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Vidas ajenas

El hombre, detenido ante la vidriera de la librería, se abandona a la contemplación del paisaje de las portadas: un torbellino -que marca- de letras y colores.

El lector asiduo, el gustador de lecturas, el que ha recorrido con los ojos interminables caminos de escritura, kilómetros de renglones de letras plomizas, conoce, generalmente, otro placer: el de probabilizar ante el libro cerrado.

Antes del viaje, el hombre sueña con el viaje. Tampoco la lectura es cosa de iniciarse así como así. Frente a la vidriera de la librería, el lector imagina la dosis de placer, de entretenimiento, de utilidad o de aburrimiento que puede brindarle cada volumen. Tales libros no ha de leer nunca, porque no va imantada hacia ellos su curiosidad. Tales otros sí, pero no es posible leer todo de un golpe. Hay curiosidades, hay placeres, que van quedando postergados, sin duda para siempre.

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El lector suele pasar por un momento de glotonería literaria. Quisiera devorar con los ojos. Pero aún devorar requiere tiempo. Y siempre parece que faltara el tiempo. Aún a los tan desprovistos de todo, que casi no tienen otra cosa que tiempo.

Entre tantos libros que leer, ¿cuáles serán más urgentes? El lector los desviste de su carátula, les quita el colorinche y los imagina en su interior, en su desnudez, en su espíritu, en su realidad.

Es necesario pregustar la lectura de muchos libros para quedarnos con unos pocos. A los más los dejaremos para siempre, con los pliegos sin cortar. (Y tal vez nos equivocamos en el juicio, despreciando injustamente a algunos de los que se quedan y valorando demasiado a alguno de los que llevamos, que luego nos decepciona).

Lo difícil es no perder el rumbo en ese laberinto de letra impresa. ¡Libros de técnica, de arte, de historia, de viajes, de política, de imaginación! Y, sobre todo, vidas. Vidas de todo el mundo. Nunca habían desbordado tanto las librerías de literatura biográfica. Sabios, músicos, pintores, banqueros, bandidos, generales, políticos, bailarines, ofrecen su vida al trasluz, íntegra, desde su nacimiento hasta su muerte, a la curiosidad del simple lector, que   -139-   sin duda también tiene una vida -¡una sola y ya es mucho!- pero no tan brillante ni abrillantada como las que ahora contempla a través del vidrio. ¡Cuántas vidas célebres! ¡Cuántas vidas ajenas! ¡Y qué deseos de meterse un poco por todas ellas, vueltos comadres de barrio, del gran barrio de todo el mundo! Al fin y al cabo, saber de vidas tal vez sea una de las mejores sabidurías.

Nuestra época parece entenderlo así. Este siglo va tomando fisonomía, no sólo por la cantidad de vidas que destruye, sino por las que intenta salvar del olvido. Es el siglo de las biografías.

Es claro que no hemos inventado ahora esto de contar vidas. Ya los antiguos poseían extensos repertorios de vidas ilustres: las vidas de los filósofos contadas por Diógenes Laercio, las vidas paralelas de griegos y romanos, parangonadas por Plutarco... En la Edad Media, la leyenda dorada de la vida de los santos. En el Renacimiento la vida de los artistas. Esto sin olvidar a los que no esperaron que otro se ocupara de ellos y contaron sus propias vidas, mejor enterados que cualquiera, en grandes confesiones generales: San Agustín, Benvenuto Cellini, Jean Jacques Rousseau, el caballero Casanova... y aquel español desaforado, vendedor de almanaques   -140-   y profecías y catedrático de Salamanca, que se llamó Diego de Torres Villarroel, que vendió su vida en trozos de diez años cada uno -y escribió por lo menos seis- después de encararse con el lector en uno de los más peleadores prólogos que se hayan escrito:

-«Dirás... que porque no se me olvide ganar dinero he salido con la invención de venderme la vida. Y yo diré que me haga buen provecho; y si te parece mal que yo gane mi vida con mi Vida, ahórcate, que a mí se me da muy poco de la tuya.

Pero el lector no se ahorca, gozoso de poder husmear intimidades de otro y de poder meterse como en casa propia por las vidas ajenas».

Por un momento, el lector de vidas se prueba la que lee como si fuera suya. Se convierte en general, en poeta, en banquero, en músico, en santo, en caballero andante... Se prueba trajes y máscaras que tal vez pudieron tocarle, por cualquier coincidencia, en el reparto de papeles del gran teatro del mundo.

El lector de vidas quiere abarcar el límite de sus posibilidades humanas. Ensaya los extremos de grandeza o de abyección compatibles con su propia naturaleza, la común a todos naturaleza humana.

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Como el gallo que dialoga con Micilo, el Zapatero de Luciano, imagina infinitas transmigraciones. En el Crótalon, libro abigarrado del siglo XVI, el gallo de Luciano vuelve a charlar y asegura al Zapatero «que puede ser que una misma alma, habiendo sido criada de largo tiempo, haya venido en infinitos cuerpos, y que ahora quinientos años hubiese sido rey, y después un miserable aguadero, y así en un tiempo un hombre sabio, y en otro un necio, y en otro rana, y en otro asno, caballo o puerco...». Y por eso cuenta sus muchas vidas, porque él fue el filósofo Pitágoras, y Sardanápalo, rey de los Medos, [sic] y el emperador Heliogábalo, y ha asumido muchos estados: capitán y monja, y clérigo y mujer alegre, además de varios animales...

Al hombre lo ilusiona la idea de poder hacer varias salidas al mundo, como el actor que, después de haber representado su drama, se cambia de trajes, de facciones, y aún de gestos y voces, para representar una obra nueva.

Es cierto que sin meterse en fantasías de transmigraciones, dentro del mismo término natural de una vida, puede asumir diversos papeles y cambiar repetidamente de aspecto y de estado. En una célebre novela árabe, el narrador refiere sus múltiples   -142-   encuentros con un increíble aventurero: Azu Zeíd, que se le aparece a cada rato «disfrazado con los más variados trajes y desempeñando los más variados oficios: unas veces predicando en la vía pública con gran compunción de su auditorio, otras emborrachándose en la taberna con la limosna que recoge de sus predicaciones: ya presentándose como abogado, ya como médico; ora como maestro de escuela, como falso anacoreta, como mendigo, ciego y cojo, explotando siempre, de una manera u otra la credulidad pública». Es Menéndez y Pelayo, en su Orígenes de la novela el que resume sus andanzas.

¿Cómo imaginar los límites de una vida cualquiera? En las Mil y una noches, cualquier personaje, el más oscuro, el que hemos creído más insignificante, nos asombra, de pronto, refiriéndonos una historia maravillosa. El que parecía ser abarcado de un vistazo, se despliega de golpe como un abanico de naipes. Otros, en cambio, se quedan tan borrosos que resulta difícil distinguirlos, y entre muchos, apenas parecen integrar la masa informe de uno, grisácea, e indeterminada. Además, el tiempo despinta las vidas. El que creyó ser alguien, va perdiendo sus contornos, desvaneciéndose hasta   -143-   quedar borrado del todo, olvidado. O, lo que es casi tan grave, confundido con otros.

Del autor del Crótalon, el que imaginó las muchas vidas del gallo transmigrador, creemos que se llamaba Cristóbal de Villalón. Pero ¿quién fue este Cristóbal de Villalón, hombre del siglo XVI? No sabemos casi nada. Los eruditos han encontrado rastros de gente de tal nombre. Uno era mercader; otro borceguillero; «otro casado con cierta Catalina de Cárdenas»; otro, esclavo en Argel por el mismo tiempo del cautiverio de Cervantes...

¿Otro? ¿El mismo? El que imaginó vivir muchas vidas, apenas puede deslindar la suya, confundida en la fosa común de los homónimos.

Dentro de la enorme masa de vivientes, continuamente renovada, resulta difícil distinguir personalidades. En un libro de la Edad Media, El filósofo Segundo, se registran las respuestas que este supuesto filósofo dio a un supuesto emperador:

-¿Qué es el hombre? -pregunta el emperador.

Y el filósofo contesta:

-Voluntad encarnada, fantasma del tiempo...

Mucho después, otro filósofo, llamado Schopenhauer, daría una respuesta parecida. La voluntad es lo que realmente existe, encarnada en múltiples   -144-   figurillas humanas, fantasmas del tiempo que tienen la ilusión de ser individuales, de tener personalidad...

