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ArribaAbajo6. Del Modernismo al realismo social

Por lo dicho a propósito del ensayo modernista, en otro trabajo de esta misma obra, recordemos nada más que tal generación de escritores convivió al lado de supervivientes románticos y de pensadores positivistas. Ellos y los últimos, constituyeron el núcleo de mando que rodeó la dictadura de Juan Vicente Gómez. Su comportamiento político acentuó más la crítica frontal contra las concepciones estéticas sustentadas en teoría y en obra de creación por sus integrantes. Entre los nombres ubicados generacionalmente al lado de los modernistas destaca, por desemejanza, uno destinado a ser el pionero de una antítesis: el realismo.

Rufino Blanco Fombona (1874-1944). Polígrafo, la dispersión de su obra le proyectó en muchos campos. Fue una de las más influyentes figuras continentales de su tiempo. Esa misma dispersión lo privó de consolidar una obra maestra. En el cuento y la novela aportó valiosos títulos. Su iniciación arranca de pequeñas estampas muy al gusto del decadentismo; por ejemplo, su página «De blanco», publicada en Cosmópolis (1894).

Cuentos de poeta (1900), su primer libro en el género, mostraba claras orientaciones de un naturalismo violento en los conflictos, de un modernismo cantarino en el discurso. Después negó casi todo el contenido, aunque salvó algunos cuentos para reinsertarlos en Cuentos americanos (1904). El adjetivo incinerante, la prosa llena de expresiones despectivas, el tratamiento rabioso de algunos personajes, todavía mostraban al romántico solapado que hubo siempre en este paradójico intelectual. La materia venezolana de algunos cuentos, tratada con crudo lenguaje, en acciones de un efectismo áspero y a veces grotesco,   —73→   anunciaban en él a un seguidor cercano de la trayectoria emprendida por Miguel Eduardo Pardo, el de Todo un pueblo. Muchos de sus personajes están más próximos a la caricatura que al tipo de la narración artística de los modernistas. Su humor es negro y más vecino de la sátira o el sarcasmo ácidos que de la fina ironía manejada por Coll o Dominici.

Todo ese mundo arduo fluirá en prosa muy ágil en su primera novela: El hombre de hierro (1907).

Esta obra, como la de Pardo, tiene por centro a Caracas. El éxito, al aparecer el libro, fue rotundo. A diferencia del de Pardo, el libro de Blanco Fombona concentra la intencionalidad del autor en la sátira despiadada a una burguesía mercantil en ascenso. Ya la novela mural de interpretación sociológica, de Pardo, está ausente en Blanco Fombona. El panfletista político domina a ratos la historia. Pero los trazos vigorosos, los diálogos, las técnicas de cambios de tiempo y de plano narrativo hacia el interior de algunos personajes -Crispín Luz monologa con soltura- el predominio claro de la acción narrativa directa, la expresión escueta, han alcanzado madurez suficiente para tener a El hombre de hierro como la novela donde se afianza el proceso de un «realismo burgués», como lo llamaría Lukacs. Los tipos humanos como Perrín y sus hijas -Perrín & Cía- o Crispín y Ramón Luz, penetran en la narración venezolana para prolongarse en homólogos de ficción a través de las obras de José Rafael Pocaterra y Rómulo Gallegos, entre otros. El mesianismo oratorio, palpable aún en Pardo, o el análisis sugerido por las situaciones amorosas, han desaparecido. Ahora la novela presenta situaciones con toda crudeza, captadas más a fondo, incluso en las caricaturas de personajes como la señora Linares, parienta fisonómica de la Tasajo de Pardo.

Blanco Fombona persistirá en el cultivo de novelas y cuentos por varios años más, pero sus otros libros, El hombre de oro (1914), La mitra en la mano (1927), La bella y la fiera (1931), no hacen más que reiterar el acierto feliz de su primera novela para regresar, en el cuento, a ciertos dejos de romanticismo disimulado en crudos trazos naturalistas, como ocurre con Dramas mínimos y Tragedias grotescas (1928). La síntesis de logros de la novela psicológica y social, con puertas de escape al criollismo, que se enunciaban en El hombre de hierro, llegarán pronto   —74→   a una cumbre indisputable, con otro narrador en cuyas novelas, y en especial, en cuyos cuentos, el realismo alcanzará superioridad artística no igualada después.

José Rafael Pocaterra (1890-1955). La importancia de su nombre en la historia de nuestra narrativa es excepcional, por sus obras mismas, y por la tarea de divulgación que llevaría a cabo en 1922, con su revista por entregas La lectura semanal.

Luchador infatigable contra las dictaduras de Castro y Gómez, se inicia en la narrativa con la novela Política feminista (1913), reimpresa después con el título de El doctor Bebé. Es, por su ámbito, novela urbana, pero el eje ya no es Caracas, sino la Valencia de la dictadura de Cipriano Castro.

Si Pardo englobó todos los sectores sociales en la novela, y Blanco Fombona descargó sus tintas ácidas sobre la burguesía de la capital, Pocaterra ceba su demoledor arte narrativo, como un virtuoso de la sátira y del grotesco, en la clase media provinciana, con sus burócratas y sus solteronas, con su moral gazmoña y sus prejuicios endémicos, con sus políticos aduladores y cucañistas. El magisterio de Blanco Fombona es claro. Cuando este gran divulgador de la literatura hispanoamericana lanza la segunda edición de la novela, El doctor Bebé, en 1917, el volumen se abre con una carta de Pocaterra, donde reconoce: «El hombre de hierro fue para mí una revelación; yo caí en ese camino de Damasco desde el asno cansino, campanilleador y pueblerino, en que venía... La lectura de ese libro me hizo romper cuartillas y hacer trizas la papelería ridícula de los veinte años, con la atenuante de que no publiqué jamás nada de aquello; sentía ese pudor instintivo de los seres deformes para desnudarse ante los demás.»67

El rechazo de la novela artística, iniciado por Blanco Fombona desde la entraña del modernismo, llega con Pocaterra a un estado de incandescencia. Él arremete contra   —75→   «el literaturismo agudo de prosas preciosas». Para el momento en que publica su novela inicial, 1913, la literatura narrativa había dejado de ser un divertimiento para convertirse en un arma apta a sacudir conciencias. Baroja había reaccionado en la novela española contra los preciosismos de Gabriel Miró y Valle Inclán, el de las Sonatas. Los grandes maestros del realismo ruso, Andreiev, Tolstoi, Chejov, Gorki, habían comenzado a difundirse desde España, a través de la Colección Universal de Espasa Calpe. Su impronta debía ser ejercida en los narradores de una promoción que nacía cuando el modernismo estaba en auge. A ella pertenece Pocaterra. Si sus lecturas juveniles estuvieron más cerca de Emilia Pardo Bazán (Los pazos de Ulloa), o de Zola, Maupassant y Eça de Queiroz, la vocación del narrador que entraba con pie firme desde la primera obra, llevaba dentro la rebeldía original de Baroja y la conciencia difundida por América, con la Revolución Mexicana desde 1910. La voluntad de reacción contra el modernismo abarca, en Pocaterra, también las modalidades artificiosas de lo nacional puestas en vigencia por el criollismo. En 1927, cuando murió Manuel Díaz Rodríguez, desde Nueva York, le dedica una de sus Cartas hiperbóreas, «In memoriam». En ella apunta rasgos reiterados que ya había expuesto en su carta «A un amigo», especie de pórtico inserto en El doctor Bebé. En esta última referencia, dice:

«Yo no aspiro a ser criollista del Distrito Federal ni a formar atmósferas criollas a fuerza de terminologías populares o de «floraciones rojas de cafeto»; no, señor: cuando yo me puse a escribir este libro, ¡qué lejos estaban de mí los «herméticos» de Las Gradillas y las bibliografías de la camaradería letrada! Mis personajes piensan en venezolano, hablan en venezolano, obran en venezolano, y como tengo la desgracia de no ser nieto de Barbey d'Aurevilly o hijo del Cisne lascivo, es justo que se me considere, y lo deseo en extremo, fuera de la literatura.»68

Más adelante añadirá que se ha propuesto, no retratar personajes, sino fijar tipos. Con su rebelión expresiva, más literal que literaria, el réquiem al modernismo se iba fortaleciendo, pese a que hubo labradores tardíos, al igual que ocurriera con el romanticismo. Díaz Rodríguez es   —76→   para él un modelo a no seguir nunca, ni por él, ni por los realistas de su generación:

«Dejó una pequeña «escuela» ya que él estuvo afiliado por modo notable a la de la escritura artística. Ninguno de sus imitadores -que apenas si se atreven a llamarse seguidores- llegan a igualarle. Y ya no será superado en su línea porque estas nuevas generaciones ignoran de un modo preconcebido y firme las orfebrerías, la literatura pitiminí, los cuadritos de cafetal, flores de bucare y églogas avileñas. Todo eso pasó y se ha hundido en el largo crepúsculo mental de dos dictaduras andinas.

Ya el arte por el arte no es un credo, ni siquiera el ritmo postulado de las juventudes aisladas en pequeños medios a base de pequeñas lecturas.»69

Su posición estética, pues, estaba ligada a la actitud política de lucha contra las dictaduras de Castro y Gómez. Su enfrentamiento al modernismo era, al mismo tiempo, escarnio a los «artistas» que lo rodearon. Ahí la raíz de su marginalismo literario, su actitud de novelista que fija retratos con nombre y apellido. En esa manera de entender la escritura reside la fundamentación ideológica de una prosa escueta, anti-literaria. Pero la calidad de su realismo, la clara elección de una temática real, que él deforma en la sátira y la caricatura para fustigar, fue también un acto creador que lo puso, no al margen, sino dentro, y muy en alto, de la literatura de su momento. A su primera novela siguieron Vidas oscuras (1916) y Tierra del sol amada (1918) para concluir su aporte al género, ya en edición tardía, con una novela escrita muchos años antes: La casa de los Abila (1946).

Vidas oscuras, fue tal vez la mejor novela de Pocaterra. El sentido de lo grotesco llega ahora a bordear lo magistral. Alcanza flexibilidad y dramatismo que faltaban todavía en El doctor Bebé, novela aún vacilante en su estructura. Aquella especie de alergia urticante que le producía la utilización de giros criollistas en la obra de juventud, ya no le preocupa.

Pocaterra abrió serios caminos a la novela-documento, al cuasi-reportaje, tan de costumbre por los años 30. Su materia urbana ya no incurre en los obligados pequeños   —77→   himnos descriptivos, que Blanco-Fombona aún conservaba en las suyas, aunque discretamente. En conjunto, José Rafael Pocaterra intentó y logró abarcar los contextos urbanos de las ciudades más importantes del país: Caracas, Maracaibo, Valencia, y -como apunta Ramón Díaz Sánchez- «ha realizado sus síntesis contemporáneas en la rápida y un tanto desordenada acción de sus novelas urbanas»70. El mismo crítico estima a Pocaterra como un discípulo de Ega de Queiroz. Sin embargo, el autor de lengua portuguesa estaba aún limitado por cierto humor dilettante, por una contención irónica en sus relatos. En el valenciano de ruda prosa hay un desbordamiento caudal de literatura escrita con furia insurgente, donde se repara muy poco en la concepción artística del texto. No fue sin embargo la novelística lo que dio fama y proyectó el nombre de Pocaterra a niveles cimeros en la narrativa. Fueron sus Cuentos grotescos (1922), donde la rapidez del cuadro -que dejaba sin desarrollo en sus novelas- se convirtió en virtud. Sus cuentos son ante todo rigurosa historia, dicha en forma directa, con digresiones mínimas, o sin ellas. La intensidad de los tipos tiene más naturalidad, aun en la caricatura, apenas boceto. Son ante todo personajes en sus cuentos, inventados con obsesiva intención realista, antídoto a esa especie arquetípica de llaneros encobijados, que minaron la literatura del criollismo para adornar un paisaje idílico e inauténtico y conformar en todo la visión falseada de una nación edénica, una sinfonía tropical de geografías. Pocaterra, con toda conciencia, procuró señalar ese modo de arte narrativo mal entendido, producto de un desgaste modernista en el retorno a un americanismo poético. Su anti-literatura debió también derivar en larga hueste de cultores en quienes la crudeza de hombre y tierra magra se fue tallando y manoseando hasta el agotamiento y la pérdida de eficacia combativa.

En un extraordinario prólogo crítico, redactado para la edición completa de sus Cuentos Grotescos, en 1955, denunciaba las inautenticidades, la poca honradez de esa literatura filantrópica y se autodefinía así:

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«Entre aquella gente de Oriente y de Occidente, un poco gárrula, criadero de caudillos y emporio de tristes hazañas de campamento o de encrucijada, lejos de la atolondrada capital, más allá de la mesocracia de las villejas de la zona central, al socaire de las cordilleras que se van desde el valle de Caracas, costa abajo a anudarse en la Pamplona colombiana, el gran silencio de las llanuras... El pastor con su mecha de carne y su potro flaco, la desolación sin caminos, ni voluntad ni esperanza. El Llano. Un aleluya que se convirtió en de profundis. Allí también capté el paisaje y el hombre que tanto éxito ha alcanzado después en el asfalto del Distrito Federal, estilizándose en Joropos o pintándose en grandes murales literarios de tipo simbólico.

*  *  *

(...) En mis cuentos y en mis novelas («Vidas Oscuras», «La casa de los Abila» algún otro trabajo) yo he querido dar otra noción: la real. La que yo vi en luengos años en el corazón de las llanuras, bajo el castigo de las plagas, de las guerrillas salteadoras que acometían, surgidas del Centro o del Oeste, las últimas reses, los últimos caballos, las últimas gallinas, en hatos, potreros y ranchos... De paso quedaban mujerucas encinta y hambre adelante como estrella de Belén, camino de poblados despoblados. Y dale con la literatura patiquinesca de estar forjando lindas novelas y masoquineando la pueril vanidad criolla que remata, en cada pedazo del país en que vivimos, con aquello de: ¡Este heroico y sufrido Estado! Puede haber un arte sin honradez, como una mujer bella sin honestidad.

Esos trozos de ambiente son «el ambiente» de mi literatura. Ni rectifico, ni sacrifico: Narro». (...)71.

Pocaterra se había forjado, pues, en una literatura de sacudida, de violencia presentativa, más próxima de Baroja entre los españoles, o de Gorki, entre los rusos, que de los modernistas y post-modernistas. Eso explica en parte que, durante mucho tiempo, su obra fuera guardada sin negarse -por miedo al demoledor polemista   —79→   que había en él-, pero también sin exaltarse, como un artefacto explosivo de cuidadosa manipulación.

El rumbo emprendido por sus cuentos se proyectará después en la generación del semanario Fantoches, fundado, dirigido y animado por Leoncio Martínez. Este y sus compañeros serán encarnizados defensores de un realismo nacionalista, Leo difiere de Pocaterra en lo último, pues el de Cuentos grotescos entendía el arte como algo que no es propiedad de un país ni de una raza. Pocaterra se mantuvo al margen de grupos y generaciones. Adversó la conversión de realidad en símbolos mesiánicos. Orientó jóvenes, dio la mano a escritores incipientes, pero siempre como un díscolo alquimista de tragedias y desolaciones que hacían pensar en un existencialismo dostoiewskiano, cuando la literatura venezolana iba a perfilarse por otras dimensiones y propósitos. La calidad de su grotesco literario ha sido materia de estudio por parte de críticos recientes72. Falta, sin embargo, la revalorización de conjunto -de su arte narrativo, opuesto, como se ve, a conciencia, de la línea regionalista perfeccionada y llevada a máximo brillo por la generación de La Alborada.



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ArribaAbajo7. La gran síntesis: super-regionalismo. La Alborada

Pocos años antes de que Pocaterra publicara su primera novela, mientras los últimos narradores modernistas se afincaban en las páginas de El Cojo Ilustrado o más tarde en El Nuevo Diario (vocero oficial de la dictadura gomecista), un grupo de narradores más jóvenes comenzaba a despuntar, aún deslumbrado por la simbiosis del criollismo implantado por los cuentos de Urbaneja Achelpohl.

Algunos se quedaron en el terreno meramente artesanal de la orfebrería modernista, imbricada en la materia regional, como una manera de superar los vicios expresivos del costumbrismo romántico. Así sucedió con casos como los de Rafael Bolívar Coronado (1884-1924) o Luis Yépez quien más tarde, con el transcurrir del tiempo, derivó exclusivamente hacia el trabajo de la poesía-; con Pedro Felipe Escalona, autor de La venganza del oro (1913), novela de costumbres regionales. Carlos Elías Villanueva (1880-1938), desde Valencia, quiso escribir la antítesis de Miguel Eduardo Pardo, con su novela Villa Sana (1914). Eran los años en que se imponía una nueva revisión de valores, una salida al estancamiento modernista. Bajo esos síntomas de endemia artística nació la generación o, mejor, grupo, que fundó la revista La Alborada (1909). Lo integraron Rómulo Gallegos, Julio Horacio Rosales, Enrique Soublette, Julio Planchart y Salustio González Rincones. De ellos, tres por lo menos cultivaron con éxito la narrativa. Uno, cercenado en plenitud de vida y creación, Enrique Soublette (1886-1912). Dos, Julio Rosales y Gallegos, universalizaron el cuento y la novela regionales. Planchart fue el crítico. González Rincones, el poeta de aproximación a las literaturas de vanguardia.

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Julio Horacio Rosales (1885-1970). Fue el primero en publicar sus cuentos en El Cojo Ilustrado, desde 1907: «Había adquirido una trampajaula»; le siguieron «Labios crueles» e «Historia de rapaces» (1908), «Viendo pasar las nubes» (1909), «El corredor de caminos» (1910), algunos de los cuales integrarían, con otros textos, los dos volúmenes de su primer libro: Bajo el cielo dorado (1915). Escribió casi exclusivamente cuentos y novelas cortas. Adquirió en los primeros un vigor y una decantación ejemplares. En su primer libro se muestra al escritor en pleno dominio del oficio. Insistió con Caminos muertos (1916), Aires puros (1922), Historia de rapaces y otros cuentos (1945), para llegar hasta el final de sus días en el trabajar silencioso que cerró en Fatum, El mejor rábula (1959) y Cuatro novelas cortas (1964).

