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ArribaAbajoCapítulo XV

El león y el zorro.


El Virrey que era hombre de mucha perspicacia y experiencia comprendió al momento lo aventajado del plan que Sarmiento proponía. Uno y otro tomaron de don Felipe los informes más circunstanciados acerca de la gente que tripulaba los buques de Drake, de su fuerza y de los medios de guerra que poseía; así es que con un perfecto conocimiento de todo combinaron la expedición al Estrecho de tal modo que el Hereje no podía escapar de ser capturado.

Como era hombre de verdadera capacidad, el Brigadier Sarmiento no se había circunscripto en sus concepciones a estériles arbitrios para salir de las necesidades presentes, sino que había procurado abarcarlas también   —265→   y resolverlas para el porvenir. Su reciente crucero le había sugerido el convencimiento de que solo en la colonización del Estrecho era posible conseguir la clausura eficaz y definitiva del Pacífico, para garantir contra las depredaciones de los Piratas las costas del Perú.

El Virrey lo veía bien: no conociéndose otra entrada al Pacífico más que el Estrecho, angostura que estando colonizada por los españoles no podía ser salvada sino con su permiso, el plan de Sarmiento era el único medio con que podía cortarse la continuación de males cuya serie acababa de abrir Drake. Pero el Virrey carecía de medios para colonizar el punto, y tuvo que limitarse a autorizar al Brigadier Sarmiento para que luego que lograse anonadar a Drake se marchase a España inmediatamente en busca de la comisión y de los recursos necesarios para llevar a cabo todo el proyecto.

Como Drake había sabido abrirse el camino de los genios, ignorado siempre para los espíritus subalternos, el Brigadier se cansó de esperarlo al paso, y se decidió a dirigirse a España de donde trajo en efecto recursos para poblar el Estrecho de Magallanes, empresa que tan mal le salió a él como a las infelices gentes que allí quiso establecer.

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Pero, volvamos al momento en que todo esto estaba todavía en germen, tratándose en la tienda de don Francisco de Toledo.

-Exmo. señor: dijo Sarmiento a este cuando hubieron concluido de coordinar los medios de llevar adelante su plan: quiero tomarme una libertad con V. E.: y es la de recomendarlo a este respetable anciano de cuyas desgracias y situación queda impuesto V. E.: me temo que le ataquen con pleitos y disgustos de todo género; y como le he cobrado grande estima por su prudencia y sensatez, no puedo prescindir de recomendarlo fuertemente en mi ausencia.

Don Felipe se inclinó con suma gratitud, y el Virrey tomándole a este la mano le dijo a Sarmiento:

-El señor Felipe Pérez y yo somos viejos conocidos y amigos: no necesita serme recomendado, Brigadier: pero no obstante, esa recomendación será un doble motivo de favor y afecto para mí.

-¡Gracias! ¡gracias! señor: repetía el viejo con gravedad.

El Brigadier se acercó al Virrey y con una diestra discusión logró alejarlo como para hablar algo en reserva.

-Este pobre viejo, dijo, va a casar su hija con un picarón   —267→   hipócrita, que según entiendo tiene una alma sórdida y detestable. Se llama Antonio Romea: es todo un bellaco, en mi concepto, indigno de tener tal suegro...

-¡Jú!... -hizo con las narices el Virrey...- ¡no sabe usted que pájaro ha sido este a quien usted llama pobre viejo!

-¡Es posible!

-Sí, señor:

-Pues señor Virrey, yo nada puedo decir de él que no sea para el más alto elogio de su juicio, de su firmeza y de su rectitud.

-No lo extraño, porque la edad le ha hecho dejar de ser lo que era; y por eso es que usted ve la buena relación que tengo con él. ¡Pero sepa usted que tiene historia!

-¡Bien! si ha dejado de ser lo que era, quiero decir que ya no hay reproche que hacerle, porque de los arrepentidos se sirve Dios, Exmo. señor. Y por fin: sea lo que fuere, lo que yo ruego a V. E. es que recuerde el nombre de mi otro recomendado -Antonio Romea- señor Virrey: hombre que V. E. ha de tener ocasión de conocer.

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-Lo conozco, Brigadier: y me asombra tanto más la desfavorable apariencia con que usted me habla de él, cuanto que ha sido hasta ahora un mozo sumiso, contraído, irreprensible, exacto como un reloj para todos sus deberes ordinarios: el primero en estar sentado en su oficina, y el último en salir, y de un respeto ejemplar para sus superiores. Por todos esos méritos es que don Felipe Pérez lo casa con su hija.

-Yo apuesto, señor Virrey, a que las horas que no pasa adulando a sus jefes, como resulta de lo que V. E. me dice, las pasa con los frailes en los conventos.

-No digo que tanto, pero en efecto, es muy religioso y muy bien recibido por los superiores de los conventos;... y yo no veo nada de malo en eso.

-Pues permítame V. E. que con esta franca palabra, un poco brutal si se quiere, que tengo a fe de marinero, le asegure a V. E. que en él, todo eso prueba bellaquería; y que se lo recomiendo a V. E. para el caso, dijo Sarmiento con aire suelto, y volviendo a reunirse con don Felipe que se había mantenido distante, durante esta confidencia del Virrey y del general.

Los tres se despidieron con las fórmulas ordinarias del respeto y de la cortesanía; yéndose don Felipe a su   —269→   espaciosa morada de Lima, donde un número de visitas le esperaba, y volviéndose el general a sus naves para continuar sus intenciones.

Dos días después mientras que el General Sarmiento, saliendo otra vez del puerto del Callao, volaba hacia el Estrecho con sus tres carabelas bien provistas ya de todos los recursos necesarios, don Antonio Romea se acercaba al convento de San Francisco.

No bien puso sus pies en el atrio en que se levanta la frente del templo, cuando ya inclinó respetuosamente su cabeza sacándose el sombrero que la cubría y se dirigió con el paso cauteloso de un esclavo que pisa las habitaciones de su amo a la portería donde tres o cuatro frailes estaban a la sazón parados conversando con indolencia con algunas mujeres y pobres chiquillos que esperaban algo por allí. Don Antonio se dirigió a ellos, e inclinándose delante de cada uno, les tomó a su vez el grueso cordón con que ajustaban sus hábitos al cuerpo y se los besó humildemente, pasando, agachado siempre, de la portería para adentro.

Enfilado el largo y silencioso claustro, fue a arrodillarse delante de un crucifijo colosal que parecía estar allí para esparcir por aquellas bóvedas el santo y místico   —270→   terror con que el catolicismo ha sabido usar contra el pecado, del símbolo de la muerte del Redentor. Don Antonio permaneció postrado por largo tiempo, se golpeó el pecho, besó repetidas veces el suelo; hasta que levantándose con la mayor humildad y teniendo en las manos un largo rosario se dirigió a una celda en cuya puerta había un brasero con fuego y una caldera de agua caliente encima. Junto al brasero estaba un negrillo como de once años vestido con mucho aseo cebando un mate perfumado. Don Antonio se acercó al negrillo con la amabilidad con que habría saludado a la hermanita menor de su querida, y le preguntó con voz baja e insinuante, si el Reverendo Padre Guardián podía recibirlo; levantó el negrito una leve cortina que interceptaba la vista a lo interior y volvió momentos después a decir al caballero que entrase.

La celda que habitaba el Padre Andrés en el Convento de San Francisco era una habitación modesta compuesta de dos aposentos. Una o dos docenas de sillas de jacaranda laboriosamente talladas, circuían las paredes: algunos estantes de viejos libros infolio, compañeros de Farinacio Materia Criminali, había también, y en sus bordes superiores se mostraban en filas las ricas   —271→   naranjas de Lima, las lúcumas, las hermosas chirimoyas, y los peros huaquinos de Chile; por lo cual, y algunas cajitas de dulce y exquisitos quesos de chancu encimadas en los rincones, se venía en cuenta de que el grave guardián era un refinado gastrónomo a su vez. En el rincón de junto a la entrada había una tinaja de agua tapada con una fuente y un vaso.

El Reverendo Padre estaba satisfactoriamente sentado en una gran silla de brazos, asiento de baqueta, leyendo delante de una mesa de jacaranda un abultado proceso.

-¿Cómo lo pasas, hijo? -dijo Su Paternidad a don Antonio con un aire grave y protector.

-Empiezo a estar más aliviado, señor: ¡mil gracias! -le contestó Romea con una modestia extrema y dulcísona.

-Me alegro, me alegro... ¡Siéntate, hijo! ¡siéntate! -dijo el fraile señalando al mozo un asiento de baqueta.

Don Antonio se sentó con su sombrero entre las piernas.

-Ya habrás visto de cuanto alivio es para los grandes males del alma la comunión de nuestro espíritu con la infinita bondad de nuestro Señor por medio del sacramento   —272→   de la confesión. Porque el hombre mundano es como el lino que aun en la inacción se contamina con el pecado y la inmundicia.

-¡Es eso tan cierto, doctísimo Padre, que solo ahora, después de las dos veces que he recibido a vuestros pies la gracia del perdón, siento algún consuelo, alguna voluntad vivificante en mi espíritu; y aún no estoy satisfecho!

-De todos modos, hijo; debéis consolaros con lo que os he dicho: vos no tenéis enemigos, ni perseguís a nadie; el que acusa por los intereses de la religión y del reino, es como la ley, impersonal: no hace daño por sí propio, no tiene responsabilidad ninguna; cumple un deber y nada más. Por más poderoso que sea don Felipe Pérez, no lo será bastante para burlarse de la fe que nos debe; y su hija será purificada antes de que la recibáis... Creo que os puedo responder de esto como ya os lo he dicho... Verdad es que algún obstáculo hemos de tener en ese pobre hombre del Arzobispo Morgrovejo que tanto influjo sigue cobrando siempre sobre el ánimo del Virrey. Pero yo no soy menos que ellos, y vuestras revelaciones me servirán para abrir causa, y obteniendo los indicios correspondientes tengo ya una libre jurisdicción   —273→   que nadie me puede estorbar... Ese pobre Arzobispo se ha entregado con candor a un falso espíritu de caridad y de mansedumbre que él supone ser genuino de la Santa Iglesia Católica Romana, incurriendo en el más triste, en el más trascendental de los errores: falsa charitas pecatus est abominabilis, dice uno de nuestros cánones; y califica de falsa aquella caridad como la del Arzobispo que tiende al perdón y a la insinuación tolerante y que prescinde del castigo ejemplar y aterrante de los extravíos: porque por aquel medio se fomenta el mal, se contemporiza con el error: y está visto, señor, que la herejía no se extingue si no se extirpa. Esta funesta división que empieza a introducirse en nuestro clero, y que combate el Canon terminante de los Concilios con pretextos aparentemente tomados de los Evangelios, es el gran mal que amenaza a la Iglesia. Viene de aquí la guerra que muchos de los príncipes mismos de ella hacen al Santo Oficio, que es su columna, trabando, a pretexto de caridad y de cristianismo, sus grandes actos de justicia y de castigo. ¡Si el clero católico romano rodease la Inquisición, si no la hostilizasen como la hostilizan los prelados, el mundo estaría hoy salvado y la herejía extirpada!... ¡Pero no, señor! dijo el   —274→   fraile descargando un puñetazo sobre la mesa: ¡les ha entrado por hablar de persuasión, de predicaciones, de propagandas y adoctrinamientos como únicos medios de acción, y lo que vamos a conseguir así es que nadie corte la maleza que brota fervorosa debajo de nuestras mismas plantas!

-Eso es profundamente cierto, sapientísimo Guardián.

-¡Pues no ha de ser, señor! ¡si todos los días los estoy viendo!

-¡Vuesa Paternidad es un gran sabio! ¡eso es verdad! y así es que no quepo en mí de dolor al ver a esa niña con quien debo unirme, manchada con el pestífero aliento de la herejía, y a su padre, que tan venerable devoto me había parecido, contaminado en tratos heréticos con la basura hedionda del mundo.

-¡No desfallezcas, que todo eso lo hemos de arreglar y castigar!... ¿Tú crees que el don Felipe Pérez no persistirá en la negativa de su pecado?

-¡Creo que no, señor!... Yo mismo he oído al Hereje que benévolamente le ofreció documentarlo... Mi señor Pérez...

