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ArribaAbajoCapítulo X

Este desenlace, como muchos otros, solo sirvió para complicar más los sucesos de la vida.


Drake era un guerrero que vivía siempre desconfiando del peligro, y precaviéndose de que algún riesgo superior a sus fuerzas y a sus medios viniese a sorprenderlo. Velaba inquieto siempre, combinando los cálculos de su astucia, y solo en las ocasiones indispensables desplegaba los tesoros de audacia y de bravura con que la naturaleza lo había dotado prodigiosamente.

Preocupado con el sonido que había creído percibir en las lejanías del horizonte, se apresuró a bajar a sus lanchas.

-Ahora, camaradas, podéis seguir viaje: dijo a los españoles con un tono jovial... No os olvidéis de la caridad   —176→   con que Drake trata a sus enemigos. ¡Feliz viaje, pues!

Los españoles no le respondieron.

-Tengo que hablar con vos, Henderson: venid a mi lancha, dijo al bajar, con voz baja.

El joven lo siguió, y mientras que se sentaban ambos en la popa, el piloto del galeón se acercaba a la borda y diciéndoles ¡eso habéis olvidado! les arrojó el jarrón de plata que Drake le había restituido28. El jarrón vino a dar con fuerza sobre el hombro del almirante, cayendo después al piso del bote.

Henderson pegó un brinco lleno de furia...

-¡Insolente! -dijo al mismo tiempo que tirando de la espada se agarraba de una cuerda para saltar al Galeón.

Drake había lanzado también una mirada de fuego en el primer instante. Pero reponiéndose luego, contuvo a su amigo:

-¡Algo es preciso perdonarle! -dijo con templanza-: ¡remad, hijos! -dijo a los marineros; y la lancha se separó al instante del Galeón. Él entonces tomó el jarrón arrojado, y examinándolo con suma prolijidad, no cesaba de decir: ¡bellísimo! ¡bellísimo!

  —177→  

-¡Vamos, Henderson! -agregó poniendo a un lado el jarrón-: en la guerra como en la guerra... ¡Vida nueva, amigo mío!... ¡Ya lo veréis! os voy a llevar por los mares de la China y de la India; y os prometo que la primer sultana que apresemos...

-¡No os chanceéis, milord! -le dijo Henderson interrumpiéndole-: doña María es un ángel puro como el primer resplandor con que se anuncia la madrugada, y os juro que no la olvidaré por todas las sultanas presentes o futuras...

-¡Bah!... ¡si supierais cuantas cosas aprende el hombre a olvidar, no diríais eso!

-¡Os juro que a ella no la olvidaré!

-Veo que aún os dura el viento de los juramentos, dijo Drake con un tono amable de burla; pero no obstante esos juramentos, la olvidareis para llenar los altos deberes que os imponen la patria y vuestro nombre. Además de que contra las pasiones imposibles el hombre debe un remedio eficaz a la infinita bondad de su creador; y ese remedio es el olvido. Soy un poco más viejo que vos y os aconsejo que os curéis con él.

-¡No, milord!... ¡Aún no me conocéis... contra lo   —178→   que parece imposible a los demás yo sé también osarlo todo como vos!

-Os engañáis: ¡yo os juro que jamás he puesto en riesgo un solo cabello de mi cabeza por mujer alguna!... Mirad, pues, si...

-¡Decís bien, milord! -le dijo Henderson interrumpiéndole-: al honrarme comparándome a vos, me había olvidado de que tenéis el corazón del águila, mientras que yo no soy sino un hombre que he sucumbido a las pasiones que menospreciáis.

-No soy tan ajeno a esas pasiones, sin embargo, que no comprenda lo natural que es para el corazón humano, como para un navío, seguir por algún tiempo el impulso de sus velas aun después de haberlas recogido... ¿Oís? -dijo Drake con interés y señalando hacia el Oeste...- ¡otro cañonazo!

-En efecto: respondió Henderson, ¡parece un cañonazo!

-¡Oh! lo es: no lo dudéis. Los españoles han salido necesariamente del Callao a perseguirnos.

-¡A perseguirnos! -dijo Henderson con indignación...- ¡Pluguiera al cielo que fuese cierto!... Tengo   —179→   hoy el alma con tal temple que os juro no serán ellos los que me perseguirán.

-Vos, Henderson haréis lo que yo os mande: le dijo Drake con tono de voz firme y pausada, y yo os digo que si Dios no me obliga a otra cosa, estoy resuelto a dejarme perseguir.

-¿Y por qué, milord? -le preguntó Henderson mostrando el disgusto que le causaba esta resolución.

-Porque traen sus naves colmadas de gente; porque si viniesen con una más que nosotros no podríamos evitar que nos abordaran, y aunque triunfáramos, ¿qué íbamos a ganar de real?... ¿Hacer matar esa brava y virtuosa tripulación que nos acompaña, por el placer de ver las llamaradas de un barco más, incendiado?... No, Henderson: es preciso que el valor sea reflexivo para que sea útil, y que sea útil para que sea glorioso.

-Tendréis razón, milord; pero jamás me persuadiréis de eso. Aun no siendo Drake, me creeré humillado el día en que tenga de huir delante del pendón de España.

-¡Bah!... ¡La vanagloria no es la gloria, joven! La gloria se gana haciendo, a pesar del pendón de España, lo que nosotros hemos hecho. ¡Hemos atravesado desde   —180→   Inglaterra hasta las tinieblas del mar del Sur: hemos asolado en toda su extensión las costas que en uno y otro mar tiene el enemigo: hemos sorprendido y mutilado sus puertos, despojando los templos de sus ídolos, como en Valparaíso, en Guatalco y en tantas otras partes: hemos apresado, hemos saqueado y hemos incendiado los galeones en que navegaban sus riquezas; hemos difundido el terror de nuestro nombre por toda la tierra que pisa el español: y todo eso lo hemos hecho a pesar del pendón de España, abriendo la primer huella de un camino en el que hombre ninguno ha puesto su planta todavía!... Cuando volvamos a Inglaterra colmados de riquezas, de descubrimientos y de renombre, ¿creéis que el lustre de estos hechos lleva riesgo de empañarse por haber dado la espalda a un combate estéril?... ¡La primer bala que arrastráramos por orgullo o por soberbia (contra el mandato de Dios que nos impone ser humildes) podría hacer fracasar esta tentativa de mi genio, en la que cifro mi honra y la gloria de Inglaterra!... ¿Me comprendéis?... Es preciso que me obedezcáis ciegamente, y que renunciéis por esta vez al ardor de vuestro coraje.

-Milord: obedeceré ciegamente a vuestros mandatos.   —181→   Pero, jamás huiré con gusto delante del pendón de España.

-¡No importa!... ¡otro cañonazo!... sí: no tengo duda, es la culebrina de bronce del Pasha la que habla. ¡Oh! ¡yo oigo desde muy lejos la voz afligida de mis hijos!... Esos cañonazos aislados son señales que nos hace el Pasha para que sepamos que lo persiguen. El Pasha como vos sabéis debía venir a reunírsenos en este golfo: los españoles han salido del Callao y lo persiguen: lo tengo aquí (dijo Drake señalándose la frente) ¡cómo si lo viera!... ¡Gracias a ti, Dios mío! -dijo alzándose su gorra. ¡Es visible el favor de vuestro brazo, pues habéis querido ponernos en su camino para dar ayuda y socorro a nuestro hermano, tu fiel servidor como nosotros!... ¡Oídme bien, Henderson! Si para desembarazar al Pasha tuviésemos que batirnos por un instante, no os dejéis enredar en la acción; procurad estar siempre al viento para tomar el largo y retiraros: estad atento a mis señales más que a las maniobras del enemigo; y dejadme hacer. Os repito que mi intención es evitar todo combate, si puedo; y abandonar las costas del Perú. ¡No os alejéis de mí! y si algún suceso extraordinario nos separase, ya lo sabéis, cruzad al norte sobre las costas de California   —182→   donde nos reuniremos para salir al Atlántico por el Norte... ¡No os asombréis! ¡confiad en mí!

-No me asombro, milord; pero extraño que prefiráis ese camino extraordinario, al del Estrecho que ya conocemos.

-Para venir era bueno; para volver es el peor. La costa toda está ahora en alarma: todos los galeones están volando a sus nidos: y es más que probable que los españoles tomen el Estrecho antes que nosotros, para esperarnos y anonadarnos... Lo mejor es pues lo que os he dicho: lo tengo bien pensado: meteremos la mano de paso en los tesoros que el español tiene en sus ricas colonias de Asia; y le mandaremos noticias nuestras después que lleguemos a Inglaterra. ¿Me habéis comprendido, Henderson?

-Todo.

-¡Bien: al pie de la letra todo! -dijo Drake con un ademán, de autoridad.

-¡Cómo me lo mandáis, milord!

-Id ahora a vuestra nave, y poneos inmediatamente a la vela.

Mientras que Drake montaba al Pelícano, se dirigió Henderson a la Isabel con toda la presteza de sus remos.

  —183→  

Un momento después estaban ya en marcha los dos buques del hereje. La Isabel, como si quisiera juguetearse con las olas del mar, recostaba sobre ellas su graciosa arboladura hasta tocarlas casi con sus vergas.

El torrente de espuma que marcaba su huella sobre el Océano pasaba con furia a dos dedos de su borda de babor, mientras que los bravos marinos que la tripulaban, sentados en grupos por la otra borda, esperaban los sucesos con aquella flema grave que encubre el ardor de las pasiones del hombre de mar.

Inmóvil como una estatua, y apoyando su cuerpo en el codo izquierdo, miraba Henderson el Galeón en que estaba doña María. Un nuevo cañonazo se hizo sentir en el horizonte, y fue respondido con otro disparado a bordo del Pelícano. Como una hora después aparecieron las blancas velas de un buquecillo. Drake no se había engañado: era el Pasha. La escuadrilla española, improvisada por Sarmiento, se distinguía persiguiéndolo a la distancia.

Es imposible pintar la vigorosa animación que la fisonomía de Henderson cobró con esta perspectiva: se enderezó como un álamo y con una voz llena de orgullo mandó izar en lo alto de la entena de popa los rojos colores de Inglaterra.

  —184→  

El viento había decaído notablemente, y seguía apagándose de más en más como sucede ordinariamente al medio día en el mar de los trópicos; y apenas había tenido tiempo el Pasha de ponerse a navegar en la dirección que le indicaban las señales del Pelícano, cuando una calma completa se había establecido ya en la atmósfera del Océano. Las velas de los buques se balanceaban a lo largo de los palos como laxas y fatigadas de la tarea, al paso que gruesas olas, sin dirección, ondulaban debajo de los cascos meciéndolos sin cesar con el movimiento de la ebriedad. El primer viento que levantara allí la mano de Dios iba a decidir de la suerte de todos. Las dos escuadrillas se mecían inmóviles e impotentes, como a cuatro o cinco millas de distancia una de otra; y el Galeón, poco antes despojado, se balanceaba también a la vista de ambas.

Esta calma duró todo el resto del día, hasta que vino la noche, y tomándolos a todos en esta situación, los envolvió con el denso manto de sus tinieblas.

«Un viento fresco del este (dice la historia) se levantó cerca ya del amanecer. Los ingleses se aprovecharon de él para alejarse; porque no estaba en los intereses de Drake arriesgar un combale siendo su fuerza tan   —185→   inferior. Agrégase a esto que halagados los Españoles con un triunfo que los había parecido facilísimo habían incurrido en la imprevisión inexplicable de no embarcar los víveres suficientes para hacer la persecución del Pirata29



  —186→  

ArribaAbajoCapítulo XI

Entra el diablo a intervenir en el asunto.


Sarmiento había velado toda la noche sobre el puente de su carabela. No podía perdonarse la fatal imprevisión en que había incurrido embarcándose sin los víveres necesarios: y como era cosa que ya no podía remediar se desesperaba al ver que tenía por delante a los Herejes sin poder consagrarse a su persecución y exterminio. Conocía también que era grave la imprudencia con que había aplazado el día de la retirada, seducido por la esperanza de un encuentro, o por lo mortificante que le era volver al Callao sin ninguno de los resultados que sus compatriotas se habían prometido de su expedición. El temor de que las calmas se prolongasen o se repitiesen   —187→   lo llenaba de fatales presentimientos, amenazando sus buques con el hambre que es el peor de los desastres en que puede caer el navegante.

