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Las brujas de Cervantes


José Luis Lanuza







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Vuelos soñados

El adolescente suele arrobarse en la contemplación del vuelo de los pájaros. Y su alma se imagina revolotear, ingrávida, con el ejemplo de los seres alados, llena de un apetito -a veces incurable- de cielo.

-En aquel árbol sentí por primera vez deseos de tener alas -nos confiesa Guillermo Enrique Hudson recordando su infancia en la provincia de Buenos Aires. Y con esa minuciosa lucidez que caracteriza sus relatos, detalla los pormenores de su envidia a los pájaros. Su maestro de vuelo ¿se imaginan quién fue? No las avecillas livianas que parecen elevarse sin esfuerzo y apenas balancean la ramita en que se asientan, sino el chajá pesadón y de arranque trabajoso.

«Ave tan grande o más que un ganso y casi tan pesada como yo, cuando deseaba volar se alzaba del suelo con gran trabajo y a medida que se elevaba a mayor altura aparecía de un tamaño no   -10-   superior al de la calandria o al de la cachirla. Continuaba, a esa enorme elevación, planeando y dando vueltas y vueltas en grandes círculos durante horas, lanzando a intervalos gritos llenos de júbilo que, para los que estábamos abajo, adquirían el sonido de una trompeta celestial. Yo anhelaba alzarme de la tierra como ese pesado pájaro y ascender alto, muy alto, hasta que el aire azul me mantuviera flotando, balanceándome todo el día como él, sin trabajo y sin esfuerzo. Tan seductor afán lo sustenté toda mi vida».

Vuelo semejante nada tiene que ver con el de los aviones, y sus sensaciones -murmure lo que quiera el doctor Freud- sólo las alcanzamos alguna vez en los sueños. «Sin embargo -continúa diciendo Hudson- nunca he querido viajar en globo o aeroplano, porque en uno u otro aparato estaría ligado a una máquina, sin tener voluntad o alma propia. Mi deseo ha sido satisfecho sólo raras veces, en sueños, experimentando el fenómeno llamado de levitación, según el cual uno se eleva y flota sobre la tierra como la pelusa de la flor del cardo llevada por el viento».

Pero el arte suele dar libertad a los sueños. ¿No se desquitaron de ese demorado deseo algunos pintores   -11-   al imaginarse los más arriesgados vuelos de los ángeles?

Leonardo imaginó aparatos de volar repetidamente fracasados. Pero el Greco voló con sus ángeles voladores. Las alas enormes todavía sacuden el aire de sus cuadros. Uno cree recibir en el rostro la ráfaga que desplazan. Da miedo su aletazo terrible.

Hay ángeles del Greco -tal vez los de una época determinada- que tienen el aspecto de grandes pájaros, poderosos, forzudos. Otros no. Sus primeros ángeles todavía no vuelan bien. Se les nota cierta pesadez de ángeles femeninos. Se los ve gravitar sobre la nube que pisan y se adivina que su agilidad es apenas la agilidad de las bailarinas. Alguno llama demasiado la atención sobre sus pantorrillas. Poco a poco -en telas sucesivas- se van espiritando, como si los ganara una especie de locura divina.

También los cielos -su elemento- se complican cada vez más en los cuadros del Greco. En el entierro del conde Orgaz insinúan la perspectiva de dobles fondos milagrosos, por los que puede aparecer   -12-   cualquier imagen, repentinamente. Los cielos del Greco parecen tan replegados sobre sí mismos que los ángeles menores pueden correr y descorrer cortinas de cielo sin llegar nunca al fondo. Uno siempre sospecha otro cielo a través de los desgarrones por donde los ángeles voladores invitan al maravilloso viaje de San Juan de la Cruz:


Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo,
porque esperanza de cielo
tanto alcanza cuanto espera.



Sobre el paisaje de Toledo los cielos del Greco se vuelven más densos y en él se ve a los ángeles -mejor suspendidos que en ningún otro cielo- volar más a gusto y efectuar sus looping más arriesgados. Allí no sólo vuelan a grandes alturas sino que también se atreven a la peligrosa proximidad de la tierra. Esos caballeros tristes que asisten al entierro del conde están acostumbrados al rumor de las túnicas flotantes que a veces rozan sus rostros pálidos y al repentino pantallazo de las plumas cortantes1.

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Después, el Greco les recorta las alas a sus ángeles. Los alarga, los desdibuja, los deforma en los espejos cóncavos y convexos del aire, los retuerce como llamas vivas. A veces les quita por completo las alas. El Greco parece convencido, por fin, de que los ángeles no tienen semejanza con los pájaros ni con las muchachas, y pretende pintar lo imposible, los espíritus puros.

Don Francisco de Goya ensaya la pintura de un vuelo que no es de ángeles y que nos atreveríamos a llamar un vuelo civil si no le sorprendiéramos a cada rato algo de diabólico. Vuelo civil, idílico, dominguero, es el que realizan las parejas de Chagall que pasean, ligeras como nubes, tomadas de las manos, sobre las pequeñas aldeas. Pero los vuelos de Goya no son tan inocentes. Las majas de Goya empiezan a tomar aire de vuelo en el aleteo de sus abanicos y se asoman a las altas barandas con un garbo angélico, o ensayan en el columpio enviones ascendentes. (Luego los grandes moños del pelo se les convertirán en mariposas, insignias de liviandad). Además, como maestras de vuelo   -14-   lanzan al aire al pelele -pichón inhábil- que vuelve a caer a la manta torpemente.

Los ángeles de San Antonio de la Florida son las más pesadas de sus majas y los de la cúpula del Pilar no pueden desmentir modales de bailarinas. Pero en cambio toda una nutrida fauna sin gravedad se desliza por el aire de los grabados y las pinturas de Goya. Pegasos absurdos o galerudos petimetres con cuerpos de pollos listos para caer en las trampas de las brujas; y las brujas -¡buen viaje!- desnudas, galopando su palo de escoba; y aquella familia del disparate del árbol, que acampa tranquilamente sobre una rama como una bandada de pajarracos.

No necesitan alas los personajes de Goya para mantenerse en el aire. Ni siquiera les es imprescindible la mágica escoba. En las pinturas murales de la Quinta del sordo, las últimas de su repertorio -resúmenes de su imaginación delirante- navegan las parcas -¿las parcas?- blandamente por el aire del paisaje. Y una pareja de encapuchados -visión fantástica- realiza sin contratiempos sus ejercicios de levitación. Pero la que bien vuela en el aire de Goya es la Duquesa. La Duquesa abre sus brazos y navega a vela de su mantilla. La mariposa que   -15-   le sirve de moño no la ayuda a sostenerse. Tampoco las brujas acurrucadas a sus pies. La acompañan por cortesía. «Hay cabezas tan llenas de gas inflamable -dice la explicación del grabado- que no necesitan para volar ni globo ni brujas».

Todo el mundo de Goya está bañado por una atmósfera sustentadora de sueños en suspensión. Casi parece superfluo que uno de sus personajes se acople unas alas artificiales, especie de paracaídas o planeador leonardesco. Todos pueden volar en el aire de Goya. En las sombras de sus dibujos aletean imprecisas alas de lechuza o de murciélago. A veces el mismo sordo se exaspera ante la obsesión volante de sus personajes. «¿A dónde irá esta caterva infernal dando aullidos por el aire entre las tinieblas de la noche?» Tal la pregunta angustiosa que se formula al pie de uno de sus grabados -un vuelo nocturno de brujas o arpías- titulado Buen viaje.

-Camarada, descansemos un poco, que es mucho pajarear este... -propone al Diablo Cojuelo el estudiante don Cleofás, fatigado de tantos viajes aéreos y dispuesto a sacudirse «el polvo de las nubes».

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Porque venía de lejos el hábito de pasearse por el aire en la imaginación de España. No es el Cojuelo mal maestro de volar. Imagina largos viajes y -de pronto- se mete «por esos aires, como por viña vendimiada». Él y su camarada el estudiante se divierten con las más regocijadas aventuras aéreas. Para no pagar la posada se escapan «por la ventana, flechados de sí mismos». Y acostumbrados a tragar «leguas de aire, como si fueran camaleones de alquiler» cuando descansan en la tierra se burlan de todo el mundo como alegres «ciudadanos de la región etérea». ¿Qué hay de extraño en que se atrevan a arrebatarles las varas a los alguaciles que los persiguen y, levantándose súbitamente, parezcan cohetes voladores?

Cleofás y el Cojuelo son los pícaros del aire. Se encaraman en las torres más altas y desde arriba contemplan regocijados el relleno hirviente del «gran pastelón» de las ciudades.

En esos espesos y poblados cielos de España, todo el mundo puede construir su castillo en el aire. No sólo los ángeles los habitan. Los cruzan las brujas   -17-   que van al aquelarre. Y, por una extraña manera, los místicos. Y los traviesos estudiantes. Y la Duquesa. Y el famoso Clavileño, pegaso contrahecho. Todos vuelan, aunque sólo sea «a su parecer», según la desencantadora explicación de Rey de Artieda sobre el vuelo de la bruja:


Como a su parecer la bruja vuela
y, untada, se encarama y precipita...



Todos vuelan. Sueñan que vuelan.

1942



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Las brujas de Cervantes

Se ha dicho muchas veces, con bastante verdad, que el Quijote es una fiel pintura de toda la sociedad española de su tiempo. Sin embargo, a poco de pensar en los personajes del libro, hallamos la falta de uno de los más típicos de la literatura (y de la vida) española: la vieja bruja, sabia en destinos humanos, concertadora de amores y poseedora de fórmulas mágicas. Esa Trotaconventos que ya corretea en el libro del Arcipreste, o la que dirige los amores de Calixto y Melibea, la Celestina, que llega a convertir su nombre en adjetivo y se trasforma en prototipo. Esas viejas eternas, inmutables a través de los siglos, que reaparecen en los grabados de Goya y que Teófilo Gautier encuentra todavía en su viaje por España, dejándolas dibujadas en una prosa incisiva y mordiente como grabada al aguafuerte: «Castilla la Vieja sin duda se denomina así a causa de las innumerables viejas que allí se encuentran, ¡y qué viejas! Las brujas de Macbeth atravesando el brezal de Dunsinania para ir a preparar   -20-   su infernal banquete, son lindas muchachas comparadas con ellas; las abominables furias de los caprichos de Goya, que yo hasta ahora tenía por pesadillas y quimeras monstruosas, son retratos de asombroso parecido»...

Pero a lo largo del Quijote no asoman las brujas. Si hay allí diablerías, se sabe que son bromas de los duques; si encantamientos, engaños del alucinado caballero de la Triste Figura. En el Quijote todo es claro. El mundo de la novela no tiene ninguna contaminación mágica o infernal (apenas es de tenerse en cuenta que entre los galeotes -I, 22- vaya uno condenado por tener además de otras faltar, «sus puntas y collar de hechicero». Don Quijote, que cree en encantamientos, no cree en hechizos: «No hay hechizos en el mundo -dice- que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan... Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas mixturas y venenos, cola que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible de forzar la voluntad»).

En realidad, es digna de meditación esta pureza del Quijote. Sobre todo porque Cervantes en muchas   -21-   otras ocasiones se siente atraído, a lo menos literariamente, por las brujas y todas esas fuerzas oscuras que parecen comunicar el mundo con el trasmundo.

Las escenas de magia o de hechicería abundan en otras obras de Cervantes. Bien puede hablarse de las brujas de Cervantes, como de las brujas de Shakespeare o las brujas de Goethe.

Cervantes se siente a cada rato -fuera del Quijote- amigo de lo fabuloso y lo diabólico. En Los tratos de Argel la esclava Fátima conjura a los demonios para atraer al amor de su ama a un esquivo cristiano.

Es cierto que la escena del conjuro tenía una añeja tradición literaria, cuyos más señalados ejemplos son el idilio II de Teócrito y la égloga VIII de Virgilio. Pero Cervantes se complace en imitarlos en una larga invocación, que no omite la descripción de los ritos, ni la enumeración de los objetos mágicos (entre los cuales la clásica figura de cera atravesada por flechas), ni la conminación a las divinidades infernales, ni las palabras seudocabalísticas que desarticulan la frase como si la maga fuera entrando en trance y hablara como poseída y fuera de sí:

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¡Rápida, Ronca, Run, Raspe, Riforme,
Gandulandin, Clifet, Pantasilonte,
ladrante tragador, falso triforme,
herbárico pestífero del monte.
Herebo, engendrador del rostro inorme
de todo fiero dios, a punto ponte
y ven sin detenerte a mi presencia
si no desprecias la zoroastra ciencia.



Sin duda, el buen hidalgo sonríe detrás de esta logomaquia. No importa. La verdad es que volverá con frecuencia a recaer en escenas de magia.

En El cerco de Numancia no sonríe. Y sin embargo, se atreve a poner en el teatro la resurrección de un cadáver cuya alma, reintegrada al cuerpo por invocaciones mágicas, profetiza la suerte de la ciudad. Es claro que la escena está tomada de la Farsalia del cordobés Lucano, ya imitada por Juan de Mena, pero no por eso la afición de Cervantes a lo sobrenatural queda menos patente.

En La casa de los celos, comedia carolingia, aparece el sabio Malgesí con su libro mágico y asistido por un diablo. La comedia es indudablemente burlesca, pero en ella puede verse la fruición con que Cervantes maneja toda suerte de trucos de encantamiento. Los paladines se sienten de pronto inmovilizados e incapaces de pelear. Angélica aparece y desaparece por entre bastidores y tramoyas, dejando   -23-   estupefacto a su enamorado Roldán, que cuando cree abrazarla se encuentra abrazado a unos sátiros. Angélica muere a manos de los sátiros sin que el desesperado Reinaldo pueda socorrerla. Luego Malgesí explica que


aquesa enterrada y muerta
no es Angélica la bella,
sino sombra, imagen della,
que su vista desconcierta...



Y Angélica vuelve a vivir, porque todo el mundo de la comedia es pura ilusión. Pero una ilusión tan puesta en evidencia que acaba por desilusionar o desengañar. «Es menester tocar las apariencias con la mano para dar lugar al desengaño», dirá luego don Quijote en la aventura del carro de la Muerte.

Desengaño es, para casi todos los escritores españoles del siglo de oro, un sinónimo de conocimiento y su hallazgo conduce a demostrar «cuán mucha es la nada», como explica en la IX crisis del libro III un personaje de El criticón.

Cervantes expone la fantasmagoría del mundo como hombre que ya ha visto las cosas del otro lado de la tramoya. Las frases de Cervantes suelen estar cargadas de intención, y no es de pasar por alto   -24-   que sea el mago Malgesí quien llame a Angélica -cuya belleza encanta- hechicera y maga; chiste que repitió (o volvió a inventar) don Francisco de Quevedo en su poema burlesco de Las locuras de Orlando: a una mirada de la bella, Malgesí pierde todo su poder mágico:


Encantados se quedan los encantos;
hechizados se quedan los hechizos...



y:


los demonios se daban a sí mismos
viendo de la belleza los abismos.



Pero dejemos ya este mundo de ilusiones para acercarnos a las más reales y auténticas brujas cervantinas.

En el Coloquio de Cipión y Berganza aparece la Cañizares, bruja que a su vez nos da noticia de otras dos colegas suyas, la Camacha y la Montiela. La Camacha de Montilla fue célebre entre las brujas de Andalucía. «La más famosa hechicera que hubo en el mundo», dice la Cañizares. «Ella congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol, y cuando se le antojaba volvía sereno el más turbado cielo; traía los hombres en un instante de lejanas tierras;... cubría a las viudas de modo, que con honestidad fuesen deshonestas; descasaba   -25-   a las casadas, y casaba las que ella quería. Por diciembre tenía rosas frescas en su jardín, y por enero segaba trigo. Esto de hacer nacer berros en una artesa era lo menos que ella hacía, ni el hacer ver en un espejo, o en la uña de una criatura, los vivos o los muertos que le pedían que mostrase: tuvo fama que convertía los hombres en animales, y que se había servido de un sacristán seis años, en forma de asno, real y verdaderamente, lo que yo nunca he podido alcanzar cómo se haga... si ya no es que esto se hace con aquella ciencia que llaman tropelía, que hace parecer una cosa por otra».

