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Capítulo VIII.

De la renta de los capitales.

     El servicio que hacen los capitales en las operaciones productivas los hace buscar para este uso; establece la petición de ellos, y permite a los propietarios de los capitales el que se hagan pagar este servicio más o menos caro.

     Ya sea que el capitalista haga trabajar por sí mismo su capital, o que le preste a un jefe de una empresa para que le haga trabajar, este capital da un beneficio independiente del beneficio industrial que se llama beneficio del capital. Cuando el capitalista emplea por sí mismo su capital, el beneficio que saca de él forma su renta capital: se añade éste al beneficio de su talento y de su industria, y se confunde frecuentemente con él. Cuando le presta mediante un interés, su renta capital no es más que el montante de este interés, y cede al que lo tomó prestado los beneficios que pueden resultar del empleo del capital prestado.

     Como las consideraciones sobre el interés de los capitales prestados pueden dar luces sobre los beneficios que los capitales dan estando empleados será útil el formarse desde luego ideas exactas sobre la naturaleza y variaciones del interés.

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� I.

Del préstamo a interés.

     El interés de los capitales prestados llamado impropiamente interés del dinero, se llamaba en otro tiempo usura (alquiler del uso o del goce), y éste era el término propio, porque el interés es un precio, un alquiler que se paga por tener el goce de un valor. Pero esta vez se ha hecho odiosa, ya no excita más que la idea de un interés ilegal, exorbitante, y se ha substituido en su lugar otra más decente y menos expresiva, como es costumbre.

     Antes que se conociesen las funciones y la utilidad de un capital, tal vez se miraba la pensión impuesta por el que prestaba al que tomaba el empréstito, como un abuso introducido a favor del más rico y en perjuicio del más pobre. Puede también que el ahorro, único medio de juntar capitales, se considerase como sórdido y dañoso al público, que miraría como perdidas para él las rentas que los propietarios grandes no gastaban. Se ignoraba que el dinero ahorrado para hacerle producir se halla gastado igualmente (porque si se le enterrase, entonces no se le haría producir), que está gastado de manera cien veces más provechoso a la indigencia(48), y que un hombre laborioso nunca está seguro de poder ganar su subsistencia más que donde se halla un capital ahorrado para ocuparle. Esta preocupación contra los ricos que no gastan toda su renta, está aún en muchas cabezas; pero en otro tiempo era general. La tenían aun los mismos que prestaban, y así se los veía que, avergonzados del papel que hacían, empleaban para cobrar un beneficio justísimo y utilísimo a la sociedad, el ministerio de las gentes más desacreditadas.

     No hay pues que admirarse que las leyes eclesiásticas, y en muchas épocas las mismas leyes civiles, hayan proscrito el préstamo a interés, y que durante la edad media, en los estados grandes de Europa este tráfico reputado infame, se haya abandonado a los judíos. La poca industria de aquellos tiempos se alimentaba de los débiles capitales de los mercaderes y artesanos mismos: la industria agrícola, que era la que se seguía con más buen suceso, marchaba por medio de las anticipaciones que hacían los señores y los grandes propietarios que hacían trabajar los siervos o tomaba prestado, no tanto para trabajar con ventajas, como para satisfacer a una necesidad urgente: exigir entonces un interés no era otra cosa que establecer un beneficio sobre la desdicha de su prójimo, y se concibe que los principios de una religión toda de fraternidad en su origen, como era la religión cristiana, debía reprobar un cálculo, que aun hoy día no es conocido de las almas generosas, y le condenan las máximas de la moral más común. Montesquieu(49) atribuye a esta proscripción del préstamo a interés, la decadencia del comercio: ciertamente es una de las razones de su decadencia, pero había otras muchas.

     Los progresos de la industria han hecho mirar un capital prestado bajo otro punto de vista. Actualmente ya no es, en los casos comunes, un socorro que se necesita; es un agente, un instrumento de que el que le emplea puede servirse con muchísima utilidad de la sociedad, y con grandísimo beneficio para sí mismo. Considerado así ya no hay más avaricia ni más ni moralidad en sacar de él un alquiler, que en sacar un arrendamiento de una tierra o un salario de su industria : es una compensación equitativa, fundada en conveniencia reciprocas y la convención entre el que presta y el empresario, por la cual se fija este alquiler, es precisamente del mismo género que todas las demás convenciones.

     Pero en el cambio común se ha terminado todo cuando el cambio está consumado más en el préstamo se trata además de valuar el riesgo que corre el prestador de no volver a entrar en posesión del todo o parte de su capital. Este riesgo se aprecia, y se paga mediante otra porción de interés agregada a la primera, que forma verdaderamente un precio del seguro.

     Siempre que se trata de intereses de fondos, es menester distinguir con mucho cuidado estas dos partes de que se componen, so pena de racionar sobre ellos muy mal, y hacer las más veces, ya sea como particular o y como agente de la autoridad pública, operaciones inútiles o perjudiciales.

     Así constantemente se ha dispersado la usura, cuando la querido limitar la tasa de los intereses o abolirlos enteramente. Cuanto más violentas eran las amenazas, más rigurosa era la ejecución de ella, y por consiguiente más el interés del dinero: éste era el resultado de la marcha ordinaria de las cosas. Cuantos más riesgos tenía que correr el prestador, tanta más necesidad tenía de ponerse a cubierto de ellos con el precio del seguro. En Roma durante el tiempo de la república el interés del dinero era enorme; se habría adivinado aun cuando no se hubiera sabido: los deudores, que eran los plebeyos, amenazaban continuamente a sus acreedores que eran los patricios. Mahoma ha prohibido el préstamo a interés, �y qué ha sucedido en todos los estados musulmanes? Se presta a usura; porque es preciso que el que presta se indemnice del uso de su capital que cede, y además del riesgo que corre por la contravención.

     Lo mismo ha sucedido entre los cristianos mientras que han prohibido el préstamo a interés; y cuando la necesidad de tomar prestado se lo hacía tolerar en entre los judíos, éstos estaban expuestos a tantas humillaciones, a tantas injurias, a tantas extorsiones, unas veces bajo un pretexto y otras bajo otro, que sólo un interés cuantioso era capaz de cubrir disgustos y perdidas tan considerables. Las cartas patentes del Rey Juan, del año mil trescientos sesenta, autorizan a los Judíos para que puedan prestar sobre prendas, exigiendo por cada libra o veinte sueldos, cuatro dineros de interés por semana, lo que hace más de ochenta y seis por ciento anual; pero al año siguiente este Príncipe, que pasa sin embargo por uno de los más fieles a su palabra que hemos tenido, hizo disminuir secretamente la cantidad de metal fino contenido en la moneda, de manera que los prestadores ya no volvieron a recibir nunca en reembolso un valor igual al que habían prestado.

      Esto basta para explicar y justificar el subido interés que exigían. Sin contar además con que en una época en que se tomaba prestado, no tanto para formar empresas industriales, cuanto para sostener guerras y acudir a las disipaciones o proyectos aventurados, en una época en que las leyes no tenían fuerza, y los que prestaban no se hallaban en estado de poder intentar con esperanza de buen suceso ninguna acción contra sus deudores, les era precisa una grande seguridad para cubrir la incertidumbre del reembolso. El precio seguro formaba la mayor parte de lo que es interés o usura, y el interés verdadero; el alquiler por el uso del capital se reducía a muy poca cosa. Digo a muy poca cosa, porque aun cuando los capitales fuesen raros, sospecho que el modo de emplearlos productivamente se hallaba aun con más dificultad. En los ochenta y seis por ciento que se pagaban en tiempo del Rey Juan, tal vez no había más que tres o cuatro por ciento que representasen el servicio productivo de los capitales prestados; porque todos los servicios productivos se pagan mejor en nuestros tiempos que entonces, y actualmente el servicio productivo de los capitales no se puede estimar a más de cinco por ciento: lo que pasa de esto representa el precio del seguro pedido por el que prestó.

     Así, la baja del seguro, que las más veces forma la mayor parte del interés, depende de la seguridad, que tiene el prestador. Esta seguridad pende por su parte de tres circunstancias y a saber: 1.� de la seguridad del empleo: 2.� de las facultades y del carácter del que toma el préstamo; y 3.� de la buena administración del país en que reside.

     Acabamos de ver que el empleo arriesgado que se hacía del dinero prestado, en la edad media, entraba por mucho en el subido precio del seguro que se pagaba al prestador. Lo mismo sucede, aunque en menor grado, con todos los empleos arriesgados. Los Atenienses distinguieron ya en su tiempo el interés marítimo del terrestre: el primero llegaba a treinta por ciento más o menos por viaje, ya fuese al Ponto-Euxino(50) o a los puertos del Mediterráneo. Cada año se podía hacer bien dos veces este viaje, lo que hacía subir con corta diferencia a sesenta por ciento el interés anual, mientras el interés terrestre ordinario era de doce por ciento. Si se supone que en el interés terrestre del doce por ciento la mitad era para cubrir los riesgos del que prestaba, se hallará que el uso aislado del dinero en Atenas valía anualmente seis por ciento, estimación que aun creo que es superior a la verdad; pero supongámosla buena: �con que en el interés marítimo se pagaban cincuenta y cuatro por ciento para seguridad del prestador! Es preciso atribuir este enorme riesgo, por una parte a las costumbres aun bárbaras de las naciones con quien se traficaba: los pueblos eran mucho más extraños unos a otros que lo son en nuestros tiempos, y las leyes y usos comerciales mucho menos respetadas, y por otra parte el atraso del arte de navegar. Había que correr más riesgos para ir del Pireo a Trebizonda, aunque no hubiese trescientas leguas que hacer, que se corren ahora para ir de Lorient a Cantón, que están uno de otro a más de siete mil leguas de distancia. Los progresos de la Geografía, y de la Navegación han contribuido de este modo a hacer bajar la tasa del coste de los productos.

     Algunas veces se toma prestado no para que produzca el valor prestado, sino para gastarle estérilmente. Tales empréstitos siempre deben ser muy sospechosos al prestador, porque un gasto estéril no da al que toma prestado ni con que volver el capital, ni con que pagar los intereses. Si hay una renta, que se pueda destinar a la restitución, es un modo de anticipar sobre sus rentas. Si lo que se toma prestado no se puede reembolsar sino con un capital o una finca, es un modo de disipar sus fincas. Si no tiene uno para reembolsarle ni renta ni fincas, entonces gasta la propiedad de los otros.

     En el influjo que la naturaleza del empleo ejerce sobre la tasa del interés, es menester comprender la duración del préstamo: el interés es menos subido cuando el que presta puede recobrar sus fondos cuando quiera, o a lo menos en un término cortísimo, sea a causa de la ventaja real de disponer de su capital cuando quiere, sea a causa de que tema menos un riesgo a que cree poderse sustraer antes que le pueda alcanzar. La facultad de poder negociar sobre la plaza los efectos al portador de los gobiernos modernos, entra por mucho en el bajo interés a que muchos de ellos consiguen tomar prestado. Este interés me parece que no paga el riesgo de los que prestan; pero éstos siempre esperan vender sus efectos públicos antes del momento de la catástrofe, si llegasen a temerla con seriedad. Los efectos no negociables tienen un interés mucho mayor; tales eran en Francia las rentas vitalicias, que el gobierno francés pagaba en general a diez por ciento, tasa muy subida para las que estaban en cabeza de jóvenes: así los Genoveses hicieron una excelente especulación poniendo todas sus rentas vitalicias en cabeza de treinta personas conocidas, y por decirlo así públicas. Con esto hicieron de ellas el efectos negociables, y juntaron a un efecto negociable el interés que se había estado forzado a pagar por una anticipación que no lo era.

     El influjo del carácter personal, y de las facultades del que toma prestado sobre el importe del seguro, es incontestable: éste constituye lo que se llama crédito personal, y se sabe que una persona que tiene crédito toma prestado a más bajo precio, que una persona que no le tiene.

     Después de la probidad bien reconocida, lo que asegura mejor el crédito de un particular, como de un gobierno, es la experiencia de la exactitud en cumplir lo que prometen: ésta es la base primera del crédito, y en general no engaña.

     �Pues qué, un hombre que jamás ha dejado de pagar sus deudas, no puede faltar a ello el día menos pensado! No es poco probable que lo haga, sobre todo si se tiene una experiencia algo larga de su exactitud. En efecto para que haya pagado sus deudas es preciso que haya tenido siempre en su m ano valores suficientes para salir al frente de ellas, y éste es el caso de un hombre que tiene más propiedades que deudas, lo cual es un gran motivo para poner en él la confianza; o bien es preciso que él haya tomado tan bien sus medidas constantemente, y haya hecho especulaciones tan seguras, que sus entradas jamás hayan dejado de ser antes del vencimiento de sus deudas; y así esta habilidad y prudencia son también muy buenos garantes para lo venidero. He aquí por qué un negociante a quien ha sucedido el faltar una sola vez a lo que se había obligado, o que ha puesto dificultades en cumplirlo, pierde todo su crédito.

