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«¿Soy clásico o romántico?»: de la reflexión teórica de Antonio Machado a su palabra poética

Francisco Javier Escobar Borrego

En un texto de «Los trabajos y los días» -publicado en Los Lunes de El Imparcial el 5 de octubre de 1930-, Antonio Machado habría de acometer un juicio crítico sobre unos versos de Pilar de Valderrama. A partir de ellos, plantea una matizada reflexión, atendiendo a su temática amorosa, en la que apuntará su posible naturaleza romántica. Para ello, se propone rememorar tanto el mito de Tristán e Isolda -en clara lectura wagneriana-, como un posible entronque con la tradición lírica e intimista de Safo:

«¿Tema romántico? Desconfío de las palabras usadas en demasía; ellas comienzan señalando realidades y acaban por quedarse solas, quiero decir por no significar casi nada, en justo castigo a su pretensión de significar demasiado. Sin embargo, porque lo romántico es, entre otras muchas cosas, lo esencialmente fecundo en motivos de insatisfacción, podemos llamar romántico a ese amor que se define a sí mismo como sed insaciable, como sed del agua que nunca mojará nuestros labios. La Iseo wagneriana -amor bajo el signo de Schopenhauer- y también -¿por qué no?- la ardiente poetisa de Mitilene hubieran hecho suyos los tres sencillos versos de esta preciosa solear»1.


El testimonio revela, entre otras cosas, el continuo proceder de Machado en lo concerniente a la sutil armonización de referentes que remiten a la Antigüedad grecolatina, en una suerte de evocación y añoranza, y otros detalles circunscritos al dominio simbólico-romántico2. Esta proteica encrucijada de voces heterogéneas y disímiles le llevaría a preguntarse, en su conocido «Retrato» (XCVII) inserto en Campos de Castilla (1907-1917), la verdadera naturaleza de su estética (cuestión que nos servirá como pórtico de entrada para el propósito de estas páginas). En tal confluencia de senderos, no vacilará nuestro poeta a la hora de plantear sus dudas al respecto, en tanto que deja en suspense una respuesta precisa (aunque seguramente con una consciente ambigüedad):

   «¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso, como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada»3.



En efecto, la dualidad trazada encuentra plena justificación en los propios intereses y formación del poeta. Su conocimiento de los clásicos, aunque sin el privilegio de un acceso directo, así como de la cultura francesa, dado su dominio de la lengua, vienen a resultar constantes que intervienen, indudablemente, en el proceso compositivo de su obra. En cuanto a los auctores del pasado grecolatino, Machado los habrá de evocar, pero en una suerte de mímesis creativa, puesto que no concibe, como veremos, la plasmación directa y servil de la fuente, que viene a descartar cualquier atisbo de originalidad. Este propósito lo tuvo en cuenta ya en la primera edición de Soledades, de 1903, si bien, andando el tiempo, el poeta desplegaría, por añadidura, unas líneas de actuación complementarias a las manejadas en un primer momento. Su interés por la reelaboración personal de los clásicos queda de manifiesto en una carta abierta a Miguel de Unamuno, con data del 14 de agosto de 1903, correspondiente a su etapa madrileña:

«Y repare cómo, en todos los países del mundo, y especialmente en el nuestro, hay estas dos clases de antiartistas: la de aquellos que se nutren del arte anterior sin poner en su obra nada propio, y la de aquellos otros que, despreciando todo arte y toda preceptiva se convierten en observadores de la vida, donde nunca penetran, considerándola rico venero de dramas, novelas, etc. Los primeros acaban imitando felizmente a Píndaro, a Virgilio, a Horacio, a fray Luis, a Moratín o a Cavestany, lo cual para usted no vale nada, ni para mí tampoco. Los segundos copian, en cualquier género que cultiven, sólo el aspecto equívoco del vivir de los otros, donde nunca penetran, y hacen obras deleznables»4.


En su intención de recrear el pensamiento de la Antigüedad clásica, el poeta abogará por su buen uso, en tanto que rechaza el exceso innecesario y superfluo de retórica. En esta búsqueda, los caminos que pueden conducir a la belleza son múltiples, en tanto que se alza el cabal empleo de imágenes, concepto de capital importancia para nuestra cuestión5. No obstante, Machado encontró un difícil obstáculo en tal proyecto, dado el arduo acceso a los clásicos en su lengua original, según se deduce de su sincera confesión en diversos textos. Por ello, hubo de recurrir inevitablemente a traducciones. Esta dificultad la reconoce en su proyecto de discurso de ingreso en la Academia Española, en su período segoviano entre 1919 y 1932. En dicho testimonio, señala su escaso conocimiento de la lengua latina así como el estudio tardío de la griega con vistas a adentrarse en los arcanos y recónditos secretos de la filosofía platónica6. Su sensibilidad hacia los autores grecolatinos se complementa, a la par, con el deleite por las sabrosas reelaboraciones que los escritores áureos hicieron de la materia clásica. Es el caso del espacio bucólico recreado por Garcilaso de la Vega en sus «bellas églogas», como recuerda nuestro poeta en un prólogo a las Helénicas (1914) de Manuel Hilario Ayuso7.

Junto a esta notoria deuda, se encuentra la indudable impronta que la cultura francesa dejó en la obra de Machado8. París, como señera capital del momento, despertaba ineludiblemente, con su «canto de Sirenas», el interés de los escritores, que optaban por permanecer en la ciudad en virtud de estancias. Tres llegó a realizar nuestro poeta en los períodos comprendidos entre junio y octubre de 1899, en calidad de traductor de la editorial Garnier, en compañía de su hermano Manuel; de abril al 1 de agosto de 1902, un año antes de publicarse la primera edición de Soledades, junto a su hermano, una vez más, y Ricardo Calvo; y de enero al 10 de septiembre de 19119. En estos hitos vitales se muestra evidente el íntimo ligamen entre el poeta y la ciudad, tanto en lo referente a su formación como a las cuestiones relativas a su trabajo profesional. A este tenor, en una carta a la Junta para Ampliación de Estudios, redactada en París el 24 de marzo de 1911, apunta que ha asistido a las conferencias de Joseph Bédier, continuador, como se sabe, de las teorías de Gaston Paris sobre la Edad Media, en tanto que en su informe posterior (seguramente de octubre del mismo año), recuerda tales lecciones y otras, entre ellas, las de lengua y literatura francesa modernas impartidas por Abel Lefranc10. Igualmente, asistiría a las conferencias de Bergson, al tiempo que tuvo conocimiento, en otro orden de cosas, de las actividades de los poetas de Montmartre en el café Quats'arts, según menciona en un texto de junio de 191311.