Mil veces en aquella noche, se le pasó por la mente, así como vaga tentación, la idea de arrojarse al mar por despecho; pero le contenía la vista de tantos bravos como se habían embarcado entusiasmados con la confianza que les inspiraba su renombre.

Cuando sintió la brisa del levante que sopló al amanecer, no pudo menos que dirigir al cielo una mirada de gratitud: no se le ocultaba que esa brisa soplaba también para Drake favoreciendo su escape; pero prefería a todo la posibilidad de navegar hacia las costas.

Desde que apuntó la primer luz del día, Sarmiento pudo ver las velas del Pirata muy distante ya y en rumbo directo hacia el Norte. Como si esto le sorprendiese, las observó con mucha atención clavando en ellas un ojo desconfiado y reflexivo. Una idea súbita pareció atravesar de pronto por su mente, y su fisonomía se animó también como si recibiera el reflejo de un rayo de luz. -«No penséis que me engañáis, no, pirata insolente (se dijo a sí mismo con el ademán de la amenaza)... ¿Fingís iros por el Norte, eh?... Ya os comprendo: en cuanto   —188→   os veáis fuera de mi vista virareis al Sur. ¡Pero, Dios mediante, yo sabré atajaros el paso! Si no sois pájaro o brujo, será preciso que tarde o temprano caigáis por el Estrecho y allí os daré yo noticias mías, ¡maldito aventurero!» Su rostro y sus ademanes cobraron con estas palabras aquella animación, aquel apuro que se nota en los hombres de genio vivo cuando conciben de pronto un medio de lograr fines largo tiempo contrariados.

Sarmiento había reparado desde el día anterior al galeón español que tenía a la vista, y como los dos buques del hereje habían venido de la misma dirección, había conjeturado con mucho acierto que ese galeón era necesariamente una de la muchas víctimas que dejaba en aquellos mares la audacia de Drake. Esto no obstante, miró aquella aparición como un favor del cielo porque trasbordando a él parte de su gente e incorporándolo a su escuadrilla podía aliviar muchísimo el consumo de sus víveres.

Como el galeón se había apercibido también del pendón de España que flameaba en las galeras de Sarmiento, hizo todo esfuerzo por reunírseles: y un rato de recíproca marcha bastó para que Sarmiento supiese los detalles   —189→   del apresamiento del San Juan de Orton, y los demás cruceros de Drake, por boca de don Felipe.

Mientras que Sarmiento ponía en juego toda su habilidad para abreviar el camino que distaba del Callao, el Virrey había tenido la feliz ocurrencia de enviar en su busca dos naves cargadas de abundantes víveres30 con las que tuvo la dicha de encontrarse cuando más preocupado estaba por la inminencia del hambre. Fácil es conjeturar el júbilo que este encuentro causó en la gente de su escuadrilla: alentados todos, le instaban porque volviera sobre las huellas del Hereje; pero él se resistió a ello, no tan solo por las grandes dificultades que ofrecía su persecución después de tantos días de alejamiento, cuanto porque Sarmiento estaba convencido de que Drake buscaba ya la embocadura del Estrecho para salir al Atlántico. Su plan era, pues, esperarlo en ese paso preciso y anonadarlo de un modo infalible obteniendo el rescate de todo el botín que el Pirata hubiera hecho en las costas y mares del Perú.

Con esta idea, Sarmiento ardía por llegar al Callao y obtener el beneplácito del virrey para ejecutar su gran plan.

  —190→  

Este general de la marina española era un hombre de muy amable compañía y de genio muy festivo.

Desde que su ánimo perdió las preocupaciones amargas en que lo tuvo la falta de víveres, empezó a obsequiar con esmero a sus huéspedes y compañeros: todos los días los reunía en su mesa; y allí eran Drake y sus herejes los que hacían, por supuesto, el gasto de la conversación. Don Felipe, que, como sabemos, era taciturno, casi nunca seguía la tertulia de la sobremesa; y mientras él no se levantaba don Antonio conservaba una actitud modesta y humilde.

Mas cuando el viejo le quitaba el estorbo de su presencia, el mozo cobraba bríos y emprendía ardorosas narraciones de su cautiverio, pintando individualmente a cada uno de los personajes de la escuadra de Drake.

-Miren ustedes: decía un día don Antonio después que don Felipe había dejado la mesa; yo puedo hablar de todo esto con propiedad y con franqueza porque no tengo cola de paja como otros. En mi vida he visto monstruos de la laya: unos a otros se asaltan y se amenazan como una verdadera banda de salteadores. Cuando se reparten el botín se atropellan, se muerden, se puñalean por las mejores partes. El jefe es un demonio   —191→   encarnado, y roba a sus compañeros con el mayor descaro: eso sí, que cuando alguno corcovea lo cuelga al instante del pescuezo entre las vergas como lo hizo con el Teniente Daute31.

-¿Qué sucedió con ese Daute? -le preguntaron algunos de los circunstantes.

-¡Una cosa horrible, atroz! -respondió don Antonio-; y cuidado que lo sé por uno de ellos mismos: es verdad que el que me lo contó aunque es hereje, daría un ojo por ver a Drake conversando con las roldanas de su buque: porque este malvado es tan feroz que todos a bordo tiemblan de solo oírle la voz, y andan allí como mujeres a quienes hubieran puesto por castigo bajo del gobierno de un demente. ¡Pues bien! este facineroso tiene por favorito a32 un bandolero peor que él: es un tal Henderson; fíjense ustedes bien en el nombre; un tal Henderson; un mozalbete que manda la Isabel, rubio como Judas, porque como ustedes saben el misal dice: rubicundum erat Judas. Este mozalbete que no deja jamás el puñal, y que es bárbaro como un tigre, es hijo bastardo del famoso Leicester que como ustedes saben es el...

Don Antonio se interrumpió al ver a don Felipe que bajándose   —192→   de la cubierta entraba en la cámara y tomaba allí un asiento retirado.

Los demás, que no comprendían bien los motivos que influían en la interrupción del narrador, le dijeron:

-¡Vamos! ¡continúe usted!

Don Antonio trató de excusarse con palabras evasivas; pero vivamente instado, dijo:

-Según me han dicho los herejes, este Leicester lo puede todo con la que ellas llaman su reina. Devorado por las alarmas que le había empezado a inspirar su rival el conde de Essex, hizo una tentativa para envenenarlo. Daute que era íntimo amigo de este, supo el crimen y habló del asunto con indignación; por lo cual se entendió Leicester con Drake y lograron seducir a Daute con las esperanzas de las riquezas que les prometía este crucero, dándole el mando de la Isabel. Cuando estuvieron lejos en el mar, vino un día Drake a la Isabel, y puso de capitán a su cómplice Henderson rebajando de piloto a Daute; a los tres días lo prendió Henderson a pretexto de complot; y entre los dos cómplices le formaron causa y lo ahorcaron. Vais a ver aquí lo que son estos bandidos; porque os voy a referir un rasgo característico de la vida que llevan mezclando a todos sus nefandos crímenes   —193→   el de la impiedad y sacrilegio. Cuando Drake vio ahorcado a Daute se paró sobre la meseta de la cámara y dirigió un sermón a su gente invistiéndose y ungiéndose a sí mismo de ministro del Altísimo. Lloró sobre el cadáver de su víctima y peroró más de una hora invocando a cada paso el nombre de Dios y el de nuestro señor Jesucristo, como si él fuese cristiano y no se le estuviese viendo allí mismo el rabo con que Dios ha estigmatizado a todos estos creyentes y secuaces del diablo... Pero volviendo a ese Henderson os diré que es el bandido más insolente que ustedes pueden figurarse. Él mismo, por su propia mano, cortó una oreja y un brazo, la lengua y una pierna del cadáver de Daute, y clavó estos asquerosos despojos por la borda de su buque para escarmiento de las gentes. El mismo Drake respeta y adula las feroces propensiones de este mozo; y yo mismo, yo mismo, señores, he presenciado una cosa de que no puedo acordarme sin que las lágrimas de la indignación llenen mis ojos, dijo don Antonio poniendo trémula la voz, y cubriéndose la vista con las manos: he visto a ese cachorro de ferinas razas... ¡Ah! ¡señores! ¡ah! ¡señores!... ¡qué momento aquel!... ¡lo he visto levantar su bárbaro puñal para atravesar el pecho del señor don Felipe, de   —194→   este respetable anciano que tenéis delante, y que hubo de sucumbir a la vista de su mujer y de su hija por salvar los preciosos documentos del tesoro que le habían sido encargados! Les juro a ustedes que...

-Usted está equivocado, Romea, le dijo don Felipe interrumpiéndole: ese mozo de quien usted habla no me amenazó con puñal ninguno en la ocasión esa que usted refiere...

-¡Sí, señor: con una daga!... yo admiro la virtud cristiana con que usted, mi digno señor, no solo perdona sino que atenúa el crimen. Pero yo estoy resuelto a promulgar en todo el ámbito de la tierra el nombre de Henderson como el prototipo del diablo, de la ferocidad y de la herejía; para que en el orbe romano, o español que es lo mismo, le quede votado un odio eterno y universal, y reciba algún día en una hoguera el castigo de sus crímenes. ¿Qué español me negará el juramento de este voto? -dijo don Antonio tomando una copa llena de jerez, y dirigiéndose a sus oyentes con un ardor extraordinario.

-¡¡¡Ninguno!!! -le respondieron todos alzando también sus copas.

-Juremos, amigos, por la cruz de estas espadas, odio   —195→   eterno al malvado Henderson, cómplice principal de los crímenes de Drake.

-¡Odio a Henderson! -dijeron todos y bebieron sendos tragos de buen vino de Jerez.

-¡Juremos vengar en él hasta la saciedad, la insolencia y la ferocidad con que ha tratado a uno de los próceres del virreinato!

-¡Juremos! -repitieron volviendo a beber.

Don Felipe estaba profundamente sorprendido de aquel brío y de aquella independencia que don Antonio había desplegado por primera vez en su presencia.

La bulla de los brindis y los juramentos le había impedido hablar, pero aprovechándose del primer momento de sosiego, dijo:

-Todo eso, Romea, no le autoriza a usted para falsificar los hechos: yo no he sido amenazado con puñal, se lo repito a usted: usted ha visto mal, y quizá ha sido causa de eso el terror del momento.

-Es el terror del momento lo que ha impedido conocer a usted, señor, el riesgo a que estuvo usted expuesto por salvar los preciosos documentos de que era depositario. Verdad es que con eso ha hecho usted un servicio eminente al Rey nuestro Señor...

  —196→  

-¿Se salvaron los documentos? -preguntaron Sarmiento y los demás.

-¡Toma si se salvaron! -respondió don Antonio. Se salvaron por la estoica virtud de este anciano, imperturbable33 bajo la daga del asesino, virtuoso allí por el valor, como virtuoso lo veis ahora para perdonar y atenuar los crímenes de que fue víctima. Ni el puñal de Henderson, ni las mil seducciones que puso en juego Drake fueron bastantes para arrancarle ese sagrado depósito que tanto interesaba al tesoro del Rey conservar en secreto. Después de la amenaza inútil, vino, señores, la seducción... ¡nada! ¡el depósito se salvó como lo sabréis cuando lleguemos a tierra!

Don Felipe estaba trémulo de rabia al ver la impavidez con que don Antonio estaba sosteniendo la conversación sobre un tema tan vidrioso para él; pues es sabido que él había entregado al fin a Drake todos sus libros y documentos. Todos ellos le eran inútiles por cierto, después del asalto y del saqueo del San Juan, pero como los que oían a don Antonio, concebían necesariamente ideas muy distintas de esos papeles y de su triunfo en salvarlos era inminente el riesgo en que le ponía de que en vez de salvador de ellos, fuese a resultar negociador de la parte   —197→   de su fortuna que había estado comprometida, con las demás circunstancias de sus conexiones con Drake durante su cautiverio.