-¡Delante de mí, hijo, no hay más señor que Dios y   —275→   el Rey!... ¡y tratándose de un presunto contaminado, no puedo prescindir de observártelo!

-¡Perdón, Padre! -dijo don Antonio levantándose de la silla.

-Continúa.

-Pues decía a Vuesa Paternidad que yo mismo vi a don Felipe salir gozoso en busca de la oferta del hereje: después controvertían sobre si debía ser devolución o no, y el asqueroso Henderson cuya negra historia conoce ya Vuesa Paternidad por mi relación de ayer, interponiéndose entre Drake y don Felipe cortó la discusión cediendo a este toda su parte de botín que a él le tocara.

-Pero me dijiste ayer que sobre esto último te quedaba una premisa que consultar con tu conciencia, ¿lo has hecho?

-¡Sí, Padre! lo he hecho, y puedo jurar que es cierto; no obstante qué no lo he presenciado.

-Eso basta para la causa, que es lo esencial. Dime ahora, en qué modo vino ese hecho a tu conocimiento puesto que tú no lo presenciaste.

-En el barco en que estuvimos prisioneros hay un subalterno que quería de un modo especial al malhadado Daute de quien ya he hablado a S. P.; y este que odia a   —276→   Drake y a Henderson con delirio, me lo ha referido; para todo caso yo tomé cuidado de obtener que me hiciera ratificar esta parte de su relación en diferentes veces con todos los que la habían presenciado, y todos fueron contestes en confirmarla.

-Pues basta y sobra por los cánones para que procedamos. Después de eso hay la circunstancia agravante de la tapada; esta es necesariamente de la casa de Pérez, pues como tú me lo dices, sabía tu casamiento con María, y sabía el poco o ningún afecto que esta te profesaba como te lo probó tu primera conversación con ella, ¡ergo estaba en autos!... ¡Y esta parte es cosa muy seria! ¡es cosa que ha de ir lejos, por mi vida!...

-¡Esa infernal costumbre!...

-Calla la boca: ¿qué sabes tú de lo que hablas?

Don Antonio se quedó medio muerto y balbució un ¡yo, señor!... ¡perdón, Padre!... ¡soy un ignorante!

-Eso ya se ve, hijo; por eso debes tener prudencia en tus palabras; y debes pensar que si esa tapada te agravió otras sirven con ese mismo disfraz a la fe; ¡y pueden con él ponernos en el sendero de la averiguación de la verdad!

-¡Es cierto, Reverendo Guardián!... no me olvidaré   —277→   jamás de las grandes lecciones con que me favorecéis.

-Mañana mismo llamaré imperativamente a don Felipe para que venga a vaciar a mis pies toda la verdad que sepa. ¡Oh! yo os aseguro que no ha de cundir la herejía en el Perú mientras tenga yo en mis manos el cetro de las justicias de la Iglesia; y en cuanto a ese anillo que me aseguráis recibió María de su hereje seductor, parecerá, si lo tiene, o me dirá lo que ha hecho de él; dijo el fraile frunciendo las cejas con el ceño de la ira... ¡No he de dejar yo impunes iniquidades de ese tamaño! Y sobre todo, he de hacer guardar la fe que se me ha prometido.

-Yo me atrevo a implorar vuestra clemencia...

-¡Bien sabéis que en el fondo de todo esto no se trata de intereses míos!... Yo puedo ser clemente, hijo, con lo que respecta a mi persona; debo ser más que clemente pues debo ser humilde. Pero no puedo serlo con lo que toca a la Iglesia. Cuando yo, convencido de vuestra devoción y sumisión al dogma santo de nuestra madre la Iglesia Católica Romana, tomé sobre mí procuraros el parentesco y los derechos filiales de la familia de Pérez, vos ofrecisteis una dádiva voluntaria   —278→   para las necesidades y gobierno del Santo Oficio. Agregad a eso la posibilidad de que la falta de Pérez o de su hija sean de tal naturaleza que...

Don Antonio miró aterrado al Padre como si anhelase por comprenderlo...

-De tal naturaleza, continuó el fraile, que exijan las penas temporales que recaen sobre bienes o haciendas: suponed que él o su hija persistan en la abominación sin enmienda, ¿cómo puedo ser yo clemente con lo que es de mi Dios y de su Iglesia, y que debe ser empleado en mayor honra y gloria suya?

-¡Es incuestionable! -respondió don Antonio, pálido de terror y lleno de confusión en las ideas...- Pero... Vuesa Paternidad tendrá presente que mi porvenir todo se cifra en el enlace...

-Lo tendré presente, hijo; y tanto más, cuanto más ejemplar y abnegante sea vuestra ulterior conducta... ¡Pero pensad bien en que ante todo son los derechos absolutos que la Iglesia tiene sobre sus fieles! -dijo el fraile con un aire aterrante de poder y de orgullo. Vuestro porvenir, hijo, agregó, está en el cielo y no en la tierra, como el de todos los hijos del hombre; de todos modos, no pasará el día de mañana sin que yo dé principio   —279→   a las investigaciones: principiaré por llamar a Pérez como os he dicho. Retiraos, pues, porque tengo que hacer; pero id con ánimo tranquilo; no he de olvidarme de lo que merecéis...

Don Antonio se levantó con la sonrisa de la humillación en los labios y después de haber besado con grande respeto la mano del Padre, se retiró. Cruel debía de ser la preocupación de su ánimo, pues caminaba mordiéndose las uñas y sin levantar del suelo su vista vaga y cavilosa.



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ArribaAbajoCapítulo XVI

Lado positivo de los negocios humanos.


Don Felipe Pérez y Gonzalvo se quedó aterrado de la entrevista a que lo citaba el reverendo Padre Andrés. En ella supo toda la gravedad de las imputaciones de que era objeto: y como su presunto yerno había hecho la delación en descargo de su conciencia: el anciano se veía vencido; no podía ni darse por ofendido contra el hipócrita malvado que le atacaba, ni desagraviarse siquiera arrojándolo de su casa y negándole la relación proyectada de parentesco. Hombre prudente, avezado en todas las humillaciones y disimulos de que son escuela los Gobiernos despóticos o las fanáticas oligarquías, don Felipe sintió el golpe y se resignó en prevención de lo peor: frío y egoísta por temperamento, endurecido su corazón   —281→   también por las doctrinas dominantes de la época que tanto apocaban, ante la voluntad o el interés del padre, los afectos y los derechos de la familia, concibió esperanzas de que el precio de su derrota pudiera reducirse al sacrificio de su hija; cosa que él estaba dispuesto a que se consumara por el empeño en que tenía su palabra.

Siempre que así pudiese él contar con la anulación de las imputaciones relativas a sus connivencias con los herejes, habría quedado satisfecho. Pero comprendía que cualquiera que fuese el sacrificio con que lo obtuviera por de pronto, la seguridad y la quietud de su vida quedaba dependiente de un hilo, y entregada al antojo de Romea.

La naturaleza de la acusación que este le había imputado era tan grave que muy bien podía provocar la pena de horca; y cuando don Felipe recordaba el interés que el rey podía tener en hacer pesar sobre él una causa justa con que asegurarse de la eterna reserva en cosas pasadas, el pobre anciano temblaba de terror.

El padre Andrés le había exigido que se propiciase la justicia de la Iglesia mediante un formal compromiso de presentar a su hija en una pública penitencia y expiación   —282→   para casarla inmediatamente después con don Romea bajo una cláusula dotal de bastante importancia: sin contar con una multa cuyo valor ascendente debía modificarse si había falta de cumplimiento en el desempeño de algunas de estas exigencias; porque según él decía, era preciso indemnizar al perjudicado y desagraviar así la justicia.

Por más grande que fue la doblez y la destreza de que el pobre viejo hizo uso para ablandar al despótico Guardián, este se mostró inflexible; y despertándose entonces en aquel los instintos de firmeza y de voluntad que eran naturales a su carácter, resistió todo lo que tendía a imponerlo penas por sus actos, persistiendo en que más bien quería morir que dejar un precedente que necesariamente debía resultarle funesto al fin, pues que la justicia del rey podía apoderarse de lo perdonado por la justicia de la Iglesia, si él consentía en rescatarse así confesando implícitamente un pecado y un crimen que negaba haber cometido.

El Padre Andrés se irritó en extremo al descubrir aquella audaz intención de resistirle que se revelaba en su negativa a estas exigencias; y como el anciano, aunque implorando arrodillado la clemencia de la Iglesia, persistía   —283→   en su defensa, el fraile se exasperó al fin y lo arrojó de su presencia fulminando sobre él las más severas amenazas.

Este se levantó de los pies del franciscano, y salió al instante con el aire grave y tranquilo que parecía estereotipado en su figura.

Como si llevase una resolución madura y bien tomada se dirigió con un andar quieto y sostenido al palacio Episcopal: y solo cuando estuvo a sus puertas habló con los familiares del Arzobispo de modo que dejaba comprender el apuro que lo movía por verlo y hablarlo; lo que en muy breve tiempo consiguió.

No hay descripción capaz de hacer comprender con exactitud todo lo que ofrecía de profundamente venerable y santo la figura y la fisonomía del Ilustrísimo Alfonso de Morgrovejo, Arzobispo de Lima. Era un hombre como de setenta años de edad; unas cuantas madejas de cabellos blancos y sedosos pendían a uno y otro lado de su cabeza, cuyo centro calvo y lustroso como una esfera de porcelana estaba cubierto por el solideo morado correspondiente a su dignidad. Su mirada apacible e insinuante tenía un sello especial de amor fraternal y de simpatía al mismo tiempo que un fuego indefinible de   —284→   inteligencia, concentrada en la vasta bóveda de su frente.

El Arzobispo sentado en un artístico sillón de terciopelo, ocupaba cuando entró don Felipe un salón ricamente tapizado. Estantes hermosos y corpulentos repletos de libros cuidados con esmero, ocultaban la mayor parte de las paredes; y como su Ilustrísima acostumbraba dictar desde su sillón todos sus trabajos, porque era demasiado débil de pecho para escribir, dos mesas, con tres escribientes en cada una, ocupaban el centro de la pieza.

Nuestro anciano se dirigió al Arzobispo con un porte lleno de respeto, e inclinándose le tomó la mano y le besó el anillo pastoral.

-Me dicen que venís afligido, ¡hijo mío! -le dijo el prelado con voz llena de unción.

-¡Sí, Ilustrísimo señor! -le respondió don Felipe-, me hallo en un caso grave, amenazado por un riesgo de consideración, no sé si justa o injustamente, y conociendo la sabiduría y la prudencia de su Ilustrísima he creído que mi mejor recurso era venir a echarme a sus pies e implorar sus consejos.

-Mis consejos, hijo, si valen algo son fruto de una razón   —285→   que siento en mí, pero que no juzgo mía sino en cuanto me sugiere las palabras con que la pongo al servicio de mis hermanos en Dios, mis consejos son pues vuestros, hijo mío, como de cualquiera que los busque, y no tenéis necesidad de implorarlos teniendo el derecho de exigírmelos para que así sirva yo al Señor que sustenta mi razón sobre la tierra. ¡Habla!

-¡Señor!... ¡si pudiera hacerlo sin testigos!...

El Arzobispo se dirigió con blandura a sus amanuenses, y casi con el tono del ruego les insinuó que le dejasen solo.

-Hablad: y si vuestro mal es grave guardad toda esperanza en la clemencia del cielo que es infinita en favor nuestro.

-¡Señor! pesa sobre mí una imputación insidiosa y grave sobre la que acabo de ser terriblemente amenazado por el Reverendo padre Andrés...