Este enriquecimiento que le proporcionaba el ámbito galo le permitiría llevar a cabo unas posibles colaboraciones con su hermano Manuel en Electra. En ellas, se proponía un juicio valorativo sobre escritores como Henry Bataille o Henry Barbusse, yerno este último del afamado Catulle Mendès. Y, en esta línea, en sus crónicas de París -en concreto, la correspondiente al 13 de marzo de 1911-, habría de referirse a un nuevo drama compuesto por Paúl Bourget12. Ahora bien, Machado manifestó visiblemente, a lo largo de toda su vida, una ambigua y paradójica actitud a medio camino entre la atracción y la aversión respecto a la cultura francesa13. Su firme rechazo, postura afín a krausistas e institucionistas, lo deja bien claro, según se observa en una carta de Unamuno al poeta sobre el tema14, así como en sendas misivas de éste a Ortega y Gasset (una que data del 9 de julio de 1912 y otra del 2 de mayo de 1913), en las que critica a algunos intelectuales franceses. Pese a esta constante oposición, años más tarde, en un nuevo escrito a Unamuno, redactado en Baeza el 16 de enero de 1915, se reconocerá «francófilo», apuntando, a la par, que su hostilidad hacia «lo francés» se ha moderado15. En cualquier caso, el país galo y sus referentes estuvieron bien presentes en la trayectoria vital y poética de Machado, puesto que, entre otras cosas, ejercería como profesor de lengua francesa, ostentando una cátedra, a la que alude en una carta de noviembre de 1908 a Rubén Darío16, para finalmente dirigirse hasta Collioure, lugar que acogería, en 1939, los últimos días del poeta.

Encrucijada de tendencias y perspectivas:
la búsqueda de una nueva voz poética

Sobre los dos pilares apuntados, Machado profundizaría en una forma alternativa de concebir la poesía. Para ello, contó con la granada confluencia de referentes clásicos en armonía con simbolistas, románticos y otras tendencias de raigambre francesa. De hecho, en convivencia con modelos grecolatinos, desde Homero a Virgilio, desfilarán por sus páginas auctores galos como Mallarmé, Verlaine o Baudelaire. La conjugación de tales directrices irán marcando el sendero que había de bosquejar, andando el tiempo, nuestro poeta. Con tal propósito, la sugerencia de los simbolistas, encarnada por Mallarmé -directriz que evoca su primera versión de Soledades-, será compatible, a su criterio, con el «adjetivo definidor» u «homérico» que facilita la construcción de «imágenes», según aclara en sus «Reflexiones sobre la lírica» (de junio de 1925), publicadas en Revista de Occidente, en una perspectiva que continuará desarrollando a lo largo de su evolución poética17. El camino trazado por Mallarmé estaba en consonancia, al tiempo, con otro pensamiento de Machado, según el cual se hacía necesaria la censura de las formas de cuño parnasiano, como había apuntado en una carta a Unamuno en 1904. De hecho, la belleza no se encontraba en una esfera secreta o críptica, sino en el propio deseo de adentrarse en el misterio en sí18.

Como Mallarmé, Verlaine será otro punto de referencia para Machado en su reflexión sobre la música y la «elocuencia», aspectos que abordaremos más adelante. Baste apuntar, por ahora, la reiterada evocación del verso primero del «Art poétique», en el que se le concede la supremacía a la música («De la musique avant toute chose»)19. Con todo, en otro pasaje, figurará nuevamente su nombre cuando Machado realice diversas críticas circunscritas al hecho de que «la poesía estaba enferma de subjetividad», a la fría impasibilidad del Parnaso francés o la posición errónea de los simbolistas. La solución a tal agotamiento de recursos de antaño residía, a su juicio, en la búsqueda de un camino diferente en relación a «imágenes creadoras, múltiples y variables», como comprobamos en una colaboración «De mi cartera» (de septiembre de 1922), de su etapa segoviana. Se trata, justamente, de un texto en el que reza una deliberación sobre Gerardo Diego como poeta creacionista por su libro Imagen20. Se mostrará, indistintamente, como modelo Verlaine en una carta de Machado a Juan Ramón Jiménez, de fines de 1904 o principios de 1905, correspondiente a su etapa madrileña, en la que le dice a su amigo que ha escuchado «los violines que oyó Verlaine», expresión que volverá a emplear, según veremos, en un poema a Darío21. Del mismo modo, Machado no oculta, por último, su interés por la obra de Charles Baudelaire, a tenor del contenido de una carta a Pilar de Valderrama (entre el 19 y 20 de enero de 1929), en el período segoviano. Justamente, se refiere en tal pasaje a Las flores del mal y a los poemas en prosa22.

En este cruce de modelos y directrices clásico-románticas, se puede vislumbrar, al menos, la estética que agradaba, a priori, a Machado. Es el caso del juicio que acomete sobre Antonio de Zayas, excelente conocedor de la poesía francesa y traductor de Les Trophées de José María de Heredia, y sus Joyeles bizantinos, en la línea parnasiana. Sus alusiones a las «arquitecturas romanas» y su punto de equilibrio en el verso, entre clásico y la vertiente rubeniana y francesa, fueron de su agrado23. Como también lo fue la delectación por el pasado clásico de las Helénicas, de Manuel Hilario Ayuso, para quien realizó el poeta un prólogo anteriormente mencionado24. Como contrapunto, rechazaba, en cambio, la estética de Juan Valera, actitud visible en una carta a Ortega y Gasset (del 21 de julio de 1912), precisamente por su propósito opuesto, a saber: el mal empleo de los clásicos y su «espíritu pseudo clásico francés»25. En cualquier caso, se comprueba cómo Machado valora, al margen de abogar por la estética clásica o romántica, el sincero y cabal empleo de tales corrientes, perfectamente compatibles a su entender en pos de una nueva voz poética. Ello explica el hecho de desvelar su deuda con las corrientes francesas, en una nota biográfica para una antología de Azorín. Confiesa, en particular, la influencia de los simbolistas en su obra, si bien había reaccionado ya contra ella26. Su actitud no contradice, al tiempo, el que valore el espíritu clasicista de inspiración mitológica, pero no ya en la línea rubeniana, sino en otra dirección. Lo apunta en una colaboración de «Los trabajos y los días», haciendo un juicio sobre los versos, de corte homérico, de Ramón Pérez de Ayala, autor de El sendero innumerable (1916)27. E igualmente, en una aportación perteneciente a «De mi cartera» (sin fecha, aunque correspondiente a su período segoviano), Machado opone la doctrina del simbolismo al «adjetivo definidor homérico»28. Entre tanto, en este mismo período, en el texto mencionado de «Los trabajos y los días» sobre la poesía de Pilar de Valderrama, hace una valoración de la lírica romántica, en una clara necesidad de superarla29. Machado conjugará, pues, en esta encrucijada de senderos posibles, las referencias al mundo grecolatino con elementos de evocación romántica, incluso para emitir juicios o hacer propuestas, como la de su proyecto de discurso de ingreso en la Academia Española, en la que apuntaba la imperiosa necesidad de narrar «el gran Anábasis de las sombras románticas»30.

