a ver con qué facilidad me traigo a don Felipe: vos no sabíais lo que yo sé, es avaro como un Onytre. Cuando yo me lo traiga aquí, haced que el resto de la familia se trasborde a vuestro buque porque aquí me trastornarían el orden de mis trabajos, además de que pronto los echaremos a tierra.

-¡Cómo!... no pensáis llevarlos a Inglaterra.

-¡Dios me libre, Roberto!... ¿y para qué?... ¡Nos basta con los zurrones, hijo mío!

Henderson se quedó callado y pensativo.

Drake volvió a llenar de brandy las dos copas; y convidando a Henderson con una de ellas:

-¡Bebed! -le dijo-: ¡os habéis portado como un bravo!   —100→   doscientas mil libras por lo menos os van a tocar de la presa. ¿Creéis que me importan un bledo los registros de ese viejo maniaco?... ¡No, Henderson! aquí tengo (dijo Drake golpeando sobre su cartera) un resumen exacto de todo.

-¿Os lo dio el negro también?...

-¡No, Roberto! me lo dio mi ingenio y mi política. Ahora verán los que nos trataban de locos aventureros en nuestra patria, todo lo que puede hacerse con voluntad y pertinacia. Vendrá un día en que os revelaré el misterio, y veréis con cuántos trabajos y con cuántas medidas me preparo estos golpes de fortuna. Vos sois mi hijo, Henderson: y seréis el heredero de mi obra: os he visto en la acción, y os digo que nadie os igualará como marino; ¡ya veréis el ruido con que voy a volver vuestro noble nombre a la corte de nuestra soberana!... ¡Bebamos a vuestra gloria!

Un rayo de orgullo atravesó la fisonomía del joven lord al oír estas palabras, y golpeando su copa sobre la de su jefe, bebió.

-Vamos, Roberto, a ordenar el trasbordo; dijo Drake levantándose y poniéndose su gorra.

-Vamos, milord.

  —101→  

Y ambos salieron de la cámara.

Al costado derecho del Pelícano flotaba una hermosa lancha, a la que Drake bajó mientras que Henderson iba a tomar su asiento en la que lo había traído.

Cuando Drake subió al navío capturado, arrugó de un modo formidable las cejas, puso torva y feroz la mirada, y ordenó que se emprendiese el trasbordo con todas las lanchas y los botes de los tres buques.

Dejando a Henderson encargado de la inspección inmediata del trabajo, bajó a la cámara y entró sin saludar a nadie.

-¡Señor Pérez! -dijo encarando con imperio a don Felipe, (que lo miró sorprendido al oírse llamar por su nombre)- el caudal que veníais custodiando se trasborda en este momento a mi buque.

-Desde que lo hacéis a fuer de salteador, yo no lo puedo impedir.

-Pero como os voy a echar a tierra en la primera costa en que toquemos, es necesario que veáis lo que os tomo para que os pueda documentar en regla.

Estas palabras produjeron una revolución súbita en la cara del anciano, que dijo con un visible interés:

-¿Lo decís formalmente?

  —102→  

-¿Y por qué no?... pudiera tocar mañana a algún navío de vuestro amo, la fortuna de apresar alguno de los buques del rico Drake; y yo soy amigo de ofrecer revancha a mis enemigos; entonces presentarías vuestra letra, y...

-¡Id en hora mala! ¡y jugad con el diablo, si os place!

-¿Desconfiáis del poder de vuestro amo, para exterminar a un pobre pirata como yo?

Don Felipe que había vuelto a tomar su gesto torvo, no respondió.

-¡Mirad, anciano! -le dijo Drake- reflexiono ahora que es muy probable que todo el caudal que llevaba este buque no fuese de solo tu rey: quizá había alguna parte vuestra y de vuestros amigos los comerciantes de Lima: esto es natural al menos: y os voy a documentar por el doble de lo vuestro, y por lo que fuere de vuestros amigos. Supongo que con un documento de mi puño y letra os bastará para que se os indemnice de lo que habéis sufrido en servicio de vuestro amo.

La fisonomía de don Felipe cambiaba de más en más. La duda, el contento y la esperanza se disputaban el hogar de sus miradas.

-¡Ya veréis qué certificados os doy! -añadió Drake; y   —103→   fingiendo al momento una resolución repentina hizo ademán de subirse a la cubierta.

-¡Esperad! -le dijo con anhelo don Felipe.

Pero Drake se había subido ya; y no pudiendo contener el anciano su inquietud, lo siguió también dejando a su familia, con la esperanza de que Drake adelantase algo más la benigna generosidad de que parecía animado.

Drake estaba ya al lado de Henderson cuando don Felipe le alcanzó.

-Decidme (le dijo este tomándole del brazo) ya que robáis tanto a mi rey, ¿por qué me robáis a mí también?

-¿Yo os robo? -le dijo Drake mirándolo de arriba a bajo.

-¡Si me quitáis mi dinero, me robáis!

-¿Es acaso vuestro lo que sacáis al mar con la bandera de mi enemigo, del que me robó inicuamente sin riesgo ni razón? ¿Podéis contar como vuestro lo que quitamos de vuestro rey a riesgo de nuestra vida, y con el derecho que nos da la ley de las represalias? ¿Por qué no os protege él mejor de lo que veis?

Henderson había escuchado con interés pero en silencio hasta entonces; tomando empero parte en la discusión, dijo dirigiéndose a su jefe:

  —104→  

-¡Milord! ¿tratáis de algún dinero perteneciente a este anciano?

-Él al menos se empeña, como veis, en salvar lo que dice que le pertenece, le respondió Drake.

-¡Pues, milord! (dijo Henderson levantando con nobleza su cabeza) ¡haced que ese dinero caiga en la parte de botín que a mí me toque, y devolvedlo porque yo renuncio a él!

-¡Roberto!

-Si obrando así, estoy en mi derecho, dejadme hacer a mi antojo.

Drake calló, y volviéndose a don Felipe le dijo:

-Ya veis, anciano, que para todo esto tenemos que arreglar nuestras cuentas.

-Fácil es hacerlo pronto por los libros: todo está asentado en regla; os los voy a mostrar, dijo don Felipe con rapidez.

-No tengo tiempo. Venid conmigo si queréis... ¿os espero? -le dijo Drake haciendo ademán de bajar a su lancha.

Don Felipe no se hizo repetir dos veces la indicación; bajó presuroso a la Cámara, recogió todos sus libros, y salió cubriéndose la cabeza, cuando Drake tomaba asiento   —105→   ya a la popa de su lancha; la que así que bajó aquel, se separó del casco del San Juan en dirección al Pelícano.

El pirata inglés no era, en cuanto a bienes terrenales, de la misma escuela que el caballero e inexperto Henderson. No era pues liviana la tarea que el viejo español había emprendido al consentir en debatir con él sus cuentas y las del comercio de Lima. Drake, además, tenía un interés positivo en llevarse a su bordo a don Felipe; porque este hombre era depositario por su empleo de una gran parte de las operaciones comerciales y fiscales del Perú, de lo que el inglés pensaba aprovecharse sonsacándole diestramente los datos de que necesitaba para combinar sus futuras correrías.

De todos modos, nosotros vamos a retirar nuestra atención del Pelícano. Un debate sobre cuentas es de suyo demasiado anti-novelesco en este siglo, para que podamos pensar en que sus detalles interesen a alguno de nuestros lectores. En la novela, como en la historia, el interés dramático de los sucesos es naturalmente viajero y emigrante; y doña María acaba de ser trasbordada con el resto de su familia a la agilísima goleta que manda Henderson, blanco por ahora de todo nuestro drama.

  —106→  

Cuando concluyó el trasbordo de los zurrones de onzas de oro y de pesos fuertes que constituían el cargamento del San Juan, era ya de noche. Un viento recio que aumentaba por instantes, iba sucediendo a la bonanza que había reinado por dos días en aquellos parajes, cuando el buque de Drake hizo la señal de ponerse a la vela con rumbo al Golfo Darieno y costas del Istmo.

El casco del San Juan había sido incendiado por los marineros de la última lancha que se había separado de su costado; y en muy pocos instantes el fuego había crecido a términos que parecían subir hasta el cielo las voraces llamaradas que vomitaba el sombrío esqueleto del navío.

El rumor colérico con que empezaban a agitarse las aguas del Océano parecía venir como un rugido sordo desde todos los horizontes alumbrados por el reflejo sanguinolento del incendio.

Arrebatados entretanto por la fuerza del viento los buques del hereje, como dos blancas gaviotas, se alejaban del trofeo ardiente de su victoria: silenciosos y resueltos, como las aves de la noche, se les veía correr sobre las aguas cual si llevasen la intención de hundirse en las tinieblas impenetrables del horizonte.

  —107→  

Drake se paseaba solitario y pensativo por el alcázar de su buque: su cabeza parecía inclinada por la grandeza de los proyectos que meditaba: se había propuesto volver a Inglaterra por los mares de la China y de la India.

Sin más testigo de la audacia de sus miras que las tinieblas de la noche, brillábanle los ojos y se grababa en su semblante la intensa concentración de las potencias que denota los grandes momentos de la actividad del alma: el mundo entero parecía concretado bajo la mirada del célebre marino mientras que los golpes del viento hacían ondular las plumas de su gorra y flamear sus largos cabellos.

El interés que inspiran los grandes hombres y las grandes empresas es un patrimonio de todos; y bajo ese punto de vista, que debe ser un dogma para el escritor de conciencia, sería un atentado de parte del novelista adulterar el contenido de esa preciosa herencia de la humanidad. Por lo que a mí hace puedo jurar a mis lectores que he seguido paso a paso la historia de los acontecimientos que forma el fondo de mi trabajo. No es una invención mía, no, el orden de los sucesos que se ha leído: y ese mismo Henderson cuya gentil figura   —108→   está destinada a concentrar todo el interés novelesco de este escrito, se halla muy lejos de ser una mera ficción de mi fantasía16.



  —109→  

ArribaAbajoCapítulo VII

Desde los tiempos de Homero y de Virgilio es costumbre entre los poetas servirse de las estrellas y de las tormentas para enredar los pleitos de amor.