-¡Santo Dios!... -dijo el Arzobispo levantando los ojos y las manos al cielo-: ¡siempre la Inquisición para hacer aborrecible, y pesar sobre nuestra Iglesia!... La Inquisición, hijo mío, no solo es ajena a nuestra jurisdicción, sino que también establece su derecho a someternos a ella: y temo que no pueda hacer nada en vuestro   —286→   favor. Mi convicción es, hijo mío, que el pecado y el diablo ceden solo a la predicación y la propaganda mansa y tranquila de la doctrina de nuestro Salvador; que la persecución emperra y enceguece tanto al pecador como al Juez, y que en vez de edificar, que es nuestro deber, destruimos con ella. Pero esta doctrina subleva en contra suya el celo de los exaltados que es siempre la masa de las comunidades y de las sectas, y la reniegan porque ponen toda su fe en la eficacia del castigo y de la extirpación. El Santo Oficio ha levantado esta bandera, y como, ella es muy poderosa por cuanto halaga las prevenciones de la pasión y del rencor me temo que la pasará dominante por muchas generaciones, que sabrán comprender cada vez menos que la extirpación es un nivel que rebaja los espíritus preparando siempre nuevas y más bajas reacciones de los mismos errores extirpados. Con semejante método el cristianismo marcha al materialismo, a la idolatría, a la barbarie y a la degradación del pensamiento. Perseguir es no dejar pensar, y no dejar pensar es impedir adorar a Dios... ¡Esta es la doctrina que puede más que los prelados!... ¿Os imputan algún error de dogma?

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-¡No, señor!... me imputan contratos de un género pecaminoso con los herejes que me saquearon...

-¿Y nada relativo al dogma?

-¡Nada!

-Pues bien, hijo mío: hablad, dijo el Arzobispo con interés; si es causa civil de la que se trata, quizás pueda serviros ayudándome el señor Virrey.

Don Felipe refirió entonces al Arzobispo todo su trance, confesándole francamente que estaba dispuesto en último caso a ceder a las exigencias del padre Andrés, pero que antes de resignarse a cosa tan dura deseaba ver si podía lograrse que fueran modificadas.

-Yo creo que lograreis, le dijo el Arzobispo, valiéndoos del mismo que os ha querido perder. Desde luego os digo que si hay una acusación de ese género contra vuestra hija, es inútil pensar en salvarla de la expiación que el Santo Oficio trate de imponerle; veo por lo que me decís que recibiéndola con humildad y resignación, el mal puede minorarse. Vuestra hija debe casarse con Romea; si no, os vais a perder pues que llevando la acusación adelante por despecho abrirá una causa infernal de cuyas apariencias condenatorias no os podríais salvar, según lo veo por lo que vos mismo me decís. Culpable   —288→   vos y culpable vuestra hija que es vuestro único heredero, bien veis que no podríamos salvaros del secuestro de vuestra hacienda. Yo os aconsejo pues, que inmediatamente veáis y persuadáis a Romea, que os reconciliéis39 con él, y tratéis de asegurarlo en vuestro amor y en la virtud, para que forme una misma cosa con vos y sea el marido de vuestra hija. ¡Ved pronto! tentad este camino que yo voy ahora mismo a instruir de todo al Virrey y ver si puedo combinar con él un medio de estorbar tan bárbara iniquidad. Pensad en que casado Romea con vuestra hija, entra a tener vuestros mismos intereses, y cesa en él toda razón para dañaros. Anda, hijo, y ejecuta lo que te he dicho.

Don Felipe se levantó en efecto de más en más cabizbajo y humillado y fue a golpear la puerta de Romea. Así que este lo vio se quedó pálido de vergüenza, y le saludó huyendo de encontrar sus miradas, como si la voz de la conciencia lo redujera ante su víctima al indigno papel del traidor. Don Felipe entró y se sentó sin hablar una palabra. Romea se quedó parado guardando también un profundo silencio.

-¡He aquí la situación a que usted me ha reducido, Romea!...

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-¡Señor!... su hija de usted me había despechado, y solo Dios sabe lo que he sufrido antes de resolverme a descargar mi conciencia...

-¡Ha ido usted demasiado lejos!... Se ha hecho usted instrumento de intereses ajenos, persiguiendo una ilusión.

-¡Empiezo a comprenderlo!

-Acusándome usted a mí como lo ha hecho sobre datos calumniosos que no tienen más base que el dicho de los mismos herejes, me ha puesto usted bajo la acción de un secuestro: privado yo de mis bienes, mi hija queda en la miseria y no puede llevarle a usted el dote convenido.

-¿Qué dote, señor?... Usted se resistía a dármelo cuando todo pudo quedar arreglado entre nosotros; ¡y usted tiene la culpa de haberme precipitado! -dijo don Antonio con una profunda tristeza en la voz y en su semblante.

Don Felipe guardó silencio por un rato.

-Bien, Romea: dijo por fin, ¿se contentaría usted con un dote de veinte mil escudos?

Don Antonio pensó seriamente por un rato y dijo al cabo:

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-¿Y las multas de propiciación, quién las abonaría, señor?

-¿Cree usted que bastará para ellas otro tanto?

-Haré cuanto pueda al menos, porque basten.

-En tal caso vaya usted al momento a arreglarlo, y yo las pagaré;... con tal que María quede exonerada, agregó el anciano como si quisiese poner restricciones, de la contricción y penitencia pública que quiere fulminar sobre ella el Reverendo Padre Andrés.

-¡Lo solicitaré, señor!... Pero ¿pensáis que vuestra hija accederá?

-Accederá: dijo el viejo con imperio.

-Voy entonces a ponerme a la obra, dijo don Antonio.

Don Felipe se levantó callado y se salió... Pero al llegar a la puerta del aposento en que estaban, detuvo el paso como si lo hubiere preocupado una reflexión repentina, y volviendo hacia atrás:

-Oiga usted, Romea, dijo sin querer mirar a don Antonio; lo que usted ha hecho me prueba que es usted un hombre de poca perspicacia y demasiado atolondrado para ceder a la primera inspiración de sus pasiones o de sus intereses...

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-¡Señor!... -dijo don Antonio con el tono altivo del reproche.

-¡No! no crea usted que ignoro el vuelco que han dado las cosas; pero está en los intereses de usted oírme con paciencia. Dígame usted con toda franqueza ¿usted ha ofrecido al Santo Oficio parte del dote que yo debo darle a usted?

Don Antonio hizo un ademán de indignación; quiso hablar y vaciló al ver el ojo penetrante e inmóvil que el viejo tenía clavado en él.

-¡Sea usted franco, Romea! -le dijo este...- Si usted ha ofrecido una primicia sobre ese fondo, reduzca usted el dote a la mitad, y deje usted al Reverendo Padre que en ese concepto señale él a su arbitrio la multa expiatoria asegurándole que cumpliré lo que él me ordene.

-¿Y qué ganaría yo en eso, señor?

-¡Mucho!... porque evitaría usted que fuese disminuida en más mi hacienda. De otro modo...

-¡Comprendo, señor, comprendo! -dijo don Antonio sacudiendo la cabeza.

-¡Bien! -dijo don Felipe y se retiró.



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ArribaAbajoCapítulo XVII

La justicia del hombre y la justicia del cielo.


Tan profunda fue la cavilación que se apoderó de don Antonio, que ni reparó siquiera en que don Felipe se había ausentado.

La causa fueron quizá las agitaciones que destrozaban su espíritu, claramente reveladas en lo estático y concentrado de su mirar y en el modo febril con que se mordía las uñas.

¡Maldición!... ¡Infierno!... exclamó después de un rato como si no pudiese contener más tiempo la explosión de su alma.

Pero no bien hubo arrojado esta blasfemia, cuando volviendo aterrado en sí, echó una mirada al derredor del cuarto para ver si había tenido algún testigo. Tranquilizado   —293→   un tanto al verse solo, cruzó los brazos con abatimiento, y dijo hablando consigo mismo:

¿Qué hacer ahora, Dios mío?... Dios, Dios: repitió con el gesto de una amarga ironía... ¿No es a él a quien me harán servir sus ministros obligándome a consumar mi sacrificio? ¿No es en su nombre que seré castigado si retrocedo en el camino a que ellos me han lanzado? ¿No es el brazo de su tremendo poder el que pesa ya sobre mi lengua y sobre mi destino?... ¿Qué soy yo, qué puedo hacer ya para detener su fuerza exterminadora?... ¡Maldición! ¡infierno! repetía como un desesperado abriendo los brazos y lanzándose a tranco sobre las paredes de su cuarto.

Fatigado con estos ímpetus de valor, se quedó de nuevo en una profunda meditación. Parecía que algo quisiese combinar en su mente. Pero sacudiendo después de un rato tristemente su cabeza -¡Es imposible! dijo: ¡es imposible!... El padre Andrés ha encontrado ya su camino: ¡la fortuna que por tanto tiempo ha codiciado está en sus manos y no necesita de mí para que le ayude a trasquilar esas ovejas de su rebaño! ¡Mísero de mí! mi propia imprevisión me ha perdido. Ante el supremo interés de su autoridad omnipotente ¿cómo puedo yo hacer   —294→   oír la débil voz de mi conveniencia?... ¡Ah, Dios mío! ¡Dios poderoso! Verdad es que denunciando vuestros enemigos procuraba también mi ventaja personal; verdad es, Dios misericordioso, que he sido desleal a los lazos de gratitud y de la amistad que me unían a los denunciados; pero ¿era yo libre, Señor, para absolverlos? ¿No era vuestra ley, no era vuestra doctrina, no son los ministros de vuestro altar, no son las órdenes de vuestra Iglesia, las que me imponían el deber de hablar a los encargados de defenderla contra la mala yerba? ¿Podía yo cerrar mi labio a la voz de mi conciencia arrodillado ante el supremo tribunal de Dios y haciendo acto de confesión?... ¿Por qué arrebatarme entonces las esperanzas de mi vida? ¿Por qué desheredarme de los bienes que debía poseer? ¡Ablandad, Señor, mi corazón! dijo don Antonio anegado en lágrimas: y dirigiéndose como un demente a una imagen, que puesta en una mesa, tenía dos velas de cera ardiendo por delante, la levantó en sus manos, la colmó de besos, se arrodilló estrechándola contra su pecho, y exclamó -¡Santo bendito! ¡Divino Antonio! ¡protector de mis días! ¡patrón de mis intereses! ¡interceded por mí en este conflicto!... ¿Qué porvenir va a ser el de este vuestro humildísimo devoto   —295→   si después de todo esto queda sin fortuna y sin posición?... ¡Maldición! ¡infierno! ¡Esbirro del santo oficio para siempre! exclamó tapándose los ojos... ¡No! jamás: un convento: un convento es mucho mejor, agregó con un aire resuelto y reflexivo. En un convento podré al menos ascender: llegaré al mando y la venganza será terr... ¡Perdón, Santo Bendito! ¡perdón! agregó como si se arrepintiese de este desahogo de su rabia. ¡Estoy delirando! ¡No! ¡Es preciso que tiente el último esfuerzo! ¡voy a arrojarme a sus pies; voy a pedirle piedad: voy a implorar su compasión!... Y tomando don Antonio desatinadamente su sombrero y su capa, salió a la calle dejando abiertas sus habitaciones, y se dirigió al convento de San Francisco en busca del Padre Andrés.

Iba el cuitado con la firme resolución de echarse a los pies del Padre Andrés y de rogarle que no pusiese al colmo su sacrificio. Pero a medida que se acercaba al convento se le aclaraban las ideas: la inclemencia fría y severa que formaba el fondo del carácter del fraile se retrataba en el alma decaída del pretendiente ejerciendo todo aquel despotismo que la hacía irresistible, y el amargo desconsuelo que este pensar le infundía iba destruyendo en su ánimo a medida que se acercaba al convento,   —296→   todas las esperanzas con que había salido. Preveía que la profunda humildad con que siempre había él acatado al Padre Guardián, y el hábito del predominio exclusivo que este fundaba en esta y demás circunstancias de su trato habitual, le privaban de todo peso personal, de todo medio para apoyar su súplica y hacer de su descontento un instrumento de influencia para con el fraile. Desde que este, como su propia razón se lo pronosticaba a don Antonio, parapetase sus negativas en la necesidad de defender la fe, de asegurar el engrandecimiento y opulencia de la iglesia, don Antonio tenía que reducirse al silencio: ninguna razón personal o caritativa podía emplear contra este argumento que a la vez formaba el pretexto de su inicua conducta para con don Felipe, sin ofender al dogma dominante; y era además seguro que si la más leve indicación se le escapaba sobre la deslealtad con que el fraile se había conducido para con él, se expondría a tal castigo que quedaría igual a sus víctimas.

