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ArribaAbajo Divagaciones irreverentes4

Hans Friedrich


La explicación del nacimiento de todo sistema filosófico pudiera acaso encontrarse en aquella inextricable malla de acontecimientos triviales, de impresiones fugaces o duraderas, de pequeños incidentes que parecen no dejar huella en el espíritu y que van sin embargo plasmándolo, sugestionándolo, dándole determinadas direcciones.

Así, a la investigación del porvenir le está reservado determinar el papel que desempeñó en la concepción del sistema de Kant la ventana de su cuarto, naturalmente sin que el filósofo se diera cuenta de ello.

El término de comparación que ayuda a dar a entender una idea es casi siempre el fenómeno que la ha sugerido. Pero esto generalmente no se advierte.

¿Qué es en efecto la razón pura de Kant?

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Un hombre sentado ante su mesa de trabajo, obligado a verlo todo a través de una ventana que tiene vidrios coloreados, y que no puede abrir la ventana ni salir de su cuarto. Toda la realidad exterior se le pinta pues del color de los cristales. Las cosas en sí, en su verdadero tinte, nunca le será dado observarlas, y ni siquiera podrá jamás saber qué color tienen los objetos de su cuarto, por cuanto también la luz de él se colorea como los vidrios.

¿Cómo no ver en todo esto al filósofo mismo, obligado por el rigor del invierno nórdico a refugiarse en su habitación, y que a través de los vidrios empañados todo lo ve alterado?

He allí la desdichada condición de los humanos. Basta en efecto sustituir por un cráneo las paredes y el cielorraso del cuarto; por el alma al filósofo mismo; basta leer intelecto en lugar de ventana, sentidos en lugar de vidrios coloreados, y forma del intelecto en lugar de forma de la ventana, para obtener el sistema, la crítica de la razón pura.

Si el cielo parece rectangular y dividido en cuadros, es que así está hecha la ventana.

Pero mientras el filósofo está sumido en tan tristes consideraciones algo se despierta en él que no se deja alterar por el color de los vidrios: el apetito. Una voz le oye: es la criada que lo llama a almorzar. He aquí el sentimiento y la razón práctica.

Tanta inconciencia en filósofos casi no se concibe, y, sin embargo, como es sabido, Tales, el creador oficial de la filosofía, cayó en un hoyo mientras salía de su casa mirando el cielo.

El filósofo mira hacia arriba, y por consiguiente no clava la vista en sí mismo. Hasta su modo de vestir lo demuestra.

Tampoco hay persona que se halle más sujeta a desengaños e ilusiones que el mismo filósofo.

¿De dónde pudo, por ejemplo, venirle a Kant la idea de su fantasía trascendental, espacio mental (pues que el real para él no existe) donde disponemos nuestras representaciones, sino del espejo en que se miraba al lavarse?

Todo lo que había en su cuarto ha entrado en la fabricación de su sistema.

En estética, por ejemplo, su gran principio que lo bello consiste en una disposición de partes que hacen pensar en un fin sin que   —47→   haya tal fin, no pudo ciertamente serle sugerido por otras meditaciones que las que él hiciera sobre cierto vaso que, obligado a permanecer ignominiosamente oculto, estaba sin embargo adornado por muy bonitas flores, por cierto completamente inútiles.

Cualquiera puede llegar a no distinguir ya si está despierto o dormido. Basta con que se pare en observar este punto capital: que también cuando sueña cree estar despierto. Por lo tanto, para no volverse loco, cuando a uno se le ocurren meditaciones de esta clase, inmediatamente las rechaza, siendo ya indicio su sola presentación de vocación para el manicomio. Kant, sin embargo, pasó toda su vida preguntándose si uno viendo ve algo, y como no tenemos otro par de ojos para cerciorarnos de la verdad, y aun teniéndolos también de ellos podríamos dudar, no pudo salir del atolladero.

Y por el estilo son casi todos los sistemas.

Algo distinto sucede con Platón, el hombre más precavido contra toda clase de ilusiones. Podemos afirmar sin más que en su tiempo no se conocía el alambique, o por lo menos que él nunca había visto uno, pues de otro modo habríase dado cuenta sin duda, de que lo que él tenía en la cabeza y tradujo en un sistema, no era sino la destilación.

En efecto, en una cosa hay bondad, en otra más; en una hermosura, en otra más: si se pudieran destilar la hermosura o la bondad, obtendríamos la esencia de hermosura, la esencia de bondad, la hermosura y la bondad puras, sin ninguna mezcla: he allí sus ideas.

Destilando del mismo modo el ser, tendríamos el puro ser, Dios.

Todo esto llena la mente de mil personas que se llaman sabios.

Hoy en día el alambique es común, y sin embargo no se advierte que es en él donde fue a parar Platón, no siendo otra cosa su sistema.

Ni el mismo Aristóteles pudo apercibirse de la cosa. Advirtió sin embargo, que lo que buscaba Platón lo tenemos en nosotros: no dijo destilación, sino abstracción, y es lo mismo. No hay hermosura pura; sólo existen cosas hermosas, de las que nosotros podemos abstraer la hermosura. Abstraer no viene a ser sino fijarse en una cualidad solo; pero esta idea no era tan clara   —48→   para Aristóteles. Abstrayendo dejamos esa cualidad en el objeto, y en él la consideramos aislada. Aristóteles observa que la cualidad abstraída se hace idea en nuestro entendimiento, y para indicar cómo, acude a la descripción de un proceso, que no es otro que el de la destilación.