Doña Mencía, la buena mujer de don Felipe Pérez y Gonzalvo, estaba en una cruel alarma al verse separada de su marido. La imaginación le inspiraba los más ridículos temores; y no sabiendo como tener a raya su duelo, se abandonaba a los lamentos con tal extremo que traía no poco conturbado al pobre Henderson. Era en balde que el joven no cesase de hacerle las más solemnes protestas de quietud: le aseguraba con su vida que don Felipe estaba perfectamente bueno y tranquilo en el Pelícano, pero nada conseguía porque doña Mencía lloraba a su marido como muerto: su hija creía en las palabras   —110→   de Henderson; mas como veía tan afligida a su madre, lloraba también sin consuelo.

El estado del mar no permitía echar bote al agua. Había además cierta prisa intencional en la marcha del almirante; y las ocurrencias futuras van a justificar, según creo, la sagacidad que él probaba al conducirse así.

Henderson pasó en una grande mortificación la primera noche de este crucero; así es que al día siguiente decidió ponerse al habla con el Pelícano para que doña Mencía viese a su marido y pudiese así resignarse a esta separación accidental.

Como Henderson estaba ya profundamente picado de su joven prisionera, nada deseaba menos que la ocasión de separarse de ella. Las auras del mar son como las de los campos, y avivan de una manera extraordinaria las impresiones del amor. El joven inglés no podía resignarse a la idea de volver a verse solo dentro de su buque después de haberlo tenido alumbrado por el bellísimo rostro de la limeña. Seguro de que el mar no permitía trasbordos, y resuelto a mantenerse a diestras distancias en lo sucesivo para detentar su adquisición, creyó que lo mejor era aprovechar del momento   —111→   para tranquilizar a las damas: y con esa mira mandó hacer señales, que luego fueron comprendidas de su jefe.

El Pelícano manejó su marcha en consecuencia, para que la Isabel pudiese pasar a diez varas de su popa.

Doña Mencía y su hija vieron pues a don Felipe parado en el alcázar del Pelícano con un semblante tranquilo y libre de toda preocupación. Drake, a quien el cielo había adornado de una galantería exquisita, puso afablemente una de sus manos sobre el hombro del viejo, y saludando con la otra a las señoras, les gritó con una voz sólida y vigorosa,

-¡Ya somos buenos amigos!

El viejo español inclinó la cabeza en señal de asentimiento, pero era clara la soberbia reserva en que dejaba sus verdaderas simpatías por el nuevo amigo.

Los dos buques entretanto, pasada esta breve cercanía, apartaban ya su marcha, y alzados o hundidos alternativamente por las continuas olas del mar, volvían a tomar sus respectivas líneas como dos ballenas que hacen silenciosas su camino.

Un momento bastó para que la reacción se produjera   —112→   en el alma candorosa de la buena vieja. A pesar del marco que la aquejaba, el gozo de haber visto contento y libre a su marido se sobrepuso a todo, y hasta sintió apetito de comer, por primera vez después que se había embarcado. Henderson tuvo para con ella tantas y tan delicadas atenciones, que la buena señora (que al fin era mujer e inclinada como lo son todas a la fe y a la benevolencia) empezó a dejarse ganar de cierta especie de afecto por aquel inglés tan caballero.

Don Felipe tenía en efecto grandes motivos para estar satisfecho de Drake. No solo el hereje lo había documentado en regla por toda la partida de barras que le había tomado, sino que le había asegurado el reembolso de las que a él le correspondían. Le había hecho también la oferta formal de ponerlo en tierra en la primera ocasión, o de trasbordarlo cuando menos al primer buque español que apresasen, dándole un salvo conducto que pudiera servirlo de garantía en caso de un nuevo encuentro con la Escuna que cruzaba separada del almirante. Don Felipe no se había hecho repetir dos veces estas ofertas, y tenía ya en su cartera todos los documentos relativos a su realización.

Drake le había dicho que si la ocasión del trasbordo   —113→   era oportuna le entregaría los metales que le debían ser devueltos para que los llevase consigo. Pero el viejo era demasiado astuto para aceptar sin maduro examen semejante liberalidad; si la aceptaba, observó, quedaría un tanto comprometido con su rey y sus comitentes, pues era de inspirar dudas, y tal vez era más que peligroso, regresar con lo suyo salvado, y lo ajeno perdido. Convinieron pues, en que Drake pondría reservadamente en Cádiz esos fondos sobre la casa genovesa Domingo Jordán Oneto y Compañía17, que como se verá más adelante jugaba un rol extraordinario en los negocios de América.

Don Felipe pensaba que con toda libertad de conciencia podía entrar en esta intriga cuyo único objeto era recibir lo restituido; pero no podía al mismo tiempo arrojar de su espíritu las vagas tribulaciones que se le venían de que si era descubierto el negocio, fuese desnaturalizado por la calumnia, y le trajese malas consecuencias. Preocupado y temeroso con estas dudas, las consultaba a cada instante18 con Drake, estableciéndose así una verdadera confidencia entre ambos. Drake lo dejaba libre   —114→   siempre para que eligiera lo que le pareciese mejor asegurándole que podía contar con la lealtad de sus amigos de Cádiz. Don Felipe se ratificaba con esto en el arreglo, pero volvía a cavilar sobre las consecuencias, y volvía a necesitar, para tranquilizarse, del consejo y de las palabras aquietantes de Drake; por cuya causa estaba más satisfecho de ir con él, que lejos de él.

Tres a cuatro días pasaron sin que hubiese habido variación visible en el orden de cosas que hemos pintado dentro de cada uno de los dos buques ingleses.

Mas no había sido lo mismo para el corazón de doña María. Desde los primeros instantes de su conocimiento con Henderson, había notado ella la pertinacia de las miradas con que este la perseguía. Esas miradas venían sobre ella con una fuerza inexplicable: la herían, la penetraban, la hacían enrojecer como si tocasen ardientes la delicada niña de sus ojos. En el principio ella las había esquivado bajando tímida y modestamente sus bellísimos párpados; pero aguijoneada por la curiosidad, movida por una emoción interna más fuerte que su voluntad, había cedido a cada instante al deseo de sondar aquel misterio, y había encontrado siempre el ojo estático y fascinante del inglés, clavado sobre sus pupilas   —115→   vacilantes. Era así como habían concluido por mirarse uno y otro a cada instante.

Era suma la turbación que este drama mudo causaba en doña María. No podía ella negarse que estaba dominada e inquieta; mil cavilaciones vagas y singulares la asaltaban sin cesar, y las horas mismas del sueño habían venido a ceder su imperio a las agitaciones de aquella persecución tan tenaz y tan tierna al mismo tiempo. Sin que lo hubiese podido remediar había venido a establecerse entre ella y Henderson una especie de inteligencia acordada por el lenguaje supremo de los ojos.

Juana se había apercibido muy pronto con su sagacidad ordinaria, de esta nueva situación de su señorita; y espiaba con anhelo un momento en que la madre durmiera para promover conversación sobre el asunto. No tardó en tenerla, y acercándose al camarote en que doña María cavilaba, le dio un beso en las mejillas, y le dijo a media voz:

-¿Con qué tenemos grandes cosas?

-¿Grandes cosas? ¿Cuáles?

-¿Le parece que soy tonta?

-Bien sé que no lo eres, Juana.

-¿Y por qué me lo quiere usted negar entonces?

  —116→  

-¿Y qué te quiero yo negar, mujer?

-¡Bien lo sabe usted!... ¡No está enamorado de usted el inglesito?

-¿Te ha parecido así de veras? -preguntó doña María con interés.

-¡Vaya si me ha parecido!... y tenga usted cuidado, porque don Antonio lo ha notado mejor que yo.

-¡Qué me importa a mí de don Antonio!

-¿Cómo?... ¡eso quiere decir mucho! a decirle la verdad: me ha parecido que usted estaba tan enamorada de don Roberto, como don Roberto de usted, y de veras que los dos son un par de ángeles, agregó la zamba dando un nuevo beso a su señorita.

-¡Calla, mujer! me dejas fría hablando así; respondió la niña un tanto confundida.

-¡Mire eso! ¿y qué tiene?

-Tiene mucho, Juana. ¿Te parece que el señor Henderson se había de poner a quererme a mí?

-¿Y qué más puede querer?... muy honrado se hallaría en eso; apuesto a que en su vida ha visto una niña más linda que su merced; le decía la zamba pasándole la mano sobre el cabello.

  —117→  

-¡No delires, Juana!... ¡Me parece que tiene más orgullo!...

-¡Qué!... ¡cuándo el pobre está allí todo el día como un tonto por mirarla a usted un momento!

-Querrá divertirse, hija. Ya ves que aquí no es extraño que se fije en mí desde que no tiene otras en quienes fijarse.

-Usted misma no lo cree así; y estoy cierta que gusta usted de él; se le conoce a usted por encima de la ropa: ya le he dicho a usted que no soy tonta: déjese usted de gazmoñerías conmigo, ¡ingrata!

-Mira, Juana, no te lo quiero negar. Estoy pensativa y muy inquieta con ese tesón que el señor Henderson tiene para buscar mis ojos. Hace días que no duermo, porque tengo dentro de mi alma un vacío, una cosa inexplicable. ¡Tiene una figura tan bella! ¡unos modales tan delicados!... ¡De veras, hija, no sé lo que me pasa! y estoy en una cruel ansiedad sin que sepa por qué ni lo que quiero.

-¡Pero todo eso no es más que amor, niña!

-¡No seas mala, Juana!... en vez de consolarme me matas: dijo la niña con tristeza.

-¿Y por qué, señorita?... ya verá usted cuando él   —118→   se explique. Estoy tan cierta de que está loco por usted como de que estoy aquí.

Doña María se quedó en silencio, y como cavilosa: después de un rato, dijo:

-Suponte que sea cierto ¿qué harías tú?

-¡Pues es buena la pregunta!... Eso se lo debe preguntar usted a este corazón; -respondió la zamba poniendo su palma de la mano en el pecho de la niña. ¡Vamos, corazón! -dijo con donaire-, ¿gustas de que te quiera? ¿sí o no?... Dice que sí, señorita.

-¡Déjame, loca!... te juro que cuando pienso en esto con calma me lleno de tristeza. ¡Es imposible que me quiera! Querrá divertirse o pasar el tiempo.