Él, empero, no sabía como descifrar las impertinencias de don Antonio: no podía suponer que sus asertos fueran hijos del malicioso plan de perderlo comprometiéndolo en una posición insostenible, y lo atribuía a la ignorancia y al bajo deseo de adularlo, que don Antonio le había manifestado siempre, en conformidad con la costumbre de todos los que en aquel siglo venerable aspiraban a ser yernos de algún viejo rico y concienzudo. Esta creencia, sin embargo no disminuía la impaciencia que los asertos de don Antonio sublevaban en su ánimo; y lo que más le preocupaba era que su dependiente se diera por tan instruido de las seducciones de que él había sido blanco. Mas, como no era posible hacer callar a don Antonio delante de oficiales y de gentes que le escuchaban con anhelo y avidez cuanto era relativo a Drake y a sus secuaces, y como el narrador había sabido interesar el patriotismo de sus oyentes, y no cesaba de ensalzarse a él mismo, don Felipe comprendió que lo mejor era dejarlo; por lo cual se levantó y fue a pasearse de nuevo sobre la cubierta de la nave.

  —198→  

Don Antonio continuó hablando del tiempo de su cautiverio en el buque de Henderson, materialmente como si lo hubiese pasado en el infierno.

-Es cosa admirable, señores; decía a los circunstantes, volviendo a tomar el tono caloroso, con que hablaba antes de que hubiese aparecido allí don Felipe: ¡es cosa admirable lo que sucede con estos herejes! Para mí no hay la menor duda de que hereje y brujo son cosas que se dan la mano. Ese Henderson, señores, es en su figura natural el ente más horrible que pueda imaginarse; pero tiene la virtud de mostrarse con mil y un rostro si se le antoja. De día cuando tiene a quien seducir, por ejemplo, y bastante ha hecho por seducir a la linda hija del señor don Felipe (dijo bajando la voz) de día, digo, suele aparecer como un joven precioso; pero entonces, es preciso repararle los ojos, se descubre en ellos un reflejo infernal, una luz interna como la del gato y el tigre; y los pies, aunque calzados con esmero, revelan por la agudez misma de sus formas que no son pies de gente, sino las corvas uñas del Diablo disimuladas con la posible perfección. De noche jamás duerme: porque es la hora en que evoca los espíritus infernales de quienes depende; él tiene que consagrar toda la noche   —199→   al servicio del Diablo... Yo hablo a ustedes, señores, de lo que he visto con estos mismos ojos; y ahora mismo, al recordarlo, me encrispo todo, ¡todo de horror! Cuando la gente se ha recogido, y las tinieblas de la noche toman todo el solemne prestigio que les da el silencio universal, se oyen los pasos del hereje retumbando sobre el buque con una cadencia indefinida y lúgubre: cualquiera diría al oírlos, que son golpes o martillazos dados por un brujo o por una ánima en pena sobre el ataúd de un condenado... Un poco después, el renegado empieza a rugir allí solo sobre su buque; y como si le acometieran las convulsiones que el réprobo debe tener cuando columbra el infierno desde su lecho de muerte, se pega con ferocidad sobre la frente, levanta las manos al aire como si invocara las tinieblas, se tuerce los brazos, oculta su cara entre las manos, y va como un loco a dejarse caer al fin sobre algún banco, donde se queda desfallecido y con su vago mirar fijo en las tablas del piso. Sus ojos empiezan a enrojecerse entonces hasta que se ponen como dos brasas de fuego en la oscuridad: silbos y aleteos extraños y horrorosos empiezan a oírse por las vergas del buque, y el endiablado se pone a temblar de pies a cabeza como si tiritase de frío: mientras   —200→   tanto el ruido del aire se aumenta y se acerca, como si fuese el de una bandada de pajarracos que se batiese sobre los palos luchando ferozmente unos con otros... ¡Ah!... ¡qué espectáculo tan horrible, señores! ¡vosotros que sois fieles católicos, comprenderéis mis amarguras al frente de semejante escena!... ¡Noche horrible aquella cuyo recuerdo jamás saldrá de mi alma!... Hacía ya muchos minutos que yo no dormía aterrado por este ruido infernal que bajaba hasta el vil camarote en que esos perros me habían echado; creía al principio que aquello era alguna borrasca que se había desatado sobre el mar.

-Y no era otra cosa, señor Romea, le dijo con viveza el general Sarmiento que lo había escuchado con un grande interés, hasta entonces.

-¿No era otra cosa? ¡Señor General!...

-¡Por cierto!... si no era una tormenta, fue alguna pesadilla que usted tuvo; dijo el General tomando un trago de vino en su copa.

Don Antonio le fijó la vista y dijo meneando la cabeza: -¡Dice bien el Reverendo padre Andrés! es una fatalidad; pero ello es cierto que la sabiduría es madre de la incredulidad: V. E., señor General, ha nacido católico   —201→   como nosotros, y no cree en el Diablo ni en los endemoniados porque no cree sino en lo que alcanza su razón!... Vanitas vanitatum! como se lee en el misal... Yo no me atrevo, señores, a explicar ni a querer comprender los misterios del infierno: ¡cuento lo que he visto con estos mismos ojos!

-¡Seguid! ¡seguid! -le dijeron los demás; y el General pareció duplicar su atención para escucharle.

-¡Pues bien!... creyendo yo que se hubiera desencadenado alguna borrasca bajé muy quedo de mi cama, y atravesé por entre las hamacas de los herejes que roncaban como bestias feroces; subí una escalerilla que daba a un agujero de la cubierta, y me quedé espantado al ver lo que os he referido: Henderson temblaba como un azogado; sus ojos eran dos brasas que humeaban.

-¡Estaría fumando en su pipa! -le dijo el General interrumpiéndole de nuevo.

Don Antonio fingió que no oía, y continuó diciendo: -Un relámpago azufrado bañó el buque en este momento, y pude ver que un enorme búho se había desprendido de entre el enjambre que coronaba los palos y se cernía sobre la cabeza del hereje bañándolo con una lluvia inmunda: el hereje se fue poco a poco empinando; sus   —202→   piernas se convirtieron en patas de chivato, y sus brazos tomaron la forma de los del mono: sus cabellos fueron enderezándose gradualmente hasta que se pusieron verticales como si fuesen de hierro, y separándose a uno y otro lado de las sienes en dos porciones, se retorcieron y tomaron la consistencia del cuerno; y una horrible cola empezó a desenvolverse por un lado y otro lado dando sendos chicotazos sobre las tablas de la cubierta. Una vez que estuvo trasformado así, empezó a dar brincos hasta las vergas; las velas todas se desataron, y todas aquellas horribles figuras de búhos y de lechuzas, de lagartos y de murciélagos, de langostas y de vampiros, empezaron a marinear la goleta como si fuesen su tripulación ordinaria, al zumbar de los volidos y de los silbos...34

Don Antonio tenía estupefactos a todos sus oyentes.   —203→   Muchos de ellos que habían empezado a oírle con grande incredulidad habían ido entregándose gradualmente al prestigio sobrenatural de los sucesos que narraba, y lo escuchaban con sumo interés.

-Pero ¡ah, señores! -continuó diciendo con una voz hueca y gutural-: ¡me faltaba ver lo peor todavía!... cuando cesaron aquellos brincos que parecían la fiesta preparatoria del sabático concilio, el horrible Henderson se sentó en el suelo en medio de una rueda de aquellos espíritus feroces; y un silencio sepulcral reinó en ellos: se levantaron entonces dos enormes langostas, y parándose sobre sus patas prendieron sus dientes a las orejas de Henderson, que se puso a rechinar como un cochino maniatado, mientras que ellos le gritaban: -«¿perdiste ya el alma de la muchacha? ¿Desempeñastes bien la comisión de nuestro Padre? ¿La habéis endemoniado?   —204→   -¡No todavía!» le respondía él; y cuando la ronda oyó aquella respuesta, se alzó furiosa y cayó a golpes y picotazos sobre el réprobo que estaba exánime y tendido sobre la cubierta. ¡Levántate miserable! le dijo el más grande de los búhos, ¡y ven a darme cuenta de los dones con que te adorné!... ¿Para qué te di esos ojos de topacio con que brillas delante de las mujeres? -Para perderlas, ¡amo mío! -¿Para qué te di esas sortijas de cabellos rubios y lustrosos como la seda joyante? -Para perderlas ¡padre mío! -¿Para qué te di en fin ese rostro y esas formas que yo llevaba cuando era el ángel de la luz? -Para perderlas ¡Rey mío! -¡Ven, imbécil, a darme cuenta de lo que has hecho! -¡Nada, señor! ¡nada, señor!» decía el réprobo revolcándose, mientras que toda la ronda saltaba, brincaba y corría sobre él. Un silbo agudo atravesó el bullicio, y todos los demonios se quedaron clavados como si fuesen de piedra. Vi entonces que el que había silbado era el búho a quien Henderson había llamado su padre y que parado en una verga aleteaba con un ruido espantable: todos los otros pajarracos volaron de la cubierta al verlo, y asentaron a su alredor por las cuerdas y las otras vergas.

  —205→  

-¡Quiero ser aún más benigno contigo, hijo indigno de mi grande Majestad! -le dijo el búho a Henderson, que conservaba todavía su figura de chivato-: te voy a prorrogar el plazo: ¡pero mira que es la última prórroga que te doy, y que concluida ella te arrastro de nuevo a los abismos de donde te he sacado! El horrible chivato se puso a temblar -¿Cuántos días quieres para hacer de ella la Novia del Hereje? -le preguntó el búho. -¡Tres! -¡Y son los últimos! -le dijo el búho al mismo tiempo que una luz repentina cayó sobre el chivato, y que una llama vaporosa como la del aguardiente, se apoderó de todo su cuerpo. Cuando yo miraba todo aquello con el terror que debe sentir el alma del condenado las puertas del infierno, recibí, no sé de quien, una fuerte patada en la frente que me hizo rodar sin sentido hasta el fondo del barco.

El general Sarmiento no quitaba sus ojos investigadores de la cara de don Antonio: parecía que lo quisiese fascinar; y de cuando en cuando hacía un gesto casi imperceptible de menosprecio.

-¡Pero bien! -le dijeron algunos de los oyentes a don Antonio-: ¿cuál era el alma a quien el hereje debía perder?

  —206→  

Al mismo tiempo que don Antonio les respondía:

-¡Ah, señores! eso no lo sé yo, el general decía señalando a don Antonio con un tinte ligero de ironía -¡La suya, señores! ¡la suya! ¿cuál otra? -y se reía con burla.

-V. E., señor General, le respondió don Antonio, se burlará de mí cuanto quiera; ¡pero lo que yo he referido es la verdad por desgracia mía!

-¡Y de otros! -le respondió Sarmiento empinando el último trago de vino que había en su copa, y levantándose para salirse. Uno de los marinos que quedaba sentado tomó entonces la palabra y dijo:

-Pero usted, señor Romea, no nos ha dicho como acabó su aventura.

-Ya se los he dicho a ustedes: fui rodando sin sentidos hasta el fondo del buque: y nada más.

-¿Y después?

-Después permanecí así hasta el otro día: cuando volví en mí tenía la cabeza dolorida y embargada...

El general Sarmiento, al ver que don Antonio iba a continuar su historia, se paró en el primer escalón de la salida y se quedó escuchando.

-¡Muy dolorida! -repitió don Antonio sin ver que Sarmiento lo escuchaba-: traté de salir a fuera: era un   —207→   poco después de la aurora y apenas saqué la cabeza me quedé frío: el señor Henderson con toda su máscara de belleza estaba sobre cubierta; pero yo que lo había visto al natural en la noche antes descubría en sus ojos y en su semblante los diabólicos rasgos del chivato: estaba parado delante de... doña María: (agregó el hipócrita bajando mucho la voz), y ella con la candorosa inocencia que Dios le ha dado, parecía gozar de las urbanas palabras y corteses ademanes con que el demonio la seducía. Arrebatado por el interés que me inspira la hija de mi protector, del que es todo para mí aun antes de mi padre, quise lanzarme a revelarle su peligro; pero se volvió el hereje al mismo tiempo, me clavó sus ojos, que eran ya tales como en la noche anterior, y herido de nuevo, no sé por quien, volví a rodar hasta el fondo del buque.

-Luego, la Novia del Hereje, de quien había hablado el búho, ¿era ella?... -dijeron algunos.

-Al menos, parece que a ella se referían en esa feroz evocación; pero por fortuna llegó a salvarnos el ínclito Sarmiento antes de que el sacrificio estuviese consumado y abundan en la tierra del Perú los Santos varones que borrarán la pestífera huella que hayan podido dejar   —208→   en nosotros los espíritus del infierno. Yo mismo, señores os juro que contaré con la salvación de mi alma hasta que una severa penitencia no me haya restablecido al camino del cielo por la comunión con el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo contenido en la hostia que el Sacerdote consagra en el altar.