-¡Qué hacer, Dios mío! -exclamó todo confuso al verse a las puertas del convento, sumido en esta cruel perplejidad.

Vana sería la tentativa de pintar con palabras humanas   —297→   su aire de abatimiento y de baja humildad: sin tener idea fija todavía, iba a arrodillarse delante del crucifijo colosal que ya conocen nuestros lectores; mas no fue poca su sorpresa al ver vacío su lugar. Permaneció indeciso por un instante buscando en derredor suyo la sacra imagen, hasta que convencido de su ausencia se dirigió con un ademán de desesperación hacia la celda del padre Andrés.

Poco antes de que don Antonio hubiera entrado al larguísimo claustro de la portería, había pasado por él, en demanda también de la celda del Guardián un personaje digno de ser conocido de nuestros lectores: era este un cierto don Marcelín Estaca y Ferracarruja a quien todos tenían por doctor in utroque; pero que, a pesar de que él se dejaba menudear el título con grande satisfacción, nunca había sido más que bachiller en derecho civil. Pasó nuestro hombre con un aire tan grave y tan sabio que parecía extasiado con su importancia personal y con el eco de sus lentos trancos, que repercutiendo en las silenciosas paredes del claustro remedaban los golpes con que el tambor rinde homenaje a las majestades de la tierra. Don Marcelín era pues su propio tambor y se batía marcha a sí mismo   —298→   con el más profundo respeto de su propia persona.

Nuestro carísimo bachiller sabía andar con una admirable competencia científica, pues si alzaba uno de sus pies, cuidaba bien de que su punta se encorvase al suelo con donaire, de que el talón cayese con el aplomo de una sentencia, y de contornear los movimientos de sus brazos y de su cuello, teniendo el otro pie fijo en tierra para que su cabeza no perdiera la magistral reenclinación con que la llevaba (como si llevara una custodia) sobre sus hombros.

Si bien no lucía don Marcelino la prosaica casaca ni el bastón tradicional que empuñan los doctos magistrados en nuestros días, una rica toga de raso negro muy bordada de realce lo vestía hasta los talones, y resplandecía en su pecho una grande cruz de raso rojo que el sapientísimo bachiller usaba como insignia del elevadísimo carácter de Fiscal de la Inquisición de Lima que investía; en cuyo empleo se había adquirido la más conspicua reputación de defensor inflexible de los derechos de la iglesia, en lo cual (decían las malas lenguas) se hermanaba su propio interés y la satisfacción de las pasiones de círculo y de fanatismo a que reducía siempre todas sus miras.

  —299→  

Una golilla de una bretaña dura y poco fina, muy almidonada y tiesa como un palo, servía de nido a sus carrillos magrujos y biliosos, que algo más chupados parecían a causa del esmero con que el sublime bachiller se alzaba un enorme tupé o hopo (a manera de cresta) sobre su frente: manía de que nadie sino él participaba ya en aquella época.

Como el lucimiento de esta cresta era para nuestro hombre el rasgo característico de su eminencia, gustaba de andar descubierto, o de ponerse cuando más, un leve bonete de cuatro picos adornado con madejas de seda verde y seda roja.

Para colmo de solemnidad en la figura, el doctísimo Fiscal era tuerto, de modo que su adusta mirada cobraba un valor indefinido con los turbios movimientos de la sanguinosa y gruesa nube que cubría todo el globo de su buen ojo.

Su frente era estrecha y angulosa: su ojo chico y sin viveza; y tan visible era la infatuación de ciencia y de valía que lo rellenaba, que fruncía sus labios y adormecía clásicamente sus ojos, sin duda para impedir (que por estas aberturas de su cuerpo al menos) se desparramasen algunas de sus partículas inapreciables.

  —300→  

Todo esto, unido al tono enfático y ridículo de sus maneras, hacían de este personaje un domine Lucas de aldea, de aquellos en quienes se estereotipa, como en un molde, una pedantería estrecha y terca con la más cómica infatuación de saber y de importancia.

Entre sus rasgos morales se distinguía el de una inclinación innata a forjar conspiraciones y armar intrigas, bien cubierta bajo el velo hipócrita de gravedad y de serio reposo, con que se presentaba a los extraños.

Y como era fanático y estaba repleto de preocupaciones personales, no le faltaba su circulillo de adeptos que intrigaba de su cuenta y por su inspiración.

Llevaba en su mano derecha, bien plegados y tomados a guisa de cetro, un par de guantes de seda blancos, con los que tocó y empujó la puerta del guardián, entrando y diciendo con intimidad:

-Adsum Reverendisime. Y como al dirigir las miradas hacia el padre, el bachiller lo viese inclinado sobre un enorme pergamino, de menudísimos tipos, se chupó los labios y los carrillos, y levantando la mano, con los dedos en forma de círculo, dijo: luz del siglo es Vuesa Reverencia: infatigable al manoseo de la ciencia: ni las escabrosidades del Pindo, ni los ayunos de los vates de   —301→   Minerva, ni la tremenda esgrima de la espada de la justicia, fatigan sus membrudas facultades.

-Heu Marceline! -le respondió el guardián con tono de chanza y de amistad: y separando un poco su libro hacia el medio de la mesa, continuó diciéndole: Carissime inter amicos! Unde agis te?

-¡De Foro!... esto es de la Audiencia; y de veras, Padre Guardián, ¡qué sumamente exacerbado vengo! -dijo el bachiller sentándose al lado del fraile...- ¿Ha visto Vuesa Reverencia cosa más absurda?... Los compañeros... y aun el señor regente también, por espíritu de envidia, según supongo, o por nimiedad, que es lo más probable, quisieron zaherirme sobre lo que se les antojó llamar innovación del bordado de mi toga, cuando la idea como nacida de mi consorte que es texto en la materia, ha merecido, señor, la más alta aprobación de todo el colegio de abogados, porque realzaba la figura y el empleo en que el rey nuestro Señor...

-¡Va! ¡va! ¡va! ¡fruslerías!... Nugæ Marceline! nugæ! -le dijo el fraile interrumpiéndole con desembarazo.

-Nugæ! sí: ¡nugæ, señor Guardián! ¡Bien lo conozco: son fruslerías y sé que no sienta a mi docta persona   —302→   enlodar las ruedas del carro de mi ingenio haciéndolas trillar tan pobrísimo terreno! ¡Pero, señor! cuando yo hago o cuando yo digo una cosa, tan bien pensada, tan bien concebida, y tan fija es la idea que me he tornado el trabajo de elaborar, que los demás deberían abstenerse de venir así no más a la ligera a juzgar...

-Pero ¿quién no lo sabe eso, doctor Estaca?

-Y por eso es que jamás incurro en un error ni he tenido que retroceder en vez alguna de opinión que yo haya formado. ¡Vos lo sabéis! pues con marcha paralela hicimos ambos nuestro camino.

-Y tanto lo sé, caro amigo, que ahora mismo estudiando el punto que se os consultó de oficio, sobre el tremendo indicio (el fraile puso aquí los ojos feroces, estiró la boca, ahuecó la voz y levantó el dedo índice), que pesa sobre Felipe Pérez y su hija, estoy viendo letra a letra y concepto por concepto la enumeración de las opiniones dominantes y recibidas con que habéis evacuado la vista reservada que se os confirió del caso.

El bachiller tosió con garbo y apretó los labios.

-Hay un punto sin embargo en que os hubiera deseado más explícito: agregó el fraile...

-Cuando se escribe, señor guardián, no siempre conviene   —303→   serlo; y es por eso que deliberadamente (no penséis en otra cosa) toqué por encima solo ciertas circunstancias.

-Sabéis de la que os hablo...

-Hay varias; porque al meditarlas, reflexioné que debía reservarme en daros explicaciones de palabra: una de ellas es esa que me vais a exponer.

-Vos conocéis los hechos: definido una vez (dijo el fraile con un tono elevado y arrogante) lo que es herejía; enumerados todos los crímenes que se encierran dentro de esta infame clasificación (que es de lo que actualmente me ocupaba registrando a Farinacio y al Cardenal de Luca, que aquí veis), nuestro proceder viene a ser muy claro y expedito. Porque, señor, si el crimen de herejía se reduce al establecimiento y defensa de una proposición lógica, tal que contradiga la letra o el espíritu de los concilios y de los Cánones, es preciso convenir en que no podemos causar ni condenar a Pérez ni a su hija. Desde que no podemos probarles haber sentado proposición de ninguna clase, tenemos que absolverlos; y en caso tal lo que más conviene a los intereses temporales de nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana, es que desvistiendo la túnica de jueces del pueblo   —304→   de Israel con que ella nos honró, la sirvamos como hijos suyos, como hermanos mayores de los fieles, y con los frágiles medios de nuestra propia y virtual humanidad; es decir, llevando a cabo la unión matrimonial de la denunciada con el denunciante, mediante la primicia expiatoria ya arreglada. Mas, si por herejía se entiende también la contaminación espiritual; el coito sacrílego de las voluntades, la inmersión simpática en que cae el alma del católico por su trato o por su amor con la del hereje, desaparece la duda y la condena de la contaminada es entonces de toda regla...

Hinchado40 el bachiller como si fuese un pavo, hacía un rato que a medida que el Guardián hablaba, él tocaba fuertemente sobre la mesa con el índice de la derecha, como el hombre que muestra con calor la ratificación de sus opiniones.

-...Y entonces (seguía diciendo el fraile) la entidad de Juez anula la entidad de hombre: la voz del deber sofoca la voz de la caridad y del cariño; el interés de la justicia divina no admite atenuaciones de orden humano; y la integridad de la sentencia destierra toda tentación de afecto o de lealtad terrenal: es de ley la confiscación total de los bienes   —305→   del hereje, y... ¡pues justicia sea hecha aplicándose, toda la ley!

Y mientras el Guardián decía todo esto, el bachiller dada y daba sobre la mesa con un entusiasmo y una satisfacción creciente y repetía:

-¡Hoc! ¡hoc! ¡hoc! ¡hoc!... Ese es el punto, Padre Guardián.

-¡Y si ese es el punto, el pacto del hombre cede al derecho del cielo! Y si ese es el punto, la diligencia del procurador no obliga la fe del amo; y se deduce, por consecuencia, que tanto como Juez de Israel, cuanto como hermano caritativo del hombre es de mi deber separar a Romea del terreno de la causa en cuanto a matrimonio: y dejar a la justicia del cielo en toda la anchura de su camino.

El bachiller tosió, se acomodó en su silla, y dijo despacio:

-Razonáis bien, señor Guardián; pero, como no habéis dado todavía con el fundamento verdaderamente céntrico de la cuestión, permitidme que os la exponga y lo demuestre bajo su más neto y precisísimo aspecto. Los autores más acreditados en la materia (de los cuales Farinacio es para mí el predilecto por cuanto jamás   —306→   se olvida del punto cardinal, que es la persecución y el castigo del hereje y del delincuente) dicen: his convenit distinctio inter hæresim formalem et materialem: nan (y fíjese bien Vuesa Paternidad en esa circunstancia que es esencialísima) si proposito fidei contraria ab homin christiano pertinaciter errante scribatur aut amplectitur! (aut amplectitur) señor Guardián, (dijo el bachiller apurando el tono) formalis erit: ahora bien (y aquí entra nuestro caso) las leyes humanas y divinas hacen a la esposa una mitad virtual del esposo; y como la denuncia recae sobre el compromiso de matrimonio o en términos técnicos -el coito sacrílego de las voluntades de la llamada María Pérez con el hereje incorregible (pirata fascinorosus insuper) llamado Henderson, resulta probado por la más severa y estricta lógica, que la denuncia recae sobre un caso de herejía formal, porque el error de la mitad matrimonial dominante contamina, abraza, somete, refunde, asume, aniquila, la sustancia a la naturaleza de la otra mitad; y así, es preciso que el canon se aplique con toda integridad de su texto; y que se dé razón entera, señor, a los principios que nos rigen, y de los que nunca jamás me he separado. Tanto es así, que no es este un caso nuevo   —307→   para mí, no, señor; allá por los años de 42 ya dije yo (y por cierto que se convirtió en práctica inconcusa del tribunal de Valencia) ya dije yo...

-Vuestro argumento es incontestable, querido doctor; pero su alcance no me satisface, dijo el Guardián interrumpiéndole.