El ansia de fama intelectual tuvo para la gente de La Alborada, un ejemplo a seguir: El Cojo Ilustrado. «Esas figuras de Sanedrín de «El Cojo», esos personajes herméticos como los sacerdotes de Egipto, ejemplo del escritor, vernáculo, chapados a la francesa, casi todos, sombra y reflejo de los prototipos modernistas del siglo XIX, nos deslumbraban y fascinaban con sus estilos, cuales clasicistas, cuales preciosistas»73. Por eso no extraña que en los primeros cuentos de Rosales, como en los de Gallegos, y en las escasas muestras que legó Enrique Soublette («El mensajero del sol» 1910), la huella melódica del discurso modernista, la intención artística del relato, mantuvieran la conexión umbilical con el criollismo. Los de La Alborada terminarán por ser super-regionalistas en su temática, pero quieren convertir en símbolo perdurable la esencia local, a través de una estructura que sea, ante todo, arte moralizador, ejemplificación del civismo y la rectitud. Gallegos será al final el gran sacerdote de tales propósitos.

Bajo la alucinación estética de la capilla de El Cojo Ilustrado nace el núcleo exclusivo de La Alborada. Van llenos de optimismo efímero, sobre el porvenir del país. Venezuela acaba de salir desembarazada, de las garras dictatoriales, pero también nacionalistas, de Cipriano Castro. Cae, como bastón de relevos, en las zarpas astutas   —82→   y represoras de luan Vicente Gómez. Este último asume el mando el 19 de diciembre de 1908. El 31 de enero de 1909 aparece el primer número de La Alborada. «Dimos en llamarnos de esta suerte, «alborados», a fin de usar una denominación, cómoda y determinativa de cada uno de los cinco componentes del cónclave.

Parte de entonces una solidaridad tan estrechamente fraternal entre nosotros que, en todo el curso de nuestra asociación, sin lamentar una sola divergencia siquiera temporal, marchamos unidos los cinco en un reducto, cerrado para encelar la misma fe patriótica, para incubar la misma esperanza en un mañana independiente y honroso; cruzados de la pulcritud, devotos del vivir honesto, en sistemática oposición y contraste con la venalidad, bajeza y concupiscencia que auspiciaba la dictadura de nuestros días, como anacoretas entregados a cultivar el corazón y el cerebro, con la preocupación, como lema de conducta, en la dignidad de los pensamientos y las obras, flores de la personalidad del individuo»74.

Admiradores, pues, de los escritores modernistas, pero opuestos a su debilidad frente al gomecismo, su actitud de combate fue más bien ética y prudente que conspirativa y política como en Blanco Fombona y Pocaterra. Los alborados estaban imbuidos de reformismo social, de espíritu mesiánico, creyeron en el poder de la educación para redimir el país. Así será la obra. Los cuentos de Rosales, como las novelas de Gallegos, mantendrán en su escritura una cuidadosa busca de la elegancia y la diafanidad del discurso cultista de autores omniscientes, distanciados y contrastados con el habla de sus propios personajes. Esta característica, señalada en escritores anteriores, se acentúa con ellos. La tendencia a pintar grandes murales de paisajes en tono de himno, es otra cualidad, derivada del criollismo al modo de Urbaneja. De allí la elevación lírica que alcanzó la materia regional en la máxima expresión de estos dos narradores.

En Rosales, el lirismo alquitarado de sus primeros cuentos llegó a decantar en relatos de compacta estructura, construidos casi siempre sobre atmósferas que aumentan las tensiones internas del conflicto por retardo   —83→   en el desarrollo accional de las secuencias. Lo regional sirve de marco extremo al clima de misterio, o limita los conflictos sociales a través del drama sugerido por la acción misma, despojada de moraleja redentora. Por eso es, en cierto modo, un maestro del relato venezolano moderno. Su cuento «El can de medianoche» es una joya de antología, ubicable con toda claridad dentro del realismo mágico.

Jesús Semprum supo valorar oportunamente a julio Rosales, desde el comienzo de su carrera narrativa.

«De aquel grupo que publicó La Alborada, cenáculo juvenil, ardoroso de entusiasmo, de fe y de esperanza, julio Rosales es el más artista, el más delicado, el más esteta, como se hubiera dicho hace veinte años. Profesa el culto de la forma y no se desdeña en el amaneramiento, lo cual es ya mérito de primer orden para un artista; ni rinde parias a las efímeras modas sucesivas que impusieron primero el alambicamiento verbal como mérito superior y dieron luego en la manía de predicar la sencillez de las «florecillas del campo» tornándose en cierto modo franciscanos ante la obra de arte literaria.

Ni en uno ni en otro extremo, que por lo demás resultarían posturas ficticias para su ingenio, se colocó Julio Rosales; y aún podría agregarse que ello no fue hecho deliberado, resolución que se toma tras meditar maduro, sino espontáneo impulso de su temperamento y de sus capacidades artísticas. Cabe anotar aquí el mérito mayor que se vislumbra acaso en la obra de Rosales; y es que de ella se encuentran ausentes las influencias que pesaron y pesan sobre las últimas generaciones literarias de Hispanoamérica. Reléanse sus cuentos y dígase luego si en ellos se hallan trazas notorias de influencias francesas, que han sido las predominantes durante largos años en nuestra literatura; ni tampoco veleidades de imitación de la manera española.»75

Julio Rosales ya no es el simple escritor del realismo mimético. Toma la realidad por base, como embrión del relato, pero sabe que «para comunicarle sentido pintoresco a la novela la imaginación añade siempre lo restante,   —84→   que es ficción del novelista»76. Su tentativa de hallar caminos propios -al relato venezolano fue por la vía de la narrativa misma, singularizándola de imitaciones dogmáticas de escuela, soslayándole aquel fácil trajín de folklorismo mal entendido. Sus cuentos, como el lenguaje, tienen de la realidad el asidero, la expresión de conceptos, respecto de la cosa real que reproducen, pero sin querer ser la cosa misma. Sus relatos están en la realidad, pero son, ante todo, realidad de ficción. La fantasía está creada sobre auténticas tradiciones o supersticiones de la imaginación popular, pero evitan ser malas reproducciones del cuento folklórico. Esa lección la seguirán muchos narradores de años después, aunque por vías diferentes.

Rómulo Gallegos (1884-1969). Igual que Julio Rosales, había comenzado publicando sus primeros cuentos en El Cojo Ilustrado. Así aparecen «Las rosas», «Las novias del mendigo», «La liberación», en 1910; «Entre las ruinas», «Por el arrabal», «Los sembradores», en 1911; «El último patriota», «Los aventureros» (subtitulado boceto de novela) y «El apoyo», en 1912. Un año después, recoge algunos de esos textos en el volumen Los aventureros (1913).

El año de aparición de su primer libro fue de proliferación cuantiosa para la narrativa del realismo y el modernismo. Blanco Fombona reimprimía sus Cuentos americanos, en edición ampliada, bajo el título de Dramas mínimos. Julio Calcaño recogía en volumen sus Cuentos escogidos. Elena Blavatski hacía lo mismo con sus historias romántico-modernistas: Cuentos prodigiosos. En la novela, además de Política feminista, de Pocaterra, surgieron otras obras de cierta importancia para el costumbrismo y el realismo, como la narración humorística anti-imperialista El tío Sam, de José Aurelio Barazarte; Tosta García publicaba con éxito Partidos en facha, para afirmar su popularidad como novelista de costumbres. Urbaneja Achelpohl seguía activo en el criollismo con su novelín El ancestro. Autores de un empalidecido romanticismo de alcoba daban a prensas novelas como Cambio de parejas, de Antonio M. Linares,   —85→   o El triunfo del amor, de Rafael de la Coya. Hay, sin embargo, un hecho de importancia en ese año de 1913. Es la publicación de la primera novela donde se aborda la temática de los negros de Barlovento: Rosas negras, de Carlos Eduardo Cruz. Se iniciaba así una tradición que maduraría en las obras de Meneses, Díaz Sánchez y, muy especialmente, Juan Pablo Sojo. Tal vez esta frondosa producción narrativa eclipsó un tanto la presencia de Rómulo Gallegos con su primer libro de cuentos.

En casi todos los relatos de Los aventureros domina la materia rural, al lado de temas históricos sobre las guerras venezolanas. La prosa, aún recargada de lirismo modernista expresa unas acciones de trabajo lento en las secuencias, morosa y detallista en la creación de ambientes, anuncio apenas del novelista que tardaría aún varios años en madurar. De aquel primer libro de cuentos a la primera novela, hay un largo paréntesis de silencio. El nombre de Gallegos reaparece en 1920, cuando edita en la Imprenta Bolívar de Caracas su novela El último Solar. Obra todavía madura, de recuentos generacionales, útil para estudiar los ideales éticos, políticos y literarios de su grupo, ya en ella se enuncia el mesianismo de sus héroes simbólicos cuya larga repetición constituirá una tipología. De cualquier modo, esta obra es el punto de arranque al propósito de escribir el gran mural novelado de Venezuela. Su nombre, sin embargo, no tomaba distancia mayor respecto a escritores que en esos siete años, de 1913 a 1920, entregaron libros repetidores de modelos criollistas, modernistas o de realismo social y hasta de un resistente, empecinado y anémico romanticismo.

El inventario enumerativo de autores y títulos, mientras denota un panorama endeble de la narración venezolana de esos años, permite comprender mejor la importancia capital que iban a adquirir la figura y la obra de Rómulo Gallegos, como hitos donde se corona un ciclo repetitivo de méritos muy inferiores. La lucha antiliteraria contra el modernismo, emprendida por Blanco Fombona y Pocaterra, no había logrado borrar el tremendo poder contagioso de las melodías prosadas sobre idilios rurales. Alirio Díaz Guerra publicaba en 1914 su Lucas Guevara. Rafael Bolívar Coronado, escritor que   —86→   se dispersó en las truculencias heterónimas de sus crónicas coloniales inventadas, o se enseria por un instante en su ensayo sociológico sobre El llanero -que estudió espléndidamente Óscar Sambrano Urdaneta77- ganaba el premio de los Primeros Juegos Florales Nacionales, con su cuento «El nido de azulejos» (1916). Ese mismo año 16 publicaba Jacinto Egui sus Cuentos del trópico y Salvador Jiménez Segura los suyos bajo el título Algo de un libro. La novela criollista llegaba a su clímax, cuando Urbaneja Achelpohl alcanzaba reconocimiento hispanoamericano en Buenos Aires, con En este país..., mientras Pocaterra editaba Vidas Oscuras; y una mujer, Mina de Rodríguez Lucena veía editada su Antonio Rusiñol. Otro autor que merece recuerdo especial, porque denotó talento narrativo, aunque la bohemia y el periodismo lo absorbieron hasta desviar su vocación de novelista, es Pedro Lizardo, autor de Don Rufo Espinosa y El forastero (1916), título este último que Gallegos utilizaba para otra novela escrita hacia los años 20, aunque publicada mucho después.

La narrativa humorístico-romántica había tenido desde 1902 en Tulio Febres Cordero (1860-1939) a un cuentista que alcanzó finura por momentos. Su Colección de cuentos (1902) formada en su mayoría por relatos costumbristas o para los niños, algunos de graciosa concepción, dignos de reeditarse, prosiguen en la misma línea a través de En broma y en serio (1917).

Vemos, pues, que el cuadro de la novela y el cuento venezolanos, cuando Gallegos inicia su carrera, no mostraba mayores relieves, ni en años anteriores ni en los simultáneos a sus obras. Eran, sí, tiempos de otras intentonas, alternadas o perdidas en el círculo vicioso de crisoles literarios en vías de extinción. A El último Solar lo acompañan, el año de su salida, Tierra nuestra, de Samuel Darío Maldonado, si es que puede considerarse novela una desmembrada galería de cuadros sociológicos de raíz positivista, donde la unidad apenas está cimentada en el desplazamiento de un sujeto por nuestra geografía. Igual sucede con las Memorias de un semibárbaro, de Bolívar Coronado, autobiografía escrita   —87→   con gracia narrativa, pero cuyo apego a la denotación vital de su autor, niega un tanto la necesidad inventiva de la novela. Y si tal ocurría con Gallegos, cuya obra de iniciación obtuvo cierto éxito78, otro tanto, pero menos triunfal, sucedía con otro novelista destinado a revolucionar la ficción venezolana de los años 30, por demarcaciones diversas a las de la geografía moral de Rómulo Gallegos. Nos referimos a Enrique Bernardo Núñez, cuyo primer texto narrativo, Sol interior (1918), fue acompañado en 1920 con Después de Ayacucho.

Luego del caleidoscopio de nombres donde quisimos diluir el de Gallegos, si lo aislamos ahora, veremos que la persistencia del artífice del regionalismo mantiene su vocación, para iniciar un ascenso vertiginoso a partir de 1925, con su segunda novela: La trepadora. En ella está sazonada la prosa y en ésta, como en El último Solar, pronunciados los arquetipos novelables de la obra posterior. Reinaldo Solar es el reformista mesiánico, dotado de virtudes y de impaciencias. Preside la estirpe de los justicieros, aun en su fracaso, cuyo descendiente perfecto de años más tarde será Santos Luzardo, pero de quienes no están muy alejados otros héroes pintorescos y reformadores a su manera: Florentino Coronado y Marcos Vargas. En La trepadora, Victoria Guanipa es la heroína de una voluntad ascendente, cuyo carácter imperativo, cuya voluntad de elevarse e igualar a los núcleos más altos de la sociedad, cimentan un temperamento que genera también la estirpe narrativa de las tipologías femeninas en la novelística de Gallegos. Doña Bárbara será el modelo perfecto; pero en idéntica proximidad se hallan Remota Montiel y otras figuras.

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En la marejada intelectual del gomecismo, cuando los modernistas pierden la pureza de su arte para enturbiarlo con la praxis de servicio al dictador, cuando los escritores del realismo social y de las vanguardias incipientes van a la cárcel o tienen que marcharse al exilio, Gallegos emprende camino a Europa. La enfermedad de su esposa lo lleva primero a Italia, luego a Madrid. Deja, sin embargo, en las prensas caraqueñas el testimonio de una gran obra en agraz. En la Imprenta Bolívar edita un novelín esquemático, pero no llega a circular profusamente. Se titula La Coronela. Es un alvéolo. La obra maestra no demora. Al año siguiente, en Madrid, aparece Doña Bárbara. El impacto de la consagración desde España convierte a su autor en un héroe de las letras venezolanas. Su ascenso, desde entonces, fue impar. Su novela pasó a la categoría de un mito. Abrumó con su enorme peso de gloria las mismas obras posteriores del autor. Gallegos se convirtió en «el autor de Doña Bárbara». Doña Bárbara siguió siendo «la novela de Gallegos». Hubo de pasar mucho tiempo para que se calmara un poco el vendaval de elogios, para que sobreviniera la objetividad crítica, donde, sin menoscabar los méritos de obra y autor, pudiera observarse mejor el conjunto de su novelística.

Después de Doña Bárbara, Gallegos abrió un nuevo margen de silencio, hasta 1934, cuando aparece Cantaclaro, obra que fue considerada por su autor como la mejor novela escrita por él. Al año siguiente, Canaima, sin duda, la mejor estructura narrativa producida por el maestro del super-regionalismo. La intención de abarcar un todo nacional en un ciclo, tendrá luego la novela de las regiones costeras en Pobre Negro (1937), para cerrar el conjunto Sobre la misma tierra (1943), novela de los territorios indígenas y petroleros del Zulia. Escaparon a la unidad cíclica de la tierra venezolana, obras como El forastero, donde el paisaje perdió la consistencia aplastante sobre el hombre, pero donde el arte del novelista encontró igualmente una salida legítima a la búsqueda por dónde escapar al esquema repetitivo de las tipologías de sus personajes. Por otras razones, son también materia aparte la novela de la juventud estudiantil cubana: La brizna de paja en el viento, y el flaco favor a la memoria pudorosa del novelista   —89→   que no aceptó editar en vida la última novela, esquemática aún, boceto apenas, de un mundo y una temática a la cual se acercó para convivirla en la amistad generosa hallada en el exilio, en el testimonio memorioso de nobles compañeros, pero sin la vivencia honda y necesaria que su renombre le exigía al abordar un asunto del que resultaba hasta mejor no hablar: la Revolución Mexicana. Así llega a manos de lectores, Tierra bajo los pies (1972).

Hoy es poco menos que imposible decir algo de la obra de Gallegos. Tanto se ha escrito y proclamado en discursos y ensayos. Tuvo su auge y su gloria. Ambos generaron una copiosísima bibliografía analítica. Los libros de Felipe Massiani, Lowell Dunham, Ulrich Leo, Orlando Araujo, Juan Liscano, Ángel Damboriena, Pedro Díaz Seijas79, conocidos sobradamente, abordaron desde puntos de vista muy disimiles, la novelística del mayor nombre narrativo que dio el regionalismo venezolano. Llegó después la hora de sacudir su enorme peso. En cincuenta años, a través de los cuales discurre su producción de diez novelas y una estimable cantidad de cuentos, la narrativa venezolana había conquistado otros méritos y emprendido otros viajes triunfales de aventuras. El hombre y el maestro reemplazaron el mito de la obra. El culto al mito engendró casi un temor religioso, cuando no político. Una juventud de escritores más atrevidos había de poner un poco las cosas en justo sitio. Pero es historia de hoy, de hace poco tiempo, y ya se hablará de ello. Lo que hoy, como ayer, está fuera de todo comentario reservado es que Rómulo Gallegos condujo la narrativa venezolana, por primera vez, a niveles de universalidad. Fue un clásico de la novela Hispanoamericana del regionalismo. Los símbolos con que procuró definir moral y estéticamente al venezolano, tal vez con el tiempo sufran el desgaste inevitable. O al menos, será una y no la definición de nuestro ámbito. Queda una visión de nuestra realidad, inventada con lirismo ejemplar. Una realidad de ficción, ni más ni menos verdadera que otras realidades inventadas o afirmadas   —90→   en un mismo objeto cambiante, en el caleidoscopio de las elecciones y tratamientos temáticos de artistas cuyas concepciones de oficio varían en el tiempo.

La tradición regional que arrancaba de los costumbristas románticos, hecha conciencia autóctona en Zárate y Peonía, consolidada y vertida en moldes estéticos más efectivos por Urbaneja Achelpohl con el criollismo, culmina en Gallegos y se mantiene en sitiales muy altos. Sus epígonos, como los de Urbaneja, en su momento, quisieron llegar aún más lejos y rompieron sus alas de Ícaro. Algunos encontraron por instantes una consistente escritura propia, cuando abordaron otra vez los mismos materiales, pero sin pretender compactarlos en un simbolismo fácil. La nómina es larga. Desde los años 20 el regionalismo se torna movimiento a la ofensiva. Primero en las páginas de Cultura Venezolana y El Universal. Luego en Fantoches. Son los mismos años en que las vanguardias europeas van penetrando en la literatura. Una larga hueste de neo-criollistas y regionalistas rechazan las nuevas posiciones estéticas e ideológicas. Otros las adoptan parcialmente y comienzan a interpolar las técnicas del surrealismo o las metáforas ultraístas en la materia criolla, para gestar una modalidad narrativa que llegaría a tener enorme éxito más adelante: el realismo mágico. Finalmente, unos terceros autores, ensanchan las formas de la novela psicológica o fantástica, sin que necesariamente sus desarrollos estén sumergidos en la pintoresca, pero también resbaladiza, tradición regional.