-No hay vidas completamente ajenas -piensa el hombre ante la vidriera de la librería-. Todas las vidas son un poco de todos y a cada uno le toca algo de cualquier excelencia o miseria de la especie.

Pero recuerda, de pronto, que se ha quedado mucho rato perdido en divagaciones. Y el hombre continúa su marcha por la calle, mezclado -como una gota de agua en la corriente- en el apretujado remolino del gentío.



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Los que soñaron

Es muy posible que en estos tiempos la gente sueñe tanto como en los tiempos antiguos. Pero antes se les concedía más importancia a los sueños. Los historiadores no se olvidaban nunca de consignar lo que habían soñado los personajes ilustres. Así sabemos lo que soñaban los patriarcas hebreos, los faraones, los reyes asirios, los estadistas griegos y romanos.

Hoy se suele escribir la biografía de un personaje sin mencionar para nada la calidad de sus sueños. Por eso no nos dan más que una visión fragmentaria de los biografiados. Poco sabemos de la gente si no sabemos lo que sueña. Y lo que sueñan sus allegados. Plutarco no se olvida de contar los sueños de la madre de Alejandro, o los de la mujer de Julio César. Herodoto llena su historia de sueños. Los redactores de la Biblia también.

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El sueño de Jacob

Y es que a veces el acontecimiento más importante de la historia de un hombre o de un pueblo es un sueño. El patriarca Jacob se hace célebre porque una vez soñó con la cabeza apoyada en una piedra. Vio una escalera enorme que subía desde la tierra hasta el cielo. Y los ángeles subían y bajaban por ella. Y Jehová, que estaba en lo alto, le habló. Y le prometió que su descendencia sería numerosa como el polvo de la tierra, y que se extendería por los cuatro puntos cardinales. Y, además, le prometió su protección, y que lo volvería a traer a esa tierra.

Durante siglos, los judíos interpretaron su historia de acuerdo con lo que había soñado Jacob.

No era más que un sueño. Pero no es poca cosa el sueño de un hombre. Y, sin duda, por saber esta verdad, la Biblia está llena de noticias de sueños.

Una vez, parece, soñó el faraón en Egipto. Vio unas vacas gordas y unas vacas flacas. Millones de personas, durante miles de años, han vuelto a contar ese sueño. Lo de las vacas gordas y las vacas flacas se convirtió en un recurso de la retórica y en un latiguillo de los discursos.

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José y los sueños de grandeza

El sueño del faraón se hizo tan célebre por la interpretación que de él hizo José. José era uno de los doce hijos de Jacob, y también soñaba, como su padre. Pero sus sueños le atrajeron el odio de su familia. Porque los sueños de José eran de interpretación fácil. Soñaba, por ejemplo, que estaba en el campo recogiendo manojos de trigo, junto con sus hermanos. Y que el manojo que él ataba se quedaba parado, muy derecho, mientras que los manojos de los hermanos se inclinaban hacia el suyo como haciéndole una reverencia.

A los hermanos no les hacía gracia esta clase de sueños. Pero José seguía soñando. Y no sólo soñaba, sino que luego les contaba a sus familiares:

-Soñé que el sol y la luna y once estrellas se inclinaban ante mí...

Entonces, hasta el patriarca Jacob se enojó. Y le dijo:

-¿Qué sueño es éste que soñaste? ¿Hemos de venir yo y tu madre y tus hermanos a inclinarnos ante ti?

Hay sueños que los demás no pueden soportar. Y los de José lo perdieron, pues sus hermanos, fastidiados, resolvieron matarlo y lo tiraron a un pozo.

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Pero José no se murió. Unos mercaderes lo llevaron a Egipto. Y allí, después del incidente con la mujer de Putifar (contado en el capítulo 39 del Génesis y en la zarzuela La corte de Faraón), lo mandaron a la cárcel, por un delito que no había cometido.




Sueños egipcios

En la cárcel se reveló José como entendido en sueños. No sólo los soñaba, sino que sabía interpretarlos. Tenía dos compañeros de prisión: el copero y el panadero reales. El copero soñó con una vid que echaba tres sarmientos y daba racimos. Y que él exprimía los racimos en la copa del faraón. Y se la servía.

José le dijo:

-Dentro de tres días saldrás en libertad y volverás a servir la copa al faraón, como solías.

Entonces el panadero también contó su sueño: había visto tres canastillos de pan, y en el canastillo que estaba más alto picaban los pájaros.

José le explicó:

-Dentro de tres días el faraón te mandará colgar en la horca, y te picarán los pájaros.

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Así resultó: pusieron en libertad al copero y ahorcaron al panadero.

Y mucho tiempo después, el faraón también soñó. Primero con siete vacas gordas y otras siete flacas que venían y se comían a las gordas. Después con siete espigas grandes que crecían en una caña, y con siete espigas marchitas que se comían a las primeras.

Era un sueño difícil. Los magos, encargados de interpretar los sueños del faraón, no entendían nada. Entonces mandaron a buscar a José.

José dijo:

-Vienen siete años de abundancia. Y después vendrán siete años de hambre.

Y sugirió una serie de medidas económicas, que escapan al capítulo sobre los sueños, pero que lo colocaron a él en gran preeminencia cerca del faraón.




Los intérpretes de sueños

Así se escribía antes la historia. Pero no sólo la Biblia está llena de sueños. También las crónicas de los reyes de Egipto, de Babilonia, de Asiria. El rey Gudea tuvo un sueño, también complicado, y   -150-   largo de contar. Y rogó a los dioses que se lo aclararan. Y los dioses le explicaron (tal vez en otro sueño) que debía edificar un templo.

Para sus sueños incomprensibles tenían los antiguos monarcas unos funcionarios especiales: los intérpretes de los sueños. En Asiria constituían un gremio. Gracias a ellos sabían los monarcas cómo debían entender sus confusas visiones nocturnas, y cómo debían obrar en consecuencia. Por eso, los intérpretes de sueños llegaban a convertirse en personajes poderosos. Su influencia en las decisiones de los reyes era casi ilimitada.

Pero a veces el oficio de intérprete de los sueños llegaba a volverse peligroso. Eso es, por lo menos, lo que nos dice el Libro de Daniel al referirse a los sueños de Nabucodonosor, soberano de Asiria.




Nabucodonosor y los adivinos

En el segundo año de su reinado -dice el Libro de Daniel-, Nabucodonosor tuvo un sueño que le causó una gran impresión. Se despertó perturbado. Pero ya el sueño se le había escapado de la memoria. Había soñado, pero no sabía qué.

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Entonces mandó llamar a sus magos, astrólogos, encantadores y caldeos, quienes le dijeron:

-Cuenta a tus siervos lo que soñaste, y te diremos lo que significa.

Y Nabucodonosor les dijo:

-El sueño se me escapó. Si me mostráis lo que he soñado, y su explicación, recibiréis regalos y honores. Y si no, os haré pedazos y convertiré vuestras casas en muladares.

Los intérpretes trataron de convencer al rey de que su ciencia tenía límites. Que podían interpretar el sueño si les decía de qué se trataba. Pero no podrían adivinar cuál era el sueño. Pero Nabucodonosor, que tenía -según cuentan- el carácter terco e irritable, no quiso entender sus razones. Insistió:

-Si no me mostráis mi sueño, ya está dada la sentencia para todos...

Y los condenó a muerte.

Entonces apareció el joven israelita llamado Daniel. Lo que había sido José para el faraón, fue Daniel para el asirio. Y aún más, porque se animó no sólo a interpretar el sueño, sino a adivinar qué había soñado.

-Veías una gran imagen, que estaba delante de   -152-   ti, y su aspecto era terrible. Tenía la cabeza de oro; el pecho y los brazos de plata; el vientre y los muslos de metal; las piernas de hierro, y los pies en parte de hierro y en parte de barro cocido...

-Eso, eso es lo que he soñado -dijo Nabucodonosor, muy contento.

-Y vino una piedra y volteó la estatua... -siguió Daniel.




Los que sueñan desdichas

Habría que hacer el catálogo de todo lo que soñaron los hombres. Nos revelaría casi tanto como lo que hicieron. Conocer los sueños de los reyes es tan útil como conocer sus batallas. Y tal vez más. Es posible que, cuando los psicoanalistas se metan con la historia, se atrevan a escribir la historia de los sueños.

Las historias de Herodoto son un catálogo de sueños. Por ellas sabemos que Jerjes se atrevió a invadir a Grecia por la insistencia de un sueño que lo perseguía, encomendándole siempre lo mismo.