-¿No os satisface?... ¿qué entendéis decir con eso? Cuando yo os digo, yo, que ese raciocinio es la piedra de toque del asunto...

-Ese argumento será eficacísimo doctor, para abrir causa y condenar a la muchacha; pero no es para abrírsela al padre, ni para secuestrarle y confiscarle sus bienes, porque como bien sabéis (y lo estaba leyendo aquí en las adiciones de Farias al Covarrubias) la herejía del padre no autoriza el secuestro de los bienes propios del hijo, ni la del hijo autoriza el de los del padre: la parte pues más sustancial de nuestro golpe va a fallarnos por vuestro camino.

Mientras el guardián enunciaba sus objeciones, el doctor le miraba como con lástima, balanceando su cabeza.

-Veo reverendísime que no tenéis una idea exacta del caso.

-Creo que la tengo... lo que es menester, al menos   —308→   es descargar el peso de la acusación sobre el padre, para que fluya en el acto el secuestro y la consiguiente condena.

-¡No! la sencillez aparente de las cosas es falaz en sumo grado, si no se cuida de preveer a tiempo las complicaciones que pueden sobrevenir. Vos sabéis bien que el arzobispo y el virrey se preparan a proteger a Pérez; y como la acusación de este procede tan solo de convenios y tratos de ilícitos comercios con el hereje, no bien fulminéis vuestro primer auto os suscitarán juicio de incompetencia, y como os faltará la prueba de herejía contra el reo, contribuiréis a probar, cuando más, el cargo de alta traición por cuyo solo hecho habréis provocado la confiscación a favor del fisco y no a favor de la Iglesia.

-¡Decís bien! -dijo el guardián muy pensativo.

-¡Toma si digo bien! y debéis notar que desde que la cosa tome este aspecto, tendréis que litigar, de estandarte a estandarte, de potencia a potencia, de majestad a majestad; viniendo a ser muy dudoso que nos nutra el resultado. Mas, considerad la cosa ahora por el lado en que yo os la ponía; y veréis evaporarse las complicaciones. Establecido y justificado contra la hija el cargo   —309→   de herejía formal, por el incontestable raciocinio que yo os tengo formulado, la traéis a ella, que es la culpable de esa herejía, a la prisión de la Iglesia: esa hija es única y forzosa heredera del padre; prolongando su causa sin declararla culpable, no puede ser preferida en testamento, y en muriendo el padre ella es su heredera ab intestato; esperad pues a que la muerte del padre la ponga en ese caso; y con su condigno castigo habréis confiscado legítimamente los bienes que ella hubiere heredado.

-¡Ah! ¡ah!... Mas se me ocurre una objeción: dijo el fraile.

-¡No hay objeción posible!

-¿Y si la muchacha por efecto de la fortuna y del terror o de la desesperación, muere antes que el padre?

-¿Muere antes que el padre?... ¡Me sorprendéis, querido Guardián!... ¿De cuando acá ha empezado a temerse que se sepa lo que pasa en las prisiones del santo oficio? ¡Treinta años hace que lo sirvo, y nunca osó nadie sobre la tierra fiscalizar el uso que él hizo de su poder y de sus cosas! Para contrastar los accidentes de la naturaleza tuvo siempre su propia voluntad; y desde que nosotros decidamos que la acusada no muera, no puede morir hasta el día en que el tribunal lo   —310→   decrete. ¿Faltará quien lleve su nombre, y sea con él sentenciada?... Por lo que hace a la tortura, dadla aparente, subsidiaria y preventiva: buscad el efecto moral del espectáculo y no os empeñéis en obtener una confesión: que no se necesita eso tampoco, pues está probada su inmersión espiritual y sacrílega con la voluntad de un hereje incorregible y confeso.

-¡Perfecto! ¡Perfecto!... Ahora sí que puedo decirme dueño del asunto: dijo el fraile levantándose entonado y poniéndose a pasear por la celda.

-Voy a haceros ver otra de las grandes ventajas que producirá este plan artística y acuciosamente combinado por mi ingenio: es este: los protectores de Pérez, al ver que nos ocupamos de la hija, prescindiendo del padre, suspenderán su alarma y sus medidas: reconocerán que dado el tenor de la acusación que pesa sobre la reo, carecen de competencia para trabar nuestros procedimientos; juzgarán prudente tomarse el tiempo de observarnos; y ya os lo he repetido muchas veces: el tiempo solo puede hacer mucho de la nada; puede ser mudado el Virrey en el intervalo, y pueden por fin venir un millón de coincidencias que abrevien y concentren nuestros caminos.

  —311→  

-¡Vamos ahora al otro punto! -dijo el Guardián suspendiendo sus paseos y dirigiéndose al Bachiller-; hay en él grandes complicaciones necesariamente que han de salir a luz, y qué sabe Dios de cuanto interés pueden ser para nosotros-miembros del Santo Oficio.

-¿Queréis hablar probablemente de las indagaciones dirigidas a aclarar quiénes son en Lima los que están en inteligencia con el hereje, ese satanicus nauta murum de que habla la Escritura?

-Eso mismo: bien veis que si ese es un fondo oscuro al presente, es inmenso y puede llegar a ofrecer grandes perspectivas más adelante.

-¡Cierto, cierto!... Pues señor: dijo el Fiscal después de un rato de reflección: mi consejo es que prendáis con la hija de Pérez a la zamba que le hace siempre compañía.

-Había empezado a fijarme en esa idea; dijo el padre algo turbado.

-No hay más: ¡ese es el principio! Vos sabéis, Reverendísimo, que el punto capital de esa indagación es descubrir la tapada a que la denuncia de Romea y la declaración de Gómez se refieren. Ellos mismos dicen que no era la María Pérez, por cuanto andaba allí mismo con   —312→   su madre y ellos la vieron. Mas no andaba la zamba; y como esa tapada sabía cosas de la casa que solo entrando en ella pudo saber; como sabía cosas que no podía saber sino por confidencia de la María misma, o de otros a quienes ella lo hubiera dicho; y como es inevitable que la zamba esté al cabo de quienes son los que tienen conversaciones y confianzas con la niña, es indubitable (yo nunca digo indudable, padre Guardián, porque esa es una corruptela contra el purismo de nuestras etimologías latinas) es indubitable, repito, que prendiendo a la zamba Juana, y dándole tortura de cerca (dijo el Bachiller haciendo el ademán de torcer un torno) entraremos necesariamente en un camino magnífico de revelaciones, que sabe Dios hasta donde nos lleva en la causa misma de la María para complicar al padre.

-Como ya os he dicho, esa idea era la mía... y solo una contrariedad... una sospecha vaga... un temor remoto... una cosa que mi misma razón me dice que es una locura, una ridícula cavilación, es la que detenía mi brazo; dijo el fraile profundamente impresionado.

-No creáis que se me oculta esa contrariedad; dijo el Bachiller con petulancia: y vais a ver.

  —313→  

-Sí, se os oculta, porque es una cosa que no podéis saber; es un secreto de mi alma, que no sabéis hasta donde me hace desgraciado, y cuanta influencia tiene en la severa venganza con que me abandono al castigo de los acusados: gozo castigando porque... ¡no me hagáis caso Bachiller! ¡este recuerdo me trastorna! (agregó el fraile sentándose bastante conmovido)... Decías que vuestro proyecto tenía una contrariedad...

-¡Insignificante! y es: que descubierto todo el misterio y las intrigas de los malvados que se hayan ligado al Satanás de los mares, todo eso constituiría crimen de alta traición, o lesæ majestatis, y no de herejía. Es de temerse, pues, que los civiles nos carguen con su competencia. Pero como esos criminales habrían sido los fautores y causantes del crimen de herejía que nosotros perseguimos; y como nuestra causa habría servido para la averiguación de lo concerniente a la otra, quedaríamos siempre en el mejor terreno, y cualquier recurso de fuerza que nos intentaran lo podríamos sostener con exclusivas ventajas. El golpe, pues, consiste en apoderarnos en toda la continencia posible de la causa; prendiendo simultáneamente a la zamba, hacemos que cualquiera revelación lesæ Majestatis que resulte, ocupe el   —314→   lugar de un incidente, de una emergencia de la causa principal; y este es, como os he dicho, el golpe maestro.

El Padre Andrés oía como distraído e indeciso.

-Cualquier escrúpulo que tengáis contra este dictamen debe ceder a las grandes y positivas ventajas que le acompañan.

Siguió refleccionando el Padre, al rato se levantó y dijo resuelto:

-Estoy de acuerdo: ¡esto es indigno de mí! ¡Por una cavilación fantástica, por una verdadera visión, no debo exponer ni truncar un plan tan vasto y tan seguro como el vuestro!... ¡Ea! ¡manos a la obra, amigo! ¡manos a la obra! -repetía el Padre Guardián, y se paseaba con animación a lo largo de su celda refregándose las manos. Alguien que estaba del lado de afuera golpeó levemente la puerta en este instante. El guardián fue a abrirla con abandono. Pero no bien se encontró en ella con la figura humilde y encorvada de don Antonio (que semejaba a la de un mendigo pidiendo el pan de la caridad) cuando le acometió un violento ataque de despecho. La conciencia le decía bien claro al Reverendo Padre que su proceder para con el mozo era de un egoísmo inicuo y   —315→   desleal; y le era importunísima su presencia, porque ella sola lo acusaba. Al caerle así de improviso en un momento en que tanto lo preocupaba el éxito de su intriga, no tuvo tiempo de refleccionar ni de dominarse.

-¡Y bien! ¿qué quiere usted? -le dijo con enfado y con insolencia.

Don Antonio vaciló, se quedó cortado; y atónito con tan cruel recibimiento dejó caer su sombrero de las manos, las juntó en ademán de súplica, y dijo arrodillándose: -¡Clemencia, poderoso señor: clemencia! ¡no me pierda Vuesa Paternidad!

-¡Mal haya el importuno! -exclamó entonces el fraile, y con un violento golpe volvió a cerrar la puerta de su celda.

El infeliz que era así arrojado, se quedó allí como perdido. Inmóvil por un momento en la vil actitud de súplica que había tomado, no podía concebir ni lo que le pasaba ni lo que debía hacer. Se levantó de repente desatentado, dejando su sombrero a la puerta del fraile, y con todas las señales de la demencia volvió para atrás deprisa sin saber adonde iba ni lo que había de hacer. Encontró al paso una puerta trasversal abierta, y se metió por ella en un corredor estrecho y sombrío que lo   —316→   llevó a la sacristía; pasó de la sacristía a la Iglesia, y fue a tirarse, con la frente en tierra, contra la tarima de un altar.

Era como la una de la tarde, hora en que la ciudad entera dormía la siesta: todas las puertas exteriores de la iglesia estaban cerradas: su completa soledad infundía aquel miedo reverente que siempre produce el silencio sepulcral de las bóvedas sagradas. La oscuridad del interior hacía jugar los caprichos fantásticos de la sombra sobre las cien imágenes que asomaban sus escuálidos semblantes en los nichos de las paredes y en los altares; y cuando el eco solitario repitió el golpe que produjo don Antonio al dejarse caer en la tarima, el infeliz se figuró que oía un clamor vago de reprobación lanzado desde cada nicho; levantó azorado sus ojos y le pareció que un gesto convulsivo animaba el rostro de las figuras rígidas y cadavéricas que le rodeaban. No teniendo fuerzas para sobreponerse a la horrible tensión en que estaba su espíritu, cedieron los frágiles resortes de su alma, y cayó en la inanimación del desmayo.

Entretanto, después de haber cerrado su puerta, como hemos visto, se volvía el Padre Andrés hacia el Bachiller, y cruzando los brazos le decía:

  —317→  

-¿Y qué hacer con un impertinente de esta clase?

-Y habéis de saber, señor Guardián, que no lo tengo por tonto, dijo el Bachiller después de un rato de silencio.