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ArribaAbajo8. Diáspora de vanguardias

La vanguardia como antes modernismo son términos globalizadores de corrientes y tendencias, no siempre igualables. Lo que se llamó arte de vanguardia, en general, constituye una diáspora de tendencias80 ubicables en el tiempo alrededor de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918. La pre-guerra significa una explosión tecnológica en la que había desembocado el poderoso desarrollo de las ciencias experimentales de finales de siglo. El avance escalofriante de los motores a explosión, y sus consecuencias en los medios de transporte: automóvil avión, etc.; el invento maravilloso de la cinematografía, entre otros fenómenos, llevaron a poetas y pintores a fijar una nueva epopeya: la de las máquinas. Fue el futurismo. El estallido de la Guerra conmueve las conciencias universales. Aquella masacre absurda produce un hastío general, un escepticismo que anuncia las formas existencialistas de la filosofía. Se deja de creer en la eternidad de los valores, entre ellos los artísticos. Así se promueve el dadaísmo (1916-1922). En lo social,   —92→   la Primera Guerra sincroniza una convulsión tremenda del status democrático burgués: la Revolución Socialista de Rusia. Con ella, el marxismo deja de ser una utopía para convertirse en filosofía del proletariado en el poder. Los grandes nombres del realismo ruso, conocidos en español a través de la Colección Universal de Espasa Calpe, se divulgan y popularizan por todos los ámbitos.

Las vanguardias fueron inicialmente unos movimientos orientados al campo de las artes plásticas y de la poesía. Pero en la narrativa se estaba operando también una nueva concepción que arrasaba con las últimas tradiciones del naturalismo y el realismo de fin de siglo. A partir de la Primera Guerra, el arte narrativo incorporaba modalidades técnicas de la cinematografía. En lo psicológico, el descubrimiento de los planos profundos de la conciencia, por parte de Sigmund Freud y la enunciación del fluir psíquico (stream of consciousness), por William James, resolvía un problema para los novelistas: sus lectores ya tenían descubiertos y aprendidos como de memoria toda la truculenta arma de sus personajes. Era necesario hacer del lector un partícipe y un cómplice del conflicto narrativo. Estas ideas las desarrollaba teóricamente José Ortega y Gasset81.

De las escisiones políticas del mundo en socialismo y capitalismo, como de los nuevos descubrimientos en el campo psicológico, nace una nueva estética bifurcada. Por una parte, un racionalismo revolucionario, normativa, que preconiza un realismo de protesta social. La literatura y el arte son armas de combate para destruir el capitalismo en crisis. Del lado de allá, a contra-margen, una estética del irracionalismo y el subconsciente, una literatura y una pintura del absurdo, también combativos y definidos por simpatía hacia el socialismo. Así ocurre el nacimiento del realismo socialista de nefasta evolución y, a su lado, el surrealismo, de inspiración freudiana, primero, de adhesión marxista hacia la revolución   —93→   rusa, para terminar identificado con el trotskismo hacia 1928-1929.

La pintura rompe con el cubismo las armonías de la figura, fragmenta el dibujo, ahonda en los planos, disgrega el color, aniquila toda perspectiva. Fenómeno similar se produce en la novela, donde se quiebra la sintaxis, se fragmenta en múltiples dimensiones el alma recóndita de los personajes, el tiempo se disemina en planos evocativos de la memoria. Las acciones toman direcciones de sentido alternas o contrapuestas a la necesaria dirección continua del discurso.

Desde 1913, en París comenzaba a publicarse el monumental ciclo narrativo de Marcel Proust (1871-1922). El conjunto de su obra, En busca del tiempo perdido estaba totalmente editado para 1927. Apenas dos años después, un nuevo nombre debería operar una de las más terribles transformaciones de la literatura narrativa: el regreso al mundo satánico, el descenso a los propios infiernos interiores, proclamado desde los buenos tiempos del romanticismo alemán. Pero ahora, más que proclamarlo, el asunto estaba en sondear esa dimensión oscilatoria y satánica entre la nada y Dios, por el secreto precipicio del hastío vital; se hurgaba el irrealismo, la irracionalidad casi animal del ser humano. Eso había de ser el mundo narrativo de Franz Kafka (1883-1924), cuya primera obra La metamorfosis (1915) estaba llamada a ejercer un poder de impactación definitivo. Por último, el nombre de James Joyce (18821941) debía significar una de las más asombrosas revoluciones de la novela moderna. Mucho se había discutido sobre su influencia en la literatura hispanoamericana. Se dijo que ella obra tardíamente en nuestros narradores. Nada más sin fundamento. El retrato del artista adolescente se editó originalmente en Nueva York, en 1916. El Ulises, en 1922, en París. En 1926, Alfonso Donado realizaba la primera traducción directa del inglés, de El artista adolescente. Fue prologado por Antonio Marichalar e incluido en la Biblioteca Nueva de Madrid. La misma edición y traducción fue reproducida por Editorial Osiris de Santiago de Chile en 1935. En cuanto al Ulises, si bien la primera edición completa en español data de 1945, no es menos cierto que Jorge Luis Borges, en su revista Proa había traducido «La última   —94→   hoja de Ulises» en 1925. Y el narrador cubano Lino Novás Calvo había ido entregando fragmentos de su traducción a las revistas Repertorio Americano de Costa Rica y Cultura Venezolana, de Caracas, desde 1929, por lo menos.

Si cambiamos ahora de escena, observaremos cómo por los mismos años, en Venezuela, hubo ciertamente algunos autores que mantuvieron su apego a los insoportables patrones modernistas y criollistas. Ramón Hurtado (1892-1932) publicaba La hora de ámbar (1921) y Rafael Briceño Ortega, los Casi cuentos (1922). Rafael Benavides Ponce recogía en volumen sus Andanzas por mi país (1922) y Carlos Elías Villanueva entregaba al público otra novela: La casa de los Arrubla (1922). Era la fase rezagada de la narrativa.

Otros autores trataban de salir del marasmo. Manuel Guillermo Díaz (1900-1960) con el seudónimo Blas Millán, escribía interesantes cuentos humorísticos, algunos sobre una materia regional discretamente incorporada: Cuentos frívolos (1924), Otros cuentos frívolos (1925), La radiografía y otros cuentos (1929). Otro tanto hacía José Ramírez, humorista efectivo, en sus Muñecos de barro (1926) y en la novela Gallito de bronce (1929).

Pero el nombre más alto en esos primeros pasos renovadores fue sin duda el de una mujer, radicada en París, ligada por nostalgias de infancia a Venezuela. Es Teresa de la Parra (1898-1936). Fueron suficientes dos libros para que su proyección en la historia de nuestra narrativa emergiera, casi insular, en un arte de la ironía finísima, del humor piadoso ante una sociedad en declive, tratada en tono de añoranza vivencial, con un tiempo lento y perdido, que la aproximó, a los ojos de una crítica más moderna, al nombre de Marcel Proust. José Rafael Pocaterra, en su revista de narrativa, La lectura semanal, había insertado en 1922, un fragmento de Ifigenia, «diario de una señorita que se fastidia». Dos años después, aquella novela obtuvo un premio de novela en París. Su nombre era casi ignorado hasta ese momento. Vino la crítica, elogiosa. Llovieron las entrevistas y las declaraciones de prensa. Una de ellas, la colocaba como simpatizante del gomecismo y entonces, también supo del escarnio y la negación. Pero la obra, impecable, profunda, crítica de la burguesía provinciana   —95→   de Caracas, perduró y rompió esquemas y estereotipos.

En 1929, su segundo libro, Memorias de mamá Blanca completó el cuadro, menudo en número, cuantioso en hallazgos, de un relato hecho para quedar como un clásico de nuestra mejor literatura moderna. La novela europea escrita por los mismos años en que Teresa de la Parra escribía las suyas, había eliminado ya el proyecto de narrar una historia dentro de tina cronología lineal. Irónica y poética, la novela ahora comienza a «Evocar, en vez de contar, saborear en los hechos la emoción que ellos llevan en sí, más que la lógica de su encantamiento» (...) «Encantar o asombrar, en lugar de describir, de explicar, informar y reseñar, tales son las intenciones de la «novela» heterodoxa. Lo que ella rechaza es toda la herencia del siglo XIX, la lenta y sorda perseverancia documental de la observación social, la aplicación psicológica, el relato llevado según las reglas, la descripción quieta y escolar, lo pintoresco-laborioso»82. Ese fue el legado de Teresa de la Parra a la novela venezolana, como fue el de Gide, Rilke, Barres, o Valery Larbaud a la novela europea de los mismos años. Un mundo que Proust había de resumir y agotar en sí mismo.

Esa trayectoria innovadora, depurada, que anuncia ya la avalancha vanguardista, sin llegar aún al diluvio metafórico aprendido de los ultraístas españoles, tuvo en el cuento, un iniciador también: Ángel Miguel Queremel (1900-1939), autor de El hombre de otra parte (1925), y en Joaquín González Eiris, a uno de sus primeros maestros, que derivó luego hacia el relato social o psicológico. En pedazos (1925), su libro inicial, tenía sin embargo esa como disuelta atmósfera de evocaciones y encantos, donde la descripción quedaba abolida y los ámbitos externos apenas si estaban sugeridos para conformar un espacio a las acciones interiores. Lo mismo sucede en su novelín Acotaciones de un pesimista (1925) y en Los poemas de ayer (1927). Ramón Hurtado (1892-1932), por los mismos años, al margen de grupos y generaciones, inicia su carrera de cuentista dentro de un simbolismo no desprendido aún del modernismo en su primer libro, El pavorreal (1923); pero a partir de Tríptico (Tres cuentos fantásticos) emprende una ruta de modernidad y misterio que hallará después   —96→   al gran maestro en Julio Garmendia (1898) con su libro La tienda de muñecos (1927). Pero antes de referirnos más extensamente a Garmendia, es justo recordar que Ramón Hurtado, junto con José Nucete Sardi, realizaron una tarea importante de difusión narrativa, con la revista La lectura dominical, parecida en sus objetivos y periodicidad a la que José Rafael Pocaterra había emprendido en 1922 y a otra que la Imprenta de Parra León Hermanos, Editorial Sur-América, había impreso en 1925.

Julio Garmendia (1898) fue y sigue siendo uno de los más desconcertantes nombres del cuento venezolano. Casi Ajeno a grupos, inició su escritura insólita hacia 1918, ligado por amistad, mas no por ideas estéticas a la generación de Fernando Paz Castillo, Vicente Fuentes, Rodolfo Moleiro, Pedro Sotillo, Fombona Pachano, integrada casi exclusivamente por creadores de poesía, aunque algunos de ellos aportaron títulos a la narración. Garmendia escribe sus primeros cuentos por los años del 20 al 22. Seguidamente marcha a Europa. Allí pule y completa su primer libro, La tienda de muñecos (1927), que imprime Ventura García Calderón en su famosa Editorial Excelsior. Llevaba sendos prólogos de César Zumeta y Jesús Semprum.

Tal vez por el hecho de haber llevado una vida al margen de grupos o «escuelas» literarias, Julio Garmendia pasó en Venezuela como alguien no exaltado a raíz de su primer libro. La epidemia vanguardista lo minaba todo por entonces. Debían transcurrir veinticuatro años para que apareciera su segundo libro, La tuna de oro, y entonces la crítica reparase en él, luego de obtener el Premio Municipal de Prosa.

La tienda de muñecos significó en el momento de su aparición, un verdadero impacto de lo que era entonces el arte de narrar en Venezuela. Criollismo o vanguardia eran las dos líneas de alternativa. Garmendia se deslizó por en medio de ambas hacia concepciones propias de una literatura fantástica, de escasos antecedentes y de ninguna calidad equiparable en otros autores, pese a los esfuerzos de Ramón Hurtado, que ya apuntamos, o a la novela El otro yo, escrita por Buenaventura Briceño Belisario en 1928 y homónima de un cuento del primer libro de Garmendia.

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La ironía intencional de Julio Garmendia se dejó sentir respecto a la chatura del realismo y el criollismo campantes. Su «Cuento ficticio» constituyó una como estética personal del escritor:

«Hubo un tiempo en que los héroes de historias éramos todos perfectos y felices al extremo de ser completamente inverosímiles. Un día vino en que quisimos correr tierras, buscar las aventuras y tentar fortuna, y andando y desandando de entonces a acá, así hemos venido a ser los descompuestos sujetos que ahora somos, que hemos dado en el absurdo de no ser absolutamente ficticios, y de extraordinarios y sobrenaturales que éramos, nos hemos vuelto verosímiles, y aun verídicos y hasta reales»83.

Sus primeros cuentos eludieron el nacionalismo estético de sus amigos poetas de 1918. Entre ellos, Vicente Fuentes había publicado el mismo año de 1927, su relato «Melodía», aún modernista en la factura de la prosa. Pedro Sotillo acertaría en una tónica neocriollista con visos de vanguardia, en sus cuentos de 1933: Viva Santos Lobos y antes, con «Los caminos nocturnos», fue precursor de lo que Orlando Araujo llama los «cuentos enlunados», «con su cima de miedos, con su claridad medrosa, con un terror contenido hasta el final sin que el autor acuda a los sobados recursos de lo terrorífico»84. Andrés Eloy Blanco dejará testimonio de su calidad de narrador humorístico, en tratamiento de materias regionales: La aeroplana clueca (1935). Pero el humor de este poeta tiene aún el grano grueso y el anecdotismo pintoresco, de donde Julio Garmendia iba escapando con su humor sutil. En La tienda de muñecos, ni el lenguaje, ni la técnica, ni la temática, tienen deudas con las orientaciones literarias de moda en Venezuela: Regionalismo o Vanguardismo. Su actitud literaria iba ligada a una firme voluntad de retorno al mundo de lo maravilloso. Su país del «cuento azul» no tiene tampoco ningún parentesco, siquiera cromático, ligado al país modernista, sino con las regiones de la fantasía, donde arraiga su idealismo, vía de salvación, respecto al exilio en lo real,   —98→   que pudo hasta conducirlo directamente al reino del absurdo narrativo85:

«Pero no soy de aquellos en quienes la fe en el mejoramiento de la especie ficticia se entibia con las dificultades, que antes exaltan mi ardor. Mi incurable idealismo me incita a laborar sin reposo en esta temeraria empresa, y a la larga acabaré por probar la existencia del país del Cuento Improbable a estos ficticios que hoy la niegan, y hacen burla de mi fe, y se dicen sagaces sólo porque ellos no creen, en tanto que yo creo, y porque en el transcurso de nuestro exilio en lo Real, se han vuelto escépticos, incrédulos y materialistas en estas y otras muchas materias»86

De esta concepción, muy vecina a la estética de Paul Valery87, derivan dos de las notas constantes de su narrativa. En primer lugar, una tipología de personajes fantásticos, extraídos de la realidad circundante (título de otro de sus cuentos), pero convertidos por arte de su palabra en criaturas de un mundo esencialmente de ficción. Allí se moverán todos sus personajes, incluso los de apariencia más real. La segunda nota es lo escéptico, nacido o proyectado como un recurso de lenguaje: el juego de lo ambiguo. Más que ambientes geográficamente localizables, los de su cuentística son atmósferas narrativas. Y los tipos con que trabaja las acciones, son   —99→   habitantes fantásticos de esa atmósfera, real o irreal o, mejor dicho, realidad de la ficción. De uno a otro libro de Garmendia, la materia puede variar, pero los procedimientos de la ambigüedad entre lo real que parece fantástico y viceversa, se sostiene, lo mismo en el lenguaje, de disyunciones y polisemias abundantes, que en las acciones, casi siempre ambiguas también, o construidas disyuntivamente en las indecisiones y escepticismos portados por los tipos. Es que la constante de la ambigüedad implica una clara definición de su poética narrativa: la escéptica visión de un mundo susceptible de ironizar por vía de sugerencia poética y no de gruesa crítica del realismo reptante. Por todo ello, tenía razón Jesús Semprum cuando, en su prólogo a La tienda de muñecos, afirmaba que «Julio Garmendia no tiene antecedentes en la literatura venezolana». Su influjo y lección se mantuvieron guardados en la sutileza de su arte, para incidir en muy nuevas promociones de escritores de ficción.

Importancia similar en la renovación de la literatura narrativa, a la que Julio Garmendia protagonizó en el cuento, tiene otro escritor a quien la crítica soslayó durante mucho tiempo:

Enrique Bernardo Núñez (1895-1964), comenzó publicando obras narrativas en 1918; de esa fecha es el citado relato Sol interior. Le siguió Después de Ayacucho (1920). Su soledad de artista, el carácter díscolo y retraído, lo forjó al margen de grupos. La vocación de historiador documental, de extraordinario ensayista, lo pusieron y mantuvieron en contacto con los asuntos históricos. Sin embargo, sería inexacto decir que su novelística es simplemente histórica. Después de Ayacucho se ubica en tiempos de la Revolución Federal. Pero el modo como trata sus materiales ya es el de un novelista dotado de todos los secretos de la novela más moderna.