Los antiguos cronistas de Méjico cuentan también que, antes de la invasión de los españoles, muchos indios soñaban con esa calamidad. E iban a   -153-   ver a Moctezuma para contarle lo que habían soñado. Pero el emperador no quería creerles y ordenó que serían condenados a muerte todos los que soñaran desdichas y fueran a contárselas.

Pero al poco tiempo llegaron los conquistadores.





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La imagen de la selva oscura

Dante contó una vez, ya para siempre, cómo se encontró perdido, a la mitad del camino de la vida, en una selva oscura que lo extraviaba de su recto sendero. Explicar hasta qué punto era horrible «esta selva selvaggia e aspra e forte» resultaría tarea difícil aun para el poeta que no se arredró en describir con muchos detalles los mundos ultraterrenos. Dante no describe la selva. Nos dice -nada más- que al recordarla se le renueva el antiguo miedo.

Los comentaristas están todos de acuerdo en afirmar que esta selva es un símbolo. ¿Símbolo de qué? Ahí ya no están de acuerdo los comentaristas. Los antiguos intérpretes -dice G. A. Scartazzini- pensaban que la selva era una imagen del vicio y la ignorancia. Otros modernos, como Marchetti, pensaron que la selva representaba la miseria de Dante, privado de todos sus bienes en el destierro. O, como Brunone Bianchi, que era una imagen del desorden   -156-   político y moral de Italia y en especial de Florencia.

También es lícito creer que Dante imaginaba toda la vida humana como un pasaje a través de una selva oscura. (Platón prefería pensar en una caverna en cuyas paredes bailotean sombras, reflejos de cuerpos que no vemos). Lo de la selva de nuestra vida lo dice expresamente Dante en el Convivio. Allí habla de la selva engañosa, «la selva erronea di questa vita».

Que la selva es lugar de engaños, donde toda fantasmagoría se hace verosímil, ya lo debieron pensar los hombres primitivos. La selva es una continua burla para los ojos, un tejido de luces y sombras y de seres camuflados que al deslizarse simulan el estremecimiento de unas ramas sobre el suelo soleado. La literatura india, nacida en la selva, debió aprender en ella su desconfianza en la realidad, su escéptica consideración de las apariencias. En el Ramayana los personajes que viven en la selva pueden cambiar de aspecto constantemente, parecer horribles o hermosos, gigantescos o imperceptiblemente pequeños, o volverse alargados e ingrávidos y salir volando por el aire.

Rudyard Kipling, que conoció bien las selvas de   -157-   la India, contó en un delicioso cuento infantil, o más bien en un mito (un mito etiológico, dirían los eruditos), la sorpresa que experimentó el leopardo cuando penetró por primera vez en la selva. Venía de la estepa, donde todas las cosas se veían claras y a la distancia. En la estepa, además, todos los animales eran de un rubio parejo: lo mismo la cebra que la jirafa. No tenían manchas, ni rayas, ni dibujos en la piel. Pero en la selva los animales se volvían invisibles. En pleno día no se veía más que una movible tiniebla atravesada por manchas de luz sin forma determinada. Era un eterno engaño para los ojos. El leopardo esperó hasta la noche y entonces «en la luz astral que caía en largas rayas a través del ramaje, oyó un bufido, y saltó sobre el ruido que olía a cebra y se tocaba como cebra y cuando lo derribó pataleaba como cebra, pero él no podía verla». Su amigo el etíope pudo atrapar del mismo modo una jirafa; pero al primer descuido, los dos animales desaparecieron. No se veían en la selva más que sombras a rayas y sombras a borrones. Fue entonces cuando el leopardo también quiso ser invisible, y el etíope le estampó con la punta de sus cinco dedos (para que se confundiera con el borroso telón de la selva) una serie de círculos   -158-   punteados. Así fue como el leopardo adquirió sus manchas.

El desconcierto del leopardo volvió a sentirlo Syme, el protagonista de El hombre que fue jueves, de Chesterton. (El hombre que fue jueves parece una novela policial, pero también es un mito). «El interior del bosque vibraba de rayos de sol y haces de sombra, que formaban un tembloroso velo como en la vertiginosa luz del cinematógrafo. Syme apenas podía distinguir las sombras sólidas de sus compañeros en aquellas danzas de luz y sombra. Ya se iluminaba una cabeza, dejando en la oscuridad el resto del cuerpo, con una súbita claridad rembrandtesca. Ya se veían unas manos blancas junto a una cabeza negra. El ex marqués se había echado sobre las cejas el sombrero de paja y la sombra negra del ala cortaba en dos su rostro de tal modo que parecía llevar un antifaz, como sus perseguidores. Syme se puso a divagar. ¿Llevaría Radcliffe antifaz? ¿Lo llevaría realmente alguien? ¿Existiría realmente alguien? Aquel bosque de encantamiento, donde los rostros se ponían alternativamente blancos y negros, ya entrando en la luz, ya desvaneciéndose en la nada, aquel caos de claroscuro (después de la franca luminosidad de los campos) era a la mente   -159-   de Syme un símbolo perfecto del mundo en que se encontraba metido... Todo podía ser un resplandor fugaz, un destello siempre imprevisto y pronto olvidado. Porque en el interior de aquel bosque salpicado de sol, Gabriel Syme encontraba lo que muchos pintores modernos han encontrado: lo que hoy llaman impresionismo, que sólo es un nuevo nombre del antiguo escepticismo, incapaz de encontrarle fondo al universo».

No siempre fue advertido con tanta lucidez el misterio del bosque. Pero -antes de explicársela bien- los hombres sintieron ese misterio. Intuyeron desde antiguo que algo sobrenatural moraba en el bosque. Por eso hubo bosques sagrados. Después prefirieron hablar de bosques encantados. Las aventuras inverosímiles de los libros de caballerías suelen pasar en selvas de esta clase:


¡Oh selvas de encantos llenas,
do jamás se ha visto apenas
cosa en su ser verdadero!...



dice el paladín Reinaldos en una comedia de Cervantes, La casa de los celos y selvas de Ardenia. En el claroscuro de la selva toda fantasmagoría es posible. Allí no sólo son inseguras las apariencias sino los afectos de los personajes y tal vez la misma personalidad.   -160-   Reinaldos persigue a Angélica, y ella huye del caballero (en el Orlando furioso, de Ariosto, y antes en el Orlando innamorato, de Boiardo) porque ambos han bebido en la misma selva, en distintas fuentes: una que inspira amor, otra odio. Shakespeare, para su fantasía del Sueño de una noche del medio verano inventó también una selva encantada, cerca de Atenas, en la que Puck exprime sus engañosos filtros, y son posibles todas las confusiones de los sentidos y de los sentimientos.

La selva fue así la imagen de la irrealidad del mundo, el símbolo de toda inseguridad en la realidad. Selva (o bosque) se convirtió en sinónimo de engaño o de confusión. Cervantes, en su Adjunta al Parnaso, nos dice que entre sus comedias figuraba una titulada El bosque amoroso. Tal vez sea una primera versión de la ya citada Casa de los celos y selvas de Ardenia.

Entre las muchas ficciones escritas para reflejar el engaño de la vida, merece ser citada una borrosa comedia de Pedro Hurtado de la Vera: Doleria. Más que comedia es una novela dialogada, como la Celestina. Sin duda por eso Menéndez y Pelayo la estudia (en su Orígenes de la novela) entre las imitaciones de la Celestina. Pero la imitación es   -161-   imperceptible. La Celestina está bien plantada en la realidad. Doleria, en cambio, es un mito ambicioso y ostenta un segundo título: Del sueño del mundo. Por ahí podría entroncarse con algún diálogo de Luciano y con los dramas en que se alude al sueño de la vida. (La vida es sueño, de Calderón; El desengaño en un sueño, del Duque de Rivas; El sueño, una vida, de Grillparzer).

Doleria apareció en 1572. Es pues, anterior a las comedias citadas de Cervantes y de Shakespeare. En el prólogo dialogan -muy lucianescamente- Morfeo y el Mundo.

-Yo te haré dormir, mal que te pese -le dice Morfeo-, y soñar algo con que des placer al Tiempo.

Y el Mundo se aletarga en un complicado sueño en el que el amor casi siempre provee el argumento. En el epílogo, Carón despierta al dormido (que se ha pasado unos seis mil años soñando) y a la fuerza lo hace entrar en su barca.