La Montiela sobresalía en trazar círculos y encerrarse con una legión de demonios; murió de pena porque la Camacha le trasformó los hijos en perritos. En cuanto a la Cañizares «en esto de conficionar las unturas con que las brujas nos untamos, a ninguna de las dos diera ventaja».

Cervantes, recaudador de contribuciones, estuvo por Montilla en 1592. Allí oiría hablar de la célebre Camacha y tal vez conoció a la Caflizares o a alguien que se le pareciera: «toda era notomía de huesos, cubiertos con una piel negra, vellosa y curtida;... denegridos los labios, traspillados los dientes,   -26-   la nariz corva y entablada, desencasados los ojos, la cabeza desgreñada, las mejillas chupadas, angosta la garganta y los pechos sumidos»... La Cañizares oculta su brujería bajo una apariencia de devoción. Es hospitalera y cura a los pobres, aunque a veces los roba.

-Vame mejor con ser hipócrita que con ser pecadora declarada -dice.

Y muchos la tienen en opinión de santidad.

La Cañizares discurre durante largo rato en el Coloquio de los perros, pero se advierte que es el pensamiento de Cervantes el que se cuela en sus palabras y trata de explicar a la bruja. Por eso la hace hablar con más erudición de la que era dable esperar de tal personaje, y citar a las Eritos, las Circes, las Medeas, y aun El asno de oro de Apuleyo.

Cervantes advierte el carácter estupefaciente de los ungüentos: «Buenos ratos me dan mis unturas» dice la Cañizares. «Y digo que son tan frías, que nos privan de todos los sentidos en untándonos con ellas, y quedamos tendidas y desnudas en el suelo, y entonces dicen que en la fantasía pasamos todo aquello que nos parece pasar verdaderamente. Otras veces, acabadas de untar, a nuestro parecer, mudamos   -27-   forma, y convertidas en gallos, lechuzas o cuervos, vamos al lugar donde nuestro dueño nos espera»...

Es digno de notarse que Cervantes emplee la misma frase del soneto de Rey de Artieda, que reduce el vuelo de la bruja a pura imaginación:


Como, a su parecer, la bruja vuela...



La Cañizares se unta delante del perro hablador del Coloquio. «Acabó su untura y se tendió en el suelo como muerta». Entonces, al pobre perro, casi humano, le da miedo quedarse encerrado con ella, y mordisqueándola, la arrastra por un talón hasta el patio.

En el cielo brillan todavía las estrellas. El perro se queda mirando la espantosa figura de la vieja aletargada y desnuda. Pasa mucho rato. El cielo empieza a ponerse pálido. La gente del hospital, que es madrugadora, sale al patio y se detiene, «viendo aquel retablo». Se va formando un grupo alrededor de la vieja cadavérica. La gente discute. Unos la creen arrobada de santidad, otros enajenada de brujería.

Cuando llegamos a este pasaje de las Novelas ejemplares, don Francisco Rodríguez Marín nos interrumpe   -28-   la lectura para protestar contra los pintores en general, porque a ninguno se le ha ocurrido trasladarlo al lienzo: «Este cuadro -mentira me parece- no está ni bien ni mal pintado por nadie, ¡y en cambio las exposiciones de pintura, año tras año, se llenan de lienzos sin asunto, sin inspiración, sin nada que valga tres caracoles...!»

Comprendemos el enojo de don Francisco y casi le perdonamos el arrebato de mal humor. La bruja dormida, con el perro a sus pies, contemplada por los hospitaleros, en el patio con luz de madrugada... ¡Qué tema para Goya!

La Cañizares es, sin duda, la mejor descrita de las brujas de Cervantes, pero no la única. Ya al fin de su vida, cuando deja desbordar su imaginación en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Cervantes vuelve a recrearse en la pintura de brujas y hechiceras. Pero bien merecen un párrafo aparte las brujas de Persiles.



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Magas enamoradas

Don Miguel de Cervantes creyó que el mejor de sus libros era -no el Quijote- sino Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Le faltaba poco para terminarlo y ya anunciaba al conde de Lemos, en la dedicatoria de la segunda parte de Don Quijote, como «el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos, ha de llegar al extremo de bondad posible». El Persiles fue un canto del cisne. Acabó el libro y al mismo tiempo la vida de su autor. El maestro José de Valdivieso, al aprobar la publicación del libro póstumo (él fue quien lo llamó canto de cisne), declara: «de cuantos nos dejó escritos, ninguno es más ingenioso, más culto ni más entretenido».

El Persiles es el libro de caballerías de Cervantes. Durante mucho tiempo su autor debió recrearse con su invención. Ya en la primera parte de   -30-   Don Quijote el canónigo hace el elogio de esta clase de libros cuyo «género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman milesia» y que, cuando están bien escritos, permiten que un buen ingenio se muestre en la plenitud de sus recursos. Allí puede dejar correr la pluma -dice el canónigo- «describiendo naufragios, tormentas, reencuentros y batallas». «Ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado, y tal vez le vendrá ocasión de mostrarse nigromante si quisiere».

Y Cervantes no perdió la ocasión de mostrarse un poco nigromante en el Persiles. Si Don Quijote está libre de brujas, aquí las vemos ir y venir por el libro, hacer daño, volar y enamorarse.

Una, al parecer italiana, se lleva por los aires al bailarín Rutilio desde Roma hasta Noruega. De esta bruja no sabemos el nombre. «Estaba presa por fatucheríe, que en castellano se llaman hechiceras», pero andaba por la cárcel con toda libertad, con el pretexto de curar a la hija de la alcaldesa, «con hierbas y palabras», de una enfermedad que no le acertaban los médicos. La bruja se mete en la celda del bailarín y le promete la libertad si él   -31-   consiente en hacerla su mujer. Es el mismo Rutilio quien cuenta la historia:

-«Esperé la noche, y en la mitad de su silencio llegó a mí y me dijo que asiese de la punta de una caña que me puso en la mano, diciéndome la siguiese. Turbéme un tanto. Pero como el interés era tan grande moví los pies para seguirla, y hallélos sin grillos y sin cadenas, y las puertas de toda la prisión de par en par abiertas, y los prisioneros y guardias en profundísimo sueño sepultados.

En saliendo a la calle -prosigue el bailarín- tendió en el suelo mi guiadera un manto, y mandóme que pusiese los pies en él, me dijo que tuviese buen ánimo, que por entonces dejase mis devociones».

Debe notarse la coincidencia entre esta escena y otra de La casa de los celos: el mago Malgesí, antes de emprender el vuelo con el paladín Roldán, le formula esta advertencia:


Arrima las espaldas a esa caña,
los ojos cierra y en Jesús te olvida.



Pero Roldán no puede evitar una piadosa invocación:


Jesús me valga
aunque jamás con esta empresa salga.



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El bailarín Rutilio, embarcado en el manto volador, también desecha el consejo impío y se encomienda a todos los santos.

Cuatro horas o poco más dura el viaje en alfombra desde Italia hasta Noruega. En seguida de aterrizar, la mujer intenta dar rienda suelta a su pasión. Abraza a Rutilio, quien al querer apartarla la ve convertida en loba. Lleno de miedo, el hombre le clava el puñal en el pecho y la bruja, vuelta a su primitiva figura de mujer, queda tendida en el suelo, muerta y ensangrentada.

¿Con qué viejas historias volvía a reconstruir Cervantes ésta del Persiles? Ya en el Satiricón, la novela romana del siglo I, atribuida a Petronio, se cuenta la historia de un soldado convertido en lobo que, después de ser herido por un esclavo, recupera su forma humana pero continúa sangrando por la herida. También Meris se convierte en lobo en la égloga VIII de Virgilio.

Cervantes recoge la creencia en los lobisones, común a todos los pueblos primitivos.

Un habitante de Noruega, que escucha la historia de Rutilio, le informa que de tales hechiceras «hay mucha abundancia en estas septentrionales partes».

«Cuéntase dellas -explica el noruego- que se   -33-   convierten en lobos, así machos como hembras, porque de entrambos géneros hay maléficos y encantadores. Cómo esto pueda ser yo lo ignoro, y como cristiano que soy católico, no lo creo. Pero la experiencia me muestra lo contrario. Lo que puedo alcanzar es que todas estas transformaciones son ilusiones del demonio, y permisión de Dios y castigo de los abominables pecados deste maldito género de gente».

Leemos aquí una frase que ilumina notablemente ciertas facetas del pensamiento de Cervantes, en el que se superponen y conviven la ilusión y el escepticismo: «como cristiano... no lo creo. Pero la experiencia me muestra lo contrario».

En el libro segundo del Persiles otra maga se introduce a deshoras en la habitación de Antonio el mozo.

«Mi nombre es Cenotia, soy natural de España, nacida y criada en Alhama, ciudad del reino de Granada... Mi estirpe es agarena; mis ejercicios los de Zoroastes y en ellos soy única».

Esta granadina, expatriada por temor a la Inquisición, es mujer que representa «hasta cuarenta años de edad, que con el brío y donaire debía de encubrir otros diez». Sin que se lo pregunten enumera   -34-   sus habilidades: oscurecer el día, hacer «temblar la tierra, pelearse los vientos, alterarse el mar, encontrarse los montes», y los demás consabidos prodigios. Como la Camacha de Montilla (la del Coloquio de los perros), ésta pertenece a una dinastía de hechiceras, pues de maestra a discípula van heredando la ciencia y el nombre. En Montilla se hablaba de «las Camachas».

La Cenotia, sin embargo, pone cierto orgullo en no llamarse hechicera, pues pertenece a una categoría más elevada: la de las encantadoras o magas.

«Las que son hechiceras -asegura- nunca hacen cosa que para alguna cosa sea de provecho; ejecutan sus burlerías con cosas, al parecer, de burlas, como son habas mordidas, agujas sin puntas, alfileres sin cabeza y cabellos cortados en crecientes o menguantes de luna; usan de caracteres que no entienden, y si algo alcanzan, tal vez, de lo que pretenden, es no en virtud de sus simplicidades, sino porque Dios permite, para mayor condenación suya, que el demonio las engañe. Pero nosotras, las que tenemos nombre de magas y de encantadoras, somos gente de mayor cuantía; tratamos con las estrellas, contemplamos el movimiento de los cielos, sabemos la virtud de las yerbas, de   -35-   las plantas, de las piedras, de las palabras, y juntando lo activo a lo pasivo parece que hacemos milagros y nos atrevemos a hacer cosas tan estupendas, que causan admiración a las gentes...»

A pesar de toda la ciencia estas pobres magas no están libres de enamorarse violentamente.

Todas padecen amores impetuosos. Eso mismo les pasaba a Circe y a Medea en las historias clásicas y a las varias brujas de menor cuantía que trajinan en las páginas de El asno de oro, de Apuleyo.

La Cenotia ofrece al asombrado mozo su persona y sus ahorros además de todos los tesoros que ocultan las entrañas de la tierra. Más aún; le promete embellecerse por artes mágicas (o cosméticas): «Si te parezco fea, yo haré de modo que me juzgues por hermosa»...

El bárbaro galán no acierta a apartar el peligro de manera más suave que disparando un flechazo contra la enamorada. No le acierta. Pero ella maquina su venganza. A poco, el joven empieza a enfermar. Su padre amenaza a la hechicera con una daga en alto:

-«Mira si tienes su vida envuelta en algún envoltorio de agujas sin ojos o de alfileres sin cabezas;   -36-   mira ¡oh pérfida! si la tienes escondida en algún quicio de puerta o en alguna otra parte que sólo tú sabes».

La Cenotia se atemoriza y «olvidándose de todo agravio, sacó del quicio de una puerta los hechizos que había preparado». Pero poco después insiste en su venganza e intriga con el rey Policarpo para que aprisione al desdeñoso Antonio. Al fin, una revolución popular depone al rey y termina con los encantos de la encantadora colgándola de una horca.

No por eso se agotan las hechicerías de la novela. En el último libro, Hipólita la Ferraresa, cortesana de Roma, se enamora de Periandro y encarga a Julia, la mujer del judío Zabulón, que por medio de hechizos enferme a Auristela, la prometida de Periandro. Pero como éste decae al mismo tiempo que su amada, la cortesana pide que se suspenda el hechizo. Esto, más que con la magia, parece tener relación con el simple envenenamiento. Así lo entiende Cervantes, quien ya había tratado de «estos que llaman hechizos» al justificar la locura del licenciado Vidriera, y, otra vez, en el Quijote, en el capítulo de los galeotes, donde por voz del ingenioso hidalgo se ratifica la creencia cervantina de   -37-   que los hechizos no pueden desviar el libre albedrío ni obligan a nadie a querer contra su voluntad.

1945



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Las máscaras de Don Francisco de Quevedo

El 8 de septiembre de 1645 murió don Francisco de Quevedo en Villanueva de los Infantes. Tres siglos después, su nombre es uno de los más vivientes de la literatura castellana. Sin duda el más viviente, junto al de Cervantes, aunque sin llegar a convertirse, como el del autor del Quijote, en un tópico vulgar de la gacetilla o la oratoria. «El armonioso idioma de Cervantes» del lugar común, no es, por cierto, el de, Quevedo, lleno de intensidad, de sorpresa, de pasión y de explosiva travesura.

Para nuestra imaginación es una tarea difícil, si no imposible, inmovilizar a Quevedo en una imagen única que lo represente en lo más característico de su vida. Quevedo fue hombre de muchos rostros, o de muchas máscaras, y la que más persiste en el recuerdo común es la sonriente y apicarada. Rubén Darío, en un soneto famoso, lo coloca en la compañía de los poetas risueños: «Quevedo,   -40-   cuyo cáliz licor jovial rebosa»... Para muchísimas personas Quevedo es, más que otra cosa, el protagonista de algunos chascarrillos picantes.

Hombre múltiple, erudito y espadachín, consejero de gobernantes, frecuentador de textos hebreos, griegos y latinos, versificador en el dialecto de los bajos fondos, caballero de la Orden de Santiago, con su cruz roja en el pecho, sufridor de prisiones, miembro de cofradías religiosas y de academias literarias, distribuidor de bufonadas manuscritas que se cuchichean y comentan por los corrillos, señor de un lugarejo, la torre de Juan Abad, donde pleitea continuamente con sus súbditos, visitador del palacio y del hampa, estudiante en Alcalá y conspirador en Venecia, el verdadero Quevedo nos resulta mucho más complicado que la imagen con que quiere abarcarlo la falta de memoria colectiva.

Don Francisco de Quevedo pasea su miopía y su renguera por varias ciudades de España e Italia. Su miopía se corrige con sus grandes anteojos, sus quevedos, que toman de él su nombre para siempre, y tal vez son ellos los que le dan tanta lucidez y penetración de mirada, los que le facilitan una visión microscópica y profunda del universo, los que le descubren el doble fondo de las cosas.

  -41-  

Su renguera se disimula con una larga capa y no le impide ser buen espadachín, hasta el punto de poder vencer en un asalto al célebre maestro Pacheco de Narváez, que se convertirá toda la vida en su más encarnizado enemigo. La renguera más bien le comunica cierto descaro provocativo. Así, en la «Sátira a una dama», describiendo simultáneamente las calidades de ella y las de él, le dice:


Como tu voluntad tengo una pata,
torcida para el mal...



