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Tríptico venezolano

(Narrativa. Pensamiento. Crítica)

Domingo Miliani



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ArribaAbajoPrólogo

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Hace unos años, en 1967 para ser más precisos, Arturo Uslar Pietri declaraba en la sesión de cierre de un Congreso de Literatura que la crítica «es un género que está prácticamente condenado a desaparecer». No es la primera ni será la última vez que se decreta esta defunción. Y no sólo para la crítica: también se ha decretado la muerte de la poesía, de la filosofía, de la novela (Ortega dixit), etc. Lo que en realidad ocurre es que la historia, ese porfiado fermento de lo humano, va permanentemente reajustando muchas si no todas las actividades del hombre; pero una mutación no es siempre muerte, y a menudo incluso significa revitalización y renacimiento. La novela no ha muerto, aunque ya no sea igual a lo que fue hasta el siglo XIX. Y la crítica literaria, si bien felizmente ha dejado de ser enjuiciamiento valorativo a partir de premisas implícitas de «buen» gusto, tiene hoy una vitalidad robusta y creciente, y cumple una indispensable función de conocimiento y comprensión integradora de la vida literaria y cultural.

La obsolescencia histórica de ciertas formas y funciones de la crítica no implica la abolición de ella en cuanto particular «agencia del espíritu», que diría Alfonso Reyes. Si, por ejemplo, la tarea propuesta por un Sainte-Beuve en Francia o por un Felipe Tejera en Venezuela -para citar dos casos de filiación homologable- puede considerarse definitivamente caduca, no es que haya muerto la crítica literaria, sino que esa crítica, esa concepción de la crítica ya no corresponde a las necesidades y exigencias de la cultura contemporánea,

Hace más de cincuenta años, Manuel Rojas apuntaba al necesario cambio que la cultura contemporánea impone   —12→   a la, crítica en América Latina: «Existen -decía- dos clases de críticos: los que estudian los libros y los que estudian la literatura» Y hablando en cuanto escritor agregaba: «Nosotros no nos podemos quejar de que nos falten los primeros (casi hay sobreproducción), pero suspiramos por los segundos». Más recientemente, con otras palabras, Octavio Paz acusaba también una inquietud similar: «La crítica es lo que constituye eso que llamamos una literatura y que no es tanto la suma de las obras como el sistema de sus relaciones: un campo de afinidades y relaciones».

La crítica literaria, históricamente considerada, debe dejar de ser en nuestros días una actividad fundamentalmente orientada a juzgar y valorar las obras en forma particular y aislada para dirigirse cada vez más plenamente al estudio y comprensión de los sistemas literarios. Más aún: al estudio de los sistemas literarios para su comprensión dentro de los sistemas culturales en que se producen y funcionan las obras.

Este cambio en el carácter y funciones de la crítica es el que nos da una perspectiva que permite determinar, dentro del vasto conjunto de lo que hoy se escribe sobre la literatura, especialmente sobre nuestra literatura, cuáles son los trabajos que respiran el aire contemporáneo y cuáles los que sólo prolongan la atmósfera espectral de lo caduco.

Venezuela, pese a la opinión superficial y fácil, tiene una larga y continua tradición de crítica literaria. Habría que volver un poco sobre los aportes de Andrés Bello, de Amenodoro Urdaneta (su estudio sobre el Quijote), de José Luis Ramos (pensamos en su trabajo sobre el verso endecasílabo), del mismo Felipe Tejera con todo y sus criterios de edificación moral (y la polémica respuesta de Pérez Bonalde), de Luis López Méndez (su estudio sobre la novela de Gil Fortoul o las poesías de Rafael Núñez, por ejemplo), del propio Cecilio Acosta (cuyo valioso trabajo sobre la Influencia del elemento histórico-político en la literatura dramática y en la novela habría que confrontar con estudios de similar temática en Andrés Bello y Vendel-Heyl, por ejemplo), de Gonzalo Picón Febres y, en fin, de tantos otros que ilustran el panorama fundacional de la crítica venezolana en el siglo pasado. Si a ello se agregan los aportes posteriores, podría verse un   —13→   rico panorama, de variada jerarquía, claro está, pero que establece una filiación histórica de lo que actualmente se hace, y muestra cómo la intelectualidad nacional va elaborando una permanente respuesta -articulada a las condiciones y a las ideas y valores de cada momento- a la necesidad de dar coherencia y sentido a la producción literaria del país y del mundo.

El modo en que estos y otros intelectuales ejercieron la tarea crítica debe ser comprendido vinculándolos a las condiciones y necesidades de su momento. Y tan absurdo sería juzgarlos por no corresponder a las exigencias de hoy como pretender hacer ahora el mismo tipo de crítica que ellos ejercieron. En nuestros días, otras son las necesidades y las exigencias también otras. El crítico contemporáneo debe responder a su época y en ella y desde ella estudiar y comprender la literatura, la de hoy y la de antes. En Venezuela, y en América Latina en general, el estudio de nuestra fisonomía cultural tiene caracteres urgentes de responsabilidad intelectual, y será crítico de hoy no el más à la page en nomenclatura técnica sino el que mejor cumpla la tarea de apropiación integradora e identificadora de nuestros valores.

En esa perspectiva es que leemos y valoramos el aporte de una obra extensa, permanente y actual como la que realiza Domingo Miliani. No es la suya actividad pontifical de dispensa de elogios u objeciones a la obra realizada por tal o cual autor. El suyo es trabajo de reflexión y examen en función de diseñar el friso orgánico de la literatura nacional, dibujar en rasgos discernibles el perfil cultural y literario de Venezuela en América Latina.

Investigador acucioso, que prefiere pecar de prolijo antes que de apresurado o de postulativo, busca el establecimiento de las relaciones y articulaciones de los hechos literarios con los del pensamiento reflexivo, la vida social y la historia, dentro de un proyecto implícito y permanente: la comprensión de la vida literaria y cultural de la Venezuela actual desde sus raíces y en su historia. Pienso que un examen de conjunto de la vasta producción crítica de Miliani -desgraciadamente dispersa en publicaciones del país y del exterior- nos permitiría ver que toda ella está orientada a establecer los elementos y líneas matrices de la unidad intrínseca en el proceso evolutivo de las letras nacionales, a llevar esto, que es una   —14→   afirmación más bien postulativa, al terreno de la formulación orgánica y demostrativa.

Si, por traer a cuento a alguien con una posición bastante alejada ideológicamente a la de Miliani, recordamos la propuesta de Octavio Paz, cuando sostiene que «la crítica tiene una función creadora: inventa una literatura (una perspectiva, un orden) a partir de las obras», podríamos decir que la actividad de investigación y crítica de Domingo Aliliani en Venezuela es una de las más importantes contribuciones al proceso de hacer que las obras literarias en sí pasen a ser elementos de esa dimensión sistemática que es una literatura nacional. Porque no basta que existan obras literarias, incluso obras de gran valor, jerarquía y trascendencia, para que podamos hablar de literatura nacional. Es necesario que se diseñe el espacio en que esas obras se articulen -entre sí y con los demás hechos de la vida nacional- para que podamos ver, conocer y asimilar una literatura.

Esta es, precisamente, la tarea de nuestra época para la crítica literaria en Venezuela y en América Latina; y esta es la tarea que la nueva crítica venezolana, que tiene en Miliani un alto exponente, está cumpliendo cada vez con mayor conciencia.

El reunir en este volumen tres de los trabajos de Domingo Miliani que ofrecen visiones orgánicas, de conjunto, unitarias, sobre tres aspectos de la vida intelectual venezolana, tiene la intención de contribuir a un mayor y mejor conocimiento de la cultura nacional. Si es cierto que sólo se ama lo que se conoce, conocer es tarea fundadora del amor por lo propio, y es base de la identidad de un pueblo en su cultura. Tiene esa intención este volumen, pero además quiere servir para mostrar la obra de un intelectual riguroso que puede hacer hablar la vida nacional en el lenguaje universal del conocimiento. Y, por último, puede servir también para mostrar que, pese a los augures, la crítica literaria se renueva, pero no muere.

Nelson Osorio T.

Caracas, diciembre de 1984.

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Nota para esta edición

Los trabajos que aquí se publican fueron elaborados en diferentes fechas y aparecieron en las publicaciones que a continuación se indican:

1. El que titulamos «La narrativa venezolana» se publicó originalmente sin ese título y como Introducción al capítulo correspondiente del tomo VIII de la Enciclopedia de Venezuela (Caracas: Editorial Andrés Bello, 1973).

2. El que lleva por título «El pensamiento en Venezuela» forma parte del libro Vida intelectual de Venezuela (Caracas: Ministerio de Educación, 1971).

3. El estudio «Dialéctica de la crítica literaria en Venezuela» se publicó en el volumen colectivo de la Asociación de Escritores de Venezuela: Conversaciones sobre crítica literaria (Caracas: Fondo Editorial, 1982) y es el texto de una conferencia dictada en 1978.

Para esta edición se han hecho mínimos ajustes formales; y se ha elaborado un índice de nombres propios que aparecen citados en los textos, con el objeto de facilitar la consulta a los lectores.





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ArribaAbajoLa narrativa venezolana


ArribaAbajo1. Grandes líneas. Un mismo problema

Este panorama se concreta a dos manifestaciones de la narrativa: cuento y novela. Nuestra visión tiende a ser informativa y, por momentos, valorativa. Está sin escribir la historia globalizadora del cuento y la novela venezolanos. El cuento sigue preterido en los estudios críticos1. Sobre novela se ha escrito más, casi siempre de manera fragmentaria2. Aquí sólo van unas líneas demarcadoras de tendencias y períodos. Se mencionan los nombres más relevantes de autores de obras; disculpadas, de antemano, las omisiones.

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Cuento y novela, es obvio, son categorías expresivas distintas. Sin embargo, en nuestra literatura, los cuentistas han desembocado en la novela, o los novelistas han comenzado adiestrándose en el cuento. Estudiar la evolución separada de ambas manifestaciones habría sido ideal, pero implicaba una repetición de nombres y corrientes. Por tal motivo se miran en conjunto.

Nuestra narrativa parece condenada, en cada época, a ser blanco de exigencias máximas. No se impone a los poetas la restricción a una temática regional preconcebida. En cambio se reglamenta inexorablemente a la narrativa, para que sea local en su materia. Escribir sobre asuntos no venezolanos o no ceñidos a la tradición regionalista, ha sido casi un delito. Localismo y exotismo advienen como polos positivo o negativo de un extraño imán que atrae o rechaza obras. Se juzga así, el arte de narrar, más por sus contenidos implícitos, que por sus hallazgos renovadores. Este es un hecho constante, lo mismo en los orígenes románticos que en la madurez modernista y aun en los últimos años. Sirvió para negar méritos a relatos que no reflejaban fielmente la realidad del país, o para silenciarlos. Todo pudiera ser consecuencia de no haber delimitado claramente la realidad concreta y la realidad de ficción a la hora del enfoque crítico.

El cuento, a veces, quedó sumergido entre cuadros de costumbres, tradiciones o leyendas, cuando sus autores cultivaron simultáneamente tales formas. Subestimado como categoría narrativa menor, es de riqueza excepcional en la narrativa venezolana. Captar su estructura es difícil cuando se parte del mero análisis temático.



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ArribaAbajo2. El romanticismo

El romanticismo ingresa en Venezuela casi al mismo tiempo que en Argentina3. Comporta, como en el resto de Hispanoamérica, dos líneas predominantes: la sentimental y la romántico-social o socialista utópica. No tuvimos una fuerte penetración de las modalidades metafísicas y mágicas del romanticismo alemán. Por eso no hay un romanticismo negro, mágico, trascedente, en el siglo XIX.

Los narradores sentimentales europeos, folletinescos o semi-cultos, monopolizaron las revistas y periódicos desde los años treinta. Nuestra narrativa nace bajo el signo del idilio sentimental4. En los autores se observa una predisposición a evadirse en el tiempo (hacia la Antigüedad o   —22→   la Edad Media) o en el espacio (ubicación del relato en los países europeos). Nada distinto se halla en los maestros del Viejo Mundo, especialmente los franceses, que buscan parajes exóticos de Oriente y América. Los nuestros lo hacen por un prurito de escritura sobre medios civilizados. Los europeos, al contrario, por voluntad de inventar o descubrir el Edén sobre la tierra.

Atala es la primera novela romántica traducida al español por un venezolano5. Folletinistas como Paul Feval se registran temprano en catálogos de librerías venezolanas6. Otros autores más significativos son leídos y traducidos paulatinamente.

Una segunda tendencia es la narración histórica y de aventuras. Alejandro Dumas, padre, es traducido por Simón Camacho, en 1846: El conde de Montecristo. Los años siguientes ven aparecer traducciones de otras obras suyas.