El relleno de la obra es el sueño del mundo: una comedia de equivocaciones. Pero donde los engaños se acumulan y superponen es, precisamente, en la escena del bosque. Allí los personajes se duplican en cuerpos y sombras. -«Gran desventura es esta,   -162-   que de nos mesmos estemos escondidos sin saber aún lo que somos, cuerpos o sombras» -dice uno. Y una de las presuntas sombras expresa su miedo: -«En saliendo del bosque no hay más sombras; ¿qué sería de nos?».

Todo es doble en el bosque engañoso. Los personajes duplicados dudan de su propia existencia. ¿Cuerpos o sombras? Unos, en figura de salvajes, se acercan a unas damas enamoradas y explican:

-«Nos somos los cuerpos de las sombras que amastes».

La inseguridad en la realidad del mundo tuvo muchas representaciones. Pero la imagen del bosque ayudó a expresarla. El autor de Doleria da la clave: «El bosque de las sombras, la vanidad de las cosas de esta vida». El bosque es la mejor imagen de la confusión fundamental del hombre. Así lo entendió también Dante cuando habló de «la selva erronea di questa vita».

1952



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La profecía de Séneca

La historia de América empieza con unos versos de Séneca. Digamos, por lo menos, que es raro el texto de historia americana que se libra de estampar los consabidos versos en sus primeras páginas. Pertenecen al coro de la tragedia Medea, y traducidos dicen, más o menos: «Años vendrán en el transcurso de los tiempos, en los cuales el océano aflojará los lazos de las cosas y aparecerá el mundo en toda su grandeza. Tetis descubrirá nuevos orbes y ya no será Tule la última tierra».

A Cristóbal Colón le gustaron esos versos. Una vez los copió y los tradujo a su manera. Pensaba que Séneca se refería (con quince siglos de anticipación) a su aventura oceánica.

El tema del coro de la tragedia Medea es la audacia del hombre. Ya nada se queda en su lugar, dice el coro. «Los indios beben en el helado Araxis y los persas en el Albis y el Rin». Y, a continuación, como presagiando que esa audacia ha de ir en aumento,   -164-   agrega: «Años vendrán, en el transcurso de los siglos»...

La verdad es que Séneca cuando habla de esas migraciones de pueblos no cree en ellas al pie de la letra. Ni los indios del trópico tienen por qué trasladarse al país de los escitas, ni los persas tienen por qué beber en los ríos de Germania. Eso no es más que una figura retórica. El pensamiento de los poetas latinos queda con frecuencia aplastado por una tremenda cargazón retórica. Antes de Séneca, Virgilio había desplegado una imagen semejante en su primera égloga. La presenta bajo la forma de un imposible. El pastor Títiro ha visto en Roma a Octavio, el emperador casi divino; y en un arranque de adulación asegura: «Antes que se borre de mi pecho la imagen de aquel dios, el parto beberá las aguas del Araris o el germano las del Tigris»... O, lo que es lo mismo: «... antes pastarán en el aire los ligeros ciervos, y los mares dejarán a los peces en seco»...

Evidentemente, Séneca no ha necesitado hacer un gran esfuerzo para crear su imagen. Más aún: en el libro primero de las Geórgicas, Virgilio, siempre dirigiéndose al endiosado emperador, continúa su elogio: «te reverencie la remota Tule, y Tetis   -165-   te pague con todas sus ondas la gloria de tenerte por yerno»... El poeta quiere convertir a Octavio en un dios marino, y junta el nombre de Tule, una región imprecisa en el límite septentrional del mundo, al de Tetis, la nereida que casi comparte con Neptuno la soberanía del mar.

Es interesante advertir cómo los poetas se apoyan unos en otros para cantar. Eso de que Tetis aflojara sus lazos y se manifestarán nuevas tierras paradisíacas ocultas en el océano, ya lo había cantado Horacio. Nada menos que el tranquilo y aburguesado Horacio, el predicador de la medianía dorada, el del horror a la aventura marítima.

Horacio abomina del que inventó el arte de navegar, del primero que, movido por la ambición, se lanzó audazmente al mar en un «frágil leño», en «impías naves». Durante siglos los poetas repetidores imitaron esa maldición de Horacio.


De bronce debió de ser
quien osó en el mar poner
primero un frágil navío
sin temer del norte frío
la rabia, enojo y poder...



dice un personaje del Isidro, de Lope de Vega. Y el gracioso de El burlador de Sevilla, de Tirso, insiste:

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¡Mal haya aquel que primero
pinos en la mar sembró
y que sus rumbos midió
con quebradizo madero!
¡Maldito sea Jasón,
y Tifis maldito sea!...



Se podría compaginar un extenso catálogo de los ecos horacianos que resuenan, ya en tono serio, ya en tono irónico, en las mejores voces de la literatura española. En plena época de los descubrimientos marítimos, mientras unos aventureros se lanzaban al océano en frágiles leños, los poetas seguían maldiciendo al primero que se atrevió a las olas en «impías naves», «en quebradizo madero».

Hay en la naturaleza de Horacio un persistente miedo a las tormentas. A las tormentas del mar, a las del amor, o las de la política. Que no lo saquen de su comodidad, de su medianía dorada, de su mesa modesta, pero bien abastecida. Ese es su tema más común. De pronto, sin embargo, parece asumir otros aires. Se siente sacerdote de las musas y engola la voz, entre magistral y profético. Cansado de las luchas fratricidas de Roma, incita al pueblo romano a embarcarse (siguiendo el antiguo ejemplo de los fóceos que dejaron su patria) y a buscar nuevas tierras más allá del océano: «Nos llama   -167-   el Océano, circundador del mundo. Busquemos esos campos, campos dichosos, esas islas fecundas, donde la tierra sin arar rinde trigo cada año, donde sin podar da racimos la viña, donde los olivos dan fácilmente su fruto, donde los higos negrean, donde mana la miel de las huecas encinas»...

Así, en el épodo 16, Horacio promete una nueva edad de oro a los audaces navegantes. Una creencia latente hacía soñar a los antiguos con islas paradisíacas ocultas más allá del límite del mundo conocido. Además, en tiempos del César Augusto (en tiempos de Horacio y Virgilio) se acentuó cierta afición a imaginar una vuelta a la edad de oro. Ese es también el tema de la égloga IV de Virgilio, a la que se quiso interpretar en la Edad Media como una profecía del nacimiento de Cristo. Pero esa edad de oro, advertía la égloga virgiliana, no llegará sino después de otra aventura marítima: «otro Tifis habrá, y otra Argos que llevará escogidos héroes»...

Argos, ya se sabe, era la nave que condujo a Jasón y a sus audaces compañeros. Tifis, el piloto de los argonautas. Tifis, lo mismo que Jasón, se convirtió en un símbolo de la audacia del hombre. Hasta tal punto, que en algunas copias de la Medea de Séneca, donde decía: «Tetis descubrirá nuevos orbes»...   -168-   el calígrafo prefirió escribir: «Tifis descubrirá nuevos orbes»...

Ya no sería la nereida Tetis la que dejara en evidencia parte de sus dominios. Sería Tifis, el audaz navegante, quien habría de arrebatarle sus secretos. Esa versión fue la que Colón leyó. Y entendió que Tifis, el audaz navegante, era él mismo. Por eso tradujo a su modo los versos de Séneca: «Vernán los tardos años del mundo ciertos tiempos en los cuales el mar occeano afloxará los atamientos de las cosas y se abrirá una grand tierra y un nuevo marinero como aquel que fue guya de Jazón, que ovo nombre tiphi descobrirá nuevo mundo, y entonces no será la Ysla tylle la postrera de las tierras».

Los versos de Séneca se iban acomodando a las circunstancias del descubrimiento. Un siglo después del viaje de Colón, fray José de Acosta al poner el fragmento de la Medea en verso castellano (en su Historia natural y moral de las Indias, 1590) escribió:


Tras largos años vendrá un siglo nuevo y dichoso, que al Océano anchuroso sus límites pasará.
Descubrirá grande tierra,
verán otro nuevo Mundo,
navegando el gran profundo
que ahora el paso nos cierra.
-169-
La Thule tan afamada
como del mundo postrera,
quedará en esta carrera
por muy cercana contada...



Los versos de Séneca (bien o mal traducidos) se llenaban de sentido después del descubrimiento. Si antes habían podido parecer retóricos y confusos, ahora tenían una nueva explicación. América los justificaba.