Su talento se desparrama en las direcciones más opuestas. Escribe centenares de poemas de amor, algunos seguramente sinceros, letrillas satíricas, romances disparatados, poesías de intención religiosa o moral; intenta un gran poema épico-burlesco y una novela picaresca, traduce del hebreo el Libro de Job, los trenos de Jeremías y el Cantar de los cantares, del griego los versos atribuidos a Anacreonte, los de Focílides y las máximas de Epicteto, del latín a Séneca, del francés, la Introducción a la vida devota, de San Francisco de Sales; imita los epigramas de Marcial y los Salmos de David, finge Sueños en los que manda a todo el mundo al infierno, concluye extensos comentarios teológicos, filosóficos y políticos, y escribe aquel llamamiento al rey, puesto,   -42-   según se cuenta, bajo la servilleta de Felipe IV, «católica, sacra y real magestad», una de las más contundentes sátiras políticas que se hayan escrito:


A cien reyes juntos nunca ha tributado
España las sumas que a vuestro reinado.
Ya el pueblo doliente llega a recelar
no le echen gabelas sobre el respirar...
Un ministro, en paz, se come de gajes
más que en guerra pueden gastar diez linajes...
No es bien que en mil piezas la púrpura sobre
si todo se tiñe de sangre del pobre...
Del mérito propio sale el resplandor
y no de la tinta del adulador.
La fama, ella misma, si es digna, se canta:
no busca en ayuda algazara tanta.
Contra lo que vemos quieren proponernos
que son paraísos los mismos infiernos.
Las plumas compradas, a Dios jurarán
que el pelo es regalo y la piedra es pan...



Deliberadamente no he propuesto una clasificación ordenada ni completa de las obras de Quevedo para que nadie se imagine en él una serie de compartimientos estancos, sino más bien un caos de naipe bien barajado, de cuyas pintadas figuras se iba descartando en todas direcciones.

Sin duda don Francisco creyó que de todo ese revoltijo de papeles escritos, los que le iban a granjear el respeto de sus contemporáneos eran los de apariencia seria, llenos de citas de clásicos y de padres   -43-   de la Iglesia, El tratado de la inmortalidad del alma, la Política de Dios o la Vida de Marco Bruto. De esta última obra, publicada el año anterior a su muerte, en la que, glosando a Plutarco, intenta dar consejos a los reyes (y en una de sus páginas puede leerse «Del rey, que es cabeza, son miembros los vasallos. Cuando los vasallos se quejan, el rey les duele»). Quevedo se mostraba muy satisfecho. «Si todo lo que he escrito -dice en la dedicatoria- ha sido defectuoso, esto es lo menos malo. Si algo ha sido razonable, esto es mejor».

La posteridad, que no siempre está de acuerdo con los autores que celebra, prefirió encontrar más genialidad en los papeles sueltos que durante mucho tiempo Quevedo no se resolvió a imprimir: las Cartas del Caballero de la Tenaza, las Premáticas y aranceles generales, los Sueños, La culta latiniparla, la Historia de la vida del buscón llamado don Pablos, el Discurso de todos los diablos y La hora de todos y Fortuna con seso...

En esa obra fragmentaria y nerviosa, construida a puro impulso vital y no para recabar el aplauso de los eruditos, don Francisco nos dio la más original versión de sí mismo. A través de los quevedos el mundo se le muestra como al trasluz. Su aproximación   -44-   a las cosas es tan imperiosa que la realidad, sorprendida en una perspectiva nueva, parece increíble y casi mágica. La mirada de Quevedo se fija donde otra mirada cualquiera aflojaría, distraída. Quevedo se detiene en la tenaz observación de la tontería y la hipocresía humanas. Sus ojos, convertidos en rayos X, ven más allá de las apariencias, ven «el mundo por de dentro» o lo que sucede «por debajo de la cuerda».

Quevedo, contemplador de locuras y tonterías, se divierte con parodias de reforma y legislación de las costumbres. De ahí sus Premáticas. Ya es la Razón la que legisla contra «la perversa necedad», ya el Desengaño contra los poetas vacíos, ya el Tiempo contra toda locura humana.

A Quevedo no se le escapan los menores gestos o ademanes de la tontería. Ve a los que van hablando solos por la calle, a los que van pisando, cuidadosamente, la juntura de las baldosas; a los que, sacando la mano por debajo de la capa, arrastran sus dedos por las paredes; a los que, jugando a los bolos, intentan corregir el rumbo de la bola ya lanzada torciendo el cuerpo; a los que mientras cortan algo con unas tijeras sacan la lengua para hacerlo con más cuidado, a los que brujulean mucho los   -45-   naipes, sabiendo que no por esa operación se han de pintar o despintar sus figuras; a los que al encontrarse con un amigo le preguntan si está vivo, a los que miran con enojo a la piedra en que han tropezado...

El mundo que contempla Quevedo está explorado por miradas penetrantes que no retroceden nunca ante la tontería ni ante la fealdad. Su fría aproximación a esta última supera toda repugnancia. Y como su mundo es tan vasto, necesita toda clase de palabras para nombrarlo. Tal vez nadie habló tan bien en castellano como don Francisco, sin olvidar lo que a veces tiene de mal hablado.

Sus palabras siempre son vivientes, exactas, irreemplazables y algunas, aunque recién acuñadas por él, quedaron para siempre grabadas en el idioma. Él, que vigilaba, implacable, la vitalidad de las suyas, no podía dejar de burlarse de las palabras mortecinas y borrosas, hechas de lugares comunes y de haraganería mental, del habla habitual de mucha gente. Y escribió el Cuento de cuentos, especie de antología de frases indecidoras; y también muchas diatribas contra Góngora y los culteranos, como La culta latiniparla. Ahí ridiculizaba «la platería de los cultos» (de donde él no había salido   -46-   sin comprar) con sur, cristales fugitivos, campos de zafir, margen de esmeralda, gargantas de plata, trenzas de oro, labios de coral... «aunque los poetas hortelanos -dice- todo esto lo hacen de verduras, atestando los labios de claveles, las mejillas de rosas y azucenas, el aliento de jazmines. Otros poetas hay charquías -agrega- que todo lo hacen de nieve y de hielo, y están nevando de día y de noche, y escriben una mujer puerto, que no se puede pasar sin trineo y sin gabán y bota: manos, frente, cuello, pecho y brazos, todo es perpetua ventisca y un Moncayo».

La prosa y el verso de Quevedo muchas veces tienden a incitar a la risa. Pero Quevedo ¿es un poeta risueño?

Cervantes sí, parece mirar a la vida con una sonrisa. (Una sonrisa de hombre comprensivo, un poco cansado y un poco triste). Pero la carcajada de Quevedo nunca, casi nunca, denuncia una alegría íntima. Más parece un desahogo de la desesperación que está, exactamente, en la frontera del sollozo.

Ya en una de sus primeras letrillas Quevedo canturrea:

  -47-  

Las cuerdas de mi instrumento
ya son en mis soledades
locas en decir verdades,
con voces de mi tormento...



No se crea que eso de «mi tormento» es un ripio. Pocos versos más adelante volverá a hablar del «llanto que vierte mi pasión loca»...

Esa locura de decir la verdad, de buscar la verdad, siempre llevando de consejeros al Tiempo y al Desengaño, puede acercarlo a un espectáculo ridículo del mundo, pero no alegre. Quevedo, fabricante de chistes y de letrillas, en ningún momento se olvida de la fugacidad de todo, de la nada de todo. Él, traductor de tantas lenguas, parece tener de pisapapeles una calavera, como el patrono de los traductores, San Jerónimo.

Pero aunque no lo tuviera no podría olvidarse de ella. En el último de sus sueños, El sueño de la muerte, que luego, por escrúpulos que entonces tendrían explicación, rebautizó como Visita de los chistes, se le presenta una extraña figura que dice ser la Muerte.

-Yo no veo señas de la muerte -le contesta él- porque allá nos la pintan como huesos descarnados con su guadaña.

Y la muerte le explica:

  -48-  

-«Eso no es la muerte, sino los muertos o lo que queda de los vivos. Esos güesos son el dibujo sobre el que se labra el cuerpo del hombre. La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte: tiene la cara de cada uno de vosotros y todos sois muertos de vosotros mismos. La calavera es el muerto y la cara es la muerte; y lo que llamáis morir es acabar de morir, y lo que llamáis nacer es empezar a morir, y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura».

Quevedo, el risueño, el jovial Quevedo, no se cansará de repetir ese chiste. Como en la estampa de San Jerónimo, hay que imaginar junto a él una calavera. Y también, si se quiere, un león. Pero un león siempre mal domado, que es su propia imagen.

En la serie de salmos que tituló Lágrimas de un penitente, confiesa la intermitencia de su desencanto del mundo:


Nada me desengaña;
el mundo me ha hechizado...



Y hablando con Dios, o con su propia intimidad, llega a confesar:

  -49-  

Más ¡ay! que si he dejado
de ofenderte, Señor, temo que ha sido
más de puro cansado
que no de arrepentido...



Y aun, con más franqueza:


... No te oso llamar, Señor, de miedo
de que quieras sacarme de pecado.



En amor debió sentir parecidos intervalos de fe y de incredulidad, de apetencia y cansancio. Cantó a muchos nombres convencionales detrás de los cuales se escondían, sin duda, mujeres verosímiles. Cantó a Amarilis, a Aminta, a Flora, a Floralba, a Aldalia, a Jacinta, a Casilina, a Flor, a Marica, a Inarda, a Silena, a Manuela, a Cloris, a Floris y sobre todo a Lisi, de quien vivió muchos años enamorado. A veces gustaba imaginar que la intensidad de su amor era un motivo y una justificación de su inmortalidad:


Eterno amante soy de eterna amada.



Varias veces repite semejante afirmación en sus poesías amorosas. El Leteo no podía borrar el recuerdo de su amor. Aquel grito del cantar hebreo que proclama al amor más fuerte que la muerte, parece persuadirlo. No ya su alma: sus mismas cenizas   -50-   seguirán ardiendo de amor. Dos veces, por lo menos, se finge epitafios con esa idea:


Aún arden, de las llamas habitados,
sus huesos, de la vida despoblados.



Después admite que esa esperanza no fue sino ficción. La muerte es una soledad increíble, no compartida por nadie.


El Lete me olvidó de mi señora:
el Lete, cuyas aguas reverencio.



Así dice en la última poesía que escribió, no mucho antes de morir, a los 64 años de edad. Es un grito desgarrador lanzado al borde del sepulcro. Repite las viejas lecciones de su maestro el Desengaño y esboza una breve autobiografía -proyecto de epitafio- que vale la pena trascribir:


Yo soy aquel mortal que por su llanto
fue conocido más que por su nombre
ni por su dulce canto;
mas ya soy sombra sólo de aquel hombre
que nació en Manzanares
para cisne del Tajo y del Henares...



Su sobrino don Pedro Alderete, en nota a la edición de las poesías de Quevedo, nos informa que «Habiendo después de su última prisión de León vuelto a la Torre de Juan Abad, antes de irse a Villanueva   -51-   de los Infantes a curar de las apostemas que desde la prisión se le habían hecho en los pechos, ocho meses antes de su muerte, compuso «esa canción» en donde parece predice su muerte, publica su desengaño y da documentos para que todos le tengamos. Puede servirle de inscripción sepulcral» -añade.

Tal fue la última canción de «aquel mortal que por su llanto fue conocido más que por su nombre», el alegre Quevedo.

1945



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Vivir en novela

«Del poco dormir y del mucho leer se le secó el cerebro de manera que»... su vida leída empezó a superponerse a su vida vivida y se creyó personaje de romance o de novela, Amadís o Roldán. ¿Quién no se cree un poco personaje, forjado por la imaginación? ¿Quién no se extraña de que muchas veces la estimación ajena no coincida con la propia?

El personaje que nos creemos suele estar basado en lecturas. Hay quien se cree el marqués de Bradomín. Hay quien se cree Margarita Gautier. (¿Re cuerdas que querías ser una Margarita Gautier?) Hay quienes se creen Tristán e Isolda. Hay quien se cree (y esto es más triste) Napoleón. Se han señalado personificaciones más complicadas: «Víctor Hugo era un loco que se creía Víctor Hugo».

A cada rato afluyen reminiscencias de libros en la vida. Paolo y Francesca se creen por un momento Lancialotto y Ginebra. El libro es el mediador de estas transustanciaciones (Galeotto fu il libro e chi lo scrisse). La pobre Francesca experimenta las   -54-   pasiones que ha leído. «Hay gente -advierte el duque de La Rochefoucauld- que nunca se hubiera enamorado si nunca hubiese oído hablar de amor».

El Lancialotto que perturba a Francesca es el mismo Lanzarote con quien se confunde el ingenioso hidalgo.


Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera Lanzarote...
Como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino.



En tiempos del Quijote la cantinela del romance iba acompasando la vida. Vida y romance podían superponerse sin dificultad. El romance acompaña a los conquistadores de América. En Méjico -cuenta Bernal Díaz del Castillo- uno le dice a Cortés:


-Cata Francia, Montesinos,
cata París la ciudad...



Estaban conquistando un imperio que no se parecía a ninguno de los conocidos. Era una aventura inédita, pero sus protagonistas, para apoyarse en la realidad, acudían a sus viejas lecturas. El mismo Bernal Díaz sabe que está viviendo «cosas nunca oídas, ni vistas ni aun soñadas», pero para explicar sus emociones recurre a la novela de Amadís: «Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas   -55-   en el agua, y en tierra firme otras tantas poblaciones, y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a Méjico, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís»...

Novelas de caballería bullían en todas las imaginaciones. Ya antes de que se escribiera el Quijote, cuenta Zapata en su Miscelánea, hubo un loco que imitó, enamorado, las locuras de Orlando.

En La dama duende, el criado gracioso, Cosme, que se ve envuelto por equivocación en una aventura, se pregunta:


-¿Yo soy Cosme o Amadís?
¿Soy Cosmillo o Belianís?



Una alusión novelesca puede agregar intensidad a nuestra vida común. El general San Martín, refiriéndose a su gobernación de Mendoza, la llama «mi ínsula cuyana». Recuerdo cervantino que ennoblecía su cargo con un regusto de encanto y desencanto.

La vida suele traer aventuras que regocijan porque ya uno las ha leído y al vivirlas tiene la sensación de revivirlas. Todas las posibilidades de vida parecen estar escritas, no ya en el gran libro de las estrellas que Calderón gustaba describir pomposamente,   -56-   sino en los simples libros de papel y tinta. El «estaba escrito» de los fatalistas puede repetirse con una intención menos trascendental.

Las innumerables existencias humanas se nos muestran sujetas a un repertorio limitado de figuras ya previstas en los libros. Cuando don Quijote se determina a cambiar de vida, vencido y cansado de aventuras, piensa en la vida pastoril de las novelas. Pasa de la novela de caballerías a la novela de pastores. De Amadís a la Diana de Montemayor.

Y no se piense que esta locura es sólo de don Quijote. En Francia (y gran parte de Europa) durante el siglo XVII y XVIII, mucha gente se ve atacada por la manía pastoril. Las marquesas se disfrazan de pastoras. La Astrea de D'Urfé, una imitación francesa de la Diana de Montemayor, atiborra las cabezas de fantasías idílicas: «En Alemania -cuenta Menéndez y Pelayo- veintinueve príncipes y princesas, y otros tantos caballeros y gentiles damas fundaron una Academia de los verdaderos amantes, para remedar todas las escenas del famoso libro, tomando cada uno de los socios el nombre de un personaje de la Astrea y reservando el de Céladon para el mismo D'Urfé, a quien dirigieron el 10 de marzo de 1624 una extraña carta desde «la encrucijada   -57-   de Mercurio». Los bosques del Forez, patria del autor y teatro de sus idilios, fueron un sitio de peregrinación sentimental, que todavía Juan Jacobo Rousseau pensó hacer, aunque desistió al saber que aquel país estaba lleno, no de cabañas pastoriles, sino de fraguas y herrerías, según cuenta en sus Confesiones.