-¡Nada menos que eso! -repuso el fraile con un gesto muy significativo-; tiene prendas especialísimas y sobresalientes para el servicio de la santa fe, si quisiese consagrarse a ello: es pertinaz, paciente, disimulado, taciturno, profundamente ambicioso, dotado de modales humildes y respetuosos, introducido e insinuante; es un hombre, en fin, predestinado a las grandes luchas y a la defensa de la fe, si llegase alguna vez a abrir su alma a las inspiraciones de la gracia divina, para fortificarse en la voluntad del sacrificio y de la penitencia que constituye la regla, la fuerza indestructible, y la santidad de nuestro estado. Os aseguro que no tengo uno solo entre los jóvenes de la Orden que me dé remotamente siquiera, las esperanzas que fundaría yo en él, si entrase en ella.

-Tan cierto es que tenéis razón, que yo (que nunca me engaño en la idea que formo de los hombres) pensé de él eso mismo apenas le conocí. Por consiguiente, debéis consagrar vuestros esfuerzos a ganarlo para la vocación a que lo ha destinado el cielo; quitadle las aspiraciones   —318→   mundanales que lo agitan, y traedlo al gremio de los grandes objetos que ligan la tierra al cielo. La ocasión es oportuna: vuestra mano pesa sobre su espalda; apretad más hasta quebrarle el albedrío mundanal, y traedlo al camino de su destino. Fácil os será conseguirlo.

-Pues sabed que lo he de tentar, querido doctor: creo que el tiempo le hará mirar en eso una inmensa compensación a las contrariedades de su actual fragilidad, y que me será grato, dijo el fraile; y se puso a pasearse por la celda pensativo y silencioso.

-¿Qué nos resta por convenir? -dijo, parándose después enfrente del Bachiller.

-Nada; sino el momento de empezar.

-¡Ahora mismo!

-¡Pues que vayan a prenderla! -dijo el Fiscal.

Tomó entonces el fraile una campanilla de plata que tenía sobre la mesa y dio un fuerte repiqueteo: acudió a pocos instantes un fraile macilento y sombrío, y se paró delante del Guardián sin levantar sus ojos del suelo y con los brazos cruzados sobre el pecho.

-Id, hermano Ramiro, al Aguacil Mayor del Santo Oficio, y ordenadle en nuestro nombre que con los familiares   —319→   los esbirros, y la litera de costumbre precedida de nuestro estandarte, que os entrego, (el Guardián tomó aquí el estandarte del rincón en que lo tenía y se lo entregó al hermano Ramiro), allane en el nombre del Rey y el nuestro, la casa de Felipe Pérez y Gonzalvo, prenda a la llamada María, hija suya, y a la llamada Juana, su sirvienta, conduciéndolas en seguida a la cárcel del Santo Oficio, donde quedarán a disposición de sus jueces.

El hermano Ramiro tornó el estandarte y salió con la misma seriedad con que había escuchado el mandato de su Guardián.

-Vaquemos ahora, querido doctor, a las arduas preocupaciones de nuestro espíritu. ¿Qué decís de las hazañas del de Austria?41 No le sois favorable: ya lo sé: pero ya veis como sigue adelante en el camino de los triunfos y de la gloria: la rendición de Túnez es un grande hecho, digno del vencedor de Lepanto.

-¡Jamás os lo he negado!... Lo que sí os sostengo y os sostendré es que los servicios que hace con su espada, los borra con la liviandad de sus inclinaciones; y por   —320→   eso os he sostenido, y os sostendré siempre, que es la piedra del escándalo y será la ruina del reino. ¡Ya lo veréis! ¿No es una obra de abominación, entre otras muchas, el decidido amparo que se complace en dar a ese gitanuelo desconocido y despreciable que se ha metido a escritor de puro desamparado y rotoso?

-¿Cuál?

-Ese... no me acuerdo... Abrantes o Cebrantes... una cosa así; agregó el Bachiller con el más alto desprecio: un picarón, audaz, que sin autorización la menor se entretiene en escribir comedias y novelas, que tienen por solo objeto escarnecer lo más respetable que en hombres y tradiciones tiene el Reino. ¡Y se lo sufren, porque dice que su madre fue hermana de la nodriza de don Juan! Vuesa Paternidad sabe sin duda que este príncipe fue criado en las sierras, entre patanes, y en una condición humilde hasta que fue púber. ¡Pues a ese menguadillo, que él protege se le ha puesto en la cabeza operar una revolución en la República de las letras, inventar un nuevo modo de escribir; y hacer tragedias y comedias sobre su disparatado padrón, en donde se hallan violadas, de cabo a rabo, las más conspicuas reglas del arte dramático, de la retórica, y hasta de la gramática! ¿Habrase   —321→   visto cosa igual, señor? dijo el Bachiller descargando un puñetazo sobre la mesa. ¡Pues yo (continuó diciendo) también soy voto en la materia! y allá en mis primeros años escribí una comedia, que, (no obstante las imperfecciones de una obra de niñez) estaba áticamente saturada, y contenía la crítica de aquellos lechuguinos insustanciales, picaflores de los estrados, que mortifican e incomodan la importancia con que debe mirarse un joven de prendas serias y reposadas, como era yo entonces. Trabajé también una tragedia; pero era una tragedia seria, en donde estaban realzados los caballerescos sentimientos de los bellos tiempos de la Grecia42, y se titulaba Estampágoras, porque era la estampa, el tipo, el prisma, de la virtud antigua. No digo yo, que fuese perfecta la versificación: pero el lenguaje era tan digno y majestuoso que algunas horas he pasado extasiado conmigo mismo repitiendo mi propia obra, y tal ora la influencia de ese lenguaje elevado y noble sobre mi alma, que sin poderlo remediar ahuecaba instintivamente mi voz, y le daba el tono más solemne de la declamación. Y no solo en la práctica, sino en la teoría también me   —322→   ejercité con bastante competencia, sí, señor; y escribí un tratado De Dramate el passionalibus suis affectis, que hizo eco, y aun hoy mismo me satisface tanto ese opúsculo por la exactitud y la lógica de las observaciones que allí puse, que no conozco otro ninguno que haya acertado a tocar los mismos puntos. Diga V. P. que la edad y la inclinación a las cosas serias y graves de la vida que constituyó siempre el fondo de mi carácter, me hicieron comprender a tiempo que debía dejar esas frioleras a los ingenios sin ciencia y sin bagaje. Pero de todos modos: es intolerable, señor, que un aventurero así, como ese mozalbete de que hablaba, se atreva a insurreccionarse contra las reglas y los hombres de peso que las justificamos con nuestro apoyo y nuestras obras... ¿Cuál es su competencia?

-¿Y por qué no lo queman a ese pícaro? -dijo el fraile con calma.

-Harto ganaría el mundo con ello, porque la desmoralización y la liviandad que esos vagos de la República Literaria introducen en ella, es causa de que no se ocupen las familias de los asuntos graves de la fe. A eso debe atribuir V. P. que sean contados los que   —323→   han concluido de leer mis famosos escritos Refutationes contra barbarissiman doctrinam iniquitissimi Calvini; que tanta impresión hicieron sobre el protervísimo heresiarca, que en siete noches no pudo tomar el sueño por el exceso de su rabia, y murió a los ocho días de haberme leído: cosa que el mundo ingrato ignora o desconoce, atribuyendo ese suceso a causas secundarias; pero él forma para mí uno de mis títulos a la más preclara gloria, sí, señor; y así es que me tengo, de fe, por el gran controversista del Reino; dijo el Bachiller, levantándose con una noble altivez y calándose su bonete doctoral, como si pensara en retirarse.

-¡Y lo sois! ¡y lo sois, Doctor! -le repetía el Guardián paseándose por el cuarto. Abis? le dijo.

-Abeo carísime! ¡el recuerdo de estas cosas me pone fuera de mí! y como si se escapara, dijo: ¡Dios os guarde!

-¡Y os acompañe! -le respondió el fraile abriéndole la puerta...- ¿Qué es eso? -dijo al reparar en el sombrero de don Antonio, con un gesto de impaciencia.

-Un sombrero de caballero: contestó el Fiscal alzándolo   —324→   del suelo. Si es el de Romea, guardádselo, Padre Guardián, y ahorrad para adelante el trabajo de necesitarlo y de buscarlo.

El fraile lo tomó callado, y se entró a la celda volviendo a cerrar la puerta.



  —325→  

ArribaCapítulo XVIII

De la casa a la cárcel.


Entretanto toda la ciudad de Lima no hacía ya otra cosa que comentar la crónica de los amores del Hereje con la María Pérez, refiriéndola y trasmitiéndola de familia en familia y de círculo en círculo, con los colores del escándalo y con las mil reticencias de la calumnia. Las tertulias de conversación nocturna, nunca habían contado con tanta concurrencia como la que empezó a verse afluir, curiosa y avizorada, desde que aparecieron los rumores del caso. Cada asistente procuraba entrar con alguna circunstancia nueva inventada por él o por los que se la habían referido; y una vez echado el espíritu de las familias en este camino de alboroto, el mérito consistía en quién arrojaba a la circulación una monstruosidad   —326→   más increíble, a cuyo lado eran pobre prosa los búhos y los demonios de don Antonio. La parte femenina, sobre todo, estaba en una extraña fermentación. No bien dejaban sus lechos las señoras, cuando iban reuniéndose por las casas del barrio para tomar el hilo de las conversaciones, y de las noticias que habían dejado pendiente al acostarse.

Doña María había sido una de las muchachas más festejadas y más solicitadas de Lima; su preciosa figura, sus ojos atractivos y tiernos, el aire simpático y cariñoso que se desprendía de toda su persona, el recato (poco común allí) de su educación y de sus hábitos, y la inmensa fortuna que la fama atribuía a su viejo padre, eran razones que habían susurrado al oído de los elegantes y solteros de Lima la esperanza y la intención de merecerla. El noviasco de don Antonio había desanimado a muy pocos; porque además de que esa era cosa poco sabida de cierto antes del viaje en que nuestros lectores comenzaron a conocer a nuestros personajes, era generalmente presentida la poquísima inclinación que la novia tenía por el novio; los pretendientes se proponían explotar el tiempo en todos los casos posibles, y persistir en cazar la ocasión de adornarse   —327→   con un mérito especial a los ojos de la bella pretendida.

Mas, cuando se supieron sus ternuras con el Hereje, con el extranjero, con el inglés; cuando se supo que ella lo había hecho su dueño y lo amaba con delirio, las pasiones de partido y de nacionalismo se alzaron furiosas; cada uno las sentía como si se tratara de cosa propia, porque, en efecto, el amor propio de cada uno, como pretendiente, como español y como católico, se hallaba interiormente ofendido con lo que todos llamaban las criminales liviandades de la María Pérez. En medio de este bullicio y de esta excitación de las malas pasiones de la multitud, era de todo punto imposible el traer las cosas y las ideas a su estricta verdad. Aquello que era más calumnioso y más infame, era lo mejor aceptado de todos. Cada uno escondía en lo oscuro de su alma los reclamos que su conciencia misma elevaba en obsequio de la justicia ofendida: «repitiendo lo que todos dicen (se decía cada uno a sí mismo) ni inventamos ni calumniamos: la responsabilidad es de otros.»

¡Pobre niña! ella entretanto no podía dejar de amar. La atmósfera de prevenciones antipáticas que por todas partes la repelía (indefinidamente presentida por su alma   —328→   altiva) la echaban más y más, por reacción, en el amor de su Henderson ausente; y así había acabado por glorificarse en su propio pecho con los sufrimientos y con los martirios que ese amor le prometía. Resignada, y silenciosa como una estatua, estaba preparada a todo lo que le pudiese venir. No tenía ninguna esperanza; pero tenía la voluntad de los casos extremos, la de no ceder a la injusticia ni a la tiranía.

Los días que habían pasado desde su llegada habían sido días de duras y amargas pruebas para don Felipe y su familia: los rumores de la persecución, por un lado, y el temor, por otro, de comprometerse o de contaminarse con su trato a los ojos de la Inquisición, le habían alejado todas sus relaciones: y hasta sus mismos parientes le habían vuelto la espalda: el sol salía y se ponía dejándolo siempre pendiente de la amenaza terrible que pendía sobre su casa. Grupos de curiosos, que le inspiraban muy mal agüero, cruzaban sin cesar por su calle como en expectativa de algún espectáculo siniestro.