Los inicios de las «señas de identidad»:
de la primera edición de Soledades (1903)
y el propósito de una nueva estética

En sus primeros inicios poéticos de Soledades (1903), Machado se propone encontrar un camino satisfactorio que conjugase la recreación de los clásicos y la sinceridad lírica. Esta fórmula, al decir de Machado, debía ofrecer una propuesta alternativa al helenismo practicado por los poetas parnasianos, según refiere en el prólogo de la segunda edición de Soledades, galerías y otros poemas (1919)31. Dos años antes, en el proemio a sus Páginas escogidas (1917), había expresado, a este tenor, su intención, aludiendo a Soledades, de formular una línea distinta a la de Darío, en una búsqueda de su propia palabra, de los «universales del sentimiento», al margen de estéticas clásicas o románticas contrapuestas. Si bien, a su entender, su primer libro no fue un proyecto definitivo y sistemático en este sentido, sí dejó constancia de esa inusitada sensibilidad estética:

«Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años, Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría. Yo también admiraba al autor de Prosas profanas, el maestro incomparable de la forma y de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de vida y esperanza. Pero yo pretendí -y reparad en que no me jacto de éxitos, sino de propósitos- seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un conjunto de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aun pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento. No fue mi libro la realización sistemática de este propósito; mas tal era mi estética de entonces»32.


En efecto, en la primera edición de Soledades, Machado hará perfectamente compatibles la recreación mitológica y la perspectiva simbólica33. Como resultado, asistimos a una evocación de una materia mítica sugerida, carente de fórmulas explícitas. De tal suerte, se recuerdan los personajes, pero con sutiles alusiones a sus atributos, la aretalogía o los decorados míticos. Su tratamiento viene a preludiar, con claridad, palmarios motivos de su poesía posterior. Es el caso del «titán» en el poema «La fuente», el «Amor» o la caracterización de Diana y sus atributos en «Del camino». Machado ensaya, al tiempo, destacados y sugestivos símbolos como la «orilla» y la «barca», en relación a Caronte (en «Del camino», I), en tanto que del poema «Canción» descuellan la rueca asociada a Ónfale u Onfalia (en una reminiscencia de le rouet de los simbolistas franceses, con su correspondiente huella en el modernismo)34 o la simbología fúnebre del tañir de las campanas y la negra túnica vinculada a las Parcas, de gran proyección en su obra ulterior. Símbolos como la Vía Láctea se hacen también presentes en composiciones como «Crepúsculo».

En esta esfera legendaria, resulta visible la mitificación de realia como la aurora, en un apunte del amanecer mitográfico (en «Fantasía de una noche de Abril»), las horas en «La fuente» o la soledad de la pieza «Crepúsculo», equiparada a una Musa que revela al poeta-vate arcanos misterios, en un recuerdo de la poética romántica, pero igualmente de sesgo clasicista. No es de extrañar, por tanto, la recreación de estilemas de géneros como el epigrama y sus variantes, como el epitafio, según se ve en el motivo del homo viator en «Cénit». Se hace presente, asimismo, el himno pagano, materializado en la invocatio y enriquecido mediante el intimismo lírico y el tono de confidencia cercanos a la elegía. A este tenor, la modalidad elegiaca, en una confluencia de rasgos clasicistas y románticos, albergan tópicos revitalizados como los que se encuentran en «Del camino», a saber: el secretum amoris o los signa amoris, en la línea de Safo (fr. 31, 7-16) y Catulo (LI, 6-12), en tanto que los tristia rerum figuran en «Los cantos de los niños».

No menos destacadas son las directrices que comprenden el exorno retórico en la léxis de la obra. Refleja así Machado una manifiesta voluntad de entroncar con la tradición clásica sin necesidad de recurrir al profuso y pródigo léxico parnasiano. Los elementos en la euresis encuentran, por ello, una perfecta correspondencia en el plano de la elocución. Uno de los rasgos característicos viene dado por el empleo de un rico y variado léxico de sabor grecolatino que sugiere el mundo antiguo. El amplio abanico de voces de abolengo helénico resulta evidente en términos como «evónimo» («La tarde en el jardín», v. 8), «clepsidra» y «cítara» («Del camino», I, v. 6, y IV, v. 10, respectivamente), «harmonía» («La noria», v. 5), «mirtos» («Tarde», v. 9) o «tálamo» («Noche», v. 6). Estos vocablos se conjugan con otros de sesgo latino, como «preces» («Fantasía de una noche de Abril», v. 58), «sagital» y «veste» («Campo», vv. 12, 20), «lares» y «atrio» («Del camino», VII, v. 7; VIII, v. 1). En esta ambientación del pasado, habrán de cobrar mayor notoriedad las reelaboraciones de pasajes clásicos en un contexto de intimismo y sinceridad lírica. Es el caso del motivo in uino neritas, mencionado por Machado en una carta de 1904 a Juan Ramón Jiménez a modo de despedida35, que se encuentra en el poema «Fantasía de una noche de Abril», de inspiración horaciana36. La evocación de este ambiente simposíaco está en consonancia, por añadidura, con pasajes concretos, como el inserto en «Del camino», V: «porque en las bacanales de la vida / vacías nuestras copas conservamos, / mientras con eco de cristal y espuma / ríen los zumos de la vid dorados» (vv. 7-10)37. El texto anuncia, por otra parte, el interés que mostrará posteriormente Machado por Anacreonte en el poema «Yo, como Anacreonte...» (LXXV). El pasaje en cuestión recrea la vertiente clasicista, pero con un hedonismo decadente y un efímero recuerdo de las danzas de la muerte (v. 8) recuperadas por la tradición romántica, como reza en El estudiante de Salamanca, de Espronceda:

   «Yo, como Anacreonte,

quiero cantar, reír y echar al viento

las sabias amarguras

y los graves consejos,

   y quiero, sobre todo, emborracharme,

ya lo sabéis... ¡Grotesco!

Pura fe en el morir, pobre alegría

y macabro danzar antes de tiempo»38.