-Es cierto que pensándolo bien (dijo Juana reflexionando) no puede ser de otro modo. Pero a su merced, ¿qué le importa eso?... Es sabido que él, al fin, se ha de ir a su tierra y nosotros a Lima; pero mientras tanto, habrá tenido usted a sus órdenes un Lord de Inglaterra; y después habrá siempre tiempo para casarse con don Antonio.

-¡Eso no, Juana! -dijo con viveza doña María-; ¡más bien me haría monja!

-¿Y por qué? No hace mucho que usted me decía   —119→   que don Antonio no le inspiraba a usted repugnancia.

-¡Pero ahora me la inspira invencible! y no me casaré nunca con él; te lo juro.

-No tiene usted necesidad de jurarlo. Bien sé que usted es hija de su padre cuando quiere.

-¡No me hables más de eso, Juana!

-Sí, hablemos del señor Henderson.

-¡Mira, que eres porfiada!... solo en tu aprensión puede caber ese interés, que según tú, tiene él por mí.

-No, niña... no es aprensión, está enamorado de su merced.

-¿Y qué harías tú en mi caso?

-¡Si yo fuese su merced (dijo Juana con un candor lleno de lealtad) no podría menos que amar a ese hermoso caballero!... ¡Es tan lindo y tan gallardo!

Doña María le apretó la mano con una sonrisa celestial, y pareció absorta en una profunda cavilación; después de un rato, dijo:

-¡Juana! si te dijera que no lo quería, mi corazón me diría que mentía; pero mis labios se niegan al mismo tiempo a asegurarte que lo quiero.

-¡Pues es curioso! Ahí tiene usted un enredo que no comprendo.

  —120→  

-Y sin embargo, es la verdad.

-¿Y por qué no dice usted lo que el corazón le dicta?

-Porque no puedo; no puedo, ni sé si me dice la verdad.

-¡Qué! el corazón nunca miente.

-¡Te engañas! a mí ya me ha mentido varias veces.

-¡Picarona! Don Manuelito ¿eh?

-¡No me pongas triste, Juana!... Mira, si el Henderson me quisiera... por lo que hace a mí no puedo negarte que no he conocido un hombre que me guste más.

-Se le conoce a usted a leguas.

Estaban a esta altura de su conferencia, cuando saliendo un tanto doña Mencía del letargo que la postraba, pidió un vaso de agua. Juana se la alcanzó con presteza; y luego que la buena señora hubo bebido dijo con un profundo desfallecimiento:

-¡Qué horrible es esto! tengo unas ansias de muerte.

-¡Ah, mamita, por Dios! -le dijo la hija con un veraz y tierno interés. ¿Por qué no sube usted un poco al aire? ¡Haga usted un esfuerzo! dicen que la cama debilita, y que el aire libre es lo mejor para restablecerse. ¡Yo también me siento muy mal aquí, tan encerrada!

  —121→  

Juana, que estaba de pie delante del camarote de doña Mencía, le hizo una picaresca guiñada a la señorita al oírle esta indicación. Pero doña María se puso seria como si se hubiese ofendido con esta interpretación escéptica, de sus sinceras palabras.

-¡Es imposible, hija! -dijo doña Mencía-; no puedo moverme. Cada vez es más fuerte el movimiento... ¡Vamos de mal en peor!

-Voy a ver, mamita, si pueden sacarla a usted un poco en un sillón... Un poco de aire la va a sanar.

Y la niña, ligera como una cierva salió al piso de la cámara y subió a la cubierta.

Henderson se paseaba en este momento sobre su buque con el aplomo de un marino. Doña María que al salir prendida por la escalera de la cámara lo vio, le dijo con viveza:

-¡Señor Henderson! ¡Señor Henderson! mi mamita...

Pero sin poder calcular bien las oscilaciones de la nave, había soltado su apoyo al salir, y un balance fuerte vino a hacerle perder todo su equilibrio. Henderson, que la había visto llamándolo, venía lleno de gozo a recibirla; pero al verla en riesgo de caer tuvo tiempo apenas para   —122→   dar dos brincos y tomarla por la cintura entre sus brazos, en el momento mismo en que la bella niña, arrojada por el movimiento que causaban las olas del mar, iba a golpearse horriblemente sobre la borda del buque.

Algo de muy tierno y expresivo debió tener el apoyo que ella encontró entre los brazos del joven inglés, pues se puso encendida como una grana: quiso esquivarse con presteza, pero viendo que no podía sostenerse; retrocedió apoyada siempre en el hombro de Henderson hasta el banco de popa donde se sentó confundida.

Un aire singular de satisfacción y contento iluminaba en aquel momento el semblante del marino; y con una sonrisa llena de gracia, dijo al dejar sentada en el banco a doña María.

-Pensaba hace un momento en usted, señorita, sin creer que el cielo había de colmar tan pronto mis esperanzas.

-No comprendo, señor Henderson, lo que usted quiere decirme... Le agradecería a usted infinito que me dejase retirarme.

-Sé muy bien, Mariquita, que tienen que ser muy breves estos instantes de dicha suprema para mí... Pero permítame usted que los aproveche por lo mismo.   —123→   Mi corazón se rasgaría si me viese condenado por más tiempo a amar a usted en silencio.

-¡Ah, señor!... yo quiero bajarme al lado de mi mamita; (dijo doña María agitada por una viva emoción)... ¡No puedo dar oído a esas palabras! Hizo la niña ademán de levantarse; pero el movimiento del buque le impidió realizarlo.

-Sin embargo (dijo Henderson tomando un aire lleno de lealtad) le juro a usted por Dios, que amo a usted con toda la pureza de mi alma, y que mi vida sería un desierto si estuviese condenado a verla correr sin usted...

Doña María se quedó callada.

-¿Nada me responde usted? -le dijo Henderson.

-¡Si usted supiera lo que sufro! -le respondió la niña con una mirada angelical-, me libraría usted de este martirio.

-¡Señorita! lo sé: no puede prolongarse por más tiempo este momento celestial. ¡Pero no puedo consentir en perderlo sin jurarle a usted un amor eterno! Y al decírselo puso los labios sobre la mano de la joven.

-¡Es usted un atrevido! -le dijo esta con enfado; al mismo tiempo que la lindísima lágrima del pudor empezaba a pender de sus párpados.

  —124→  

-¡No! soy franco, soy sincero: obedezco a los impulsos de mi alma como los siento; y le juro a usted que por nada en este mundo cambiaría la verdad de la pasión con que amo a usted: ella es mi bien y mi porvenir. Crea usted lo que quiera; pero esté usted cierta de que ha de venir un día en que ha de reconocer usted que cuando yo juro algo por mi honor, lo cumplo: por mi honor le juro a usted ahora que amo a usted con toda la lealtad de un corazón que no ha mentido nunca. Mire usted, ahí está el abismo, señalando al mar: sobre que paso mi vida. ¡Bien, pues! a dos pasos de la muerte, y en la flor de la edad, le juro a usted que no miento: que la amo a usted con delirio... ¿Quiere usted, retirarse, señorita? -agregó Henderson tomando una actitud tranquila y triste.

-Temo que mamita extrañe mi ausencia... Tenga usted la bondad de ayudarme hasta la escala.

-Tome usted mi brazo, Mariquita: al lado de él hay un corazón que latirá siempre por usted: ¡hay impresiones que jamás se pierden, y las que usted me deja serán eternas!

Llegaban con esto a la escalera; y haciendo Henderson un leve esfuerzo para contener la prisa que la   —125→   niña ponía en descender, le dijo con una mirada de profunda ternura:

-¡Las que usted me deja serán eternas!... ¿No lo olvidará usted?

Doña María con los ojos en el suelo tendía a separarse para bajar, pero Henderson sin retenerla la retenía y le repetía: ¿No lo olvidará usted?

La niña medio confusa le dijo entre dientes: ¡no!

-¡Bien pues! mire usted esa estrella que empieza a brillar a la caída de la tarde: vea usted los nubarrones que pasan sobre ella arrastrados por el viento de la borrasca, un momento después queda limpia y brillante como antes: es el planeta Venus; es la estrella de los amantes: que jamás la vuelva usted a mirar sin que sea para usted un testigo de mi amor. Mil accidentes pueden alejarme de usted; pero piense usted siempre que en cualquier parte del mundo en que me halle; ¡he de buscar en el horizonte esa estrella para unir sobre su luz mis miradas a las miradas de usted! -y Henderson le soltó la mano que hasta entonces había estrechado con ternura.

Doña María bajó con rapidez. Como su madre estaba en un ansiosísimo letargo, no pudo reparar que la hija traía encendida la cara y los ojos tan brillantes como   —126→   si estuvieran para caer lágrimas de ellos. Juana bien lo notó; pero siguió seria y callada delante del camarote de la señora.

Un rato después apareció en la cámara el stewart de Henderson diciendo que su señor pedía permiso a la señora para verla. Le fue acordado. Cuando el joven Lord entró, doña María se había recogido a su camarote y había corrido las cortinas porque se sentía incapaz de sostener la presencia de su pretendiente.

Henderson se acercó al camarote de la madre con una exquisita urbanidad.

-Señora mía, le dijo, tenga usted la bondad de ceder a mis súplicas: lo que yo quiero dar a usted no es remedio; es una bebida simple, de un gusto excelente, y que estoy cierto dará a usted una mejoría muy notable.

-Yo lo haría, señor; pero... me parece imposible que pueda tomar nada... estoy muerta...

-Señora: bastaría que usted quisiera, tengo experiencia de la eficacia del remedio que ofrezco a usted. Lo voy a preparar: después que usted lo tome se va usted a encontrar tan mejor que ha de decir que es brujería de herejes; agregó el joven riendo con amabilidad.

La señora correspondió con una leve sonrisa.   —127→  

Henderson sacó entonces dos frasquitos, y de uno de ellos llenó la mitad de una copa.

-Tome usted la copa, señora; téngala usted pronta para beber, porque luego que yo agregue un poco de este otro frasquito, va a levantarse como espuma, y es el momento de que usted beba con presteza: ¿lo hará usted?

-Sí, señor: respondió la señora.

En efecto: luego que Henderson agregó el líquido que tenía en la mano al agua cristalina que se veía en la copa que tenía la señora, bulló esta como si hirviera; y doña Mencía la bebió.

-¡Estoy tranquilo! ahora va usted a mejorarse.

Un momento después convenía la señora en que las ansias del estómago habían desaparecido; y como Henderson le hubiera dicho que podía repetir por dos o tres veces la bebida, lo había hecho reponiéndose de más en más.