El general meneó la cabeza, comprimió los labios, y subió a la cubierta.

Halló en ella a don Felipe, que se paseaba taciturno; y acercándosele, le dijo con soltura:

-¿Usted conoce bien, señor Pérez, a ese mozo que sigue a usted como dependiente?

-Mucho, señor General... será el marido de mi hija.

-¿De su hija de usted? -le preguntó Sarmiento con asombro.

-Sí, señor: de mi hija.

-Pues, señor: ahora comprendo menos su conducta; yo le iba a decir a usted que me había parecido un tonto o un pícaro: dos entidades muy peligrosas para tenerlas cerca... Pero si usted lo ha destinado para marido de su bella hija, debo haberme engañado, ¡señor Pérez! -agregó el General, y se alejó fumando con delicia en su larga pipa de ámbar, una gruesa carga de tabaco turco.



  —209→  

ArribaAbajoCapítulo XII

El padre, el novio y la criada.


Las palabras francas del General Sarmiento no dejaron de producir una viva sensación en el ánimo del anciano, no obstante la aparente frialdad con que él la disimuló.

Aquel presentimiento espontáneo con que el corazón del hombre sagaz sabe señalar a un ingrato o a un enemigo aun antes que la razón pueda fundarse en el menor indicio, había comenzado a inquietar el alma de don Felipe. Él sentía, sin poder decir como ni por qué, que un secreto recíproco vagaba entre los dos ánimos, trayendo aquella situación desabrida que sirve de germen a las grandes enemistades; y no obstante el esfuerzo del juicio con que rechazaba esta cavilosidad de su suspicacia,   —210→   era singular la porfía con que ella volvía a inquietar su mente. Llevaba su generosidad el viejo hasta suponerse a sí mismo como la única causa de este estado; él pensaba, que como el arreglo que había hecho con Drake para reembolsarse de sus fondos, lo reducía a una posición falsa y alarmante, nacía de ella, y no de su parásito, la desconfianza y el desabrimiento que él se imaginaba.

Las palabras que el General Sarmiento le había arrojado como de paso, le hirieron en lo vivo de su sensibilidad; pues fueron una especie de sanción extraña dada a sus dudas. Él lo disimuló sin embargo, por aquella firmeza innata propia de una alma bien puesta, que repugna la confidencia de los primeros temores del corazón, como un acto de debilidad o de imprudencia.

-Es preciso sondear con mucho tino este misterio: se repetía el viejo sagaz mientras que continuaba paseándose sobre la cubierta.

Los oyentes de don Antonio se habían ido dispersando poco a poco y saliéndose al aire, como es costumbre entre los navegantes después de comer. Don Antonio salió al fin como los demás; y tan luego como don Felipe le vio, lo llamó a sí.

  —211→  

-Me parece, Romea, le dijo, que no tardaremos mucho tiempo en llegar al Callao.

-Precisamente hoy mismo he hablado de eso con el piloto del buque; y su opinión es que mañana a más tardar echaremos la ancla en el puerto; y usted, mi venerado señor, tendrá el gusto de ver terminadas las crueles vicisitudes de este malhadado viaje.

-Hombre: ¡quién sabe!... ¡Bien venido seas mal si vienes solo! decía Epitecto, el más práctico de los moralistas antiguos. Ya usted ve que volvemos diciendo ¡hemos sido robados! a los que nos habían encomendado la guarda de sus caudales: y por más notoria que sea nuestra inculpabilidad, el despecho y la desesperación de los arruinados ha de buscar sobre quien caer con razón o sin razón.

-Algo he cavilado sobre eso mismo, mi buen señor... no por mí que soy un pigmeo sin méritos y sin responsabilidades; sino por usted, señor, que cuando me acuerdo de esos malvados salteadores, la indignación más profunda y la rabia y la furia se apoderan de mi alma y me hacen hablar como un demente... Yo que he conocido a usted, señor, dueño de una modesta fortuna, saber como sé que le ha sido robada, que está usted arruinado,   —212→   y que toda la desgracia de este viaje va a pesar sobre usted...

-¡Tanto como eso, no, Romea! ¿Por ventura tengo yo la culpa de lo acaecido?... A nuestra salida nadie sospechaba siquiera que hubiera piratas de este lado del mar. En eso no tiene usted razón.

-Yo lo decía, señor, porque como usted se opuso tanto a que el situado bajase por el Río de la Plata, como querían algunos interesados...

Don Felipe no pudo menos de dirigir una aguda mirada sobre su presunto yerno, como si hubiera querido penetrar con ella en el fondo de su alma, para saber si esas palabras importaban la insinuación insidiosa de un antecedente acusador.

-¡Es singular! -respondió-: me había olvidado de esa circunstancia que usted me recuerda: y que fue apenas una ligera discusión. Yo me opuse a esa innovación, ¡es cierto! y me opuse porque esa es una corruptela de las leyes del Virreinato que hace tiempo empieza a ocupar las cabezas de algunos especuladores sin probidad, para quienes el lucro legítimo o ilegítimo es la razón suprema de todas las cosas. Me opuse: ¡sí, señor!... porque usted sabe muy bien que al Río de la Plata   —213→   no va flota alguna de Cádiz. ¿A qué iba allí, pues, ese situado?

-¡Quién sabe, señor!... ¿qué sé yo de estas graves cosas de gobierno?

-¡Pues yo las sé y se las diré a usted!... iba a invertirse en alguna de las especulaciones fraudulentas que se empiezan a realizar con el extranjero en aquellas costas; y que si el Gobierno no ataja vigorosamente serán la causa de la demolición de nuestras leyes.

-Señor: lo que usted dice es para mí, por solo ser dicho por usted, la verdad digna de fe: yo tengo y tendré siempre sus mismas opiniones, mi señor: así es que no he pretendido negar ni remotamente las sabias razones que fundan la opinión de usted... Si he mencionado ese recuerdo, ha sido porque como los que querían eso, decían que era solo por una excepción motivada en el temor de los piratas...

-¡Qué excepción, ni qué excepción, señor!... Las excepciones, los pretextos con que se incurre en ellas son el principio de muerte de las Leyes antiguas y sólidas de los Reinos... Todo eso no era más que un pretexto para una grande especulación de tejidos de algodón. Usted sabe muy bien que todo lo que se temía respecto de piratas   —214→   era que alguna banda como la que el año pasado atravesó a pie el Istmo, hubiese construido y amarrado de este lado algún otro lanchón como aquel; y para eso salimos en el San Juan, que era más que suficiente para conjurar ese peligro. Pero ¿quién soñó en encontrar buques de alta mar? ¿quién habló de una escuadra? ¿quién imaginó siquiera que hubiese sucedido lo que pareció siempre un imposible?

-Magallanes ya lo había hecho...

-Pero había sido para todos un milagro cuya repetición nadie había tentado. Y Magallanes lo había hecho, porque, siendo súbdito de nuestro Rey y señor, nada tenía que temer después de vencidos los riesgos del camino... ¡Otra cosa era venir como enemigo a emboscarse en un mar de esta naturaleza como ese audaz hereje lo ha hecho! Esto nadie lo pudo, hasta ahora, imaginar... A propósito de esto: dígame usted, señor, Romea, ¿cómo ha podido usted saber lo que aseguraba de sobremesa acerca de las seducciones que Drake había practicado conmigo para sonsacarme los papeles y documentos del situado?

-¿Habré tenido la desgracia de enfadar a usted con esto?... Me arrepentiría, señor, toda mi vida.

  —215→  

-¡No, señor! no es eso... pero como es una cosa a la que yo mismo estoy ajeno, quisiera al menos poder desengañar a usted y no ser objeto de alabanzas infundadas e injustas.

-¡Oh! señor: ¡eso es otra cosa! la conducta de usted es digna de toda alabanza. ¡Esa firmeza! ¡Señor! para arrostrar la saña de los bandidos, y para vencerlos a fuerza de superioridad: ¡es cosa que yo jamás creí ver, mi querido señor!

-¡No nos extraviemos, señor Romea! tenga usted la bondad de decirme como ha podido usted saber que he sido objeto de seducciones, y no extrañe usted mi curiosidad, pues que habiendo ido yo en un buque y usted en otro, me confunde que usted se crea tan bien informado a mi respecto.

-¡Ah! ¡no señor! usted está trascordado:... ¿no recuerda usted que fue delante de mí?

-¿Delante de usted?

Delante de mí fue que el salteador Drake le ofreció a usted documentos de tal naturaleza que le facilitasen a usted la cobranza de su dinero sobre las arcas del Rey... ¿No se acuerda usted, señor?

-¿Sabe usted, que lo había olvidado?... -dijo don   —216→   Felipe poniéndose pálido de cólera, pero disimulándolo admirablemente con la suavidad de la voz.

-Pues bien: fue por eso que usted siguió al Hereje, mi buen señor, y que volvió después a sacar todos los libros y los papeles del situado.

-Pues si usted me ha hecho la ofensa, Romea, de creerme capaz de usar de semejantes documentos para buscar la indemnización de mis pérdidas, me da usted el derecho de suponer que al recordar usted todo eso con tanta fijeza es porque no desdeñaría usted, si yo se lo ofreciese, el carácter de socio mío en esa gestión.

-Yo no puedo decir a usted otra cosa, mi buen señor, sino que mi veneración y amor por la persona de usted, es ilimitada. Usted, señor, me ha prometido la mano de su hija, y como usted no ignora que apenas empiezo mi carrera (aunque bien sostenido y con un seguro porvenir), yo he creído siempre que al darme usted esa situación en su familia pensaba usted hacerlo de modo que quedase decentemente asegurada la independencia de la mía.

-Si eso importa una exigencia, Romea, quedo enterado de ella; pero, ahora, dígame usted, francamente, la queja que usted tenga de mí, o de alguno de los míos.

  —217→  

-¡Oh! ¡Señor! no tengo ninguna.

-¿Le ha ofendido a usted mi hija?

-Usted, mi buen señor, me ha prometido que será mi mujer; y no obstante los inconvenientes que preveo, en ello cifro mi porvenir.

-¿Qué inconvenientes son esos, Romea, de que me habla usted ahora por la primera vez?

-El que más me preocupaba es como se lo acabo de indicar a usted, que soy un empleado pobre todavía.

-Pero está usted ya en carrera; y tiene usted favor, como usted mismo me lo decía.

-Es verdad, señor, pero antes de diez años es difícil que llegue a tener lo bastante para ser independiente; ¡y diez años de pupilaje!... ya lo ve usted, mi señor: es una perspectiva...

-¿De cuál pupilaje habla usted, Romea?

-De aquel en que necesariamente cae un hombre pobre y humilde, como yo, dijo don Antonio haciéndose el inocente, cuando entra en una casa rica como marido de la hija única de ella.

-Usted conoce demasiado bien mi casa y a mi hija, para que me sea permitido tener por sincera semejante observación. Usted sabe que mi hija es modesta y humilde   —218→   por educación, y que jamás le hemos permitido lujo ni distracciones: es una criatura obediente, sumisa, y que no es capaz de exigir a usted, cosa ninguna sino un rincón en el hogar. Usted sabe bien que para eso la he educado.

-Es verdad, señor, que en eso ha cifrado usted su esmero. Pero usted sabe que la corrupción moderna es grande, y que las niñas no siempre son para los demás lo que aparentan ser para sus padres... y un marido, señor... es bueno que cuente para todo caso con independencia de posición.

-¡Bien, Romea! -dijo don Felipe disimulando siempre su profunda indignación. Me voy a recoger... ¡pase usted buenas noches!

-Así las pase usted, ¡mi señor! -le respondió Romea inclinándose con humildad. Mientras que el anciano bajaba a su camarote no podía menos que decirse a sí mismo -«Preciso es que haya aquí algún misterio. O este mozo me cree arruinado por el salteo que he sufrido, o tiene en su poder parte de mis secretos... ¡Quiera Dios que sea lo primero!... Pero no hay duda, es un intrigante que forja algún plan de ingratitud: ¡¡¡yo le tenía por humilde y bondadoso!!!... ¡Prudencia y calma!...   —219→   El Padre Andrés me ha precipitado... Este mozo no es lo que él me ha dicho, y yo he sido muy imprudente en haberlo aceptado por yerno antes de tomarme tiempo para conocerlo bien.»