La gente novelera (¿y quién no lo es en mayor o menor grado?) busca por el mundo los escenarios de sus novelerías. Muchos han viajado para revivir andanzas de Pierre Loti y se fastidian si el mundo les presenta, en lugar del que habían leído, un espectáculo inédito. (Personas llegadas a Constantinopla se han visto desencantadas al no encontrar las «desencantadas»).

Pero el mundo suele repetir sus espectáculos (variados, aunque no infinitos) como para que los lectores refresquen en ellos sus antiguas lecturas. Un jesuita italiano, Cayetano Cattáneo, que llegó a Buenos Aires en 1729, daba noticias a su hermano de las cosas extrañas que había visto durante el viaje, entre otras, una tempestad en el mar. «No esperes de mí la descripción -le previene, la encontrarás en los poetas y en los historiadores».

La sensación de vivir algo realmente nuevo no   -58-   es cosa que se dé con facilidad. Colón, en el Nuevo Mundo, encuentra paisajes de Castilla o de Andalucía. Ve sirenas (aunque «no eran tan hermosas como las pintan») y cree estar cerca de las amazonas, o del Gran Khan. Todas cosas leídas en los libros. Hasta cree oír cantar al ruiseñor. Y eso que Colón era muy gustador del paisaje. A cada rato se arroba en la belleza del mundo que contempla. Cree estar cerca del Paraíso. «Parecía que estaba encantado», dice. Sensación de novela de caballerías.

Es más fácil ver lo que ya está escrito, o pintado, o filmado. Hay gente que no ve el paisaje hasta que no lo encuentra parecido a un cuadro. Así se hace cierta la paradoja de Oscar Wilde: la vida imita al arte. Los que alguna vez vieron algo con intensidad, guían nuestro distraído mirar.

También la fotografía, el cine, intensifican la realidad. André Malraux describe, en una novela sobre la guerra civil española. un bombardeo de Madrid. «Un inmueble -dice- ardía como en el cine, de arriba abajo; detrás de su fachada intacta con decoraciones contorsionadas, con todas las ventanas abiertas y rotas, y todos los pisos llenos de llamas que no llegaban a salir, parecía habitado por el Fuego».

  -59-  

Malraux había vivido el bombardeo. Sin duda había visto arder el edificio. Pero para creer en él y hacernos creer en él, dice: «ardía como en el cine». Tal vez no tuvo plena conciencia de la guerra hasta que la encontró parecida a una película de guerra.

1946



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Dedicatorias de Cervantes

El lector del Quijote se encuentra, a la entrada del libro (después de la tasa y el privilegio real), con una dedicatoria. Cervantes se dirige al duque de Béjar y muy humildemente le pide que «como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes» consienta en tomar el libro bajo su protección, pues a su sombra se sentirá mucho más seguro. «Fío -insiste Cervantes- que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio».

El lector moderno no puede dejar de asombrarse un poco. ¿A qué vienen estas humildes reverencias de Cervantes, autor famoso, ante un simple desconocido? Pero si nos colocamos en una perspectiva histórica, resulta que entonces el desconocido era Cervantes y el importante era el duque de Béjar.

Un escritor, más si era un hombre de pueblo y (aunque de buena sangre) no pertenecía a la nobleza, no podía presentarse al público sino a la sombra de un poderoso. Cervantes no podía ser una   -62-   excepción. Cuando publicó la primera parte de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, en 1605, ya era un hombre maduro, de unos 58 años de edad. Hacía tiempo que se había estropeado la mano en Lepanto, hacía años que había vivido cautivo en Argel, y siempre había vegetado en una negra pobreza.

¿Y el duque de Béjar? ¡Ah! El duque era un duque y eso bastaba. Sin duda no había hecho nada útil en su vida -tenía 28 años y hacía cuatro que disfrutaba la cuantiosa herencia paterna-, pero se llamaba don Alonso Diego López de Zúñiga y Sotomayor, y era, además de duque, marqués de Gibraleón, conde de Benalcazar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcocer y señor de las Villas de Capilla, Curiel y Burguillos.

Todos esos títulos debían despertar en su interlocutor una especie de temor reverencial. Y Cervantes no era nada más que el autor del Quijote.

¿Sería el duque -como leemos en la dedicatoria- tan amigo de los libros y tan protector de las bellas artes? Parece lícito ponerlo en duda. Tal es, por lo menos, la opinión de don Francisco Rodríguez Marín, el notable comentarista cervantino.

«Sin que este príncipe hubiese protegido a nadie,   -63-   sino por vana ostentación -dice don Francisco-, estaba en predicamento de amante de las letras y de amigo de favorecer a los escritores, y, a la verdad, no se me alcanza en qué sólida base pudiera descansar su renombre de culto, ni recuerdo que en ningún lugar se le encomiara por ilustrado e ingenioso». El poeta Francisco de Rioja -sigue informándonos Rodríguez Marín- compuso un epitafio en latín para el duque de Béjar y, entre las muchas alabanzas que le prodiga como hombre sin ambición, magnánimo, pacífico, benefactor, etcétera, no lo llama inteligente ni docto.

Algo peor insinúa el erudito andaluz: la fama del duque de Béjar, protector de las artes, era más bien de tonto. En una colección de anécdotas que recogió Juan de Anguijo se registra un diálogo gracioso.

Alguien recordaba la muerte del duque:

-Murió como un santo.

-Sin duda -contestó otro- se fue derecho al cielo, si el limbo no lo ha sacado por pleito.

Y esa referencia a los derechos del limbo sobre el alma del duque, era conferirle, muy claramente, certificado de tontería.

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Un plagio

Es posible que Cervantes, a pesar de las palabras de la dedicatoria, tuviera algunas vislumbres de esa realidad. Tal vez el de Béjar aceptara patrocinar el Quijote como si realmente le estuviera haciendo un favor al autor. Cervantes debió advertirlo. Y eso se trasluce en la misma dedicatoria de apariencia elogiosa. Cervantes la escribió sin ganas. Él, tan lleno de ideas y de palabras, tan suelto y chisporroteante cuando se dirigía a sus lectores, no sabía cómo dirigirse al duque. Debió pasar un momento embarazoso antes de enfrentarse con la redacción de esa dedicatoria. Debía afrontar el mal trago de los elogios insinceros, y su pluma voladora en otras circunstancias, se le volvía pesada y haragana.

¿Cómo escribir una dedicatoria, una falsa dedicatoria llena de elogios, a un tonto poderoso que ya tiene un destino señalado en el limbo? Cervantes abrió otro libro: las Obras de Garcilaso, con anotaciones, editado en Sevilla en 1580. Las anotaciones eran de otro gran poeta: Fernando de Herrera. Y este Fernando de Herrera había estampado allí una dedicatoria al marqués de Ayamonte.

-He aquí un modelo de dedicatoria -pensaría el autor del Quijote.

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Y entonces Cervantes copió -¡sí, señores, copió!- las frases de la dedicatoria de Herrera para fabricar la suya al duque de Béjar: buen acogimiento y honra... el clarísimo nombre de Vuestra Excelencia... reciba agradablemente... desnudo de aquet... de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer... no conteniéndose en los límites de su ignorancia... condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos...

En algunas ediciones críticas del Quijote -como la de Cortejón o la de Rodríguez Marín- esas frases aparecen subrayadas, para indicar que pertenecen originariamente a la dedicatoria de Herrera, utilizada por Cervantes.




Sin señor a quien servir

Las relaciones entre el autor del Quijote y el presunto protector de las letras no debieron ser estrechas ni felices. El duque de Béjar no vuelve a aparecer citado en las obras de Cervantes.

Pero, ¿dónde encontrar un protector? ¿Bajo qué sombra benigna colocaría el desvalido escritor las obras de su ingenio? Ya en 1585 había dedicado su novela pastoril La Galatea «al ilustrísimo señor Ascanio   -66-   Colonna, abad de Santa Sofía», hijo de aquel Marco Antonio Colonna que dirigiera las galeras pontificias en la batalla de Lepanto, siempre recordada por Cervantes. En 1605 dedicó el Quijote al duque de Béjar. En 1613 dedicó sus Novelas ejemplares al conde de Lemos. ¡Qué cambiar de señores! ¡Qué cambiar de sombras!

En las Novelas ejemplares hay un párrafo que, leído con cierta intención, resulta desgarrador. Está en el Coloquio que pasó entre Cipión y Berganza, perros del hospital de la Resurrección. Ahí conversan los perros habladores y se refieren sus vidas y aventuras. Berganza cuenta cómo se escapó de ser perro de un pastor y se fue a Sevilla, donde entró a servir a un mercader muy rico. Y Cipión lo interrumpe para preguntarle:

-¿Qué modo tenías para entrar con amo? Porque, según lo que se usa, con gran dificultad halla el día de hoy un hombre de bien señor a quien servir...

Cuando aparecieron las Novelas, ya Cervantes iba para viejo: tenía 66 años y toda su vida había andado -libre, pero desamparado- como un hombre de bien sin señor a quien servir...



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El conde de Lemos

Aunque el conde de Lemos ya era distinto. Don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, era -esta vez sí- un amigo de los libros, un gustador de las artes. Él mismo versificaba con soltura, y sus rimas transparentaban cierto desengaño, como de hombre que ha vivido y contempla la vida desde una altura y sin espejismos. Cervantes podía entenderse con él. Todo el resto de su obra (con excepción del Viaje del Parnaso, dedicado a don Rodrigo de Tapia) iría dedicado al conde de Lemos: las Comedias y entremeses, la segunda parte del Quijote, Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

Pero las dedicatorias al conde ya tienen otro tono, respetuoso siempre, pero amistoso y aun bromista. Ahora Cervantes no tiene necesidad de copiar frases de otras dedicatorias. Ya moribundo, el 19 de abril de 1616, escribe la del Persiles y la empieza recordando unas viejas coplas:


Puesto ya el pie en el estribo
con las ansias de la muerte
gran Señor, ésta te escribo...



Promete, si por un milagro llega a salvarse, escribir todavía otros libros: las Semanas del jardín, el   -68-   Bernardo y, si fuera posible, una segunda parte de La Galatea... Así sus últimos pensamientos fueron para el conde de Lemos, el que si no impidió que Cervantes viviera en la pobreza, le concedió cierta sombra de protección.

Cervantes le escribía el 19 de abril. Cuatro días después -el 23- «dió su espíritu: quiero decir que se murió».

1947





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Cervantes en la Argentina

Con motivo de celebrarse el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, una institución cultural de Buenos Aires organizó un interesante concurso para premiar el mejor estudio sobre el tema «Cervantes en la Argentina».

El asunto se presta para un amplio desarrollo. La sola enumeración de los autores nacionales que han abordado el tema cervantino, superaría los límites de un artículo periodístico. Algunos otros, sin embargo, resultan de mención imprescindible, como los de Paul Groussac, Ricardo Rojas, Arturo Marasso y, últimamente, los sagaces atisbos de Jorge Luis Borges y Carlos Alberto Leumann.

El estudio de estos estudios daría material suficiente para una amplia monografía. Sería muy útil, porque es lástima que algunos eruditos españoles desconozcan ciertas contribuciones argentinas al más cabal conocimiento de Cervantes.

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Cervantes y la poesía

En un manual sobre La poesía lírica española (Barcelona, 1937), Guillermo Díaz Plaja, crítico fino y bien informado, hablando de los valores poéticos de Cervantes, señala la falta de «un estudio moderno y complejo de esta faceta cervantina». Sin embargo, entre nosotros existe, desde hace tiempo, un estudio sobre la poesía de Cervantes, moderno y completo, debido a la pluma de Ricardo Rojas.

Dejando de lado los trabajos eruditos, otro género literario, la glosa cervantina, ha dado abundantes y a veces maduros frutos entre nosotros. La glosa cervantina participa más de la poesía que de la erudición. Pero muchas veces esa admirativa evocación del libro inmortal nos aproxima más a él que muchas páginas de datos y de notas. La glosa cervantina debe ser hecha con amor y por eso resulta tal vez más esclarecedora del texto que un seco comentario intelectual. Un libro de glosas como La jofaina maravillosa (agenda cervantina), de Alberto Gerchunoff, figurará, seguramente, entre nuestros libros clásicos.

Otras glosas cervantinas acuden a nuestra memoria, como La tristeza de Sancho, de Pedro Miguel Obligado; o las de Manuel Mujica Lainez, El pintor   -71-   de Don Quijote y otras incluidas en Glosas castellanas.

Citar más, sería extralimitarnos. Pero ¿cómo olvidar a los poetas? Rubén Darío, que produjo entre nosotros gran parte de su obra, convirtió en una especie de texto sagrado, musitado generosamente en todos los pueblos de habla castellana, su famosa Letanía de nuestro señor don Quijote: Rey de los hidalgos, señor de los tristes -que de fuerza alientas y de ensueños vistes,- coronado de áureo yelmo de ilusión...

Los ecos de esa música resonaron en todos los ámbitos del idioma. Los encontramos en los lugares más insospechados, como en las Misas herejes de Evaristo Carriego. Ese libro, del que luego se recordarían exclusivamente sus referencias al suburbio porteño, se inicia, sin embargo, con un largo poema Por el alma del Quijote: dedico estos sermones porque sí, porque quiero - al único, al Supremo famoso Caballero, a quien pido que siempre me tenga de su mano, - al santo de los santos Don Alonso Quijano - que ahora está en la gloria, y a la diestra del Bueno: - su dulcísimo hermano Jesús el Nazareno, - con las desilusiones de sus caballerías - renegando de todas nuestras bellaquerías.

  -72-  

Y antes de entrar a los dominios del «gringo musicante», de Mamboretá y de «la costurerita que dio aquel mal paso», Carriego nos detiene con otra larga versada cervantina: La apostasía de Andresillo.




La «ínsula» de San Martín

Pero tan interesante como rastrear las huellas cervantinas en nuestra literatura, ha de ser, sin duda, el hallarlas en nuestra propia vida nacional. La influencia cervantina, o ¿por qué no?, quijotesca, es cosa que trasciende los libros y se incorpora a los modales, a las costumbres, a las reacciones y decisiones humanas.

Al poco tiempo de aparecido el libro en España, ya pueden observarse señales de su influencia en la vida americana. A pesar de las restricciones de las leyes de Indias para la importación de «libros de romance de materias profanas, y fábulas, ansí como los de Amadís, y otros de esta calidad, de vanas y mentirosas historias», pasaron a América muchos ejemplares de El ingenioso hidalgo. Sobre todo a Méjico y al Perú. En las suntuosas fiestas de la época colonial, entre torneos y mascaradas, solían aparecer personajes caracterizados como don Quijote y Sancho Panza. Ya se los consideraba como seres   -73-   vivientes, escapados del libro y que perduraban en la imaginación de las gentes.

Don Quijote fue lectura habitual en todo el mundo de habla hispánica. Es oportuno repetirlo con los versos arcaizantes de Juan Eugenio de Hartzenbusch en su Epístola de Don Quijote en rancio, raro e desigual lenguaje:


Por él en Orán e Flandes,
en las lomas de los Andes
e las playas de Luxón,
Don Quijote y Sancho
son conocidos por do vamos;
nos nombran en el camino,
e aun al jaco y al pollino
que montamos.



Así hay que imaginarlos a don Quijote y Sancho. También sobre los Andes y sobre las pampas y las apacibles ciudades coloniales y luego en el caldeado ambiente revolucionario.