-Siento, la dijo Henderson, que el viento haya arreciado, y que sea de noche; porque a no ser eso, le rogaría a usted que diese algunos pasos al aire para completar su mejoría.

Después de haberle hablado sobre otras cosas con el   —128→   mismo tono de urbanidad y respeto, de haberle dicho que era de esperar que pronto pudiesen bajar a tierra, según lo había oído al almirante, y de haberla consolado sobre las contrariedades de la situación a que las forzaba la suerte, el joven inglés se retiró protestándole a la señora una constante amistad; y diciéndole que le hacía recordar a su madre, una santa y digna mujer que había dejado ya de existir.

Estas astucias inocentes del buen trato, habían captado a Henderson los simpáticos sentimientos de la señora. No cesaba ella de lamentarse de que aquel cumplido caballero fuera un hereje, y rogaba fervorosamente a Dios que lo convirtiera al buen camino antes de llamarlo a su excelsa presencia.

Don Antonio venía una vez por día a la cámara de las señoras. Oía, veía y callaba, con una impasibilidad ejemplar.



  —129→  

ArribaAbajoCapítulo VIII

Ir por lana y salir trasquilado.


No bien se recobraron los limeños del pánico en que los había echado la rápida aparición de Drake, cuando volviendo en sí sintieron la vergüenza de haberse dejado insultar así por un aventurero que apenas tenía tres buquecillos pequeños, siendo ellos dueños de una población rica y numerosa. Don Francisco de Toledo, el primero, animado del altivo temple de los Duques de Osuna, y uno de los grandes más distinguidos de España, se creía deshonrado con lo que había sucedido, y hubiera dado cien vidas por castigar al maldito hereje que había venido a echar dudas sobre su sangre fría y su poder.

Hallábase a la sazón en Lima don Pedro Sarmiento de   —130→   Gamboa, que era uno de los marinos más distinguidos y más célebres del siglo19. Animado de un ardoroso coraje dedicó todos sus empeños a conseguir que se pertrechasen tres buques de los que Drake con su prisa de correr sobre el San Juan, había dejado sin tocar en el puerto.

Sarmiento aseguraba que con ellos se lanzaría sobre el pirata y lo traería vivo o muerto a espiar su audacia en la plaza mayor de Lima.

Dotado de todas las exterioridades del ingenio; locuaz y entusiasta por temperamento, animado por aquel vigor indefinible que sostiene las resoluciones y las palabras de los hombres de genio y de saber, Sarmiento había agrupado a su alrededor en aquellos momentos de agitación, en que todos anhelaban la venganza, el ánimo y el apoyo de cuantos personajes había en Lima capaces de ejercer algún influjo en los negocios. Cada uno había puesto en sus manos todos los recursos de que había podido disponer; el virrey el primero: así es que, tres días después del de la sorpresa realizada por   —131→   Drake, don Pedro Sarmiento salía del puerto del Callao haciendo flotar el pendón de España en tres hermosos bergantines pertrechados a la ligera, pero atestados de bravos soldados que juraban todos, como su jefe, no volver sin el pirata.

Una multitud inmensa de gentes que había acudido de todas partes a la ribera, saludaba la partida de Sarmiento con grandes y bulliciosas demostraciones de entusiasmo y de confianza.

Estaban ya próximas a desaparecer en el horizonte las blancas velas del vengador del orgullo castellano, cuando por el lado de tierra se sintió un gran bullicio de clarines y atambores, que cambió el espectáculo para la multitud de curiosos que de todas partes seguía afluyendo al puerto del Callao, que contaba entonces con solo unas pocas chozas de población: -era el altivo Virrey de Lima, que venía a acamparse en el puerto a la cabeza del numeroso ejército que había reunido.

Difícil sería decir el objeto sensato de semejante demostración contra los tres buquecillos del hereje que de cierto no habían de volver a dar batalla. Pero, sea de esto lo que fuere, el hecho es que la satisfacción pública y el orgullo nacional habían subido de punto al ver los   —132→   poderosos recursos del Virreinato para impedir la repetición de insolencias como la de Drake.

Más de dos mil hombres de a caballo, y como mil de infantería bajaban ahora al puerto y se acampaban en sus inmediaciones a las órdenes del de Osuna20.

Pintoresco en sumo grado era aquel campamento; pero no amenazaba tanto a Drake como los quinientos soldados que bajo las órdenes de Sarmiento volaban sobre él decididos a abordarlo a toda costa pues que no habían tenido tiempo de pensar en preparar sus buques a un combate menos expuesto.

No pasaron muchas horas sin que el campamento del Virrey tomase todos los accidentes de la sociedad de Lima. Los balancines y las literas se cruzaban en él visitando a los opulentos empleados y rentistas del día antes, convertidos ahora en coroneles y edecanes. Tendidas por el campo las comparsas, luego que cesó el ruido de los clarines, se entregaban a la fiesta y al regocijo. Un enjambre de zambos y mestizos de todos colores, desembarazados y tunantes, recorría por todo aquello vendiendo comestibles y amasijos de todas clases con una gritería y alboroto particular.

  —133→  

Los grupos de oficiales y gentes nobles saboreaban en unas partes los sabrosos manjares al lado de las bellas que los visitaban; y en otras la vihuela garbosamente rasgueada sobre sus cuerdas al mismo tiempo que tamboreaban sobre su caja, lanzaba los excitantes y animadísimos aires de la zambaclueca. Voces bellísimas se le unían cantando los conceptos maliciosos y las provocativas interjecciones que forman la parte de la voz en este baile inimitable; mientras que la ardiente chiquilla a quien el verso en sus cadencias interpela sin cesar, envuelta con donaire en las suaves y picantes ondulaciones de su pañuelo blanco, seguía delante de su galán y compañero el compás de aquella música incitativa, y se entregaba a todas aquellas vueltas intencionales y blandos ademanes que son inherentes a la coquetería de este baile, africano por su origen, pero que ha sido idealizado y pulido en Lima con tal arte que no puede comprenderse ni imitarse en otra parte.

Cada pareja de bailarines tenía una rueda de espectadores que con la voz y las palmas seguían el tamboreo de la vihuela, animando así con un bullicio acompasado el desarrollo de las gracias de la pareja.

Cuando vino la noche, mil fogatas se alzaron por todo   —134→   el campo: la alegría, el baile y el bullicio cobraron a su luz mayor animación y los sonidos cadenciosos de la Zambaclueca, parecían salir de todo el campo, lanzados con la vislumbre de los fogones, al cielo diáfano de aquella tierra en donde el viento no bate jamás las llamas para quitarles su apacible irradiación; en donde las pasiones humanas viven al aire y a la luz porque no tienen que buscar en las profundidades del alma un asilo contra las intemperies del clima.

Como sucede siempre en todos los grandes concursos y grandes fiestas, había en la que describimos algunas personas que envueltas al parecer en el torbellino general, seguían en reserva la explotación de intereses o pasiones meramente individuales.

Entro las muchas tapadas que andaban mezcladas en el bullicio nos fijaremos nosotros en una que recorría solícita todos los grupos que se divertían buscando desde la sombra algo, cuya falta parecía traerla muy cuidadosa. Con el ojo ardiente cuya mirada salía por la estrecha abertura de su manto, examinaba con avidez todos los grupos formados al rededor de los fogones y todas las personas con quienes se cruzaba en la obscuridad. Soportaba los requiebros y los dichos sin responderlos,   —135→   luchando en gracia, (contra el hábito de las tapadas) y parecía estar preocupada del solo anhelo de encontrar lo que buscaba.

Habíase plantado en el centro de aquel campamento, que más bien parecía una romería, una tienda espaciosa para don Francisco de Toledo, que además de dos fogones que había a su frente, estaba iluminada por dentro con una hermosa araña de plata colgada de los maderos que sostenían el pavimento. Los personajes y familias más remarcables de la ciudad de Lima habían venido en sus más ricos carruajes a hacer la corte al poderoso Virrey. Entre muchos que sería inútil nombrar se hallaba también el venerable Alfonso Mogrovejo, Arzobispo de Lima, que era en verdad un santo varón nutrido del verdadero genio del cristianismo, y grande por sus virtudes y su sabor. El Virrey lo tenía sentado a su lado y toda la compañía oía las palabras del viejo prelado con una veneración profunda.

Como era natural, una gran reunión de curiosos se apiñaba allí sin más objeto que mirar aquella sociedad de personajes; y nuestra tapada se acababa de arrimar al grupo de mirones, cuando con la perspicacia que parecía serle natural vio venir hacia ella, para entrar a la   —136→   tienda del Virrey, un fraile franciscano de mirada ceñuda y ademán severo. Como si este encuentro la alarmara hizo un ademán (imperceptible casi) para esquivarse; pero, aunque varió de idea al momento, no pudo dejar de cerrar aún más la abertura de su manto como en precaución de ser conocida; y luego que el fraile pasó, ella lo siguió con una mirada llena de interés. Este seguía hacia la puerta del Virrey con la intención de entrar. Pero al llegar reparó en el Arzobispo, y con un gesto involuntario que denotaba sumo enfado, se dio vuelta para atrás y se alejó.

La tapada se alejó también; y seguía examinando con su vista cuanto alcanzaba a distinguir. De repente se paró y clavó su ojo centellante en un hombre, del pueblo al parecer, que montado con negligencia en una mula marchaba tranquilamente por el campo. Luego que lo examinó bien a la distancia, se acercó presurosa a él (siempre con la misma atención) y como si dudase todavía que fuese el que buscaba, le dijo:

-¿Mateo?

El hombre se paró, miró con atención y dijo:

-¿Quién canta?

  —137→  

-¡Yo! -respondió nuestra tapada acercándose con confianza.

-¿Sabéis quién soy? -le preguntó el interlocutor con pillería.

-Bájate que ando loca por ti.

-¿Sabéis quién soy? -repitió el desconocido con el mismo tono.

-¡Sí, hombre! ¡Bájate te digo!

-Cuando yo compro sandías, las aprieto o las calo antes de recibirlas, ¿queréis?

-¡Mateo! no estoy yo para bromas, dijo la tapada mostrándose.

-¡Mercedes!

-¡Bien pues! andaba loca por ti. ¿Estamos perdidos, no es verdad?

-¿Cómo? ¿habrá habido aquí alguna cosa?