1952



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El cisne de Baudelaire

Es posible que el comentario de un poema nos dé la clave de la vida, de los pensamientos secretos de un poeta. El poeta pasea por un barrio de París y recuerda otro paseo hecho hace tiempo por el mismo lugar. París ha cambiado. La forma de una ciudad -piensa el poeta- puede cambiar más pronto que un corazón humano.

Allí, donde ahora es el nuevo Carrousel, se levantaban numerosas barracas, negocios sórdidos, se acumulaban trozos de mampostería, capiteles de columnas teñidos por el verdín de los charcos. En ese bric-à-brac lamentable y confuso, estaba instalada una ménagerie.

Y el poeta vio una mañana (a la hora en que el trabajo despierta, cuando las mujeres levantaban con sus escobas un huracán de polvo que se remontaba al cielo frío) un cisne escapado de su jaula, que con sus pies palmípedos frotaba el piso duro y arrastraba su plumaje por el suelo. Cerca de un   -172-   arroyo seco abría el pico, bañaba nerviosamente sus alas en el polvo y decía (parecía decir, con el corazón lleno de recuerdos de su lago natal): «¿Cuándo lloverás, agua? ¿Cuándo has de tronar, rayo?»

Je vois ce malheureux, mythe étrange et fatal -dice Baudelaire. «Veo a ese desdichado, mito extraño y fatal, a ratos, hacia el cielo, como el hombre de Ovidio, hacia el cielo irónico y cruelmente azul, tender su cabeza ávida sobre el cuello convulso, como si dirigiera sus reproches a Dios».

El cisne sediento, que arrastra su blanco plumaje por el polvo, constituye un mito, para Baudelaire. Un mito extraño y fatal. Pueden encontrársele correspondencias con aquel albatros, que pudo ver alguna vez durante su viaje hacia oriente. A veces para divertirse, los marineros suelen cazar albatros, grandes pájaros de los mares, que siguen a los navíos deslizándose sobre las olas con un planeo majestuoso. Pero en cuanto los arrojan sobre la cubierta, esos reyes del cielo, torpes, avergonzados, aflojan lamentablemente sus grandes alas blancas que arrastran a sus costados como remos inútiles.

El poeta busca imágenes de los desterrados. El   -173-   cisne desterrado del lago. El albatros desterrado del cielo. El poeta desterrado de la vida que quisiera vivir. Otra vez se ha comparado a las aves de alto vuelo en el poema Elevación.

El poeta, tan buen nadador de los altos cielos, tan volador de los espacios ilimitados, se siente torpe en la vida de todos los días, como el cisne en secano, como el albatros inválido. Este del cisne podría llamarse el poema de los destierros. Comienza con una invocación clásica. Andromaque, je pense à vous... «¡Andrómaca, pienso en ti! Ese pequeño río, pobre y triste espejo en que antaño resplandeciera la inmensa majestad de tu pesar de viuda, ese Simois fingido que crece con sus llantos, de pronto ha fecundado mi memoria»...

Esta es una referencia virgiliana que parece reclamar el comentario, ya que entre nosotros es fácil hacer gala de que estamos olvidados de los libros clásicos. Andrómaca es la figura femenina más importante de la Ilíada. Todos recuerdan la despedida de Héctor y Andrómaca (una de las escenas más patéticas de la literatura universal) cuando el pequeño Astianax llora asustado por el atavío guerrero del padre y Andrómaca sonríe a través de sus lágrimas. Andrómaca figura entre las mujeres   -174-   de la ciudad conquistada, que han de repartirse, como un vil ganado, los vencedores. Andrómaca le toca en suerte a Pirro, hijo de Aquiles, y su hijo es arrojado desde lo alto de las murallas de Troya. Pero la continuación de la historia está en el canto tercero de la Eneida de Virgilio. Pirro ha muerto y su esclavo Heleno ha heredado sus tierras y su concubina.

Heleno es un hermano de Héctor. Pero mientras Héctor prefirió morir peleando, Heleno se dejó tomar prisionero. Cuando heredó a Andrómaca, se quedó a vivir con ella en el Epiro. Heleno y Andrómaca parecen una pareja de sombras. Es fácil adivinar que no existe amor entre ellos, pero los unen los recuerdos. Al fin y al cabo también Heleno es troyano. Y han edificado, para alimentar sus sueños, una imitación de Troya. Los dos pequeños arroyos que pasan junto al poblado llevan los nombres de los ríos de Troya: Simois y Janto. Las puertas de la aldea llevan los mismos nombres de las puertas de la ciudad antigua. Cerca de un bosque han levantado un túmulo en honor de Héctor. Allí, Andrómaca, junto a la tumba vacía, a orillas del fingido Simois, derrama sus lágrimas, y refleja la majestad de su dolor de viuda. Porque Andrómaca   -175-   ha vuelto a ser la viuda de Héctor más que la mujer de Heleno. Es una desterrada de sus recuerdos. Por eso Baudelaire al recordar al cisne sediento, desterrado de su lago nativo, se ha acordado también de Andrómaca. Andrómaca pienso en ti...

La mitología clásica es como un suntuoso tapiz tejido con los sueños de la humanidad al través de unos tres mil años. En él se representan las andanzas, los amores de los dioses, las hazañas de los héroes; historias de belleza trágica o de gracia picante. Es como una humanidad imaginada que nos ha sido dada de regalo, que se lamenta o se alegra, y con la cual podemos confrontar y aquilatar nuestros propios dolores y alegrías.

En la tragedia de Shakespeare, Hamlet, cuando los cómicos entran al castillo de Elsinor, uno, para dar muestra de sus habilidades, representa los dolores de Hécuba (Hécuba, la que aparece en Las troyanas, la madre de Héctor, la suegra de Andrómaca). Y posesionado de su papel, el actor llora. Entonces Hamlet, que está luchando con su propio dolor, parece indignarse: ¿Qué le importa Hécuba? -dice- ¿Y qué tiene que ver con Hécuba, para que así llore por ella?

¿Pero es que hay dolores ajenos? -podría contestársele-   -176-   ¿o hay un mismo dolor universal por el que todos lloramos, o quisiéramos llorar, o deberíamos llorar? Mucho nos importan Hécuba y Andrómaca, y tenemos muchas razones para llorar por ellas. Hamlet quiere llorar por su padre muerto y también por su madre, que ha contraído unas segundas nupcias, según él apresuradas e indignas. Pero ¿no es eso llorar por Andrómaca? ¿Y no hubiera sido ése el dolor del pequeño Astianax, si hubiera vivido, al ver que su madre, la mujer de Héctor, pasaba a poder de otro? El pequeño Astianax murió, arrojado desde lo alto de la muralla. Pero Hamlet vive. Y vive Baudelaire, que se cree otro Hamlet y cree tener motivos para llorar con las mismas lágrimas.

Andrómaca se nos convierte, de pronto, en la madre de Baudelaire. Y el símbolo del cisne -mito extraño y fatal- se va ampliando. Lo mitológico (que podía haber sido retórico o vacío) se vuelve vital. El cisne es Andrómaca. Pero Andrómaca es la madre.

Toda la estética y toda la ética de Baudelaire podría resumirse en este poema El cisne. Porque, por encima de su afán de asombrar, por encima de su despliegue de imágenes horribles o repugnantes, por   -177-   encima de su postura romántica de poeta maldito, y de sus letanías demoníacas, Baudelaire puede considerarse el poeta del destierro, el poeta de los desterrados y (como se explica más claramente en El albatros) de los desterrados del cielo, inhábiles y ridículos en la vida terrestre. En este sentido, Baudelaire es un poeta de directa ascendencia platónica.

En varios diálogos de Platón se nos explica la vida humana como un destierro. Particularmente en Fedro, o de la Belleza, hay un pasaje cuya cita es casi imposible omitir al tratar de comprender en su esencia los poemas de Baudelaire. Dice Sócrates en su discurso al joven Fedro: «Cuando un hombre percibe las bellezas de este mundo y recuerda la belleza verdadera, su alma toma alas y desea volar; pero sintiendo su impotencia, levanta como el pájaro sus miradas al cielo, desprecia las ocupaciones de este mundo y se ve tratado de insensato».