Y no son bromas. La alquimia, que debía transformarse en química, no es sino la aplicación a objetos reales del método que Platón aplicaba a las ideas; es el resultado de la escuela socrática.

Platón siempre es genial: nos dio una idea que no teníamos, y puso al mundo en la senda para descubrirla. En su honor los farmacéuticos llaman esencias y extractos, (que es lo mismo que decir abstracciones) todas las destilaciones que logran conseguir, y no sin razón llámase espíritu al alcohol.

No hay duda de que sólo este método nos puede conducir a comprender bien los sistemas antiguos y los modernos, siendo una necedad suprema el seguir manteniéndose en la atmósfera de una fraseología misteriosa.

Lo abstracto, el ver mal y como de lejos, ha sido puesto sobre lo concreto, sobre la visión clara y distinta; el orden ideal sobre el real; el fantasear sobre el vivir, y el pensamiento sobre la acción.

A pesar de todo se progresa, ¿pero cómo? Tómese a cualquier filósofo y se verá que únicamente donde su sano juicio le lleva a refutar a otro filósofo, da con algo bueno: cuando después de haber refutado se sienta y empieza él mismo a hablar, ya no dice sino disparates. Como andan las cosas nos lo puede decir un símil: la rotación de la tierra que se ha impreso también en la marcha del pensamiento. El sano juicio es el peso, la fuerza centrípeta, lo que nos tiene unidos y no nos deja disipar; la filosofía es la fuerza centrífuga, que si prevaleciera nos arrojaría a todos en el vacío. En cuanto habla el sano juicio en un filósofo y hace que se oponga a la tendencia centrífuga de los demás, éste resulta útil: en lo restante perjudicial.

De la fuerza centrífuga la tendencia filosófica tiene todos los caracteres: el principal, el de quererlo lanzar todo en una dirección única, el sistema, tangente a la realidad en un punto sólo.   —49→   Y eso en los sistemas filosóficos antiguos, que en cuanto a los modernos, son de todo punto ruedas que giran eternamente en el vacío sin tocar jamás la realidad.

La salvación está en no dejarse arrastrar, en quedar asidos a lo real.

El atomismo químico con sus equivalencias y afinidades electivas y repulsivas ha sugerido el sistema inglés de la asociación, y también ese sistema parece claro, porque uno se transporta con el pensamiento a la química. Pero despertemos, tratemos de darnos cuenta de que no se trata de átomos sino de ideas, y ya todo nos parecerá oscuro.

Lo que se ve desde lejos no se distingue bien. Colóquese a Fulano algo más allá y ya no lo conoceremos: no será Fulano, sino un hombre; aléjese aún más, y no sabremos decidir si es un hombre o un animal cualquiera; y si se aleja más todavía lo tomaremos por un bloque inanimado. La distancia todo lo hace igual: es lo homogéneo de Spencer, quien no se dio cuenta, estableciendo su ley del progreso, que no hacía sino descender por la escala de los géneros, pasar de la vista confusa a la clara. Ardigó lo advirtió, y a la fórmula de lo homogéneo a lo heterogéneo sustituyó la de lo indistinto a lo distinto.

La dificultad de entender a los filósofos nace casi únicamente del hecho que no se entienden ellos mismos, y que no se aperciben al hablar de la inteligencia, verbigracia, que están pensando en un alambique.

Todo el aparato telegráfico ha entrado ahora en psicología con los nervios aferentes y eferentes, lo que es muy natural, porque, en efecto, se sabe más o menos en qué consiste el telégrafo. Ya se verá como pronto también será introducido el radium en psicología. De un modo tan inconsciente de pensar ha nacido una inversión perniciosa en la valuación de las cosas.

Se quiere resolver el problema: ¿en qué relación está lo ideal con lo real?, y por empezar ya se da como conocido el punto de llegada, que ha de ser la unificación de los dos términos. He aquí, pues, alterada la cuestión, y reducida a buscar un término de comparación, algo, en fin, en que dos cosas se fundan en una. Se da con la línea curva, cóncava de un lado y convexa,   —50→   del otro, y como esto parece muy claro, se declara resuelto el problema. ¡Y qué a esto se le llame filosofar!

Mientras tanto no se repara en el disparate que se comete en tal concepción de la línea curva. Sólo haciendo de una línea un cerco de tonel, tendrá ésta cóncavo y convexo; pero si se concibe la línea cual debe ser, no tendrá anchura ninguna, y únicamente será cóncava si limita una superficie cóncava, y convexa si limita una superficie convexa. Lo cóncavo y lo convexo son de la superficie, no de la línea.

Si se traza un círculo sobre una hoja, lo convexo queda únicamente en el círculo, y lo cóncavo en la superficie exterior: a quien se ponga a mirar mentalmente desde el centro del círculo le parecerá cóncava la circunferencia; pero porque la destaca del círculo y la proyecta en la superficie en que el círculo ha sido trazado. La línea antes bien que unir, separa precisamente lo que es cóncavo de lo que es convexo. Cuando dibujamos una circunferencia sobre un papel, ésta tiene cóncavo y convexo; pero ya no es una línea, sino una raya, que también se extiende en anchura.

El símil mencionado más arriba valdría si la línea pareciera cóncava y convexa mirándola desde el mismo punto; pero esto es simplemente absurdo. Hay que colocarse en dos puntos de vista distintos, y entonces... ¡adiós monismo!

¡Y decir que semejante sistema hace felices a muchos!