-¿De dónde vienes, que me lo preguntas?

-De Arequipa.

-¡Ah! -dijo con satisfacción Mercedes-: bájate y cuéntame lo que sepas.

-No: sube tú en ancas más bien;... volvámosnos a Lima; y en el camino hablaremos.

  —138→  

La tapada montó en efecto; y luego que se pusieron en marcha, le dijo su compañero:

-¿Por qué dices que estamos perdidos?

-Porque van a tomar al hereje; y seremos descubiertos.

-¡Patrañas! ¿Te figuras que con este ejército van a tomar barcos? Con este ejército no; pero el General Sarmiento se ha hecho a la vela con una escuadra que lleva mil hombres para tomarlo.

-¿De veras?

-¡Oh!

-¡Cáspita: eso es distinto!... Pues el platero genovés de Arequipa no teme nada; y espera recibir noticias de un momento a otro para entregarme más dinero.

-Será porque no sabe la salida del General.

-Por cierto que no la sabía y estaba muy contento.

-Pues yo estoy desesperada. Nos hemos metido en un enredo del demonio, ¡Mateo! y al fin...

-¡No vayas tan ligero! -dijo Mateo pensativo-; el hereje no es hombre de dejarse agarrar así no más. Y después de eso: aunque lo agarren, dicen que es un caballero ¿y qué sacaría con delatarnos a nosotros pobres diablos?

  —139→  

-Mira, Mateo: veo que puedes tener razón. Pero estoy inquieta; vamos a ver a don Bautista el boticario porque él debe saber a punto fijo lo que haya.

-Pues no vamos entonces a Lima porque acabo de ver a don Bautista con el padre Andrés.

-¿Don Bautista el Boticario?

-¡El mismo! y por más señas le di las buenas noches: traigo aquí para él una carta del platero genovés, en que le da orden de darnos cincuenta onzas, pero aún no se la he podido entregar.

-¡Cincuenta onzas!... si se me pasa el susto que he tenido, tendré que convenir en que no estamos mal pagados.

-¡Cincuenta! sin contar diez que aquí traigo, y que el genovés me entregó en Arequipa. ¡Conque ya ves!

-¡Magnífico! ¡traelas! -y la tapada recogió el dinero.

-¿Sabe algo el genovés de la familia, y de Mariquita?

-Te lo diré después, le respondió Mateo.

-¿Por qué?

-Cuando estemos solos en nuestro cuarto.

-Me parece que no hay razón para tener escrúpulos en recibir este dinero: viéndolo bien no es el hereje quien nos lo da, sino dos católicos sin tacha como el Boticario   —140→   y el Platero; y si en esto hay pecado allá se la hayan ¿no te parece? El Boticario se confiesa cada semana con el padre Andrés.

-Y además de eso ¿cómo nos prueban? En todo caso nosotros no tendremos más culpa que contar al Boticario lo que averiguamos; y no nos han de quemar por eso.

-Espera, dijo el hombre al pasar por un fogón: voy a ver si está aquí todavía don Bautista; y bajándose de la mula se acercó a las personas que conversaban. Cuando la luz dio sobre su rostro nuestros lectores hubieran podido ver que este hombre era un Zambo de figura bastante airosa, de color cobrizo, y en cuyas miradas se podía conocer la sagacidad extraordinaria de su carácter. Los Zambos formaban entonces en Lima una clase dotada de las prendas más relevantes del ingenio natural. Casi todos eran vivos, audaces, y dueños de una exquisita maestría para abrirse camino y prosperar. Eran introducidos e impávidos para tratar con sus superiores, y tenían muy formado ya el hábito de hacerse recibir y de imponerse en las casas principales.

Mateo se acercó con confianza a las personas que conversaban con el boticario don Bautista y les dijo:

  —141→  

-¡Caballeros! ¡Caballeros! mi Zamba acaba de llegar de Pizco, con una carguita del mejor aguardiente de la tierra y ¿quién quiere? ¿quién quiere? -dijo pasando entre todos sin esperar una respuesta.

Los caballeros a quienes se dirigía lo miraron y lo dejaron hacer con indiferencia. El Zambo se retiró a una distancia, y esperó.

En efecto, un momento después don Bautista se separaba de sus amigos y salía a lo oscuro suponiendo que el Zambo lo esperaba.

El boticario era un hombre como de cincuenta años de edad, muy enjuto y encorvado. Su cuello era flaco y solícito como el de un perro cimarrón y hambriento. Tenía una nariz muy larga, y llena de gruesas protuberancias como una mazorca de maíz con hijos. Sus ojos eran chicos y redondos, apagados e inquietos; y como si se movieran dentro de un bosque lanzaban de cuando en cuando por entre las cejas negras y pobladas en que estaban hundidos, miradas vagas, rápidas y fugaces que parecían centellas.

Los labios, delgados y largos en demasía, estaban como comprimidos uno contra otro por una sonrisa forzada; eran descoloridos como la tez, por cuyas fibras cualquiera   —142→   diría que corría una tintura de ocle en vez de sangre. En sus chupados carrillos se veían los pasados destrozos de la viruela, y un entorchado de lívidas arterias ocupaba su centro: dos orejas enormes doblaban sus pabellones bajo las alas de su sombrero. De sus hombros angostos se desprendían dos brazos de extraordinaria largura con dos manos cuyos dedos parecían alambres, o las articulaciones de un esqueleto terminados por uñas huesosas y puntiagudas como las del gato.

Nadie sabía a punto fijo el lugar en que don Bautista había nacido. Pero como era un habilísimo farmacéutico pasaba en Lima por dueño de todos los misterios de la naturaleza que dan o restablecen la salud, y había llegado a tener en aquel pueblo candoroso una posición sin rival que ponía a su disposición toda la intimidad de las familias. Él sabía dar herederos al que los deseaba; sabía perpetuar la juventud en el rostro del viejo; sabía hacer desaparecer del semblante del joven las señales traidoras de la disipación, con mil otras cosas y curaciones que lo hacían una verdadera potencia en aquella sociedad. Era admirable la devoción y la pureza de sus costumbres; y el curso de este libro revelará un día lo que había de grande y de digno en esta   —143→   figura que quizás haya parecido demasiado ruin y despreciable.

Cuando el Boticario don Bautista se acercó a Mateo miró con cuidado todo en rededor como para asegurarse de que estaban solos, y viendo a la tapada sobre su mula, dijo:

-¿Es Mercedes?

-Sí, señor, le respondió la zamba.

Volviéndose entonces al zambo le preguntó con interés:

-¿Cuándo has llegado?

-En este instante.

-¿Y sabía algo ya el amigo?

-Nada todavía: me ha encargado que diga a su merced que pierda todo cuidado: que la primer noticia que tenga se la comunicará, y me ha dado un papel blanco asegurándome que su merced, al verlo, me dará cincuenta onzas de oro.

-¡Traelo! -dijo, tomándolo del zambo-, y veremos.

-Pero aquí me he encontrado a Mercedes medio muerta de miedo, y con malas noticias, según dice.

-¿Por qué, Mercedes? -dijo el boticario con cautela, mirando a la tapada.

  —144→  

-La salida del general Sarmiento a traer al Hereje me hace temer que nos descubran.

-¡Lesa!... ¡qué! ¿no hay más que ir y traer?

-¡Llevan tanta gente, señor!

-¡Aunque llevaran el doble! no es eso tan fácil como te lo figuras. Sabe además que con el entusiasmo se han olvidado de llevar víveres, y que no tardarán en volverse21.

-¿Se han olvidado?... -dijo la tapada con un interés lleno de satisfacción.

-¡Tal es la cosa, hija! -le respondió el boticario riéndose con gusto y con reserva.

-¡Entonces nada hay que temer! ¿no es cierto?

-¡Nada!... ¡Pero ese miedo de que me habláis me da mucho que pensar, Mercedes!... Nunca tengas miedo, y recuerda siempre lo que voy a decirte: El miedo es el padre de todas las infamias del hombre: sin miedo, el hombre no sería bajo, ni bárbaro, ni cruel: sin miedo no habría tiranos, ni maldades, ni corrupción sobre la tierra... ¿De qué podéis tener miedo, vos, loca mujer? ¿Pensáis que vuestro secreto y vuestra fortuna   —145→   se hallan en manos de gente vil?... ¿Qué ganaría yo con llevaros a la hoguera del martirio si fuese descubierto? ¿Pensáis que quiero asociar mi destino al de vosotros? ¡¡¡No, mil veces no!!! ¡Lo que yo hago lo hago porque quiero vengar la causa de mi país; porque al ver humillado el suelo en que nací bajo las alabardas de sus verdugos, he jurado consagrar mi vida a su venganza con los medios que encuentre! Y sabed una vez por todas: que entre vosotros, (que os vendéis al oro que pongo en vuestras manos) y yo, hay un abismo que no será borrado por la mortaja de un mismo destino final. Los cómplices de mis odios y yo tenemos el alma demasiado alta, pobre mujer, para acordarnos de ti y de vuestro zambo con otro objeto que el de pagaros vuestros buenos servicios... ¡Andad a Lima, y dentro de una hora os pagaré el dinero que os debo, para que lo gocéis en paz, buena pareja de tunantes! ¡El que corre peligro aquí soy yo a causa de vosotros, y no vosotros a causa nuestra! Marchad, porque no quiero ir con vosotros.

Don Bautista se puso a caminar a pie hasta una ramada donde tenía su mula.

Los dos zambos (porque Mercedes lo era como Mateo), tomaron también el camino de Lima.

  —146→  

-¿Has entendido? -le preguntó Mateo a su compañera.

-¡Cualquiera diría que este viejo es loco! -le respondió ella. ¡Qué me condene si he comprendido una palabra! ¡Sin embargo, me parece que ha dicho bien claro que no seremos jamás descubiertos por él!

-Bien claro lo ha dicho; y que no tengamos miedo, sobre todo.

-¿Qué tienes aquí, Mateo, que me va incomodando tanto?

-Un frasco de pizco.

-¡Venga un trago!... ¡qué fino es! -dijo la zamba después de haber multiplicado por cinco el trago que había pedido.

-¡Caramba qué has tomado! yo lo quería vender; pues por fino me lo dio el genovés de Arequipa.