Toda la familia estaba en una profunda consternación. La fría austeridad de don Felipe para con su hija había llegado a su colmo: todos veían, por el fiero silencio y por la tenaz concentración de espíritu en que pasaba sus   —329→   días, que un enojo profundo y tempestuoso estaba acumulado en su pecho, y así es que nadie se atrevía a romper la lúgubre taciturnidad que reinaba en la casa.

No obstante la resignación con que doña María parecía esperar los sucesos, el desgreño de su fisonomía, la hinchazón de sus párpados, y la marchitez de sus mejillas revelaban bien las crueles horas de insomnio y de dolor en que vivía. Ella cumplía como siempre con los deberes habituales que eran comunes a los hijos de las familias españolas de aquella época: luego que dejaba la cama iba al aposento de sus padres a pedirles su bendición; por temprano que fuese encontraba ya a don Felipe vestido, como si hubiese velado, paseándose por el cuarto engestado y silencioso, con los brazos tomados por detrás; al paso que su madre, sentada en su cama y cabizbaja, parecía haber pasado la noche llorando. La pobre niña esperaba un rato la bendición que había pedido y como no obtuviese ni una mirada siquiera, se volvía a su aposento con paso respetuoso y resignado. Juana la esperaba al paso, y apenas la veía, se cubría la cara con las manos ahogada en sollozos; porque les estaba prohibido juntarse y hablarse.

En la casa de don Felipe, como en las de todas las   —330→   otras colonias, era de costumbre invariable que antes de almorzar se reuniese la familia a rezar alguna novena, en la que el padre arrodillado sobre una silla, y dirigiendo su rostro a una imagen alumbrada con velas de cera, hacía coro, es decir, dirigía el rezo. Por la noche se rezaba el Rosario del mismo modo ante la imagen de la virgen María; acto que no solo era de devoción en aquel tiempo, sino de ardiente patriotismo, en razón de que a esta virgen se atribuía la célebre batalla de Lepanto, que muy poco hacía, había ganado don Juan de Austria contra los turcos. No solo se continuaron estos rezos después de la vuelta de la familia, sino que era evidente que cada uno de los concurrentes ponía mayor fervor en ellos como si los dirigiese al cielo combinados con alguna súplica suprema reservada en lo hondo de su pecho. Doña María había recibido orden de no asistir a estas reuniones periódicas de devoción doméstica y de practicarlas sola y en su cuarto.

Esta casa, que siempre había sido moralmente triste y sombría, a causa de la concentración y de la severidad taciturna y dominante del amo de ella, estaba ahora tétrica, y como envuelta en una atmósfera de terror y de mutismo.

  —331→  

El tono de su mesa a la hora de comer no había variado; porque en ella era de regla estricta el más profundo silencio: y tal era la nimia circunspección que debía observarse en el acto de la comida, que ninguno era osado a hablar o a levantar sus ojos; salvo el padre que era allí una especie de juez supremo para vigilar y reprimir la menor infracción de aquel silencio y compostura obligatorias. Antes de servirse el primer plato, se persignaban todos; don Felipe con voz sonora y tono austero, rezaba solo la primer mitad del Padre Nuestro, y su familia repetía en coro humilde la otra mitad: después se rezaba del mismo modo el Avemaría, y acababan por repetir todos juntos el bendito, a media voz y como si cada uno lo hiciese para sí solo. Empezaba entonces la repartición del primer plato hecha jerárquicamente por el padre: lo primero y lo mejor para él; y así en seguida.

Nadie podía repudiar un plato, porque semejante acto tenía un carácter religioso, y era mirado como una ingratitud contra el favor que Dios le había dispensado de poderlo recibir: era menester aceptarlo, probarlo al menos, y dejarlo llevar por las negras esclavas que andaban de rodillas haciendo el servicio de la mesa.

  —332→  

Por extravagante o incomprensibles que semejantes costumbres parezcan al lector de nuestros días, le podemos asegurar que ellas han sido observadas con toda su estrictez desde la época de que hablamos hasta los primeros años de nuestro siglo; y no solo en las familias de los burgueses, sino en todos los grados de la sociedad española, desde la casa del rey hasta la del menos visible entre los empleados de sus colonias.

En obsequio de la verdad histórica y de la justicia que debemos al tiempo en que escribimos, tenemos que decir: -que aquel, que de esta rigidez de formas que la autoridad paterna tenía entonces, deduzca la existencia de mayores y envidiables virtudes hoy olvidadas, o la de una moralidad intachable en las recíprocas relaciones de los miembros de la familia, o mayores hábitos de orden y de sensatez, se llevaría gran chasco. Porque el organismo de la casa reposaba todo sobre el despotismo y la arbitrariedad del padre. El eje de la sociedad doméstica no era el amor, que es el único elemento moralizante de la domesticidad; sus formas carecían de la ternura, que no es sino la expresión educatriz y genuina de ese amor; y todos los resortes por fin se concentraban en el del miedo. El albedrío se criaba sofocado, contrariado,   —333→   extraviado. La falta de libertad legítima y de atmósfera moral viciaba en su raíz el estado de familia; y por eso era que bajo este despotismo exclusivo de la autoridad paterna, como bajo todos los otros despotismos el vicio y la desmoralización se habían abierto mil sendas anchas y oscuras por donde buscar la saciedad.

Apelamos a la historia para ratificar nuestras observaciones. Cualquiera que se tome el trabajo de inquirir el estado doméstico de aquellos países y aquellas épocas donde han aparecido grandes y bárbaros tiranos, donde la sociedad se ha visto sumida en mayor corrupción, hallará que el primero de sus rasgos es el despotismo paterno introducido en las relaciones de la casa. Ninguna nación del mundo presenta una serie de tiranos más atroces ni más continuados que Roma; y en ninguna parte del mundo tampoco el padre de familia tuvo un poder más arbitrario concentrado en sus manos por la ley y por los hábitos: solo en el pueblo en que Bruto pudo degollar dos hijos en nombre de una revolución, era posible un Tiberio para hacer clavar el puñal asesino en el seno de su madre, o un Calígula para mandar envenenar a su hermano.

Después de Roma, la España: allí donde Felipe II   —334→   ahorcó a su propio hijo en nombre de su propia autoridad, era solo donde el fanatismo de las persecuciones fratricidas podían soplar con la furia del huracán.

Aunque se rechace nuestra tesis, el hecho es que la inmoralidad oculta y subterránea lo minaba todo a los principios del tiempo colonial, todo, desde la corte de Felipe II hasta la humilde choza del colono americano: era incontenible porque no era en el fondo más que la reacción espontánea del individualismo contra el mal principio en que la sociedad estaba montada: el despotismo. Era por esto que la familia no tenía sino dos estados, extremos ambos: la tirantez del miedo, o la relajación de todo respeto legítimo, la renuncia de todo principio de orden: dependiendo una u otra cosa de los accidentes del carácter de su jefe, de su muerte, de sus enfermedades o de algunos otros motivos personales. Volvamos a nuestro asunto.

Al mismo tiempo que el padre Andrés daba sus órdenes para prender a doña María y a Juana, don Felipe Pérez y Gonzalvo tomaba asiento en la cabecera de su mesa, y su hija y su mujer también agachadas y macilentas. La puerta de la calle había quedado cerrada con cerrojos; porque en aquel tiempo nadie se ponía a comer   —335→   sin cerrar bien sus puertas; y, de veras, que no sabemos por qué, pues apenas puede concebirse un estado de sociedad más consolidado ni más quieto que aquel.

Hechos los rezos de costumbre, y repartido el primer plato:

-¿Te confesaste? -le dijo don Felipe a su hija, con voz áspera y hostil. Doña María levantó su vista sorprendida, y viendo que a ella era a quien su padre se dirigía, se puso trémula, balbuceó, y como se le llenaran espontáneamente de lágrimas sus ojos, respondió ahogada de sollozos:

-¡No quiso... admitirme el señor... Guardián! -y se tapó los ojos con un pañuelo abandonándose al llanto.

Don Felipe le fijó aún más su mirada airada, y al cabo de unos segundos dijo entre dientes: -¡Hipócrita perversa! y tomó su primer cucharada de sopa: todo esto después de haber hecho su oración al Ser Supremo.

Viendo que su hija no se ponía a comer, se dirigió otra vez a ella y le dijo: -¿Quieres que te baje la soberbia?

La niña se enjugó los ojos con respeto, y se puso a figurar que tomaba unas cucharadas de sopa, que iban llenas a los labios y volvían llenas al plato.

  —336→  

Se había servido ya otro plato, y doña María con un pedazo de pan en la mano seguía haciendo semblante43 de comer, cuando un ruido sordo y extraño, que a medida que se acercaba, asumía el tono lúgubre de un responso, empezó a venir como de la calle. Don Felipe suspendió el movimiento de su cubierto, y fijos los ojos en su plato pareció absorto y anheloso. Tres golpes secos y acompasados, dados con el llamador de la puerta de calle, resonaron un momento después por toda la casa. Don Felipe dejó caer de sus manos el cubierto sin poder dominar la convulsión nerviosa que lo puso trémulo, y todos temblaron con él, menos su hija, que sin hacer el menor movimiento continuó agachada e inconmovible. La causa de este ruido era la procesión del Santo Oficio que venía a prender a las infelices criaturas acusadas de contaminación y de herejía.

La litera en que se conducían a los reos, era una especie de silla de manos, grande, tapada por todos lados y sin más luz interior que la que podían darle dos agujerillos circulares al frente. Dos varas horizontales y largas la apretaban por sus dos costados, extendiendo sus   —337→   extremos paralelos hacia adelante y hacia atrás; porque el modo de levantarla y hacerla andar, era suspender estas varas en dos borricos, uno puesto adelante y otro puesto atrás mirando hacia adelante; con el paso de estos animales marchaba la litera inquisitorial.

Una cosa que no desdeñarán saber nuestros lectores, es que el servicio trasero de la litera lo hacía por lo general el borrico aquel a quien el teólogo franciscano debió su esclarecido triunfo en el puerto del Callao; y que por cierto estaba en aquel día tan poco dispuesto a cargar la litera que (después de mil artimañas de que hizo uso para esconderse) vino mohíno y haciéndose el rengo, a que le pusieran su cruz a cuestas, ¡tan regalonazo y rechoncho estaba el picarón!

Mientras acomodaban la dicha litera, la procesión que debía acompañarla se reunía en el centro del vastísimo patio de la espléndida cárcel que la Inquisición se había levantado en Lima, para dar debido cumplimiento a la ley de Indias.

Un familiar de la Inquisición abría la marcha llevando en alto una gran cruz de plata toda cincelada. Detrás de él iba una línea de tres personas; la del medio era el Alguacil Mayor del Santo Oficio, llevando en alto también   —338→   el estandarte de la Fe, que por el modo tieso con que se tenía en el aire parecía ser de cartón forrado de paño negro por un lado y de tafetán verde por el otro; en el medio de cada una de estas caras estaba bordada una cruz roja. El alguacil llevaba, como hemos dicho, un familiar a cada lado vestidos de hábito negro talar con cuellos y estolas verdes, que con dos faroles de velas también verdes alumbraban el estandarte.

Se seguían dos esbirros: el uno llevaba un palo alto, a manera de percha, de la que iba pendiente una vestidura o saco de tela negra y ordinaria, sobre el que se veían pintadas llamaradas infernales y condenados y otras mil figuras grotescas de demonios que se llamaba el sambenito, por corruptela de las palabras latinas saccum benedictum44. El otro esbirro llevaba una especie de tablero o bandeja, cubierta con un paño punzó sobre la que iban dos grandes tijeras: otros dos esbirros armados con alabardas seguían más atrás, y cerraban por fin la procesión dos filas paralelas de frailes dominicos encabezados por el controversista del Callao, que era a quien esto tocaba por jerarquía. La procesión salió rezando en alto salmos y otros oficios del Breviario; y la litera siguió por   —339→   detrás, porque mientras iba vacía, no tomaba el centro de las dos filas de frailes que era su puesto.

Al oír los golpes que esta procesión dio en la puerta de don Felipe, nadie de los que estaban en el comedor osó moverse para abrirla; quedaron todos pendientes de la voz del amo, hasta que apercibido este de ello, se recobró con un esfuerzo y haciendo un ademán de urgencia dijo: ¡pronto! ¡pronto! en lo que fue obedecido por una joven negrita de las que servían la mesa.