     Por último la buena administración del país en que reside el deudor, disminuye los riesgos del acreedor, por consiguiente el precio del seguro que esta obligador a procurarse para cubrir sus riesgos. La tasa del interés aumenta siempre que las leyes y la administración no saben asegurar el cumplimiento de las obligaciones. Aún es peor cuando excitan a violarle, como en el caso que autorizan a no pagar, o no reconocen como válidas las obligaciones contraídas de buena fe.

     Los apremios establecidos contra los deudores insolventes, casi siempre han sido mirados como contrarios a los que toman prestado por necesidad; pero les son favorables. Se presta con más facilidad y a menos precio en aquellos pueblos en que los derechos del prestador están más sólidamente apoyados por las leyes. Por otra parte es un fomento para la formación de capitales: en los parajes donde se cree que uno no puede disponer con seguridad de lo que ahorre, todos están inclinados a consumir la totalidad de su renta. Tal vez se ha de buscar en esta consideración la explicación de un fenómeno moral bastante curioso; que es esta ansia de gozar que se manifiesta ordinariamente con furor en los tiempos de disturbios y de desordenes(51).

     Hablando de la necesidad de los apremios de los deudores, no pretendo por eso recomendar los rigores de la prisión: el poner preso a un deudor es mandarle que pague, y quitarle los medios de hacerlo. La ley de los Indus me parece más juiciosa, pues da al acreedor el derecho de coger a su deudor insolvente, de encerrarle en su casa, y hacerle trabajar en su beneficio(52). Pero sean los que quieran los medios de que se sirve la autoridad pública para hacer pagar las deudas, son ineficaces en todas aquellas partes en que el favor puede alzar la voz más que la ley: desde el momento en que el deudor está o espera poderse poner a cubierto de los tiros del acreedor, éste corre un riesgo, y este riesgo tiene precio.

     Después de haber separado de la tasa del interés lo que corresponde al precio del seguro pagado al prestador, como equivalente del riesgo de perder en todo o en parte su capital, nos queda el interés puro y sencillo, el verdadero alquiler que paga la utilidad y uso del capital.

     Además, esta porción de interés es tanto más subida cuanto menor es la cantidad de caudales para prestar, y mayor la cantidad de caudales que se pide en préstamo; y por otra parte la cantidad pedida es tanto más considerable cuanto el empleo de fondos es más y más lucrativo. Y así una subida en la tasa del interés no siempre indica que los capitales se hacen más raros; porque puede indicar que los medios de emplearlos son más abundantes. Esto es lo que observó Smith después de la guerra feliz que los Ingleses terminaron por la paz de mil setecientos sesenta y tres(53). La tasa del interés subió; las adquisiciones importantes que acababa de hacer la Inglaterra, abrían una nueva carrera al comercio, y convidaban a nuevas especulaciones: los capitales no fueron más raros que antes, pero la petición de capitales fue mayor, y la subida de interés que se siguió, y que comúnmente es una señal de empobrecimiento, en este caso, dimanó de haberse abierto un nuevo manantial de riquezas.

     La Francia ha visto en mil ochocientos doce, que una causa contraria ha producido efectos opuestos: una guerra larga, destructora, y que cerraba casi toda comunicación exterior: las contribuciones enormes; los privilegios funestos, las operaciones de comercio hechas por el gobierno mismo, las tarifas de aduanas arbitrariamente variadas, las confiscaciones, las destrucciones, las vejaciones, y en general un sistema de administración codicioso y hostil para con los ciudadanos habían hecho todas las especulaciones industriales penosas, arriesgadas y ruinosas. Aunque la masa de capitales fuese probablemente declinando, los empleos útiles que se podían hacer de ellos, habían llegado a ser tan raros y tan peligrosos, que jamás el interés estuvo en Francia tan bajo, como en esta época, y lo que por lo común es señal de grande prosperidad fue entonces efecto de una gran miseria.

     Estas excepciones confirman la ley general y permanente que dicta que cuanto más abundantes son los capitales disponibles a proporción de la extensión de los medios de emplearlos, tanto más baja el interés de los capitales prestados. La cantidad de los capitales disponibles dimana de los ahorros hechos anteriormente. Me refiero en cuanto a esto a lo que he dicho (lib. 1. cap. 11.) sobre la formación de los capitales(54).

     Cuando se quiere que todos los capitales que piden quien los tome prestados, y que todas las industrias que necesitan capitales hallen por una parte y otra de que satisfacerse, se deja la mayor libertad de contratar en todo lo que hace al préstamo a interés. Por medio de esta libertad es difícil que los capitales disponibles queden sin tener en que emplearse, y desde entonces es presumible que hay tanta industria en actividad cuanta permite el estado actual de la Sociedad.

     Pero conviene poner muchísima atención en estas palabras: la cantidad de capitales disponibles, porque esta cantidad sola es la que influye en la tasa del interés, y sólo de los capitales de que se puede y se quiere disponer se puede decir que están en la circulación: un capital, cuyo empleo se ha encontrado y comenzado, no ofreciéndose ya, no hace parte de la masa de los capitales, que están en circulación: su prestador no está ya en concurrencia con los demás prestadores, a no ser tal el empleo del capital que pueda ser realizado de nuevo fácilmente para poderse emplear en otra cosa.

     Así un capital puesto en manos de un negociante, y que puede sacarse de ellas con tal que se le avise con pocos días de anticipación, y aún más un capital empleado en el descuento de letras de cambio (que es un medio de prestar en el comercio), son capitales fácilmente disponibles, y que se pueden consagrar a cualquier otra cosa que parezca preferible.

     Lo mismo es un capital que su dueño emplean por sí mismo en un comercio fácil de liquidar, como el de especería. La venta de las mercancías de esta clase, al precio corriente, es operación fácil, y que se puede ejecutar en todos tiempos. Un valor empleado de este modo puede realizarse, devolverse, si fuese prestado, prestarse de nuevo, emplearse en otro comercio, o aplicarse a otro uso cualquiera. Si siempre no está actualmente en la circulación, está en ella a lo menos próximamente, y el valor más próximamente disponible es el que está en dinero. Pero un capital con que se ha construido un molino, una fábrica o bien máquinas muebles y de cortas dimensiones, es un capital empleado, y que no pudiendo desde aquel instante emplearse en otro uso ninguno se saca de la masa de capitales en circulación, y no puede aspirar a otro beneficio que el que le venga de la producción a que está destinado. Y notese que un molino o una máquina pueden venderse, y sin embargo su valor capital no vuelve por eso a la circulación; porque no ha hecho más que pasar de un propietario a otro: y por su parte el valor disponible con que el comprador ha hecho su adquisición, no ha salido de la circulación; sólo ha pasado de sus manos a las del vendedor. Esta venta no aumenta ni disminuye la masa de capitales ofrecidos.

     Esta nota es importante para apreciar exactamente las causas determinantes, no sólo de la tasa de los intereses de los capitales que se prestan, sino también de los beneficios que se sacan de los capitales que se emplean, y de que vamos a tratar inmediatamente.

     Algunas veces se figuran algunos que el crédito multiplica los capitales. Este error, que se halla frecuentemente reproducido en una multitud de obras, de las que algunas están expresamente escritas sobre la Economía política, supone una ignorancia absoluta de la naturaleza y funciones de los capitales. Un capital siempre es un valor muy real y fijo en una materia, porque los productos inmateriales no son susceptibles de acumulación. Pero un producto material no puede hallarse a un tiempo en dos parajes diversos, y servir a dos personas a un tiempo mismo. Los edificios, las máquinas, las provisiones, las mercancías que componen mi capital, pueden en totalidad ser valores que he tomado prestados; en este caso ejerzo una industria con un capital que no me pertenece, y que alquilo; pero es bien seguro que este capital que empleo no le emplea otro ninguno. El que me le presta se priva de poderle hacer trabajar en otra parte. Cien personas pueden merecer la misma confianza que yo; pero este crédito y confianza merecida no multiplica la suma de los capitales disponibles; hace sólo que se tengan menos capitales sin emplear(55).

     No se exigirá sin duda que intente apreciar los motivos de afecto, de parentesco, de generosidad, de gratitud que hacen algunas veces prestar un capital o que tienen influjo en el interés que se saca de él. Cada uno de los lectores debe valuar por sí mismo el influjo de las causas morales sobre los hechos económicos, que son los únicos que nos pueden ocupar aquí.

     Precisar los capitalistas a no prestar más que a cierta tasa, es tasar el genero en que comercian, es someterle a un máximo, es quitar de la masa de los capitales en circulación todos los que no podrían acomodarse con el interés prescrito. Las leyes de esta clase son tan malas, que es una fortuna el que sean violadas. Casi siempre lo son: la necesidad de tomar prestado, y la necesidad de prestar se entienden para eludirlas, lo que es fácil estipulando ventajas que no toman el nombre de interés, pero que en el fondo no son más que una porción de intereses. Todo el efecto que resulta de esto es aumentar la tasa del interés, aumentando los riesgos a que se expone el que presta.

     Lo gracioso es que los gobiernos que han fijado la tasa del interés, siempre han sido los que han dado el ejemplo de violar sus propias leyes, y pagado en sus empréstitos un interés mayor que el legal.

     Conviene que la ley fije un interés, pero sólo para los casos en que se deba sin que haya habido pacto anterior, como cuando por sentencia de un tribunal se manda restituir una suma con sus intereses. Me parece que esta tasa debe fijarse a nivel de los intereses más bajos que se pagan en la sociedad porque la tasa más baja es la de los empleos más seguros. La justicia puede muy bien querer que el detentor de un capital le vuelva y aun con intereses pero para que le vuelva es menester suponer también que está en sus manos: y no se le puede suponer en sus manos sino es en cuanto le ha hecho producir del modo menos aventurado, y por consiguiente que ha sacado de él el interés más bajo de todos.

     Pero esta tasa no debería llamarse interés legal, por la razón de que no puede haber interés ilegal, lo mismo que no puede haber cambio ilegal, o un precio ilegal para el vino, los lienzos y las demás mercancías.

     Este es el lugar de refutar un error generalmente extendido.

     Como los capitales, al momento que se prestan, se dan comúnmente en numerario, muchos se han figurado que la abundancia de dinero era lo mismo que la abundancia de capitales, y que la abundancia de dinero era la que hacía bajar la tasa de los intereses; de esto provienen las expresiones erróneas de los agentes el dinero es raro y el dinero es abundante, análogas a lo más con esta otra expresión defectuosa interés del dinero. El hecho es, que la abundancia o escasez de dinero, de numerario o de todo lo que hace sus veces, no influye absolutamente sobre la tasa del interés, más que la abundancia o carestía de canela, de trigo o de los tejidos de seda. La cosa prestada no es tal o tal mercancía, o sea dinero, que en sí no es más que una mercancía; lo que se presta es un valor acumulado, y consagrado a ser colocado.

     El que quiere prestar realiza en moneda la suma de valores que destina a este uso, y apenas la tiene a su disposición el que la ha tomado prestada, cambia este dinero por otra cosa: el dinero que ha servido para esta operación va a servir a otra operación semejante, u a otra operación cualquiera, que sabe uno servirá tal vez para pagar los impuestos, o el sueldo del ejército. El valor prestado no ha estado en moneda más que momentáneamente, lo mismo que hemos visto que la renta que uno recibe y gasta, se manifiesta pasajeramente bajo esta forma, y que las mismas piezas de moneda sirven cien veces al año para pagar otras tantas porciones de rentas.

     Del mismo modo, cuando una sunna de dinero ha hecho pasar un valor capital (un valor que hace oficio de capital) de manos de un prestador a las del que toma prestado puede ir después de muchos cambios a servir a otro prestador para otro que tome prestado, sin que el primero que tomó prestado esté privado del valor que tomó en empréstito.