-Todavía hay tiempo: con la cuarta parte de lo que vale esto tenemos chicha para un mes. ¡Mira! ¡yo te lo voy a vender! vamos hacia la tienda del virrey.

Preciso es que se sepa que la saya y manto era en el Perú durante aquel tiempo una garantía de la libertad de la palabra mucho más eficaz que lo que es hoy la libertad de imprenta en el mundo moderno. Contra la   —147→   palabra de la tapada no había enojos ni violencias, ni juicios, ni tribunales, y del Virrey abajo todos estaban sujetos a las franquicias acordadas a este incógnito de la mujer. En las fiestas, en las audiencias, y en todos los actos públicos, por fin, las tapadas rodeaban el asiento de los Virreyes, de los jueces, y demás personajes principales, tomaban los respaldos de sus sillones, y les arrojaban al rostro sus dichos, sus reproches, sus burlas o sus alabanzas con una plena libertad. ¡Extraordinaria condición de un pueblo que parecería una fábula (aun acreditada como se halla por los más graves cronistas) si no hubiese durado hasta nuestros días!

Cuando Mercedes y Mateo estuvieron cerca de la tienda del Virrey, se desmontó aquella de la mula, y tomando el frasco de pizco, se dirigió a la tienda. Hallábase el Virrey tomando con sus amigos una cena nutritiva. Fue en vano que el centinela hiciese intención de estorbar el paso a la tapada; ella le hizo una22 graciosa pirueta y se entró con desembarazo, como muchas otras que ya la habían precedido en aquella noche misma.

-¡Pizco! ¡pizco! ¡Exmo. señor!... ¡es recién traído de la costa por mi zambo: vale cuatro reales! ¡cuatro reales!... ¡Probadlo, señores! -les dijo alargándoles   —148→   el frasco sin descubrir la mano que tenía debajo del manto.

-¿Es tuyo, que lo vendes? -le dijo un oficial deteniéndole la mano.

-¡Mío y rico, señor! -respondió ella sin retirar la mano. ¡No me la apriete usted tanto, caballero! agregó.

-¡Echad! -le dijeron algunos de los circunstantes poniéndole los vasos.

-¡Poco a poco! se me acabaría en pruebas, contra mi costumbre; dijo ella con malicia.

-Gómez, dijo el virrey al joven de este nombre que conocemos, convertido a la sazón en edecán, pagad a esa chuchumeca para que se retire; ¡si no lo hacéis pronto nos fastidiará con su pizco hasta mañana!

-¡Cuidado, Exmo. señor! ¡que tengo algo que deciros! ¡Algunas veces os he tenido en mis audiencias buscando gracias! Mirad que me conocéis por haberos servido siempre de lo bueno...

-¡Salid picotera! (dijo el virrey con zonga) ¿ya ibais a mentir?

-¿Apostemos a que os digo cuando?... Pero no os asustéis, señor; solo quiero preguntaros si, ¿estáis comiendo por representación como gobernáis a Lima representando   —149→   a nuestro Rey? ¡Está salvado entonces nuestro general Sarmiento que está ahora sin poder comer por sí!...

-¡No hay cosas en que no se metan estas brujas! -dijo el virrey con enfado y a media voz... Preguntadlo al señor Arzobispo que es teólogo consumado; agregó alzando el tono con ironía.

-¡Señor Virrey! -dijo el Arzobispo con mansedumbre-: por lamentable que sea la inadvertencia que esta mujer os echa en cara, debéis consolaros con la seguridad de que los fieles servidores de Su Majestad van protegidos por el que de siete panes hizo comida para cuatro mil hombres. Mujer (dijo interpelando a la tapada) ¿ignoráis que quien habla con liviandad de lo que es en daño de su rey y de su fe incurre en traición y sacrilegio?...

La tapada se quedó aterrada y se salió aprisa olvidando sobre la mesa el frasco de pizco.

El centinela que la vio salir desatinada le dijo con burla al paso:

-¡Adiós, tocalla!

-Mire usted que me llamo Bárbara, le respondió ella.

-¡Y yo cordero! -le replicó él. Era un andaluz23; y como había hablado fuerte al lado mismo de la puerta, el diálogo   —150→   había sido oído y festejado por los de adentro con grandes carcajadas24 de risa.

-¡Llamadla! ¡llamadla! -le decían al centinela-, ¡para pagarle su frasco!

-¡Tocalla! ¡tocalla! -repetía el centinela-: ¡venga usted que han dado de balde su frasco!... ¡su frasco!

Pero la tapada no mostró la menor intención de volver; y cuando se reunió a Mateo montó callada en ancas y le dijo ¡vamos! Por más que el zambo le preguntaba el precio que había sacado por el frasco de aguardiente, ella no quiso responderle, y le dijo que la dejara en paz.

Ambos entraron en Lima un momento después; y se bajaron a la puerta de un cuarto a la calle. Mercedes sacó de su bolsillo una llave y lo abrió. Enormes atados de ropas blancas ocupaban todas las sillas, la cama y los rincones; y una gran mesa, tendida como para planchar, tomaba todo el centro de la pieza en la que quedaba apenas lugar para dos o tres braseros abultados atestados de planchas. Mercedes era una planchadora: personaje típico e importante de la ciudad de Lima, a quien su familiaridad con todas las casas pudientes y con los solterones currutacos, ponía en el centro de todas las intrigas de la tierna pasión.

  —151→  

Mercedes aseguró la puerta por dentro y como el zambo se había sentado en la cama, ella fue y se puso a su lado.

-Dime ahora lo que te ha dicho el genovés, de la familia de don Felipe y de doña Mariquita.

-Me ha asegurado que nada les harán de malo, y que ya verás como vuelven contentos del hereje; porque el hereje es un gran caballero, que nada les quitará, y que los pondrá en tierra sanos y salvos con el mayor cuidado.

-¡Dios lo quiera!... no podría nunca conformarme con haber sabido el peligro que corrían y no habérselos advertido.

-¡Bastante hiciste! y el boticario se enfadó muy mucho por tus imprudencias.

-¡También dices bien! si ese imbécil de don Antonio hubiera tenido dos dedos de frente los habría hecho desistir del viaje... ¡Pero el viejo se había encaprichado! y no había remedio... Ya es tiempo de que vas a casa de don Bautista a recoger nuestro dinero; porque es necesario que lo enterremos antes de que venga el día con lo demás.

-¡Me voy entonces!... -En efecto, el zambo salió y   —152→   poco rato después golpeaba suavemente a la puerta de la botica de don Bautista. Era esta botica un cuartito chiquito, cuyas paredes estaban ocultas por los armarios donde tenía sus medicinas en pequeños y viejos cajoncitos marcados con cifras y letras cabalísticas al parecer. La tienda estaba seguida de una cuadra larga en donde había una gran mesa y muchos estantes, llenos la una y los otros de tarros de yerbas frescas unas y secas otras, y de semillas, de frascos con líquidos, todos mezclados con instrumentos, vasos y balanzas de mil formas y lámparas de todos tamaños.

Don Bautista introdujo a Mateo por la tienda y haciéndole atravesar el laboratorio que hemos descripto, lo llevó a otro cuarto que se seguía donde tenía su cama el farmaceuta en medio de un embrollo de huesos de animales o de gente, de piedras, de papeles con polvos de mil colores, envuelto todo en telarañas y tierra como si hubiese estado allí desde el principio del mundo.

-Me había olvidado, dijo el Boticario encendiendo una lámpara de vidrio que parecía un soplete, de leer el papelito que me entregaste: pero traje ya el dinero que te ofrecí. Aquí lo tienes: ¡espera! leeré antes de contártelo.

Tomando entonces un platillo cuadrado del color de   —153→   la esmeralda y al parecer de cristal, lo puso sobre un pie de bronce en que estaba montada una maquinilla como para tenerlo en perfecto equilibrio horizontal; y luego que se convenció de que estaba así, extendió el papel echándole un líquido de color de naranja que al caer exhaló un olor fuerte y nauseabundo. Tomó unas pinzas, sacó el papel después de un rato, bien mojado, lo extendió en un plato de metal, y lo puso así al calor de la lámpara hasta que quedó seco. Levantándolo entonces, Mateo pudo ver que estaba lleno de gruesos garabatos del color del ladrillo, y quedó asombrado del mágico poder de aquellos dos hombres que así se comunicaban.

Don Bautista leyó con atención.

-No me habías dicho que ya te había dado diez onzas.

-Pero esas onzas no fueron a cuenta de las cincuenta; dijo el zambo vindicándose.

-¡Ya lo sé! pero es bueno decírmelo todo; porque, como tú lo ves, lo que no me digas lo he de descubrir yo. Me dice también que Mercedes ha vuelto con las majaderías de tener temores por la suerte de don Felipe y su familia. Dile a Mercedes que se guarde de andar hablando de esto porque ella misma puede descubrirse   —154→   cuando menos lo piense, y que una vez por todas esté segura de que don Felipe estará pronto de vuelta, y sin quejas.

-¡Muy bien, señor!

-¡Bueno! ¡toma tu dinero, (dijo poniéndole al zambo en las manos un cartucho de onzas), y vete!



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ArribaAbajoCapítulo IX


«¡Os lo juro por el Cielo!
amor e guerras de mar
non se pueden hermanar
sin traer hábito de duelo.»


(LOPE DE VEGA.)                


-¡Qué salga al fin de vuestros labios la dulcísima palabra! -le decía Henderson a doña María, mientras que la Isabel impelida por un fresco viento del sudoeste volaba sobre la rizada superficie del Pacífico haciendo bullir las aguas que rompía con su proa.

Un sol hermoso y despejado empezaba a entibiar la atmósfera vivificante de la mañana; y dando sobre las velas hinchadas de la nave llenaba de vida aquel estrecho mundo lanzado sobre los abismos por la industriosa osadía del hombre.

  —156→  

-Mirad que nuestros instantes son contados, agregaba Henderson: de un momento a otro voy a veros arrebatar de mi lado; y ese rostro que estoy mirando con el delirio del amor, esta mano que tan de mala gana me abandonáis, van a convertirse en un recuerdo... ¡Ah! ¡en un recuerdo, querida mía!... ¿sabéis lo que es un recuerdo de amor verdadero? ¡Es la presencia y la fuga alternativa de una idea: es el martirio del ver y del no ver mezclados; es la esperanza combatida por la decepción; es la sombra de la realidad diseñada y borrada a cada instante por el tormento de la duda!. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Este es, María mía, el amargo dolor que me amenaza, y que no puede tardar en llegar... Llegará; y veréis que tendré que resignarme a veros partir refrenado por la obediencia que debo al jefe que así lo ha dispuesto... La primera oleada que separe el esquife en qué salgas de aquí pondrá entre nosotros el abismo de lo infinito... ¿Y nada me decís, María?... preguntaba el fino amante con una mirada llena de blandura.