Los hombres de la revolución libertadora de América fueron lectores del Quijote. En algunas cartas de San Martín se trasluce su familiaridad con el gran libro. Cuando en 1814 San Martín fue nombrado por el Directorio que presidía Posadas, gobernador de Cuyo, él, que ya maduraba en su imaginación la gigantesca empresa de cruzar los Andes y llegar hasta Lima, llamaba burlonamente al territorio   -74-   de su gobernación «mi ínsula cuyana». El recuerdo de Sancho y de su malhadado gobierno en la ínsula Barataria se proyectaba risueñamente sobre su situación actual. ¡Qué se iba a engreír él por ser gobernador! El fabuloso episodio de la ínsula Barataria, con la inevitable moraleja de la vanidad de los títulos, revivía en su mente; y contemplaba, al pie de los Andes, el vasto territorio puesto bajo su mando, con cierta sensación de desencanto, de estar de vuelta de Barataria... ¡Su ínsula cuyana!




Personajes quijotescos

El fogoso antiespañolismo, de algunos personajes de la época revolucionaria se conciliaba perfectamente con la devoción por Don Quijote. El ejemplo más característico de esta dualidad nos lo ofrece, sin duda, el patriota don Francisco Planes.

Don Pancho Planes, como se lo llamaba familiarmente, fue uno de los más exaltados actores de la semana de Mayo. Vociferó contra el virrey Cisneros y contra los cabildantes que perdían el tiempo en cabildeos y paños tibios, sin resolverse a proclamar francamente un cambio de gobierno. Fue ardiente partidario de Moreno y de Monteagudo y   -75-   orador exaltado en la Sociedad Patriótica. Dictó clases de filosofía. Tuvo fama de hombre ingenioso y algo pintoresco. Y entre sus varias debilidades debía contarse su desmedida afición a la lectura de Don Quijote. Era su libro de cabecera.

Cuando don Pancho Planes se enfermó, ya para morir, como algunos lo instaran a que preparara su alma y recibiera los últimos sacramentos, les contestó, con toda soltura (es su sobrino, el historiador Vicente López quien nos lo cuenta), que el Quijote «era mejor consuelo y auxilio para bien morir que el breviario y las morisquetas de los frailes».

La letra y el espíritu del Quijote estuvieron presentes en la revolución americana, llena de episodios quijotescos. Bastaría recordar el crucero de la fragata «La Argentina», que se lanzó a todos los mares a proclamar nuestra independencia recién nacida. Pero, ¿cómo preferir un episodio entre mil?

Quijotescos fueron los próceres de la revolución: San Martín, Bolívar. Es significativo que el poeta Rafael Obligado, en trance de cantar a Cervantes, los recuerde en oportuna décima:


¡San Martín! ¡Bolívar! Gloria,
llama, luz de un sol naciente,
que irradiando a un continente,
lo abrió al día de la historia.
-76-
¿Quiénes sois?... ¿Tanta victoria
es vuestra? Tú, paladín
del Andes; tú, de Junín
vencedor, del godo azote...
¿Quiénes sois?... ¡Sois Don Quijote,
Bolívar y San Martín!






Una imagen de Sarmiento

No sólo los personajes de la revolución; la misma revolución sudamericana puede compararse con la figura de don Quijote.

Sarmiento, que tenía arranques quijotescos e intuiciones geniales, al comparar su propia vida con la vida de todo el continente sudamericano, nos presenta tal vez inconscientemente, una imagen del Quijote:

«En mi vida, tan destituida, tan contrariada y, sin embargo, tan perseverante en la aspiración de un no sé qué elevado y noble, me parece ver retratarse esta pobre América del Sur, agitándose en su nada, haciendo esfuerzos supremos por desplegar las alas y lacerándose a cada tentativa contra los hierros de la jaula que la retiene encadenada».

Así dice Sarmiento. Él comprende que su vida, llena de anhelos de justicia, de arranques heroicos, de tenacidades sin desmayo, se parece a la vida de todo el continente.

  -77-  

Sudamérica se golpea contra los hierros de su jaula. Sudamérica -pudo añadir- embiste contra molinos o contra gigantes. Marcha, mal armada, sobre un flaco rocín. Sueña con una amada ideal cuya belleza proclama a los cuatro vientos. ¿La libertad, la justicia? Una amada por la que está resuelta a luchar contra todos, aunque esa amada padezca por obra de malos encantadores y su realidad no corresponda a la imagen ideal que de ella nos hemos forjado.

Así se ve Sarmiento a sí mismo y así ve a su propio continente. Pero tal imagen ¿no es al mismo tiempo la imagen de Don Quijote?

1947





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Lope de Vega y los gatos

Apenas podemos imaginarnos el estado de ánimo de aquel griego -durante mucho tiempo se creyó que era el mismo Homero- que se divirtió en cantar la guerra de las ranas y los ratones: La batracomiomaquia.

Sin duda estaba cansado de los relatos de las hazañas de los héroes y de la voz hinchada de sus recitadores. Porque, cuando se lo quiere sostener mucho tiempo, el tono heroico fatiga y aun repugna a los hombres simplemente humanos.

El hombre sincero, desde lo más profundo de sí mismo, sorprende lo artificial de las gesticulaciones heroicas. Por el camino de ese desengaño puede llegar a convertirse en un místico o en un pícaro. Y el primer paso de esta evolución -¿por qué no?- se exterioriza en un gesto de burla, en un remedo de la postura heroica. El hombre convierte en guerreros a los ratones y las ranas. Describe sus armaduras y sus tonos enfáticos, moviliza ejércitos de   -80-   mosquitos zumbadores y termina la batalla con un feroz ataque de cangrejos. Escribe La batracomiomaquia.

Miguel de Unamuno, que vivió en plan de héroe, pero sin teatralidad y sin decorados de epopeya, le cobró afición a La batracomiomaquia. Durante mucho tiempo recreó en su imaginación actitudes de ratones heroicos y de esbeltas ranas belicosas. Llegó a dibujarlos, estudiando profundamente su anatomía. Planeó una edición del poema griego ilustrada por él mismo. Charlando con Ángel Ganivet sobre esos proyectos, dibujó una rana en el mármol de una mesa de café. Mucho tiempo después, Ganivet tenía grabada en la memoria aquella figura: «Aún la veo, que me mira fijamente, como si quisiera comerme con los ojos saltones».

Fatigados de los héroes, muchos grandes ingenios volvieron sus ojos hacia las cosas pequeñas del mundo. Lope de Vega (o su personaje Burguillos), aburrido de epopeyas, dio en cantar las pintorescas andanzas de los gatos en los tejados. Y, como para justificar su Gatomaquia, se escudó en la enumeración de los célebres poetas que, antes que él, escribieran


en materias humildes, grandes versos.



  -81-  

Su erudición renacentista recuerda que Virgilio había tañido su lira para cantar al mosquito; Sinesio, para alabar a los calvos; Teócrito, para exaltar las rústicas cabañas; Dentócrito, para describir el camaleón; Diocles, el nabo; Marción, el rábano; Fanias, la ortiga; y, ya llegando a sus contemporáneos, don Diego de Mendoza, la pulga2. Pudo recordar, también, que José de Villaviciosa había escrito en 1615 La mosquea, parodia de La Eneida, de Virgilio, en la que los personajes eran moscas, obra que ya tenía un antecedente en otra Mosquea escrita en latín macarrónico por el italiano Teófilo Folengo.

Pero el antecedente de mayor categoría era, sin duda, aquel épico encuentro de ratones y ranas cantado en versos griegos que entonces se atribuían a Homero.


Y si el divino Homero
cantó con plectro a nadie lisonjero
«La batracomiomaquia»,
¿por qué no cantaré «La gatomaquia»?



Cuando Lope (disfrazado de Burguillos) publica estos versos en 1634, su fama parece extenderse por   -82-   toda la redondez del planeta, en cuyos más remotos rincones los españoles han plantado su bandera y aún siguen batallando y colonizando. La musa de Lope, que ha dado a luz montañas de comedias y dramas, en tal número que apenas se pueden catalogar, no ha permanecido muda ante las hazañas de los héroes. Hace tiempo ha cantado en tono heroico, acompasándose con las trompetas de Marte, las luchas de sus compatriotas contra Drake, el corsario inglés convertido en el Dragón por antonomasia. Ha relatado la historia de los mártires de la fe en el Japón casi fabuloso. Y también, imitando el estruendo de las armas, al estilo de Ariosto y de Tasso, ha revivido las fábulas del tiempo de Carlomagno y los combates de los cruzados con Saladino.

Pero ahora, en 1634, Lope se halla casi al término de su larga, fecunda, fogosa, zarandeada vida. Tiene setenta y dos años. Al año siguiente ha de morirse. Tiene derecho a no ahuecar la voz y a cantar como le dé la gana, y a sonreír, lleno de comprensión y de indulgencia, sin adular a los Mecenas ni a los Augustos.


Y si el divino Homero
cantó con plectro a nadie lisonjero...



  -83-  

también él puede, libre ya de la lisonja y de la reverencia, retozar risueñamente con su imaginación, aligerar el verso, humanizar el tono y juguetear con las imágenes y con las palabras, cantando una epopeya gatuna, suelta, desembarazada, desenfadada, grotesca, gozosa3.

Burguillos, su personaje, cree necesario justificarse por no emplear su lira en cantar algún héroe de los que honraron el valor hispano.

Pero, cínicamente, Burguillos reconoce que los poderosos, si bien se envanecen con el incienso de los poetas oficiales, suelen distraerse en el momento de la recompensa. ¿Para qué alabar a príncipes ingratos? En la corte abundan los que rabian por la ingratitud de los grandes. Y así como otros, desesperados, se dan a los perros, él, Burguillos, prefiere darse a los gatos:


que, como otros están dados a perros
o por agenos o por propios yerros,
también hay hombres que se dan a gatos
por olvido de príncipes ingratos...



  -84-  

No puede expresarse con mayor claridad, o cinismo, el motivo que aparta al poeta del canto heroico:


como no se usa
el premio, se acobarda toda musa.



Así canta Lope, con la seguridad que le da su disfraz de Burguillos. Pero ya sin disfraz ninguno había expresado los mismos conceptos. En la segunda parte de La Filomena, publicada en 1621, al hacer mención de su poema heroico La dragontea, explica, sin ningún disimulo, la causa de su abandono de la epopeya:


Mas, como nunca paga lo que debe
la patria, dejé aparte
las trompetas de Marte...



Los que se han esforzado en alabar las hazañas heroicas suelen cosechar el olvido de los príncipes ingratos. ¿Y qué mucho que los cantores se queden sin dádiva, si los mismos héroes que dieron tema a los cantos muchas veces también se quedan sin recompensa? Hernán Cortés conquistó un imperio para Carlos, y Carlos lo dejó morir casi olvidado. Sarmiento de Gamboa, el rival del Dragón de La dragontea, aventurero magnífico que fundó dos ciudades en el fin del mundo para defender el Estrecho de Magallanes de los ataques ingleses, le escribía al   -85-   rey Felipe, para que no desamparara a sus habitantes: «Humildemente suplico se acuerde de su natural benignidad, y después de éste su criado, aunque sea gusano y ceniza, y me socorra, pues por dineros no conviene a mi señor que un hombre se pierda, pues el dinero se halla en las minas y no los hombres»...

Y Felipe se hacía el sordo. Alonso de Ercilla, no sólo vivió un poema heroico combatiendo en tierras araucanas, sino que lo escribió y fue al mismo tiempo Aquiles y Homero. Pero Felipe se olvidó por igual del héroe y del poeta. En el último canto de La Araucana, Ercilla parece cansarse de alabar la grandeza de su soberano, viendo lo infructuoso de su trabajo:


Canten de hoy más los que tuvieren vena,
y enriquezcan su verso numeroso,
pues Felipe les da materia llena...



Que le canten otros. Él se retira, pobre y cansado de ingratitudes. No ha recibido premio, pero le queda la satisfacción de saber que lo ha merecido, pues


el premio está en haberlo merecido,
y las honras consisten, no en tenerlas,
sino en sólo arribar a merecerlas.



  -86-  

Le queda el orgullo, que el rey no puede quitarle, y la pobreza, que el rey no se preocupa de remediar.


Que el disfavor cobarde que me tiene
arrinconado en la miseria suma
me suspende la mano y la detiene
haciéndome que pare aquí la pluma.



Se le adivina en la voz el temblor de la indignación. El poeta está por darse a los perros.

Burguillos, o Lope, sonríe socarronamente ante este despliegue de pasiones. Él está de vuelta de las ingratitudes. ¿Para qué darse a los perros, o desesperarse? Más agradable es hacer una epopeya de burlas, fingir una historia de gatos y cantarla sin adulación para nadie, sin cortesanías, sin reverencias,


con plectro a nadie lisonjero.



Burguillos, o Lope, sonríe. Lope, Félix él también, se halla a gusto entre los gatos. ¿No dan los gatos un ejemplo de independencia? Ellos no lamen la mano. Lope -gustador de comodidades, independiente, enamorado, sedentario- a ratos se les parece un poco. Ahora se divierte poblando su imaginación de un pintoresco mundo gatuno que maúlla en diversos tonos, ya en tiple, ya en bajo. Él cantará   -87-   sus amores y sus combates. Sin duda siente una alegría íntima al comenzar la historia:


Estaba sobre un alto caballete
de un tejado, sentada
la bella Zapaquilda...



1947



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Imaginación del Infierno

El mundo de los griegos era un mundo de tres pisos. Por lo menos así está representado en los poemas homéricos, que eran algo así como la Biblia -el libro- de los griegos. Si no su libro sagrado, su libro nacional.

Como en algunas modernas obras de teatro en las que aparecen varios escenarios superpuestos, en la Ilíada y la Odisea la acción transcurre en tres planos: uno alto, otro mediano, otro subterráneo.

Desde el alto, los dioses contemplan o dirigen el movimiento de los hombres. En el mediano los mortales representan sus guerras, sus querellas, sus crímenes, sus amores, sus sufrimientos. Después de muertos pasan a actuar en el escenario inferior.

En la Ilíada hay mucha actividad en el piso de arriba. En la Odisea, en cambio, muchos diálogos tienen lugar en el subterráneo. La acción no termina con la muerte del personaje. Odiseo visita a los difuntos y éstos le cuentan cómo ocurrió su muerte. Uno, Elpénor, se queja por no haber recibido sepultura.   -90-   Otro, el adivino Tiresias, profetiza y aconseja. Agamenón se lamenta de su horrible muerte. El lector o el oyente de la Odisea se entera del fin de Agamenón por el relato del mismo difunto:

-Ni las tempestades ni los enemigos acabaron conmigo -explica el guerrero- fue mi hijo Egisto, de acuerdo con mi funesta esposa; me llamó a su casa, me dio de comer y me quitó la vida como se mata a un buey junto al pesebre. Y a mi alrededor fueron asesinados mis compañeros...

Agamenón no envidia la vida sino la muerte de los otros héroes, y se lamenta de su mala muerte.

Los pretendientes de Penélope también nos cuentan su muerte en la Odisea. Como una bandada de murciélagos siguen en la oscuridad a Hermes, conductor de los muertos. La sombra de Agamenón interrumpe su conversación con la sombra de Aquiles al verlos llegar. (Por cierto que el tema de Agamenón es siempre el mismo: se lamenta de su mala muerte). Y entre los recién llegados reconoce a su sobrino Anfimedonte, hijo de Menelao, que era uno de los pretendientes.

-¿Qué os ha ocurrido que penetráis en la oscura tierra tantos y tan selectos varones, y todos de la misma edad?

  -91-  

Anfimedonte cuenta la historia de los galanes de Penélope, la llegada de Odiseo y la matanza que hizo entre ellos con su arco:

-Así hemos perecido, Agamenón...