Y al pensarlo, el sagaz anciano echaba sobre su semblante la capa impenetrable de austeridad que le era habitual. Bajó a la cámara y tomando a solas a su mujer le preguntó sin preámbulos:

-¿Qué desagrado ha ocurrido entre Romea y ustedes durante el tiempo de nuestro cautiverio?

-¡Ninguno! -le respondió Doña Mencía sorprendida de semejante pregunta-; ¿y por qué me lo preguntas? -agregó.

-Cuando yo pregunto algo, dijo don Felipe, es porque quiero saber, y no porque quiera contestar. ¿Sabes tú si han tenido algún desagrado con la María?

-Te puedo asegurar que ninguno. Ni se han hablado siquiera; pues bien sabes que nuestra hija no habla jamás con hombres.

-Sin embargo, algo ha sucedido... Llámame a Juana y déjame solo con ella.

Juana vino en efecto: y haciéndola entrar don Felipe a su cuartejo, le preguntó de un modo imperioso y breve:

  —220→  

-¿Qué disgusto ha tenido don Antonio con la María?

-Ninguno, señor, dijo Juana, pero se puso tan pálida y tan turbada con este ataque repentino, que, dominada por la mirada fija y penetrante que don Felipe le clavaba empezó a temblar.

-¡Bribona! -le dijo este con un enfado reprimido- ¿te has figurado que tú puedes engañarme?

-¡Señor!... ¡por Dios!... le juro a su merced... -dijo Juana juntando las manos.

-¡Silencio, demonio! ¡Baja la voz te digo! -le dijo don Felipe poniéndole la palma de la mano sobre la boca-: o te hago azotar sobre cubierta, perra alc...

Juana se hincó de rodillas y sofocando sus sollozos, le decía: ¡no, mi amo, por Dios!

-¡Nada! dime ¿qué le ha hecho la María a don Antonio? -repitió el viejo con voz sofocada y alzando el dedo con un terrible aire de amenaza.

La muchacha se arrojó a sus pies; pero el anciano la alejó de un puntapié.

-¡Te digo que hables, perra mula, si no quieres tener que arrepentirte!

-Sí, amo mío, ¡por Dios! ya voy a decírselo todo a su   —221→   merced;... pero créame, señor, que estoy inocente lo mismo que la niña...

-Habla despacio, ¡anabolena! -volvió a decir el viejo, tapándole la boca a la muchacha-, ¡o te deshago!...

-Sí, señor... voy a hablar despacio; decía ella temblando y recogiendo toda la voz: muy despacio, señor... vea su merced... Un día subió la niña al aire a... no me acuerdo a qué... don Antonio se le acercó, y la niña quería volverse a bajar... y don Antonio la agarró del brazo, y la hacía estar con él por fuerza...

Don Felipe apretó los dientes y los puños, y dio una vuelta rápida por el cuartejo: y como si no tuviera por donde salir volvió a pararse delante de Juana.

-¡Sigue! -le dijo con una voz impregnada de rabia comprimida.

-¡Perdón, señor!... yo no estaba, pero la niña me lo ha contado...

-¡Sigue, te digo!

-Sí, señor: voy a seguir:... la niña se quería bajar... créamelo su merced... pero don Antonio no la dejaba, y al fin... perdón, señor... le dio un beso y...

Don Felipe se dirigió con furia hacia atrás, rasgó con sus manos el cortinado de la cama.

  —222→  

-La niña se puso furiosa, señor, y le dijo que solo por fuerza la harían casar con él... y así se lo dice siempre, mi querido amo, haciéndolo muchos desprecios... ¡Esto es lo que yo sé, señor!... no sé nada más... ¡se lo juro a su merced!

Don Felipe se había dominado ya, y volviéndose a la muchacha le dijo: ¡Mientes!... ¡tú sabes algo más!

-Nada más, mi amo, se lo juro a su merced, decía Juana bañada en lágrimas... nada más sino que don Antonio, por venganza le acumula una mentira, señor, a la pobre niña. Pero, señor ¡por Dios! ¡créame su merced que es una mentira infame!

-¿Cuál es esa mentira? -dijo el viejo con imperio.

-Que la niña... ¡Ah, señor!... ¡es una mentira infame!

-¡Dila pronto! ¡demonio! que te rompo los dientes si me precipitas.

-Sí, señor... ya se la voy decir a su merced... es que la niña ha tenido amores con el oficial inglés que nos tenía prisioneras... ¡Pero señor! -don Felipe se agarró la frente con las dos manos y se quedó inmóvil por un rato. Alzando después la cabeza.

-¡Vete! -le dijo a Juana-; ¡cuidado con que hables una   —223→   palabra de todo esto, ni contigo misma, porque si lo haces, te hago quemar en medio de una plaza!

Juana salió temblando y bañada en lágrimas.

Ella sabía que había dado un paso decisivo: o había puesto del lado de su señorita la buena causa, o había arrojado la primera chispa de un incendio cuya voracidad no podía graduar en aquel momento.



  —224→  

ArribaAbajoCapítulo XIII

¡Italiam!... ¡Italiam!...


D. Felipe Pérez y Gonzalvo era un hombre prudente: la falta de lealtad y de delicadeza que ya él había columbrado en el carácter de Romea, el cinismo con que este parecía resuelto a explotar su posición, las fatídicas palabras del General Sarmiento, y sus propios presentimientos, le hacían sospechar alguna inicua intriga contra su quietud doméstica o sus bienes. Tenía seriamente comprometida su palabra en el casamiento de Romea con su hija, y era hombre de sacrificar no solo una hija sino veinte al desempeño de una obligación como esta, que en aquellos tiempos era altamente sagrada. El arreglo con que Drake le había favorecido, lo tenía también cada día más inquieto: o renunciaba a él, resignándose a perder   —225→   tan gran parte de su fortuna como la que estaba comprometida en el apresamiento del San Juan, o persistía en dar los pasos convenidos para reembolsarse arrastrando los terribles peligros con que una intriga de este género podía envolver su suerte. La impavidez con que don Antonio le había dejado presumir que se hallaba iniciado en mucho de esto; las revelaciones de Juana, la incertidumbre de lo que Romea hubiera podido descubrir en el buque de Henderson; todo en fin contribuía a sumirlo en las más vagas tribulaciones; y al fin de muchas reflecciones concluía por convenir en que lo mejor era guardar el más estricto silencio y ver venir los sucesos para esquivar los peligros.

Las revelaciones de Juana lo tenían en una indignación febril... ¿Era cierto que su hija se hubiese prestado a las ternezas del hereje?... ¡Contra semejante crimen que venía a agravar tanto su propia situación en el arreglo con Drake, apenas creía don Felipe que fuera bastante pena las hogueras de la inquisición! ¡su hija recibiendo los galanteos de un salteador, de un pirata desconocido, de un hereje incorregible!... Pero no... la conducta que don Antonio tenía con él era un dato que hacía presumir a don Felipe que todo esto era una bárbara   —226→   calumnia para asegurar mejor los planes de intimidación con que Romea quería explotar el matrimonio proyectado; y no bien el viejo se había fijado en esta idea, cuando venían a conturbarlo ciertas circunstancias que él había notado ya en el carácter de la muchacha: inclinaciones tiernas por ejemplo, blandura de alma para ceder al halago del cariño, benevolencia hacia los otros, y falta de concentración en los afectos, falta de fiereza y de orgullo para repeler; y todo esto hacía pensar al viejo en la probabilidad de que don Antonio no careciese de motivos fundados para increpar coquetería y desvaríos a la conducta de su hija; tanto más cuanto que su ausencia había alejado sus poderosos respetos.

Pero ¿qué hacer? ¿cómo sondar todo el misterio?

Si don Antonio fuese un hombre leal y puro, que no hiciese presentir siniestras y ulteriores intenciones, nada más fácil: bastaría entrar con franqueza en la averiguación de los hechos. Pero cuando se mostraba tan pronto para aprovecharlos en el interés de su egoísmo, era imposible, sin una grave imprudencia; poner fe en su buen proceder y ayudarlo a obtener una verdad que podía convertir, con su mal deseo, en fundamentos de acusación y de especulación.

  —227→  

Don Felipe concluía, pues, de todo que lo mejor era observar, esperar, y escudarse con trabajos anónimos y reservados contra un peligro que se anunciaba así por traición y deslealtad.

Don Felipe Pérez y Gonzalvo era un hombre avezado en las intrigas a que dan lugar las deslealtades, las pasiones y las rivalidades de la corte. Se había alzado en el favor del Rey por la gran pericia con que había intervenido en el inicuo enredo con que Antonio Pérez, el famoso privado de Felipe II que habiendo hecho matar a Escovedo, vino a caer del poder, descubierto en sus amores con la princesa de Eboli, querida del Rey. Don Felipe Pérez y Gonzalvo había tenido una parte muy activa, como instrumento subalterno, en este episodio tan célebre de la Historia de España; y debido a su extraordinaria astucia, era, que habiendo caído víctima del puñal o de la inquisición todos los que habían poseído los secretos del Rey o de Antonio Pérez en este drama tenebroso, que aun hoy día agita a los eruditos35, él, nuestro viejo, no solo se había salvado, sino que había resultado rico, y favorecido con el empleo más lucrativo que había en Indias, después del de Virrey.   —228→  

Cierto es que al principio le había precedido y rodeado una atmósfera indefinida de mala reputación: el origen de su fortuna inspiraba dudas y gestos a los que tenían que humillarse ante ella. Pero todo había cedido con el andar del tiempo a los prestigios de su elevada posición, al renombre de su caudal, y a una austeridad de costumbres extraordinaria: el velo impenetrable de gravedad que cubría siempre sus facciones; la competencia de sus juicios sobre las más arduas materias, el tino de sus consejos y la modestia de tren que reunía a todas estas prendas, habían concluido por borrar hasta cierto punto los orígenes de su historia captándole el respeto general, en apariencia al menos.

No obstante todo esto, nuestro anciano conocía bien a su Rey. Él sabía que Felipe II tenía bien presente su diestrísima astucia de que le había dado pruebas en servicio suyo, y que eso mismo era un motivo para que no le apartase ni por un instante su ojo perspicaz. Sabía también que su envío al Perú con aquel empleo, era un honroso destierro para alejarlo de la vista y tentaciones de la corte; y porque comprendía que dentro de todo esto se hallaba envuelto en un peligro permanente para él, era que había resuelto conjurarlo   —229→   condenándose por toda su vida a la reserva, a la austeridad, al silencio y la prudencia.

Según todas las probabilidades, al día siguiente debían echar la ancla en el puerto del Callao, y comenzar con su bajada a tierra las complicaciones de intereses y de pasiones que hubiera originado su encuentro con los herejes y el consiguiente despojo de los caudales que él conducía. Los sucesos iban pues a urgir, y mil cavilaciones de un género raro agitaban la mente del anciano durante aquella noche de expectativa: se revolvía en su lecho con una inquietud febril: sus párpados estaban secos y ardientes sin querer prestarse a la blanda compresión con que en otras veces se les insinuaba el sueño, y su ojo centelleaba vivo y fogoso en medio de las tinieblas que le rodeaban.

Todas las reminiscencias de su vida pasada parecían haberse citado a comparecer en su mente para este insomnio; y cosas en que ni había soñado cuando se había entendido con Drake, le asaltaban ahora rápidas y ligadas con esta intriga haciéndole temer que sirviesen de datos para perderlo; y como don Felipe conocía la cruel suspicacia de Felipe Segundo, y sabía que este déspota astuto y desconfiado estaba al cabo de muchos de esos   —230→   antecedentes, se quedaba frío por momentos cuando la propia imaginación excitada por el desvelo le mostraba todos esos recuerdos vivamente ligados con las presentes ocurrencias.

Sus antiguas relaciones con Antonio Pérez, y un vínculo lejano de parentesco con este valido, al que se atribuyó su primera aparición en los negocios de la corte, (muy negado después por él) se juntaban también para inquietarlo. Antonio Pérez, su primer protector había huido de España salvándose milagrosamente de la horca y de la saña furibunda con que el Rey le comenzó a perseguir por el asesinato de Escovedo, desde que descubrió la infidelidad en que la princesa de Eboli había incurrido seducida por las gracias y prestigiosos talentos de aquel tan libertino favorito. Felipe no había cesado de perseguirlo, y mil tentativas había hecho para robarlo de Francia, y también de Inglaterra donde al fin había tenido que asilarse el fugitivo como al único lugar seguro para su persona.