El costumbrismo, derivación romántica, significa un influjo coetáneo. Las Obras Completas de Mariano José   —23→   de, Larra se imprimen en Caracas antes que en Madrid. Su magisterio fue equiparable a la demanda de folletones sentimentales.

Nuestros narradores románticos hacen concesiones al gusto del público. Alternan cuadros de costumbres y relatos folletinescos. El costumbrismo invade gradualmente el cuento y la novela. Junto al «color local», del cuadro o artículo va introducido el esquema de las parejas idílicas. El paisaje adquiere humanización sentimental.


ArribaAbajo2.1. Narradores románticos

Fermín Toro (1807-1865). Su actuación política no le impidió escribir narrativa sentimental. Es el primer escritor de prosa novelada. Tres piezas suyas motivaron controversia sobre si eran cuentos o novelas: La viuda de Corinto (1837), El solitario de las catacumbas (1839), La sibila de Los Andes (1840). Su obra se completa con la novela Los mártires (1842). Estos materiales fueron reimpresos por Virgilio Tosta bajo el título Tres relatos y una novela (1957). Ello permitió conocer y juzgar la obra con otro sentido crítico7.

La viuda de Corinto alcanzó éxito de época. Fue reeditada en 1839 y 1846. La pareja Seide Ymán-Atenais tiene un oponente en su amor en las diferencias religiosas. Concluye, como casi todos los relatos de su tipo idílico, en la muerte trágica de los castos enamorados. Por su época -tiempo de luchas entre moros y cristianos- tiene un fondo épico-histórico de tono oratorio. Es más una leyenda histórico-sentimental que un cuento. Igual sucede con la alegoría histórica y de mesianismo social: El solitario de las catacumbas. Está narrado en una primera persona de un anciano atemporal y profético, quien establece una tipología abstracta de la Humanidad. Narración larval, su interés resulta menor.

La sibila de Los Andes ambienta la acción histórico sentimental en las cumbres del altiplano andino. Elvira, la sibila, cuenta a Griego -narrador testigo- su historia. Relato y co-relato se encadenan. El ambiente es   —24→   una gruta alegórica: «La piedra del escándalo» y «el lugar de la expiación»; ambos detalles marcan los dos tiempos del relato. La prédica reformista social invade el discurso como pretexto para introducir un triángulo amoroso sentimental: Javier de Montemar, prometido de Teresa es amado también por Elvira. La boda de los primeros hace huir a la sibila hasta la gruta donde dialoga con Griego. El tono fantástico inicial se diluye en el«dulce lamentar» de una canción entonada por Elvira ante Griego. Algunos gérmenes de «color local» no bastan a dar perdurabilidad a la incoherencia de este relato, el que más se aproxima a un cuento.

Los mártires es novela más compleja. Está ubicada en Londres. El idilio funciona dentro del contexto social de miserias urbanas, referidas con animación. Es «la primera novela escrita por autor venezolano». Su discurso narrativo se mantiene apegado a la tradición folletinesca8. El narrador testigo, de primera persona, hace desfilar escenas de época: las bodas de la reina Victoria con el príncipe Alberto. Su documentación veraz fue cotejada en la prensa londinense9. La estructura peca por dispersión entre los contextos sociales de las luchas proletarias -referidos en un discurso más conceptual que narrativo- y el conflicto sentimental del idilio. No obstante, es el más logrado intento de Toro en lo que respecta a voluntad de novelar.

Rafael María Baralt (1810-1860). Ensayó la narrativa por los mismos años que Fermín Toro. Quiso introducir los idilios neoclásicos, a la manera de Salomón Gessner, en lengua española10. Escribió además dos relatos. Uno, cercano a la leyenda histórica: Adolfo y María (1839), muestra relación analógica con La viuda de Corinto. El oponente en los amores de Adolfo de Carignan (héroe del ejército francés) y María, hija de marqués español, es ahora una suerte de patriotismo inspirado por la guerra entre las dos naciones. La frustración de la felicidad amorosa desemboca en la muerte trágica. Adolfo dialoga su   —25→   amor como si fuera una arenga militar. María responde con un discurso encendido de patriotismo. Los amantes, al final, son apuñalados por el padre de María, quien termina de narrar la historia. Son todos rasgos de un romanticismo heroico sentimental.

El segundo texto, estudiable dentro de la narrativa, es Historia de un suicidio (1847). Pertenece a la época de Baralt en España. Lleva un epígrafe de Espronceda. Una nota de redacción del periódico donde fue publicado11 indica: «La historia de este suceso ocurrido en Sevilla hace poco tiempo, es verdadera hasta en sus más insignificantes pormenores.» La prosa es escueta, el tono realista, aunque Baralt hilvana digresiones conceptuales de carácter ético, por lo demás muy frecuentes en la narrativa de lengua española a lo largo de todo el siglo XIX. La historia esencial, el suicidio de la muchacha, su cadáver flotando en el río y, sobre todo, la secuencia del entierro, tienen acento indiscutible de cuento realista que logra impresionar a un lector de hoy, si se tiene el cuidado de poner al margen la moraleja impertinente.

Ramón Isidro Montes (1826-1889) edita en Caracas su leyenda histórico-novelesca Boves (1844), primer relato en que un personaje de la realidad pretérita venezolana ingresa en la ficción. Picón Febres trata con dureza a su autor12. Otro crítico, Julio Calcaño, prologuista de las obras de Montes, señala que «por las dotes que para tal trabajo ha revelado, de lamentar es que no se hubiese dedicado a ellos con mayor empeño»13. Montes había escrito   —26→   su relato a los 18 años. Luego escribió poemas y terminó absorbido por la docencia y la política.

Los años de 1845 a 1850 forman un lustro en blanco para el cuento y la novela. Los artículos de costumbres invaden la prosa narrativa. Alternan con folletines de autores extranjeros, o de venezolanos como José Heriberto García de Quevedo (1819-1871), nacido en nuestro país, pero radicado en España desde la infancia. Escribe y publica sus obras en Europa. Algunas se reflejaron en revistas venezolanas. Fue más famoso como duelista, contendor de Pedro Antonio de Alarcón, como amigo de Espronceda o como víctima de una bala perdida en la comuna de París (1871). Publicó en Madrid «El amor de una niña» (1851), después una leyenda novelada: «Dos duelos a dieciocho años de distancia». Las recogió con otros textos como «Un amor de estudiante», «La vuelta del presidiario» y «El castillo de Tancarville», en sus Obras (1863), editadas en París. Sus narraciones compendían lastres y virtudes de la literatura folletinesca, imbuida de reformismo social. Una ausencia total del país fue borrando su nombre -como el de tantos otros de la diáspora intelectual- ante las nuevas promociones de lectores.

Guillermo Michelena (1817-1873), se estrena como narrador con una novela moralizante: Garrastazú, o el hombre bueno perdido por los vicios (1858), a la cual se añade Gullemiro o las pasiones (1864). De ésta, Picón Febres, con la acidez de su juicio, opina que es «farragosa, laberíntica, disertativa en grado sumo, rabiosamente aguda en su desorden pasional, y está escrita en un estilo campanudo y recargado de fuerte y rebosante colorido. Gullemiro es todavía más farragosa que La Regenta del español Leopoldo Alas, que es cuanto puede decirse en su justísimo desdoro»14. Lo irónico está en que la novela de Clarín comienza a revalorarse como una excelente narración de tiempo moroso. Otro tanto debería esperar la obra de Michelena. La expansión disertativa del discurso es permitida por la novela, si encaja en su contexto. Dentro de su opinión adversa, Picón Febres admite que en el trasfondo filosófico «se encontrarán muchas verdades nacidas al calor de la honda meditación de   —27→   aquella clara inteligencia». No olvidemos que el crítico merideño impuso el patrón regionalista como medida infalible para juzgar méritos del cuento y la novela.




ArribaAbajo2.2. Realismo y regionalismo románticos

Las décadas de 1860 a 1880 comienzan a producir, aun dentro del romanticismo, los primeros intentos por ubicar el desarrollo de las acciones narrativas en un ámbito regional venezolano. Los ejes del conflicto siguen respondiendo al patrón idílico-sentimental, pero las descripciones estáticas, el color local del romanticismo matiza la escritura. Muchas obras pecan de truculencia en las historias que narran. Con todo, se ha ido preparando el terreno al nacimiento de lo que se llamaría la novelística nacional, o más justamente regionalista. Esta ha sido materia de amplio debate hasta el siglo XX. Se ha querido buscar la novela venezolana que restringe su temática absolutamente al país. En ello ha habido injusticias, como la de entender por venezolano, de manera excluyente, el espacio rural, las costumbres campesinas, la rudeza dialectal que implantaron despóticamente los escritores costumbristas. Así quedaría fuera de lo venezolano el medio indígena. Y a veces, también lo urbano, o las novelas de espacio histórico donde no hubo largas digresiones de geografía narrativa.

José Ramón Yépez (1822-1881), poeta de fina meditación escéptica en el crepúsculo romántico, vivió y vivenció una realidad concreta: el lago de Maracaibo y su complejo paisaje perdido en una inexplorada península habitada hasta hoy por indígenas goajiros. En 1860 publicó su novela corta Anaida. Tuvo éxito en su momento. Luego fue puesta al margen por la crítica, dogmatizada de regionalismo campesino. Después vino Iguaraya (1868). Ambas imbrican el idilio amoroso dentro de un mundo mítico-legendario, expresado en lenguaje romántico-sentimental; pero ahí está, palpable, un pedazo de territorio en escorzo: la Goajira venezolana.

La tradición reivindicativa del indio, en la novela, sabemos que parte de Atala, de Chateaubriand. Se proyecta en la novela anónima Jicoténcatl (1826), queda afirmada en el romanticismo conmiserativo de Gertrudis Gómez   —28→   de Avellaneda: Sab (1832) y Guatimozín (1846)15. En esa misma línea se enmarcan Anaida e Iguaraya. Yépez, zuliano, marinero avezado en la navegación de su lago nativo, crea sobre un ámbito inmediato y lo transfigura en objeto artístico dentro de su cosmovisión de época: el romanticismo.

Es cierto que Anaida muestra ingenuidades de detalle, como hablar del «dulce yaraví de los goajiros». Sus personajes están saturados de occidentalismo en la acción idílica; no obstante las fallas, es una novela bien armada en su tema amoroso y en el sustrato mítico envolvente. Óscar Sambrano Urdaneta ha puesto de relieve los méritos narrativos de José Ramón Yépez16. En Anaida preexiste la intención de estudio sobre el paisaje, la intención de objetivar ambientes y otros rasgos que habrán de caracterizar la posterior novela de la selva y el indio hasta Gallegos.

Julio Calcaño (1840-1918), comenzó escribiendo ficciones románticas e históricas, ubicadas fuera de la geografía nacional: Blanca de Torrestella (1868) y El rey de Tebas (1872). En esta última fecha publica su cuento «Las lavanderas nocturnas», el primero de una serie de relatos que divulgó en revistas para recogerlos después en Cuentos escogidos (1913). Sus relatos cortos ya tienen vigor de estructura.

Julio Calcaño puede considerarse como el primer narrador que independiza el cuento venezolano de otras expresiones narrativas breves. Si Picón Febres lo escarnece críticamente como novelista y cuestiona muchos de sus cuentos porque no están ceñidos absolutamente a asuntos nacionales, admite, por lo menos, como valioso, a «Letty Sommers»17, por la presencia de indicios regionalistas. En   —29→   cambio Jesús Semprum, menos parcial, valora al escritor, inmediatamente después de su muerte (1918), así:

«La imaginación no era la facultad predominante en de Blanca de Torrestella novela en que se dejó el autor seducir por los procedimientos de la escuela romántica que debían producir el folletín moderno. Pero con todo, la invención de sus obras imaginativas fue siempre ingeniosa y amena. (...)