Los saltos en el tiempo, del pasado recóndito y mágico a un futuro indeciso de pueblo sin memoria de su acontecer, es la angustia del novelista excepcional que hay en este poeta de la prosa. Orlando Araujo, agudamente ha estudiado en fecha reciente la totalidad de la obra de Núñez. Observa que en su primera novela, Sol interior (1918) el novelista aún no se ha despojado del romanticismo juvenil en que seguían nutriéndose muchos   —100→   narradores venezolanos88. Cuando intenta fundar su relato en los temas históricos del pasado más o menos inmediato, Núñez lo hace para convertirlo en un presente que gravita sobre el destino de todo un país. Así, en Después de Ayacucho. Pero es a partir de su tercer libro, Cubagua (1931), donde aparece el hallazgo del gran novelista. A partir de esa breve novela, Enrique Bernardo Núñez descubre la carga mítica nutricia que hay en los orígenes remotos de nuestra cultura. La cosmogonía indígena de Amalivaca surte con la fuerza de un torrente oscuro y profundo que va latiendo en las criaturas de su ficción. Y desde el remoto ancestro, a la aventura de conquista y explotación de las perlas de Cubagua, se van fundiendo los estratos del tiempo histórico en una sola masa lírica donde los personajes conviven, bien como fantasmas o visiones, o como figuras presentes en la realidad de la ficción donde se permite el mestizaje de los tiempos y de las acciones. Cubagua no diferencia ni rompe los planos narrativos: los combina en una simultaneidad de un tiempo narrativo único, de un presente donde todo pasado se actualiza, donde todo futuro se vive en la cotidianidad de las confluencias, lo mismo en la acción que en los personajes. Y esa simultaneidad de los tiempos históricos, atemporaliza los personajes para convertirlos en mito novelado. Igual sucede con los paisajes, trasfundidos. Cubagua es ruina y es ciudad activa, historia pretérita y presente aventurero donde un barco fantasmal de la colonia transporta a personajes de un presente no precisado. Los infolios que guardan en abandono la historia, están ahí en el castillo de Santa Rosa, en La Asunción, en el mismo patio del antiguo convento, ahora Jefatura donde un Coronel Rojas, mandón y gallero, permite que ellos se revistan con el excremento de sus aves de riña. Como están en la acción de la novela, el contrabandista de hoy en diálogo   —101→   y connivencia con el aventurero de ayer. Nila Cálice es la indígena del tiempo antiguo, poseída por el invasor extraño, y la mujer del presente que se marcha a Estados Unidos para regresar como espejismo cautivante de los nuevos empresarios del coloniaje. Mito y magia, poesía de la escritura, técnica de la ruptura con las linealidades cronológicas del realismo histórico, Cubagua es, en efecto el primero y más legítimo antecedente de lo que se llamaría después, en el post-expresionismo, realismo mágico, un término acuñado por el crítico alemán Franz Roh, para denominar la pintura post-expresionista y puesto en boga en el terreno literario, precisamente desde los años del 30, como señala Uslar Pietri89.

En 1932, publica Enrique Bernardo Núñez una trilogía de relatos, otra vez sobre materia histórica, tratada con prosa poemática: Don Pablos en América. Además del relato que daba título al pequeño volumen, incluía otros dos cuentos: «Martín Tinajero» y «El rey Bayamo». Como ocurrió con Cubagua, estos relatos pasaron sin que hubiera atención de los lectores. Núñez progresivamente se iría considerando como un erudito historiador, como un cronista de prosa delicada, pero por las mismas razones de encasillarniento crítico, su obra narrativa quedó al margen de los procesos literarios de su tiempo. El autor perseveró, no obstante, en su trabajo de construir un mundo narrativo completamente distinto al que imperaba en Venezuela. Así lega, en 1938, la más importante novela de toda su producción y una obra maestra de la literatura hispanoamericana: La gatera de Tiberio (1938).

La primera edición de esta obra prácticamente no circuló. Editada en Bruselas, su autor decidió destruirla.   —102→   Muy pocos ejemplares se salvaron de aquel acto de suicidio intelectual. Hoy se conoce una segunda edición revisada y cortada injustamente por su autor90. Aún así, perdura la calidad casi genial de la novela. Enrique Bernardo Núñez escribió esta novela entre 1931 y 1932; la inició en Panamá, la concluyó en Barcelona (Venezuela).El autor había publicado fragmentos en el diario Ahora y en la revista Elite de Caracas, por 1936. Esos años fueron de grandes exacerbaciones metafóricas, de experimentos surrealistas en la literatura venezolana. Muchos autores se empeñaban en adaptar a la realidad hispanoamericana las modalidades del retorno al mundo mágico de los primitivos, propugnado por los surrealistas franceses. Esa tendencia se llamó lo real maravilloso, para unos91. Realismo mágico, para otros92. Todo parece indicar que a Enrique Bernardo Núñez no le eran ajenas tales inclinaciones. Su voluntad renovadora iba más lejos, de todas formas. La novela estuvo concebida desde su origen como un collage narrativo. Su autor registra, por intermedio de Xavier Silvela, intelectual revolucionario, lecturas simultáneas de obras realistas, como el Sacha Yegulev, de Andreiev y surrealistas como Paul Morand, el de El buda viviente, autor de los primeros en incorporar procedimientos cinematográficos en la construcción de sus novelas. Si se observa con detenimiento la novela de Enrique Bernardo Núñez, se verá que también él utiliza recursos de planos situacionales y encuadres provenientes del cine. La galera de Tiberio rompe definitivamente, por lo demás, con la unidad de una historia narrada desde un solo nivel de discurso. Es novela de varios ejes accionales alternados, cada uno de los cuales corresponde a estratos diferentes de la realidad, o niveles de la acción. Así hay un estrato histórico clásico, la leyenda de Tiberio César, fundido con un plano de historia futura: los presidentes norteamericanos -que se comportan como emperadores romanos-; un presente referido al canal de Panamá, por cuyas   —103→   aguas navega un buque fantasma, una galera, junto a los destructores de la ocupación yanqui. Hay un nivel realista objetivo, conformado por personajes del mundo diplomático y estudiantil, de los exiliados venezolanos, donde Núñez descarga implacablemente una sátira política y un contexto ideológico de combate. Los personajes contemporáneos son portadores de elementos mágicos o fantásticos: Alice Ayres, Darío Alfonzo, y otros. Esa combinación de historia antigua y contemporánea, de ficción y realidad, de ambiente político de los años treinta con un futuro posible y presagiante, imprimieron justamente a La galera de Tiberio su poder renovador de la novela venezolana en su tiempo. Pero quizá esta obra, como Cubagua, no tuviera lectores en el momento de su aparición; su mensaje y aportes han sido materia de revalorización en nuestros días93.



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ArribaAbajo9. La generación de 1928. Transfiguraciones del realismo

La intensificación del realismo y del criollismo al comenzar la década del veinte, como hemos visto, obedeció a razones definidamente ideológicas. Un nacionalismo artístico y combativo era necesario para oponerlo a la literatura oficial. junto a esa tendencia las vanguardias comienzan a perfilarse con fuerza progresiva. Y ellas sostienen puntos de vista universales en arte como en política. Vanguardias ideológicas, políticas o literarias, y grupos nacionalistas en ambos campos, coinciden en la lucha contra Gómez. La agitación estudiantil comienza. Carlos Pellicer, el poeta mexicano, viene a contribuir en la fundación de las organizaciones estudiantiles94. Agitación intelectual y política incrementan el desarrollo de la narrativa. Desde entonces su crecimiento en originalidad y en volumen es incesante.

Las lecturas generacionales fueron múltiples y heterogéneas. Por lo menos tres narradores, pertenecientes por cronología a las promociones de vanguardia, coinciden en señalar estas lecturas comunes95. La Revista de Occidente, de Ortega; la Gaceta Literaria de Madrid, orientada por Giménez Caballero, serían el sumun del saber intelectual. Más tarde la revista Bolívar (1930), de Pablo Abril de Vivero, el entrañable amigo de Vallejo, se erige ductora ideológica de socialismo y divulga la cultura soviética al lado de las orientaciones vanguardistas.   —105→   Desde antes, un poeta-agitador, José Pío Tamayo, había comenzado a difundir entre los jóvenes e incluso entre los presos políticos de las cárceles gomecistas, las ideas del marxismo96.

Desde los años iniciales del 20, había inquietud vanguardista entre los poetas. José Juan Tablada fue uno de los maestros de aquel tiempo. Antonio Arráiz, un viajero que regresaba de Nueva York, lleno de euforias futuristas. Aún no se había producido la escisión entre vanguardistas y realistas regionales. Si todos leían a Horacio Quiroga y a Henri Barbusse, a Dostoiewski, Gorki y Andreiev, también aprendieron a elaborar metáforas en las Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, o se mantuvieron atentos a las polémicas surrealistas de París. Revistas y periódicos similares acogían la obra de los jóvenes inquietos por transfigurar el realismo o por superar el criollismo de Urbaneja. Leopoldo Landaeta cobijó a muchos de ellos en las páginas de Cultura Venezolana; Leoncio Martínez fundó en abril de 1920 su inolvidable semanario humorístico Fantoches. El concurso de cuentos nacionales que mantuvo esta publicación, primero bajo la dirección de Leo, después con Julio César Ramos, reveló nombres importantísimos para la historia de la narrativa contemporánea, hasta los años 40. Leo fue el gran animador de los jóvenes cuentistas y poetas. Pero los indujo por la vía de continuar apegados a los patrones de un regionalismo de contenido social. Por eso Fantoches será uno de los más empecinados voceros que ridiculizan a los narradores de la vanguardia. En 1925 aparece otra revista: Elite. El primer jefe de redacción, Raúl Cartasquel y Valverde fue un animador receptivo a las nuevas estéticas. A partir de 1930 lo releva Carlos Eduardo Frías. Converge entonces una beligerante masa de vanguardistas que producen una extraordinaria narrativa y polemizan con los que fueron agrupándose en otras publicaciones como la Gaceta de América, dirigida por Inocente Palacios y Miguel Acosta Saignes.

Los voceros definidamente afianzadores de las corrientes vanguardistas fueron, con todo, la revista Válvula   —106→   (1928) y El Ingenioso Hidalgo, ambas de muy corta vida pero muy amplia capacidad estética.

Se ha discutido mucho sobre la coherencia generacional de las vanguardias en Venezuela. Ellas arrancan, como se ve, desde por lo menos 1925, para la narrativa: La oleada de protestas estudiantiles que resume la semana del estudiante, entre el 6 y el 12 de febrero de 1928, es el detonante político de una inconformidad general. Pero ni estética ni políticamente los jóvenes de los años 20 denotaron una unidad compacta de ideales o búsquedas. Entre 1928 y 1935 (año de la muerte de Gómez), la represión se agudiza, los líderes del 28 van a la cárcel o el exilio, se hacen mártires de la dictadura, como después líderes de diversos partidos políticos. Casi todos los escritores de entonces mantendrán activa su vocación hasta nuestros días. La mayor parte de sus producciones iniciales verán el formato de libro en los últimos años de la dictadura, o después de muerto el tirano. Cronológicamente hubo escritores nacidos muchos años antes de las fechas que enmarcan a los de 1928, cuya obra o afinidad ideológica los identifica con los propiamente ubicables en este lapso. Por razones de facilidad o por características comunes en sus obras narrativas, agrupamos aquí a los protagonistas de aquella revolución literaria, en tres núcleos. El de Fantoches, formado por narradores que se iniciaron o persistieron en una orientación realista social predominante en sus cuentos y novelas; hay en ellos dos sub-grupos, los de la primera época del semanario, dirigido por Leo, clausurado por Gómez. Y los de una segunda época, la de reaparición después de 1936 y que a partir de 1941 hasta 1948, mantuvo la tradición, cuando el semanario pasó a ser dirigido por Julio César Ramos. El primer sub-grupo está integrado por escritores nacidos en los últimos años del siglo XIX, hasta 1909; los del segundo, por quienes tienen fechas de nacimiento entre 1912 y 1920. El segundo núcleo, lo forman escritores que orientaron, inicialmente su obra por la vía de las vanguardias, aunque algunos derivaran luego a lo que pudiera estimarse un neo-criollismo, coincidente en objetivos con los de Fantoches. Son autores nacidos entre 1900 y 1911. Por último, un tercer núcleo, más pequeño, en cuanto a integrantes, pero identificado claramente con los ideales   —107→   estéticos de la vanguardia, desde la provincia. Es el grupo Seremos, que se congregó y produjo obra en Maracaibo.

El primer sub-grupo de Fantoches lo encabeza, por supuesto, el propio Leoncio Martínez (1888-1941). Caricaturista amargo, hombre de humor combativo, aparte su enorme obra de maestro sobre los jóvenes, o su perseverante trabajo de estímulo a la narrativa, cultivó también el cuento. Su único libro, integrado por 16 relatos, en Mis otros fantoches (1932); se resiente de trazos modernistas alternados con un cierto descuido expresivo. La anécdota de sus cuentos es efectista. «Eclipse de sol», tiene una carga irónica sobre el pecado y la salvación, que gira sobre una anécdota de amantes. Otras veces acude al mundo de la infancia o la juventud pobres, «La cajita de pinturas», «El atronado», para llegar a un cuento de calidad mayor en su diseño: «Marcucho el modelo», el más antologado de su producción. Prisionero asiduo de Gómez, en la segunda época de Fantoches escribió algunos otros relatos autobiográficos, más decantados, que aún yacen dispersos en sucesivos números del semanario.

Casto Fulgencio López (1893-1962). Autodidacta, la investigación histórica absorbió su prosa de diafanidad ejemplar y le sustrajo de la vocación primera: el cuento. Publicó en 1932, su único libro de relatos: Pajaritas de papel. Muchos de sus textos habían aparecido antes en Fantoches. Orlando Araujo considera que su Lope de Aguirre (1947), es superior en factura literaria a la novela de Uslar Pietri: El camino de El Dorado97. Indudablemente que esa obra de López, enclavada dentro de la biografía, está más cerca de la novela histórica.

Valmore Rodríguez (1900-1955), zuliano, ligado físicamente al grupo Seremos, dejó apenas dos muestras de su capacidad como cuentista. La política militante lo devoró después. En 1934, había conquistado premio en un concurso de cuentos promovido por Panorama de Maracaibo, con «El Mayor». Después obtuvo segundo lugar en el concurso de Fantoches con «La capitana» (1942). Recogió ambos en Dos estampas (1942). Su relato es realista, de costumbres, sobre temas del lago zuliano.   —108→   La agilidad para presentar las situaciones, hace recordable su nombre.

Julio César Ramos (1901) ya fue presentado como segundo director de Fantoches (1941-1948). Su vocación de narrador ha sido tesonera. Publicó sus primeros cuentos en Elite y Fantoches. Incorporó a su lenguaje los rasgos poéticos de la vanguardia; de ahí que sus relatos muestren una atmósfera poemática de fuerza innegable. Domina en él, sin embargo, la intención social sobre temas costumbristas. En el cuento, aportó un volumen: Ruleta zodiacal (1931). A la novela concedió seis títulos. La prosa del periodista imprime cierta modalidad de reportaje a los desarrollos. La huella de Gallegos es visible en sus textos de asuntos rurales. Mantiene apego a las estructuras tradicionales en el arte de narrar. Títulos suyos son Falconete (Memorias de un periodista, 1933); Los conuqueros (1936); Gerardo Sol (Etopeya de un hombre nuevo, 1938); Las vidas del gato (1947); La selva (1949), Zorrotigre (El dictador que más trabajó para el diablo, 1949). Donde reside la originalidad de Ramos es en el manejo de cierta ironía o de una sátira abierta, escrita con mayor jerarquía artística a como la concibieron autores precedentes y su propio maestro Leo. Así, en Las vidas del gato y Zorrotigre.

Pablo Domínguez (1901), introduce en el cuento venezolano un tratamiento de tipo expresionista a la materia rural. Horacio Quiroga fue su maestro indiscutible, en los comienzos. Ponzoñas (1939), relato que da título a su primer libro, está narrado desde el yo de un escorpión, en forma parecida a los relatos de Anaconda. La intención social, lamentablemente invade esos cuentos iniciales con cierta moraleja implícita, sobre las virtudes proletarias del trabajo y la condenación de los vicios («Todo un valiente»); otras veces, el jurista lombrosiano teoriza sobre un crimen que está ejemplificado en el relato («Matías»); a pesar de esos detalles, Domínguez es un poderoso narrador. Las acciones de sus cuentos están impecablemente construidas. Su mejor libro es El capitán de la estrella (1957).

Luis Amitesarove es uno de los más interesantes casos de narrador realista. Larense, comenzó a escribir cuentos y a publicarlos en Fantoches. Pero estuvo muy   —109→   ligado al grupo que animó Alcides Losada en El Tocuyo, donde dio a conocer numerosos narradores, en una publicación parecida a la que Pocaterra sostuvo por los años veinte. Se llamó -la de Losada- La quincena literaria. Allí publicó Amitesarove su novela Insinuación (1927), a la cual siguió Puede que mañana (1935), novela social sobre los problemas ocupacionales generados a raíz de la muerte de Gómez. Esta segunda novela fue editada por la Liga Nacional de Desempleados. Después, la figura y el nombre de Amitesarove se han perdido.

Juan Pablo Sojo (1907-1948). Nativo de Curiepe, hijo de maestro de escuela, autodidacta a carta cabal, arrullado por voces y tambores mulatos, rodeado de florescencias lascivas y de aromas de cacaotales, Juan Pablo Sojo llega a ser en la narrativa venezolana, «pasión y acento de su tierra» barloventeña, como anota Pedro Lhaya98. Su literatura es ante todo vivencia y obsesionado hurgar en el enigma espiritual del negro. «Toda su obra está penetrada de esa magia del mundo donde nació, vivió y escribió.»99 Ajeno a todo artificio, fue escritor por necesidad de exteriorizar las cargas ancestrales que lo inundaban allá en lo profundo. En la rústica escuela del padre, poeta folklorista, obtuvo el instrumento necesario a su escritura: leer y escribir, conocimientos históricos y geográficos del país. Su padre fue el maestro de primeras lecturas literarias, con las cuales fue muy poca su deuda. Junto con Estílito Díaz Aponte redactaba en Curiepe un periódico mecanografiado: El Saurio. Antes de los veinte años escribió sus primeros cuentos. En 1935 conoce en Caracas a Guillermo Meneses. Hasta un año antes había sido el boticario de Curiepe. Pero escribía algunas crónicas en El Universal de Caracas, desde los años 30. Según Pedro Lhaya, a los 22 años ya tenía escrita su obra máxima: Nochebuena negra y una buena cantidad de cuentos. Uno de ellos lo dio a conocer en 1943: «Hereque», ganador del concurso de Fantoches. El mismo año aparece su novela: Nochebuena negra, y el cuento «Zambo» en el diario Ahora. Su nombre había alcanzado el éxito y la obra ingresaba en la historia de la narrativa venezolana como   —110→   uno de los más auténticos textos sobre el mundo del negro barloventeño. En adelante, luego de entrañable amistad con Juan Liscano, se consagra a estudiar y exhumar el folklore existente de su muy querida región nativa.