Doña María con su cabeza inclinada, parecía profundamente conmovida; tenía sus ojos clavados en el suelo   —157→   y el tenue temblor que recorría todo su cuerpo se traicionaba en una de sus manos que Henderson estrechaba con amor entre las suyas. Permanecía empero en una profunda mudez.

-Cuando vos salgáis de este buquecillo en que estáis prisionera ¿qué consuelo me dejáis, si me negáis la palabra de fe que puede abrir mi alma a la esperanza?... Iré a tocar los lugares en que os sentabais; iré a besar la huella de vuestros pies: evocaré los prodigios de la fantasía para hacer revivir en mi espíritu vuestra imagen y tenerla perenne a mi lado. ¡Pero vos habréis huido, y caeré sin cesar en el mismo delirio y en el mismo tormento!... ¿No podré decirme al menos «sí, yo la he oído; me ha jurado que me ama: me ha prometido que esperará los esfuerzos de mi voluntad y de mi coraje para volver a encontrarla; y ella, mi María, que es un ángel, no faltará a la fe dada que es la virtud del cielo.»? He aquí lo que quiero decirme cuando os ausentéis: os habré oído; podré recordar algo de real con que ocupar el tiempo hasta que vuelva a encontraros; porque, he de volver; ¡oh! sí, he de volver, o he de morir, ¡María!...¿Y nada me decís todavía?

-¡Y qué puedo deciros, por Dios! -dijo al fin la niña   —158→   con una profunda y modestísima ternura...- ¿Sé yo acaso si me decís la verdad?

-¡Si os digo la verdad!... ¡Os juro que os la digo!... ¡Pluguiera al cielo que el corazón tuviese un lenguaje para este momento que os hiciera comprenderme!... Os juro que os amo... ¿Cómo os lo diré para que me creáis? ¡Inspiradme, Dios eterno!... ¡Os amo! ¿Veis? ¡Os amaré mientras viva! y esto es todo lo que atino a deciros con este labio que Dios ha dado al hombre tan estéril, tan tibio para expresar las grandes pasiones del alma... ¡Esperad! -dijo, sacándose un anillo de oro enteramente liso que llevaba en la mano, y poniéndolo a doña María-: este anillo es un recuerdo de mi madre, que era una santa mujer, que está en el cielo. Sea él, sea ella, que me oye en este instante, el testimonio de la verdad con que os digo, que os amo, y que volveré a encontraros sin ahorrar esfuerzos ni sacrificios... ¿Me creéis ahora, mi María? decidmelo por fin ¿me creéis?

-¡Sí! -contestó doña María con timidez y con recato.

-¿Me amaréis?

-¡Sí!

-¿Tendréis constancia y valor para esperar mi vuelta y mis esfuerzos?

  —159→  

-¡Sí!

-Pero pensad que vais a volver a Lima. Vais a oírnos calumniar por todas partes: todos a vuestro alrededor nos van a maldecir: vais a veros rodeada otra vez por los halagos de la atmósfera en que os habéis criado; ¿y con todo eso no me olvidareis, María?...

-¡Nunca mientras viva!...

-¡Dios es bendiga!... amadme mientras viváis como lo decís; después de la muerte hay también una vida de amor y de unión para los que se han amado con virtud y con pureza.

Reparó en esto doña María la cabeza de don Antonio saliendo por una de las entradas de la cubierta y observándola con un ojo ávido y estático. Doña María no pudo menos que dar un ¡ay! acompañado de un ademán de terror.

-¿Qué?... -preguntó Henderson con inquietud.

Doña María, siempre inquieta le dijo: este anillo no tengo donde tenerlo... me lo hallarían, y tendría mucho que sufrir; ¡es preciso que os lo devuelva, Henderson!

-¡No: guardadlo! espero que él os dé fe y fortaleza hasta que pueda yo venir en vuestro apoyo.

  —160→  

-Creedme que la tendré sin él.

-¡No importa: guardadlo!... ¡Es preciso que el espíritu de mi madre, que para mí es el espíritu de la virtud, vele sobre nuestros juramentos!

-¡Bien! ¡os lo tomo! pero no puedo permanecer aquí más tiempo: no me detengáis: me voy.

Y la joven, llena de inquietud, sustrajo sus manos a las de Henderson, para bajarse a la cámara donde estaba su madre.

Doña Mencía dormía: Juana estaba haciendo una pequeña costura al lado del camarote que ocupaba su señora.

Doña María entró, y como se sentara inquieta y cavilosa contra una de las paredes de la cámara, Juana dejó su costura y acercándosele, le dijo con picardía:

-¡Esto ya pasa de castaño oscuro, señorita! ¡dos conversaciones por día!... ¡y van cinco días de repetición! -agregó mostrándole los cinco dedos de la mano.

-¡Ah, Juana! ¡si supieras! -le dijo la niña con impresión seria- ¡Todo está consumado!... ¡me he comprometido!

-¿De veras? -dijo Juana con asombro, y ambas se quedaron pensativas.

  —161→  

El silencio duró hasta que doña María dijo:

-No sé qué hacer de esta sortija que me ha obligado a tomarle: ¿cómo la oculto para que no me la descubran?

-Pensemos... ¡Ya estoy!... No hay más que ponerla en el santuario (y siguió Juana hablando con voz tan baja que no pudo oírsele lo que decía)... ¡Hubiera sido mejor no ir tan adelante! -agregó.

-¿Qué quieres? ¡Lo amo tanto, que no he podido resistir a la pendiente que me arrastraba!... ¡y no te cuento lo peor por no aterrarte!

-¿Qué cosa, niña? -preguntó Juana con ansiedad.

-¡No! prefiero que no lo sepas porque con solo repetirlo me lleno de pavor.

-¡Dios mío! ¿qué ha hecho usted, niña?

-¡Nada más que lo que sabes!... ¡te lo juro!

-¿Y entonces?... ¡diga usted por Dios, que no puedo respirar!

-¡Don Antonio... me parece... que me ha descubierto!

La conversación fue aquí interrumpida por la voz clara de Henderson, que, con el tono imperioso del jefe, decía sobre cubierta.

-¡Suttonhall!... ¡atención! ¡hay señales en la almiranta!

  —162→  

El subalterno acudió con presteza; sacó un libro grande y estropeado de una especie de alacenilla hecha en la meseta de la cámara, y tomando también un anteojo de larga vista se puso a observar.

En efecto: como a cuatro millas de la Isabel brillaban bajo los rayos del sol de la mañana, las blancas velas del Pelícano que se avanzaba hacia la costa del Nordeste con la impávida gallardía del ave de quien había tomado el nombre: hacía un momento que una serie perpendicular de banderas flameaba en su palo mayor.

Suttonhall tomó nota de los números a que ellas correspondían en su libro y después que los descifró dijo:

-Comandante: el almirante nos da orden de reunirnos, y anuncia que tiene una vela por la proa.

El golpe con que estas palabras cayeron sobre el corazón de Henderson paralizó por un instante sus latidos; y la palidez repentina que cubrió su rostro fue inmediatamente sucedida por el ardor de las mejillas y por latidos tumultuosos y violentos que le trabaron la respiración. Permaneció un momento indeciso sin poder fijar sus ideas; pero reponiéndose con voluntad, dijo sucesivamente:

-¡Largad la mayor!... ¡soltad los juanetes!... ¡izad   —163→   la cangreja!... ¡La barra al viento! -Y la vivacidad con que el joven comandante dio estas órdenes, produjo sobre la tripulación un efecto completo.

Cuando las velas indicadas fueron sucesivamente cayendo de sus vergas y se tendieron al viento, la goleta apretó con más fuerza y más ruido sobre las aguas del mar.

El Pelícano bajó al instante sus señales, e izó sus juanetes poniéndose en la disposición elegante del buque que da la caza. Un cuarto de hora había pasado apenas desde que la Isabel volaba a toda vela, cuando ya pudo verse desde su cofa una nave que navegaba hacia el norte. Los buques del hereje eran demasiado veleros para que no ganasen a cada minuto un rápido camino sobre la nave que perseguían; y muy pronto la tuvieron cerca. Brilló entonces en el costado del Pelícano una luz viva y repentina como la del rayo: una esfera de humo blanco como la espuma rodó sobre la superficie del mar, abriéndose al instante en círculos concéntricos, y los ecos del espacio repitieron el solemne estampido del cañón.

Pasaron unos segundos sin que se notase el efecto de este lenguaje inventado por la audacia del hombre. Pero la precipitación con que el barco perseguido se cubrió   —164→   de trapo, echando hasta sus alas y arrastraderas reveló bien claro que quería probar la fuerza de sus talones antes de resignarse al riesgo desconocido que le amagaba.

Al verlo tentar así la fuga, el Pelícano y la Isabel echaron sus alas a la vez como si hubiesen obedecido a la misma voz; y unos minutos después los cañones del Pelícano repetían a menor distancia la misma orden, acompañándola con una misiva de hierro que fue brincando sobre la superficie del mar a pasar muy cerca del fugitivo.

Por lo que hace a esta vez, parece que el cañón del más fuerte habló con su persuasión ordinaria; pues la nave perseguida aflojó a un tiempo todas las cuerdas de sus vergas; sus velas comenzaron a ondear contra los palos, y la presteza de su movimiento fue apocándose gradualmente hasta morir. Como en aquel tiempo ningún barco que no fuera español navegaba aquellos mares, era evidente que Drake había hecho una nueva presa, y que don Felipe había ya encontrado la nave en que debía regresar con su familia a la tierra española.

El Pelícano y la Isabel vinieron a detener su marcha como a cien varas del galeón español: dos lanchas llenas   —165→   de gente se desprendieron del primero y abordaron la presa que era en efecto un inofensivo galeón de trasportes.

Desde que Henderson concluyó con los deberes oficiales que le habían retenido sobre cubierta hizo saber a las señoras que deseaba hablarlas.