Idealista fervoroso, don Julio Calcaño vio siempre con recelosa desconfianza aquella escuela fatalista y empírica (el naturalismo), que consideraba al universo como un vasto conjunto extraño al hombre. Así, todos sus cuentos son meros frutos de la imaginación, sin que asome en ellos por ningún lado la manía de aplicar la ciencia a la fantasía. Aún más, prefirió para sus asuntos aquellos en que la inventiva apenas tiene trabas que la refrenen, y gustó de los símbolos abundantes. Allí se encuentran leyendas sobrenaturales; pero no por eso descuidó la nota de color local, que aparece aquí y allá, poniendo matices de vivacidad intensa en el conjunto.»18




ArribaAbajo2.3. Del folletín y la novela histórica al realismo documental

Los años de 1840 en adelante constituyen una especie de «boom» folletinesco en la novela europea. Eugenio Sue, con Los misterios de París, se convierte en la figura estelar del folletín que mezcla lo misterioso con lo histórico. «Las grandes novelas del siglo XIX son antes que nada folletines»19. Por otra parte, Walter Scott y Alejandro Dumas combinan en sus obras -folletinescas también-   —30→   lo documental histórico y la aventura, en una omnisciencia que busca la «novela verdad». Con Walter Scott se inicia el camino hacia la novela total. Es decir, una narración que busca incorporar todos los recursos posibles dentro del texto. Esa concepción adquiere sitio cumbre en las obras de Balzac: «El escritor puede convertirse en un pintor más o menos feliz, paciente y valeroso, de los tipos humanos, narrador de los dramas de la vida íntima, arqueólogo del mobiliario social, nomenclador de las profesiones, registrador del bien y del mal.»20

En Hispanoamérica, y específicamente en Venezuela, estas tendencias no fueron extrañas. La década del 70 indica un viraje de la novela sentimental hacia el realismo. Entre nosotros no se dan escuelas o movimientos literarios puros. Nuestra narrativa es aluvional, sedimentaria. El esquema idílico persiste durante los primeros treinta años del siglo XX en algunas obras. Los novelistas venezolanos, sin embargo, en las tres últimas décadas del siglo XX buscan incorporar nuevos temas.

En 1870, un escritor de obras eruditas, Félix Bigotte21 había publicado El infiernito. Esta novela fue descubierta apenas en nuestros días. Por las informaciones indirectas se sabe que aborda un asunto de trágica frecuencia en la realidad venezolana: la vida en las cárceles políticas22.

La novela histórica -los años de la Guerra Federal concluida en 1863- ocupa a José Ramón Henríquez, en su novela Querer es poder, o la casita blanca (1876). Un pasado más remoto interesó a Francisco Añez Gabaldón en Carlos Paoli (1877), que subtitula «novela de corsarios de cuando la Colonia».

Podrían ponerse reparos a estas obras porque no se ciñen literalmente a la realidad objetiva. No debe olvidarse, a propósito, que el realismo es una modalidad expresiva   —31→   que denota ilusión de realidad, sin ser la realidad misma. El novelista manifiesta en la escritura su verdad de los hechos, selecciona los temas por abstracción del mundo concreto para conformar con ellos la realidad de ficción23.

Las intentonas de novela realista e histórica enumeradas antes, convergen en José María Manrique (1846-1907). Había escrito novelas moralizantes: «La abnegación de una esposa», «Eugenia», «Preocupaciones vencidas». En 1879, Los dos avaros le conceden una resonancia justa. Igual ocurrirá después con sus cuentos, publicados en 1897. Oswaldo Larrazábal ha revalorizado la obra de Manrique. Los dos avaros, a juicio de Larrazábal, sería la primera obra del realismo venezolano. Al igual que lo ocurrido con la novela nacional, recordemos que el realismo es un proceso no asimilable a una sola obra. Aun en las literaturas europeas constituye desarrollo gradual. Su madurez como corriente definida en diversas obras, o contracorriente desprendida por antítesis del romanticismo, pertenece a los años de 1840 en adelante.

La novela de José María Manrique acarreó todavía ciertos lastres folletinescos: el avaro generoso, el héroe oculto, el testigo invisible, las variaciones de identidad por los disfraces del personaje, los reconocimientos, etc.24. Pero es innegable que presenta otras posibilidades expresivas en el relato. Las referencias históricas son, ante todo, parte del desarrollo narrativo. A pesar del esquematismo de los personajes, los diálogos desentonados, las ingenuidades de conflicto, la novela interesa.

Aparte el mérito de rescatar y estudiar la novela de Manrique, Oswaldo Larrazábal formula un juicio de valor que es útil transcribir:

«Gran parte de los aspectos realistas de Los dos avaros está en el hecho de que el autor se vio inducido, por circunstancias personales, quizás, a novelar la vida que   —32→   entonces sucedía en el país, y a retratar de un modo sui generis a la sociedad que vivía aquella época. Manrique conoce ambos elementos y lo que narra es el resultado de la interpretación que él da a los hechos que sirvieron de base a la novela. La experiencia se ha efectuado y el producto es una obra que rebasa los moldes románticos y se proyecta en un nuevo afán de visión diferente. Para la realización de su experiencia el autor se vale de elementos de primera mano, de datos históricos perfectamente comprobados, de personajes que en algún momento cumplieron su ciclo vital dentro del medio que describe la novela. Con todo ello el autor colabora, manejando los materiales hacia un fin determinado, y logra su intención y su contenido.»25

En adelante, el realismo tiende a un mayor afincamiento en lo nacional. La riqueza histórica sigue abordándose con afán y ello redunda en sentido épico. Es el alejamiento de la endemia romántica que todavía persistió en otras obras como Un amor contrariado (1880) de Francisco Añez Gabaldón y hasta en la aproximación naturalista de Genaro (1882) novela de Francisco Pimentel.

Bajo esa tónica se presenta una novela destinada a ser la síntesis y culminación del realismo romántico: Zárate (1882), de Eduardo Blanco (1838-1912). Este autor publicó su primer texto narrativo en 1874: Vanitas vanitatis. El propio Eduardo Blanco, al reeditarlo en 1882 como Vanitas vanitatum junto con El número ciento once, los cataloga cuentos fantásticos, modalidad que tenía cultor exitoso en julio Calcaño primero, y luego en José María Manrique. En 1875, Blanco persiste en la narración fantástica extra-nacional con Una noche en Ferrara o la penitente de los teatinos. Pero es con Zárate donde sus capacidades de narrador se conjugan plenamente. El éxito alcanzado por los cuadros épicos de Venezuela Heroica soslayaron un tanto la valoración y el reconocimiento del novelista y habían regateado a Eduardo Blanco un sitio entre los narradores.

En 1954 Pedro Pablo Barnola acometió el estudio de Zárate para asignarle a su autor el papel de creador de   —33→   la novela venezolana26, contraposición de la tesis decretada por algunos exégetas anteriores, que señalaba a Peonia (1890), de Manuel Vicente Romero García.

Zárate aglutina todos los vicios y aciertos por los cuales había de transitar la posterior narrativa del regionalismo: descripción estática de ambientes como espacio vinculado de las acciones, persistencia del esquema idílico sentimental de los noviazgos románticos, distonías en el habla de los personajes de ficción, interpolaciones conceptuales y reformistas de tono oratorio, magnificación épica del bandido bueno, según los patrones estructurales del folletín: «El héroe de la novela popular, como corresponde a su ascendencia romántica, es casi siempre un solitario segregado del mundo por su nacimiento, por una maldición, por una pasión imposible, por una imposición penitencial que debe llevar hasta sus últimas consecuencias. Esta condición escindida lo pone en conflicto, naturalmente, con el resto de la sociedad o con un sector de ella»27. El prototipo de este héroe proviene de los relatos de Rocambole; «Criminal y justiciero se vinculan en la doble faz de Rocambole, por la rúbrica de la omnipotencia». La contrapartida es el héroe épico, descrito en sombra de leyenda, ausente de la estructura para aumentar su prevalencia narrativa y para oponerlo, en su momento, el heroísmo del bandido bueno, que ataca a los poderosos, ayuda a los oprimidos y se comporta con dignidad en el enfrentamiento con el prócer de leyenda: Páez.

Si Eduardo Blanco no es el creador de la novela venezolana, puesto que ella se gesta a lo largo de una evolución lenta, por lo menos Zárate constituye un hito esencialmente importante en la maduración de una novelística afianzada en la materia telúrica, donde se involucran, además de una pormenorizada geografía, los rasgos folklóricos del hombre y su hábitat regional. Algunos personajes adquieren configuración tipológica y trasvasarán en muchas novelas escritas después, como el caso del Dr. Bustillón, o del pintor Lastenio. Todos estos méritos son destacados hasta en sus pormenores en el excelente trabajo del Padre Barnola.

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Hay un detalle importante en Zárate, que deseamos poner de relieve. Es el hecho de que, en el diálogo sostenido por Horacio Delamar con el pintor Lastenio, en el cap. III, hay implícito un como manifiesto de nacionalismo artístico, una toma de conciencia del arte realista, expresado con vehemente oratoria por el militar frente al artista:

«... -¿Tú no tienes afición a las armas? Combate a tu manera; la cuestión es luchar. Armate del pincel como de una espada toledana y da batallas en el lienzo, que no por ser pintadas carecerán de mérito; hiere sin temor las dificultades de tu arte, arrebata al cielo su vistosa bandera, haz prisioneros los reflejos del Sol, los plateados resplandores de la Luna, e ilumina con ellos los campamentos de tu fantasía; recoge en nuestra flora el hermoso botín que ella ofrece al artista; carga de firme a la pureza; ella es tenaz, sé temerario; derrótala, persíguela, no des cuartel a una sola de sus insinuaciones, pasa a cuchillo todas las congojas y la gloria coronará tu frente con el verde laurel de la victoria. Campo donde esgrimir tus armas no falta, por fortuna. Reproduce nuestra naturaleza llena de fuego y de colores; populariza nuestros héroes, idealiza nuestras batallas, copia nuestras costumbres, glorifícate, en fin, arrojando mi facha a la posteridad, y verás cómo la vida que desprecias pasa, de soportable, a ser amena.»28

Lastenio, el pintor derrotista y afrancesado, prenuncia en sus actitudes a los personajes de la novela artística. Las concepciones de Horacio Delamar, en el mismo capítulo, afirman una reacción contra el sentimentalismo romántico y definen, narrativamente, el siglo XIX, como realista: «Punto final a las eternas jeremiadas, señor mío; vivimos en un siglo en que llorar es una impertinencia; quejarse, una falta de cortesía y ser pobre, el non plus ultra de las abominaciones humanas. Esfuérzate en ser de tu época, no te quedes atrás, porque cuando pretendas alcanzarnos estarás viejo y no podrás correr. El sentimentalismo ha caído en desuetud la antigua poesía pierde terreno, lo real está de moda.»29 Pero esto sucedía en los   —35→   diálogos optimistas de Horacio Delamar. Otra cosa pensaba o expresaba su creador, Eduardo Blanco, quien tampoco logró despojarse finalmente del sentimentalismo lacrimógeno de la novela romántica.





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ArribaAbajo3. Positivismo, naturalismo, novela psicológica

En otro lugar hemos querido constatar el hilo de conexión provocado ideológicamente por el socialismo utópico, entre el romanticismo y el positivismo30. El tema reviste interés especial, cuando lo referimos a Venezuela. Nuestro romanticismo, desde su origen, es literario y social. Toro es romántico sentimental en literatura y socialista utópico por las fuentes que nutrieron su pensamiento. El romanticismo literario europeo estuvo también contagiado de una actitud ideológica de los socialistas utópicos a lo largo de toda la década del 40 en el siglo XIX31.

Romanticismo literario y positivismo llegan a enfrentarse, por la carga de catolicismo intransigente que algunos adictos al primero trataban de oponer a la ideología positivista, difundida en Venezuela desde 186632. La literatura venezolana no escapa a esta fusión y hasta confusión de orientaciones. La Francia posterior a las convulsiones sociales de 1848 ya es determinista, primero con Augusto Comte, luego con sus discípulos Littré y Lafitte, inmediatamente con Claude Bernard cuya Introducción a la Medicina Experimental, de 1865, provoca un vuelco a los conceptos de las ciencias del hombre, estudiado en el contexto biológico. El pensamiento de Darwin vierte nuevos estímulos, no sólo en las ciencias de la naturaleza sino en la concepción de la sociedad sometida a procesos similares de evolución. Hipólito Taine aplica estos   —37→   sistemas de organización científica al conocimiento fisiológico de la obra de arte. Emilio Zola, romántico en la juventud, sigue de cerca, como artista, el pensamiento de Taine y, como médico, las ideas experimentales de Claude Bernard. En 1866 publica un ensayo de Definición de la novela33, aunque la principal de ellas sólo aparece en 1880: La novela experimental. Allí sostiene que... «el novelista está hecho de un observador y de un experimentador. En él, el observador expone los hechos tal como los ha observado, para el punto de partida, establece el terreno sólido sobre el cual van a marchar los personajes y a desarrollarse los fenómenos. Después aparece el experimentador y establece la experiencia, quiero decir que hace mover los personajes en una historia particular para mostrar en ella que la sucesión de los hechos será tal como la exige el determinismo de los fenómenos sometidos a estudio. Esto es casi siempre un experimento para ver, como lo llama Claude Bernard. El novelista parte en busca de una verdad»34.