En toda su obra narrativa, Pedro Lhaya señala como características constantes -enfatizadas y llevadas a su máxima tensión en Nochebuena negra- la «intención redentora, atmósfera de desamparo, contenido social, contenido folklórico, contenido poético, pensamiento mágico, paisaje geográfico, paisaje humano, búsqueda de expresión de lo esencial de esa tierra y de ese hombre»100. Nochebuena negra es novela donde lo mágico aflora de la entraña popular misma, sin propósitos de elaboración adulteradora: la brujería y el Eros, la magia y el conjuro, el mito y la rebeldía, todo nace de la raíz. La elaboración de Sojo tiene todos los defectos y las virtudes de un arte ingenuo; y ese su encanto y su fortuna. Es novela y es documento, incurre en lo discursivo de la novela costumbrista tradicional, es cierto. Pero la reciedumbre de su estructura primitiva, con desdibujo y digresiones, mantiene el interés y la tensión gracias a la misma ingenuidad con que su autor relata y desordena las situaciones. El conflicto esencial, de idilio y duelos entre mayordomo y galán, se disuelve en la atmósfera general de un Eros contagiado a toda la estructura. Hay los personajes-silueta elaborados como sin quererlo -el latifundista- y tal recurso elimina el riesgo de incurrir en el viejo esquema de las novelas de oposición patrono-campesino. Nochebuena negra es novela regional. El realismo de sus temas está ligado en una masa integrada al hombre y al ambiente con un ritmo de acción continua, sólo cortada por las ya apuntadas digresiones. Aporta no obstante, a la novela nacional, nuevos elementos mágicos y de crudeza en las acciones, que otros novelistas, por pudor de hombres cultos, eludieron o insinuaron con frases un tanto relamidas. Sojo va directamente a los hechos. La poesía de su prosa rezuma del conjunto, de las asociaciones entre el hombre y su hábitat terrífico de enigmas. La obsesión de cultivarse como investigador, cercenó la continuidad de un magnífico novelista.

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Arturo Briceño (1908). Se dio a conocer cuentista en Fantoches, por 1931. Luego, en Maracaibo, el diario Panorama otorgó segundo premio a uno de sus mejores relatos: «Pancho Urpiales» y lo mismo ocurrió con otro cuento suyo: «Conuco», 2º premio de la revista Elite. Briceño estuvo ligado a las vanguardias y en su prosa hay registros poéticos, y recursos narrativos de esa procedencia. Pero mantuvo su apego al regionalismo de los nuevos criollistas de Fantoches. Con el título Pancho Urpiales recogió en pequeño volumen de 1940, tres de sus cuentos: los dos ya mencionados y «Tabardillo».

«Pancho Urpiales» es un brioso relato de ritmo rápido, de metáforas cimentadas en verbos para incorporarlos directamente a la acción; los diálogos están manejados con nerviosa efectividad, de expresión criollista. Se alterna esta primera historia con la del aventurero y macho Pancho Urpiales dado a lance erótico, cebado sobre «la sangre veinteañera de Inesita», la hija del viejo Ramos, el ciego. La copla popular, la intriga y los terceros de amor -Ortega- expanden el relato a casi una novela corta de diecinueve capítulos minúsculos, que llevan a la final venganza del ciego Ramos. Se estaba preparando ahí el novelista de Balumba (1943), de la que Pascual Venegas Filardo ha hecho comentario certero101. Venegas apunta que, «la tesis central de esta novela es la injusticia del poderoso contra el indefenso poblador rural. La conversión de éste en fugitivo ante su impotencia. Y al final, una revolución más, sin plan concebido de antemano, sin ideal preciso, y como consecuencia, la muerte de los revoltosos, el sacrificio estéril». Esa materia, apunta el ensayista, se imbrica en un doble paisaje de aridez poblada de cujíes o de selvas intrincadas de supersticiones, de mitologías bien tratadas con la prosa que aprendió el atletismo de la metáfora y la velocidad de las vanguardias.

Luis Peraza (1909) fue uno de los más próximos y leales discípulos de Leoncio Martínez. Su vocación anduvo más por los escenarios del teatro costumbrista. En Cuentos de camino real (1935) dejó, sin embargo, la   —112→   constancia de sus capacidades narrativas, siempre sobre temas rurales del Yaracuy nativo.

Víctor Manuel Rivas (1909-1968) estuvo también ligado a Leoncio Martínez por el mundo del teatro, que halló en el creador de Fantoches un excelente impulsor. Publicó además algunos cuentos que aún andan dispersos. Pero su nombre entró ya al final, en la historia de la novela venezolana con La cola del huracán (1968), donde las aguas subterráneas del mundo diplomático, insertas en novelas anteriores como La galera de Tiberio, de Enrique Bernardo Núñez, cobran un interés particular con Rivas, por la ironía y la denuncia valiente que abordan sus páginas. Es novela contemporánea, densa y penetrante, de ritmo lento y prosa muy moderna. Rivas domina con fluidez las más modernas técnicas del relato amplio: los cambios de tiempo, los monólogos interiores interpolados sin diferenciación en la masa de las acciones. La cola del huracán es novela que atrapa lectores en su abarcadora estructura donde culmina artística y contemporáneamente la historia de un país, desde el gomecismo. La crítica aún no la ha descubierto en todas sus implicaciones. Allí están encerrados los nombres y las circunstancias propios de una Venezuela contemporánea, desde la raíz.

Por razones de cronología y, especialmente, por lo que representa de fusión entre el realismo y la vanguardia, el segundo subgrupo de Fantoches lo veremos al final del panorama.

Simultáneos en el tiempo con los de Fantoches se desarrollan en la literatura los autores que portarán definitivamente el estandarte de vanguardia en la narrativa venezolana. Sus protagonistas comenzaron a publicar cuentos en el segundo lustro de los veinte. Incluso había en los comienzos de uno de ellos, Carlos Eduardo Frías, un vínculo afectivo y temático hacia el criollismo entendido a la manera de Fantoches. Su primer relato, «La quema», fue premiado por este semanario. A partir de «Canícula» rompe amarras y se echa por rumbos nuevos para erigirse iniciador o, al menos precursor, del movimiento.

Pertrechados de un bagaje anárquico en lecturas, como el que hemos señalado antes, un núcleo integrado por Arturo Uslar Pietri, Carlos Eduardo Frías, Neison Himiob,   —113→   Juan Oropesa, Miguel Otero Silva, José Salazar Domínguez, Pedro Sotillo, entre los narradores, y otros nombres de poetas, al lado del dibujante Rafael Rivero Oramas, fundaron la revista Válvula. El único número circuló en 1928. Uslar Pietri parece haber sido el redactor del editorial-manifiesto con que se abría la publicación, y cuyas frases iniciales definieron al grupo o lo pusieron en la mira de las burlonas críticas de Jesús Semprum102 entre otros. «Somos un puñado de hombres con fe, con esperanza y sin caridad. Nos juzgamos llamados al cumplimiento de un tremendo deber, insinuado e impuesto por nosotros mismos, el de renovar y crear. La razón de nuestra obra la dará el tiempo.»

Hay dos notas en ese manifiesto que resaltan por su interés para el desarrollo de la narrativa. Primeramente, junto a la negativa de una definición o clasificación preceptiva, estimaron que el único principio abarcador del arte nuevo era el de sugerir, «decirlo todo con el menor número de elementos posibles», lo cual justificaba el uso de la metáfora dinámica; y en segundo lugar, la intención de incorporar al lector en la obra, «que el complexo estético se produzca (con todas las enormes posibilidades anexas) más en el espíritu a quien se dirige que en la materia bruta y limitada del instrumento». (...) «Dar a la masa su porción como colaboradora en la obra artística.» La primera de las intenciones permitió sacudir el tematismo imperante en los regionalistas de tradición, imprimir al cuento su necesaria condensación estructural, como reacción contra el estatismo descriptivo. No importó ya el simple asunto a narrar, sino su confección interna y última, la capacidad de no entregar al lector un todo digerido, sino pedirle complicidad en el desarrollo del relato. Ambas posibilidades se cumplieron y operaron el cambio decisivo en el arte de narrar. Otro de los textos teóricos «Forma y vanguardia», donde se proclamaba   —114→   la ruptura de grafías tradicionales, no se cumplían el cuento sino en el poema. En la praxis, la arremetida frontal fue contra el criollismo.

Bajo lema nietzscheano, tal vez el basamento estético de aquellas palabras preliminares de válvula hubiera sido el Frontispicio escrito por Guillermo de Torre para sus tantas veces mencionado libro. La falta de caridad fue contra las «escuelas difuntas», particularmente el criollismo y el realismo, para dar así carácter y materia universal a las creaciones. Ellos supieron ver que en el lenguaje, en los temas, en la anarquía de las imágenes, en la libre asociación, en la neotipografía, estaban latentes los corrosivos más poderosos contra el método siglo XIX que seguía imperando en las técnicas de la novela y el cuento.

Carlos Eduardo Frías (1906) fue el primero de quienes rompió con las tradiciones narrativas en su cuento Canícula que dio título a su único libro, de 1932. Tuvo el mérito de iniciador. No perseveró en su trabajo narrativo.

Arturo Uslar Pietri (1906), había comenzado publicando sus primeros cuentos en revistas y periódicos desde 1926. Pero fue su primer libro Barrabás y otros relatos (1928) el que vino a definir en la práctica aquel movimiento103. Era el mismo año en que Juan Oropesa Publicaba su célebre cuento «Un traje a cuadros», de preciso corte futurista. Oropesa sólo volverá a publicar ficción en 1943, cuando aparece su novela Fronteras, apagados ya en él sus fuegos vanguardistas.

Uslar estaba destinado a ser el gran renovador del cuento. El ensayista polémico, presente en su temperamento, no ha podido acallar nunca al maestro del relato breve. Los dieciséis cuentos que integraron su primer libro, tenían -algunos- cierto apego final a recursos expresivos del modernismo. Pero una mayoría apuntó hacia las nuevas modalidades. Los temas pudieron ser regionales o universales, ya no importaba tanto. La construcción interna, el poder sugerente, la síntesis del relato, los juegos alternados de las perspectivas y los puntos de vista, lo convirtieron en el primero y más contemporáneo narrador de su generación.

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A partir de su primer libro, Uslar no ha cesado en el trabajo de narrar. Se marchó a Europa y, en París, publicó su primera novela, que debía consagrarlo en España y en América: Las lanzas coloradas. El trabajo surrealista de ciertas secuencias en esta novela ha sido apuntado por Ulrich Leo104. Fue su mejor novela. Tal vez su novela. Cuando retornó al país, muerto Gómez, traía ya otro volumen de cuentos. Red (1936) abrió sin duda la compuerta secreta hacia el realismo mágico, tendencia que culmina, en Uslar, con Treinta hombres y sus sombras (1949), donde está lo mejor de su cuentística. Dos años antes, había publicado una segunda novela: El camino de El Dorado, sobre la dramática aventura vital de Lope de Aguirre. La prosa es, como siempre, la de un maestro; pero apegado a la biografía, resintió un poco la estructura.

Por los años sesenta, Uslar Pietri persistió en la novela con dos obras que iban a formar parte de un ciclo de tres. El título común es El laberinto de fortuna. Las dos obras integrantes hasta ahora, son Un retraso en la geografía (1962) y Estación de máscaras (1964). El éxito fue nuevamente relativo. No así en el cuento, donde su último libro, Pasos y pasajeros (1966), corroboró las dotes de maestro en el género. En otro lugar sostuve y hoy reitero la afirmación de que Uslar Pietri, dentro de su generación, fue el primer renovador sistemático del cuento contemporáneo venezolano, si se toma como punto de partida la incorrectamente llamada generación de 1928. Si su libro acopió y puso en práctica algunos procedimientos del surrealismo, a partir de Red se adentra por las tendencias del realismo mágico. Con su tercer libro en el género regresa a los temas regionales, pero sobre bases muy distantes del criollismo y sus prolongaciones más modernas. Uslar parecía demostrar -y logró hacerlo- que estábamos muy distantes de haber dejado exhaustos los asuntos nacionales. Pero el hecho de tratarlos no obligaba a incurrir en el pintoresquismo epidérmico del lenguaje popular, en las descripciones morosas de la naturaleza con detrimento del hombre, sino que en los tipos humanos de cada país   —116→   existen conflictos y dramas interiores válidos para la creación literaria; se necesitaba descubrir para expresarlos con una metodología moderna, con una escritura más universal, más trascendente.

José Salazar Domínguez continúa la línea renovadora de Uslar Pietri en Barrabás y otros relatos. Su primer libro, Santelmo (1931) de asuntos marineros, muestra un alejamiento de lo que había sido una constante negativa en los autores regionalistas hasta el grupo de Fantoches: la propensión a generar el conflicto mediante una tragedia pormenorizada y el dramatismo espectacular de muerte como ineludible y único final de cuento. Salazar Domínguez sugiere, insinúa con parquedad ejemplar. En 1941 vuelve por los fueros del relato breve, con El doctor Aguijón y su ayudante, pequeño volumen en cuyo final va inserto otro cuento donde retorna a su primer libro: Por la hermosa costa del mar. Después ensayó la novela: Güésped (1946), pero se internó de nuevo por un cierto criollismo que ahogó su enorme poder creativo de atmósferas poéticas.

Pedro Sotillo (1902), poeta y periodista, aportó apenas unas muestras en el cuento. Pero tan recias y compactas que hacen de su nombre un precursor de modernos diseños: «Los caminos nocturnos» y «Viva Santos Lobos» (1933) constituyen su mejor momento narrativo. El último, ha sido antologado y reimpreso varias veces. Sotillo despoja su materia de todo viso documentalista; la suya es, ante todo, ficción y ésta se construye indagando, descubriendo para expresar el misterio que hay detrás de lo cotidiano. Por eso, «Caminos nocturnos», que Picón Salas consideró una de las obras maestras con que cuenta nuestra literatura narrativa, constituye un punto de arranque en el proceso del realismo mágico. Y «Viva Santos Lobos», una alegoría imaginativa que resume las leyendas tejidas por la fantasía popular alrededor de los caudillos de montonera. Lástima que haya dejado esperando a los lectores por nuevas obras, a lo mejor inéditas...

Cabalgando entre el criollismo y las vanguardias se fue haciendo el nombre narrativo de Julián Padrón (1910-1954). Entre los más jóvenes del 28, fundó junto con Uslar Pietri, Pedro Sotillo y Alfredo Boulton, una revista de interés para aquel movimiento: El Ingenioso   —117→   Hidalgo (1935). Polemizó con Carlos Eduardo Frías, atrincherado entonces en La Gaceta de América, según refiere Meneses105. Fue antologista y animador de otros narradores. Inicia su obra de creación con La Guaricha (1934). Antes había publicado textos en Elite, algunos de los cuales recogerá después en Candelas de verano (1937). Enamorado de su tierra venezolana, autodidacta, asimiló de las vanguardias los recursos que imprimieron dinamismo e intensidad lírica a su escritura. Mantuvo apego a los asuntos campesinos. Fue, en tal sentido, criollista; pero consciente de los defectos que minaron la vocación de Urbaneja Achelpohl, será él quien transfigure esta corriente y la dote de fuerza y tragicidad originales, soslayada la tendencia enumerativa y estática del regionalismo anterior, incluido Gallegos, de quien aprende recursos para el detalle, pero a quien elude en la omnisciencia rígida de las construcciones simbólicas. Candelas de verano tiene la intensidad y el ritmo atlético de la mejor narrativa regional. Madrugada (1939) es novela donde culmina su obsesión de captar el alma enigmática del campesino en tránsito a la ciudad, como bien apunta Picón Salas106. Después vino el declinar, la novelística que torna a repetirse en procedimientos y situaciones cuando ya se agota el material de la vivencia evocada: Primavera nocturna (1950), Este mundo desolado (1954). Padrón fue además el fundador de los Cuadernos Literarios de la Asociación de Escritores Venezolanos, donde estrenaron forma de libro innumerables narradores contemporáneos. Su Antología de Cuentistas modernos (1945) seguirá por pasos propios la tarea difusora emprendida al lado de Uslar Pietri, con quien seleccionó la Antología del cuento moderno venezolano (1940) una de las más completas que se ha ordenado hasta ahora en Venezuela.

Viajero desde el mundo de la poesía, Antonio Arráiz (1903-1962) incursionó en la narrativa y originó polémicas muy encendidas cuando publicó en 1938 su novela Puros hombres, obra testimonial de las cárceles gomecistas, cuya crudeza de lenguaje y fuerza del relato sólo tenía antecedentes en ese desgarrado mural de   —118→   crueldades que fue Memorias de un venezolano de la decadencia, de José Rafael Pocaterra. Todo el lirismo evocativo que trasuntaban los narradores a que hemos venido aludiendo, se rompen con la violencia expresiva de Arráiz. Su novela regresaba a los ásperos relatos de Pocaterra o Blanco Fombona, pero incorporaba en su prosa la calidad técnica aportada por las vanguardias.

No es que los narradores del realismo al modo de Fantoches o del vanguardismo al estilo de Válvula y El Ingenioso Hidalgo, no acudieran a la crudeza. Es que ellos la proyectaban en las situaciones, o interpolaban uno que otro vocablo rudo como con ruborosa candidez. Arráiz irrumpe en la novela con una escatología del sufrimiento, sin recato; con furia expresionista. Así es Puros hombres, su mejor novela. Cuando intenta retornar a la «creación de una leyenda», con Dámaso Velásquez (1943), o moralizar a expensas de un contexto generacional evocado con debilidad, Todos iban desorientados (1951), la narración se le rompe en las manos.

Después de su primera novela, Arráiz comienza a publicar en la recién fundada Revista Nacional de Cultura (1938) el ciclo de cuentos que integrarán su libro Tío Tigre y Tío Conejo (1945). En ellos asume el tono picaresco de las consejas populares y los personajes animales del fabulario, para encarnar toda una irónica galería de personajes del gomecismo o de la sociedad del nuevo-riquismo, que emergía con los primeros pozos de la prosperidad petrolera, La intención política late detrás de cada personaje. Una alegoría colectiva queda prisionera en su fauna llena de humor y picardía. Uslar Pietri adjudica a Antonio Arráiz la originalidad de haber sabido aprovechar, entre los primeros, la rica veta de la conseja donde el pueblo expresa oralmente su filosofía de la experiencia. Era el mismo camino que él venía intentando desde Red y lograría en muchos de los mejores cuentos de Treinta hombres y sus sombras, años después107.

Por la brecha que develó Antonio Arráiz se lanza otro poeta del 28. Es Miguel Otero Silva (1908). Su primera y más fresca novela, Fiebre (1939), vuelve a las andanzas de cárceles y campos de concentración, de carreteras   —119→   y conspiraciones donde transcurrió la angustia o se ahogó la inquietud juvenil de su generación. Otero Silva se enfrenta al asunto con un lirismo legítimo. El humorista que hay en su actitud vital aflora en las anécdotas interpoladas con oportunidad y gracia. Después, un largo período de absorción en el periodismo humorístico o serio, de El morrocoy azul y de El Nacional, lo alejaron del oficio. Volvió a ejercerlo en 1955, cuando aparece Casas muertas. Los pueblos fantasmas le inspiran un desarrollo de conflictos bastante convencionales. Las exploraciones petroleras de Oriente enmarcan a Oficina Número 1 (1961). La crítica fue benévola y hasta elogiosa con el autor y sus obras. Pero aún no había logrado vencer la rigidez en el manejo de las situaciones y un lirismo del que no andaba ausente el melodrama. Fiebre continuaba siendo su mejor tentativa. La muerte de Honorio (1963) trabaja sobre cárceles y torturas de otro umbroso período dictatorial: el de Pérez Jiménez. Como documento, la novela interesó. La voluntad de utilizar recursos y técnicas de la narración moderna, no fue siempre muy efectiva. Cuando su autor comprendió dónde estaba el éxito de su primera novela y retornó a la espontaneidad en la prosa, al manejo de la anécdota y el humor, la tesonera voluntad de narrar halló firme asidero y produjo entonces Cuando quiero llorar no lloro (1970), sin duda una novela de excelente diseño, bien escrita, interesante, exitosa con toda justicia.