     En realidad es un valor lo que uno toma prestado, y no tal o tal especie de mercancía. Se puede prestar o tomar prestado toda especie de mercadería lo mismo que dinero, y no es esta circunstancia la que hace variar la tasa del interés. No hay cosa más común en el comercio que prestar y tomar prestado no en dinero sino en otras cosas. Cuando un fabricante compra materias primeras a pagar a plazos, toma realmente prestado en lana o en algodón: en su empresa se sirve del valor de las mercancías, y la naturaleza de éstas no influye en nada en el interés que paga a su vendedor(56)

. La abundancia o escasez de la mercadería prestada no influye más que sobre su precio relativamente a las otras mercancías, y no influye en nada sobre la tasa del interés. Así es que cuando el dinero ha llegado a bajar a la cuarta parte de su antiguo valor, ha sido menester para prestar el mismo capital, dar cuatro veces más dinero; pero el interés ha permanecido el mismo. Aun cuando la cantidad de dinero llegase a ser diez veces mayor en el mundo, los capitales disponibles podrían no ser más abundantes.(57)

     Por eso es mal hecho el servirse de la expresión interés del dinero, y probablemente a esta expresión viciosa se debe el haber mirado la abundancia o escasez del dinero como que puede influir en la tasa del interés(58). Law, Montesquieu, y hasta el mismo juicioso Lock, en un escrito dirigido a buscar los medios de hacer bajar el interés del dinero, se han engañado en esto. �Será de admirar que después de ellos se hayan engañado otros muchos? La teoría del interés ha permanecido cubierta de un velo hasta que le han descorrido Hume y Simth(59). Esta materia nunca será clara más que para aquellos que se formen una idea exacta de lo que se llama capital en todo el curso de esta obra, que concebirán, que cuando se toma prestado no es tal o tal comestible o mercancía la que uno toma prestado, sino un valor, porción del valor del capital prestable de la Sociedad, y que el tanto por ciento que uno paga por el uso de esta porción de capital depende de la razón entre la cantidad de capitales que se ofrecen para prestar, y la cantidad que se pide en empréstito en cada pueblo, sin que tenga ninguna relación con la mercancía, moneda u otra cualquier cosa, de que se sirve uno para transmitir el valor prestado.



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� II.

Del beneficio de los capitales.

     Acabamos de observar la naturaleza y fundamentos del interés pagado por el que toma prestado al prestador de un capital; y aunque hayamos podido convencernos que en este interés se hallan realmente y a un mismo tiempo, el alquiler de un capital, y el precio del seguro que cubre el riesgo de perderle, hemos percibido cuán difícil era separar el alquiler del precio del seguro, que parece formar parte de él.

     Si queremos ahora buscar las causas del beneficio que percibe uno por medio de un capital empleado, bien le haya uno tom ado prestado, bien le tenga en propiedad, deberemos ante todas cosas separar este beneficio del beneficio de la industria que se emplea: y aunque estemos ciertos de que estos dos beneficios, generalmente hablando, hacen parte del beneficio del empresario, hallaremos suma dificultad en separarlos. Y así Smith, y la mayor parte de los autores ingleses no han intentado el distinguirlos. Estos llaman beneficio del capital (profit of stock), lo que evidentemente comprende también un beneficio industrial(60).

     Un medio de poder apreciar la parte de beneficios de una empresa que proviene del capital, y la parte que viene de la industria de todas las personas empleadas en ella, sería tal vez el comparar la media proporcional de la totalidad de beneficios, con el término medio de su diferencia, que parece deber indicar la diferencia de los talentos industriales. De este modo cuando dos casas que comercian en peletería, por ejemplo, cada una con un capital de cien mil duros, ganan un año con otro, la una veinte y cuatro mil duros y la otra seis mil, se puede suponer que el talento industrial de la una excede al valor industrial de la otra en un valor igual a diez y ocho mil duros, cuya media proporcional es nueve mil. Deduciendo esta ganancia (que se puede atribuir a la industria) de la proporcional de la totalidad de beneficio, que es quince mil duros, quedan seis mil duros para beneficio del capital empleado en este comercio.

     Doy este ejemplo más bien como medio de discernir los dos beneficios confundidos, que como medio de valuarlos. Pero aun cuando no hubiese ningún medio pasadero de estimar la parte que corresponde al capital empleado en una empresa, puede tenerse por cierto, que esta parte es tanto mayor cuanto este capital está más expuesto a perderse todo o parte, y que está más tiempo empleado en ella. En efecto todo empresario que tiene fondos disponibles, después de haber pesado las ventajas e inconvenientes de una profesión, tales como se han designado en el capítulo precedente, �. 3. prefiere indudablemente a igualdad de circunstancias, los empleos más seguros, y los que vuelven más pronto a su disposición los capitales. Se ofrecen menos capitales para las empresas largas y arriesgadas que para las demás y no se emplean en ellas, sino cuando los beneficios exceden mucho a los que dan las demás empresas.

     Basta pues el raciocinio, para hacernos presumir (y la experiencia confirma ésta presunción) que los beneficios del capital son tanto mayores cuanto más arriesgada es la empresa, y cuanto tiene por más largo tiempo los fondos empleados.

     Cuando un empleo, el comercio de china por ejemplo, no ofrece un beneficio proporcionado, no sólo al tiempo que los fondos están ocupados en él, sino al riesgo que hay de perderlos, y al inconveniente de tenerlos empleados en una operación dos años o más, antes de poder realizar el reembolso, en tal caso se retira de este empleo poco a poco una cierta cantidad de capitales: la concurrencia disminuye, y los beneficios, aumentan, hasta que llegan a punto que llaman de nuevo los capitales a esta especulación(61).

     El mismo raciocinio explica también por qué los beneficios son mayores en una industria nueva que en una común y corriente, en que la producción y el consumo hace muchos años que se conocen. En el primer caso los concurrentes se detienen por la incertidumbre del buen suceso, y en el segundo son atraídos por la seguridad del empleo de sus fondos.

     Por lo que en este caso como en todos los demás en que los intereses de los hombres están en oposición, la tasa está arreglada por la cantidad reclamada, y por la ofrecida para cada empleo.

     Smith y sus partidarios dicen que el trabajo humano es el precio que originariamente hemos pagado por todas las cosas. Debían añadir que comprando una cosa cualquiera, pagamos también el trabajo, y la cooperación del capital empleado para producirla.

     Este capital, dicen ellos, se compone él mismo de productos, que son un trabajo acumulado. Convengo en ello; pero distingo el valor del capital mismo, del valor de su cooperación: lo mismo que distingo el valor de las fincas en tierras, del valor de su cooperación: el valor de un campo del valor de su alquiler. Del mismo modo cuando presto, o más bien cuando doy en alquiler un capital de mil duros anuales, vendo mediante cincuenta duros, sobre poco más o menos, su cooperación de un año, y sin embargo de haber recibido los cincuenta duros, no dejaré por eso de hallar mi capital de mil duros entero, del que puedo sacar el mismo partido que antes. Este capital es un producto anterior: el beneficio que saco de él en el año, es un producto nuevo y totalmente independiente del trabajo que ha concurrido a la formación del capital mismo.

     Cuando por el auxilio de un capital se ha acabado, un producto, también es preciso, que una parte de su valor pague el servicio del capital, igualmente que el servicio industrial de que es fruto. Esta porción del valor del producto no representa ninguna parte del valor del capital, porque ha sido restituida enteramente, pues ha salido el capital limpio y neto de la obra de la producción. Esta misma porción del valor del producto que paga el beneficio del capital, no representa ninguna parte del trabajo que ha servido para formar el capital mismo.

     De lo que precede, es inevitable el sacar la consecuencia, que el beneficio del capital, igualmente que el de la finca de tierra, es el precio de un servicio que no es trabajo humano, pero que sin embargo es un servicio productivo, el cual concurre a la producción de las riquezas de concierto con el trabajo humano.



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�. III

Cuáles son los empleos de capitales más ventajosos a la Sociedad.

     El empleo de un capital más ventajoso para un capitalista, es el que a igual seguridad le produce mayor interés; pero este empleo puede no ser el más ventajoso, para la sociedad, porque el capital tiene la propiedad no sólo de tener rentas que le son propias, sino de ser un medio para las tierras, y para la industria de crearse una renta. Esto restringe el principio que lo que es más productivo para el particular, lo es también para la Sociedad. Un capital prestado al extranjero puede muy bien producir a su propietario y a la nación el mayor interés posible; pero no sirve ni para extender las rentas de las tierras, ni las de la industria de la nación, como lo haría si estuviese empleado en lo interior.

     El capital más ventajosamente empleado para una nación es el que fecunda la industria agrícola: éste excita el poder productivo de las tierras del país, y del trabajo del país. Aumenta a un tiempo los beneficios industriales, y los beneficios de las fincas.

     Un capital empleado con inteligencia puede fertilizar hasta las peñas. En el Cevennes, en los Pirineos y en el país de Vaud se ven montañas enteras, que no eran más que rocas descarnadas, y que ahora se han cubierto con una cultura floreciente. Se han hecho saltar con pólvora pedazos de esta roca: con las piedras mismas que se han desprendido se han construido a diversas alturas unos muros que sostienen un poco de tierra que se ha transportado a brazo. De este modo el lomo pelado de una montaña desierta se ha transformado en escalones llenos de verde, de frutos y de habitantes. Los capitales que primero se emplearon en estas industriosas mejoras, habrían podido dar a sus propietarios beneficios mayores, empleados en el comercio exterior; pero probablemente la renta total del distrito se habría quedado menor.

     Por una consecuencia igual, todos los capitales empleados en sacar partido de las fuerzas productivas de la naturaleza, son los más ventajosamente empleados. Una máquina ingeniosa produce más que el interés de lo que ha costado, e independiente de este excedente ganado por su propietario, la máquina hace ganar al consumidor y a la Sociedad toda la disminución de precio que resulta del trabajo de la máquina; porque la Sociedad se enriquece tanto con lo que paga de menos, como con lo que gana de más.

     El empleo más productivo después de éste, para el país en general, es el de las fábricas y comercio interior, porque pone en actividad una industria cuyos beneficios se ganan en el país, mientras que los caudales empleados en el comercio exterior hacen ganar indistintamente a la industria y a las tierras de todas las naciones.

     El empleo menos favorable a la nación es el de los capitales ocupados en el comercio de transporte del extranjero al extranjero.

     Cuando una nación tiene bastos capitales es útil que emplee también algunos en todas estas ramas de industria, porque todas son provechosas, con corta diferencia, a igual punto, para los capitalistas, aunque en grados muy diferentes para la nación. �Qué importa para las tierras holandesas que están brillantemente cuidadas y reparadas, que no carecen de cierro, ni de salidas: qué importa a las naciones, que casi no tienen territorio, como les sucedía poco ha a Génova, Venecia y Hamburgo, que un gran número de capitales estén ocupados en el comercio de transporte? Se emplean en este comercio, porque no hay otra cosa en que puedan emplearse con preferencia. Pero el mismo comercio, y en general todo comercio exterior, no podría convenir a una nación que carece de capitales, y cuya agricultura y fábricas están decadentes por falta de capitales. El gobierno de semejante nación haría un gran yerro fomentando estas ramas exteriores de industria, porque esto sería distraer los capitales de los empleos más propios para aumentar la renta nacional. El mayor imperio del mundo, aquel que tiene renta más considerable, pues que alimenta más habitantes, la China deja hacer con corta diferencia todo su comercio exterior a los extranjeros. En el punto a que ha llegado, sin duda ganarla en extender sus relaciones exteriores; pero con todo es un ejemplo notable de la prosperidad a que se puede llegar sin esto.

     Es fortuna que la inclinación natural de las cosas lleve los capitales con preferencia, no donde ganarían más, sino donde su acción es más provechosa para la Sociedad. Los empleos que se prefieren en general son los más cercanos, y ante todas cosas la mejora de sus tierras, que se mira como el más sólido de todos: después las fábricas y el comercio interior, y después de todo lo demás el comercio exterior, el de transporte y el de países remotos. El poseedor de un capital prefiere emplearle cerca de sí, más bien que lejos; y tanto más cuanto es menos rico. Le mira como muy aventurado cuando tiene que perderle de su vista por largo tiempo, confiarle a manos extranjeras, esperar retornos tardíos, y exponerse a tener que ejercer sus acciones contra deudores, de quienes la marcha errante, o la legislación de los otros países, protegen la mala fe. Sólo por el atractivo de los privilegios, y de una ganancia forzosa, o por el desaliento en que se halla la industria interior, se le empeña a una nación, cuyos capitales no son muy abundantes, a que haga el comercio de las Indias o de las colonias.



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Capítulo IX.

De las rentas territoriales.

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�. I.

De los beneficios de los bienes raíces(62).

     La tierra tiene la facultad de transformar, y hacer propias para nuestro uso una multitud de materias que nos serían inútiles sin ella: por una acción que el Arte no ha podido imitar aún, extrae y combina los jugos nutricios de que se componen los granos, los frutos y las legumbres que nos alimentan, las maderas de que nos servimos en los edificios, y la leña con que nos calentamos. Su acción en la producción de todas estas cosas puede llamarse servicio productivo de la tierra. Este es el primer fundamento del beneficio que da a su propietario.

     También le da beneficios poniendo a su disposición las materias útiles que encierra en su seno, como metales, piedras diferentes: carbones, &c., &c.