El surgimiento de la novela-verdad, llega a Venezuela en los años 80, según Picón Febres. Los Rougon-Macquart ingresan simultáneamente, como influjo literario, con las ideas de Comte y de Spencer. Ya en 1877, en el Instituto de Ciencias Sociales, el pensamiento positivista es materia de discusiones encendidas. En todos los campos del conocimiento se procura aplicar las ideas de orden y progreso. El positivismo dotó a los intelectuales venezolanos de un método capaz de operar la gran revisión de nuestra realidad socio-histórica y también literaria. El naturalismo de Zola llegó a ser un correspondiente analógico del método, en la novela: «Bajo el arte un poco escolar de la descripción se encuentra, en efecto, en los grandes novelistas naturalistas el enfrentamiento del hombre y de su destino. Una forma positivista de la tragedia y de lo patético, en donde las fatalidades biológicas e históricas reemplazan a las de la pasión y del pecado o de la mala voluntad de los dioses.» (...) «Solamente a través de la intriga calculada, de los hilos gruesos como cordones, de las repeticiones, las descripciones y el melodrama, se   —38→   siente que Zola está más interesado en informar de la fatalidad que de la sociedad.»35

En la misma medida en que Zola no logra deslastrarse del melodrama romántico-mesiánico, nuestros narradores se mantuvieron apegados fielmente a tales estructuras romántico-idílicas que subyacen en las acciones noveladas. De los rasgos sociales que Zola elige como temas, gustó más entre nosotros la áspera costra de las excrecencias sociales, para un trasplante al contexto venezolano, experimento que no siempre resultó efectivo. En cambio la intención globalizadora y cíclica de los grandes naturalistas, Zola o Galdós, sólo llegó a tener en Venezuela un exponente legítimo donde culmina la hibridación de tendencias regionalistas, criollista, modernista y positivista: Rómulo Gallegos.

El aporte medular del naturalismo está, pues, en la actitud selectiva de una objetividad buscada por los novelistas a través de dos caminos: el de la experimentación de novela verdad (Zola), o el de la observación artística (Flaubert). «Hay que llamar quizá «naturalismo» a una inmensa y cruel visión novelesca que caracterizó universalmente a la segunda mitad del siglo XIX: amplitud del cuadro, soplo casi épico en una historia que permanece puramente humana y sociológica y, sobre todo, ese sentido agudo, biológico, del individuo aplastado por la sociedad o abrumado por la historia, de donde irradian un estoicismo y una latente piedad.»36

La concepción anterior fue válida para la novela europea. En Hispanoamérica, donde no somos excepción los venezolanos, el aplastamiento fatalista del hombre fue instrumentado con un paisaje antropofágico que los narradores manejaron con criterio determinista y que duró hasta la agonía del positivismo en el siglo XX.

Dentro de este marco general aparece la figura de Tomás Michelena (1835-1909). Débora (1884) es su primera y mejor novela. Luego vino Tres gotas de sangre en tres siglos (1890), seguida de Margarita Rubinstein (1891), Un tesoro en Caracas (1891) y La hebrea. Pocos estudios hay sobre su obra. Ratcliff dedica un par de párrafos argumentales a la colección de leyendas históricas:   —39→   Tres gotas de sangre en tres siglos; «(...) Ocho de los nueve capítulos llevan como títulos los nombres de rasgos fisiográficos característicos en la tierra: el lago, la sierra, el río, las llanuras, la selva, los valles, la costa, las colinas. El título del capítulo noveno es «La ciudad».» Luego refiere el contenido temático de sus novelas. Precisa como base el tema del divorcio en Débora y Margarita Rubinstein, la segunda ubicada en Nueva York. Un tesoro en Caracas es evaluada como novela histórica (migración de patriotas a Oriente en 1814) y romántica (idilio Enrique-Luisa)37.

Julio Calcaño estima a Débora como una de las mejores novelas escritas en el siglo XIX venezolano, Picón Febres, en contrario, recrimina a Calcaño por no valorar como superior la obra de Romero García; niega así los méritos a este introductor consciente del método naturalista en la novela venezolana.

El influjo ideológico de Michelena superó las tentativas de la obra; Romero García dice de él: «Fue Michelena uno de los hombres que más influencias ejerció sobre mi generación: en nuestras primeras escaramuzas pensamos con su cerebro, quisimos con su voluntad y odiamos con sus odios. Muchos de los que fuimos sus discípulos tomamos después rumbos opuestos; y, a pesar de las distancias conservamos las huellas de su influjo, como guarda la selva virgen los vestigios del incendio.»38


ArribaAbajo3.1. De la novela psicológica a la narración artística

En 1888 se opera un curioso cambio en el arte de narrar. José Gil Fortoul (1862-1943), positivista por definición, incursiona en la narrativa. Desde 1886 vivía en contacto con los ambientes culturales de Europa (Madrid, París, Leipzig, Liverpool). Leía directamente a los grandes autores en inglés y francés. Su primera novela, Julián   —40→   (1888), fue escrita en Leipzig. Esta obra rompe definitivamente con los esquemas del sentimentalismo romántico y del costumbrismo rural. Su escritura es de novela culta. El sujeto de la acción -Julián Mérida- es un intelectual en busca de afirmación como creador. El discurso narrativo llega a ser novela de la novela, proceso enunciativo del texto literario y sus implicaciones psicológicas.

La novela se abre con un epígrafe de Paul Bourget, quien representa en la Francia de aquel momento la ruptura con la novela de costumbres, para dar paso a la novela de análisis. Continúa la línea de novela psicológica iniciada por Stendhal, otro influjo poderoso en Gil Fortoul. Bourget había publicado sus Ensayos de psicología contemporánea (obra de lectura asidua entre los modernistas de Cosmópolis, y una de sus primeras y mejores novelas: Cruel enigma (1885). La perfección de diseño narrativo había preocupado a Stendhal, tanto como a su continuador, Bourget. El empeño de Gil Fortoul anda por derrotero similar, dentro de la novela venezolana. En los franceses como en el venezolano hay un claro sentido de escritura artística, como reacción inicial frente al naturalismo.

Hay otros detalles de ubicación comparativa. En 1887, un poeta simbolista, narrador mediano, Edouard Dujardin, publica su novela Les lauriers sont coupées. Según su propio autor, ésta sería la primera novela europea donde se utilizaba el recurso del monólogo interior39.

Alberes señala atisbos de monólogo interior, antes que en Dujardin, en la novela de Benjamín Constant y en La cartuja de Parma, de Stendhal. Con estos autores, por supuesto,   —41→   no podía manifestarse aún el monólogo como fluir de la conciencia (stream of consciousness), fenómeno que sería consecuencia literaria del psicoanálisis y de las teorías vitalistas de William Jarnes, Bergson, etc. Por lo demás, fluir psíquico y monólogo interior llevados a la dislocación de la sintaxis, serán procedimientos esporádicos en la novela, hasta un lapso que va de 1922 a 1953. La primera fecha, por Ulises, de Joyce; la segunda, por los desarrollos del nouveau roman40. Sin embargo, en los intentos de Stendhal y Dujardin, ocurre ya algo de importancia: «El novelista se calla; habla el personaje. Consecuentemente, la novela adopta el estilo interior del personaje, en vez de conservar el estilo personal -y paternalista- del novelista. Era una especie de «descolonización» de la novela.»41 En Dujardin todavía el monólogo se produce como un fenómeno externo, eventual, y no como una implicitación del conflicto en el interior de un personaje. Se entabla un contrapunto entre el plano exterior -omnisciente- donde la tercera persona marca el discurso del autor y el monólogo, de primera persona, narrado desde el yo del personaje.

Julián, de Gil Fortoul, escrita y publicada un año después de la novela de Dujardin, es el primer intento de novelista venezolano -y tal vez de lengua española que propone y logra con éxito la introducción del monólogo interior. Julián Mérida implicita sus estados de conciencia, sus conflictos interiores -soportes básicos en la acción de la novela- y lo hace no a través de uno, sino de varios monólogos a través del texto; no como una escritura confesional, de diario íntimo, sino como reflexiones, angustias, sensaciones, proyectos, dilemas psicológicos, sin dirigirlos a un aparente destinatario42. El discurso   —42→   del personaje está bien diferenciado del plano exterior y omnisciente. Julián es, sin duda, una novela revolucionaria en su concepción y en el momento de aparecer, cuando la novela europea apenas si intentaba estos recursos del arte de narrar contemporáneo.

Quiero citar una de las microsecuencias en que se producen monólogos de Julián. Se demostrará así, que sin ser regional, es una gran novela. Julián Mérida transita por una calle madrileña, descrita a medida que el personaje -un intelectual en agraz- se desplaza por ella. Notaremos que el discurso exterior, de tercera persona, marca un copretérito del discurso, pero es presente en la acción; mientras Julián, desde su interioridad, habla para sí, en un plano de futuro, sobre el proyecto de novela que no escribirá. Aún el autor incurre en la ingenuidad de explicarnos: «pensaba». Sin embargo, en otro monólogo, que irá citado como segundo texto, ya elimina las explicaciones y, aunque mantenga el guión de diálogo, el personaje habla consigo mismo sin emitir su discurso hacia un interlocutor, con lo cual el tono es reflexivo y no proyectivo.

1. «Sentía hacia aquella escena poderosa atracción. Huele mal eso -pensaba- pero esa es la vida desnuda, sin ropajes hipócritas... ¡si yo pudiera! Haría un libro palpitante, hermoso, cuajado de tipos reales, de pasiones violentas, de sentimientos verdaderamente conmovedores. Los personales se moverían por sí mismos, hablarían esa lengua pintoresca e intencionada del mercado, se destacarían sobre un fondo de luz meridional; no serían enfermizas creaciones de la fantasía; serían esos mismos que acabo de ver.»

2. «Diez minutos después, ya estaba a inmensa distancia de la plaza de la Cebada (...).

-Así venceré gigantes en las contiendas literarias. Mis versos serán espadas encendidas; mis dramas, batallas; mis novelas, triunfos... Me silbarán la primera   —43→   vez. ¡Qué importa! Contestaré con una sonrisa desdeñosa. (...)43»

Bourget había iniciado el ciclo de novelas del gran mundo. Julián, novela del personaje, alrededor del cual se galvaniza todo el desarrollo, traza un cuadro del grande y pequeño mundo madrileño: las calles y mercados con su gente simple, las pensiones con sus huéspedes pintorescos o el alto nivel de los marqueses (nosotros también los tuvimos en triste abundancia de nostalgias coloniales) con aficiones culturales, en los corrillos y tertulias de Ateneo, o en las fiestas de alcurnia. El tema amoroso está conducido intencionalmente para contraponer la forma sensual de un eros posesivo, al viejo esquema de los idilios ruborosos e idealistas del romanticismo. Julián tiene amantes y ama en la novela, con lenguaje culto, porque es la novela de un intelectual fallido. Pero rompe el tabú del sexo en la narrativa venezolana, con la elegancia de lo que se llamó literatura del decadentismo. En Julián se pronuncia el mundo narrativo que frecuentarán después, con mayor crudeza de lenguaje, Guillermo Meneses y Salvador Garmendia.

Zárate contenía un pequeño manifiesto sobre el estilo realista. Julián lleva también implícito en un diálogo entre el conde de Rada y Julián Mérida, una teoría sobre el estilo artístico vinculado a las famosas teorías psicológicas manifestadas por Bourget.

«El estilo del mismo escritor tiene variadas manifestaciones, variados aspectos como su temperamento. Entre la idea y la palabra, entre la concepción entera y el escrito completo, hay una relación íntima, una afinidad tan profunda como en las combinaciones químicas. La manera de escribir depende, en gran parte, de la manera de pensar y sentir en un momento dado, y el carácter de la frase, del carácter de la idea que traduce.» (Cap. V, p. 50.)

*  *  *

«Que la frase no llegue nunca al paroxismo; que el período termine en curva armoniosa, como las olas en una playa de pendiente suave. Frases fluidas y lucientes; períodos que se muevan y palpiten como el cuerpo desnudo   —44→   de una muchacha virgen después de un beso... Eso prefiero yo en mis autores favoritos. Con lo cual no digo que, después de haber leído una novela deleitosa de Galdós, o un artículo perfecto de Valera, no me agraden también, como fresquísimas cremas, un cuento regocijado de Armand Silvestre, una historieta de Banville o una página voluptuosa de Catulle Mendes.» (p. 52.)

No es casualidad el hecho de que Gil Fortoul cite autores como Banville, Catulle Mendes y Juan Valera. Ese mismo año de 1888 aparecen Azul, de Rubén Darío, y la famosa carta-prólogo de Juan Valera, que acompañará todas las posteriores ediciones del célebre libro. En Azul, Darío rinde homenaje a Banville y a Mendes. Gil Fortoul estaba, pues, a tono con el momento de renovación que agitaba la literatura hispanoamericana.