Otras referencias se encuentran en el poema «Preludio», en confluencia con el motivo catuliano odi et amo (del poema 85), la contaminación mítica de Virgilio (Eneida, VI, 268-72) y Ovidio (Metamorfosis, I, 504-505) en la oscuridad que envuelve al poeta en el poema «Noche», de atmósfera romántica, como viene a indicar el propio paratexto39. Figuran, conjuntamente, diversas referencias a Pitágoras, en «La tarde en el jardín», el río de Heráclito, cuya recreación encontramos en «Campo», o la imagen de la «clepsidra», inspirada en la Epistula ad Lucilium XXIV, 20 de Séneca40. Valiéndose de idéntico procedimiento, Machado evoca en este poema los ídolos o imágenes de Epicuro, remozados de cierto espíritu lucreciano en relación a varios pasajes del libro cuarto del De rerum Natura, que traen a la memoria el motivo de los simulacra41. La libertad expresiva en determinadas reelaboraciones llevará a Machado, en ocasiones, a cierto distanciamiento de las fuentes. Sin embargo, tales versos conservan el sabor de la Antigüedad grecolatina. Así se observa en la recreación del espacio bucólico, llamado «selva» por el poeta en «Campo», en la línea virgiliana (Ég. I, 5): «¡Pasajera ilusión de ojos guerreros / que por las selvas pasas» (vv. 27-28, p. 114). E incluso la mención continua de referentes eglógicos en «Tarde», desempeñan la función de apuntar el locus amoenus, de tradición virgiliana y garcilasiana, de importante vigencia en su poesía venidera42.

El solaz y deleite del lugar ameno permite al poeta liberarse de las pasiones a fin de obtener, en la línea horaciana, la imperturbabilidad anímica43. Sucede en «La fuente», en un pasaje en el que el poeta disfruta del otium mediante la meditación, al tiempo que se olvida de sus cuitas y tribulaciones: «Y en ti soñar y meditar querría / libre ya del rencor y la tristeza, / hasta sentir, sobre la piedra fría, / que se cubre de musgo mi cabeza» (vv. 53-56, p. 73). Siguiendo esta filosofía estoica, Machado, en «La tarde en el jardín», entronca con la tradición horaciana del beatas ille, al recrear su serena felicidad en contacto con la naturaleza según el ideal estoico del vivere secundum naturam (o naturae norma vivere)44. El motivo estoico de la serenidad anímica lo conjuga Machado con la imagen horaciana del mar tempestuoso (Od. I, 14; Ep. II, 6) en «Del camino», III45. En «Del camino», IX, es también de abolengo horaciano el motivo de la recompensa de la divinidad (aquí sustituida por la «tarde») a la plegaria del hombre (Od. I, 3, 5-7; 24, 9-12; 31, 1-3): «Quizás la tarde lenta todavía / dará inciensos de oro a tu plegaria, / y quizás el zenit de un nuevo día / amenguará tu sombra solitaria» (vv. 1-4, p. 94). La finura de Machado en el empleo de la tradición horaciana se hace visible, finalmente, en la sutil conexión entre «secreto» y «senda» (que recuerda el secretum iter de la Epístola II, 18, 103, con el recuerdo, al tiempo, de fray Luis) en el poema «Ocaso»: «Tú has dicho el secreto / que en mi alma reza: / yo odio la alegría / porque odio la pena. / Mas antes que pise / tu florida senda, / quisiera traerte / muerta mi alma vieja» (vv. 3-10, p. 116).

Como se ve, en Soledades, Machado plantea un meditado programa compositivo, entre simbólico-romántico y clásico, que abriría un importante camino de renovación a la poesía española modernista.

Claves metapoéticas de inspiración clásico-romántica:
el «vate» visionario, la elevación musical y el viaje legendario

A partir de Soledades comprobamos cómo las variadas alusiones míticas en la poesía machadiana van más allá del mero interés del autor por la tradición clásica manejada como un recurso o estrategia discursiva. Se trata, más bien, de la necesidad de acudir a un resguardo atemporal con vistas a huir del desasosiego de la vida moderna, en una propuesta alternativa al parnasianismo y otras corrientes finiseculares. Resulta claro, pues, que la creciente atención de Machado por la mitología, a modo de añoranza de la Antigüedad clásica, se hace patente en los hitos más destacados de su producción poética: desde concisas alusiones a modo de símil o exemplum mythologicum en obras como Campos de Castilla, preñadas de simbolismo mítico, hasta las notables imitaciones de pasajes homéricos de la Odisea o el Himno a Deméter en Nuevas canciones. Sea como fuere, el selecto imaginario mítico de Machado se nutre, sobre todo, tanto de diversas divinidades marítimas -tal es el caso de Glauco o Proteo- como de personajes épicos de la talla de Hércules, Teseo y los héroes de la Iliada que hacen realidad poética el sueño evocador de la niñez del poeta. Por otra parte, el universo ctónico, representado fundamentalmente por Caronte con sus atributos y los espacios del más allá (laguna Estigia o el Leteo), le servirá al poeta sevillano como piedra angular para el desarrollo del género encomiástico, como reflejan los elogios a Darío o Valle-Inclán. En dicha reelaboración del mundo de ultratumba, Machado se vale del mito como cauce para hacer realidad las situaciones imposibles de la vida humana46. Veamos, en primer lugar, el proceso continuado, en una imbricación de elementos clásicos y románticos, perceptible en la producción posterior a Soledades.

En efecto, un nutrido conjunto de poemas machadianos ostentan una lectura metapoética romántica desde la esfera mítica. Así, la terminología sobre la reflexión literaria que maneja nuestro poeta evoca, mutatis mutandis, los conceptos que interesaron a los románticos, como, por ejemplo, el de la inspiración o «estro», evocado por Baudelaire en sus Consejos a los jóvenes poetas, publicados en L'Esprit Public el 15 de abril de 1846 (revisión, a su vez, de la dualidad ars/ingenium horadaría, que partía de Platón)47. Se lo hace saber a Juan Ramón Jiménez en una carta fechada aproximadamente entre marzo y abril de 1904, un año después de la publicación de Soledades. «Estoy en una época de inspiración. Yo creo todavía en la inspiración»48. De igual modo, comparte el camino de perfección propuesto por su amigo Valle-Inclán en La lámpara maravillosa, en su vocación romántica en la línea del Heinrich von Ofierdingen de Novalis (como refiere en una carta datada, probablemente, de febrero de 1916)49. Justamente antes, Machado le explicaba a su amigo, a modo también de apunte metapoético, a partir de qué constantes y directrices residía la superación del simbolismo. Para ello, trae a colación el ejemplo de El sendero innumerable de Pérez de Ayala -en cuanto a los versos finales de «El Pensieroso», de 1916-, puesto que comparte su voluntad de ofrecer una doble imagen: clásica y novedosa (técnica que aplicará él mismo)50.