Los más jóvenes de la generación, en el cuento y la novela, fueron José Fabbiani Ruiz (1911) y Guillermo Meneses (1911). Fabbiani arrancó escribiendo cuento desde 1933, fecha en que produce «Caín». Como Uslar con Barrabás, Fabbiani recrea un tema bíblico: el de la pareja original y sus dos hijos. Los dota de fuerte contextura humana y emplaza a Dios, creador del mal y la venganza. De aquella prosa insegura, de tanteos, que prosigue en otros relatos como el novelín Valle hondo (1934) o los cuentos «El Profesor de Castellano». «Guaritoto», «Brisota», «Una historia vulgar», procede el novelista. Su cuento «Guaritoto» anuncia el lirismo rural que desemboca en Curia es un río de Barlovento (1943). Sus relatos iniciales los agrupó en el pequeño volumen Agua salada (1939). «Una historia vulgar», es   —120→   el mejor concebido. Aun con su prosa de períodos breves, el tiempo de sus relatos es parsimonioso por la propensión al detalle, por las excesivas explicaciones, no siempre necesarias. En 1941 se presenta el novelista de asunto político-social con Mar de leva, sobre la muerte de Gómez y los años inmediatos. La prosa ha madurado mucho. Nectario Lugo, el sujeto base de la acción está construido en pequeños cuadros saltarines que van de adentro a fuera en peripecia nerviosa, esquemática, bien escrita, irónica en momentos. El mundo de los sueños o la progresión biográfica son las agujas de dos tiempos narrativos. Se está preparando el novelista de La dolida infancia de Perucho González (1946), homónima de La mala estrella de Perucho González (1935), del chileno Alberto Romero. Después, en 1959, concluyó su obra con otra novela: A orillas del sueño. Las dos últimas, fueron recogidas en volumen con el título La dura tierra (1969).

En La dolida infancia de Perucho González -su mejor testimonio narrativo- el mundo evocativo, desde la primera persona de un sujeto-protagonista que refiere su propia peripecia, adquiere un tiempo aletargado, donde ambiente y hombre se disuelven en las nieblas de la memoria que trata de «aferrarse a la niñez». Hay sin embargo un apego a cierto casticismo expresivo en la escritura culta, que resiente el interés en la novelística de Fabbiani.

Guillermo Meneses (1911) estaba destinado, con el tiempo, a ser el más contemporáneo e influyente narrador del 28. Influyente sobre las promociones más actuales. Muy joven aprende los secretos del oficio narrativo. A los 19 años, en Elite, publica su primer cuento:«Juan del cine» (1930). Reelaborado, bajo título «Adolescencia» formará parte de su libro Tres cuentos venezolanos(1938). Meneses había frecuentado con acuciosa penetración la lectura de Joyce, en especial de El artista adolescente, que ya vimos traducido temprano al español. Allí está la fuente remota -admitida por el novelista- de su literatura del crecimiento. Es una primera vertiente de su obra. La otra es la del realismo mágico, acendrado, firme en la tradición de la narrativa de tema negro. Novás Calvo, el excelente cubano de El negrero y Cayo Canas, fue su maestro, a quien menciona dentro de sus lecturas de juventud108.

En la vertiente del realismo mágico109, la obra de Guillermo Meneses, parte -como en la primera tendencia de «crecimiento» con «Juan del cine» y «Adolescencia»- de un primer cuento magistral: La balandra Isabel llegó esta tarde (1934). Prosigue en algunos de los seis cuentos que integraron La mujer, el as de oros y la luna (1948) dentro del relato corto. Culmina en ese relato poemático extraordinario que en 1952 provocó una verdadera conmoción estética: La mano junto al muro. Diez cuentos es el saldo de Meneses en este género. Escaso número, si lo comparamos con la opulencia repetitiva de otros autores. Pero ellos bastaron para que Meneses fuera adquiriendo progresivo prestigio y lograra influir en, por lo menos, dos generaciones que empiezan a publicar obra desde 1958. En su momento aludiremos a este hecho.

No puede afirmarse que los cuentos de Meneses son apenas el gimnasio donde va entrenando el novelista, como sí ocurre con los de Gallegos. Meneses va ampliando   —122→   su cosmovisión en un trabajo continuo. Pero sus cuentos tienen valores propios. La textura de su prosa y el compacto hermetismo de su estructura mágico-poética, donde la anécdota y el conflicto ceden a la potencia de un lenguaje de sugestiones simbólicas, de honda autenticidad existencial. Ya en Meneses no hay ese falso lirismo apoyado en la corteza de metáforas más o menos audaces. Las suyas se clavan directamente en el corazón de un desarrollo aparentemente realista. La poética de su escritura mana de atmósferas construidas por abstracción o disolución de la figura, como en la plástica gestual o en el abstraccionismo lírico, materias en las que Meneses tiene autoridad bastante.

Sus novelas amplían la visión de estos dos mundos. La vertiente del realismo mágico parte de Canción de negros (1934), se proyecta con resonancias sociales en Campeones (1939) y cierra en El mestizo José Vargas (1946). A partir de ese momento se produce una síntesis de actitudes en La mano junto al muro (1952), para derivar inmediatamente a un retorno: la fuente originaria de la novela de crecimiento, prefigurada en «Juan del cine» y «Adolescencia», o «El destino es un dios olvidado». Es la novela de los desdoblamientos, el contrapunto y las visiones disueltas en la atmósfera de una memoria fragmentada; el juego contrapuntístico de «Espejos y disfraces», como el mismo titulará después la síntesis de su poética110. Un ejercicio narrativo, Cable cifrado (1961) lo conecta con el mundo de las vivencias en deshilvanar constante, para confluir en las «extrañas» construcciones de El falso cuaderno de Narciso Espejo (1952) y producir diez años más tarde una síntesis de aparentes inconexiones: La misa de Arlequín (1962). Ya para entonces, al esquema primario, joyceano, agrega las dolientes maceraciones espirituales de Sartre y Camus, y una propia autenticidad angustiada que se expresa en la sordidez cotidiana de su materia, en las proyecciones coloquiales de sexo y necesidades vitales por los cuales Meneses ya no muestra ese como pudor hipersensible de otros narradores. La estética de lo feo concreto, embellecido con la palabra narrativa, remotamente aglomerado en las obras de Sade y Kafka, reactualizado por Sartre, Camus y los narradores norteamericanos, estalló   —123→   en la novela-búsqueda que se organiza alrededor del caos esencial de Meneses.

Cronológicamente identificado con la generación de 1928, Mariano Picón Salas (1901-1965), ensayista por definición y vocación, creció narrador en Chile, al contacto con la novela poemática, en auge por los años del 25 al 30 en Eduardo Barrios, José Santos González Vera (evocador del mundo provinciano con un tono de nostalgias poéticas) y Salvador Reyes. Su primer libro en el género fue de narraciones y prosas poemáticas: Mundo imaginario (1927); insistió con Odisea de Tierra Firme (1931) y Registro de Huéspedes (1934). Pero fue su retorno a Venezuela, el recrudecimiento de añoranzas de Mérida, su ciudad natal, lo que permitió a su nombre ingresar en la historia de la narrativa venezolana con uno de los más bellos libros de autobiografía lírica, de humor evocativo, y penetración culta en las arterias rancias de sangres coloniales.

Ese es el fondo de su hermoso Viaje al amanecer (1943), comparable en la belleza de sus nostalgias bien escritas con las Memorias de Mamá Blanca. Persistió en la narrativa con un cuento: «Peste en la nave» (1949) y luego volvió a la novela por falsos terrenos de una filosofía expositiva donde el ensayista se impuso- Los tratos de la noche (1955). Mientras en Caracas o en Chile, jóvenes escritores trataban d e profundizar su revolución estética de vanguardia, en la provincia venezolana, especialmente en Maracaibo, se congregaba un núcleo intelectual con similares propósitos. Fue el grupo Seremos. Comportaron una conducta enfrentada al dictador, como los jóvenes universitarios caraqueños. Leyeron las revistas de vanguardia, tanto venezolanas como extranjeras. Alimentaron vocaciones de escritura. Entre sus miembros, hubo tres nombres que inclinaron su deseo intelectual hacia la narrativa: Ramón Díaz Sánchez (1903-1968), Gabriel Bracho Montiel y Aníbal Mestre Fuenmayor. Eran los tiempos en que la explotación petrolera iniciaba su invasión cultural y moral en la quieta ciudad lacustre. La sensibilidad social de Seremos trascendió en obra. Mestre Fuenmayor publicó en 1927, un volumen de catorce cuentos: Esta es mi sangre. Bracho Montiel, humorista de larga y valiente posición a través de innumerables periódicos, publicó sus primeros cuentos   —124→   en Fantoches. La mayoría sigue dispersa. Por los años 20 su nombre alcanzó resonancia con «La huella del hombre que pasó». En 1954, bajo el sello de ediciones «Seremos» un pequeño volumen: Guachimane. El fermento marxista de su ideología se ve en los relatos de apego integral a las formas de un realismo crítico.

El nombre mayor que aportó «Seremos» a la narrativa nacional fue el de Ramón Díaz Sánchez. Comenzó novelista, con el título que él mismo decidió borrar de su bibliografía: El sacrificio del padre Renato (1926). Luego abordó el cuento en 1933- con Cardonal. Pero el Paso definitivo hacia la historia literaria lo constituyó Mene (1936). Eran los años en que la narrativa norteamericana de los 30 se difundía por Hispanoamérica. John Dos Passos se había convertido en tipo de una literatura documental y protestataria de altísimas condiciones: Manhattan Transfer se erigió modelo de novelista. El gran narrador de la trilogía U.S.A. allanó el terreno para la avalancha magistral ejercida después por William Faulkner. Y fue Díaz Sánchez quien comprendió de los primeros esta nueva modalidad de escribir narrativa. Las discriminaciones del negro, las venturas y desventuras de una falsa riqueza petrolera en los campos de Cabimas adquirieron una jerarquía artística en manos del escritor de Puerto Cabello quien vivió y padeció aquel estallido de industria aniquiladora sobre la raíz nacional. El éxito de la obra fue rotundo. Su autor encauzó la vocación, alternadamente hacia el ensayo y la historia, pero sin descuidar su dote de narrador. En 1941, Caminos del amanecer dejó huella importante en el cuento. La magia y el misterio configuraban la intensa dramaticidad humana de sus tipos. Los siete cuentos del volumen constituyeron piezas antológicas, sin duda. En 1946 fue ratificada la calidad del cuentista al obtener el premio del concurso anual de cuentos promovidos por El Nacional, con «La Virgen no tiene cara»: Díaz Sánchez abandonó desde ahí el trazo inicial de un realismo poético, para ingresar al trabajo artesanal de una escritura culta y encerrar en ella materiales de consistencia popular. La estructura de sus narraciones siguió siendo impecable. El dominio de un oficio tercamente ejercitado lo salvó. Pero cierta inautenticidad de   —125→   situaciones, cuando ya Meneses había colmado cruda sinceridad narrativa con jerarquía maestra los temas del negro, colocaron su nombre en un nivel subsidiario. «La Virgen no tiene cara» anuncia no obstante al gran novelista que aún estaba forjando un metal nuevo. Con el mismo título del cuento recogió un volumen en 1951. Un año antes fue el impacto final: Cumboto (Premio de novela «Arístides Rojas» 1948). El escritor había llegado a una madurez de escritura, pero el afán cultista de hacer «arte» y no de crear «Ilusión de realidad» debilitó la capacidad de tensión narrativa que perfiló a Mene como una gran novela. El artesano se vio demasiado a las claras, o si se quiere el artífice de situaciones premeditadas al exceso. Cumboto fue, con todo, la novela consagratoria. Luego vino el declinar por el despeñadero de una excesivamente cuidada elaboración de esquemas cíclicos. Casandra quiso volver tardíamente al mundo novelístico de la «vida en la región petrolera del Zulia». Sólo que ya no fue una novela vivida sino recreada sobre un remoto y macerado mundo de vivencias juveniles y la fuerza ya era escasa. Reanudó el trabajo narrativo de Cumboto, aun dentro de la conformación de su rigidez omnisciente, en Borburata; pero ya los aromas del cacao se habían evaporado y la novela falseó situaciones otra vez sobre el persistente problema de una discriminación racial no muy convincente. Toda la carga de poesía novelada que modeló casi escultóricamente en Cumboto, tan bien analizada por Sambrano Urdaneta en sus Apuntes críticos sobre Cumboto111, al revertir en una simbiosis de realismo, es devorado por el afán de técnicas de yuxtaposición en los planos de Borburata, novela que Orlando Araujo mira con otro gusto112.

Llegamos así a una nueva fase en la narrativa venezolana. A lo que pudiéramos llamar el proceso actualizador de la novela y el cuento, si admitimos la afirmación que Orlando Araujo, en su travieso y excelente libro sobre la Narrativa venezolana contemporánea, llama un siglo XIX que duró 136 años.

Muerto Gómez, todo el volumen de la mejor producción narrativa almacenada por las vanguardias se vuelca   —126→   sobre los lectores venezolanos. El surrealismo abre sus compuertas decisivas en la poesía con el grupo y la revista Viernes. Elite reemprende su amplio alojamiento para la literatura. Fantoches, clausurado durante varios años, reaparece en manos de Leo, más fervorosamente combativo en su inquietud de consolidar la protesta social en un arma literaria, que al final resultó de doble filo. Una nueva promoción de narradores intentó conciliar las conquistas más auténticas del realismo y los aprendizajes bien asimilados de la vanguardia. Los temas desarrollados en la ficción se diasporizan.

Una segunda promoción, o lo que llamamos segundo subgrupo en el núcleo de Fantoches compacta la orientación del realismo mágico. No faltan quienes aún mantengan una melancólica reminiscencia modernista ya senil: Antonio Reyes (1901), por ejemplo, el director de Perfiles (1925-1935), de orientación demasiado artística y autor de Cuentos brujos (1931) y la novela Lucrecia Amorós (1933). Sostiene su inquebrantable voluntad de hacer «ficción» un tanto al modo de Dominici, con desdibujos fantásticos: Hay esmeraldas en Mérida (1945) y Vuela el maleficio (1954), dentro del cuento; o las novelas de Las viudas de color (1937), La «única» verdad de la bailarina (1938), La mariposa amarilla (1955). Otros, como Jesús Enrique Losada (1895-1948), entregan una muestra de originales cuentos futuristas: La máquina de la felicidad (1938). Mientras que el reportaje novelado asume la medida de un criollismo todavía vigoroso: Balatá (1936), de Francisco de Paula Páez; Guataro (1938), de Trina Larralde; La mojiganga (1938) de Ángel S. Domínguez y Noche de indios (Relatos del Arauca) de Francisco de Paula Páez.

Tres mujeres cierran filas en la narración de esos años posgomecistas. Mercedes Carvajal de Arocha (1902) que bajo el nombre literario de Lucila Palacios ha sostenido una perseverante vocación hasta hoy, se inicia con Los buzos, novela escrita en 1934, publicada en 1937. A la que siguieron Rebeldía (1940), Tres palabras y una mujer (1944), El corcel de las crines albas (1950), Cubil (1951), El día de Caín (1958), Tiempo de siega (1960), Signos en el tiempo (1969), y La piedra en el vacío (1970). En el cuento ha legado Trozos   —127→   de vida (1942), Mundo en miniatura (1955), Cinco cuentos del sur (1962).

Con estrujante capacidad de realismo se exhibe Ada Pérez Guevara (1905) en el novelín Tierra talada (1937), para ingresar en el cultivo intenso del cuento, cuya primera tentativa Flora Méndez (1934) fue exitosa. Su libro máximo es Pelusa y otros cuentos (1946).

Con el seudónimo Elinor de Monteyro, Blanca Rosa López, como antes Lucila Palacios, se dio a conocer a través de la Asociación Cultural Interamericana, promotora de concursos literarios femeninos. Caminos (cuentos del hospital y otros) (1936) fue seguido del triunfo alcanzado por Entre la sombra y la esperanza (1944), premiado en el Quinto concurso de la mencionada Asociación. Escribió además dos novelas: En aquellas islas del Caribe (1947) y Hechizo y emboscada (1951).

Todas estas variantes no hicieron sino enmarcar la avalancha de un realismo más artístico y un neocriollismo a la ofensiva, que giró alrededor de Fantoches, cuyo concurso de cuentos nacionales perduró casi hasta la extinción del semanario.

Arturo Croce (1907). Perteneció a la generación de 1928. Comenzó haciendo poesía. Publicó un primer relato, «La carretera», en Cultura Venezolana. Su primer libro, Chimó y otros cuentos, es de 1942. Allí está plasmada su ideología social de combatiente en favor de los obreros y campesinos de su región: el Táchira. Sus relatos iniciales son pequeños himnos telúricos de aquellas serranías, donde está presente la huella del magisterio galleguiano. La madurez del narrador tarda en afianzarse a través de libros como Taladro (1943), La muerte baja de la montaña (1947), hasta que «Un negro a la luz de la luna», obtiene segundo premio de El Nacional en 1947. Con La montaña labriega (1958) explora un telurismo más legítimo. Tierra revuelta (1952) y Surimán (1955), habían reiterado hallazgos parciales de sus primeros libros. Vino después una novela agrisada de folklorismo: Los diablos danzantes (1961), luego Talud derrumbado (1961), para alcanzar después dos éxitos de concurso: El nudo (1968) y La roca desnuda (1968), esta última, ampliación de un cuento del mismo nombre, resulta uno de sus mejores libros.

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Raúl Valera (1912) obtuvo en 1942, mención honorífica de Fantoches, con «Fiesta en el puerto». Un año después ganó primer premio del mismo semanario con «La alcancía de barro negro». Después de Intentona (1946), su primer libro, diseminó cuentos por revistas y periódicos. En 1951 obtuvo accésit al concurso de El Nacional, con «Mañana si será», su mejor relato.