En 1887, cuando residía en Inglaterra, Gil Fortoul había escrito otra novela que apareció publicada en 1892. Entre su redacción original y el texto impreso mediaron cinco años, algunos de los cuales pasó el autor en Leipzig, en comercio con la literatura alemana. Sabernos que el Wilhelm Meister de Goethe es uno de los más claros ejemplos de novela de crecimiento y aprendizaje (Bildungsroman), estructurado alrededor del descubrimiento del mundo por un adolescente. Y que en la literatura española, puesto al lado el ejemplo de aprendizaje picaresco, a modo del Lazarillo, con Galdós volvemos a encontrar el modelo de novela de aprendizaje del adolescente en Trafalgar (1873), con su desarrollo posterior del personaje Gabriel Araceli.

La primera novela escrita por Gil Fortoul, ¿Idilio? tiene como sujeto de sus acciones a Enrique Aracil. Las analogías fónicas con Araceli son claras. La de Gil Fortoul es igualmente una novela de aprendizaje y crecimiento. El primer ejemplo, tal vez, de Bildungsroman en la novela venezolana. La puesta del título entre interrogaciones se explica. Existe la pareja idílica de un amor juvenil: Enrique-Isabel. Ese amor tiene todos los rubores del esquema idílico; lenguaje sentimental besos en la mejilla, «lenguaje de las flores « (tan reiterativo en María, de Isaacs) para edificar el código de los afectos. Asimismo podría pensarse que ¿Idilio? es una novela regional, por el hecho de que su acción está ubicada en   —45→   Baroa, pueblo imaginario de Los Andes venezolanos, donde no faltan los clásicos personajes de las tragedias costumbristas: el cura, el jefe civil, el boticario, el maestro de escuela. Pero la estructura de las acciones va muy lejos de estas apariencias de novela idílica o costumbrista. Cura y maestro de escuela portan la dicotomía de relaciones opuestas entre religión y ciencia, lo mismo que el idilio entre Enrique e Isabel está invadido por el conflicto ciencia-religión. Enrique busca la verdad en las lecturas autodidácticas que lo conducen al conocimiento positivista del mundo; Isabel está adherida a la tradición de un aprendizaje católico, rayano casi en el misticismo temeroso y saturado de supersticiones. Baroa es el simple marco externo. Tal vez las dos fallas más abultadas de la novela sean la precocidad intelectual de Enrique, todavía niño de escuela y ya en contacto con disciplinas científicas más propias del adolescente en camino a la madurez; esto podría golpear un tanto la verosimilitud de los desarrollos; lo segundo es la muerte trágica algo efectista -si no truculenta- de Isabel, fulminada por un rayo.

En 1895 aparece la tercera y última novela de Gil Fortoul: Pasiones. Fue escrita en París, ubicada en Caracas. Enlaza cíclicamente con las dos novelas anteriores, por una referencia incidental a la muerte de Julián Mérida, y porque en ella continúa el crecimiento de Enrique Aracil, convertido ahora en universitario, escritor dilettante, sujeto esencial de las acciones. En la configuración de temperamentos hay numerosas identidades entre Enrique Aracil y Julián Mérida. Los monólogos interiores reaparecen con abundancia y mayor fluidez. Sin embargo, Pasiones resulta lo más débil en la narrativa de Gil Fortoul. Los fatigosos discursos positivistas y reformistas de Aracil y sus compañeros de la Sociedad de Amigos de la Ciencia, corroen el ritmo del relato y resquebrajan la estructura. Los aciertos existen, sin duda. Ubicada en Caracas, por los tiempos de Guzmán Blanco, tiende a ser novela de análisis e interpretación sociológica y no simple relato psicológico de un temperamento a lo Bourget. Novela culta, ironiza el medio del dilettantismo intelectual que impregnaba la Caracas pre-modernista con un mundanismo pacato y epidérmico.

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Todas estas consideraciones permiten afirmar que José Gil Fortoul es el primer novelista venezolano en quien se logra una quiebra efectiva de relaciones con la narrativa del regionalismo romántico y el naturalismo de superficie. Sus novelas marcan rumbo franco a innovaciones técnicas, a modalidades avanzadas que habrán de proliferar en pleno siglo XX, agotada la tiranía «criollista» donde se sumergió la narrativa desde finales del siglo XIX hasta la tercera década de nuestro siglo.





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ArribaAbajo4. Naturalismo y regresión romántica. Novela costumbrista

La década de 1890 es crucial en el desarrollo del cuento y la novela regionales. Aparte las leyendas históricas de Tomás Michelena, publicadas en 1890, un año antes, Braulio Fernández deja escrita una autobiografía novelada que editan sus hijos en Píritu. Texto breve, ha sido reimpreso y valorizado recientemente por los hermanos Caupolicán y Lautaro Ovalles, bajo el título ¡Alto esa Patria! Hasta segunda orden. Es un relato de la época de Independencia, narrado en lenguaje coloquial, desde una primera persona que elabora los acontecimientos sin atenerse a ningún género o norma. Esa ruptura de las convenciones literarias, su discurso directo, el soldado y no el General, como sujeto de la hazaña épica referida con candidez insólita, es lo que da encanto a una muestra de lo que el mismo Caupolicán Ovalles ha bautizado como «literatura marginal».

La línea que domina en la narrativa es una regresión romántica, donde prosigue, sin cansancio de los autores pero con desgaste de los recursos, el mismo híbrido del idilio sentimental empotrado en un paisaje edénico, que Jorge Isaacs llevó a culminación hispanoamericana en María (1867). Algunos autores venezolanos mezclan tales ingredientes con ciertas sordideces de hilarante factura naturalista en una especie de cocktail pintoresco de expresión costumbrista. Así ocurre en Desamparada, de Luis Ramón Henríquez, y en Ovejón, de Daniel Muñoz. También 1890 es, fundamentalmente, el año de la novela destinada a producir más discordias y contradicciones en la crítica o la historia literaria. Es el año de Peonía.

Manuel Vicente Romero García (1861-1917) es una de las más tentadoras personalidades para una biografía   —48→   que Pudiera bordear lo fantástico y lo absurdo, en su rango de escritor-General, prototipo en nuestras guerras civiles, duelista que se bate con otro intelectual -Simón Barceló- o manda fusilar a algunos de sus propios oficiales, padece exilios y persecuciones, conspira empeñado siempre en guerras donde termina, como Aureliano Buendía, luchando por la derrota. Deambula por las Antillas y va a concluir los últimos días de existencia en Aracataca, el Macondo literario de García Márquez. Una malhadada hernia inguinal se le estrangula y entonces hubieron de conducirlo de «Macondo» a Santa Marta, en un tren amarillo, para ser recluido en el hospital de las bananeras, donde murió poco después.

Romero García supera a su novela, como héroe de ficción. Ello desmiente un poco la idea de Key Ayala, sobre que «no hay casi barrera entre el escritor y el hombre»44. Romero fue vocacionalmente un escritor devorado por la guerra civil. Key Ayala lo demuestra cuando habla de su obra perdida y dispersa, de su baúl de originales, que no sabemos a dónde fue, por último. Escritor de hermosas acuarelas donde está próximo al ideal criollista de Urbaneja Achelpohl, sólo publicó en libro su «semi-novela» Peonía, aunque dejó parcialmente escritas otras tres.

Peonía aglutina en su desgajada y paradójica organización todos los méritos y errores de inocencia narrativa que proliferaban o despuntaban en los manaderos románticos, realistas y costumbristas. Edoardo Crema en excelente estudio45, ha inventariado los juicios adversos o las exaltaciones épicas formulados alrededor de la novela. Con su método crítico la ha valorizado una vez más.

Para un lector de hoy siguen siendo vicios demasiado voluminosos los de Peonía: altisonancia del discurso más oratorio que narrativo, para realzar los postulados del orden y el progreso positivistas o las monsergas sobre él fatalismo endémico de nuestra violencia; los melodramáticos amores de Carlos y Luisa, nietos hipertrofiados   —49→   de Pablo y Virginia, primos hermanos de Efraín y María. Un mérito incuestionable fue, en cambio, la introducción de un habla popular violenta, despojada de tabúes lingüísticos, directa, aunque manejada novelísticamente con cierta impericia, como la de transcribir alteraciones fónicas de la lengua hablada, en la escritura de una carta.

Peonía fue el primer caso de una novela venezolana erigida en patrón regional, a extremos de convertirla en objeto de una especie de boom costumbrista. Casi no ha habido crítico o historiador literarios que no haya dedicado unos cuantos párrafos a esta novela, para afirmarla o negarla, pero al menos así no padeció la condena al silencio. Peonía fue un poco el mito y el pecado original de la empecinada búsqueda de la novela nacional, como se ha hecho con «el árbol», «la flor», «el pájaro» nacionales, suerte de concursos de belleza destinados a objetos o seres no humanos. Ese empeño es el síntoma de una como nostálgica orfandad literaria, que no admite el conjunto de aportes diseminados en varias obras, sino que se inclina al providencialismo singularizador de un solo texto y un creador único. La crítica más reciente comienza a cambiar de criterio. El influjo de Romero García en la generación de Cosmópolis -revista en la cual colaboró-, específicamente en Urbaneja Achelpohl, ocasionó el intento de conciliar técnicas y escrituras eufónicas con la materia regional; es lo que se bautizó después con el nombre de criollismo. A partir de Peonía la narrativa venezolana se intensifica en cantidad y cualidades. El Modernismo había ingresado plenamente en la literatura nacional. Para esa fecha, 1890, entraba en la madurez. Paralelo al desarrollo del Modernismo -materia del capítulo siguiente- la narrativa se desplaza por otros dos itinerarios: el primero rehecho por los supervivientes románticos, quienes siguen exprimiendo las últimas lágrimas al esquema idílico para regar de tristezas el paisaje descrito en colores locales y atenuar un tanto el manejo, torpe las más de las veces, de un mal asimilado naturalismo. Un segundo grupo trilla el realismo histórico o social para amasar una novela de interpretación sociológica bajo impronta de una doble influencia positivista-naturalista.

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En el grupo romántico se observan algunos cuentos del poeta Eduardo Calcaño: «Sicut vita», entre otros. Y se integra un grupo formado por tres mujeres narradoras: Julia Añez Gabaldón, cuyas Producciones literarias (1892) son editadas como obra póstuma y entre las cuales hay un conjunto de cuentos de relativo interés: El crimen castigado, Las dos huérfanas, La mendiga Lucía, Guillermo, Adela o la joven mal educada, No basta ser rico, Sencilla historia, Aurora y Lucía, Una víctima del juego. Los mismos títulos indican una literatura ejemplarizante. Las otras dos damas cultivarán lo que pudiera llamarse una narrativa de salón. Ambas escribieron bajo el seudónimo cooperativo de Blanca y Margot, que identifica a Ignacia Pachano de Fombona y Margarita A. de Pimentel. La primera publica separadamente en El Cojo Ilustrado sus cuentos Fantasía (fechado en 1884, editado en 1892) y Recuerdos (1893). Las dos redactan relatos folletinescos titulados Para el cielo (1893) y En la playa (1894). En la misma revista aparecen los cuentos Resignación e Idilio alegórico, de José María Manrique.

El segundo grupo, de realistas y naturalistas, recibe el influjo directo de la novela española: Alarcón, Pereda, Leopoldo Alas, Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán. Tendencia que irá afirmándose con los finales de siglo, en ella pueden ubicarse escritores como Rafael Cabrera Malo (1872-1936). Desde 1893 escribía cuentos y novelines bajo el impacto de Zola, para integrar un libro. Odor di femina, aunque en él perviven todavía los rasgos de un romanticismo decadente: Eterna Eva, por ejemplo, es un novelín donde se imita epidérmicamente a Nana, pero el personaje de Cabrera, como la Margarita Gautier y su larga progenie, muere de tisis romántica. Seguirán después sus novelas Mímí (1898) y La Guerra (1906). En el mismo sentido y orientación, Aníbal Dominici (1837-1897) va editando sus novelines moralizantes: La tía Mónica, Juliana la lavandera La viuda del Pescador, Los últimos instantes de Tiberio, etc.

La marca del costumbrismo, tratado con humor y gracia, está presente en la obra de Francisco Tosta García (1852-1921). Su más popular novela, Don Secundino en París, data de 1895. Y Celestino Peraza (1850-1930), con excelentes dotes de narrador a quien no se ha hecho   —51→   justicia crítica, en su novela Los piratas de la sabana (1896), consolida una tradición de regionalismo narrativo.