En este maridaje de clásicos y románticos, Machado abrirá el capítulo XV de Juan de Mairena con la conjugación del pensamiento de Goethe, como vate vidente, y Homero (en una referencia, por añadidura, al intertexto de Macbeth de Shakespeare, acto I, esc. III, v. 58)51. En la práctica, Machado la había aprovechado para algunas de sus composiciones poéticas que recreaban la mitología. En «El poeta» (XVIII), inserto en Soledades (1899-1907), Machado compara simbólicamente la actitud del poeta ante su inexorable destino con la de Glauco que, enamorado de Escila, sufre una desgraciada peripecia amorosa a causa de las malas artes de Circe (historia narrada por Ovidio en Met. XIII, 900 ss.). Como el dios marino, el poeta, mortal debido a su naturaleza humana, puede gozar tanto del supremo don de la eternidad divina como de la virtud de la profecía (lo que sugiere el motivo del poeta vate). «[El poeta] Maldiciendo su destino / como Glauco, el dios marino, / mira, turbia la pupila / de llanto, el mar, que le debe su blanca virgen Scyia» (vv. 1-4)52. Y en el poema «A Narciso Alonso Cortés, poeta de Castilla» (CXLIX) -de la sección «Elogios»-, Machado pondera la imposible labor del poeta comparándola a la gesta que no pudo acometer Teseo, que incluso logró escapar de los profundos avernos infernales, recordando, como paratexto, un pasaje de la Eneida (VI, 304) de Virgilio («Jam senior, sed cruda deo viridisque senectu»)53.

En dicho marco de claves metapoéticas machadianas gozará de un notable predicamento Verlaine y sus consideraciones sobre la música y la poesía. Lo comprobamos en la evocación del arranque del «Art poétique» en sus «Reflexiones sobre la lírica», con una crítica a la vertiente parnasiana, o en el referido proyecto de discurso de ingreso en la Academia Española, en el que diserta ampliamente sobre el simbolismo, la música de Verlaine o «la reducción al absurdo del subjetivismo romántico»54. La aplicación de tal concepto en la reflexión teórica encuentra su correlato en la praxis poética de inspiración clásica, acompañada de una lectura pitagórica y neoplatónica en relación a la música. Machado la imprime, en una atmósfera mítica, con motivo del poema «A la muerte de Rubén Darío» (CXLVIII), de 1916, en la sección «Elogios» (recuérdese que Darío había sido un ávido y ferviente lector de Verlaine). La composición ostenta, además de ecos míticos relativos a Pan y Apolo o a la catábasis, la influencia de estilemas de géneros clasicistas apuntados en la primera edición de Soledades, como la conclamatio elegiaca o la inscripción del epitafio55. En esta misma línea y en idéntica sección, se percibe la siguiente variante, puesta en relación con la música de Verlaine. Nos referimos a la pieza «Al maestro Rubén Darío» (CXLVII), anterior a la aducida, concretamente de 1904:

   «Este noble poeta, que ha escuchado

los ecos de la tarde y los violines

del otoño de Verlaine, y que ha cortado

las rosas de Ronsard en los jardines

de Francia, hoy, peregrino

de un Ultramar de Sol, nos trae el oro

de su verbo divino»56.



La evocación de la música celestial permitía, pues, al poeta acometer un viaje iniciático como camino de perfección, al decir de Machado. Este motivo, que casaba perfectamente con el vuelo romántico, despertó claramente la curiosidad de nuestro escritor. Lo deja ver en una crónica de París (fechada el 31 de marzo de 1911), en la que se interesa por el concepto del viaje desde la perspectiva gala. Justamente, critica la visión desvirtuada que franceses como Mérimée o Hugo ofrecieron de España57. Al margen de este espíritu crítico, en una simbiosis entre el viaje mítico y romántico, sobresale una serie de pasajes de Machado en los que abordará el tema. El propio escritor habrá de transitar, por ende, los lejanos recuerdos de su infancia bajo el trasfondo mítico, en una evocación, al tiempo, de la palabra de Verlaine. Dicho proceso de anámnesis se remonta a la niñez del poeta -experiencia capital en la poesía contemporánea-, como señala José Carlos Mainer58. Se cumple, en concreto, en el poema «Pegasos, lindos pegasos...» (XCII), en el que Machado, atendiendo a una estética de la cotidianidad a partir de la anécdota, sugiere su primer contacto infantil con la mitología en un viaje interior. De hecho, la alusión mítica trae a la memoria la historia del caballo alado con el que Belerofonte pudo vencer tanto a la Quimera como a las amazonas (Hesiodo, Teog., 276 ss.; Ovidio, Met., IV). Además del arquetipo universal del caballo como juego (que oscila desde las Mil y una noches a Cervantes con el afamado motivo de Clavileño), Machado apunta, a modo de paratexto, el poema decimotercero de Romances sans paroles y cuarto de la sección Paysages belges de Verlaine. En su adecuación, nuestro poeta suprime el adjetivo bon de la cita del modelo francés («Tournez, tournez, bon chevaux de bois»59). Sea como fuere, el texto recuerda la siguiente variante (con similitudes y divergencias, claro está), del poema CXXXVII [I], correspondiente a las «Parábolas» de Campos de Castilla:

   «Era un niño que soñaba

un caballito de cartón.

Abrió los ojos el niño

y el caballito no vio.

Con un caballito blanco

el niño volvió a soñar;

y por la crin lo cogía...

¡Ahora no te escaparás!

Apenas lo hubo cogido,

el niño se despertó.

Tenía el puño cerrado.

¡El caballito voló!»60



En este doble tratamiento del viaje, se enmarca la composición «A don Ramón del Valle Inclán» (CLXIV [VIII], en «Glosando a Ronsard y otras rimas», de Nuevas canciones). En ella se produce un pronunciamiento del yo de la voz lírica en relación dialogística con el del laudandus. Machado desarrolla, en esta dirección, una fantasía onírico-mítica en la que él mismo se erige como un viajero que dialoga amablemente con Caronte (es decir, Valle-Inclán)61. Atendiendo a su técnica compositiva, el soneto entronca, al tiempo, con la tradición del diálogo lucianesco y la Eneida (VI, 298-304), en tanto que ofrece una variatio respecto al motivo del óbolo recreado también por Baudelaire (XV), en su arranque de «Don Juan en los Infiernos»: «Quand don Juan descendit vers l'onde souterraine, / Et lorsqu'il eut donné son obole à Charon...»62 Machado viene a preludiar así el desarrollo del motivo por Tomás Morales, admirador de la obra machadiana, en el poema «A Rubén Darío en su última peregrinación», en una nueva refundición de clasicismo y romanticismo. La composición, que presenta como paratexto los versos de Baudelaire sobre el óbolo, recuerda, salvando las distancias, el poema de Machado dedicado a Darío, con una sutil pincelada circunscrita al marco crónico, anteriormente comentada63.