Los cerrojos se descorrieron; y al entrar la procesión al ancho patio de la casa, el alguacil rezaba así en su Breviario, con una voz lúgubre y bronca:

-«Beatus ille qui non abiit in concilio hereticorum et in via peccatorum non stetit, et in cathedra pestilentæ non sedit, quia omnia quæcunque faciet prosperabuntur.»

Y todos los demás le respondían en coro con el mismo tono sepulcral:

«Non sic impii; sed tamquam pulvis quem projicit ventus a facie terræ.»

El alguacil: -«Ideo non resurjent impii injudicio; necque peccatores in concilio justorum.»

Coro: -«Quoniam nevit Dominus vian justorum; et iter impiorum peribit.»

  —340→  

Y con rezos de esta clase fueron entrando dirigidos al comedor por la misma criadita que les había abierto la puerta. Un inmenso concurso de curiosos se había ido reuniendo al tránsito de la procesión e iba silencioso y consternado detrás de ella.

Los que estaban en el comedor se pusieron todos de pie cuando el Alguacil, con su terrible estandarte, se presentó a la puerta. Dirigiéndose él a doña María le puso la mano sobre el hombro, y le dijo:

-¿Eres María Pérez, hija de nuestro hermano en Cristo Felipe Pérez y Gonzalvo?

La niña respondió que sí con una voz segura y moderada.

-Pues estáis presa, hermana, por causa de herejía, y por orden del Santo Oficio.

La pobre madre de la víctima cayó al suelo desmayada y sin sentidos: y allí quedó sin que nadie diese un paso para socorrerla. Don Felipe apoyó una de sus manos sobre la mesa, mas la única señal de emoción que dio la niña, fue dejar caer de sus manos el pedazo de pan que maquinalmente tenía en ellas; el Alguacil, viendo que ella no lo alzaba, lo tomó del suelo y volvió a dárselo; ella lo recibió y lo puso sobre la mesa.

  —341→  

-Apuntad: dijo el Alguacil a uno de los familiares, que ha dejado caer al vil polvo la gracia de Dios sin levantarla y sin quererla besar.

Un profundo silencio minaba en el comedor y en todo el resto del concurso que se agolpaba a la puerta: el esbirro que llevaba el Sambenito lo descolgó, y aproximándose a la preciosa criatura la vistió con él, porque ella se dejaba hacer con una resignación modestísima y firme al mismo tiempo.

¡Ya está ensambenitada! ¡ya está ensambenitada! repitió todo el concurso con un rumor sordo y dilatado.

-¡Felipe Pérez y Gonzalvo! -dijo el Alguacil.

Don Felipe no pudo tenerse en pie y cayó descoyuntado sobre su silla; pero se puso en pie un segundo después.

-¿Tenéis en vuestra casa a la muchacha que llamáis Juana Pérez, criada al lado de vuestra hija?

Vuelto en sí don Felipe (probablemente porque vio que el llamado tenía poco que ver con él) respondió que sí.

-Entregadla a los enviados del Santo Oficio.

Dos esbirros acompañaron a don Felipe, y salieron a buscar a la pobre Juana. Nadie la había visto ni fue posible   —342→   encontrarla por mucho tiempo: pues la infeliz llena de terror y presintiendo su desgracia, se había ocultado debajo de la cama de uno de los criados más oscuros de la casa. Allí la hallaron al fin, y la trajeron arrastrándola casi hasta el comedor donde el Alguacil la recibió. Ordenó este entonces que la procesión se pusiese en marcha conduciendo a las dos presas.

Doña María iba a obedecer, pero como si un impulso irresistible del corazón la hubiese arrastrado, se lanzó hacia su madre, tendida todavía en el suelo, y después de haberle estrechado las manos contra su pecho se las besó por repetidas veces con ardor y exaltación; vino después a arrodillarse delante de su padre, le abrazó las rodillas y como si con esto solo hubiera quedado satisfecha, se enderezó con la sublime y modesta soberbia del martirio y se entregó a los dos esbirros que ya venían a forzarla a marchar. Atravesó el patio en medio de ellos al son de los lúgubres rezos del Breviario, sin que un momento hubiese levantado su vista del suelo. Llegadas a la litera las metieron a ambas en ella, y la procesión se puso en marcha hacia la cárcel del Santo Oficio llevando a la litera en el centro de las dos filas de frailes rezantes que iban a cada costado de la calle; y por detrás de ella, pegados   —343→   casi a su puerta, iban cerrando la marcha los dos esbirros con alabardas de que antes ya hablamos.

Un rato hacía que la litera iba en marcha como hemos dicho, suspendida por detrás en los lomos del bellaco borrico que conocemos. Este bribonazo parece que había reconocido a su antagonista antes de que su antagonista lo reconociese a él, pues iba escondiendo su cara en la culata de la litera, agachándose y rengueando por maña manifiesta. Pero quiso su desgracia que el gran controversista de la Orden de Predicadores fijase por pura casualidad sus ojos en el pícaro animal, y que empezase a preocuparse de su semejanza con el bestial agresor a quien tanto odio conservaba.

La imaginación mística del padre se fue exaltando poco a poco con la duda de si aquel era o no era el criminal, y con los rencorosos recuerdos que esto le sugería, al mismo tiempo que el hipócrita borrico parecía ocupado de poner en juego todas sus mañas para no ser reconocido. Aquel se había ido distrayendo gradualmente de los rezos del Breviario, y con una voz estentórea repetía en latín estos textos del Apocalipsis, que traduciremos al español:

-«Y vi la bestia que subía por la tierra. ¿Y quién   —344→   hay semejante a la bestia? ¿Y quién podrá lidiar con ella?»

Y aquí, el borrico y el Padre se miraban de reojo.

-«Y le fue dada boca (decía el Padre) con que proferir blasfemias y decir altanerías contra la palabra de Dios.»

«Y cayó del cielo grande pedrisco sobre los hombres.»

Y otra vez los dos campeones se echaron una mirada furtiva: la del Dominico era de odio: la del borrico de ansiosa y humilde alarma. Probablemente con el rarísimo instinto con que al Criador había dotado a esta bestia (que no era por cierto la del Apocalipsis) iba ella reconociendo aquella voz que le hería tan mal su tímpano.

Exaltado de más en más el dominico -crux! crux! -dijo, y se santiguó.

-Vade retro Satanas! -y lanzaba miradas de fuego al borrico, en cuya fisonomía se veía crecer la angustia.

-Intellige clamorem meum Domine! -seguía diciendo el fraile.

La distracción que suponían estos textos extraviados,   —345→   había llamado fuertemente la atención de los otros frailes que marchaban cerca de nuestro controversista, e iban ya alarmados todos con aquella extravagancia suponiéndole alguna visión del espíritu revelador de las que le acometían con alguna frecuencia.

-Necque habitabit juxtu te malignus; necque permanebit ante oculos tuos! -decía el padre mirando al borrico en un verdadero estado de furor. Y no pudiendo contenerse al fin -Anathema! anathema! -exclamó y se lanzó sobre el cuitado animal dándole golpes y gritando: -Hic est Satanas! hic est Satanas!

El alboroto fue inmenso con aquella inesperada interrupción del silencio y de la gravedad fúnebre en que marchaba la procesión.

El borrico, como sabemos, tenía un carácter poco sufrido, y como se viera acosado de maldiciones y de gritos, asustado quizás también, por el repentino alboroto que se había levantado, lanzó al aire dos enormes patadas, seguidas de otras y otras para ver si lograba desatarse de la litera y fugar a sus territorios. Creemos que fue en sus primeras coces en las que logró agarrar por el vientre a su enemigo y arrojarlo medio muerto a cinco o seis varas de distancia.

  —346→  

Fácil es conjeturar el incendio y la confusión que todo esto produjo. Cayeron sobre el borrico los hombres armados que allí había; y los unos con sus alabardas, los otros con hachas, y los otros con puñales, le daban y gritaban llevando a su colmo el desorden que reinaba en aquella ingente multitud.

Aprovechándose del instante de mayor exaltación de la multitud, dos hombres con máscara de seda negra se echaron sobre la puerta de la litera, y a golpes de puñal destrozaron la cerradura fuerte y complicada que la aseguraba. Uno de ellos, de figura fina, y delgado como una caña, se lanzó al interior con un noble brío mientras que el otro armado también de su puñal se mantenía teniendo la puerta y vigilando lo exterior.

-¡Sígueme! ¡vengo a salvarte! -dijo el joven desconocido, con un tono resentido y seco, y tomó entre sus manos a doña María.

-¡Henderson! ¡Henderson mío! -exclamó esta con una pasión delirante, y se estrechó al pecho de su salvador.

Este permaneció inmóvil un instante. Pero, quitándose la máscara dijo con amargura:

-No soy Henderson: no soy tu inglés: soy Manuel,   —347→   soy americano y expongo mi vida y mi alma en recompensa de lo bien que me guardaste tu fe.

-¡Manuel! -exclamó aterrada doña María y soltando al joven. ¡Manuel!... ¡No te sigo! -dijo con resolución heroica y se tiró al fondo de la litera.

-¡Ven, desdichada, que no tengo tiempo ya!

-¡No te sigo! quiero que me dejes.

-¡Vienen! ¡nos ven! -dijo ansioso el de afuera tirando a Manuel por una pierna.

-¡Vete! ¡vete! -repitió doña María empujándolo hacia fuera con vigor; y como la litera estaba toda ladeada ya, Manuel no pudo tenerse y fue a caer fuera de la caja en la calle.

-¡Adiós, primo mío! os admiraré y os querré siempre como a un ángel.

El infeliz borrico yacía hecho pedazos y bañado en sangre en el medio de la calle. La gente empezaba ya a reconocerse y a rodear la litera: a la vista de los dos enmascarados hubo algunos gritos y quien extendiera la mano también para agarrarlos, pero ellos impusieron miedo con su puñal, se enredaron, ligeros como unos gatos, entre el concurso, y probablemente se arrancaron las máscaras, puesto que nadie los pudo descubrir ni capturar.

  —348→  

La causa de doña María se había empeorado de una manera funesta. Los frailes que acompañaban la procesión daban fe, como testigos presenciales del hecho, que Satanás bajo la figura de borrico se había ingerido en el convoy y asegurándose de la conducción de la litera para apoyar a tiempo la tentativa de una legión de herejes enmascarados o espíritus del infierno que debían arrebatar a las dos criminales. Más de diez testigos intachables daban fe de este último hecho.

La fortuna había consistido en que el Reverendo Padre Lector de Santo Domingo había descubierto a tiempo la transubstanciación formal de Satanás en el borrico; y abandonando el rezo del momento, lo había exorcistado obligándolo a descubrirse y reventar.

¡Pobre borrico!... ¡Bien ha dicho Salustio (hubiera dicho su alma si hubiese sabido latín) que hay mayor peligro en caer bajo la tiranía y el fanatismo de la multitud que en arrostrar el odio de los Césares!

El padre triunfador de Satanás fue recogido y llevado en un catre a su convento. Nada fue igual a la satisfacción de su alma cuando fue instruido por la voz pública (que hay mentecatos que llaman vox dei!) del sentido y la importancia de su victoria. Su superior y todas las   —349→   autoridades civiles y militares le felicitaron de oficio; los que creyeron, porque creyeron; y los que no creyeron por obedecer a la exigencia de la situación.

Entretanto: cuando el alboroto se fue calmando, y se vio que las víctimas no se habían escapado, se trató de restablecer como se pudo el orden de la marcha. Fue traído el estandarte de una de las casas vecinas donde lo habían recogido, pues el Alguacil, como todos los demás, había disparado arrojándolo; y así el resto. Se trajo otro burro, se arregló como se pudo la litera y tomando otra vez el hilo de los lúgubres rezos de estilo, marchó la procesión sin novedad hasta la cárcel del Santo Oficio, sobre cuyas puertas de hierro podía haberse escrito lo que el Dante vio en las del Infierno:

Lasciate ogni speranza, voi che'intrate.

Un momento después doña María y Juana estaban encerradas en dos calabozos separados, húmedos, estrechos y sombríos.




 
 
FIN DEL TOMO PRIMERO