     La tierra, como ya hemos visto, no es el único agente de la naturaleza que tenga un poder productivo, pero casi es el único que el hombre ha podido apropiarse, y del que por consiguiente ha podido apropiarse el beneficio. El agua de los ríos y del mar por la facultad que tiene de poner en movimiento nuestras máquinas, de hacer andar los barcos, de alimentar los peces, tiene también un poder productivo: el viento que hace andar nuestros molinos, y hasta el calor del sol, trabajan para nosotros; pero por fortuna nadie ha podido decir: El viento y el sol me pertenecen, y el servicio que hacen se me debe pagar. No pretendo por eso que la tierra no deba tener propietario, como el sol y el viento. Entre estas cosas hay una diferencia esencial: la acción de las últimas es inagotable; el servicio que saca de ellas una persona no impide a otra el que saque de ellas un servicio igual. El mar y el viento que transportan mi navío, transportan también el de mi vecino. Pero no es lo mismo la tierra. Las anticipaciones y los trabajos que consagro a ella son perdidos si otros que yo tienen derecho de servirse del mismo terreno. Para que me arriesgue a hacer anticipaciones, es preciso que tenga seguridad de gozar de los resultados. Y lo que tal vez sorprenderá a primera vista, sin que sea menos cierto por eso en el fondo, es que el no propietario no es menos interesado que el propietario en la apropiación del terreno. Los salvajes de la Nueva-Zelanda, y del Nord-oeste de la América, donde la tierra es común a todos, se arrebatan con mucho trabajo unos a otros el pescado o la caza que cogen, y frecuentemente se ven reducidos a tenerse que alimentar de los insectos más viles, de gusanos y de arañas(63): en fin se hacen la guerra perpetuamente unos a otros por necesidad, y se matan y comen unos a otros para poderse alimentar, mientras el más pequeño de nuestros obreros, si está sano y es laborioso, tiene un abrigo, tiene vestidos y puede ganar a lo menos con que subsistir.

     En el capítulo precedente hemos visto los beneficios que resultan de los cuidados y de los capitales consagrados a la cultura, lo mismo que a cualquier otra empresa. En éste se trata de descubrir en qué consisten los beneficios que da la tierra, independientemente de los beneficios que la industria y los capitales han sacado aplicándose a su cultura.

     Estos beneficios de las tierras y sus causas se examinan aquí, prescindiendo de que el que cultiva la tierra sea propietario u arrendador.

     Muchos publicistas(64) son de dictamen que el valor de los productos nunca paga más que el trabajo necesario para producirlos, y que no queda porción ninguna de su valor para formar el beneficio de la finca de tierra, de donde nace el arriendo pagado por el arrendador al propietario del suelo. Para esto se fundan en el raciocinio siguiente: el propietario de una tierra inculta, y sin romper, cuando tiene un capital cualquiera que colocar, puede, colocarle en rompimientos, o buscar otra colocación. Si supone que el rompimiento de una tierra que le pertenece le dará tanto como otra cualquier colocación de su capital, preferirá el romper. La experiencia prueba que se da la preferencia a los rompimientos y a las mejoras de las tierras, aun cuando den algo menos, porque se mira esta colocación como más segura, sin embargo que sea menos lucrativa.

     �Y qué se deducirá de esto? Que el rompimiento da a lo más el interés del capital que se emplea en ejecutarle(65). Y si no da nada más �dónde está el beneficio que resulta del poder productivo de la tierra? Es nulo.

     He presentado los raciocinios del modo más acomodado para hacer percibir toda su fuerza. Pero sus autores no consideran más que una parte de la cuestión. Se desentienden del influjo de la petición sobre la fijación de los valores. He aquí lo que nos presenta el fenómeno completo.

     El poder productivo de la tierra no tiene ningún valor cuando no se piden sus productos. Los viajeros encuentran en lo interior de la América, y en otras muchas partes del globo terrenos fértiles, que podrían dar ricas cosechas, y que sin embargo no producen nada útil ni precioso. Al momento que en sus cercanías se establece una colonia, o que por cualquier otra causa, los productos del suelo pueden, vendiéndose a la tasa ordinaria del país, pagar las anticipaciones necesarias para romperle, el rompimiento se ejecuta. Hasta aquí todo pasa como en la hipótesis antecedente. Pero si cualesquiera circunstancias establecen salidas, y hacen subir más la petición de los productos de la tierra, entonces el valor de los productos se pone a una tasa que excede, y algunas veces en mucho la del simple interés. Este excedente es el que forma el beneficio de la finca, beneficio que permite al arrendador (aún después que ha percibido el interés de sus adelantamientos, y después que ha adquirido el salario de sus trabajos) pagar un arrendamiento a su propietario.

     La tierra es un instrumento dado gratuitamente a la humanidad. Un propietario se apodera de él, pero esta apropiación no le es provechosa hasta el momento en que se buscan los productos de este instrumento, o cuando se empieza a no tener tantos como se quiere, como se tienen otros dones de la naturaleza, que son inagotables, tales como el aire, el agua de los ríos, &c.

     En estos productos de la tierra, de quienes la petición hace aumentar el valor, halla el propietario la tierra, en todos los países civilizados, y sobre todo en aquellos en que el comercio y las artes proporcionan numerosos objetos de cambio, un beneficio que hemos llamado beneficio de la finca de tierra. Si hay provincias como la Sologne, donde el alquiler de un arpent de tierra no da por año más que una peseta, consiste en que los caminos, y con especialidad los canales navegables, le hacen falta a esta provincia para la salida de sus productos, cuyo valor en los lugares en que se podrían consumir, no basta para pagar, además del transporte, la colaboración de la tierra.

     Hay países muy avanzados en la civilización, y que producen todo género de frutos con abundancia, donde las tierras no dan más que dos u tres por ciento al año de lo que costaron de compra. Esto no prueba que los beneficios de la tierra sean allí de poca consideración: lo que prueba es que allí las tierras son muy caras. Cuando una tierra da cuatrocientos ochenta reales por fanega, y que no a costado mucho el romperla, como sucede en muchos prados, una gran parte de su valor viene de la tierra, que sin embargo no dará más que un tres por ciento, si es que se ha comprado al pie de diez y seis mil reales la fanega.

     Esto es lo que constituye la diferencia entre el beneficio territorial, y la renta de la tierra. El beneficio es grande o pequeño, según da más o menos por fanega. La renta es grande si la tierra se ha tenido barata, y es corta si se ha pagado cara. Una tierra que no da por fanega más que cuatro reales de beneficio, da tanta renta como una que produce doscientos reales por fanega, si la primera ha costado cada fanega cincuenta veces menos.

     Siempre que se compra una tierra con un capital, o un capital con una tierra, debe uno comparar la renta del uno con la de la otra. Una tierra que se compra con un capital de cuatrocientos mil reales podrá no dar más que doce u diez y seis mil reales, cuando el capital daba veinte u veinte y cuatro mil reales. Es menester atribuir la renta menor de que uno se contenta al comprar una tierra, primero a la mayor solidez del empleo del capital, no pudiendo un capital contribuir nada a la producción, sin sufrir muchas metamorfosis, y muchas faltas de empleo, cuyo riesgo asusta siempre más o menos, a las personas que no están acostumbradas a las operaciones industriales, cuando una finca produce sin cambiar de naturaleza, ni necesitar colocar de nuevo el capital. El atractivo y el placer que acompañan a la propiedad territorial, la consideración la solidez y el crédito que da, los títulos aun y los privilegios de que va acompañada en ciertos países, contribuyen también a esta preferencia.

     Verdad es que por la misma razón de que una tierra no puede ocultarse, ni transportarse está más expuesta a sufrir el peso de las cargas públicas, y a ser el objeto de las vejaciones del poder. Un capital que no está empleado se pone bajo todas las formas, y se lleva donde uno quiere. Huye de la tiranía, y de las guerras civiles, mucho mejor que los hombres. Su adquisición es más sólida porque es imposible el ejercer sobre esta especie de bienes los embargos y diligencias que con los otros. Hay menos pleitos por bienes muebles que por fincas. No obstante es preciso que el riesgo de emplearlos supere todas estas ventajas, y que se prefieran las tierras a los capitales, porque las tierras cuestan más a proporción de lo que ellas dan.

     Sea el que se quiera el precio a que se cambian mutuamente las tierras y los capitales, es bueno notar, que estos cambios no producen ninguna variación en las cantidades de servicios raíces, y servicios capitales que se ofrecen y se ponen en circulación para concurrir a la producción; y que estos precios no influyen por consiguiente en nada sobre los beneficios reales y absolutos de las tierras y de los capitales. Después que Aristo ha vendido una tierra a Theodon, éste último, ofrece los servicios que provienen de su tierra, en lugar de Aristo, que los ofrecía antes; y Aristo ofrece el empleo del capital, que ha servido para esta adquisición, y que antes era Theodon quien le ofrecía.

     Lo que cambia verdaderamente la cantidad de servicios raíces ofrecidos, y puestos en circulación son los rompimientos, las tierras que se benefician, o cuyo producto se ha aumentado. Los ahorros y los capitales, por medio de las mejoras de las tierras, se transforman en fincas de tierra y participan de todas las ventajas e inconvenientes de estas últimas. Lo mismo puede decirse de las casas, y de todos los capitales empleados en cosas inmuebles: pierden su naturaleza de capitales, y toman la naturaleza de las tierras.

     Se puede pues mirar como constante que los servicios productivos de las tierras tienen un valor análogo al de todos los demás, que sube en razón directa de la petición que se hace de ellos, y en razón inversa de los que se pueden ofrecer; y como las calidades de los terrenos, son tan diversas como sus posiciones, se establece una oferta, y una petición diferente, para cada calidad diferente. Una vez que las circunstancias establecen cierta petición para los vinos, la extensión de esta petición sirve de base a la petición que se hice del servicio territorial necesario para hacer los vinos(66); y la extensión de las tierras propias para esta cultura, forma la cantidad ofrecida de este servicio raíz. Si las tierras favorables para la producción de los vinos buenos son limitadísimas en extensión, y la petición de estos vinos muy considerable, los beneficios raíces de estas tierras serán enormes.

     Es de notar que el más pequeño provecho dado por una tierra basta para que se pueda cultivar, aun cuando no diese más que una peseta al año, o menos aún: de lo que se hallan ejemplares, en lo que difiere de los capitales y de la industria. Un hombre industrioso si se encuentra situado en un paraje en que su industria no le produce lo que debe esperar de ella, se va a otro pueblo. Un capital que no encuentra en una empresa las ventajas que hallaría en otra parte, busca otro empleo. Una finca no tiene la misma facilidad, es preciso que se quede donde está situada. Por consiguiente después de haber sacado de los productos territoriales las anticipaciones y el interés de ellas, y además los beneficios industriales del cultivador (sin los que ningún producto puede verificarse), es menester deducir además los gastos que es preciso hacer para llevar estos productos al mercado, o lugar del trueque. Cuando deducido todo esto no queda nada para beneficio del terreno, el terreno no tiene ningún beneficio: el propietario no conseguiría el arrendarle, y si él le cultivase por sí mismo no ganarla más que los beneficios de su capital, y de su industria, y no los de su tierra. En Escocia se ven malos terrenos cultivados así por sus propietarios, y que nadie más que ellos podrían cultivarlos. Así es también que vemos en las provincias remotas de los Estados Unidos, tierras bastas y fértiles, cuya renta sola de bastaría para poder alimentar a su propietario, sin embargo están cultivadas, pero es preciso que el propietario las cultive por sí mismo, esto es, que lleve el consumidor al lugar del producto, y que añada al beneficio de su finca, que es poco o nada; los beneficios de sus capitales, y de su industria que le hacen vivir cómodamente.

     Se conoce que la tierra, aunque cultivada, no da ningún beneficio, cuando nadie quiere tomarla en arriendo, porque esto prueba que no se pueden sacar más que los beneficios del capital, y de la industria necesarios a su cultura.

     En el caso de que acabo de hablar, la distancia a los parajes de la salida de los productos es la causa de este efecto: los gastos de transporte absorben los beneficios que se podrían sacar del servicio de la tierra. En otros casos son los azotes del cielo, las guerras o los impuestos los que absorben parte o todo este beneficio: en tal caso las tierras se quedan incultas(67).



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� II.

Del arriendo.

     Cuando un arrendador toma en arriendo una tierra, paga al propietario el beneficio resultante del servicio productivo de la tierra, y se reserva, con el salario de su industria, el beneficio del capital que emplea en esta cultura: capital que consiste en instrumentos, carretas, ganados, &c. Es un empresario de industria agrícola, y entre los instrumentos hay uno que no le pertenece, y de que paga el alquiler que es la tierra.