Lourdes Morales (1912) ganó el premio Fantoches en 1942, con Mi General. Una extraña fuerza mágica y cierta ironía caracterizan su narrativa, cuyo primer libro Delta en la soledad (1946) hizo prever un valor destacado. Seis años después publicó Marionetas (1952) y luego mantuvo silencio.

Eduardo Arcila Farías (1913) fue otro de los nombres promisores del realismo social a partir de su primer libro Sudor (1941), siete relatos sugestivos sobre los obreros de la región petrolera zuliana. La investigación histórica, lo absorbió. Tenemos razones para afirmar que ha seguido cultivando su don narrativo, en un silencio que no rompe.

Poeta de finísima expresión, Pedro Francisco Lizardo (1920), integrado después a Contrapunto, escribió un grupo de cuentos de excelente escritura. Publicó en Fantoches: «Malasangre», «Migajita» y «Maldeojo». «Malasangre» fue reproducido y comentado elogiosamente en la revista Pan, de Buenos Aires. Más tarde, poeta renombrado, volvió al cuento y obtuvo tercer lugar en el concurso de El Nacional, con «Viaje al fondo del espejo». Lamentablemente Lizardo no ha rescatado le las páginas periodísticas sus elogiadas narraciones. Algo tienen. La delimitación realista impuesta por Fantoches debía llegar a una extenuación, desde el seno mismo del semanario. Aires de universalidad y nuevas influencias batían por la narrativa de todo el Continente. La Segunda Guerra Mundial había producido nuevos desencantos, como antes, la Guerra Civil Española, otras indignaciones. Los grandes maestros de la novela inglesa y norteamericana se leían con furor. Los neorrealistas italianos descubrían a Faulkner y proyectaban una diáfana manera de interiorizar el relato en nuevos sondeos existenciales. Productos de estas modalidades que habían de cristalizar en la generación siguiente, a la cual se incorporaron, son dos nombres destinados a desbrozar   —129→   los nuevos métodos y técnicas. Son Óscar Guaramato y Gustavo Díaz Solís.

Óscar Guaramato (1916), obtuvo en 1943 dos reconocimientos, en Fantoches y en la revista Alas, de Barquisimeto. Dos años después vino su primer libro, de asombrosa madurez: Biografía de un escarabajo (1945). Sus dilemas existenciales expresados con emotividad contenida y escritura poemática -rememorante de Vasco Pratolini, el de Oficio de vagabundo- restauraron el verdadero sentido poético al cuento venezolano. Desde entonces, hasta los más duros temas, como los fusilamientos de la guerra civil española, hasta los más cotidianos, como la vida de una familia de ratones, logran conmover humanamente por la ternura legítima que sabe incorporar a sus relatos Por el río de la calle (1953), La niña vegetal (1956).

Gustavo Díaz Solís (1920), a los diecinueve años fue la sorpresa de Fantoches, cuando obtuvo el premio con su cuento Llueve sobre el mar. Su primer libro fue Marejada (1940). La obra con que empezó a agigantar su prestigio de cuentista es Llueve sobre el mar (1944). En 1947 quedó ratificada su excelencia narrativa en «Arco secreto», segundo premio en el concurso de El Nacional. En 1948 reanudó en un solo volumen su producción: Cuentos de dos tiempos. Posteriormente ha seguido trabajando relatos de sorpresiva perfección: Cachalo (1965), El punto (1965).

Díaz Solís retomó los asuntos regionales venezolanos; pero sus cuentos, cada uno trabajado con rigor de miniaturista, integraron el mundo psicológico de sus tipos con atmósferas de un misterio arrancado a lo cotidiano, apenas perceptible en su tangibilidad concreta. La diafanidad de escritura, la precisión matemática del detalle, aprendidos de su primer maestro, Horacio Quiroga, desdoblan la estructura en significaciones subyacentes, mágicas o simbólicas, ocultas a la literalidad del discurso. La frecuentación de los grandes maestros norteamericanos Faulkner, Hemingway, Henry James, decantaron en su narrativa envolvente y misteriosa, llena de luces y sombras paralelas a los conflictos de las oscuridades espirituales, las obsesiones y miedos, los instintos y deseos del ser humano. En él se anunció la universalidad trascendente de un nuevo objetivismo de la conciencia, que reafirmó el grupo de Contrapunto.



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ArribaAbajo10. Los de Contrapunto

Si el grupo Viernes representó en 1936 la consolidación definitiva del surrealismo en la poesía venezolana, Contrapunto significa en la narrativa una puesta al día en influjos universales. Hasta 1940 hemos visto que nuestra narrativa no lograba zafarse del poderoso hálito represivo del regionalismo. Hubo esfuerzos, extraordinarios algunos, por romper este cerco, pero lo aislado y distante de cada intento privó que la brecha fuese decisiva. Seguía narrándose desde fuera y las incursiones al mundo recóndito del hombre terminaban disueltas en la omnisciencia rígida. Era como si las visiones hubieran ido deslumbradas por la luz y el paisaje tropicales hasta impedir la andanza por las tinieblas del yo.

Los de Contrapunto no tuvieron ya el escrúpulo al elegir asuntos rurales o urbanos. Fue lo de menos. Importaba trascender más allá de nosotros mismos, desde los estratos abismales del subconsciente y los hastíos psicológicos. El solo nombre de la revista hace pensar en otros magisterios: Huxley, en primer término; luego, Faulkner. Tras ellos, todo el caudal de experiencias que estaba revelando el conflicto y la escisión social polarizada en dos mundos: socialismo o capitalismo, con un nuevo gravitar de amenazas: el nazismo. La busca de los nuevos narradores había tenido adelantados en Meneses, Díaz Solís y otros de las generaciones anteriores. Por eso no hubo escándalo ni polémicas espectaculares de parte del grupo que unió a Antonio Márquez Salas, Héctor Mujica, Humberto Rivas Mijares, Andrés Mariño Palacios, Ramón González Paredes, Óscar Guaramato, acompañados de poetas y ensayistas como José Ramón Medina, Ernesto Mayz Vallenilla, José Melich   —131→   Orsini, Alí Lameda, Eddie Morales Crespo, Juan Manuel González, Rafael Pineda y otros.

La línea recién trazada fue oriente de otros jóvenes que, si no cerraron filas en la revista, al lado de los primeros llevaron el cuento y la novela a experimentación audaz.

No fue Contrapunto, solamente, el vocero de la nueva generación formada, en su mayoría, por autores nacidos en la década de los veinte. Otro hecho es de mención ineludible. Es la presencia de un diario moderno, que prosiguió el estímulo a la narrativa en su concurso anual de cuentos: El Nacional, fundado en 1943. Allí se han revelado los grandes cuentistas de esta promoción y los de más recientes apariciones.

Antonio Márquez Salas (1919), entre los de Contrapunto es el mayor nombre por valores y trascendencia de la obra. En 1947 conmovió a los lectores con El hombre y su verde caballo, premiado en el concurso de El Nacional, una distinción que ha recibido varias veces. La narrativa de Márquez Salas ya no se sostiene sobre una acción definida a flor de cuento. El hermetismo de su discurso disgrega elementos y exige del lector una complicidad total para captar un desarrollo de situaciones más que de acciones, casi siempre suspendidas hasta caer en un final abierto, en abismo. Su primer libro se tituló como el cuento famoso; apareció en 1947. A partir de él, la cuentística de Márquez Salas fue cerrando cada vez más su mundo críptico para llevarlo a una casi inaprensible atmósfera poética donde no hay acontecimiento sino que la situación se poetiza: «Como Dios». Casi todos los cuentos de Las hormigas viajan de noche (1956) participan de esa constante. Con el segundo libro cierra su fabulación inusitada, que originó en su momento una verdadera conmoción entre críticos y lectores avorazados sobre sus relatos para darles disímiles interpretaciones y gustarlos o rechazarlos sin posible fórmula de juicio. Juan Liscano fue, entre los primeros, quien se ocupó seriamente por penetrar la clave esotérica de este narrador desconcertante113. Márquez Salas llegó a crear un lenguaje propio, particularizado en su simbolismo hasta el extremo de poner en aprietos a los lectores más avisados, quienes se pierden en su universo   —132→   tenebroso y sórdido, cuya violencia emana de la escritura misma, sin asideros ya en las digresiones explicativas de una sociología en bancarrota. Cuando en sus cuentos hay tragedia, ella está vista a retazos flotantes, desintegrada en una viscosidad que la atemoraliza y la hunde en el mito primario del hombre ante su inexplicable universo. La misma hazaña de Márquez Salas en el cuento, correspondió en la novela a un hermano menor de Contrapunto, arrebatado temprano de sus ficciones por la locura y la muerte: Andrés Mariño Palacio (1927-1966).

Su obra corrió la misma desventura que el hombre empeñado en comprender estéticamente un mundo horrendo de genocidios y restricciones al ser humano. Gran cantidad de sus cuentos permanece inédita, ordenada por Roberto Lovera de Sola. La obra publicada apenas alcanzó cuatro títulos: un haz de Ensayos, de extraordinario valor para entender las teorías literarias de Contrapunto, un manojo de cuentos, El límite del hastío (1946) y dos novelas: Los alegres desahuciados (1948) y Batalla hacia la aurora (1958).

En uno de sus ensayos se autorretrató, con los compañeros de grupo, en identidad con «Una generación perdida», semejante a la que bautizó Gertrude Stein a fines de la primera guerra y donde participaba Hemingway. Mariño, conciencia crítica de su generación, se ubica dentro de un país carente de economía y cultura propias, con lo cual «no podemos comer ni tampoco podernos soñar»114.

Su mundo narrativo, casi amorfo, es un constante preguntarse por la realidad que no comprendió nunca, de donde sobrevino su desesperado aislamiento, túnel hacia la locura, hijo de un legítimo hastío vital que expresa con amargo alborozo. Si la generación norteamericana criticada por la Stein había librado batallas por la defensa de unos incomprensibles ideales de guerra mundial, la batalla de Mariño fue contra la tiniebla interior que lo asfixiaba, contra un enemigo intangible y sin embargo hostigante, un ser ante una nada, más próxima a Kafka y de Camus, que de Sartre. «Soy un hombre joven y venezolano que trata de expresar sus emociones,   —133→   sus anhelos y esperanzas a través de su condición de escritor. (...) En tiempos como los actuales, en patrias como las nuestras, más que los gestos abombados, más que las palabras huecas, más que las apasionadas poses de sacrificio que no son tales, valen las nobles, humanas y desinteresadas actitudes de aquellos espíritus que no saben de la moneda alta ni de la baja, que han olvidado el juego absurdo de cotizaciones y apenas si están enterados de las oscilaciones solitarias de sus propias almas.»115

De tales conceptos no podían salir a la novela y al cuento si no unos seres sin rostro, ideas encarnadas en palabras de soledad, «oscilaciones» de almas, espíritus transeúntes por una ciudad incomprensible, símbolos rilkeanos en busca de un método para inventar la propia muerte. Es el suyo, mundo narrativo de un niño que apenas si alcanzó a transitar una adolescencia de perplejidades angustiosas, de sexo tormentoso, de sintaxis iracunda que irrumpe a momentos contra los moldes criollistas.

Humberto Rivas Mijares (1919) venía de Valencia aún maniatado por los surcos del criollismo. Gleba (1942) sigue rindiendo culto a las tragedias rurales, con buen manejo de recursos, es cierto, pero con obediencia a los vicios y logros de la vieja escuela. Hacia el sur (1942) y, en especial Ocho relatos (1944) indican un saludable contagio de otras energías narrativas, en su vinculación con el grupo Contrapunto pero es en El murado donde alcanza a trascender.

Ramón González Paredes (1925) fue el más abundoso en volumen de obra. Cuento y novela lo atrajeron por igual. Salir del parroquianismo fue su decisión expresiva, a partir de Crimen extraordinario (1945) y El suicida imaginario (1947), novela muy afín con las de Mariño Palacios, en ciertos recursos wildeanos. Un halo poético diluido y cinematográfico a momentos se nota en Campanas sin campanario (1948). Volverá a la novela en Génesis (1949) y Éxodo (1953). Su constancia fue la de un impaciente virtuoso. Pero cierta rigidez en el manejo de la escurridiza materia de ficción y una presa que no termina de soltar amarras le imprimieron   —134→   culminar en una obra de proporción y cualidades equiparables a su esfuerzo.

Héctor Mujica (1927) comenzó escribiendo cuentos de airoso lenguaje poemático: El pez dormido (1947). Luego volvió por los fueros del realismo social apoyado en una especie de prédica anhelosa de revoluciones, a partir de Las tres ventanas (1953) donde se ha mantenido en poco activa labor hasta sus últimos relatos.

Vinculados por amistad o identificados por inquietudes estéticas con los de Contrapunto, aparecen cuatro nombres más en el cuento de los años cuarenta.

Pedro Berroeta (1914) publicó su primer libro, Marianik (1945) ilustrado por numerosos escritores de generaciones precedentes. Obtuvo segundo premio de El Nacional con «Instantes de una fuga» (1948). Maduró largo tiempo sus facultades para hilvanar mundos fantásticos de escritura efectiva y las volcó en una novela artística de tema histórico: La leyenda del conde Luna (1956), con la cual obtuvo premio auspiciado por la Cámara Venezolana del Libro. La perfección de sus dotes se proyecta en los últimos años sobre otra novela: El espía que vino del cielo (1968). Toda su obra se mueve en resonancias sinfónicas alrededor de un mundo plenamente ficticio. No lo amedrenta volver a los espacios cosmopolitas en sus cuentos o a las remotas costumbres de una historia desleída. Para él, narrar es arte y artificio y en esa esfera produce su ficción, sin engaños. Por eso los seres enigmáticos que guardan bien escondido un final de historia abundan en sus narraciones. Por eso también el resorte humorístico va puesto en lugar propicio dentro de las situaciones, para provocar la sonrisa del entendido que acepta el juego de la ficción como tal, sin pedirla más nada a cambio, como no sea dejarse atrapar en la sutileza de unos diálogos y unas acciones continuas que no importa a dónde nos llevan.

Oswaldo Treío (1928) vino también de Mérida, Márquez Salas. Traía una melancólica forma de añorar magias de montañas y nieblas para extraerles una historia y lanzarla contra un discurso, por el final o el comienzo, en un malabarismo técnico sostenido a través de libros como Los cuatro pies (1948), Escuchando al idiota (1952), Cuentos de la primera esquina (1952)   —135→   -uno de sus más bellos libros-, Aspasia tenía nombre de corneta (1953). De un surrealismo bien incorporado, llega al relato de penetración psicológica en Depósito de seres (1965) hasta llegar a una decantada maestría en la novela También los hombres son ciudades (1965). Luego ha emprendido, con muy relativo éxito el camino experimental: Andén lejano (1968).

Manuel Trujillo (1925) viene a ser un caso en el cuento venezolano. Inconstante en su oficio, periodista sagaz, su extraordinario talento para escribir con humor natural lo ha llevado a los predios del cuento sin esfuerzo, pero también sin cuajar en obra decisiva. Comienza escribiendo Cuatro cuentos rurales (1949), ensaya el relato fantástico en Tiempo sin reloj (1950), obtiene segundo premio de El Nacional con «Mira la puerta y dice», reaparece dentro de la narrativa de la violencia, en tono humorístico -a veces de humor negro- con su mejor libro hasta ahora: Chao, muerto (1970).

Alfredo Armas Alfonzo (1921) publicó su primer cuento, «El borracho» (1945) en Elite, ilustrado con un dibujo de Carlos Cruz Diez. En carta suya de 1968, llena de humor autocrítico, dice: «Ni su autor ni el autor de las ilustraciones suscribirían hoy ese horror; hablo también por Carlos Cruz Diez. El único que entonces protestó la publicación fue monseñor Pellín en La Religión, por considerarla obscena y deliberadamente pornográfica, y cómo nos reímos entonces.» De ese entonces, hasta hoy, no ha dado tregua a su vocación de cuentista. Lector temprano de Faulkner, ligado por amistades a Contrapunto, su mundo gira alrededor de un expresionismo arraigado en leyendas milagrosas y temores al diablo que merodea por las calles de Clarines; inundo de narraciones orales supersticiosas, cuentos de aparecidos expresionismo natural e ingenuo, allí aprendió más que en Faulkner a relatar su galería de tipos increíbles como la realidad concreta, a veces mucho más absurda y fantástica. Armas Alfonzo asume el punto de vista y el tono de las viejas contadoras de historias medrosas, de los anecdotistas de esquina y farol, que guardan en los pueblos de provincia la historia viva sobre muertos de las guerras civiles, raptos y amores irreverentes,   —136→   mitos de solteronas, milagros que todos creen por miedo a Mandinga. Así conformó su recia escritura.

En 1949 ganó el segundo premio de El Nacional con «Los cielos de la muerte», con el cual tituló su primer libro, editado el mismo año. En seguida sus otros libros: La cresta del cangrejo (1951), Tramojo (1953), Los lamederos del diablo (1956). Empeñoso deseo de concisión, cada vez mayor, es lo que destaca a partir de Puerto Sucre-Vía Cristóbal (1968), La parada de Maimós (1968), El osario de Dios (1969). Key Ayala ha considerado la anécdota como un género literario. Su definición -referida a la anécdota de tipos cultos- encaja para conceptuar los últimos relatos de Armas Alfonzo: «Lo breve tiene toda la eficacia y la fuerza viva de la velocidad. (...) Con amplio criterio se puede prescindir de clasificaciones cuando un género híbrido nace en la noble cuna del ingenio y la gracia. Así para la anécdota como para el cuento hablado venezolano.»116 De la anécdota y el cuento hablado tomó prestada Alfredo Armas Alfonzo la geometría secreta de sus relatos, donde el autor se extraña de la historia, el punto de vista se despersonaliza, la tensión prevalece desnuda; es la originalidad impactante de su cuentística, tan mal comprendida a veces.



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ArribaAbajo11. Bajamar de diez años

En 1948, un novelista es derrocado como Presidente de la República, por un golpe militar. Dos años bastaron para vigorizar una dictadura, la más mediocre y triste padecida por Venezuela en este siglo. Un militar de escuela se rodea de una cohorte gris de torturadores y censores, aparte de muy pocos intelectuales. La literatura de entrelíneas se hace raquítica en la prensa, donde encuentra refugio. El concreto armado reemplaza la energía narrativa. El ensayo combate con timidez, mientras lo dejan. Los pocos que enfrentaron una agudización mediadora de nuestra cultura se marcharon, o los intelectuales censores los mandaron acallar. De tal estado, tal literatura.