El motivo del viaje estará presente, en esta misma dirección, en otras composiciones machadianas como «Recuerdos de sueño, fiebre y duermivela» (CLXXII), con referencias a Caronte o la catábasis, o el poema XCIII de «Proverbios y cantares» (CLXI), con el simbolismo del barco, el barquero y el sueño64. Pero como en el caso de Valle-Inclán, Machado aplicará el leitmotiv del viaje, una vez más, al perfil biográfico de un amigo suyo: Azorín. Así, al ponderar su labor como escritor, apuntará el motivo del viajero de abolengo mítico-literario mediante un par de alusiones a Eneas, Don Quijote y Ulises: «Parécenos que este alma mística en el fondo, mira más hacia la tierra de Alonso Quijano que hacia la mar de Eneas»; y «Que también Azorín es un mito de Ulises, un hombre mediterráneo, capaz de bellas supercherías, de ingeniosas e ideales ficciones»65. Este motivo lo habrá de recuperar, nuevamente, en «Desde mi rincón» (CXLIII), con la consiguiente remembranza de motivos medievales, como hicieran, en fin, los románticos: «¡Oh, tú, Azorín, que de la mar de Ulises / viniste al ancho llano / en donde el gran Quijote, el buen Quijano, / soñó con Esplandianes y Amadíses» (vv. 77-80)66.

A propósito de la «hybris», «del Amor y otros demonios»

Uno de los palmarios viajeros que descenderán al mundo de ultratumba, como contrafactum del héroe mítico, Don Juan, interesó a Machado en sus reflexiones teóricas y su aplicación como motivo poético. El personaje conjugaba, per se, la vertiente clásica, con la aportación de Tirso de Molina y su Burlador, hasta la lectura romántica de Zorrilla. Ello justifica que aparezca junto a diversos referentes como Eros o Werther -en una nueva fusión de clasicismo y romanticismo-, según se aprecia en una colaboración perteneciente a «De mi cartera» (1920), de su etapa segoviana: «Sabíamos de un Eros ciego y de un amor vidente o intelletto d'amore, y no poco de un Eros bizco, que anda por todas partes. Pensemos ahora en un amor tuerto, con su parche en el ojo huero, en un amor lisiado por accidente, el de una malaventura de don Juan, o de un paseo solitario del cuitado Werther por las riberas del Ebro»67. De forma análoga procederá Machado en otro texto «De mi cartera» (fechado en noviembre de 1922), ya que tras una reflexión sobre el Don Juan de Zorrilla68 y habiendo referido la naturaleza española de la leyenda, lo relaciona con mitos clásicos como el de Eros, Afrodita o Príapo: «¿Existe en don Juan el sentido pagano, helénico del amor? Menos que nada. No ya Eros ni Afrodita, el mismo Priapus desdeñaría a este amador de tapadillo y encontronazo, como al más ramplón calumniador de la naturaleza»69. Como en otras ocasiones, el motivo tuvo su reflejo en la práctica poética, de suerte que en el celebrado «Retrato» (XCVII), de Campos de Castilla, rememora la capacidad seductora de un Don Juan (no aplicable a su caso), conjugada con la referencia mítica a Cupido: «Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido / -ya conocéis mi torpe aliño indumentario-, / mas recibí la flecha que me asignó Cupido, / y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario» (vv. 5-8)70.

La hybris de Don Juan entronca, en la praxis literaria de Machado, con diferentes titanes y otras figuras que se caracterizan por su osadía y temeridad. Es el caso de Prometeo (igualmente presente en León Felipe y algunos escritores novecentistas)71, remozado de una vertiente satánica y en confluencia con un «ángel díscolo», perceptible en su juicio ya referido sobre la obra de Pilar de Valderrama. Esta contaminación de elementos la habrá de recordar, en términos muy similares, en «Dos grandes inventos», capítulo XV de Juan de Mairena, trayendo a colación, al tiempo, la filosofía platónica72. En esta línea, otros personajes habrán de recibir su castigo merecido por sus defectos y lacras. Sucede, en consecuencia, con el tratamiento del mito de Narciso y el culto al yo reflejado en el espejo. El tema de abolengo ovidiano (Met. III, 346 ss.), recreado en época contemporánea por escritores de la talla de Juan Ramón Jiménez, Francisco Umbral o Javier Marías73, recibe aquí una reelaboración, entre la esfera clásica y romántica, en relación a motivos como el sueño o la imagen, según evoca el propio Machado en un pasaje de sus «Reflexiones sobre la lírica»:

«El culto al yo, como única realidad creadora, en función de la cual se daría exclusivamente el arte, comienza a declinar. Se diría que Narciso ha perdido su espejo, con más exactitud que el espejo de Narciso ha perdido su azogue, quiero decir la fe en la impenetrable opacidad de lo otro, merced a la cual -y sólo por ella- sería el mundo un puro fenómeno de reflexión que nos rindiese nuestro propio sueño, en último término la imagen de nuestro soñador»74.


En una cabal alternativa a la propuesta por Juan Ramón Jiménez tanto en la teoría como en la práctica poética, Machado llegará a recrear el mito, desde su nueva óptica. Sucede, subsiguientemente, en los «Proverbios y cantares» (CLXI) de Nuevas canciones, en una serie de pasajes en los que recuerda no sólo el motivo de la filaucía, sino también la imagen del espejo y la alteridad:

III

   Todo narcisismo

es un vicio feo,

y ya viejo vicio.



IV

   Mas busca en tu espejo al otro,

al otro que va contigo.



VI

   Ese tu Narciso

ya no se ve en el espejo

porque es el espejo mismo.



XXXIX

   Busca en tu prójimo espejo;

pero no para afeitarte,

ni para teñirte el pelo75.