Ubicado tradicionalmente como articulista de costumbres, territorio donde fue confinado por la crítica, Nicanor Bolet Peraza (1838-1906), difunde un grupo de cuentos excelentes, en revistas de México, Nueva York y Caracas. En 1893, El siglo XIX, de México, publica su relato En defensa propia, mientras El Cojo Ilustrado acoge El misacantano. Bolet manejaba impecablemente la prosa narrativa. Sus cuentos comportan un tono humorístico de gran calidad, alojan a veces la materia regional, pero trascienden completamente el mero artículo costumbrista. Cuentos suyos como El monte azul, Un golpe de suerte, La fuerza del destino, son antológicos, satisfacen al más riguroso criterio. Bolet Peraza está entre los primeros cultores venezolanos del cuento fantástico, Pero los suyos rebasan el molde romántico donde Julio Calcaño vertió los relatos misteriosos que le dieron fama. En Bolet Peraza el cuento se presenta con precisa independencia de otras modalidades narrativas en prosa46. Condensación de las acciones, efectividad del conflicto, poder de síntesis en las secuencias, ésos son los rasgos significativos resaltantes. Metencardiasis, si   —52→   bien participa de la alegoría narrativa para trazar el carácter del profesor, Vart-der-Meulen-Heinsfertalen, en su desarrollo acerca al texto y a su autor, a los precursores de la ciencia-ficción. Claro que el tema no es regionalista. Gira sobre los trasplantes cardíacos, narrados con dejo melancólico en sus implicaciones psicológicas hasta aproximarse a un humor casi negro. Esto, en lo temático. La voluntad de escritura de Bolet Peraza está inscrita ya en las concepciones estéticas del Modernismo, por el trabajo eufónico de la prosa, por la ironía fina dirigida a señalar las sensiblerías narrativas de los románticos.

En un avance más de fondo hacia el realismo de temática social-regional, sea del campo o de la ciudad, hay dos nombres de particular importancia al cerrar el siglo.

Gonzalo Picón Febres (1860-1918). Comenzó narrador en 1893, con Fidelia y ¡Ya es hora! Sus condiciones de orador no están ausentes aún en esas obras. Tal vez nunca lo abandonaron. Pero hay un tono y una prosa de gran fuerza narrativa en él. La violencia de las situaciones lo inducen a moralizar por momentos, como ocurre en Nieve y lodo, (1895). Maduraba, sin embargo, un novelista que, después de Flor (1898), aportaría una de las más originales y sólidas muestras de narración rural: El sargento Felipe (1899). Es su novela. La estructura es sólida dentro de la tendencia de costumbres campesinas. Tiene un trasfondo histórico: el levantamiento de Matías Salazar, en tiempos de Guzmán Blanco. Allí está el soporte del tema sustancial: el reclutamiento del conuquero Felipe Bobadilla, la consecuente tragedia que genera su ausencia del hogar campesino. El triángulo amoroso entre don Julián, el hacendado, Encarnación -1ª hija de Felipe- y Matías el rústico primo de la muchacha, a quien ésta desprecia, mantiene el interés y la tensión hasta el final, muy ligado a la venganza de la honra. En El Sargento Felipe no están ausentes las distonías de lenguaje, especialmente en los diálogos, pero el manejo de un léxico regional se hace con discreta administración, y economía en los parlamentos de los personajes. La omnisciencia del autor y su frecuente intervención censora en la política y la historia de la época, o en la evaluación calificativa de la conducta moral de los personajes, tal vez sea el reparo más de fondo que   —53→   deba formularse, habida cuenta de que fue un vicio común a la mayoría de las novelas del regionalismo hispanoamericano en los siglos XIX y XX. La escritura vivaz, el sarcasmo o la ironía oportunos, el ritmo ágil del relato, las descripciones de ambiente, interpoladas en rasgos dentro de la historia que narra, hacen de El sargento Felipe, una de las mejores novelas rurales de fin de siglo.

Miguel Eduardo Pardo (1867-1905). Había comenzado publicando algunos cuentos y crónicas costumbristas en El Cojo Ilustrado, desde 1892. Integraron después sus libros Al trote (1894) y Volanderas (1895). Pero su fama, negada en forma enfática, proviene de Todo un pueblo, novela publicada en 1899.

La caricatura novelesca venía esbozándose en novelas como Peonía y El sargento Felipe, en ambos casos, aplicada a los pueblos de provincia. Tal vez por eso no ocasionaron el revuelo escandaloso que produjo la novela de Pardo, situada en el corazón, hipertrofiado ya, del país: Caracas, o sea, Villabrava. La tinta oscura, el trazo rudo de aguafuerte, la ira estética, pintan el mural de clases altas o bajas de una aldea con ínfulas de metrópoli. Ciudad y hombre, bajo la lente de Pardo, quedan como materia de una visión desgarrada, teratológica, más allá de las apariencias de un mantuanaje criollo, orgulloso de apellidos seminobles, de sangres seudopuras, de prejuicios aún coloniales. La conciencia histórica del autor se vierte con valor estético. Ya no es la suya, novela discursiva de interpretación sociológica, sino la sociología como trasfondo y asunto que se elabora y perfila obra de arte con furia auténtica47, con profundidad pocas veces alcanzada después en la narrativa venezolana de su tipo.

La crítica no perdonó a Miguel Eduardo Pardo la valentía de autopsiar toda una sociedad. Se dijo que Todo un pueblo era obra de un resentido de clase, producto de un complejo de inferioridad por mestizaje. Pese a tales afirmaciones, fue la primera novela urbana por su materia, escrita con excelente prosa de sátira. La ciudad es   —54→   centro de una novela totalizadora; allí están los clubes de linajudos, los ostentadores de apellidos, los filántropos y sus hijas prejuiciosas, los generales-gendarmes-necesarios de la explosión despótica y represiva, los políticos de oficio, los poetas de acróstico y álbum de señoritas, sumergidos en claroscuro, donde luz y color ya no son paisaje, sino rasgo significativo, ajeno a las sinfonías polícromas del Modernismo al que su autor evadió premeditadamente.

Julián Hidalgo, sujeto de la acción, dice en una conferencia:

«Si en vez de conferenciante fuera yo novelista, sería como Balzac, cruel con la sociedad de su época; como Flaubert, severo con las costumbres de su época; como Tolstoi, pesimista y despiadado con las arbitrariedades de su época; como Zola, censor viril y en cierto modo sublime transformador gigante de su época; y si fuera hombre de acción -francamente, señores- sería inexorable como lo fue aquel hombre a cuya expatriación nunca bien sentida contribuimos los jóvenes con nuestra retórica extrafalaria (sic), con nuestros alborotos y con nuestra demagogia infantil, juzgándonos salvadores de todo un pueblo cuando éramos sencillamente cómplices de un gran crimen.»48

En Julián Hidalgo se localiza la perspectiva omnisciente del narrador-autor, que mira con objetividad documental lo que el novelista narra en una prosa exenta casi de diálogo. La masa de las acciones está cristalizado en un discurso narrativo lleno de sugerencias graves, de elementos simbólicos, de eficacia sostenida hasta el final. La obsesión de novela-verdad es justamente el secreto narrativo de Pardo. Una verdad decantada y escrita con implacable ritmo de martillo. La rebeldía crítica tiene soporte en la historia narrada, con el asesinato impune del padre de Julián Hidalgo. Es absurdo identificar al autor con un resentido sodial que escribe por amargura. La intención ética fluye de las acciones mismas, sin incurrir en la monserga que todavía minaba el relato venezolano, o en la moraleja tácita de muchas novelas posteriores.

La mujer no escapa al grotesco escribir de Pardo. Vista en conjunto es «una enmarañada, deliciosísima selva   —55→   de plumas, sombreros, encajes, cintas e inverosímiles volantes que se destacan en primera fila». Y al acercarse el lente inmisericorde, queda enfocada una de las Tasajo, novia del poeta Florindo Álvarez, «una providencia monstruosa, colosal, abundante de pechos, sobrada de espaldas, rolliza de cintura, con unas caderas tan abultadas y violentas que, vista por detrás, Providencia parecía una de esas poderosas yeguas normandas cuyo trote reposado y lento semeja a veces el pesado andar de una persona». Tal vez la fórmula secreta de este novelista, donde reside el éxito, sea la estructura de un discurso que aprovecha, en diálogos ágiles, la maledicencia y el chisme, para construir su atmósfera implacable49. Este nivel de su discurso narrativo alterna con la inserción de hipérboles cursis, para invertir el orden de la realidad y provocar el grotesco de la novela; el mismo que Rufino Blanco Fombona y José Rafael Pocaterra seguirán perfeccionando.

El idilio romántico es satirizado en las situaciones mismas; abre paso a un tratamiento crudo del amor en las parejas, que a muchos pareció inmoral. Julián Hidalgo, como El sargento Felipe, venga el honor. Mientras Picón Febres soluciona el final con una epopeya de la dignidad vindicada, con clara intención moralizante, Pardo presenta los hechos. Julián Hidalgo mata a don Anselmo Espinoza, amante de su madre, padre de su novia. Esta última se entrega a los brazos del amante, en presencia del padre muerto. El final, más que inmoralidad, denota truculencia y debilita la estructura, del eje afectivo, que no es, afortunadamente, el centro de la narración. La intencionalidad dominante en Pardo fue la de escribir novela   —56→   de interpretación sociológica de todo un pueblo, o siquiera de toda una ciudad. La tragedia erótica viene a ser un elemento alterno de la narración totalizadora. Se justifica como símbolo de una lucha de razas, concebido en obediencia a un determinismo sociológico que vincula aún más la obra con las doctrinas positivistas, como se extendieron y entendieron en Venezuela.

Dijimos que la crítica venezolana fue injusta con la novela de Pardo, salvo excepciones como las de Coll y Zumeta. Alberto Zum Felde, crítico de la novela hispanoamericana, la juzga con mayor objetividad:

«Para llegar en Venezuela a la verdadera novela de ciudad -o, mejor dicho, de la ciudad, la que trata la ciudad como se trata el campo, la que es trasunto de paisajes, caracteres y conflictos propios del medio- es preciso llegar a Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo, ficción que bajo el supuesto nombre de Villabrava, traza un cuadro de tremendo realismo de la vida en Caracas a fines del siglo XIX.

*  *  *

Esta acentuación flagelante y sañuda del rasgo grotesco, ese sadismo del color sombrío, es precisamente lo que le da carácter y fuerza, permitiéndole perfilar algunas de las figuras típicas, que no sólo en su país, sino en muchas partes de América, ha engendrado y sigue engendrando el complejo de factores caracterológicos -telúricos, hereditarios, económicos, etc.- que constituyen su realidad primaria. Así, de falso figurón de alto rango, don Anselmo Espinosa, o el mascarón político, doctor Pérez Linaza, al General Tasajo, jerarca compadrón e ignorante, sayón pronto a la cuartelada y a la dictadura, los tres envueltos por un mundo familiar y social más característico por sus ridiculeces que por sus virtudes, el autor ha dado a la narrativa hispanoamericana una de las más veraces galerías de tipos lamentablemente representativos.

Todo un pueblo no es una calumnia contra Caracas, como lo interpreta la sensibilidad patriótica de alguno de sus contemporáneos, sino un espejo cruel donde pueden mirarse esa y otras ciudades de América, ramas del mismo árbol; una terrible sátira moral de ciertos típicos   —57→   vicios continentales, una amarga lección a aprender y ello dentro de una ficción de muy legítima ejecutoria novelesca.»50



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ArribaAbajo5. Modernismo y criollismo

Desde los ochenta se venía luchando en toda Hispanoamérica por remozar los desgastados patrones de la literatura. Ya vimos los intentos de Gil Fortoul por iniciar la novela artística, el mismo año en que apareció Azul de Darío. Las mismas lecturas de Julián, el personaje de Gil Fortoul, cuyos autores recibieron el homenaje de Darío, junto a nombres como los de Bourget, los hermanos Goncourt, Zola y el conde Tolstoi serán lecturas generacionales frecuentadas por la nueva generación de escritores modernistas. Muchos textos de esos autores europeos fueron traducidos e insertados en La Opinión Nacional51 -diario oficial del guzmancismo y en las dos revistas cimeras del modernismo venezolano: El Cojo Ilustrado y Cosmópolis.