Ese estilo autobiográfico de ultratumba no llegó a hacerse vulgar. A fines del siglo XIX (después de Cristo) sorprendió por su originalidad un libro del novelista brasileño Machado de Assis, Memorias póstumas de Blas Cubas, dedicado, de modo poco usual, «al gusano que primero royó las frías carnes de mi cadáver»...

El supuesto Blas Cubas confiesa su perplejidad antes de empezar la novela, pues no sabe si iniciarla con su nacimiento o con su muerte. Al fin se resuelve a entrar en materia del siguiente modo: «Expiré a las dos de la tarde del mes de agosto de 1869, en mi casa de Catumby; tenía entonces unos sesenta y cuatro años, unos trescientos contos, y me acompañaron al cementerio once amigos»...

Machado de Assis no parece acordarse de la Odisea. En cambio James Joyce no pudo haberla olvidado. Por eso no es de extrañar que en su Ulyses, novela tenida hoy por tan moderna que casi parece futura, uno de sus personajes nos explique:

-Yo fui la hermosa May Goulding. Estoy muerta.

  -92-  

Tampoco puede extrañarnos que Axel Munthe en su famoso Libro de San Michele cuente su propia muerte (que más bien es el sueño de su muerte). De todos modos resulta inolvidable el repentino terror del perro que, al sentirlo muerto, retrocede, arrastrándose, a refugiarse en un rincón.

Dijimos que Machado de Assis (o Blas Cubas) no parece acordarse de la Odisea. Pero se acuerda de la Biblia, y sabe que en el último libro del Pentateuco, atribuido a Moisés, se cuenta la muerte de Moisés: «Y era Moisés de ciento y veinte años cuando murió: sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor».

Volvamos a los griegos. Los griegos poblaron y adornaron un infierno que serviría de modelo, durante siglos, a todos los infiernos literarios. La imaginación del infierno no podía desprenderse de sus creaciones.

La morada de Hades, o Edoneo, o Plutón, como se llamaba el rey infernal, tenía sus héroes: Orfeo había bajado para libertar a Eurídice. (Todavía lo hace, en óperas, operetas y dramas). Heracles bajó para apoderarse de Cerbero, el comedor de carne. Teseo y Piritoo, bajaron para raptar a Perséfone, princesa subterránea. Tenía sus suplicios clásicos:   -93-   Ticio, roído por buitres; Tántalo sufriendo sed y hambre cerca del agua y la comida; Sísifo, empujando su roca, eternamente.

Tenía sus jueces: Minos, Eaco y Radamanto. Tenía las fraguas de los titanes, y una legión de almas de mujeres que solían contar su vida a los visitantes: Tiro, Antíope, Alemena, Epicasta, Cloris, Leda, Fedra, Ariadna... Después se agregarían muchas otras, y Francesca da Rímini les ganaría a todas en el arte de conmover contando su vida y su muerte.

El infierno griego tenía una topografía bastante precisa. Sus cuatro ríos -Piriflégeton, Cócito, Aqueronte y Estigio- ya nombrados en la Odisea, seguirán corriendo en la Eneida, en la Divina Comedia y en el Paraíso perdido. En la Comedia tienen una fuente de lágrimas.

Por la Teogonía, de Hesíodo, tenemos datos más exactos: el subterráneo infernal está tan por debajo de la tierra como está la tierra por debajo del cielo. Un yunque caería del cielo a la tierra en nueve días y nueve noches. El mismo tiempo tardaría en caer de la tierra al profundo Tártaro. Ese camino recorrieron en su caída los titanes rebeldes. En el poema de Milton los ángeles rebeldes también sufren una caída de nueve días. Pero no van a dar al interior   -94-   de la tierra sino a una región del aire, lejos de nuestro planeta. Ya en la imaginación griega el país de los muertos se desplazaba a veces a una vaga región de los confines del mundo, las islas de los Bienaventurados, más allá del Océano. Pero era más popular la creencia en el infierno subterráneo.

Tan popular, que en las comedias Aristófanes se atreve a burlarse del infierno, haciendo descender a Baco en busca del trágico Eurípides. Primero Baco le pide instrucciones a Heracles, que ya ha hecho el viaje antes. Quiere que le indique las hospederías, panaderías, figones y tabernas del infierno. Pregunta por el camino más corto. Heracles le aconseja ahorcarse. Pero Baco prefiere bajar vivo. En la laguna infernal se encuentra con el barquero Caronte. Éste es un personaje de gran porvenir literario. Reaparecerá en el poema de Virgilio, en los diálogos de Luciano, en el poema de Dante, en infinitos «diálogos de los muertos»... Además está en la Capilla Sixtina, pintado por Miguel Ángel en el enorme fresco del Juicio Final.

-¿Quién viene a trasquilar la lana de los asnos? -pregunta Caronte a sus visitantes (en la traducción de R. Martínez Lafuente).

Tal vez Aristófanes no cree en el infierno que   -95-   ha puesto en escena. Pero entre las bufonerías de la comedia pasa, entre la luz y el perfume de las antorchas y la música de las flautas, el coro de los iniciados en los misterios de Eleusis. Su canto es serio, poético, religioso. Ya se sabe que los iniciados tienen un tratamiento preferencial en el otro mundo.

Sócrates que, según su propia confesión, estaba iniciado, dice en el Fedon que «el que llegue a los infiernos sin estar iniciado ni purificado será precipitado en el cieno, pero el que llegue después de haber cumplido la expiación será recibido entre los dioses, porque, como dicen los que presiden los misterios, muchos llevan el tirso, pero pocos son los poseídos por el dios»... Muchos son los llamados...

A Sócrates, en los diálogos platónicos, le gusta conversar sobre la otra vida. Dedica largos ratos a contar extrañas leyendas sobre viajes de ultratumba, como la de Er, el resucitado.

-No es la historia de Alcinoo la que voy a referir -previene Sócrates al final de La República.

En la corte de Alcinoo es donde Odiseo ha contado su entrevista con las almas. Sócrates debe tener por infantil la narración de la Odisea. La de Er, el   -96-   armenio, es más fantástica, más complicada. Er resucitó sobre la pira en que iban a quemarlo, doce días después de morir, y contó el viaje de las almas, sus andanzas subterráneas y siderales. Las almas suben y bajan por las aberturas del cielo y de la tierra. En el camino se saludan y conversan acerca de sus expiaciones y purificaciones. Er refiere detalles dramáticos referentes al especial castigo de los tiranos. Habla también de los círculos celestes, de las tres parcas que presiden los destinos, y de las reencarnaciones. Las almas que van a volver al mundo, después de unas vacaciones de mil años, eligen, según el orden que les ha tocado en suerte, entre los géneros de vida disponibles. Podían elegirse tiranías vitalicias o tiranías interrumpidas, destinos de guerreros o de atletas... Aun el último de los sorteados, si acertaba en la elección, podría ser feliz. Pero el modo de elegir de las almas «era digno de compasión y de risa»... (De piedad y de ironía, diría Anatole France).

El relato de la elección de vidas parece tratado con un humor fantástico y burlón. Orfeo, que había sido despedazado por las mujeres, no quiere volver a nacer de mujer y se convierte en cisne. Algunos pájaros cantores se vuelven humanos. Agamenón   -97-   prefiere ser águila. El Tersites se convierte en burlón mono. Odiseo, cansado de sus infortunios, prefiere convertirse en un particular desconocido y oscuro.

Este tono ya parece presagiar el de Luciano de Somosata y aun las fantasías de los sueños de Quevedo, lector de Luciano.

Pero en Sócrates la ironía suele ser tan sutil que a veces se nos escapa. En la Apología de Sócrates el filósofo parece burlarse de sus jueces recordándoles los verdaderos jueces, los jueces infernales: -«Si es verdad lo que se dice, que allá abajo dan su cuenta todos los que han vivido, ¿qué mayor bien habéis podido discurrir los que me habéis juzgado? Porque si al dejar aquí a los que hacen el papel de jueces encontramos en el infierno a los verdaderos jueces que allí administran justicia, Minos, Radamanto, Eaco, Tripolemo y los demás semidioses que en la vida fueron justos, ¿qué cambio más venturoso? ¿Qué daríamos por conversar con Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero? Yo moriría contento cien veces si eso fuera verdad»...

Sócrates se regocija ante la posibilidad de entrevistarse con los héroes antiguos e inquirir noticias sobre la guerra de Troya y los otros sucesos legendarios.   -98-   Para la curiosidad siempre tensa de los griegos, esa posibilidad de reportajes fantasmales daba un permanente interés al infierno.

Tal curiosidad justifica al personaje de una comedia de Filemón que decía:

-Si estuviera cierto de que los muertos tienen conocimiento, me ahorcaría ahora mismo para poder ver a Eurípides.

1947



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Homero entre comillas

Para los griegos antiguos no hubo poeta más grande que Homero. Era el poeta por antonomasia, al que se podía citar sin nombrarlo. «Dijo el poeta», decían, y todos comprendían que se trataba de Homero. Pero de Homero como persona nunca tuvieron una idea bastante definida.

Lo de menos es que no se pusieran de acuerdo sobre el lugar de su nacimiento. Podía ser de Esmirna, o de Quíos, o de cualquier otra de las siete ciudades que se disputaban la gloria de haberle dado origen. Los datos que circulaban sobre su vida eran siempre fantásticos y contradictorios. Solían coincidir en que era ciego. En la Odisea aparece un cantor ciego, Demódoco, a quien la Musa le había concedido un bien y un mal; lo privó de la vista, pero le concedió el dulce don del canto.

Recostado a una columna, acompañándose con la cítara que colgaba a su alcance, Demódoco cantaba, en la fabulosa corte de los feacios, las aventuras   -100-   de los héroes de Troya y los ridículos amores de los dioses. Los mismos temas que Homero. Los lectores u oyentes del poema debieron imaginarse a Homero semejante a Demódoco. Era un Homero dentro de los poemas de Homero.

Mayor incertidumbre había entre los griegos para determinar cuáles eran los poemas de Homero. Parece que al principio cualquier poema heroico sobre las guerras de Troya o de Tebas era tenido por homérico.

La más antigua mención que se conoce de Homero aparece en un fragmento del poeta Calinos de Éfeso, que vivió en la primera mitad del siglo VII antes de Cristo. Y Calinos, citado por Pausanias, atribuye a Homero la Tebaida, un poema perdido sobre la guerra de Tebas. Otros poetas viejos -Simónides, Píndaro- citan como de Homero frases o episodios que no están en la Ilíada ni en la Odisea y que pertenecieron, sin duda, a otras epopeyas perdidas: la Pequeña Ilíada o la Etiópida.

Antes del siglo V antes de Cristo todo poema heroico se atribuía a Homero. Herodoto es el primero (de los conocidos) que intentó discriminar entre las viejas epopeyas. Encuentra contradicciones históricas entre la Ilíada y la Cipríada (también perdida)   -101-   y concluye que esta última no pudo ser de Homero, sino de otro poeta ignorado.

También debemos a Herodoto una ubicación de Homero en el tiempo: «no más de cuatrocientos años de antigüedad pueden llevarme de ventaja Hesíodo y Homero» -dice (II, 117). Es decir, que lo sitúa en el siglo IX antes de Cristo.

Poco a poco se fueron olvidando las otras obras atribuidas a Homero, y su producción quedó reducida a la Ilíada y la Odisea, convertidas en texto cívico de Atenas gracias a su recitación en las panateneas.

Todavía Aristóteles le atribuye el Margites, una epopeya cómica, también perdida, cuyo protagonista, un vanidoso charlatán, está reflejado en un verso: «muchas artes conocía, y todas conocía mal».

Por lo menos la Ilíada y la Odisea se mantuvieron como de Homero hasta la época alejandrina. Entonces surgieron críticos más estrictos que advirtieron tantas diferencias entre los dos poemas que les resultaba imposible atribuirlos a un mismo autor. Tales críticos, llamados corizontes, o separadores, hubieran llegado a hacer prevalecer su opinión si Aristarco, en el siglo II antes de Cristo, no hubiera volcado su autoridad en favor de la tesis tradicional.   -102-   Durante muchos siglos Homero seguiría pasando por autor de la Ilíada y la Odisea.

Pero ¿qué partes de la Ilíada y de la Odisea podían considerarse de Homero? La crítica alejandrina extendió su acción corrosiva sobre los textos. Señaló adiciones, falsificaciones, erratas, interpolaciones. En su afán por restituir los poemas a su estado original, suprimió versos, estribillos, cantos enteros. Cotejó los diversos códices, fluctuantes y contradictorios. Advirtió que muchos versos habían sido agregados en Atenas para halagar el patriotismo local.

Los eruditos de Alejandría intentaron por primera vez la publicación de ediciones críticas, en las que cada verso iba señalado con signos: asteriscos, obelos, diplos... para indicar cuándo se los tenía por apócrifos, o sin sentido, o no concordantes con otras versiones.

De esta época alejandrina data el famoso retrato de Homero -un anciano ciego, de cabellera y barba enruladas, de expresión majestuosa y serena-, del que todavía se conservan copias romanas, como la del Museo de Nápoles.

Los alejandrinos, aspirando a un cabal conocimiento del poeta, trataron de recuperar sus versos   -103-   y su imagen. Pero su imagen quedó reducida a un retrato ideal e inventado, y sus versos auténticos -si es que había versos auténticos- quedaron perdidos entre la hojarasca de adiciones y modificaciones acumuladas durante siglos de recitación homérica.

Se mantenían los interrogantes: ¿Qué subsistía de Homero en la Ilíada y en la Odisea? Y, ¿hasta qué punto podía hablarse de Homero como autor primitivo de los poemas?

Fue Juan Bautista Vico -Principios de una ciencia nueva sobre la común naturaleza de las naciones, Nápoles, 1725- quien se atrevió a afirmar que la historia universal era principalmente la historia de los pueblos, y que muchos grandes personajes de la antigüedad como Homero, o Hércules o Rómulo, no debían ser considerados sino como nombres colectivos o alegóricos, detrás de los cuales se oculta la múltiple actividad del espíritu humano a través de las generaciones.

Desde entonces, Homero, como persona individual, no dejó de sufrir duros golpes. Frente a la crítica romántica quedó como desvanecido e inexistente. Los románticos prefirieron dirigir su atención hacia el cancionero popular y anónimo, al que   -104-   Herder (1778) llamaba «la voz viviente de los pueblos».

Federico Augusto Wolf, en sus famosos Prolegomena ad Homerum, 1795, sostuvo la imposibilidad de que la Ilíada -creación verbal de una época sin escritura- pudiera ser atribuida a un solo poeta. La existencia de los poemas homéricos se explica por la recopilación de los viejos cantos de los rapsodas, efectuada en tiempo de los Pisistrátidas. Pero esa recopilación no pudo ser tan hábil que disimulara las costuras, las acciones intercaladas o contradictorias.

Ya en el siglo XIX, Carlos Lachmann, siguiendo a Wolf, estudió la formación de las grandes epopeyas. Separó en Los Nibelungos y en la Ilíada los cantos de los rapsodas que él consideraba independientes. Y, en contraposición con los románticos excesivos, como Herder o Jacobo Grimm, que consideraban la poesía popular como de creación casi milagrosa, como un don de Dios a la gente sencilla, Lachmann concedió mayor importancia a los rapsodas como parte del pueblo especializada en una técnica particular. Llegó a distinguir en la Ilíada 18 cantos originales.

  -105-  

A mediados del siglo XIX era creencia generalizada entre los estudiosos de la historia literaria que las grandes epopeyas se habían formado mediante la acumulación y soldadura de canciones populares más breves. Y se utilizaba con frecuencia el ejemplo de los romances españoles que habrían dado origen a epopeyas como la del Cid.