Levanta como el pájaro sus miradas al cielo, dice Platón. Baudelaire parece calcar textualmente la imagen. El cisne levanta al cielo su cabeza ávida erguida sobre su cuello convulso. La levanta como el hombre de Ovidio, dice Baudelaire. Aquí se acuerda de un verso del primer libro de las Metamorfosis   -178-   del poeta latino: La divinidad «dio al hombre un rostro levantado hacía lo alto». Los autores clásicos solían citar ese verso suelto de Ovidio como un símbolo de las aspiraciones elevadas de la humanidad. Es verdad que Baudelaire no se contenta con expresar que el hombre o el ave levanten al cielo la cabeza. Necesita decir que al dirigirse al cielo se dirigen a un «cielo irónico y cruelmente azul», un cielo que no escucha las plegarias o, lo que es peor, que se burla de ellas. La obsesión de un cielo inamistoso persigue a Baudelaire. En otro de sus poemas, L'Amour du mensonge (el amor al engaño), contempla la mirada profunda de la mujer amada, y dice: «Yo sé que hay ojos, de los más melancólicos, que no esconden ningún precioso secreto; hermosos estuches sin joyas, más vacíos, más profundos que vosotros, ¡oh, cielos!»

Eso es lo que le agrega desesperación a la poesía de Baudelaire: sentir nostalgia de un país maravilloso que tal vez no exista, que seguramente no existe.

1953



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La traducción del Indio a León Hebreo

En 1586 Garcilaso de la Vega vive en Montilla, un pueblo enclavado entre las montañas, no muy lejos de Córdoba. Garcilaso ya tiene unos cuarenta y cinco años y hace más de veinticinco que reside en España. Ha sido todo lo que se puede ser en España: soldado en las guerras de Granada, hombre de iglesia... Ahora ejerce de capellán en la parroquia de Santiago, en Montilla. Montilla pertenece a los marqueses de Priego, que están emparentados con el padre de Garcilaso. Pero el padre, conquistador en el Perú, ha muerto hace tiempo. Garcilaso en Montilla es como un pariente pobre que se resigna, metido entre libros, de no tener otras grandezas. Llena sus ocios leyendo y escribiendo ya «que por beneficio no pequeño de la fortuna me faltan haciendas de campo y negocios de poblado».

Ahora lo vemos como lo pintó en un retrato imaginario el peruano Francisco González Gamarra:   -180-   sentado en un sillón frailero, junto a la mesa en la que se extienden las cuartillas blancas, con una pluma de ganso en la mano, los ojos perdidos, con aire nostálgico. Sobre el vestido negro le cuelga, sostenido por una cadena, un medallón de oro con la imagen del sol, que era el dios de sus antepasados. Porque por las venas del capellán de la iglesia de Santiago corre sangre de los antiguos incas, que fueron monarcas del Perú. La mezcla de razas se le nota en la nariz aguileña, en las cejas levantadas, pero sobre todo en el aire nostálgico. Porque, desde la Montilla andaluza, Garcilaso piensa en el Cuzco natal, la ciudad de piedra, indígena, a pesar de los remiendos españoles, la ciudad donde quedara su madre: Isabel Chimpu Ocllo, hija de Huallpa Tupac Inca y prima de Atahualpa, el indio sacrificado.

En la imaginación se le amontonan recuerdos del Perú de su infancia. Ritos extraños, templos suntuosos convertidos en iglesias cristianas, gentes ensimismadas, silenciosas, atemorizadas; conquistadores violentos, a veces heroicos, amigos de su padre. Recuerda las guerras civiles llenas de crueldades superfluas. Sobre todo eso quisiera escribir. Recrear sobre el papel las imágenes de su recuerdo. Exponer en un plan orgánico todas sus noticias de América.   -181-   Sostiene largas pláticas con gente que ha vivido en el nuevo mundo. Particularmente con un soldado que ha estado en la conquista de la Florida con Hernando de Soto, el que buscaba la fuente de la eterna juventud. Pero también se cartea con gente del Perú y hace preguntas, confirma recuerdos o lecturas, colecciona noticias. Siente como un deber racial, que lo obliga a ocuparse de sus compatriotas y, hasta cierto punto, vindicarlos de juicios adversos.

Y mientras se mueven en su fantasía las imágenes de la América indígena, da en leer, en italiano, un libro que lo deleita, que le trae, entre mil referencias eruditas, una nueva interpretación del mundo. Y resuelve, tal vez para asentarse en el oficio de escritor, traducir ese libro al castellano. El libro se llama Los diálogos de amor y está firmado por Judas Abrabanel, también llamado León Hebreo.

Tal vez no sabe nada Garcilaso de la vida de León Hebreo. Tal vez no sabe que fue un desterrado como él, pero una secreta simpatía lo atrae hacia su libro, lo obliga a meditarlo y a traducirlo pacientemente. Judas Abrabanel había nacido en Portugal y residió luego en España. Cuando la expulsión de 1492 pasó con su padre a Nápoles y después a Sicilia. El padre, Isaac Abrabanel, que había sido   -182-   consejero de reyes -del de Portugal, del de Aragón- escribió alguna vez un comentario a los profetas menores. Judas Abrabanel, a su vez, escribió un poema hebreo en elogio de su padre. Pero la obra que le dio nombradía fue Los diálogos de amor, escrita, posiblemente, en italiano. Ahí se juntaban en una síntesis armónica las antiguas filosofías de Atenas y de Alejandría con las enseñanzas de la Cábala. Platón quedaba como un discípulo de Moisés. Se fusionaban los mitos griegos con los judíos. El banquete de Platón se barajaba con los comentarios del Génesis. Y a través de esa interpretación, el mundo se hacía comprensible como una serie de emanaciones que iban de lo visible a lo invisible, semejantes a aquella escalera que soñó Jacob por la que subían y bajaban los ángeles. El mundo no era sino una representación del amor. León -resume Menéndez y Pelayo considera al mundo «como una objetivación del amor o de la voluntad que se revela y hace visible en infinitas apariciones y formas».

León Hebreo escribió sus diálogos en 1535. (Él prefiere decirlo en números del cómputo judío: «Tenemos, según la verdad hebrea, cinco mil y doscientas y sesenta y dos desde el principio de la creación»).   -183-   La primera edición conocida, la italiana, es de 1535. Pronto las ediciones se multiplicaron. En 1559 apareció una versión de los diálogos al francés. En 1564 al latín. En 1568 al castellano, editada en Venecia. En 1582 otra en castellano, por Micer Carlos Montesa, en Zaragoza. Sin duda Garcilaso no las conocía o no le satisficieron las anteriores y prefirió hacer una más correcta y más literal que apareció en 1590, con el extenso título que sigue: La traduzión del Indio de los Tres Diálogos de Amor de León Hebreo, hecha de Italiano en Español por Garcilasso Inga de la Vega, natural de la gran Ciudad del Cuzco, cabeza de los Reynos y Provincias del Perú, Dirigidos a la Sacra Católica Real Magestad del Rey don Felipe nuestro señor. En Madrid. En casa de Pedro Madrigal. M.D.X.C.

Garcilaso, al divulgar el sistema greco-hebreo del judío Abrabanel -síntesis del occidente y del oriente- no deja de mencionar su condición de hombre venido de un mundo nuevo, de un último occidente. Por eso llama a la suya traducción del Indio. Y al mandarle el manuscrito al rey Felipe le dice que se presenta «en nombre de la gran ciudad del Cuzco y de todo el Perú... con la pobresa deste primero, humilde y pequeño servicio, aunque para mí   -184-   muy grande, respecto el mucho tiempo y trabajo que me cuesta: porque ni la lengua italiana, en que estava, ni la española, en que la he puesto, es la mía natural, ni de escuelas pude en la puericia adquirir más que un indio nacido en medio del fuego y furor de las cruelísimas guerras civiles de su patria, entre armas y cavallos, y criado en el exercicio dellos, porque en ella no avia entonces otra cosa, hasta que passé del Perú a España»...

Ni la lengua italiana ni la española le eran naturales, dice el indio. Y piensa -sin nombrarlo- en su idioma auténtico, en el quechua de su Cuzco natal. Tampoco a Judas Abrabanel le era natural el italiano de sus diálogos, puesto que cuando quiso escribir algo entrañable, como el elogio de su padre, lo hizo en hebreo, que era el idioma de su corazón.