     El párrafo precedente ha mostrado en qué se fundan los beneficios de la tierra: el arriendo, en general se arregla a nivel de la tasa más subida de estos beneficios. He aquí la razón.

     Las empresas de agricultura, a proporción de las demás, son las que exigen capitales menos fuertes (no considerando que la tierra ni sus mejoras como parte del capital del arrendador); por consiguiente debe haber más personas en estado, por sus facultades pecuniarias, de dedicarse a esta industria, que a ninguna otra: de aquí más concurrencia de personas para tomar las tierras en arrendamiento. Por otra parte, la cantidad de tierras cultivables en todo país es limitada; pero la masa de capitales y el número de cultivadores no tienen límites que puedan señalarse. Los propietarios de tierras, a lo menos en los países poblados y cultivados desde tiempo antiguo, ejercen una especie de monopolio con los arrendadores. La petición de su mercancía que es el terreno, puede extenderse sin cesar, pero la cantidad de su género no se extiende más que hasta cierto punto.

     Lo que digo de una nación tomada en su totalidad, es igualmente cierto, de un partido en particular. Y así en cada partido la cantidad de bienes que hay que alquilar no puede pasar de los que hay en aquel partido; pero el número de gentes dispuestas, a tomar una tierra en arrendamiento, no es necesariamente limitado.

     Desde entonces el contrato que hacen el propietario y el arrendador, siempre es tan ventajoso, como es posible, para el primero; y si hubiese un terreno, cuyo arrendador sacase de él más que el interés de su capital, y el salario de su trabajo, este terreno hallaría uno que diese más por él. Si la liberalidad de ciertos propietarios, o la distancia a que están de su domicilio, o su ignorancia en agricultura, o bien la de sus arrendadores, o su imprudencia fijan algunas veces de otra suerte las condiciones de un arrendamiento, se conoce que el influjo de estas circunstancias accidentales, no existe más que mientras duran, y que no estorba el que la naturaleza de las cosas obre de una manera permanente, y que no propenda siempre a tomar su ascendente.

     Además de esta ventaja que tiene el propietario por la naturaleza de las cosas, saca otra de su posición, que de ordinario le da un ascendiente sobre el arrendador por tener más bienes que éste y algunas veces por sus empleos o su mayor crédito pero la primera de estas ventajas, basta ella sola para que siempre esté en estado de aprovecharse él solo de las circunstancias favorables a los beneficios de la tierra. La abertura de un canal, de un camino, los progresos de la población y de la comodidad de un partido, siempre hacen subir el precio de los arriendos. También sube a proporción que la agricultura se perfecciona, el que conoce un medio de sacar más partido de un terreno, consiente en pagar más caro el alquiler del instrumento.

     Cuando el propietario emplea un capital en mejoras de un terreno, haciendo sangrías para secarle, canales para regarle, cierros, edificios, paredes o casas; entonces el arriendo se compone, no sólo del beneficio de la finca, sino también del interés de este capital(68).

     El arrendador mismo puede mejorar la finca a su costa; pero es un capital el que emplea en esto de que sólo saca los intereses durante su arriendo, y que al espirar éste, no pudiéndose llevar la mejora, queda a favor del propietario: entonces éste saca los intereses de ella, sin haber hecho la anticipación de su coste, porque el alquiler sube a proporción. No le conviene pues al arrendador el hacer más mejoras que aquellas, cuyo efecto no debe durar más que su arriendo, a no ser que el arrendamiento sea tan largo, que los beneficios resultantes de la mejora, tengan tiempo de reembolsar los adelantamientos que ella ha exigido, y el interés de estos adelantamientos.

     De aquí vierte la ventaja de los arrendamientos largos para la mejora del producto de las tierras, y la ventaja aún mayor de la cultura de ellas, por mano de sus propietarios; porque el propietario tiene mucho menos miedo que el arrendador de perder el fruto de las anticipaciones que haga: toda mejora bien entendida le procura un beneficio durable, cuyo capital esta muy bien reembolsado cuando se vende la finca. La certidumbre que el arrendador tiene de disfrutar hasta el fin de su arriendo, no es menos útil que los arrendamientos largos para la mejora de las tierras. Las leyes y costumbres que permiten la resolución de los arrendamientos en ciertos casos, como en la venta, son al contrario perjudiciales a la agricultura: el arrendador no se atreve a intentar ninguna mejora importante, cuando tiene perpetuamente el riesgo de ver ya sucesor que se aprovecha de su imaginación, de sus trabajos y de sus gastos: sus mismas mejoras aumentan este riesgo, porque una tierra en buen estado de reparación, se vende siempre más fácilmente que otra. En ninguna parte los arrendamientos son más respetados que en Inglaterra, y dando a los arrendadores que tienen un arrendamiento de cuarenta chelines (que son cerca de doscientos reales) el derecho de ir a votar en las elecciones, se tiene restablecida hasta cierto punto, la igualdad de influjo que por lo común no existe entre los propietarios y los arrendadores. Allí solamente se ven arrendadores que están bastante seguros de no ser desposeídos para edificar en el terreno que tienen en arrendamiento. Estas gentes por eso mejoran las tierras como si fueran suyas, y sus propietarios están exactamente pagados, lo que no sucede siempre así en los demás países.

     Hay cultivadores que no tienen nada, a los que el propietario da el capital con la tierra. Se les llama a éstos medieros. Éstos dan comúnmente al dueño la mitad del producto en bruto. Esta especie de cultura pertenece a un estado poco adelantado de la agricultura, y es el menos ventajoso de todos para las mejoras de la tierra, porque cualquiera de los dos, del arrendador o del propietario, que hiciese a su costa la mejora, admitiría al otro a disfrutar de balde de la mitad del interés de sus adelantamientos. Esta manera de arrendar se usaba más en los tiempos feudales que en los nuestros. Los Señores no querían trabajar por sí mismos las tierras, y los vasallos no tenían medios de hacerlo. En aquellos tiempos las grandes rentas consistían en los beneficios de las fincas, porque los Señores tenían grandes dominios; pero estos productos no eran proporcionados a la extensión de los terrenos. La falta no dimanaba de la agricultura, dimanaba de la falta de capitales empleados en beneficiar la tierra. El Señor que cuidaba poco de mejorar sus tierras, gastaba de una manera muy noble y muy improductiva, una renta que habría podido triplicar: se hacía la guerra, se daban fiestas y se mantenía un gran número de criados. La poca importancia del comercio y de las fábricas, junto con el estado precario de los agricultores explica por qué el grueso de la nación era miserable y por qué la nación en cuerpo era poco poderosa, independientemente de todas las demás causas políticas. Cinco de nuestros departamentos se hallarían en estado de sostener las empresas que arruinaban toda la Francia en aquel tiempo; pero los demás estados de Europa no estaban mejor.



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Capítulo X.

Cuáles son los efectos de las rentas que una nación percibe en otra.

     Una nación no podría percibir en otra sus rentas industriales. El sastre alemán que viene a trabajar a Francia gana allí, y la Alemania no participa nada de su ganancia. Pero si este sastre tiene el talento de juntar un caudal cualquiera, y si al cabo de algunos años vuelve a su país, y se le lleva, hace a la Francia el mismo agravio que si un capitalista francés que tuviese igual caudal se expatriase(69). Hace el mismo agravio relativamente a la riqueza nacional; pero no moralmente, porque supongo que un francés que sale de su patria le quita una afección y un concurso de fuerzas que no tenía derecho de esperar de un extranjero.

     En cuanto a la nación, en cuyo seno entra uno de sus hijos, hace la mejor de todas las adquisiciones; pues hace la adquisición de población, de beneficios de industria y de capitales. Este hombre trae en sí un ciudadano y con que hacer vivir un ciudadano. Aun cuando el expatriado no traiga más que su industria, siempre entran en el país los beneficios de la industria. Es cierto que al mismo tiempo entran medios de consumir; pero suponiendo estos últimos iguales a los beneficios, no hay pérdida de renta, y hay para el país aumento de fuerza moral y política.

     Por lo que hace a los capitales prestados de un país a otro, no resulta otro efecto relativamente a su riqueza más que el efecto que resulta entre dos particulares, cuando el uno presta y el otro toma un empréstito. Si la Francia toma prestado de la Holanda fondos, que emplea en usos productivos, gana los beneficios industriales y territoriales, que hace por medio de estos fondos: los gana aun pagando los intereses, lo mismo que un negociante o fabricante que toma prestado para hacer andar su fábrica, y a quien le quedan beneficios, aun después de haber pagado los intereses de su empréstito.

     Pero si un estado toma prestado de otro, no para usos productivos, sino para gastar, entonces el capital que ha tomado prestado, no le da nada, y su renta queda gravada con los intereses que pagó al extranjero. Tal era la situación en que se hallaba la Francia cuando tomó prestado de los genoveses, de los holandeses y de los ginebrinos para sostener guerras o para subvenir a los gastos de la corte. Sin embargo siempre valía más, aun cuando fuese para disipar, tomar prestado de los extranjeros que de los nacionales; porque a lo menos esta parte de empréstitos no disminuía los capitales productivos de la Francia. De todos modos el pueblo francés pagaba los intereses(70): pero cuando hubiese prestado los capitales habría pagado del mismo modo los intereses, y además habría perdido los beneficios, que su industria y sus tierras habrían podido dar por medio de estos mismos capitales.

     Por lo que hace a las tierras poseídas por extranjeros residentes en país extranjero, la renta que dan estas tierras es una renta para el extranjero, y cesa de ser parte de la renta nacional. Pero es menester atender a que los extranjeros no han podido adquirirla sin enviar un capital igual en valor a la tierra, adquirida: este capital es una finca no menos preciosa que la tierra; y lo es más para nosotros si tenemos tierras que cultivar, y pocos capitales para sacar provecho de nuestra industria. El extranjero comprándonos tierras ha trocado con nosotros una renta capital, de que nos aprovechamos, por una finca raíz, cuya renta percibe: el interés de un dinero por un arrendamiento; y si nuestra industria es activa e ilustrada, sacamos nosotros más de este interés, que lo que sacaríamos del arrendamiento; pero ha dado un capital movible, y susceptible de disipación, por un capital fijo y durable. El valor que ha cedido ha podido disiparse por falta de conducta de nuestra parte: la tierra que ha adquirido permanece, y cuando quiera venderá la tierra, y se llevará a su casa el capital.

     No se debe pues temer absolutamente el que los extranjeros adquieran fincas, con tal que se tenga bastante juicio para emplear reproductivamente el valor de ellas.

     En cuanto a los valores que un país saca de otro, para sacar de él su renta, sea que se saquen estos valores en monedas, en barras o en otra mercancía cualquiera, la forma no importa nada, ni para un país, ni para el otro, o por mejor decir les im porta dejar a los particulares el que saquen estos valores en la forma que más les convenga, porque ésta es indubitablemente la que conviene más a ambas naciones: lo mismo que en su comercio recíproco la mercancía que los particulares prefieren exportar o importar, es también la que conviene más a sus naciones respectivas.

     Los agentes de la Compañía inglesa en la India, .sacan de este vasto país, ya sean rentas anuales, ya una fortuna hecha, de que vienen a gozar a Inglaterra: ellos se guardan muy bien de sacar este caudal en oro o plata; porque los metales preciosos valen mucho más en Asía que en Europa, y así la convierten en mercancías de la India; en las cuales tienen un beneficio, cuando han llegado a Europa: esto hace que la suma de un millón que traen puede que les valga un millón y doscientos mil reales, o más, cuando han llegado a su destino. La Europa adquiere por esta operación, doscientos mil reales, y la India no pierde por eso más que un millón. Si los que saquean la India quisiesen que este millón y doscientos mil reales se sacasen en especie estarían obligados a sacar del Indostán un millón y medio, tal vez, para que puesto en Inglaterra valiese el millón doscientos mil reales. Agrada mucho el percibir una suma en especie; pero se trae cambiada en la mercancía que conviene más para transportarla(71). Mientras es permitido sacar de un país una mercancía cualquiera (cuya exportación siempre se mira con gusto) se sacan de este país, sin dificultad, todas las rentas y capitales, que se tienen en él. Para que un Gobierno pudiese impedirlo, sería menester que pudiese impedir todo comercio con el extranjero, y aún quedaría el contrabando. Y así es una cosa de risa, a los ojos de la Economía política, el ver los Gobiernos encerrar en sus dominios el numerario para retener en ellos las riquezas(72).



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Capítulo XI.

De la población relativamente a la Economía política.

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� I

Como la cantidad de productos influye en la población de los Estados.