El Cojo Ilustrado fue la revista síntesis de tres generaciones52. Cosmópolis será el breviario de doctrina estética de las nuevas tendencias. Sus tres redactores, Pedro Emilio Coll (1872-1947), Pedro César Dominici (1872-1957) y Luis Manuel Urbaneja Achelpohl (1873-1937) representan posiciones diferentes, como serán los ángulos derivados que internamente constituyen el Modernismo. Se sabe que este movimiento no tuvo uniformidad ciclópea ni quedó definido desde un primer momento53. Pedro César Dominici se perfila «decadente»   —59→   y cosmopolita confeso. Coll es un tolstoiano ecléctico. Urbaneja, el más joven, rompe lanzas por conciliar la materia nacional con las innovaciones técnicas y expresivas del nuevo movimiento. En un Charloteo sostenido por los tres para abrir el primer número, se ven las derivaciones.

Urbaneja, por una parte, declara su inclinación hacia las corrientes universales del naturalismo y el decadentismo. Mas sus euforias universalistas entran en contradicción seguida con su advertencia de que «admite el programa, siempre que vibre en él la nota criolla». De inmediato eleva la voz para lanzar la proclama de lo que será su intento posterior: alcanzar la simbiosis entre modernismo y regionalismo bajo el nombre de criollismo:

«¡Regionalismo! ¡Regionalismo!... ¡Patria! Literatura nacional que brote fecunda del vientre virgen de la patria; vaciada en el molde de la estética moderna, pero con resplandores de sol, del sol del trópico, con la belleza ideal de flor de mayo, la mística blanca, blanca, con perfume de lirios salvajes y de rosetones de montaña, con revolotear de cóndor y cabrilleo de pupilas de hembra americana.»54

Urbaneja ampliará estos conceptos en dos artículos publicados en los últimos números de Cosmópolis: «Sobre literatura nacional» y «Más sobre literatura nacional». Pedro Emilio Coll representa la contrapartida. Se proclama varias veces discípulo de Tolstoi, donde está inspirada su concepción del cosmopolitismo:

«En este periódico, como lo indica su nombre, tendrán acogida todas las escuelas literarias, de todos los países. El cosmopolitismo es una de las formas más hermosas de la civilización pues que ella reconoce que el hombre,   —60→   rompiendo con preocupaciones y prejuicios, reemplaza la idea de Patria por la de Humanidad.»55

La tercera vertiente marcaba aún cierto paso extremo: el decadentismo literario. Se contrapuso a la idea de americanismo, por parte de algunos realistas ortodoxos. La proclama decadente, entre irónica y rebelde, con énfasis puesto en las neurosis creadoras de los «raros», tuvo en Pedro César Dominici un heraldo. En sus textos «Neurofismo» y «Simbolismo decadente» fija su personal visión del arte. En el primero llama a los decadentes «mis amigos». «El misterio es mi espectro, el hastío mi blasfemia.» Los contrasta con clásicos y románticos. Los primeros, gladiadores, representan la fuerza. Los románticos, soñadores, «vienen cantando églogas y llorando idilios». Las acartonadas mentalidades de la Academia, las mismas que se enardecían con los positivistas, no vieron muy claro el panorama de aquella insurrección estética. Decadente se convirtió en sinónimo de enfermo mental, de neurótico irremediable. Dominici enfrenta aquella reacción y dice de ellos que «Tratan de establecer como verdad que en todo el fin del siglo viene una degeneración en la sustancia nerviosa cerebral; de ahí el nombre de decadente con que han bautizado la nueva escuela»56.

La oscilación entre la nueva estética y la tiranía ejercida desde 1890 por el regionalismo narrativo constituyó la base de la polémica y la consecuente ruptura amistosa entre los miembros de Cosmópolis.

En la obra de creación narrativa, Pedro Emilio Coll cultivó el cuento. Había un excelente observador de almas en este artista de la sutileza; no obstante, predominó el pensador-ensayista. Sus relatos, que empezaron teñidos de naturalismo -«Un borracho», «Opoponax»terminaron fincados en la tendencia artística y cosmopolita. Alcanzaron plenitud en «Las divinas personas», valoradas por el crítico alemán Ulrich Leo, como «joya de la prosa modernista venezolana»57. Ya desde su   —61→   segundo libro, El castillo de Elsinor (1901), estaban presentes las notas dominantes de su escritura como cuentista: escepticismo filosófico interpolado en el discurso narrativo, ironía muy sutil, economía expresiva llevada al punto de eludir el melodismo de las narraciones modernistas para acercarse más a la ficción fantástica moderna. Así ocurre en «El diente roto», o en «Opoponax», donde trata las nostalgias alternadas del hispanoamericano hacia su tierra, cuando vive en Europa, o las del Viejo Continente cuando retorna a América. Será una materia reiterada luego en otros narradores de la misma corriente o en recientísimos cuentistas, como Cortázar. En sus cuentos no está ausente la realidad contextual del país, sino que su tratamiento se funde en un discurso simbólico o alegóricos, como un modo de evitar la superficial manera de pintar el «color local» de los giros léxicos populares, o los rasgos externos de los tipos humanos. Así es certera la apreciación de Ulrich Leo, cuando valora a Pedro Emilio Coll, quien se encuentra, «con otros, en el umbral entre dos épocas espirituales americanas, la del internacionalismo todavía no caído en desgracia, y la del nuevo criollismo, que se inicia en Venezuela, como es sabido, hacia 1890, pero que ha tenido que esperar condiciones generales más favorables hasta llegar a su preponderancia actual, apareciendo nuestro autor, de tal manera, entre dos épocas literarias, y participando en ambas»58.

Pedro César Dominici será el desarraigado por convicción. Su narrativa mantiene una constante del hastío y la melancolía finisecular, o se remonta a la materia parnasiana de las «costumbres» de la antigüedad clásica, como rebelión estética enrostrada al costumbrismo rural. Dentro de esa tónica se ubican sus novelas La tristeza voluptuosa (1899), El triunfo del ideal (1901), Dyonisos (1912), El cóndor (1925). En los últimos años reincidió en la narrativa con Evocación (1949), subtitulada «la novela de un amor infeliz», donde un tardío romanticismo nostálgico no pudo hacer nada contra el olvido en que se fueron desplomando, sin remedio, sus obras anteriores.

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Urbaneja Achelpohl fue, entre los tres redactores de Cosmópolis, el más perseverante como narrador. Afincado en sus teorías conciliadoras del modernismo y el regionalismo, publicó primero algunas prosas muy al modo de las Acuarelas escritas por Romero García, a quien admiró y tuvo casi por su maestro. Sus textos narrativos publicados en Cosmópolis, afanados en pintar rasgos del paisaje y del hombre regionales, tienen la inmadurez plástica de los bocetos. Están a veces más próximos al cuadro costumbrista, expresado con escritura polifónica, que del cuento. Pero ya en «Ojo de vaca», puede palparse el complejo de los que serán rasgos persistentes de su cuentística: lentitud rítmica por efectos de un paisaje estático interpolado sin ligarlo a la acción; imbricación de giros populares en un discurso cultista que disgrega al autor omnisciente de los personajes; pervivencia del idilio en el tratamiento erótico de las parejas campesinas, como temerosas de amarse abiertamente: paralelismos analógicos entre elementos de la naturaleza rural -árboles, pájaros y otros animales, flores, etc.-, con los rasgos exteriores de sus tipos humanos, vistos siempre desde fuera, bajo una inexorable omnisciencia mecánica.

Su verdadero triunfo como narrador no arranca de Cosmópolis. Será a través de El Cojo Ilustrado donde su nombre vaya creciendo como gran sacerdote del criollismo. El primer cuento que aparece en esta revista es Botón de algodonero (1896), parte de un libro que proyectaba titular Tierra del sol. Dos años después, obtiene el premio de la «pluma de oro», en certamen de El Cojo Ilustrado, con su cuento Flor de las selvas. Desde entonces no cesará de escribir y publicar relatos cortos, primero. Luego, tres novelas: En este país... (1916), editada originalmente en Buenos Aires, El tuerto Miguel (novelín de 1927), y La casa de las cuatro pencas (1937).

El total de su producción como cuentista, diseminada en Cosmópolis, El Cojo Ilustrada, Cultura Venezolana y otras publicaciones periódicas, fue compilado en dos volúmenes póstumos, bajo el título El criollismo en Venezuela (1944). Allí están incluidas desde sus Acuarelas hasta legítimos cuentos, primero de un indefinido narcisismo decadente, como Filomeno, pasando por los de   —63→   un indeciso naturalismo, hasta la acentuada y repetida explotación de los temas rurales. Pedro Emilio Coll señalaba ya, en 1896, que Urbaneja, «un día, huyéndole a la marea de la moda, que con afeminada forma cubría endebles ideas, fue aproximándose al naturalismo hasta calarse los lentes de Zola a través de los cuales se recibe una visión negra, apocalíptica, del mundo exterior. Ojo de vaca marca el punto culminante de ese período. Leed con atención los cuentos de Urbaneja, leedlos por orden de fechas y observaréis cómo lentamente se iba separando de una estética para caer en otra casi antagónica»59.

Ya dijimos que los cuentos de Urbaneja, anteriores a Ojo de vaca, no lo son propiamente. Apenas bocetos, apuntes, «croquis criollos» como él mismo bautizó algunos. Todos responden, sí, a una formulación teórica de los dos ensayos publicados en Cosmópolis, por 1895, recogidos después en El criollismo en Venezuela. Su voluntad de crear una escuela propia dentro del modernismo, era clara. Empezó negando en buena parte la literatura anterior: «No miremos hacia atrás; escasa es nuestra herencia.» Aunque realmente, si atendemos sólo al tema, ya había escrita una buena cantidad de cuentos y novelas dentro de un perfil regionalista, aliado primero con el romanticismo sentimental y después con el naturalismo. El mérito de Urbaneja Achelpohl estuvo en la dignificación expresiva que imprimió a esa temática criolla, aparte de que fue un narrador de oficio, que no atendió a las tentaciones del poligrafismo intelectual donde naufragaron muchas vocaciones anteriores y posteriores a él. Hizo literatura regional pero sobre todo quiso y se propuso hacer literatura con sentido de arte. Procuró diferenciarse, por igual, de «los que andan estropeando la idea para dar a la forma redondeces mórbidas, fingido nervio a frase muerta y los otros, los que matan el verbo, el color, dando a la carne la triste transparencia de los cirios, imagen de sus almas anémicas.»60. De tales planteamientos, surge su conciencia emancipadora respecto del naturalismo y la fe en una literatura   —64→   nacional, autoctonista. Su segundo ensayo, «Más sobre literatura nacional», es ya un programa de lucha nacionalista en el terreno literario, y aún más, proyecta el programa en función continental, cuando define el objeto del americanismo: «ser la representación sincera de nuestros usos, costumbres, modos de pensar y sentir, sujetos al medio en que crecemos, nos desarrollamos y debemos fructificar»61.

De los programas teóricos surgieron los elementos dominantes de su escritura, ya señalados. Estos van repitiéndose de uno a otro cuento y le imprimen a su obra una monotonía que no logran atenuar las tintas sombrías y el patetismo -a veces efectista- con que remata las acciones. Dejó, no obstante, en el cuento, algunos que pueden tenerse como verdaderas obras maestras por su estructura compacta, que hicieron del autor un innegable modernizador del género. A partir de Flor de las selvas, el cuento premiado en 1898, logró desasirse de un casticismo regionalista muy aprendido de Pereda. Ahí desaparece la altisonancia oratoria de textos anteriores. La expresión figurada de un discurso lírico se ajusta más al ritmo del relato. Todos los recursos del cuentista confluyen después en su más importante novela: ¡En este país...! La rusticidad campesina del marco externo llega a plenitud. La omnisciencia inexorable del novelista se mantiene. El estatismo de los ambientes prevalece. Pero los tipos humanos -protagonizan ahora un conflicto de clase popular en ascenso a través del caudillismo de las montoneras. Temática presente como incidencia accesoria de Todo un pueblo, se perfila como retrato moral en la novela de Urbaneja Achelpohl y trasciende luego a La trepadora, de Rómulo Gallegos. A partir de ¡En este país...! la afirmación tiránica del criollismo se impuso, y continuó en una cohorte de escritores y grupos a través del tiempo.

Entre los que escribieron por los mismos años de esplendor criollista, hay nombres estimables como discípulos de aquel perseverante artista del regionalismo artístico.

De ellos, el más resaltante es quizás Alejandro Fernández García (1879-1939). Comenzó publicando sus primeros cuentos en El Cojo Ilustrado, desde 1897: «El regalo de bodas», «El recuerdo de los besos». Primero asumió la   —65→   estética musical del modernismo, en el libro Oro de alquimia (1900). Dos años después, se consagró al obtener el premio en el segundo certamen de El Cojo Ilustrado, por su cuento. «La bandera» (1902). Se afirmó en el criollismo con Bucares en flor (1921) y mantuvo activa su vocación de narrador hasta 1935, cuando publicó El relicario.