Respecto a los romances fue necesario, sin embargo, modificar la opinión. Ya en 1843 el venezolano Andrés Bello, que ejercía desde Chile una lejana magistratura sobre el idioma castellano, advirtió que los romances conocidos no podían ser tenidos como núcleos originales de las epopeyas, sino al contrario, como los residuos de la disgregación de viejos y extensos poemas. Milá y Fontanals amplió y precisó esta teoría. La epopeya debía considerarse como la obra de un individuo y para una clase social determinada.

Ramón Menéndez Pidal, en sus estudios sobre el romancero español, ha puntualizado los avances de esta concepción de la epopeya a través de los estudios de Benedicto Niese (1882), Pío Rajna (1884) y Andrew Lang (1893): «Homero, muerto hacía tantos años en el mundo de la crítica, resucitaba de nuevo, uno e indivisible autor de la Ilíada y la Odisea,   -106-   poeta de la corte de los príncipes, no poeta espontáneo de la naturaleza y del pueblo».

Pero ¿hasta qué punto no sería ilusoria esta resurrección? La teoría de la creación individual de las epopeyas nos obliga a imaginar un poeta unificador, pero no nos devuelve una imagen más precisa de Homero.

Gilbert Murray, citado por Pedro Henríquez Ureña, ha trazado una mordaz caricatura de los que aún se imaginan a Homero como poeta individual y autor de los dos poemas: «Suponen que, hacia el final del segundo milenio antes de Cristo, cuando no había literatura griega, que sepamos, un hombre solo, milagrosamente dotado, de cuya vida nada sabemos, situado en medio de una civilización rica, pintoresca y muy extendida, que ninguna historia menciona y ninguna excavación ha podido exhumar, compuso, para un auditorio que no sabía leer, dos poemas demasiado extensos para ser escuchados, y después logró, por medios maravillosos y desconocidos, que sus poemas se conservaran sin alteración importante mientras volaban viva per ora virum a través de seis siglos de cambios extraordinarios».

Reducido al absurdo, el poeta Homero desaparece. Escapa a nuestro conocimiento. Para llenar el   -107-   vacío que deja no tenemos más remedio que recurrir a los viejos rapsodas, los homéridas, cantores de profesión que crearon, agregaron, ampliaron, adornaron, deformaron los viejos cantos, adaptándolos a las necesidades del lugar o del momento.

Se supone que en el siglo VI antes de Cristo, Pisístrato intentó fijar en Atenas ese material fluctuante y establecer un texto canónico. Pisístrato sería el Esdras de los griegos. Pero después de él las versiones homéricas siguieron presentando pronunciadas variantes hasta la época alejandrina.

Así como los exploradores de Troya, al encontrarse con varias ciudades superpuestas, debieron titubear antes de establecer cuál era la homérica, los filólogos encuentran en los textos homéricos varios poetas superpuestos y no pueden determinar cuál es Homero.

Carlos Otfrido Müller, después de estudiar las contradicciones entre el catálogo de las naves del canto II de la Ilíada y el resto del poema, asegura que los rapsodas que compusieron ese fragmento no tenían la Ilíada por escrito y ni siquiera la sabían por completo de memoria, pues si la hubieran sabido no habrían caído en contradicciones. Gilbert Murray analiza sagazmente el canto XXII de la   -108-   Odisea, el de la matanza de los pretendientes y demuestra cómo está entretejido con dos narraciones originales distintas. Los ejemplos de superposiciones homéricas podrían ampliarse en cantidad abrumadora.

En los poemas de Homero, Homero se nos escapa continuamente. Así se explica que los actuales estudiosos de la literatura griega, sobre todo en los países anglosajones, prefieran citar a Homero entre comillas.

Dicen: los poemas de «Homero», es decir, atribuidos por convención a ese ente fabuloso así denominado. «Homero» resulta una palabra colectiva o simbólica. A Homero, el poeta más grande de la antigüedad, lo sujetan entre comillas para sostener su personalidad ficticia, con cierto miedo secreto de que, al retirarle esos sostenes, se les desvanezca en el aire.

1948



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El creador de Don Juan

El 12 de marzo de este año (1948) se cumple el tercer centenario de la muerte de fray Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de Molina. Fray Gabriel en la religión, Tirso en las tablas: nombre y seudónimo completan bien la doble personalidad del fraile mercedario y autor teatral.

Un divulgado retrato nos conserva su imagen: la frente coronada por el flequillo monacal; el amplio capuchón volcado sobre los hombros; los ojos bajos, más por reserva que por modestia; los labios apretados en un gesto imperceptiblemente irónico.

De la vida de fray Gabriel sabemos poca cosa. Que nació en Madrid, estudió en Alcalá, profesó en Guadalajara, pasó dos años en la isla de Santo Domingo, volvió a España, donde cambió varias veces de residencia, vivió en Toledo, fue desterrado a Salamanca, fue luego comendador del convento de Trujillo, donde se familiarizó con la historia de los Pizarros, y por fin, comendador del convento de   -110-   Soria, donde murió «a los 76 y 5 meses», según leemos en una inscripción puesta al pie del retrato mencionado.

Escribió la crónica de la Orden de la Merced, pero mucho más famoso lo hicieron sus numerosísimas comedias. En Los cigarrales de Toledo, obra miscelánica publicada en 1621, confiesa haber dado «a la imprenta doce comedias, primera parte de las muchas que quieren ver mundo entre trescientas que en catorce años han divertido melancolías y honestado ociosidades». Y después de esas trescientas seguiría escribiendo muchas otras durante muchos años.

No lograron disuadirlo de su vocación los intentos de castigo, reclusión o destierro intentados por personas interesadas. Escribir para el teatro debió de ser una de sus más profundas satisfacciones. Empeñado en «divertir melancolías» fraguó comedias de todas clases: comedias religiosas, comedias históricas (como la trilogía de los Pizarros), comedias de intriga y de costumbres, en las que suelen destacarse por la gracia y la vitalidad los caracteres femeninos. «Gran conocedor de feminidades» llama Ángel Valbuena a fray Gabriel.

Fray Gabriel, o más bien Tirso, se deleita en la   -111-   pintura de mujeres desenvueltas, que conquistan o reconquistan sus amores a fuerza de ingenio, de voluntad, de picardía. A veces, para conseguir su objeto se disfrazan de hombre, como en Don Gil de las calzas verdes, o de aldeana, como en La villana de Vallecas; o se dedican a un bien dosificado ofrecerse y negarse, como en El vergonzoso en palacio. Tales personajes, que se repiten en numerosas obras del autor de Don Juan, pueden considerarse como verdaderos prototipos de Doñas Juanas, mucho más seductoras y verdaderas que el esquemático «burlador».

Pero dos son las obras de Tirso que lo hacen empinarse sobre los demás continuadores de Lope: El condenado por desconfiado, por su inquietante planteo del tema de la predestinación y la gracia, y El burlador de Sevilla y Convidado de piedra, por las proyecciones que alcanzó su protagonista en la literatura universal. Desgraciadamente El condenado no puede atribuírsele con certeza. Le queda El burlador, al que podría llamarse también «el condenado por confiado».

Si nos olvidamos por un momento de los otros donjuanes de los que el de Tirso es germen, reducido a su estricto perfil el célebre burlador no provoca   -112-   hoy excesiva admiración. Se lo puede explicar como una expresión de individualismo renacentista, sublevado contra toda clase de normas sociales y religiosas. Pero su alzamiento es tan sólo instintivo y pueril. Se rebela contra la religión porque es incapaz de creer en la proximidad de su muerte. No ha alejado de su ánimo los terrores de ultratumba. Simplemente los ha postergado. Cree que ya tendrá tiempo de arrepentirse. Por eso repite de una manera casi mecánica el estribillo: «muy largo me lo fiáis». Pero cuando se ve por fin en un trance apurado, se le acaba toda jactancia y pide a gritos alguien que lo confiese y absuelva.

Cuando se atreve a atropellar aldeanas o a escalar muros, lo hace sabiéndose protegido por las autoridades. Confía, más que en su propio valor, en su parentesco con personas influyentes:

-Si es mi padre el dueño de la justicia, y es la privanza del rey, ¿qué temes? -le dice a su escudero.

Es claro que Don Juan Tenorio no tiene honor, ni cree en el honor, aunque diga, como es de suponer: «Soy caballero». Al aldeano Patricio le hace creer que él ha tenido prioridad en el amor de su novia Aminta, y el aldeano, para evitar que   -113-   el honor de ella ande en opiniones, pues no quiere tener «mujer entre mala y buena», se la cede caballerescamente. Entonces, Don Juan, el verdadero villano, exclama refocilándose:


Con el honor le vencí
porque siempre los villanos
tienen su honor en las manos,
y siempre miran por sí;
que por tantas variedades
es bien que se entienda y crea
que el honor se fue a la aldea
huyendo de las ciudades.



Tampoco el Don Juan, de Tirso, es un gustador de bellezas. No elige. No siente el placer de conquistar, de influir. A las aldeanas las engolosina con la promesa del matrimonio. A las damas más altas trata de engañarlas fingiéndose otro. Así ni siquiera siente el placer de afirmar su personalidad haciéndose querer por sí mismo. Digamos de una vez que Don Juan no goza en el amor sino en el engaño. Su pobre credo amoroso (¿amoroso?) queda reducido a esta máxima:


       el mayor
gusto que en mí puede haber
es burlar una mujer
y dejarla sin honor.



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Ya se sabe que sobre gustos no hay nada escrito, pero contemplado hoy, el Don Juan, de Tirso, más bien nos resulta un pobre diablo. Su representación no podría producirse sin risas. Así como los personajes de otras comedias de Tirso -Don Gil de las calzas verdes, El vergonzoso en palacio- mantienen a través de los siglos su frescura y su gracia, los de El burlador se nos vuelven cada vez más acartonados y convencionales. ¡Esas aldeanas que no pueden hablar sin alusiones clásicas y sin citas de Horacio! ¡Ese criado gracioso que no deja de hacer chistes a la estatua animada de Don Gonzalo en el convite grotesco, ante los platos de víboras, de alacranes, de uñas!

Es natural que Tirso no pretendiera hacer la exaltación de Don Juan. Esa tarea estaba reservada, mucho más tarde, a los poetas románticos. Tirso se contentó con mostrarnos en una comedia moralizante la figura de un libertino y su castigo.

-Quien tal hace, que tal pague -le dice la estatua parlante al pronunciar la moraleja final.

Víctor Said Armesto ha estudiado, de una manera que puede considerarse exhaustiva, los elementos que constituyen la leyenda de Don Juan. En síntesis,   -115-   pueden reducirse a dos: la figura del burlador y la leyenda del convite al muerto.

El burlador, atropellador de honras, escalador de muros de palacios y de conventos, era personaje familiar al teatro español. Su presencia en las tablas puede rastrearse desde la Comedia del infamador, de Juan de la Cueva, hasta la trilogía de Santa Juana, del mismo Tirso, en la que el Don Jorge que allí aparece resulta más Don Juan que el mismo Tenorio.

También se ha querido encontrar un antecedente humano de Don Juan en Don Miguel de Mañara, libertino arrepentido, que se halla enterrado en el hospital de la Caridad, de Sevilla, bajo un epitafio orgulloso al revés: «Aquí yacen los huesos y cenizas del peor hombre que ha habido en el mundo». Mañara ha sido muchas veces identificado con el Tenorio, sobre todo por los escritores franceses, desde Merimée hasta Barrés. Bastaría para desechar todo parentesco, según Said Armesto, una simple confrontación de fechas: Don Miguel de Mañara nació en 1626, año seguramente posterior a la representación de la comedia de Tirso.

La leyenda del muerto convidado a comer está muy repetida en cuentos y consejas en toda Europa.

  -116-  

En muchas regiones de España (y aun de América) se conserva en forma de romance. Es el romance del galán y la calavera. Dice una de sus versiones, recogida en la provincia de León:


Pa misa diba un galán
caminito de la iglesia;
no diba por oír misa
ni pa estar atento a ella,
que diba por ver las damas,
las que van guapas y frescas.
En el medio del camino
encontró una calavera;
mirárala muy mirada
y un gran puntapié le diera;
arregañaba los dientes,
como si ella se riera.
-Calavera, yo te brindo
esta noche a la mi fiesta...



En otro romance, recogido en Burgos, ya la calavera es sustituida por un bulto de piedra. El libertino, que va a la iglesia no para oír misa sino para ver a su dama, se arrima a la estatua del difunto:


-¿Te acuerdas, gran capitán,
cuando estabas en la guerra
fundando nuevas vasallas
y banderillas de guerra
y ahora te ves aquí
en este bulto de piedra?
Yo te convido esta noche
a cenar a la mi mesa...



  -117-  

Aquí ya interviene otro elemento tradicional: el de las estatuas animadas y vengadoras. Sólo por un lujo de erudición pueden buscarse ejemplos tan remotos como el de la Poética, de Aristóteles, donde se cuenta «lo que sucedió con la estatua de Mitios en la ciudad de Argos, que mató al asesino del propio Mitios, cayendo sobre él» (caso que vuelven a contar con variantes Pausanias y Suidas), o aquel (ya español y cristiano) de la imagen de Cristo que para castigar liviandades de una monja le imprime en la mejilla un gráfico bofetón, según se cuenta en una de las cantigas del rey Alfonso el Sabio.

Más cercanas al convidado de piedra son las estatuas movedizas que aparecen en Dineros son calidad, de Lope, o en El negro del mejor amo, de Mira de Amescua, obras también citadas por Said Armesto.

Estas estatuas sepulcrales que se animan para asustar o aleccionar a los vivos, debían integrar el repertorio de terrores familiares a los hombres del llamado Siglo de Oro español. Son los «bultos que se menean», de que todavía habla nuestro Martín Fierro, fingiendo no temerlos, pero en realidad con un secreto temor.

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Al juntar las viejas leyendas del burlador y el muerto convidado, no pudo sospechar Tirso qué personaje de larga vida echaba a rodar por el mundo. Ya independizado de su autor, Don Juan fue adquiriendo múltiples apariencias y modalidades a través de los pueblos y los años. Se hizo hipócrita con Molière, cómico en la ópera de Mozart (sobre un libreto de Da Ponte), romántico y revolucionario con Byron, quien lo transfiguró hasta volverlo mitológico. El Don Juan, de Byron, dice Jorge Brandes, «es la única obra poética que en el siglo XIX puede compararse con Fausto. El mismo Byron, consciente de su importancia, aseguró, libre de todo escrúpulo de modestia: «Si queréis una nueva epopeya, ahí tenéis a Don Juan; es para nuestros tiempos tan admirable como la Ilíada para los de Homero».

Mito sin cesar renovado, Don Juan continúa atrayendo a los poetas, a los dramaturgos, a los ensayistas y aun a los médicos y a los psicoanalistas. Paul de Saint Victor trata de caracterizar a Don Juan como el soñador de un amor imposible, que busca en los charcos el fulgor de una estrella lejana. A esto ha venido a parar el Don Juan moderno. Formidable psicólogo -lo llama Ortega y Gasset (El   -119-   espectador, V):- «formidable psicólogo y enorme perillán».

El personaje creado por el fraile de la Merced sigue viviendo una vida propia. España siempre tuvo su Don Juan. En el siglo XVII, el de Tirso. En el XVIII, el de Antonio de Zamora. En el XIX, el de Zorrilla. En el XX, varios otros. Pero el pueblo se quedó con el de Zorrilla y todos los años, para el día de difuntos, vuelve a enfrentarse, a través de sus ripios, con el misterio del amor y de la muerte encarnado en la ya fabulosa figura del burlador.

1948



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El soldado Cervantes

Todo buen lector del Quijote debe considerar el 7 de octubre, día de la batalla de Lepanto, como un aniversario cervantino. Ya no se puede imaginar a Cervantes sin Lepanto, ni a Lepanto sin Cervantes. En la retórica fácil de los discursos de ocasión y de los artículos periodísticos es casi imposible dejar de aludir a Cervantes llamándole «el manco de Lepanto».