Como Narciso, diferentes personajes machadianos se ven abocados a poderosas fuerzas que los doblegan inexorablemente. Tal es el caso del amor y la muerte, en una reminiscencia de la tópica dualidad Eros y Thánatos76. Machado recreará, justamente, las figuras de tales actantes míticos en un contexto de evocación intimista. Como había practicado ya en la primera versión de Soledades, Cupido aparece recordado por sus atributos, según se ve en Campos de Castilla, con imágenes como «la corva ballesta de un arquero» (v. 20 de «A orillas del Duero», XCVIII) en otro contexto, la del «ballestero» con su «saeta» (vv. 1 y 3 de «El Dios ibero», CI), o los vv. 10-12 del soneto CLXIV [I] I de «Glosando a Ronsard y otras rimas»: «yo sé que bien quisiera / el corazón su flecha más certera / arrancar de la aljaba vengadora»77. Y el soneto CLXIV [V] aludirá al niño ciego en armonía con las sugerentes imágenes del fuego ardiente: «Ese que el pecho esquiva al niño ciego / y blasfemó del fuego de la vida, / de una brasa pensada, y no encendida, / quiere ceniza que le guarde el fuego» (vv. 5-8)78. La osadía del dios y sus atributos permiten, por otra parte, a Machado contaminar su figura con la del centauro en el «declinar» de la tarde. De hecho, tras el apunte de la imagen del «arco de ballesta» en «Por tierras de España» (XCIX, v. 15), encontraremos tal conjugación mítica en una ambientación simbólica: «El numen de estos campos es sanguinario y fiero; / al declinar la tarde, sobre el remoto alcor, / veréis agigantarse la forma de un arquero, / la forma de un inmenso centauro flechador» (vv. 25-28). El motivo de la osada temeridad viene a preludiar, a su vez, los versos siguientes, en un gusto por el correlato bíblico, a modo de variatio, sobre el jardín y la «sombra de Caín»: «Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta / -no fue por estos campos el bíblico jardín-; / son tierras para el águila, un trozo de planeta / por donde cruza errante la sombra de Caín» (vv. 29-32)79. La figura del centauro, en un contexto intimista y de cuño romántico, se encuentra en «Un loco» (CVI) de Campos de Castilla:

«Es una tarde mustia y desabrida

de un otoño sin frutos, en la tierra

estéril y raída

donde la sombra de un centauro yerra.

Por un camino en la árida llanura,

entre álamos marchitos,

a solas con su sombra y su locura

va el loco, hablando a gritos»80.



Y como la esfera mítica de Eros y sus derivaciones clásico-románticas, se alzará el tema de la muerte, simbolizada por las Parcas y sus hilos (con el apunte primigenio de Soledades de 1903). En una nota biográfica de su etapa de Baeza, en la que se refiere a Campos de Castilla, repara sutilmente Machado en tales figuras, que tejen nuestro destino. El poeta las sitúa en un híbrido marco de alusiones al «sueño» y al «mundo interior» que puede desvanecerse81. Son continuas las referencias poemáticas, como se ve en «Los sueños» (LXXXII) de Soledades, con la evocación del hilo, el huso o la rueca (símbolo este último compartido, en fin, con ónfale, tanto de abolengo clasicista como de predicamento lírico francés):

   «El hada más hermosa ha sonreído

al ver la lumbre de una estrella pálida,

que en hilo suave, blanco y silencioso

se enrosca al huso de su rubia hermana.

   Y vuelve a sonreír, porque en su rueca

el hilo de los campos se enmaraña.

Tras la tenue cortina de la alcoba

está el jardín envuelto en luz dorada.

   La cuna, casi en sombra. El niño duerme.

Dos hadas laboriosas lo acompañan,

hilando de los sueños los sutiles

copos en ruecas de marfil y plata»82.



La hibridación de espacios y sus referentes
mítico-simbólicos: una nueva Arcadia «renaciente»

El proceso de contaminación de elementos clásicos y finiseculares alcanza su punto álgido con la incorporación de un tercer eslabón: la imaginería codificada en la literatura áurea española (sobre todo, en la vertiente de Garcilaso o fray Luis). Machado conjugará, de esta forma, referentes eglógicos específicos y tradicionales, pero con imágenes de inspiración simbólico-romántica, técnica iniciada ya en Soledades. Se observa en el poema XCI, en el que Machado alude al laurel y a la hiedra, pero en un contexto diferente:

   «Húmedo está, bajo el laurel, el banco

de verdinosa piedra;

lavó la lluvia, sobre el muro blanco,

las empolvadas hojas de la hiedra.

   Del viento del otoño el tibio aliento

los céspedes undula, y la alameda

conversa con el viento...

¡el viento de la tarde en la arboleda!»83



En tal espacio mixto y misceláneo comprobamos la continua presencia del ruiseñor, que viene a recuperar no sólo el mito ovidiano de Proene (Met., VI, 426 ss.), sino también la tradición áurea analizada ya por Lida de Malkíel84. Sin embargo, no aparecerá en un contexto eglógico y arcádico al modo tradicional, sino en confluencia con sugestivas imágenes como la «negra noche serena». En dicho marco, se alzará el perfil decadente del poeta, en un armónico equilibrio entre el contorno clásico y la expresividad romántica, perceptible en «Coplas mundanas» (XCV):

   «No canta ya el ruiseñor

de cierta noche serena;

sanamos del mal de amor

que sabe llorar sin pena».



   «Poeta ayer, hoy triste y pobre

filósofo trasnochado,

tengo en monedas de cobre

el oro de ayer cambiado»85.



Y la conjunción del ruiseñor (Proene) y la golondrina (Filomela), motivo, a su vez, este último de visible raigambre becqueriana, se hace presente en «La casa» de «La tierra de Alvargonzález» (CXIV). Como en otras ocasiones, estamos ante una recuperación de elementos populares, en un proceder similar al del romanticismo alemán:

   «Y en las noches del verano,

cuando el calor desvela,

desde la ventana al dulce

ruiseñor cantar oyeran.

[...]

   Es una tarde de otoño.

En la alameda dorada

no quedan ya ruiseñores;

enmudeció la cigarra.

   Las últimas golondrinas,

que no emprendieron la marcha,

morirán, y las cigüeñas

de sus nidos de retamas,

en torres y campanarios,

huyeron»86.



Se trata, pues, de una «Arcadia del presente» (recordada por el poeta en el v. 30 de «Del pasado efímero»), en consonancia con una nueva sensibilidad estética, más sincera, sin rupturas entre el pasado y el momento vigente, entre la vertiente mítica y la profundidad romántica. Por ello, nos habrá de embriagar una dulce música que aflora con absoluta libertad en un jardín de cuño romántico. No obstante, este espacio se encuentra preñado de elementos clasicistas, entre ellos, nuevamente, la presencia del ruiseñor. Se observa, con claridad, en el poema «A Juan Ramón Jiménez» (CLII), en la esfera romántica (vv. 13-20):

   «Y una dulce melodía

vagó por todo el jardín:

entre los mirtos tañía

un músico su violín.