Bajó a la camara en consecuencia, y con un tono moderado que ocultaba apenas la tristeza de su alma dijo dirigiéndose a doña Mencía, que según las órdenes que el Almirante le tenía trasmitidas debían prepararse las señoras para ser trasbordadas al galeón, que acababan de encontrar, en el cual seguirían su viaje hasta alguno de los puertos de la costa, bajo un salvo conducto que les daría el mismo Drake.

-Yo espero, señora, agregó Henderson con un tinte perfecto de sinceridad y de sentimiento, que cuando os halléis entre los vuestros querréis recordar siempre que cualesquiera que sean los odios y las preocupaciones que dividan nuestras dos razas, habéis encontrado entre nosotros las virtudes simpáticas con que deben tratarse los cristianos; porque lo somos, señora, por más que nos llaméis herejes y grasa de hogueras.

-¡Ojalá que el cielo, para bien vuestro, os diera religión, señor Henderson!

  —166→  

-¡Os juro que la tengo, señora! -respondió este.

-¡Ah! sí: pero es la del diablo, dijo doña Mencía entre dientes.

Su hija, mientras tanto, permanecía cabizbaja y pensativa al lado de la madre: y ni siquiera se le vio levantar sus hermosos y húmedos ojos, del suelo en que los tenía fijos, cuando Henderson se despidió diciéndoles que tenían prontos los botes para trasbordarse.

Henderson ordenó con sequedad que dijeran a don Antonio que se aprontara también, y se puso a pasearse silencioso y resignado por delante de la Cámara, mientras que los marinos sacaban el equipaje de las señoras y lo llevaban a las lanchas. Doña Mencía subió poco después apoyada de su hija y en Juana, prontas ya para partir. Henderson se acercó a ellas urbanamente, y tomando a la señora la condujo hasta la escala desde donde la hizo bajar al bote, con sus marineros, y con el mayor cuidado. Volviéndose entonces a la niña, para hacerla descender también, le tomó la mano y estrechándosela con ardor y disimulo le dijo a media voz: ¿Juráis serme fiel?

-¡Os lo juro! -le dijo ella del mismo modo.

-¡Jurádmelo, por lo que más queráis en la tierra!

  —167→  

-¡Por vos! -le dijo ella con una voz firme. Henderson se quedó trémulo y Juana vino entonces a interponerse entre el joven y don Antonio, con una prisa calculada como para evitar que se apercibiese de este diálogo rápido y solemne de los dos amantes. Cuando Henderson vio desde la barca que doña María y Juana estaban ya en el bote, se separó sin reparar en don Antonio, que al pie de la escalera esperaba humildemente que le dieran lugar para pasar. Henderson fue casi corriendo a la otra borda y bajó a brincos a su lancha, en la que seis marineros comenzaron a reinar hasta ponerla paralela con la otra; ambas llegaron juntas al costado del Galeón y Henderson se dedicó a desempeñar en la subida los mismos deberes de urbanidad que había desempeñado en la bajada:

Vuestro para siempre!

-¡Sí: vuestra para siempre! -le respondió ella; y estas fueron las únicas palabras que los dos esposos pudieron cambiarse, en momentos de ausentarse sin esperanzas.

Cuando Henderson subió halló a doña María y a su madre abrazadas ya de don Felipe. Las dos lloraban; pero el llanto de la niña parecía el desahogo violento de un dolor profundo más bien que el resultado de una   —168→   emoción. El viejo las sostenía contra su pecho con aquel rostro firme y severo que es propio de un hombre de ánimo entero y de voluntad de hierro.

Drake estaba allí también; pero tenía todos sus sentidos en las hermosísimas barras de oro y plata que el capitán español le estaba entregando.

Uno de los marineros ingleses que estaba registrando el buque, vino en esto trayendo en sus manos un magnífico Crucifico que había encontrado25.

La cruz en que estaba elevada la imagen de nuestro Salvador tenía como una vara de largo, y una y otra eran de purísimo oro trabajadas con un arte exquisito: grandes esmeraldas, mezcladas con perlas y otras piedras no menos preciosas, estaban engarzadas en sus partes más visibles; y las de los tres clavos eran tres brillantes de una hermosura sin igual.

Al ver esta imagen en manos de los ingleses, don Felipe y su mujer cayeron de rodillas y se cubrieron el rostro: Doña María se arrodilló como ellos pero dirigió al mismo tiempo una mirada a Henderson que parecía una súplica suprema. Drake tomó el crucifijo, lo   —169→   examinó con seriedad, y lo puso sobre la meseta de la cámara al lado de dos jarrones de plata maciza con sobrepuestos de oro finamente cincelados que habían pertenecido al piloto del Galeón. Henderson se acercó al almirante y le dijo en voz baja:

-Milord: entre vuestros grandes méritos, no es el menos grande el temor sincero de Dios que ponéis en vuestras obras. La cruz del Salvador es para nosotros un dogma como para los papistas; y no obstante que, miramos como una abominación el degradar ese santo dogma a la imagen material que puede hacerse de él con un pedazo de vil madera... ¿no sería un grande acto de justicia excluir de nuestros odios lo que forma la base de nuestras dos creencias?

-Ya lo había pensado así, Henderson.

-¿Devolveréis por consecuencia ese símbolo del misterio de nuestra redención?

-¡Sí, Roberto!

-Sois un grande hombre, Milord; ¡pues no os olvidáis nunca del Juez supremo de nuestros espíritus allá en lo alto! -y Henderson se retiró satisfecho.

Concluido el registro de la presa, Drake hizo pasar a sus lanchas todas las riquezas que había tomado dejando   —170→   siempre sobre la cámara el crucifijo, y los dos jarrones; y cuando sus marinos hubieron bajado, no quedando a bordo si no él y Henderson, tomó el crucifijo, y poniéndoselo entre las manos a doña María le dijo:

-Os encomiendo a vos, señorita, el cuidado de restituirlo a su templo.

La joven miró confusa y sorprendida a su padre, sin atreverse a retener aquella prenda; pero don Felipe tomó el crucifijo, le besó con una suma reverencia y haciéndolo pasar de su mujer a su hija, todos hicieron lo mismo. Drake se había vuelto entretanto hacia el capitán del Galeón, y le decía:

-¿No me dijisteis que estos jarrones pertenecían a vuestro piloto?

-¡Sí, señor!

-Llamadlo.

-¡Camarada! -dijo Drake al piloto cuando se acercó-: poseéis dos hermosas alhajas. ¿Cuánto os ha costado cada una?

-¡Quinientos duros! -respondió el piloto con enojo: era un catalán de traza airada y duro ceño.

-Pues quiero llevarme una para mi uso: tomad el dinero que os ha costado; os dejo la otra; dijo el inglés   —171→   contando y entregando al catalán una cantidad de onzas de oro.

El español tomó el dinero, y acercándose resueltamente a la borda, lo arrojó sobre los remeros del bote de Drake, como si desdeñara (dice el cronista) deber algo al favor de los ingleses26.

Los marineros se pusieron a recoger con avidez, creyendo que fuera alguna dádiva por la extraordinaria blandura con que habían procedido por la primera vez; Drake se sonrió con menosprecio e hizo llevar uno de los jarrones a su bote.

-Aún me falta hacer algo en vuestro favor: dijo Drake al capitán del Galeón, con una calma perfecta. Es muy probable que encontréis al capitán Winter con uno de los buques de mi escuadra, y quiero daros una carta que le presentareis para que os deje libre en vuestro camino; traedme con que escribirla: y cuando fue servido, se inclinó en la mesita de la Cámara y escribió la carta siguiente, digna de trascribirse, por ser característica del hombre y de la época27:

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«Maese Winter: si cumpliese a Dios Señor nuestro poneros en el camino desta Nao que lleva por nome El grand Capitán del Sud, ruegoos que os trabajéis en pro de su Mayoral e de las otras gentes muchas que van dentro en ella, por cuanto soy tenudo de guardarles la promisión que de dello les tengo fecho con palabras de presente. Otrosi os digo: que si oviesses menester de basteceros con alguna de las cosas que van dentro en la nao fagais paga della, en tomándola, con el precio del duplo a cuenta mía, e que porende roguéis a vuestros homes, tomando mi nome, que non fagan a su bordo daño ni malfetria: e assi este guisado pleito como otro cualquiera que sea que en denante oviessemos fecho entramos, os lo pecharé, con la avenencia de Dios, en tornando a Inglaterra amos los dos, maguer que finco en la dubda de que esta mi carta venga a vuestras manos. Soy en vuestro amor uno mismo, de la misma guisa que en denante, e pido la grand merced de Dios e del Salvador del Mundo, que nos haya en su gracia e nos adelante porque a él solo fagamos toda honra, e todo amor: e toda gloria. Al enviaros mis palabras desta guisa fablo en la misma razón con Mr. Thomas, e Mr. Charles, e Mr. Caube, e Mr. Anthonie, e demás amigos buenos, pidiendo para   —173→   ellos e nosotros la merced del que non ha comienzo, ni fin, ni ha en sí mensidad, e es poderoso sobre todas las cosas, e envió su fijo, nuestro Señor Jesucristo, que por salvar el linaje de los homes recibió muerte e pasión. Finco porende en la esperanza de que su bondad quiera desviar nuestros peligros, y de que si os acaesciera encontraros en mal trance, cualquiera que él sea, no desesperéis de la grande merced de Dios, que es infinita, porque ella os salve e nos torne los unos a los otros en el puerto de nuestros votos. Enderezémosle con un corazón humilde toda gloria, e toda honra, e toda prez siempre por siempre: amén.

«Vuestro ansioso capitán que tantas inquietudes padesce a causa vuestra: Francisco Drake.»

Drake dobló el papel y lo entregó al capitán del Galeón. Henderson mientras tanto no podía separar sus ojos de doña María. Comprendiendo no obstante de cuanto interés era para la pobre niña que en aquellos momentos él supiese guardar la más estricta prudencia estaba resuelto a no hablarle una palabra más, y se paseaba solitario a la distancia.

Sintióse de repente un sonido extraño y tan confuso en medio de los roncos rezongos de la mar, que fue apenas   —174→   para todos como una percepción dudosa. Bastó sin embargo para que Drake concentrase en él todos sus sentidos.

¿Era el eco del cañón, o el lejano ruido de la tormenta?



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