La traducción del indio señala un momento histórico importantísimo: el del encuentro casual de dos culturas. Por primera vez un hombre de América interviene en el mundo de las letras de Europa. E interviene con la traducción de un libro que es una síntesis de la filosofía de Grecia y de la tradición de Israel. Pero mientras vertía a León Hebreo al castellano, Garcilaso -el inca Garcilaso, Garcilasso Inga, escribía él-, tenía la imaginación atiborrada   -185-   de cosas de América. Afilaba su pluma con el libro de León Hebreo, pero ya le prometía al rey otras obras: «espero, para mayor indicio de afecto ofreceros presto otro semejante, que será la jornada que el adelantado Hernando de Soto hizo a la Florida, que hasta aora está sepultada en las tinieblas del olvido. Y con el mismo favor (divino) pretendo passar adelante a tratar sumariamente de la conquista de mi tierra, alargándome más en las costumbres, ritos y ceremonias della, y en sus antiguallas, las quales, como propio hijo, podré dezir mejor que otro que no lo sea, para gloria y honra de Dios nuestro Señor»...

La traducción del indio a León Hebreo -dice Menéndez y Pelayo- «resulta mucho más amena de estilo que las otras dos que tenemos en castellano», la anónima de Venecia y la de Montesa, de Zaragoza. Sin duda también es la más fiel y apegada al original, razón por la cual mereció los honores de ser puesta en el índice de los libros prohibidos, a pesar de todas las aprobaciones reales y eclesiásticas con que contaba la edición. «La Inquisición -agrega el mismo crítico católico- puso en su índice la traducción del Inca, pero no las demás.   -186-   Sin duda fue por algunos rasgos de cabalismo y teosofía que Montesa atenuó o suprimió».

Sin que su autor se lo hubiera propuesto, el primer trabajo de un hombre de América en España resultaba revolucionario y, en consecuencia, prohibido. Con su obra principal, los Comentarios reales, hubo de suceder lo mismo. Ricardo Rojas lo explicó en unas sintéticas frases, dignas de ser repetidas: «si es alta la jerarquía literaria de los Comentarios Reales, no es menor su importancia en la historia política de América. Para comprobarlo baste decir que el rey de España necesitó prohibir este libro en sus colonias y que San Martín propuso reeditarlo como estímulo de nuestra emancipación. Ningún otro libro colonial trascendió tanto en los tiempos ni conmovió tan hondamente los espíritus».

El inca Garcilaso murió, ya viejo, a los 75 años de edad, el 22 de abril de 1616. Fue sepultado en la catedral de Córdoba, que antes fuera mezquita de los árabes. En su extenso epitafio no se olvidan sus obras. «Comentó la Florida. Tradujo a León Hebreo; y compuso los Comentarios Reales». Y junto a los escudos de sus antepasados españoles se grabó uno nuevo que le correspondía como hombre de América, de la casa real de los incas: el llanto,   -187-   símbolo de la realeza peruana, el arco iris, unas serpientes de azur, el Sol y la Luna. Como si los viejos dioses del Perú lo siguieran acompañando en el otro mundo.

1954



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Laberinto de Fortuna

De don Álvaro de Luna nos habla Fernán Pérez de Guzmán en su Mar de Historias: «Es de saber que este condestable fué pequeño de cuerpo e de menudo rostro, pero bien compuesto de sus miembros, de buena fuerza e muy buen cabalgador, asaz diestro en las armas, e en los juegos dellas muy avisado»... Otros documentos de su época nos completan el retrato. Tenía los ojos pequeños y la mirada muy aguda; boca grande y dientes no muy buenos, dice la Crónica del Rey. Tenía amplias las ventanas de la nariz, la frente ancha; fue precozmente calvo. Sus movimientos eran rápidos. Fue siempre delgado de cuerpo, «tanto que parescía que todo era niervos e huesos», dice la Crónica de don Álvaro. La misma crónica recuerda sus miradas: «tardaba los ojos en las cosas que miraba, más que otro ome»...

Este hombre de ademanes vivos y de miradas lentas era gracioso, cortesano, un poco poeta (»trovaba e danzaba bien»), y era buen razonador, aunque de palabra no muy fluida («dubdaba un poco en la   -190-   fabla»), pero esto podía atribuirse más bien a su natural cautela, porque aunque se mostró siempre valiente era «grant disimulador, fengido e cabteloso». También fué «dado muebo a placeres». «Fué muy enamorado, e en todo tiempo guardó grand secreto a sus amores».

Así era el hombre de confianza, «el privado», de Juan II de Castilla. Sería difícil encontrar una pareja más desemejante que la del rey y el privado. El rey era alto, grueso, de rostro grande y colorado, de talante manso, bonachón, desmañado, haragán. Podían entenderse, sin embargo, porque al rey le gustaba la gente alegre e ingeniosa, y él mismo se atrevía a componer versos y «oya muy de grado los dizires rimados e conocía los vicios dellos», y sabía su poco de latín y era amigo de comentar libros y dichos e historias. El rey tenía muchas buenas cualidades aunque -apunta maliciosamente Pérez de Guzmán- de las virtudes que corresponden principalmente a los reyes «fue muy defectuoso».

Es explicable que don Álvaro de Luna se apoderara de la voluntad de este rey poltrón. Cuando el rey Juan asumió el mando, a los 16 años, don Álvaro ya frisaba en los treinta. Pero desde los 18 vivía en compañía del rey niño.

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Huérfano desde los 7 años, don Álvaro (era hijo ilegítimo del copero del rey Enrique, quien nunca se ocupó de él) fue educado por un tío suyo como caballero. Después obtuvo la protección de otro de sus parientes, don Pedro de Luna, arzobispo de Toledo. También contaba entre su parentela al papa Luna, el que se llamó Benedicto XIII y se aferró a la investidura después de ser destituido por el Concilio de Constanza. En la corte, no sólo se ganó don Álvaro la simpatía del rey sino la de las damas. Sobresalía en las justas y los torneos. Además era hombre de consejo. Los mismos infantes de Aragón, que querían disputarle la valía ante el monarca, lo respetaban y lo trataban con mucha consideración. Él era el hombre decisivo en los conflictos del rey con la nobleza. Se portó bien en la expedición a Granada. Pero a muchos los consumía la envidia al verlo triunfar siempre. Sufrían de que estuviera continuamente favorecido por el monarca y colocado en lo alto de la rueda de la Fortuna. Don Álvaro acumulaba títulos, castillos, dinero. Los enemigos le reprochaban su ambición. Su ambición cumplida, porque ellos también eran ambiciosos, pero no estaban satisfechos. Entre éstos el marqués de Santillana,   -192-   que se encarniza con él y le hace decir en el Doctrinal de privados:


Casa a casa ¡guay de mí!
e campo a campo allegué:
cosa alguna non dexé;
tanto quise cuanto vi...



Alguna vez lograban sobreponerse los nobles al rey y conseguían el alejamiento provisional de don Álvaro. Así en 1427, en 1439, en 1441. Pero don Álvaro regresaba siempre. Sus mismos amigos se preguntaban hasta cuándo le duraría la buena suerte, brujuleando la oportunidad de abandonarlo a tiempo. Una vez fueron a consultar a una bruja de Valladolid para que les pronosticara el porvenir de don Álvaro. Esa entrevista está contada por Juan de Mena en el Labyrintho de Fortuna. No importa que Juan de Mena amplifique poéticamente, copiando la Pharsalia de Lucano, la escena de magia. Juan de Mena copia casi literalmente, como si los bienes entre paisanos fueran comunes. Ambos habían nacido en Córdoba, aunque con quince siglos de distancia.

Lo cierto es que los partidarios de don Álvaro de Luna acudieron a una bruja de Castilla, la que por arte de necromancía, o por cualquier otra magia, les profetizó el destino del condestable. Eso lo atestigua   -193-   Hernán Núñez, el comentador de Juan de Mena: «Estando en la villa de Llerena oí a un hombre anciano y digno de creer, que los de la valía del condestable se aconsejaban con una maga que estaba en Valladolid, e los que seguían el partido de los infantes se aconsejaban con un religioso, fraile de la Mejorada, que es monasterio cabe la villa de Olmedo, el cual era gran nigromántico»4...

El vaticinio de la hechicera aseguraba la caída del condestable: «Será retraído del sublime trono / e aún a la fin del todo desfecho». Así lo refiere Juan de Mena en su Labyrintho; y el anciano informante de Hernán Núñez lo confirma: «Y la sobredicha maga dijo que el condestable había de ser hecho piezas...».