Pero Antonio Pérez era un hombre inquieto, sin creencias y sin principios, y el papel espectable que había hecho en los grandes negocios del mundo, le procuraba elevadísimas conexiones en todas las cortes por donde   —231→   pasaba. En Inglaterra se había ligado íntimamente con Lord Leviester, y después con Lord Essex; y era fama entre españoles que las audaces tentativas que los piratas ingleses realizaban sobre las costas y las colonias de España eran sugeridas y fomentadas por las relaciones de este tránsfuga eminente. El hecho es que el Conde de Essex trabó con él una amistad muy estrecha; y Essex, como es sabido, era el patronato declarado de las empresas de los corsarios célebres del tiempo -los Hawkins, los Drake, los Cavendish y los Raleigh. Este poderoso valido de la Reina de Inglaterra, concibió tal amistad por Antonio Pérez que lo llevaba de compañero en todas sus partidas de placer y tenía en mucho la experiencia y el discernimiento del antiguo ministro de Felipe II, cuya viva imaginación, vigoroso espíritu y apasionados consejos le agradaban en extremo36.

Todas estas complicaciones del acaso, por decirlo así, venían a aumentar los temores y el cavilar de don Felipe que no ignoraba cuan bien impuesto de todo ello estaba el Rey, y cuan peligroso era para él que la calumnia o la sospecha cayera sobre un terreno, como este, en el que los pasados casos de su vida podían aparecer en una relación   —232→   alucinante y falaz con lo que acababa de acontecer.

Llegó un momento en que fueron tan amargos los sentimientos de su fantasía que como movido de un terror espontáneo, juntó las palmas de las manos y las dirigió hacia el cielo exclamando: «¡Sería preciso, Dios mío, no creer en vuestra infinita clemencia para temer que el enlace falaz de tan casuales circunstancias se realizase! ¡Yo os he ofendido mucho, Dios poderoso, Dios clemente, Dios bueno! ¡Soy un pecador de enormes faltas: el recuerdo de mis crímenes me aterra, Señor!... Pero yo he creído, Dios poderoso, en vuestro perdón; y para obtenerlo me habéis visto consagrado al arrepentimiento y a la austeridad. ¿Cómo sería posible que hubieseis querido sorprenderme, señor, en el seno de la confianza y cuando menos lo esperaba?... ¡No, Dios mío! ¡no, Dios mío!»... exclamó y dejó caer la cabeza sobre sus manos quedándose en un profundo y abatido silencio.

En esto percibiose un movimiento extraño de pasos y el ruido de algunas palabras pronunciadas con animación a media voz sobre cubierta; y casi al mismo tiempo se sintió una persona que se acercaba a la puerta de la cámara   —233→   en que además de don Felipe y su familia, dormían algunos otros y que alzando un poco la voz en medio de la oscuridad dijo con el acento del gozo: «Italiam primus conclamat Achates.»

Tengan la bondad nuestras bellísimas lectoras (y también las que no lo sean) de perdonarnos la falta de urbanidad que hay siempre en hablar delante de gente una lengua que no es de todos entendida. Pero en el tiempo aquel a que pertenece nuestra historia era obligación general el saber latín, y todos, lo supiesen o no, fingían al menos que lo entendían y lo hablaban.

No obstante esto algunos debían ir en aquella cámara que no sabían tal idioma, o que por la sorpresa se olvidaron de la petulancia con que debían ocultar esta ignorancia; pues cuatro o cinco voces salieron a un tiempo de lo oscuro preguntando sorprendidos:

-¿Qué? ¿qué?

-¿Qué? ¿qué?

-...Videmus,

Italiam, Italiam primus conclamat Achates;... les volvía a repetir la misma voz desde la puerta.

-¿Qué demonios está usted diciendo, hombre? -dijo impaciente uno de los de adentro. ¿Hay algún peligro?

  —234→  

-¡Váyase usted al diablo con su peligro!... ¡Señor General! ¡señor General! -dijo el de la puerta.

-¡Ya he oído, piloto! -respondió el General-: Italiam læto socii clamore salutant!

-¡Bueno, bueno, mi general! tenemos una madrugada de oro.

-¿Y la brisa?

-Parece que quiere venir como mandada por los santos del cielo, ¡Excelentísimo Señor!

-Pues, piloto: digámosles entonces «Ferte viam vento facilem, et spirate secundi!»

-¡Bravo, mi general!

-¿Se puede saber de qué diablos están ustedes hablando? -dijo con enfado uno de los pasajeros.

-¡Que tenemos la tierra a la vista, amigo! -le gritó el piloto y se retiró.

-¡Gracias a Dios! -repitieron muchas voces entonces, al mismo tiempo que el general atravesaba ya la cámara y subía a la cubierta de la carabela envuelto en una capa de cueros de cabra.

-¡Hermosísima madrugada! -dijo al respirar el aire de la aurora. ¡Qué tiempo hace que se avistó la tierra?

-«Jamque rubescebat stellis Aurora fugatis:»

  —235→  

«Quum procul oscuros colles humilemque videmus.»

«Italiam!»... le respondió el piloto con un aire completo de buen humor37.

El general levantó su brazo derecho, y abriendo la palma de la mano buscó de donde venía la brisa. Vamos a tener una bellísima mañana para entrar, dijo. ¡Ah, si hubiéramos traído algunos de los piratas!

-¡Otro día será otro día, General! -le respondió el piloto-: ¡y Dios sabe más que nosotros! Nos hemos librado del hambre, y eso basta para dar gracias al cielo.

El general se quedó callado.

Los pasajeros y demás oficiales de la nave, alborotados con el anuncio de estar la tierra a la vista, empezaban a salir gozosos unos tras de otros a la cubierta; y no pasó mucho tiempo sin que las señoras y Juana saliesen también a disfrutar de una vista de que hacía tanto tiempo que carecían, y que tanto se ligaba a las grandes preocupaciones que cada una llevaba en su propio espíritu.

Las costas del Callao se divisaban en efecto a lo lejos   —236→   como una faja oscura tirada sobre el mar allá en el horizonte. De trecho en trecho se veían algunos picos de forma vaga e irregular alzarse sobre la línea baja y densa con que se marcaba toda la costa.

Pasado el primer momento de la novedad, se fueron aburriendo poco a poco de contemplar aquella vaga indicación de costa los mismos que habían acudido presurosos al principio. Don Felipe Pérez y Gonzalvo era el único entre todos que no había salido de su camarote.

El hecho es que los mirones fueron desertando poco a poco de la borda, como lo hemos indicado, hasta que nadie quedó allí sino doña María que recostada en ella, e inmóvil parecía absorta en la contemplación de aquella faja azulada que le cerraba el horizonte. Largo tiempo hacía que estaba como clavada en aquel lugar, cuando apareciendo don Antonio la vio y vino con paso cauteloso y leve a apoyar sus codos cerca de la niña que le rozó el brazo con ellos.

Doña María miró con prontitud y cuando vio que era don Antonio quien se le había puesto al lado no pudo contener el ¡ay! que le arrancó su sorpresa.

-¡No se alarme usted, Mariquita!... Soy yo que vengo a conversar un poco con usted de cosas de nuestro   —237→   interés; dijo don Antonio con un tono entre amable y burlesco.

-¿Conmigo, señor?...

-¡Con usted! ¿por qué no?... ¿No ha de ser usted...? ¡No se vaya usted! -le dijo don Antonio casi con imperio y tomándola del brazo al ver el ademán de retirada que ella hizo cuando le oyó estas palabras...- Es preciso que conversemos.

-¡Mire usted, señor Romea, que si usted no me suelta voy a gritar! -le dijo la niña con una mirada llena de cólera.

-¡Sería usted muy imprudente! créamelo usted, pues me vería forzado a perderla a usted ¿se ha olvidado usted de todo lo que yo he visto? ¿de todo lo que yo sé?... ¿No reflexiona usted que dentro de pocas horas podré hablar de todo con el Padre Andrés, su confesor de usted, y hacerla conocer en toda Lima por la Novia del Hereje?

-¡Dios mío!... ¡Es usted un infame!

Pero antes de que la joven pudiese proseguir, Juana rápida y cuidadosa como un ángel de la guarda se le acercó diciéndole con un tono suplicante:

-¡Señorita, por Dios, no meta bulla su merced!...   —238→   ¡Oiga su merced con amistad al menos al señor Romea... mire usted que yo se lo ruego!... -y desapareció rápida como había aparecido, dejando a su amita en la más confusa ambigüedad.

-Ya usted ve, le dijo Romea reponiéndola en su anterior posición cerca de la borda: ya usted ve como es indispensable que usted me escuche... Y esta vez, señorita, me acerco a usted seguro de que no será el flujo de reír lo que me hará dejar su amable sociedad.

-Ni será tampoco el de llorar, le respondió la joven tomando una actitud firme y resuelta, que hasta entonces nadie le había conocido, y que parecía haber sido un recurso reservado dentro de aquel notable corazón para los momentos de prueba.

-Tanto mejor, Mariquita... pues de ese modo podremos uno y otro usar de nuestra fría razón para apreciar nuestros respectivos intereses.

-Yo no tengo ningún interés común con usted, señor, dijo doña María con entereza.

-¡Oh! usted se engaña; permítame usted recordarle las mil razones que tenemos para considerarnos estrechamente ligados: en primer lugar su taita de usted me ha   —239→   dado su palabra, y se halla comprometido a casarla a usted conmigo...

Doña María fijó una mirada de indignación sobre Romea: pero sus ojos estaban húmedos y centellantes como si el llanto estuviese en ellos para reventar. Romea continuó diciendo sin turbarse: -y su taita de usted es hombre que consentirá primero en hacer arder toda su casa antes que en faltar a una palabra de ese género. Siendo usted mi esposa, no sé como puede usted decir que nada de común hay entre nosotros...

-No se quejará usted de que me falta paciencia para escucharle.

-¡Permítame usted continuar, Mariquita!... En segundo lugar... usted lo sabe... yo soy testigo de los desvaríos que ha tenido con el Hereje, con el mismo que puso sus manos polutas y abominables sobre el rostro de su venerable padre...

La niña se tomó las manos y apretándoselas contra el pecho miró con ansia a todos lados y acabó por fijar sus ojos llenos de lágrimas en el cielo.

-¡Es en vano implorar al cielo, señorita! -le dijo don Antonio. ¿Cree usted, agregó, que en él pueda haber protección para la hija que entrega su amor y las caricias   —240→   de su mano a un hereje, a un salteador cebado en el robo y en la matanza?... ¡No, señorita!

Doña María se había dominado; ya se había secado los ojos, y había vuelto a fijarlos con soberbia en don Antonio.

-En tercer lugar... -decía este-, no se lo diré a usted, porque es mejor que lo reserve para otro tiempo.

-Concluya usted, señor... ¿qué es lo que usted quiere por fin? ¿Cuál es el cambio que usted me pide para no perderme, hombre generoso?

-Nada: ¡Mariquita!... Pero siendo inevitable el que usted sea mi mujer en breve, lo que pido humildemente a usted en recompensa del olvido a que daré las gravísimas faltas que usted ha cometido, es que urja usted a su padre para que acelere nuestro enlace diciéndole que lo exige el bien y la quietud de la casa.

-¿Y por qué no lo hace usted, puesto que hasta ahora ni usted ni él han tratado de eso conmigo?

-Porque me conviene reservarle mi deseo; y a fe que pendiendo de mi silencio la suerte de usted es exigir muy poco no pedir nada más por guardarlo; pues que me limito a una forma que en nada variará el resultado final de las cosas... Mire usted, Mariquita: después que   —241→   esté usted casada conmigo ha de comprender usted cuan dichosos pueden ser los cónyuges que unen sus intereses con la bastante razón para conciliar sus recíprocas pasiones.

-No, sé, ni quiero saber lo que usted quiere decirme... ¡Pero una vez por todas quiero decirle a usted bien claro que antes moriré mil veces que casarme con usted! ¡Y tenga usted entendido que aunque mi padre y todos los confesores del Perú quisieran obligarme, no me he de casar!

Y la joven resuelta y ligera como una ave que se escapa de la mano de su aprehensor, sacudió su brazo y con un paso animado se dirigió a la puerta de la cámara y bajó antes de que don Antonio hubiera podido pensar siquiera en retenerla.