     Después de haber observado, en el libro primero, cómo se forman los productos que satisfacen las necesidades de la Sociedad, y cómo se distribuyen en ésta entre sus diferentes miembros, observemos además qué influjo tienen en el número de personas de que se compone la Sociedad, esto es, en la población.

     Por lo que hace a los cuerpos organizados, la naturaleza parece que desprecia los individuos, y que no concede su protección más que a la especie. La historia natural presenta ejemplos muy curiosos de los cuidados que toma para la conservación de las especies; pero el medio más poderoso que emplea para conseguirlo, es el multiplicar los gérmenes con tal profusión, que por muchos que sean los accidentes que les impidan el nacer, o que los destruyan después de nacidos, siempre subsiste un número más que suficiente para que la especie se perpetúe. Y si los accidentes, las destrucciones, y las faltas de medios de desenvolverse no impidiesen la multiplicación de los seres organizados, no hay animal ni planta que no llegase en pocos años a cubrir la faz del globo.

     El hombre tiene como todos los demás seres organizados, esta facultad, y aunque su inteligencia superior multiplica para él los medios de existir, concluye siempre como todos los demás por llegar a su límite.

     Los medios de existir para los animales, casi son únicamente las subsistencias: para el hombre la facultad de cambiar unos productos por otros, le permite no tanto el considerar la naturaleza de ellos como su valor. El productor de un mueble de cien reales es poseedor de todos los alimentos que se pueden tener por este precio. Y en cuanto a la relación de los precios entre sí, tienen siempre relación al grado de necesidad y a la utilidad del producto en el estado actual de la Sociedad. No se puede suponer que los hombres en general, consientan en dar a la par por trueque lo que les es más necesario, por lo que les es menos necesario. En tiempo de carestía se dará menor cantidad de subsistencias por el mismo mueble; pero siempre será verdadero que el mueble vale el género, y que con el uno se puede tener el otro.

     Esta facultad de poder hacer cambios no está limitada al hombre del mismo lugar, ni del mismo país. La Holanda toma trigo por medio de su especería y sus lienzos. La América septentrional obtiene azúcar y café por medio de casas de madera, que envía hechas a las Antillas. No hay producto ninguno ni aun los inmateriales que no se pueden transportar que no procure a una nación los géneros alimenticios. El dinero que paga un extranjero para ver un artista eminente, o para consultar un práctico célebre, puede enviarse al extranjero para comprar allí los géneros más substanciales(73).

     Los cambios y el comercio apropian, como se ve, los productos a la naturaleza de las necesidades generales. Los géneros, sean los que quieran, para alimento, vestido y casa, cuya necesidad se hace sentir más, son los más pedidos. Cada familia satisface tantas más de estas necesidades, cuantos más géneros de esta clase puede comprar. Y puede comprar tantos más, cuanto su propia producción es mayor, o en términos vulgares cuanto más considerables son sus rentas. Así, por resultado definitivo, las familias y la nación, que se compone de todas las familias, no subsisten más que de sus productos y la extensión de los productos limita necesariamente el número de los que pueden subsistir.

     Los animales son incapaces de preveer la satisfacción de sus apetitos, y así los individuos que nacen, cuando no son víctima del hombre o de los otros animales, perecen al momento que tienen una necesidad indispensable que no pueden satisfacer. Entre los hombres la dificultad de proveer a las necesidades futuras, hace que la previsión entre por algo en que tengan cumplimiento los fines de la naturaleza; y esta previsión sola preserva la humanidad de parte de los males que tendría que padecer, si el número de hombres debiese siempre reducirse por las destrucciones violentas(74).

     Con todo eso, a pesar de la previsión atribuida al hombre, y la sujeción que le dan la razón, las leyes y es evidente que la multiplicación de los hombres se aumenta, no sólo tanto cuanto permiten sus medios de existir, sino algo más. Aflige el pensarlo; pero es cierto, que aun en las naciones que están en mayor prosperidad, cada año perece de necesidad parte de la población. No es decir por esto, que todos los que perecen de necesidad mueran positivamente de falta de alimento, aunque esta desgracia sea mucho más frecuente que lo que se supone(75); sólo quiero decir, que no tienen todo lo que les es necesario para vivir, y que perecen porque les falta alguna cosa de las que les son necesarias.

     Unas veces es un enfermo o un hombre debilitado, a quien un poco de reposo le recobraría, o que sólo necesitaría que le visitase el médico, y le diese un remedio muy sencillo; pero ni puede tener el reposo que necesita, ni consultar el médico, ni hacer el remedio.

     Otras veces es un niño que necesita el cuidado de la madre; pero su madre tiene precisión de trabajar a causa de su indigencia, y el niño perece por falta de limpieza, por un accidente, o por el mal. Es un hecho averiguado por todos los que se ocupan de aritmética política, en igual número de niños, tomados en la clase de pudientes y de la clase indigente, en esta segunda mueren doble, que en la primera.

     Otras veces, en fin, un alimento escaso o mal sano, la dificultad de mudarse de ropa, de abrigarse, de enjugarse, de calentarse, debilita la salud, altera la constitución, y expone a muchos seres humanos a que se aniquilen más o menos prontamente; y se puede decir que todos los que perecen de resultas de que sus bienes no les permiten satisfacer a una cosa que les es necesaria, perecen de necesidad.

     Se ve que productos muy varios, entre los cuales se hallan hasta los productos que hemos llamado inmateriales, son necesarios a la existencia del hombre, especialmente en las Sociedades grandes; y que éstos se multiplican a proporción de las necesidades por el mayor precio que se pide de los que son más necesarios, y que se puede decir, hablando en general, que la población de los Estados siempre se proporciona a la suma de sus productos(76). Esta es una verdad reconocida por la mayor parte de los autores que han escrito sobre la Economía política, por varias que sean sus opiniones sobre todo lo demás(77).

     Me parece que de esto no se ha sacado una consecuencia, que sin embargo era bien natural; y es que nada puede aumentar la población más que lo que favorece la producción, y que nada la puede disminuir, a lo menos de un modo permanente, sino lo que ataca los orígenes de la producción.

     Los judíos veneraban la fecundidad. Los romanos hicieron infinitos reglamentos para reparar la pérdida de hombres que ocasionaban sus guerras continuas y en países distantes. Los censores recomendaban los matrimonios, y se le consideraba a cada uno con relación al número de hijos que tenía. Todo esto no servía de nada. La dificultad no es tener hijos, sino el mantenerlos. Era menester crear productos en vez de devastar. Tantos bellos reglamentos no impidieron, aun antes de la invasión de los bárbaros, la despoblación de la Italia, y de la Grecia(78).

     Fue igualmente vano el edicto de Luis XIV del año 1666 a favor de los matrimonios, en que señaló pensiones a los que tuviesen diez hijos, y mayores a los que tuviesen doce: los premios que daba, bajo mil formas diversas, a la holgazanería y a la ociosidad, hacían mucho más mal a la población, que bien podían hacerle estos débiles medios de fomentarla.

     Todos los días se repite que el Nuevo-mundo ha despoblado la España: lo que la ha despoblado son sus malas instituciones, y las pocas producciones que da el país relativamente a su extensión(79).

     Lo que verdaderamente fomenta la población es una industria activa que da muchos productos. Se multiplica en todos los cantones industriosos; y cuando un terreno virgen conspira con la actividad de una nación entera, que no admite ningún ocioso, sus progresos admiran, como en los Estados-Unidos, en donde se duplica su población cada veinte años.

     Por la misma razón, las calamidades pasajeras que destruyen muchos hombres sin atacar los orígenes de la reproducción son más aflictivas para la humanidad, que funestas a la población. Vuelve a subir en poco tiempo al punto a que la limita la cuota de producciones anuales. Los cálculos curiosísimos de Messancio prueban que después, de los desastres causados por la famosa peste de Marsella en 1720, los matrimonios de Provenza fueron más fecundos que antes. El presbítero Expilly ha encontrado los mismos resultados. El mismo efecto se había verificado en Prusia después de la peste en 1710. Sin embargo de que este azote acabó con el tercio de la población, se ve por las tablas de Sussmich(80) que el número de nacidos, que antes de la peste era de veinte y seis mil por año, con corta diferencia, ascendió en 1711 (año siguiente al de la peste) a treinta y dos mil. �Quién es el que no ha habría pensado que después de tan terrible plaga, a lo menos el número de matrimonios, no hubiese disminuido considerablemente? Fue al contrario, doble que antes. �Tan grande es la tendencia de la población a ponerse a nivel de los recursos que tiene el país!

     Lo que tienen de funesto estas calamidades pasajeras no es la destrucción de la población, sino lo primero y principal los males que causan a la humanidad. No puede haber cantidades grandes de individuos quitados del número de los vivientes sea por los contagios, las hambres, o las guerras, sin que hayan padecido muchos seres dotados de sentimiento, y algunas veces cruelmente, y dejado sumergidos en los trabajos una multitud que les sobrevive, viudas, huérfanos, hermanos y ancianos. Además se debe llorar en estas calamidades, la perdida de esos hombres superiores, tales que el talento, las luces y las virtudes de uno sólo influyen sobre la felicidad y riqueza de las naciones más que los brazos de otros cien mil.

     En fin una considerable pérdida de hombres ya formados es una pérdida grande de riqueza adquirida; porque todo hombre adulto es un capital acumulado que representa todas las anticipaciones que ha sido precisa hacer durante muchos años para ponerle en el estado en que se halla. Un niño de un día no reemplaza un hombre de veinte años; y así el dicho del Príncipe de Condé, estando en el campo mismo de batalla de Senef, es tan absurdo como bárbaro(81).

     Se puede pues decir que todos estos estragos que disminuyen el número de hombres, sino perjudican a la población dañan a la humanidad y sólo bajo este último aspecto son muy culpables las que causan estos males(82).

     Si estas desgracias pasajeras son más aflictivas para la humanidad, que funestas a la población de los estados, no es lo mismo sino de la administración viciosa, y que sigue un mal sistema de economía política. Ésta daña a la población en su principio, aniquilando los orígenes de la producción como el número de hombres, como hemos dicho ya, sube siempre tanto por lo menos, como permiten las rentas anuales de una nación, un gobierno que disminuye las rentas, imponiendo nuevos tributos, que obliga a los ciudadanos a hacer el sacrificio de una parte de sus capitales, y que por consiguiente disminuye los medios generales de subsistencia y de reproducción, esparcidos por toda la sociedad, un gobierno tal no sólo impide el nacer, sino que se puede decir que asesina; porque nada disminuye más eficazmente los hombres, que lo que los priva de sus medios de existir.

     Se han quejado mucho del perjuicio que los conventos hacen a la población, y con razón; pero se han equivocado sobre las causas, porque no es el celibato religioso quien hace este mal, es su ociosidad. Se dice que ellos hacen trabajar sus tierras: �linda cosa! �Las tierras se quedarían incultas si los monjes llegasen a desaparecer? Al contrario: en todos los parajes en que los monjes han sido reemplazados por talleres de industria, de lo que hemos visto muchos ejemplos en la revolución francesa, el país ha ganado, todos los mismos productos de la agricultura, y ademas los de su industria manufacturera; y siendo de este modo mayor el total de valores producidos, la población de estos países se ha aumentado.

     Otra consecuencia de lo que precede es que los habitantes de un país no están peor provistos de las cosas necesarias a la vida cuando su número se aumenta, ni mejor provistos cuando su número disminuye. Su suerte depende de la cantidad de productos de que disponen, y estos productos pueden ser abundantes para una numerosa población, así como pueden ser escasos para una población poco numerosa. La carestía desbastaba la Europa en la edad media con más frecuencia que ahora que evidentemente está más poblada. La Inglaterra en tiempo que reinaba Isabel no estaba tan bien provista como ahora, sin embargo que tuviese la mitad menos de habitantes, y el pueblo de España reducido a ocho millones de habitantes no vive con tanta comodidad como en los tiempos en que tenía veinte y cuatro millones(83).

     Algunos autores(84) han dicho que una gran población era señal cierta de grande prosperidad. Es el signo seguro de grande producción; mas para que haya una prosperidad grande, es preciso que la población, sea la que quiera, se halle abundantemente provista de todas las necesidades de la vida, y de algunas de sus superfluidades. Hay partes de la India y de la China prodigiosamente pobladas, que son al mismo tiempo extraordinariamente miserables. Pero no se las proveería mejor disminuyendo el número de sus habitantes, porque no se podría hacer esto sin disminuir al mismo tiempo sus producciones. En estos casos es preciso anhelar no por la disminución de habitantes, sino por el aumento de la cantidad de producciones, que siempre se verifica, cuando la poblaciones activa, industriosa, económica y bien gobernada, esto es, poco gobernada.