   Era un acorde lamento

de juventud y de amor

para la luna y el viento,

el agua y el ruiseñor»87.



Junto al ruiseñor figurarán otros referentes visuales que remiten, al tiempo, a un mundo simbólico-legendario. Tal es el caso de las «mariposas», vinculadas al «alma» -como designación parlante-, que traen a la memoria la iconografía de Psique tanto en la lectura apuleyana (Asinus aureus, IV, 28-VI, 24) como en su recepción áurea y romántica. Se trata, pues, de una nueva alternativa al tratamiento del mito por parte de escritores como Rubén Darío en su conocido poema dualista o en el cuento intitulado «Historia prodigiosa de la princesa Psiquia», con influencias de la leyenda clásica y de Valera (auctor, como hemos visto, no grato a Machado)88. Lo comprobamos en la composición CXXIV de Campos de Castilla, con la presencia, por añadidura, del «adjetivo definidor homérico» en la iunctura «glauco vapor»:

«La vega ha verdecido

al sol de abril, la vega

tiene la verde llama,

la vida, que no pesa;

y piensa el alma en una mariposa,

atlas del mundo, y sueña.

Con el ciruelo en flor y el campo verde,

Con el glauco vapor de la ribera [...]»89.



Acompañarán, por último, al espacio arcádico otros referentes heterogéneos, de inspiración clasicista, en un contexto redefinido y reelaborado, como el «acueducto romano», en una nueva lectura de la arqueología clásica y su recepción áurea, junto al siempre sugerente y atractivo tratamiento del amor («Canciones», CLIXX): «El acueducto romano / -canta una voz de mi tierra- / y el querer que nos tenemos, / chiquilla, ¡vaya firmeza!»90. Como este referente, figurará, asimismo, la «fragua» -que rememora el espacio de Vulcano-, conjugada con el armónico y melódico fluir del agua en «Proverbios y cantares» (CLXI, VII): «¿Siglo nuevo? ¿Todavía / llamea la misma fragua? / ¿Corre todavía el agua / por el cauce que tenía?»91 La atmósfera mítico-clasicista se alterna, una vez más, con rasgos románticos, como sucede en el soneto dedicado a Pío Baroja (CLXIV [IV]) de Nuevas canciones. En concreto, Machado aludirá al taedium vitae compatibilizado con la imagen de la «rosa romántica»92; mientras que, en un soneto de Nuevas canciones, conjugará la «musa», de abolengo clásico, con el misterio y el intimismo romántico en «Los sueños dialogados» (CLXIV [XV] IV). Como resultado, exhibe Machado una lectura inusitada, atemporal, sin límites de codificaciones y estéticas delimitadas:

   «¡Oh soledad, mi sola compañía,

oh musa del portento, que el vocablo

diste a mi voz que nunca te pedía!

   [...]

   Hoy pienso: este que soy será quien sea;

no es ya mi grave enigma este semblante

que en el íntimo espejo se recrea,

   sino el misterio de tu voz amante»93.



En resumidas cuentas, en sus inicios poéticos, Machado advierte ya la necesidad de ofrecer una propuesta alternativa a las vertientes finiseculares de cuño francés y a la de Rubén Darío. Para ello opta, entre otras cosas, por la recuperación de los clásicos, advirtiendo el escaso predicamento que tuvieron a fines del siglo XIX y a comienzos del siglo siguiente. Sin embargo, nuestro poeta se encontrará con dos rémoras principales: la primera, su falta de formación sólida en lo referente a las lenguas clásicas (común a estos escritores, salvo en el caso de Unamuno), que paliará con el manejo de traducciones; y, en segundo lugar, los oropeles retóricos y explícitos parnasianos, contra los que habrá de reaccionar. En la primera edición de Soledades, optará, en una vertiente simbolista, por la sugerencia mitológica, insinuando las imágenes, a veces, incluso sin revelar con claridad el referente. Pero pronto percibe una rica y atrayente fuente de inspiración, dada, sobre todo, por el caudal homérico. Es decir, el «adjetivo definidor» o la «imagen plural» y «proteica» sugieren a Machado la evocación de los clásicos de una forma distinta a la imperante. Ello le permitía, al tiempo, superar las lecturas parnasianas, simbolistas y románticas al uso. Sin embargo, no hubo un completo abandono de estos cauces de expresión, sino que se fueron incorporando a las nuevas directrices referidas, de suerte que una imagen de cuño clasicista, bien en relación a un personaje mítico o una reelaboración en virtud de un proceso de imitación creadora, podía conjugarse con rasgos románticos o simbolistas, sobre todo en lo concerniente a temas como el amor, la añoranza, la contemplación del paisaje o la música. Tales dominios, entre el tratamiento clásico y simbólico-romántico, habrían de albergar, en cualquier caso, los «universales del sentimiento», al margen de coordenadas temporales y estéticas puntuales y concretas. De ahí la incertidumbre machadiana sobre si su concepción creativa respondía a una u otra tendencia, porque, a la postre, lo que pretendía reflejar y transmitir se viene a traducir en los grandes temas que siempre han interesado al hombre y continuarán vigentes en su memoria, en su recuerdo. Ello explica la híbrida y exuberante conjugación de modelos y puntos de referencia que van desde Homero, Safo, Horacio o Virgilio, a la par de Verlaine, Baudelaire o Mallarmé. Del mismo modo, compatibilizará mitos como los de la Ilíada, las Parcas, el mundo de Eros, en tanto que sobresalen junto a las figuras de Tristán e Isolda, en la lectura de Wagner, Don Juan o Werther, por citar algunos ejemplos señeros. Quizás por estas razones, Machado se erija como una de las voces más notorias y destacadas en el tratamiento de los clásicos, ya que salvo la aportación unamuniana y la del tardío Morales -en consonancia con el plan trazado en la pintura con Néstor-, algunos apuntes en Darío, circunscritos a episodios relativos a personajes míticos como Júpiter o Psique, Antonio de Zayas, evocado por nuestro poeta, y pinceladas aisladas, efímeras y difuminadas, como las de Juan Ramón Jiménez y su reelaboración ovidiana del tema de Narciso (a modo d efusión ontogenética), su palabra poética navegará, prácticamente, en solitario en un viaje homérico, al modo del nóstos de Odiseo, con el propósito de un regreso y un puerto definido y anhelante, a saber: la recuperación de los temas de siempre, los que emocionan y justifican, en fin, la existencia de nuestras vidas.