La miró por un momento, como aturdido, y al verla desaparecer se quedó pensativo.

-Y sin embargo, dijo después de un rato, ¡es preciso que don Felipe sea urgido por otro para que yo pueda imponerle la ley, y emanciparme de su tiranía!... ¡Tal vez que yo haya andado demasiado ligero y poco diestro en hablarle antes de que el terror y las influencias la hayan oprimido y doblegado!... ¡Mejor hubiera sido comenzar   —242→   por instruir de todo al padre Andrés y recibir sus direcciones!... Pero ya no hay remedio lo hecho, hecho; y tratemos ahora de sacar la ventaja que se pueda.



  —243→  

ArribaAbajoCapítulo XIV

Dos teólogos y un burro.


El favorable vaticinio que había hecho el piloto de la carabela capitana comenzaba a realizarse completamente a medida que avanzaba el día. Una hermosísima brisa del sudoeste, que según él venía de la mano de los santos, se afirmaba de más en más sobre las costas; y la escuadrilla del Brigadier Sarmiento corría a velas desplegadas hacia ellas.

La faja vaga y oscura con que la tierra se había diseñado en el principio se aclaraba por momentos subdividiéndose en grandes cuerpos de montañas elegantes, que parecían tender una mirada majestuosa sobre las llanuras movedizas de la mar, desde el vasto pedestal   —244→   que les servía de trono allá en el interior remoto de la tierra americana.

El gigantesco pico de La Viuda con su corona de nieves diamantinas derramadas por su cuello, figurando la canosa cabellera de la vieja montaña, comenzó a mostrarse cada vez más pintoresco al ojo de los navegantes; y muy poco después entraron a completar el lejano panorama otros colosos no menos altos y soberbios -los Huaylillas, el Toldo y el Altunchagua, sobre cuyas alturas solo han impreso su planta Dios, y el cóndor, rey de los desiertos americanos.

A medida que las naves, luciendo sus velas esplendentes bajo los rayos del purísimo sol que brillaba en aquel día, se acercaban a la costa como un festivo grupo de palomas, la tierra cobraba más prestigios y más detalles para los que venían en ellas.

Cada uno se esmeraba en señalar los nuevos accidentes que descubría, y todos paseaban sus miradas anhelosas sobre la costa, como si quisiesen devorar el espacio y el tiempo para tomar posesión anticipada de las mil satisfacciones que allí les aguardaban.

Unas cuantas horas más de camino bastaron para que la línea uniforme que había presentado la costa comenzase   —245→   a abrirse. Se desprendieron las islas del Frontón y San Lorenzo, que cierran la bahía, y entre ellas y la punta de tierra que se prolonga al mar, apareció el canal estrecho y profundo que da entrada al fondeadero.

Al desfilar por él las naves pudieron distinguir el bullicioso y agitado amontonamiento de gentes que había en las riberas. La variedad infinita de los colores de los trajes, vivos los unos y oscuros los otros; los rebozos y tocados de las mujeres, las capas encarnadas de los hombres y el plumaje de las gorras y de los sombreros, desordenadamente mezclados en tan ingente multitud, animaban de un modo vigorosísimo aquella escena de suyo extraordinaria.

Mil carruajes vistosos y de diversas formas atestaban los espacios, y apiñados en sus techos, de pie en los caballos, o agrupados en las alturas del terreno, había centenares de espectadores que miraban con anhelo las naves veloces que entraban haciendo flamear con gallardía el poderoso pendón de España.

Veíanse entre el concurso miles de cholas impávidas y coquetas con sus doce pollerines o basquiñas de balleta, lucía al descubierto sus torneadas pantorrillas bien calzadas con medias de patente y zapatillas de raso blanco;   —246→   con su ancho sombrero en la cabeza y un enorme cigarro comprimido con negligencia entre los labios. Y entreverados con ellas y con los zambos y con los negros y con los ricos y con los empleados, andaban aumentando la bulla, muchísimos frailes de todas las órdenes conocidas; con sus cabezas tonsuradas y descubiertas, los unos a pie y los otros cabalgando en mulas o en burros, hablaban y reían con aquella familiaridad sanchesca y peculiar con que los monjes del Perú se rozan con la plebe.

Por más vigoroso que sea el esfuerzo de imaginación que quiera hacerse, será siempre imposible obtener una representación exacta de lo animado y alborotado de aquella escena que se ofrecía en la ribera del Callao mientras el Brigadier don Pedro de Sarmiento, amainando las velas de sus naos tomaba la marcha prudente con que se embocan los puertos.

El de Toledo había convocado a su tienda a los principales oficiales de su campo, mientras que el resto de su ejército andaba disperso y divertido entre la muchedumbre.

-¡Aguanta, ñor Perico! -le gritaba un fraile joven y rollizo, desde el anca de un burro, a un zambo taimado   —247→   como de sesenta años, que con su ancho sombrero sobre los ojos y metidas sus manos debajo del poncho, miraba entrar los buques como los demás.

-¡Héé ñorrr! -le volvía a decir- ¿qué no me oye?

-¡Hola, padre! no había visto a su reverencia: le dijo el zambo, sacando a medias su mano y tocándose el sombrero levemente.

-¿Preparó ya el cáñamo? ¡Mire que tiene que ser de lo bueno, porque un hereje no se aguanta con cualquier maula!

-De buena gana lo tendría ya torcido, padre, si vuesa reverencia me lo hubiese pedido por su precio.

-¿Cómo es eso de precio, bellaco? ¿Pues que es usted capaz de recibir dinero por la cuerda de que vamos a colgar al hereje?

-¡Toma! -observó una chola deslenguada que estaba allí cerca-: ¡conque lo recibió por torcer la que sirvió para colgar a su hermano!

-¡Y dices bien, Peta!... ¿Aquel que colgó el Alcalde de la Hermandad por el negocio de los negros?

-¡Por eso que tu marido ha tenido mejor fortuna! -dijo el zambo hablando con la chola. Van tres que degüella   —248→   por afeitar, y nadie ha querido preguntar lo que habían hecho con él la noche antes.

-¡Bah!... ¿quién no lo sabe? -dijo otro por detrás-: le habían ganado al juego y no le quisieron dar desquite de apunte.

-Pero como es hermano del Maricón Juanito, y van a medias en el negocio de la barbería, nunca encuentra el Fiscal causa sino para sobreseer... ¡Ya usted me entiende, pues!

-Y tan es eso (dijo el zambo viejo) que a ningún barbero sino a él se le deja levantar toldo en los baños de Chorrillos.

-¡Vamos! ¡paz, chuchumecos! -gritó el fraile sacudiendo un terrible garrotazo en los carrillos de su burro con lo que le hizo saltar más adelante. ¡Alegre vendrá el hereje!

-¿Y qué es seguro que lo traigan? -dijo uno por allí.

-¡Pues digo!... la cuenta es clara: tres naves sacó el Brigadier Sarmiento; tres y dos que le llevaron bastimentos hacen cinco, y vienen seis... con que ya lo ves ¡bestia! si es seguro.

-Y diga su reverencia: ¿Es cierto lo que me acaba de decir Panchurro?

  —249→  

-¿Y cómo puedo saberlo, pollino, si no empiezas a decir lo que te ha dicho?

-¡Eso no!... ¡pues los que tienen corona bien podrían saber adivinar!

-¡Mayores milagros hacen! -dijo por allí una chola.

-¡Y no mientes! -dijo el fraile-: pero eso depende de que hay potencia de unción y potencia de asimilación o sobrenatural, según lo ha dicho nuestro incomparable Scotto -Doctor Subtilis; así pues- nosotros podemos aquello para que somos ungidos; pero nada más.

-¡Cáspita, si podéis!... ¡Cansando estoy yo de veros curar endemoniados!

-Distingo: dijo el fraile: si son endemoniados contra proprium consensum, concedo, per cuantum animus patientis et sentientis corroborat facultatem conjurantis; et si non, es decir: si son endemoniados consensu proprio, nego; quia tunc requireretur supernaturalis et creativa aut assimilans substantia, et potentia quæ in natura dei solum est: v. g. adivinatio: ac per hoc probatum est, que yo no puedo adivinar lo que te dijo Panchurro.

-¡Pues bien acaba de probar Vuesa Paternidad que sabe cosas más grandes que esa!... Pero en fin, lo que acaba de decirme Panchurro es que el señor Virrey había   —250→   dado orden de que los herejes que trae el Brigadier Sarmiento sean colgados por el rabo, puesto que dicen que la soga no obra en el pescuezo de ellos.

-No lo dudo que haya esa orden, dijo el fraile tomando un aire suficiente y dogmático; porque me consta la profunda sabiduría del señor Virrey; y lo voy a demostrar en toda forma: -En el fiel cristiano mortis et vitæ principium residet conjunctissime atque in capite et in corde; es así que la soga aprieta el medium, et intercipit utriusque relationes; igitur in collo destruit principium vitæ... Nunc per disparitatis argumentum.

-La horca mata atacando el medium in quo residet el principio vital del hombre: Es así que el principio vital y característico del hereje, es el rabo; luego se le debe ahorcar por el rabo: quod erat ad comprobandum!

-Magistraliter et resolutive contrarium teneo! -dijo con mucho garbo y mucho ardor un corpulento Dominico, que atravesó la multitud arremangándose el hábito, y accionando marcialmente con sus brazos, cual si aceptara un desafío.

-Et ego affirmo! -respondió el del burro con igual pujanza.

  —251→  

-Demonstrabitur: Hæreticus corpus est pestilens et contaminatum: es así que omne corpus pestilens et contaminatum consumptum debet esse, para que no deje su peste sobre la tierra: Ergo hæreticus debe ser quemado y consumido (ignitum atque consumptum) y no ahorcado: furcatum non. Et demonstratum argumentum supersedeo: dijo el fraile con un ademán de grande satisfacción.

-¡Viva! ¡viva! ¡viva! -gritó la multitud, agrupándose al rededor de los dos campeones que seguían manoteando y gritando en sostén cada uno de su argumento.

-Nego minorem!!! -gritaba como un frenético el uno.

-Probo minorem!!! -le contestaba inmediatamente el otro con más furia.

-Argumentum ad hominen non valet! -decía aquel manoteando y colorado como un tomate.

-Et paritas non est probatio sed hominis inductio tantum! -le contestaba el otro haciendo rechinar los dientes, y con todos los rasgos de la cólera en su semblante.

El del burro afirmaba sus solidísimas razones a garrotazos sobre la cabeza de la pobre bestia; y el dominico no la trataba mejor pues la tenía enceguecida con los mantazos y manotadas con que le infundía por los hocicos el poderoso espíritu de su lógica.

  —252→  

-¡Cállese, Padre, por Dios!... ¡Vuesa Paternidad está diciendo barbaridades de a libra!

-¡El bárbaro es él!

-¡No me insulte!...

-¡Qué! no me insulte... ¡Pan pan, vino vino! y ¡al que le venga el sayo que lo aguante! -le decía el otro jadeando-: ¡sí, señor! el gran Cartesio es quien lo ha dicho.

-¡Qué Cartesio, ni qué Cartesio! ¡Cartesio no era teólogo!

-¡Sí era teólogo!

-¡No era teólogo!

Seraficus Doctor lo cita con respeto!

-¡Ha! ¡ha! ¡ha! ¡ha!... ¡Santo Tomás no lo pudo citar porque vivió dos siglos antes!

Seraficus Doctor no es Santo Tomás!

-¡Sí es!

-¡No es! ¡Santo Tomás es angelicus doctor!... ¡Seraficus doctor es san Buenaventura!

-¡Bueno!... ¡me equivoqué! ¡Pero san Buenaventura tampoco lo pudo citar porque fue contemporáneo de Santo Tomás!

-¡Pruébemelo aquí!

-¡Venga Vuesa Paternidad conmigo... y en la Biblioteca   —253→   del convento se lo mostraré negro sobre blanco y le pondré las peras a cuarto!

-¡¡¡Vuesa paternidad es un molinista que confunde la gracia con la sustancia divina; ergo la biblioteca de su convento no me prueba nada!!!

-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaban los frailes oyentes, y la multitud con ellos.