     Si los habitantes de un país crecen en número naturalmente hasta los que puede mantener el país, �qué se hacen en los años de miseria? Steuard responde(85), que no hay tanta diferencia como se cree entre dos cosechas: que un año malo para un partido, es bueno para otro: que la mala cosecha de un comestible está compensada por la buena cosecha de otro. Añade que el mismo pueblo no consume tanto en los años de carestía, como en los de abundancia: en éstos todo el mundo está mejor alimentado: se emplea parte de los productos en cebar las aves y demás animales: estando los víveres un poco más baratos, hay algo más de gasto inútil. Cuando hay carestía la clase indigente está mal sustentada, da pequeñas raciones a sus hijos, y lejos de ahorrar gasta lo que había juntado: en fin está por desgracia bien averiguado que una parte de esta clase padece y muere.

     Esta desdicha sucede especialmente en los países muy poblados como el Indostán y la China, donde se hace poco comercio exterior y marítimo, y donde la clase indigente se ha acostumbrado desde mucho tiempo a contentarse con lo absolutamente preciso. En los años ordinarios el país produce solamente con que abastecer lo necesario para esta mezquina subsistencia, y así a poca que falte la cosecha, o con sólo ser mediana, una multitud de gentes no tienen ni aun lo estrictamente necesario y mueren a millares. Todas las relaciones que las hambres por esta razón son muy frecuentes y muy homicidas en la China y en muchos distritos de la India.

     El comercio, y en especial el marítimo, facilita los cambios, y aun los que se hacen en países lejanos, y permite el procurarse subsistencias en retorno de otros muchos productos; pero cuando se depende demasiado de este recurso, se está expuesto a todos los accidentes naturales y políticos que pueden romper, o sólo suspender las relaciones que se tienen con el extranjero. Desde este momento se procura conservar estas relaciones, sea clandestinamente, sea a fuerza abierta: se impide la concurrencia por toda suerte de caminos, aun los más ilegítimos: se impone a una provincia, a un aliado débil, la obligación de comprar, como o se impondría un tributo: se hace una guerra por un ramo de comercio: esta es una posición necesariamente precaria.

     Los productos de la Inglaterra en alimentos, sin contestación han aumentado mucho hacia fines del siglo XVIII; pero sus productos en mercancías buenas para vestidos o para amueblar las casas, han aumentado probablemente en una proporción aún mucho más rápida: de esto ha resultado esta enorme de producción, que permite a este pueblo el multiplicarse más allá de lo que el suelo puede alimentar(86), y de soportar sin arruinarse: cargas tales que ninguna otra nación ha conocido otras semejantes, ni siquiera que se acercasen a ellas; pero tiene mucho que aguantar cuando sus salidas exteriores le llegan a faltar, y se ve obligada muchas veces a conservarlas por medios violentos.

     Puede que obrase con prudencia si dejase de fomentar el que se dirijan continuamente nuevos capitales hacia las fábricas y el comercio exterior, y si fomentase todo lo que los dirige hacia la industria agrícola. Es probable que entonces muchos partidos que no tienen aún toda la cultura de que son susceptibles, darían productos agrícolas que pagarían a lo menos en gran parte los productos de sus fábricas y de su comercio(87). La Gran Bretaña se crearía con esto consumidores que estarían a su alcance, en su propio seno, que son los más seguros. Sus mismos enemigos no estando ya excitados por una política que necesita ser algo celosa y exclusiva, probablemente dejarían de ser sus enemigos, y se convertirían en consumidores que la tendrían consideración. Por último si sus productos, de la industria fabril fuesen aun demasiado desproporcionados con los productos de la agricultura, �quién podría estorbarla seguir un buen sistema colonial, y crearse en todas las partes del globo consumidores de sus productos industriales, que serían al mismo tiempo cultivadores, cuyo trigo proveería sus mercados?(88).

     La Francia relativamente a esto parece que está en una situación opuesta a la de la Inglaterra. Parece que sus productos agrícolas podrían sustentar una población fabril y comerciante mucho más considerable. Cuando se recorre este vasto país tan generalmente, y tan bien cultivado, se admira uno de entrar en aldeas y pueblos escasos por lo general, pobres, mal edificados y mal empedrados, cuyas tiendas tienen poca apariencia, y las posadas poco aseo y comodidades. Es preciso que las producciones agrícolas sean menos considerables que lo que parece, o que los consumos se hagan de una manera poco provechosa. Estas dos causas probablemente obran a un mismo tiempo.

     En primer lugar la producción es menos considerable de lo que podría ser: 1.� porque no hay bastantes capitales dedicados a cada género de cultura, especialmente en cierros, en ganados y en mejoras(89).

     2.� Porque no son bastante laboriosos, pues en muchas provincias descuidan el escardar los prados, podar las cercas, mondar los árboles de yerbas, de orugas, &c.

     3.� No son bastante industriosos para alternar las cosechas, y seguir los métodos mejores de cultivar.

     En segundo lugar el consumo se hace mal, y de una manera poco favorable, esto es, que en los pueblos de Francia se hacen consumos perdidos para la reproducción, perdidos también para la satisfacción y el bien estar. Citaré por ejemplo el calórico, que es un género precioso en los distritos en que la leña y el carbón de piedra son poco abundantes. Sin embargo se pierde de él una cantidad prodigiosa en las chozas de los aldeanos, en las que frecuentemente no entra más luz que por la puerta si se deja abierta, y en las que se recibe la lluvia por el cañon de las chimeneas, mientras se calienta. Las malas bebidas, los malos alimentos y los placeres de taberna, perjudican a los consumos más bien entendidos.

     En fin, los pueblos y hasta las aldeas serían más numerosos, y tendrían un aire de comodidad, si sus habitantes en general fuesen más activos y más industriosos: si tuviesen una emulación más laudable; si su vanidad consistiese en procurarse todo lo que es verdaderamente útil para mantener su casa aseada y ordenada, más bien que en vivir sin hacer nada, en mantenerse de un corto arriendo o de un empleo inútil a costa del país. Un sujeto que tiene cuatro u ocho mil reales que gastar cada año, vejeta con esta renta, que podría duplicar o triplicar si reuniese a ella un trabajo industrial. Aun aquellos mismos que tienen una ocupación útil no la dan toda la extensión de que es susceptible poniendo en ella más actividad y más conocimientos. El espíritu de indagar y el de mejorar son muy raros: puede también que se desmaye al ver las muchas tentativas que se hacen sin fruto, y que han sido infructuosas porque se han emprendido con poco juicio, perseverancia y economía.

     Si la población se proporciona en general a la cantidad de productos, puede variar en cada estado según las circunstancias locales más o menos favorables a la producción. Tal rincón de tierra es rico porque es fértil, porque sus habitantes son industriosos, porque con economía han juntado capitales: del mismo modo que tal familia ha tenido inteligencia y actividad, y por eso es rica al lado de sus vecinos que son pobres. Los límites de los estados, y sus gobiernos no son más que accidentes que perjudican más o menos a la población dañando más o menos a la producción.

     La religión y las costumbres influyen también en la población, únicamente a causa de su influjo en la producción. Por eso siendo las costumbres de los países protestantes más favorables a la producción, estos países no sólo están más abastecidos que los países católicos, sino que son más populosos. Es lo que notan todos los que viajan.



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�. II.

Como la naturaleza de la producción influye en la distribución de los habitantes.

     Para cultivar la tierra es preciso que los hombres estén esparcidos por toda la superficie de ella: para cultivar las artes industriales y el comercio les conviene reunirse en aquellos parajes en que se pueden ejercer con más ventaja, esto es, en los lugares que admiten mayor subdivisión en las ocupaciones. El tintorero se establecerá en las inmediaciones de un comerciante de tejidos; el droguista cerca del tintorero, el comisionista o el armador y que hacen venir las drogas, se establecerán cerca del droguista, y lo mismo sucede con los demás productores.

     Al mismo tiempo los que viven de sus capitales o de sus tierras y sin trabajar, son atraídos a las ciudades, donde encuentran reunido todo lo que lisonjea sus gustos, un trato más escogido y más variedad en los placeres. Las comodidades para la vida que se encuentran en las ciudades, detienen en ellas a los extranjeros, y fijan allí a todas las personas, que viendo de su trabajo son libres sin embargo de ejercerle donde quieran. Por esto las ciudades no sólo son la mansión de las gentes de letras, y de los artistas, sino la residencia de la administración, de los tribunales de justicia y de los establecimientos públicos, y además de todas las personas que dependen de estos establecimientos, y de las que por sus negocios tienen que estar allí accidentalmente.

     No quiere decir esto que no haya siempre cierto número de personas que ejercen la industria fabril en los pueblos, prescindiendo de los que se establecen en ellos por su gusto. Ciertas relaciones locales, como un riachuelo, un bosque, una mina, determinan el paraje en que deben fijarse muchos talleres, y fijan la residencia de un gran número de fabricantes en los alrededores del pueblo. También hay oficios que no se pueden ejercer sino cerca de los consumidores: tales son los de sastre, zapatero, mariscal; pero estos oficios no llegan por lo que hace a su importancia y perfección, a los trabajos de las manufacturas de todo género que se ejecutan en las ciudades.

     Los escritores economistas creen que un país floreciente puede sustentar en sus ciudades un número de habitantes igual al que mantienen los campos. Algunos ejemplos hacen creer que los trabajos más bien entendidos, una elección mejor de cultura, y menos terrenos perdidos, podrían aun terreno medianamente fértil, sustentar un número aún mayor(90). A lo menos es cierto que cuando las ciudades suministran algunos productos al consumo de los países extranjeros, hallándose entonces en estado de recibir en cambio subsistencias, pueden contener una población proporcionalmente mayor. Esto es lo que se ve en muchos estados pequeños, cuyo solo territorio no bastaría para mantener uno de los arrabales de la capital.

     Exigiendo la cultura de los prados menos trabajo que la de los campos, en los países de pastos pueden dedicarse a las artes industriales un número mayor de habitantes: serán pues más multiplicadas estas artes que en los países del trigo. Esto es lo que se ve en lo que en otro tiempo se llamó Normandía, en la Flandes y en Holanda.

     Desde la invasión de los bárbaros en el imperio romano hasta el siglo XVII, esto es, hasta los tiempos que estamos tocando aún, las ciudades han tenido un débil esplendor en todos los estados grandes de Europa. La porción de la población que se estima estar alimentada por los cultivadores, entonces no se componía principalmente de fabricantes y negociantes, sino de nobles rodeados de un gran número de criados, de eclesiásticos y de otros ociosos, que habitaban los castillos con sus dependencias, las abadías y los conventos y muy poco en las ciudades. Los productos de las fábricas y del comercio se limitaban a poquisima cosa: los fabricantes eran artesanos de choza, los negociantes eran mozos de cordel: algunos instrumentos muy sencillos, muebles y utensilios imperfectos bastaban para las necesidades de la agricultura y de la vida común. Tres u cuatro ferias por año suministraban los productos algo más raros, que ahora no parecerían muy miserables; y si traían de cuando en cuando de las ciudades comerciantes de Italia o de los Griegos o de Constantinopla, algunos muebles, algunos tejidos de seda, algunas alhajas de valor, era una magnificencia grande y rara, reservada sólo para los más ricos señores y para los Príncipes.

     En este orden de cosas las ciudades debían hacer muy pobre figura. Y así todo lo magnifico que se ve en las nuestras es modernísimo: entre todas las ciudades de Francia sería imposible hallar un barrio bonito, ni una calle hermosa que pase de dos siglos de antigüedad. Todo lo que es de fecha anterior no presenta, excepto algunas iglesias góticas, más que casuchas amontonadas en calles tortuosas, muy estrechas, por las que absolutamente no pueden pasar los carruajes, las bestias y la multitud de gentes que manifiestan su población y opulencia actual.

     La agricultura de un país no produce todo lo que debe, sino cuando se multiplican tanto las ciudades que están esparcidas que se encuentran con frecuencia en su territorio. Estas son necesarias para que la mayor parte de fábricas tengan toda su extensión, y las fábricas son necesarias para procurar objetos de cambio a la agricultura. Un partido en que a agricultura no tiene salidas sustenta el más pequeño número de habitantes que puede mantener; y aun éstos no gozan más que de una existencia grosera, que no da gusto, y que no tiene sino las cosas más comunes, de suerte que no están civilizados más que a medias. Si una colonia industriosa viene a establecerse en este cantón y llega a formar allí poco a poco una ciudad, los habitantes de ésta igualarán bien pronto en número los cultivadores que labraban las tierras: esta ciudad podrá subsistir con los productos agrícolas del partido, y los labradores se enriquecerán con los productos industriales de la ciudad.