La narrativa publicada entre 1948 y 1958 sólo tiene destellos momentáneos en la prolongación de autores pertenecientes a generaciones que venían publicando desde el 36 o antes. Nombres nuevos, hubo pocos: obras trascendentes, en número ínfimo. El inventario de ese tiempo conduce al desolado panorama de una bajamar literaria, a una sequía de talentos. Los intelectuales en su mayoría combatieron la dictadura, se exilaron, fueron a la cárcel y al silencio. Gómez fue combatido con poemas y caricaturas. Pérez Jiménez, con flacas urdimbres conspirativas, primero; con piedras y bombas molotov, después. Eso llevó tiempo y lo quitó a la creación. Así fue. Los terrenos ociosos alojan malezas. El vacío literario se puebla con arborescencias de viejas corrientes. Se vuelve por los fueros de un regionalismo pintoresco o filantrópico; por la narración histórica, el «cuento infantil», el costumbrismo más o menos maquillado para disimular su anacronismo. Así producen sus   —138→   obras muchos nombres olvidables. Los recordables, exiguos, pueden deducirse con esfuerzo a los siguientes:

Un grupo de mujeres frecuenta la narrativa. Narcisa Bruzual es autora de La leyenda del estanque (1948), y una novela de cierto interés: Guillermo Mendoza (1952). Nery Russo alcanza éxito con una biografía novelada de Luisa Cáceres de Arismendi: La mujer del caudillo (1953), a la que sigue Zory (1956). Gloria Stolk es autora entre otros libros de Bela Vega (1953), Amargo el fondo (1957), Cuando la luz se quiebra (1961). Mireya Blanco escribe cuentos para niños. Su mejor libro es Cachito (1952). El nombre de mayor relieve, con genuina calidad, dotado para volver a la literatura de añoranzas vivenciales con cierta agudeza crítica es Antonia Palacios. Ana Isabel, una niña decente (1949) es una muy bella novela. Su autora mantiene activa la capacidad novedosa de su escritura narrativa hasta un último libro de relatos: Los insulares (1972). Alejandro Lasser había comenzado a publicar en los años de Contrapunto: así entrega Sin rumbo en 1944. Los sondeos del mundo interior, la subconsciencia aflorante, el juego hábilmente labrado sobre los tiempos y planos del relato, maduran y se consolidan en su mejor novela, que llena con nobleza el gran vacío de estos años: La voz ahogada (1952). En ella alternan las premoniciones oníricas con las angustias del escritor, las tensiones psicológicas para sostener el interés presentativo de la historia. Tal vez una omnisciencia, rígida aún sea el reparo mayor que podría hacerse a esta novela.

Felipe Massiani, más conocido como ensayista y crítico literario, publicó en Chile su novela Dinamarca, solamente una pensión (1952). Carlos Dorante aportó su único libro de cuentos: Los amos del cielo (1954) y Manuel Pereira Machado editó, muy tardíamente, sus amargas historias de la experiencia gomecista: Muñecos de cuerda (1953).

La resurgencia del criollismo o al menos de un regionalismo repetitivo se acusa en libros de calidad aceptable sin duda, dentro de su poca aportación nueva:

José Berti había comenzado sus relatos de la Guayana venezolana con Espejismo de la selva (1947); los continuó en Oro y orquídeas (1955) y concluyó su obra con El motor supremo (1957). Enrique Muñoz Rueda, Antonio   —139→   García Delepiani, Ángel Mancera Galletti, completan la nómina recordable en la novela. José Antonio de Armas Chitty deja su testimonio en el cuento con Cardumen (1952).



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ArribaAbajo12. Poesía y violencia. El último decenio

Desde 1957 un cansancio de sombras y una inquietud por despertar se produce en lo Político y lo literario. En lo político, los partidos se unen para buscar el modo de sacudir diez años de dictadura. Nace la junta Patriótica. Los intelectuales participan activamente en la política. Redactan o firman manifiestos. Van a prisión efímera. Desde el exterior, los exiliados animan el ambiente con revistas y correspondencia clandestinas. En la narrativa se produce la revelación de un nombre nuevo, premonitorio de una nueva insurgencia: Héctor Malavé Mata, ganador de premio en El Nacional con La metamorfosis. Otro grupo empieza a reunirse para fundar después una revista llamada a ser punto de arranque para una nueva literatura narrativa en Venezuela: es la revista Sardio.

En 1958 el pueblo se vuelca por las calles. El año nuevo amaneció con los aviones de la Fuerza Aérea sobrevolando Caracas. Lanzan bombas que no estallan; tampoco la insurrección. Veintitrés días después la agitación callejera provoca la caída de Pérez Jiménez. Un compás de alborozos se abre por un año al menos. Viene luego la afirmación de una democracia representativa que irá tornándose también represiva. La violencia armada no espera. La revolución cubana es un ejemplo incómodo. Los frentes guerrilleros proliferan. La polémica ideológica y las divisiones de partidos están en el orden del día.

La censura de diez años, rota ahora, generó una impaciencia de escribir. Nuevos grupos literarios, cantidades de revistas juveniles, acometían una revisión de logros y estancamientos. Intelectuales nuevos que habían permanecido en exilio o padecieron cárceles, o protagonizaron   —141→   la resistencia clandestina, se enfrentan generacionalmente a los consagrados que regresaban del exilio con todos sus galones de consagrados. Rodolfo Izaguirre, integrante de Sardio, inventariaba la novela venezolana en el tiempo y señalaba su estado crítico117.

Los escritores de 1920 son ahora los funcionarios y dirigentes de una democracia dura. Los jóvenes cuestionan estética y políticamente a aquel grupo. Los nuevos intelectuales, de 1958 en adelante, al releer y criticar las obras del pasado inmediato o remoto, trataban de encontrar raíz o antecedente a sus inquietudes, aunque su vida estuvo más dirigida hacia Europa y Estados Unidos: Rimbaud, Lautreamont, Saint John Perse, James Joyce, Henry Miller. Hallaron referencias nacionales en la obra de un poeta solitario: José Antonio Ramos Sucre; un cuentista, Julio Garmendia; un novelista: Guillermo Meneses.

A estas alturas se había cavado un foso distanciados entre quienes continuaban repitiendo temas regionalistas mimetizados en una orgía metafórica procedente de las vanguardias y quienes clamaban por una autenticidad mayor de contextos urbanos o semiurbanos. Los apegados a las tradiciones supervivientes del criollismo seguían mostrando una dualidad de lenguaje: estrato popular deformado cuando hablaban sus figuras y estrato cultista -a veces culterano- cuando se presentaba el omnisciente narrador lleno de orgullosa dote lírica que apenas si daba tregua al vivir de sus criaturas de ficción. Los nuevos narradores se empeñaron en lograr una expresión más sobria, más directa. Economizaban las metáforas para ajustarlas con precisión a las necesidades de la estructura, sin permitir que un falso lirismo estrangulara las acciones, como ocurrió aún en algunos narradores de los años cuarenta. El decir cotidiano, las expresiones coloquiales se convirtieron en el recurso natural del contar. Una conciencia del trascender, de lo universal subyacente en los contextos de lo nacional, fue la nueva preocupación de poetas y narradores. Inquietud que había iniciado Contrapunto y que ahora cobraba plenitud.

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Revistas literarias como Tabla Redonda siguieron a Sardio, aunque la orientación ideológica de ambas entró en colisiones. Guillermo Meneses funda por los años sesenta la revista Cal y da generoso apoyo a jóvenes que ensayaban sus primeros textos narrativos.

La década del 60 a los 70, sepultada la efímera unidad política del 23 de enero de 1958, agudizó la crisis ideológica de la cual no escapó ninguna manifestación de la cultura. La violencia revolucionaria y las divisiones de partidos, las persecuciones y la prisión, desmembraron o reagruparon a los intelectuales y artistas, aportaron una temática doliente. Textos de honda impactación en su aspereza de lenguaje fueron naciendo con El techo de la ballena, heredero de Sardio: «Rocinante», «En letra roja». Otras revistas, como Zona Franca, de Juan Liscano, abrieron frentes polémicos. Se discutió sobre la justeza o la arbitrariedad de un llamado a la insurrección que fue generalizándose. De la rebelión política se pasó en literatura a subvertir también el orden de la palabra narrativa118. La escritura de la novela y el cuento venezolanos, acartonada a veces, lenta, propensa a las circunvoluciones barrocas, fue puesta en entredicho. De la arremetida surgió una prosa ágil, encendida, dirigida a hacer saltar los falsos mitos, el tabú de algunas palabras, el carácter intocable de algunas figuras y situaciones119. A la vieja tragicidad filantrópica de ciertas novelas se opuso ahora la pintura viva, casi grotesca, de una clase media y marginal amorfa, hacinada en los barrios suburbanos; a las recatadas situaciones amorosas se enfrentó un Eros golpeante, el humor negro, el sexo enfurecido, la insurgencia verbal, como reflejo literario de la insurgencia armada que baña de sangre los años del 62 en adelante. Esos rasgos, de una u otra manera son palmarios en la obra de autores que vamos a referir sumariamente.

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Salvador Garmendia (1928). Empezó novelista. Halló resonancia a partir de Los pequeños seres (1959). Luego acrecentó su nombre con tres novelas más: Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963), La mala vida (1969). Lleva publicados también tres volúmenes de cuentos: Doble fondo (1965), Difuntos, extraños y volátiles (1970), Los escondites (1972).

Con excepción de los dos últimos títulos, en la obra restante, Salvador Garmendia persigue obsesionado a los hombres grises que habitan una ciudad sin salidas: la burocracia, la clase media de barriada; son perfiles trazados con lenguaje duro, altamente cargado de sugestiones, seres gestuales. Es la poesía de lo cruento que emerge o se oculta en la sordidez de una materia hábilmente manejada. Los burócratas deformados hasta en la soledad de la piel arrancada en tiritas por inercia o nerviosismo; las ceremonias de Onán en graves templos descritos con implacable objetividad; el tiempo cenital y viscoso de las oficinas habitadas por la asiduidad rutinaria. O bien, el hombre acompañado de memorias turbias en el cuarto de barrio en actitud de un narciso irreconocible, plantado ante el espejo de un sexo huidizo. Todo este material conforma el mundo narrativo de quien sin duda es la más alta expresión de nuestra narrativa contemporánea. En sus dos últimos libros parece haber roto -¿definitivamente?- con la gravedad insolente que tanto se aplaude o critica en Garmendia, pero donde ya estaba repitiéndose. Una atmósfera diluida, lindera del absurdo y la fantasía, apunta en las mejores piezas de Difuntos, extraños y volátiles. Los escondites, en cambio, retornan a unas fuentes surrealistas que se mantienen más en la jerarquía del boceto, en apuntaciones de otra obra que ya viene: Los pies de barro.

Es bueno recordar que Salvador Garmendia, perteneciente al grupo Sardio cuando publicó sus dos primeras novelas: Los pequeños seres y Los habitantes, apenas si recibió aceptación de muy escasa crítica. Muchos dudaron del poder transformador del novelista larense. Hubo que esperar hasta 1967, cuando un Congreso Internacional de Literatura Iberoamericana congregó a un grupo de críticos y creadores hispanoamericanos de relieve;   —144→   entre ellos, Ángel Rama y Rodríguez Monegal120, se interesaron sinceramente por el movimiento narrativo venezolano. Leyeron y escribieron sobre nuestros autores. Entonces vino el descubrimiento de la potencia encerrada en la obra de Salvador Garmendia. Las ediciones de sus obras se han hecho numerosas después. Editoriales de otros países -Uruguay, Cuba, Argentina- le ofrecieron oportunidades y lo difundieron. Su obra está hoy vertida a otros idiomas.

Adriano González León (1931) se había revelado como cuentista al obtener clasificación en un concurso de El Nacional, con su relato «En el lago». Bajo pie editorial de Sardio publicó Las hogueras más altas (1958), reeditado el año siguiente en Buenos Aires, por Juan Goyanarte, con prólogo consagratorio de Miguel Ángel Asturias. Reiteró la brillantez agresividad de su relato en Asfalto-infierno (1963), edición de El techo de la ballena; luego, otro volumen de cuentos: Hombre que daba sed (1967). El autor maduraba en silencio una novela. Ella lo consagró internacionalmente cuando obtuvo el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral: País portátil (1968).

País Portátil es novela de violencia urbana y de memoria virada hacia el mundo de provincia. Sus personajes son destinos disueltos en la turbia materia de autopistas abarrotadas. En el lenguaje se experimenta con elementos coloquiales, voceo, giros populares manejados con intencionada voluntad de eludir el costumbrismo y el criollismo léxico mal entendidos. Andrés Barazarte es uno de los muchos agonistas reales de nuestra convulsa vida insurreccional entre los años del 62 al 65. Es el hombre como viaje por la ciudad exterior y por los laberintos profundos de sus tormentas y evocaciones interiores.

Argenis Rodríguez (1935) es uno de los más vilipendiados y discutidos valores de las nuevas promociones. Esquivó a grupos, crítico implacable hasta la suficiencia   —145→   y la soberbia, no siempre con buenas razones, incisivo en la escritura, participó de acciones guerrilleras. Ya había publicado una primera novela, muy desordenada en su conformación: El tumulto (1961). Después aparecieron sus libros de experiencia en la lucha armada: Entre las breñas (1964) y Donde los ríos se bifurcan (1965), para desembocar en un tipo de relato-escándalo que parte de La fiesta del embajador (1969) y completa otro relato, más virulento aún, donde satiriza a escritores de su generación en una escritura que tiende a debilitarse en la murmuración de poca altura: Gritando su agonía (1970).

Una tendencia al relato existencial y del hastío, o a ciertas formas de esoterismo filosófico, se expresa en las obras de Renato Rodríguez: Al sur del ecuanil (1963), las narraciones poemáticas de José Manuel Briceño Guerrero, que firmó con el seudónimo de Jonuel Brigue, extrañas desde el mismo título: Doulos Oukóon (1965) y Triandáfila (1967).

Tendencia a la prosa poemática, a los ambientes desleídos, a evocaciones de adolescencia traumática conforman la obra de Francisco Massiani (1944) uno de los valores jóvenes más promisores. Hasta ahora ha publicado su novela Piedra de mar (1968), muy elogiada; y un conjunto de relatos: Las primeras horas de la noche (1970).

Serio y consciente experimentador, ya reconocido fuera del país, es José Balza (1941), cuya narrativa explora atmósferas proustianas con técnicas objetivales: Marzo anterior (1965), Ejercicios narrativos (1966), Largo (1968), Órdenes (1970). Los influjos metodológicos de Guillermo Meneses se entrevén en los primeros libros.

En la misma tendencia experimental dentro del cuento, sobre todo, resalta Luis Britto García, consagrado con su libro Rajatabla (1970), con el cual ganó el premio de cuento de la Casa de las Américas. No se trata ya de un título más sobre la literatura de la violencia, a la que estábamos habituados sin reparar en méritos. La materia de las luchas clandestinas o los temas existenciales del hombre moderno enfrentado a su alienación alcanzan en el audaz lenguaje de Britto un tono humorístico extraordinario. Después ha publicado una novela: Vela de armas (1970).

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José Santos Urriola ha publicado sólo una novela. Ganó un segundo premio en el concurso Cromotip. La hora más oscura (1968) constituye una de las mejores novelas venezolanas de los últimos diez años, por su escritura, por el manejo de situaciones que se autoconstruyen anónimamente, sin protagonistas, con seres humanos en discurrir dentro de un tiempo exasperante de violencia que lo enmudece todo, hasta un dios abúlico frente a la muerte y al golpeteo de la metralla. No hay transiciones; su acción es continua, caótica al par de las instancias sociales que registra. Se va estructurando en torno a dos memorias acorraladas por el collage de la desesperación, que saltan de los anuncios luminosos a la infancia enamorada de la maestra de escuela hasta la experiencia terrible de la muerte en una lucha sin sentido o sin rumbo, capaz de agotar los demostrativos para designar a este y aquel hombre muerto.

Temática similar se presenta en la obra de narradores más jóvenes como Jesús Alberto León, autor de Apagagados y violentos (1964) y Otra memoria (1968) y Héctor de Lima, hasta ahora presente con unos Cuentos al sur de la prisión (1971).

Luego adviene un tipo de literatura testimonial, escueta, brutal, para denunciar y estrujar. La inicia José Vicente Abreu con su novela sobre las torturas de Pérez Jiménez: Se llamaba S.N.; luego entrega otro título sobre el proceso de liberación armada: Las cuatro letras. Abreu es todavía el escritor que elabora situaciones y quiere narrar emotivamente. En cambio Manuel Labana Cordero, hombre de pueblo, se limita a exponer con veracidad increíble los procedimientos inhumanos del T03, Campamento antiguerrillero. Ya en 1972, una mujer periodista que participó activamente en los combates, escribe uno de los libros más exitosos y conmovedores sobre el tema. La autora, Ángela Zago; el libro: Aquí no ha pasado nada.

Los años de 1960-1970 dejan ver un incremento en los certámenes de estímulo a la narrativa. En ellos han venido revelándose nombres muy jóvenes que forman legión. Las tendencias y edades son disímiles, la ubicación en grupos casi inexistente, la inquietud renovadora, persistente. Así no puede cerrarse un panorama sin mencionar aunque sea de paso los nombres de José Moreno,   —147→   Enrique y Rodolfo Izaguirre, entre los mayores, generacionalmente hablando. Y entre los muy jóvenes con obra que anuncia poderosos trabajadores del relato: Esdras Parra, David Alizo, Carlos Noguera, José Napoleón Oropesa, Laura Antillano.

Cerrando 1972, hubo la presencia de dos novelas cuyo interés e importancia pueden tenerse por ciertas. Son: Las huellas crecen así, de Vladimiro Rivas y Los caballos de la cólera, de Eduardo Casanova.

A la vitalización de lenguaje, a la escritura ajustada y sobria, corresponde en esta narrativa muy reciente la incorporación de temas derivados de la improvisación y la impaciencia urbanas, la desesperación revolucionaria, la tortura y el crimen políticos, la desmistificación del amor y el sexo, la cotidianidad absurda y ociosa de bares y cafés de gran ciudad, los falsos mitos de un país adventicio que va perdiendo su memoria histórica, la confusión o inversión de valores, la epopeya ridícula de los deportes, los caballos-héroes nacionales, en fin, materias de novela posible y presente, escrita con humorismo rabioso, con sentido de protesta, con inquieta investigación del habla de los diversos estratos culturales. El carácter inconcluso, retaceado, del experimento narrativo venezolano, el nerviosismo de escritura, el uso virulento o desigual de los tonos expresivos, no vienen sino a ser un síntoma alarmante de una inseguridad vital, de un desasosiego atmosférico donde vive el venezolano de hoy.