Así, la batalla en que intervino le quedó como apellido para siempre.

Lepanto fue la mayor batalla naval que vieran, durante mucho tiempo, los hombres. Fue, además, la última gran batalla de tipo antiguo, en la que intervenían galeras impulsadas a remo. Cervantes estaba orgulloso de haberse encontrado ese día en un lugar tan señalado por la historia. Nunca dejó de recordar su intervención en esa contienda. En sus libros la menciona con frecuencia. Y es posible que, verbalmente, en hosterías, mesones y ventas   -122-   de España e Italia, alentado por algún generoso vaso de vino, recordara largamente, ante distintos auditorios, los pormenores de aquella jornada inolvidable.

Él -ahora todos lo saben- iba embarcado en la galera llamada La Marquesa. Era un simple soldado y no tenía más de veinticuatro años. Formaba parte de la compañía de Diego de Urbina (unos ciento cincuenta soldados, apretados como higos en tarro, entre las maderas flojas de la galera maloliente).

No podía aún considerarse un escritor el soldado Cervantes. Es cierto que ya había escrito y publicado, en ocasión de la muerte de Isabel de Valois, esposa de Felipe II, algunos versos, como alumno de don Juan López de Hoyos. Eran, en total, un soneto, cuatro redondillas, una copla y una elegía en tercetos. Ni por la cantidad ni por la calidad bastaban para colocarlo de golpe en la cima del Parnaso. Tampoco hay que exagerar y pensar que los versos eran malos. El maestro López de Hoyos, hombre culto (y lector de Erasmo, lo que entonces era casi una prueba de buen gusto y de independencia de espíritu), lo llama «caro y muy amado discípulo».

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Algo conocía del mundo, a los veinticuatro años, el soldado Cervantes. Algo; sin duda, no demasiado. Todavía no había adquirido esa experiencia quintaesenciada, hecha de ilusiones y desilusiones, que le permitirían, más tarde, escribir el Quijote. Pero, en fin, ya había sido secretario de un cardenal en Roma. Y como soldado había recorrido varios lugares de Italia. Conoció ciudades, gentes distintas, mujeres, hosterías. Siempre le quedaría un recuerdo alegre de Italia, de sus amistades de camino, de sus buenos vinos, de sus buenos manjares. Y de sus lecturas italianas. Sin duda, se sabía de memoria el Orlando furioso, de Ludovico Ariosto. Y le quedó el gusto de intercalar frases italianas en sus escritos, aunque fuera en italiano macarrónico:

-Venga la macatela, li polastri e li macarroni...

Se juntaron las galeras cristianas en Mesina. Eran más de trescientas naves, con una tripulación general de ochenta mil hombres, entre soldados y remeros. En realidad, eran tres escuadras reunidas para enfrentar a las fuerzas turcas, que se estaban convirtiendo en las dueñas del Mediterráneo. La escuadra española, la escuadra pontificia y la escuadra de la república de Venecia. Sus estandartes lucían castillos y leones, o las armas del Papa, o el león   -124-   de San Marcos. Cada una era mandada por un jefe, pero del comando general estaba encargado don Juan de Austria.

Don Juan era hijo del emperador Carlos V, y medio hermano de Felipe II. No era mucho mayor que el soldado Cervantes. Tendría unos veintisiete años. Pero ya había dado ciertas pruebas de valor en la lucha contra los moriscos, y se le adivinaban unos deseos terribles de hacerse famoso.

Su dinamismo y sus ganas de entrar en pelea agilizaron un poco las dificultosas tramitaciones de los comandantes. Es verdad que algún tiempo se entretuvo don Juan con las damas de Nápoles. Pero pronto empezaron a remar los galeotes en busca del enemigo.

Descansaron un momento en Corfú, en Cefalonia. Ya se iban aproximando a la escuadra turca. La encontraron por fin en el golfo de Corinto, en un paraje que los griegos llamaban Naupactos y los italianos -pronunciando a su modo- Lepanto.

Por allí, hacía siglos -unos quince siglos-, pelearon las galeras romanas de Octavio con las egipcias de Marco Antonio y Cleopatra. Otra vez, Oriente y Occidente.

La armada turca era aún mayor que toda la cristiana   -125-   reunida. Contaba con unas doscientas cuarenta galeras, tripuladas por ciento veinte mil hombres. En ciertos sectores producían una impresión de suntuosidad que sobrepasaba la de las más ricas galeras venecianas. En sus palos flameaban gallardetes verdes con las medias lunas del Profeta o con elegantes inscripciones árabes. La batalla parecía un desfile naval. Arañaban los remos el mar azul. Brillaban en las cubiertas los vistosos morriones, las corazas, los escudos. Gentes de todas las razas y de todos los colores, armadas con las armas más diversas, estaban a punto de enfrentarse.

Al fin tronaron los cañones, los morteros, los arcabuces. Pero al mismo tiempo volaban bandadas de flechas lanzadas por hábiles arqueros y ballesteros. Los espolones enganchaban unas naves con otras. Se tendía una tabla y por ella se lanzaban, musulmanes y cristianos, al abordaje. En los momentos de apremio parecía más útil manejar la espada y no las complicadas y lentas armas de fuego. Brillaban los aceros, rectos en los cristianos, curvos en las cimitarras de los otros.

Resonaban los mil gritos de la pelea. Gritaban los galeotes cautivos, pidiendo que los libraran de sus cadenas.

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Medio millar de naves habían formado un revoltijo sonoro y sangriento, que el soldado Cervantes tendría presente, para siempre, indeleble. Ya se sabe que Cervantes estaba con fiebre el día de la batalla. Lo habían dejado tirado bajo cubierta. Pero no pudo aguantar la situación de ser un simple espectador de la pelea o quedar al margen de aquella excitación en ese momento culminante de la historia.

Se puso su casco, empuñó su espada y se lanzó a lo más espeso del entrevero. Para justificarse, dijo algunas frases que, luego, un compañero de armas (un soldado navarro llamado Mateo de Santisteban), reprodujo así: El capitán y los soldados le habían dicho «que pues estaba enfermo y con calentura, que se estuviese quedo, abajo en la cámara de la galera». Pero Cervantes, decidido a pelear, les contestó «que qué dirían de él...»

Al soldado Cervantes le importaba mucho lo que dirían de él. Tal vez, inconscientemente, estaba preparando su nombre para la gloria o la inmortalidad. Pues agrega el soldado Santisteban:

«... y que qué dirían de él, e que no hacía lo que debía, e que más quería morir peleando por   -127-   Dios e por su rey, que no meterse so cubierta, e que su salud...»

Entonces le señalaron un lugar peligroso en la pelea, junto con otros soldados. Y allí, en lo más intrincado de la batalla, un pelotazo de arcabuz le golpeó la mano izquierda. Pero él siguió peleando. Hasta que lo alcanzaron otros dos balazos en el pecho. El primero apenas le rozó la ropa. El segundo lo volteó.

Todos supieron que el soldado Cervantes había peleado como bueno. El mismo don Juan de Austria lo reconoció así, «y le dió cuatro ducados más de su paga».

En Lepanto, unos ganaron mucho, y otros, poco. Cervantes, que nunca anduvo bien con la fortuna, ganó cuatro ducados. Pero, sobre todo, un recuerdo que no tenía precio.

Por eso, cuando uno, cualquiera, lo motejó de viejo y manco, él -ya viejo, es cierto- se irguió sobre el recuerdo de sus antiguas glorias para contestar que la manquera la había obtenido «en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros».

Y agregó, entre otras cosas dignas de leerse: «Que si ahora me propusieran y facilitaran un imposible,   -128-   quisiera antes haberme hallado en aquella acción prodigiosa, que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella».

Porque en esto de ganar o perder siempre hay algún misterio. Y hay pérdidas que, por raros caminos, llegan a convertirse en ganancias.



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Amadís y Briolanja

Es cosa sabida que entre las novelas que contribuyeron a la locura de Don Quijote estaba el Amadís de Gaula. Era uno de los llamados «libros de caballerías», pero no era un mal libro. Al mismo Cervantes le gustaba. Y cuando el cura y el barbero y el ama y la sobrina resuelven echar al fuego todos los libros del famoso hidalgo, se salva, entre muy pocos, el Amadís.

Fue el primero que le alcanzó el barbero al cura. Y el cura dijo:

-Parece cosa de misterio ésta: porque, según he oído decir, este libro fué el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin excusa alguna, condenar al fuego.

Pero el barbero no estaba de acuerdo con esa opinión.

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-No, señor -dijo el barbero-; que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.

Y el cura asintió, en contra de la opinión del ama y la sobrina.

-Así es verdad -dijo, y por esa razón se le otorga la vida por ahora.

Ahora, los eruditos no están de acuerdo con el cura en eso de que el Amadís fuera el primer libro de caballerías impreso en España. La más vieja edición que se conoce del Amadís (nos advierte Menéndez y Pelayo en los Orígenes de la novela) data de 1508, y ya antes se había impreso un libro de caballerías en catalán, el Tirant lo Blanch, en 1490, y el Baladro del sabio Merlín, en 1498.

De todos modos, sabemos que el Amadís había corrido en manuscrito antes de que se inventara la imprenta.

El que llegó a las prensas con el título de Los cuatro libros del virtuoso cavallero Amadís de Gaula estaba redactado por Garcí Ordóñez de Montalvo en un castellano sonoro y grandilocuente de fines del siglo XV, es decir, del tiempo de los Reyes Católicos.

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Pero los mismos impresores se encargaron de advertir que el tal Montalvo no había inventado la historia. Dicen, al principio del primer libro, que «fué corregido y enmendado por el honrado e virtuoso caballero Garcí Rodríguez (las ediciones siguientes rectificaron: Garcí Ordóñez) de Montalbo, regidor de la noble villa de Medina del Campo, e corrigióle de los antiguos originales que estaban corruptos e compuestos en antiguo estilo, por falta de los diferentes escriptores; quitando muchas palabras superfluas, e poniendo otras de más polido y elegante estilo».

Antes de que lo corrigiera Garcí Ordóñez, andaba la novela de Amadís en tres libros. Él le agregó uno. Y más tarde le sumó una continuación con el nombre de Sergas de Esplandián, hijo de Amadís.

Acerca del manuscrito (o los manuscritos) que corrieron antes del arreglo han disputado mucho los entendidos. Algunos opinan (y no sin fundamento) que estaba escrito en portugués. Otros, que en castellano. Otros, que en francés. Cuando, ya en el siglo XVI, Nicolás de Herberay des Essarts tradujo el Amadís castellano al francés, no dejó de advertir que lo restituía a su primer idioma y aun aseguraba   -132-   haber visto algunos restos de un viejo manuscrito en lengua picarda.

De todos modos, la historia de Amadís se contaba desde hacía mucho tiempo. Sin duda, desde el siglo XIV, y aun del XIII. Puede clasificarse entre las historias del cielo bretón, como la de Tristán y la de Lanzarote.

Las aventuras de Amadís transcurren en una geografía y una cronología poco precisas, «no muchos años después de la Pasión de Nostro Señor Jesucristo». Allí se cuenta que Perión, rey de Gaula, viaja a la corte de Garinter, rey de la pequeña Bretaña, y conoce a la princesa Elisena. De sus amores nace Amadís.

Gaula han pensado algunos que es Galia. Pero más seguramente es Gales, «el país de Gales». A Amadís lo crían en Escocia y allí se enamora de la princesa Oriana, en cuyo homenaje realiza las proezas más extraordinarias.

En la novela de Amadís aparecen muchos personajes conocidos nuestros a través de Don Quijote. Aparece la famosa maga Urganda la Desconocida; aparece el rey Galaor; aparece Agrajes, al que después nombraban en los proverbios:

-Agora lo veredes, dijo Agrajes...

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Aparece también el mago Arcalaus que deja encantado a Amadís y del que se acuerda Don Quijote al sufrir a su vez la influencia de malos encantadores. A cada momento, Don Quijote cree volver a vivir la novela de Amadís, de cuyos pormenores se acuerda como de cosa propia.

Cuando se retira al despoblado a hacer locuras por amor de Dulcinea, quiere repetir el retiro de Amadís a la Peña Pobre, al sentirse abandonado del amor de Oriana. Y allí se hizo ermitaño y poeta «consumiendo sus días en lágrimas y continuos lloros».

Porque Amadís (como luego Don Quijote) era espejo de amadores fieles. Como Don Quijote, en la venta (que él creía castillo), se resistía a los presuntos amores de Maritornes (que él creía princesa), así Amadís se había resistido a los amores de Briolanja, a quien él restituyera el reino de Sobradisa.

Las doncellas de los libros de caballerías solían ser muy desenvueltas, y nada hipócritas; y cuando se enamoraban de algún caballero se lo manifestaban sin ningún titubeo y, a veces, con demasiada vehemencia. Y así le pasó a Briolanja con Amadís. Y Amadís sufría por no contrariar la fidelidad que   -134-   había jurado mantener hacia Oriana. Y, sin duda, más sufría la niña Briolanja.

Pero aquí el relato de Amadís -contado por Garcí Ordóñez de Montalvo- se vuelve confuso. «De otra guisa se cuentan estos amores», dice. Y da una versión según la cual Amadís se vio compelido a no contrariar la voluntad de la enamorada princesa. Pero ¿cual de las versiones hemos de creer?

Tal como está planteada la novela, es de presumir que se presentaba a Amadís como un modelo de fidelidad inquebrantable. Las princesas lo requerían de amores y él debía contestar que le era imposible quebrar la fe prometida a su amada y que el amor de ella era el que lo sostenía en sus luchas.

Cuando Amadís se siente desamado por Oriana, inmediatamente cree haber perdido las fuerzas. Es un hombre acabado.

-«Sábete -le dice a su escudero Gandalín- que no tengo seso, ni corazón, ni esfuerzo, que todo es perdido cuando perdí la merced de mi señora; que della e no de mí venía todo, e así ella lo ha llevado; e sabes que tanto valgo para mi combatir cuanto un caballero muerto».

  -135-  

Amadís se sostiene por el amor de Oriana. Si ese amor le falta, no es nadie. A don Marcelino Menéndez y Pelayo le parece inmoral esa «falsa idealización de la mujer, convertida en ídolo deleznable de un culto sacrílego e imposible...»

Pero don Marcelino perdería el tiempo predicando ese sermón a Dante o a Don Quijote, o a sus escasos discípulos.

También al infante don Alfonso de Portugal le parecía antipática esta actitud de Amadís. Don Alfonso llegó a ser rey -Alfonso IV- en 1325. Pero antes de reinar leía a Amadís. Y al llegar al episodio de Briolanja, cuando la doncella declara sus amores y no es correspondida, por exceso de fidelidad del galán, parecía sufrir con el sufrimiento de ella.

-No -debía pensar don Alfonso-; esta historia no está bien contada. Habría que escribirla de otra manera.

Y, sin duda, debió pedir a algún letrado amigo que la arreglara y que -gracias al poder creador del escritor- la enamorada Briolanja llegara a ser feliz con Amadís.

Y el escritor arregló el episodio. Amadís y Briolanja se amaron. Y tuvieron mellizos.

Por eso Garcí Ordóñez de Montalvo, al volver a   -136-   contar la novela, al exaltar la fidelidad de Amadís, no puede dejar de agregar: «aunque el señor infante don Alfonso de Portugal, habiendo piedad desta fermosa doncella, de otra guisa lo mandó poner».

Garcí Ordóñez no se avino a complacer al infante de Portugal. Y Amadís volvió a ser fiel a Oriana. Y la pobre Briolanja seguirá penando de amor (en la novela) por los siglos de los siglos.



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