La vertiente cosmopolita y predominantemente artística, promovida por Dominici y seguida inicialmente por Pedro Emilio Coll, debía dar a la narrativa venezolana del modernismo el nombre mayor, uno de los más altos de la novela modernista hispanoamericana:

Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927). Fue sin duda la personalidad más combatida y sorprendente del modernismo venezolano. Aún hoy, su obra produce juicios encontrados. Hay quien juzga su escritura artística como «palabra estéril»62. Pero también el mismo año en que se emitía el juicio anterior, otro crítico hispanoamericano consideraba a Díaz Rodríguez como legítimo precursor del más moderno arte de narrar en el Continente63.

Su obra narrativa inicial aparece en volumen, el mismo año en que obtenía reconocimiento de la Academia Venezolana de la Lengua, por su libro Sensaciones de viaje (1896). El primer libro de cuentos se tituló Confidencias de psiquis. La nota pesimista, «decadente», que acompañará la silueta del gran artista, está definida desde ese instante. Su concepción estética del relato, morosa y penetrante en la psicología de sus criaturas, también. Son los suyos cuentos de ritmo lento, de prosa muy ajustada a una materia que ya no importa si es o no regional. Tuvo una visión ecuménica del mundo y a ella responde su literatura. A partir de ese primer libro de cuentos, Díaz Rodríguez hubo de proyectarse como un legítimo renovador de las técnicas del cuento venezolano. Lo mismo utiliza la forma de expresión epistolar que la narración directa de primera persona, o la omnisciencia del autor   —66→   como sujeto del discurso. Pero ya exhibe un interés por liberar a los personajes de la tiranía omnímoda del escritor. Lo que Gil Fortoul había hecho para introducir la narración psicológica en nuestra literatura, queda reafirmado en Díaz Rodríguez, tanto en los cuentos como en las novelas.

Confidencias de psiquis muestra en su conjunto una multiplicidad de puntos de vista. El autor tiene conciencia de los tonos narrativos en el relato. Su prosa se ajusta al temperamento de los tipos. El tono de intimidad morosa del relato psicológico predomina y anuncia al novelista, a tiempo que justifica el título del libro: Confidencias. Lo erótico llevado a diferentes escalas interiores predomina en la temática. Hay un rasgo trascendente en esos primeros cuentos, que Pedro Emilio Coll supo entrever y enunciar: «Los personajes del reciente libro de Díaz Rodríguez son modernos por la facultad cruel que tienen de analizarse a sí propios, pero ponen en la pasión un ímpetu, un ardor de seres menos escépticos y escrupulosos que la mayoría de los hijos del siglo.»64

A los dos años de este primer volumen de cuentos, El Cojo Ilustrado publica los Cuentos de color, que adquieren forma de libro en 1899. La prosa modernista alcanza ahora tonalidades musicales extraordinarias. El refinamiento de la sensibilidad y el juego de la imaginación, notas dominantes como características del movimiento van reiterándose de uno a otro relato. La fantasía y la voluptuosidad son constantes en los nueve cuentos. A las innovaciones técnicas y la penetración psicológica del primer libro, sucede ahora una preocupación por la plástica, al modo de los grandes pintores renacentistas. Pintar con la palabra es la intención marcada. Por eso son cuentos de color. Los señalamientos de exotismo con que fueron criticados para negarlos, respondían una vez más al juicio restringido a la temática, sin reparar en las características de una obra de arte, que procuraba serlo por sobre cualquier otra consideración. Al ritmo lento de las Confidencias, corresponde una escritura sinfónica en los Cuentos de color. Al estudio del alma del primero, se opone   —67→   un afán por encontrar la textura justa de los conjuntos, una armonía del matiz, un simbolismo cromático de las acciones, sugeridas más que desarrolladas. Al choque conflictivo de los caracteres le corresponde ahora una posibilidad de solución poética en las acciones. Hay, sin embargo, un cuento en el libro, donde se anuncia con claridad el dilema del hombre en pugna por alcanzar refinamiento de artista mediante una batalla contra la vulgaridad de sus mismas fuerzas instintivas o contra las adversidades de un medio nada propicio a tales objetivos de «artepurismo». Es el cuento «Rojo pálido». Tal vez sea ya el anuncio germinal de actitudes y concepciones convergentes luego en el novelista de Ídolos rotos (1901).

La primera novela de Díaz Rodríguez es el comienzo de la plenitud, por la grave hondura con que moldea el alma desgarrada del artista Alberto Soria, empeñado en imponerse sobre un medio voraz y asfixiante de una época venezolana, convertida por Díaz Rodríguez en símbolo, doliente, parecido al de «El sátiro sordo» de Darío. La técnica narrativa es la de una novela donde los tiempos del relato son manejados con maestría sorprendente por su modernidad. El paisaje, más que la transcripción -polícroma o no- de una geografía inerte, es el trasunto de una memoria ordenadora y evocativa. La derrota de Alberto Soria por las fuerzas de una barbarie social, son un reverso de la naturaleza antropofágica tan típica de los narradores regionales. La crítica, sin embargo, identificó al refinado artista de la novela, con su autor. Le encaró así, una actitud pusilánime al novelista que, sólo años después, actuaría con debilidad frente a la dictadura de Juan Vicente Gómez, cuando ya toda su obra máxima estaba escrita.

Sangre patricia (1902), consagra a Díaz Rodríguez como el novelista por antonomasia del Modernismo hispanoamericano. Fernando Alegría la considera obra maestra del autor, «una de las primeras novelas poemáticas de Hispanoamérica en que el mundo de la subconsciencia reemplaza la imaginería exotista del Modernismo. En ella Díaz Rodríguez es un precursor del surrealismo y de la novela de interpretación psicológica e intención poética que representan, más tarde, autores como Ricardo Güiraldes en Xaimaca, Torres Bodet, en Margarita de niebla y Barrios en El niño que enloqueció de amor.

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A la luz del poderoso desarrollo que ha alcanzado en nuestra época la novela esteticista, la reputación de Díaz Rodríguez crece considerablemente. Sangre patricia, redescubierta por la crítica, tendrá que ser redescubierta también por las nuevas generaciones de novelistas que aprenderán en ella una lección de alto oficio literario»65.

Después de esta segunda novela, Díaz Rodríguez sufre el abatimiento de una crítica adversa. Calla un largo tiempo. La política lo absorbe y su condición de funcionario durante la dictadura de Gómez, lo inmola. Aislado a ratos en su hacienda de Altamira, en los valles de Caracas, trabajó una tercera y última novela y un grupo de cuentos. El criollismo había impuesto sus postulados. Insurgía el realismo moderno. El gran artista de la narración polícroma y psicológica, hizo concesiones al gusto y a la época. Las generaciones templadas a la luz de otras modalidades narrativas, post-modernistas, habían trabajado ya, con éxito y calidad enormes, la materia nacional. Peregrina o el pozo encantado (1920), quiso responder a las nuevas exigencias. Su autor la subtituló, significativamente, «novela de rústicos del valle de Caracas». Fue editada el mismo año en que aparecía la segunda edición, corregida, de En este país y en el que Gallegos publicaba su primera novela: El último Solar, a tiempo que Enrique Bernardo Núñez entregaba su primera narración de temática histórica, pero de premonitoria capacidad innovadora: Después de Ayacucho. Pocaterra había publicado algunos de sus Cuentos grotescos en Cultura Venezolana y otras revistas. Los aires de la vanguardia comenzaban a sacudir la ronda pintoresca del regionalismo saturador del ambiente literario. Era, pues, demasiado tarde para un retorno a la literatura «artística», aunque ella estuviese maquillada con musicalidades y colores locales.

Como apéndice a la primera edición de Peregrina, su autor insertó un grupo de tres cuentos: «Las ovejas y las rosas del Padre Serafín», «Égloga de verano» y «Música bárbara». De ellos, el tercero, había aparecido en la Revista Moderna de México, en 1903. Pertenecía, pues, a la época máxima de plenitud en su autor. Este cuento muestra particular interés. Es, en su cuentística, lo que Sangre patricia en la novela: una pequeña obra, magistralmente   —69→   construida. Marcaba ya, entonces, el retorno a la materia nacional. Pero no en la epopeya pintoresca de la geografía, porque ésta resulta un paisaje interior, visto por los ojos recónditos de un ciego, y es, así, esencia de formas naturales, como el ambiente evocativo que entremira Alberto Soria en su regresión psicológica a la infancia. El conflicto de «Música bárbara» ocurre más en la interioridad del personaje, contrastado con la ruindad material de su miseria externa, de mendicante; es un contrapunto entre las vivencias -riqueza espiritual- de una época próspera en la Maiquetía rural de carreteros, y el desfallecimiento físico del pueblo, sometido a un falso progreso de riqueza dependiente. Las relaciones opositivas se producen «como si confusamente percibiera un mismo destino pesando sobre él y sobre el pueblo de su amor»; la carencia física de vista en el ciego forma un sintagma con la ceguera de un pueblo que cierra los ojos o no ve su ruina y la precipitación al abismo mediante la prosperidad adventicia de un país saqueado por empresas extranjeras. El desarrollo es, pues, de hondo simbolismo. Su trascendencia, una profecía de gran modernidad, más allá de los objetos incidentalmente seleccionados para portar el mensaje. En igual forma, la infancia del ciego, arquetipo de su pueblo, edad opulenta en travesuras y recuerdos, está asociada por analogía con la prosperidad de la casa de su padrino, dueño de tierras fértiles; y la ruina de éste, con la apertura del ferrocarril inglés, que expresa el viaje externo hacia la ruina, paralelo al desplazamiento interior del personaje hacia atrás, hacia el recuerdo. Ambos niveles confluyen en el discurso criollista de los diálogos sostenidos por el ciego y los sobrevivientes del padrino rico. El ciego ve y execra la falsa civilización que arruinó a Maiquetía por el desaguadero de la vía férrea, que se lleva las viejas onzas de oro hacia la Europa de los «musiues». Sus interlocutores, videntes físicos, son ciegos ante la ruina y se deslumbran con aquella manifestación del progreso vial. En el análisis simple de Benito, ciego de mentalidad ingenua, está reflejado el derrotero moral y económico de un tránsito entre el país rural y el falso crecimiento del progreso adventicio.

Aquel cuento de Díaz Rodríguez, escrito y publicado en la Revista Mexicana durante el auge de nacionalismo   —70→   político, cuando Cipriano Castro enfrentaba las cobranzas usureras de países extranjeros, pasó, no obstante, inadvertido. A Díaz Rodríguez se le había colocado el cartelito de clasificación como escritor exotista, indiferente a los males del país, artepurista, etc. Benito, el carretero ciego, rebelde e indignado contra la compañía inglesa de ferrocarriles, síntoma de época, fue burla de todos los arrieros; al final se pierde en un hondo y patético símbolo, se despeña por un abismo que lo torna masa amorfa. Su simbología no fue entendida entonces. Pero ahí está viva la denuncia escrita con dignidad de artista por Manuel Díaz Rodríguez, el primer narrador venezolano que en su tiempo adquirió renombre y proyección continentales, como el novelista por antonomasia del Modernismo66.

Pese a las detracciones, algo provincianas, de románticos a destiempo o de regionalistas a ultranza, el estilo de Díaz Rodríguez llegó a formar escuela en nuestra literatura narrativa. Muchos lo imitaron. Algunos lograron éxitos momentáneos. Luego cayeron, casi todos, en el olvido. Otros, fueron relegados en forma injusta porque no generaron escándalos, bien porque su modernismo abordó materias históricas, o en todo caso, asuntos no regionales. Vale destacar algunos de estos autores, como mención, ahora, valorables en una historia de la novela y el cuento. Así, Rafael Sylva, tan próximo a la cuentística de Nájera, Darío o Díaz Rodríguez, por sus Cuentos de cristal (1901); Antonio M. Linares, epígono de Pedro César Dominici, en Poliantea (1902); Rafael Arévalo González, (1866-1935), más recordado por su valiente combate contra las dictaduras de Castro y Gómez, que por su prosa de sonoridad modernista o de pesimismo político panfletario en novelas como ¡Maldita juventud! (1904); Francisco Betancourt Figueredo (1866-1915), autor del volumen Cuentos míos (1905) y de la novela Guillermo   —71→   (1894), esta última considerada por Picón Febres como superior a Peonía; Pedro Miguel Queremel, quien publica en 1912 un «Cuento negro» y «Psiquis femenina», sobre los cuales obvian comentarios de filiación. Finalmente, Carlos Paz García (1884-1931), cuyo volumen La daga de oro (1919), es muestra decorosa, aunque tardía, de una escritura modernista que para esa fecha se había desgastado casi hasta la extinción.



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