     La ciudad es también un medio excelente de extender a mucha distancia los productos agrícolas de la provincia. Los productos en bruto de la agricultura son difíciles de transportar, y así los gastos exceden pronto el precio de la mercancía transportada. Los productos de las fábricas son de un transporte mucho menos dispendioso: el trabajo de éstas da un valor frecuentemente muy subido a una materia de poco volumen y de poco peso. Por medio de las fábricas los productos en bruto de una provincia se transforman en productos de valor mucho más subido que se expiden para grandes distancias y se reciben en retorno los productos que exigen las necesidades de la provincia.

     A muchas de nuestras provincias de Francia muy miserables no les falta más que ciudades para estar bien cultivadas.

     Estas provincias se quedarían eternamente despobladas y miserables si se siguiese el sistema de los economistas, que quieren que se hagan fuera los objetos de fábrica, y que se paguen las mercancías con los productos en bruto de la agricultura.

     Pero si las ciudades no se fundan sino para las fábricas de toda especie, pequeñas y grandes, las fábricas no se fundan sino con capitales productivos; y los capitales productivos no se forman más que con lo que se economiza en los consumos. No basta trazar el plan de una ciudad y darle el nombre; es menester para que exista verdaderamente suministrarla por grados talentos industriales, utensilios y materias primeras, todo lo que es necesario para ocupar los industriosos hasta la perfecta confección y venta de sus productos: de otra manera en vez de edificar una ciudad, no se hace otra cosa que una decoración de teatro que no tarda en venirse abajo, porque no hay nada que la sostenga. Esto es precisamente lo que ha sucedido a Ecatherinoslaw en la Taurida, esto es lo que daba a entender el Emperador José II, cuando después de haber estado convidado a poner con solemnidad la segunda piedra de esta ciudad, dijo a los que le rodeaban: En un día he concluido, juntamente con la Emperatriz de Rusia, un gran negocio: ella ha puesto la primera piedra de una ciudad, y yo la última.

     Ni tampoco bastan los capitales para establecer una grande industria, y la activa producción que son necesarios para formar y aumentar una ciudad; es menester además que la situación de ella y las instituciones nacionales favorezcan el engrandecimiento. La situación local es la que tal vez le falta a Washington para llegar a ser una gran capital, porque sus progresos son muy lentos en comparación de los que hacen los Estados-Unidos, en general, siendo así que en otro tiempo la situación sola hizo a Palmira populosa y rica a pesar de los desiertos de arena de que está rodeada, sólo porque llegó a ser el canal de comercio del Oriente con la Europa. La misma razón había hecho la prosperidad de Alejandría, y en tiempos más antiguos la de Thebas de Egipto. La voluntad sola de sus Príncipes no habría sido suficiente para hacer de ella una ciudad de cien puertas, tan populosa, como la supone Herodoto. Es preciso buscar en su posición entre el mar Negro y el Nilo, entre la India y la Europa, la explicación de su importancia.

     Si la voluntad sola no basta para crear una ciudad, parece que tampoco bastará, para limitar su incremento. París ha ido constantemente en aumento a pesar de los reglamentos del antiguo gobierno de Francia para ponerle límites. Los únicos límites respetados son los que la naturaleza de las cosas pone al engrandecimiento de las ciudades, y son difíciles de señalar. Se hallan más pronto inconvenientes que obstáculos positivos. Los intereses del común están menos bien cuidados en las ciudades demasiado vastas. Los habitantes del Este se ven precisados a perder muchas horas de un tiempo precioso para comunicarse con los del Oeste: se ven obligados a cruzarse en el centro de la ciudad, por calles y pasadizos llenos de estorbos y edificados en una época en que la población y la riqueza eran mucho menores que ahora, en que las provisiones, los caballos y los coches no se habían multiplicado tanto. Este es el inconveniente que se toca en París, donde las desgracias que provienen de los estorbos de las calles cada día son más frecuentes, y esto sin embargo no impide que cada día se abran nuevas calles donde se hallarán los mismos inconvenientes al cabo de algunos años.



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Libro tercero.

Del consumo de las riquezas.

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Capítulo primero.

De las diferentes especies de consumos.

     Me visto precisado con frecuencia, en el curso de esta obra, a anticipar ideas, cuya explanación debía, según el orden natural, darse más adelante. Pero como la producción no podía verificarse sin consumo, he tenido, desde el primer libro, que decir el sentido que debía darse a la palabra consumir.

     Desde entonces el lector debió comprehender, que así como la producción no es una creación de materia, sino una creación de utilidad el consumo no es una destrucción de materia, sino una destrucción de utilidad. Una vez destruida la utilidad de una cosa, el primer fundamento de su valor, lo que la hace buscar, y lo que establece su petición, está destruido. Desde entonces ya no contiene ningún valor, ni es ya una porción de la riqueza.

     Y así consumir, destruir la utilidad de una cosa y aniquilar su valor, son expresiones cuyo sentido es absolutamente el mismo, y corresponden al de las palabras producir, dar utilidad, crear un valor, cuya significación es igualmente semejante.

      Siendo todo consumo una destrucción de valor, no se mide según el volumen el número o el peso de los productos consumidos, sino según su valor. Un gran consumo es aquel que destruye un gran valor, bajo cualquier forma que este se manifieste.

     Todo producto es susceptible de ser consumido, por que si un valor ha podido ser añadido a una cosa también puede quitarse de ella. Se le ha añadido por la industria, y se le quita por el uso u por cualquier otro accidente. Pero no puede ser consumida dos veces, un valor destruido una vez, no puede destruirse de nuevo(91). Este consumo es rápido, y ese otro lento. Se consume una casa, un navío, el hierro, como se consume la carne el pan y el vestido. También se puede no consumir un producto más que en parte. Un caballo, un mueble, y una casa que se vende, no son consumidos en totalidad, porque les queda un resto de valor que se halla en el nuevo cambio que se hace de ellos. Algunas veces el consumo es involuntario como cuando se quema un edificio, o un buque naufraga; no corresponde al fin que uno se habla propuesto, como en el caso que se arrojan al mar algunas mercancías, o se queman las provisiones que no se quieren dejar al enemigo.

     Se puede consumir un valor producido de antemano, y se puede consumir al instante mismo que se produce, como lo hacen los espectadores de un concierto, o de una representación teatral. Se consume el tiempo y el trabajo, porque cuando éste es útil tiene un valor apreciable, y no puede consumirse de nuevo cuando se ha consumido una vez.

     Lo que no puede perder su valor no es susceptible de ser consumido. No se consume una tierra, pero se puede consumir su servicio anual; y este servicio, empleado una vez, no puede volverse a emplear. Se pueden consumir todas las mejoras hechas en una tierra, aunque éstas exceden algunas veces el valor de la tierra misma, porque estas mejoras son el producto de la industria; pero la tierra no puede consumirse.

     Lo mismo sucede con el talento industrial. Puedo consumir el jornal del obrero; pero no puedo consumir el talento del obrero. Sin embargo las facultades industriales se consumen por la muerte del que las posee.

     Todo lo que se produce tarde o temprano se consume. Los productos mismos no se han producido más que para ser consumidos, y cuando un producto ha llegado a punto de poder servir para lo que está destinado, y se difiere su consumo, este es un valor que huelga; y como todo valor se puede emplear en la reproducción, y en dar un beneficio a su poseedor, todo producto que no se consume, causa una pérdida igual al beneficio que daría su valor empleado(92).

     Estando todos los productos destinados al consumo, y aun al consumo más pronto, se dirá �cómo se hacen las acumulaciones de capitales, que no son más que acumulaciones de capitales producidos? De este modo.

     Para que un valor se acumule no es necesario que resida en el mismo producto, basta que se perpetúe. Los valores capitales se perpetúan por la reproducción: y así los productos que componen un capital se consumen igualmente que todos los demás; pero su valor, al mismo tiempo que se destruye por el consumo, se reproduce de otras maneras o de la misma manera. Cuando mantengo los obreros de un taller se hace en él un consumo de alimentos, de vestidos y de materias primeras, pero durante este consumo se fija un nuevo valor en los productos que salen de sus manos. Los productos que formaban mi capital, realmente han sido consumidos; pero el capital, acumulado el valor, ya no lo es: vuelvo a parecer bajo otras formas, dispuesto a ser consumido de nuevo; pero si se consume improductivamente ya no vuelve a parecer.

     El consumo anual de un particular es la suma total de todos los valores consumidos por este particular durante el año. El consumo anual de una nación es la suma total de los valores consumidos en el año por todos los individuos, y los cuerpos de que se compone esta nación.

     En el consumo anual de un particular o de una nación, deben estar comprendidos los consumos de toda clase sea el que quiera el fin y el resultado, tanto aquellos de que debe salir un nuevo valor, como aquellos de que no debe resultar valor ninguno: lo mismo que se comprende en la producción anual de una nación, el valor total de sus productos creados en el año. Así se dice que una fábrica de jabón consume anualmente ochenta mil reales en sosa, sin embargo que el valor de esta sosa debe volver a parecer en el jabón que la fabrica habrá hecho; y se dice que produce anualmente jabón por cuatrocientos mil reales, sin embargo que este valor no se haya verificado, sino a costa de la destrucción de muchos valores, que reducirían mucho su producto, si uno fuese a deducirlos. El consumo y la producción anual de una nación o de un particular, son pues su consumo y su producción en bruto.(93)

     Por una consecuencia natural es preciso comprender en las producciones anuales de una nación, todas las mercaderías que importa, y en su consumo anual todas las que exporta. El comercio de Francia consume todo el valor de las sedas que envía a los Estados-Unidos, y produce todo el valor de los algodones que recibe en retorno: lo mismo que las fábricas francesas han consumido el valor de la sosa enviada, por decirlo así, a la caldera del jabonero, y han producido el valor del jabón que se ha sacado de ella.

     La suma de los consumos anuales es totalmente diferente de la suma de los capitales de una nación o de un particular. Un capital o una porción de un capital puede ser consumida muchas veces en un mismo año. Un zapatero compra cordobán, le corta para zapatos, y los vende; he aquí una porción de capital consumido y restablecido. Reiterando esta operación muchas veces al año, consume otras tantas veces esta porción de su capital: sí ésta se supone de ochocientos reales, y que repita la misma compra doce veces al año, este capital de ochocientos reales habrá dado lugar a un consumo anual de nueve mil y seiscientos reales. Además hay otra parte de su capital que no se consume sino al cabo de muchos años. Su consumo no asciende anualmente más que al cuarto o tal vez al décimo de esta porción de su capital.

     Las necesidades de los consumidores determinan en todo país las creaciones de los productores. El producto de que hay más necesidad, es el que se pide más: el que se pide más suministra a la industria, a los capitales y a las tierras, mayores beneficios, que determinan el empleo de estos medios de producción hacia la creación de este producto. Así también cuando un producto es menos pedido, hay menos ventaja en hacerle, y no se hace. Lo que ya está hecho baja de precio, y la baratura a que se da, favorece el que se gaste y todo se consume.

     Si se quiere se puede distinguir el consumo total de un pueblo en consumos públicos y consumos privados. Los primeros son los hechos por el público, o en su servicio: los segundos son los hechos por los particulares o sus familias. Unos y otros pueden ser o reproductivos o improductivos.

     En una sociedad cualquiera todo el mundo es consumidor, porque nadie puede subsistir sin satisfacer las necesidades, sean los que quieran los límites que se supongan a éstas y como por otra parte todos los miembros de la sociedad cuando no reciben gratuitamente lo que les hace vivir, concurren a la producción, ya sea con su industria, ya con sus capitales o ya con sus tierras se puede decir que en todo país los consumidores son los productores mismos; y las clases en que se hacen los mayores consumos son las clases medias e indigentes en que la multitud de individuos compensa con muchas sobras la pequeñez de los consumos(94).

     Los pueblos civilizados, ricos e industriosos consumen mucho más que los otros, porque producen incomparablemente más. Todos los años empiezan de nuevo, y en muchos casos más de una vez al año, el consumo de sus capitales productivos, que renacen perpetuamente, y consumen improductivamente la mayor parte de sus rentas, sea industriales, sea capitales, sea de bienes raíces:

     En ciertos libros se proponen por modelos las naciones que tienen pocas necesidades; y vale más tener muchas necesidades, y saberlas satisfacer. De este modo no sólo su multiplican los individuos, sino que la existencia de cada uno de ellos es más completa.

     Steuart(95) alaba a los lacedemonios porque sabían privarse de todo, no sabiendo producir nada. Esta es una perfección que es común a los pueblos más groseros y salvajes, que son poco numerosos y están mal provistos de todo. Llevando este sistema hasta sus últimas consecuencias, se llegaría a encontrar que el colmo de la perfección consistía en no producir nada, ni tener ninguna necesidad, esto es, en no existir.

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