Y como los dos padres continuaban en este altercado no dejándose tiempo ni uno ni otro para respirar, se había agrupado al rededor de ellos un inmenso concurso que escuchaba a los dos teólogos con un deleite lleno de respeto y de seriedad. Uno y otro de los combatientes tenía su fuerte partido que alternativamente demostraba sus simpatías por el sordo rumor con que aprobaba.

-¡Qué gusto es ver luchar así a dos grandes sabios, como estos! -decía uno de los asistentes a otro espectador que tenía cerca.

-¡Oh!... ¡es una maravilla! -le respondió este. ¡Figúrese usted que el uno es catedrático de prima en San Francisco, y el otro Lector de física en Santo Domingo!... y hacía un gesto de recomendación.

-¡Sí! ¿eh?... ¡No en vano lo hacen tan lindo!

Y los dos padres, roncos ya como dos trompetas viejas   —254→   de un regimiento paraguayo, seguían manoteando y gritando como si lidiaran por la vida.

¡Sabe Dios cuando hubieran acabado aquella terrible mercolina! Pero el padre dominico, que estaba cada vez más arrebatado, manoteaba como un energúmeno sobre la cabeza misma del burro; este había intentado recular al principio, pero como al mismo tiempo le descargaba tantos garrotazos el de la anca, la pobre bestia se encontraba en un formidable aprieto, y acosada al fin, embistió a mordiscones con el atleta del frente.

El cuitado padre, al verse tan traidoramente acometido, descargó un furibundo revés con sus dos brazos sobre el hocico del burro. Pero como este persistía con saña en morderlo tuvo que darse vuelta aprisa y disparar para salvarse.

Aquí fue el inmenso bullicio de la multitud: hic Troya!

-¡¡¡Viva el franciscano!!! ¡viva el franciscano! -gritaban los unos corriendo tras del borrico que perseguía a mordiscones al dominico.

-¡¡¡Muera el borrico!!! -gritaban otros, que despechados de la derrota de su campeón, alzaron tan enormes piedras para arrojar sobre la bestia, que el pobre padre que   —255→   la cabalgaba tuvo que tirarse al suelo de miedo que le acertasen algún peñascazo, abandonando al furor de sus contrarios el infeliz borrico a quien debía tan rápida como esclarecida victoria... ¡Triste ejemplo de la ingratitud de los príncipes para con los que los salvan!

Cuando el borrico se vio sin los respetos del palo de su amo, y que tanto le tocaban las piedras de venganza que le dirigían los partidarios del dominico como las que en defensa suya arrojaban los amigos del franciscano, se alzó sobre sus manos y dando elevadas coces con sus patas atravesó el concurso difundiendo el terror y el espanto de la derrota, y dejando bien puesto el nombre de la orden que él servía; a brincos y patadas ganó el campo, y fue a pastar tranquilamente por los alrededores de la Recoleta, que eran su pago, llevando una lección bien cara de lo que costaba entonces adquirir la ciencia doctoral.

El hecho es que el franciscano se quedó a pie sumido en el bullicio y separado de su antagonista por mil remolinos de gentes que corrían y gritaban materialmente sin saber porqué.

-¿Qué ha habido ¿qué ha habido? -preguntaban los más.

  —256→  

Y sin saber como, todo el mundo decía y aseguraba que había ya en tierra quien había visto a Drake en los buques de Sarmiento dentro de una jaula de hierro; y que aquel bullicio había sido causado por la controversia de los teólogos que el Virrey había llamado a consultar sobre si se había de dar al hereje muerte de garrote o muerte de hoguera.

Nadie puede concebir el júbilo que irradió en el concurso aquella entusiasmante noticia luego que el bullicio se calmó. Ella se hizo tan general, y fue repetida con tales circunstancias y accidentes de verdad, que sin ninguna dificultad se hizo creída de todos, y entró con su inmenso alborozo en la tienda misma del Virrey.

-Señores: les decía este a los que se agolpaban a su puerta: les protesto a ustedes que yo no sé nada todavía. Pero dominado él también por el gozo y las circunstancias de la noticia, agregaba: no lo tengo por extraño porque todo es de esperarlo de Dios, de nuestra buena causa y de la pericia y bravura de nuestro Sarmiento.

De repente, y sin que el Virrey hubiese dado órdenes para ello retumbó el estampido de los cañones en señal   —257→   del público regocijo, y el ruido de los tambores y de las trompas y de los clarines resonó por aquel campo provocando los rasgos del contento en todos los semblantes; y al mismo tiempo el Brigadier Sarmiento que echaba el ancla junto a la orilla se devanaba los sesos por comprender de qué causa podía provenir tanto gusto y tanto alboroto38.

Un cardumen de lanchas y botecillos que habían salido al camino de las carabelas, volvían ya con ellas como los polluelos que siguen a la gallina, y apenas se corrió al fondo las cadenas de las anclas, se prendieron a los costados y se cubrió de gente la cubierta.

Todos buscaban y preguntaban por la jaula del Hereje; y el pobre Brigadier se veía reducido a la situación más desabrida teniendo que repetir a cada instante y a todos, conocidos y desconocidos, que no traía tal hereje, ni más noticia que dar de él, que haber apresado el San Juan con cien otros galeones no menos cargados de riquezas, sin que se hubiese podido evitarlo, o rescatarlas. Y como no cesaba de venir gente a bordo, el Brigadier tenía que repetir y repetir esta mortificante relación;   —258→   con lo que al fin vino a ponerse aburrido y exasperado.

Nada es comparable con la frialdad y el descontento que en el ánimo de la multitud produjeron los primeros curiosos que regresaron de las naves de Sarmiento. La reacción de las masas es terrible en estos casos, como se sabe: el chasco de perder el espectáculo y de saciar sus pasiones ocasionó tal despecho en el ánimo de todos, que empezó a propagarse la idea de que todo aquello había sido efecto de traición y venta: dos causas con que los pueblos de raza española explican todo lo que les contraria, y que según se ve no eran tan desacertadas aquí.

Se alzaron algunos gritos de amargo reproche contra la impericia del Jefe de la Escuadrilla, y continuó acreditándose más y más la idea de que en el Perú había enemigos ocultos a cuyo favor se realizaban todos aquellos contrastes.

Así que el Brigadier pudo poner algún orden en sus barcos se apresuró a bajar a tierra para hablar con el señor Virrey sobre su proyecto de interceptar inmediatamente el paso del Estrecho que él miraba como el jaquemate para el Pirata.

El Brigadier Sarmiento era un hombre de figura muy elegante y caballeresca; y como presumía de buen   —259→   mozo se vistió esmeradísimamente para bajar a tierra, con su más rica blusa de terciopelo punzó, y su gracioso sombrero lleno de plumas hermosas que flotaban hacia atrás. Pisó la orilla con un aire tan franco y tan jovial que los que le recibieron no pudieron dejar de saludarle diciéndole ¡viva el General Sarmiento! -grito que fue contestado por detrás con silbos y otros ruidos burlescos que hirieron muy en lo vivo la sensibilidad y el amor propio del pobre Brigadier. Después de él bajaron don Felipe y su familia rodeados ya de amigos: fueron recibidos con mil parabienes por haber sido salvados, pero en estas mismas felicitaciones se dejaba comprender la tibieza que produce siempre la existencia de una catástrofe como la del saqueo; situación que don Felipe mismo sostenía con el aire confuso e incierto que sin poderlo él remediar se había apoderado de su fisonomía. El que bajó radiante de satisfacción y de gozo fue don Antonio Romea: un gran círculo de oyentes le seguía; a cada momento se paraba con algún nuevo amigo a quien tenía que abrazar y de tal modo había sabido aprovechar los minutos, desde que se puso en contacto con los primeros visitantes de tierra, que él era quien había originado los primeros rumores de traiciones   —260→   ocultas, inferencias que como veremos después fundaba en su propio testimonio. Había logrado que lo tuviesen por el mimado de la jornada, y como sus propias pasiones y ocultos intereses lo ponían del lado de las prevenciones de la multitud, sus narraciones corrieron de boca en boca al momento; su nombre era el texto de lo auténtico, y todos lo repetían con encomios y respeto. Rodeado así de gente llegó a la puerta del Virrey: pero no pudiendo entrar, por cuanto este estaba ya encerrado con el Brigadier Sarmiento y don Felipe, se quedó aguardando allí parado, radiante de alegría, y haciéndose oír de un inmenso círculo que se renovaba a cada instante.

-¡¡¡Querido Gómez!!! -exclamó Romea interrumpiendo una frase animada, y corriendo hacia aquel su amigo con quien lo vimos por primera vez, y que lo recibió ahora entre sus brazos.

-Aquí tienen ustedes, señores, un testigo ocular de lo que les decía: en esta tierra hay traidores ocultos, que están en relación con los herejes...

-¡Diablos! -dijo Gómez sobresaltado. ¿Cómo voy yo a atestiguar eso?

-¡Ya lo verás como!... ¡diciendo la verdad!... ¿Te acuerdas de la tarde anterior a mi partida?

  —261→  

-¡Sí!

-¿Qué hicimos?

-Anduvimos paseando juntos por el puente.

-¿Qué nos sucedió?

-¿Qué nos sucedió?... -dijo Gómez reflexionando.

-Sí: ¿qué nos sucedió?

-No me acuerdo... me parece que nada...

-¡Piénsalo bien!... ¿A quién encontramos?

-¿A quién encontramos? -repitió para sí mismo Gómez...- Encontramos a tanta gente que no sé a quien te refieres.

-Es preciso que te acuerdes... Tú me ibas hablando de mi casamiento con doña María, cuando...

-¡Ah! ¡ya estoy! cuando pasó junto a nosotros una tapada.

-¡Ahí está!... Ahora lo verán ustedes señores, y dirán si tengo razón o no para afirmar que en el Perú hay traidores ocultos, por más extravagante que esto les parezca ahora a ustedes... ¿Qué nos dijo la tapada?

-Te chafó amargamente sobre tu noviasco.

-¡Sí! mas lo grave es lo que me dijo relativamente al viaje.

-¡¡¡Hombre!!! -dijo Gómez golpeándose la frente como   —262→   si le hubiera caído de pronto una idea gruesa-, ¿sabes que tienes razón?... ¡Sí, señores! la cosa es grave y digna de atención. Habiéndole dicho nosotros ¡adiós perla! tomó pie de eso para burlarse de mi querido Romea y de su matrimonio con doña María Pérez y Gonzalvo, acabando por decirme a mí: «Señor Gómez, aconséjele usted a su amigo que no salga con perlas al mar, porque los herejes son muy diestros para pescarlas, y ¡las buscan con frenesí!»

-¡Es posible! -exclamaron los oyentes, al mismo tiempo que don Antonio gesticulaba con grande satisfacción.

-Pues yo, señores, miré este incidente como una cuchufleta vulgar, a términos que solo ahora lo recuerdo con la gravedad que tiene.

-¡Pero es particular, señores, que ustedes nada hubieran dicho en aquel tiempo de una cosa como esta! -observó uno.

-¿Pero no ve usted, contestó Romea, que la miramos como una chanza vacía de sentido? Ahora les parece a ustedes otra cosa, porque los sucesos han venido a darle un sentido que ni remotamente le pudimos sospechar entonces. De todos modos eso prueba que había en Lima quien sabía lo que nos esperaba en el mar... ¡Con   —263→   qué, digan ustedes ahora si hay o no hay en el Perú traidores secretos!

En este momento salió del alojamiento del Virrey un edecán y acercándose a Romea le dijo:

-¡El Exmo. señor Virrey felicita a usted por su escape y vuelta; le dispensa a usted de la presentación, porque se halla en este momento muy ocupado con cosas de urgencia, y por tanto queda usted libre para retirarse!

-¡Ruego a usted, le contestó Romea, que presente a S. E. mi más humilde, acatamiento! Yo agradezco vivamente sus bondades y cuidaré de implorar el honor de ser admitido a su presencia en momentos más oportunos.

Mil amigos nuevos y viejos vinieron solícitos a ofrecer a don Antonio sus carruajes para conducirlo a Lima; y cuando restituido a su antiguo alojamiento sacudía el polvo que habían recogido las rojas colgaduras de damasco que cubrían su lecho, se vio asaltado de un millón de reflexiones. Todas aquellas dudas que había desechado acerca de doña María en la noche próxima a su partida, agitado por las sugestiones de la tapada, se reprodujeron en su espíritu al rever aquellos objetos bajo el reflejo que les daba su rencor y el deseo de la venganza.