Los partidarios de don Álvaro no dudaron ya del próximo fin del favorito del rey, y se alejaron de   -194-   su lado. Pero pasaba el tiempo y don Álvaro seguía firme en el favor real. Cuando más, sufría algún pasajero eclipse, pero pronto retornaba. Los que se le separaran para acercarse al partido de los infantes de Aragón empezaban a arrepentirse, sospechando que habían hecho un mal negocio. Juan de Mena los compara a los camaleones que mudan de color y a los árboles muy trasplantados, que acaban por secarse. Por fin resolvieron consultar de nuevo a la bruja y reprocharle la falta de cumplimiento de la profecía. La mujer, hábil en interpretar los varios sentidos de los oráculos, contestó que (si se fijaban bien) verían que sus palabras ya se habían realizado. Ella aseguró que el condestable sería al fin deshecho. Y realmente, una estatua suya que estaba en Toledo había sido derribada y fundida. «Esto es tomado de la historia», dice Hernán Núñez. Porque el condestable había mandado hacer una estatua, o bulto, de bronce sobredorado para adornar su sepulcro en la iglesia mayor de Toledo, y en uno de los avances del infante de Aragón (don Enrique) sobre esa ciudad, la hizo derribar y fundir.

El condestable que, como ya sabemos, era poeta, dedicó unas coplas a su enemigo. Y aludiendo al   -195-   combate naval de Ponza, donde (en 1435) el infante don Enrique -junto con sus hermanos, los reyes de Aragón y Navarra- fuera vencido y preso por los genoveses, le decía:


Si flota vos combatió,
en verdad, señor infante,
mi bulto non vos prendió
cuando fuestes mareante,
porque ficiésedes nada
a una semblante figura
que estaba en mi sepultura
para mi fin ordenada...



No había razón -decía burlonamente don Álvaro- para tomar venganza de la estatua. Pero lo importante (para la bruja) era que don Álvaro hubiera sido destruido en efigie. Con eso la Fortuna quedaba satisfecha. Así razona la bruja de Valladolid en los versos de Juan de Mena: lo mismo que los leones hambrientos, cuando no encuentran presas vivas que comer se contentan con carnes muertas y frías; las constelaciones, cuando hallan algún obstáculo a su acción, descargan su enojo en alguna forma semejante.

La Fortuna, ciega, se había saciado con un simulacro, dejando a don Álvaro más firme que un roble. Ya no había que esperar un nuevo golpe. Juan   -196-   de Mena comparte, gozoso y admirado, la opinión brujeril.

«Por ende, magnífico y grand condestable, / la ciega Fortuna que había de vos fambre, / farta la dexa la forma de arambre, / de aquí en adelante vos es favorable».

Juan de Mena escribió su Labyrintho en 1444 y lo dedicó al rey Juan II. Para esa fecha el condestable estaba de vuelta de sus destierros. Se mantenía en lo alto de la rueda, como domando a la Fortuna con riendas firmes. El antiguo vaticinio quedaba explicado y desvirtuado. Por lo menos provisionalmente, porque nueve años después, en 1453, el rey mandó prender al condestable y le hizo cortar la cabeza.



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Persiles y el cartelón pintado

Theodore H. Gaster, traductor y adaptador de antiguas leyendas orientales, advierte (en el prólogo a su colección titulada Los más antiguos cuentos de la humanidad) que la forma original de muchas de las narraciones se caracteriza por un énfasis particular que podría traducirse en fórmulas semejantes a «Ved, aquí viene»... o «Atención, va a hablar»... Tales fórmulas contribuyen a aumentar el efecto dramático del relato y a mantener viva la atención de los oyentes. Pero también es posible -sugiere el prologuista- que semejante forma de expresión «date de una época más primitiva, en la cual los relatos mitológicos no eran sino el acompañamiento hablado de lo que se estaba representando en forma de pantomima. A medida que los diversos personajes subían al escenario y desplegaban la mímica adecuada, el narrador o comentador describía lo que estaban haciendo, para lo cual utilizaría sin duda el tiempo presente, por   -198-   ejemplo: «Aquí está Anat, que viene al rescate de Baal», o «Ved a Gilgamesh y a Enkidú avanzando contra el ogro Humbaba»... Este enunciado convencional -añade- persistió luego como característica de los relatos populares, mucho tiempo después de haber cesado de representarse las pantomimas originales».

Dicho tipo de narración, demostrativo y en primera persona, nos recuerda vivamente el episodio del titiritero narrado en la segunda parte de Don Quijote, donde se trata de «la libertad que dió el señor don Gaiferos a su esposa Melisendra, que estaba cautiva en España en poder de los moros»... Mientras Ginés de Pasamonte mueve los muñecos detrás del retablo, un muchacho con una varilla en la mano hacía «de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo».

-«Vean vuesas mercedes allí -decía el intérprete- cómo está jugando a las tablas don Gaiferos... Y aquel personaje que allí asoma con la corona en la cabeza y cetro en las manos, es el emperador Carlomagno... Miren vuesas mercedes también cómo el emperador vuelve las espaldas y deja despechado a don Gaiferos... Vuelvan vuesas mercedes los ojos a aquella torre»...

  -199-  

Inconscientemente el criado del titiritero repite las fórmulas del antiguo drama litúrgico, así como el mismo maese Pedro (o Ginés) es -sin saberlo- un continuador de las ya olvidadas pantomimas sagradas. La técnica de la descripción de los antiguos mitos ha pasado al mundo de los títeres, lo cual no puede sorprender a los folkloristas acostumbrados a encontrar residuos de terribles ceremonias sagradas en los juegos infantiles. Por ahora nos atenemos a lo puramente literario. A la conservación de viejas fórmulas narrativas. Frente a los muñecos, el muchacho «declarador de los misterios» del retablo, igual al antiguo declarador de los misterios, continúa una forma tradicional de narración. A veces puede dirigirse a sus propios personajes:

-«Vais en paz... -les dice a los amantes que huyen a París-. Los ojos de vuestros amigos y parientes os vean gozar en paz los días (que de Néstor sean) que os quedan de la vida»...

Cervantes pareció encariñarse alguna vez con ese estilo de narración. En Los trabajos de Persiles y Sigismunda, de pronto se dirige a sus propios personajes como si los tuviera presentes:

-«¡Oh hermosísima Auristela! -dice allí en el   -200-   capítulo XXIII de la primera parte-. ¡Detente: no te precipites a dar lugar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia (de los celos)!»

Cervantes, que es un fino burlón, suele divertirse remedando estilos ajenos. En Los trabajos de Persiles podríamos pensar que imita la parla del titiritero. Dice:

-«Veamos, pues, desmayado a Periandro»...

O bien:

-«Dejemos escribiendo a Periandro y vamos a oír lo que dice Sinforosa»...

O bien:

-«Llore, pues algún tanto más Auristela... en tanto que Claricia nos cuenta la causa de la locura de Domicio, su esposo»...

Y en medio de la descripción de una pelea:

-«Hasta aquí, de esta batalla pocos golpes de espada hemos oído, pocos instrumentos bélicos han sonado»...

Y en realidad es estilo de charlatán de plaza, pero esta vez no de titiritero sino de pregonero de cartelón pintado. Yo no sé si alguno de los infinitos glosadores de las obras cervantinas ha observado la relación que existe entre el Persiles y los cartelones con figuras. En el Persiles se relatan   -201-   extrañas aventuras en comarcas lejanas, naufragios, prisiones, amores, encuentros y desencuentros. Uno de los personajes del Persiles, el maldiciente Clodio, en medio de sus aventuras profetiza que otro de los personajes (al que llama el «bárbaro español») si llega a regresar a su patria «ha de hacer corrillos de gente, mostrando a su mujer y a sus hijos envueltos en sus pellejos, pintando la isla bárbara en un lienzo y señalando con una vara el lugar donde estuvo encerrado quince años, la mazmorra de los prisioneros y la esperanza inútil y ridícula de los bárbaros, y el incendio no pensado de la isla; bien así como hacen los que, libres de la esclavitud turquesca, con las cadenas al hombro, habiéndolas quitado de los pies, cuentan sus desventuras con lastimeras voces y humildes plegarias, en tierra de cristianos». Y eso sucede, efectivamente. En la tercera parte de la novela los peregrinos llegan a Lisboa y «allí se fueron en casa de un famoso pintor, donde ordenó Periandro que, en un lienzo grande, le pintase todos los más principales casos de su historia». Y uno de los náufragos, cuando lo acosaban a preguntas, solía contar su historia declarando las figuras.

Así el argumento de Persiles se desarrolla como   -202-   sobre un gran cartelón. Y Cervantes, que sin duda había visto por los pueblos españoles a muchos náufragos que contaban su historia, ya de vuelta «de la esclavitud turquesca», los remedó conscientemente. ¿No había sido él también algo así como un náufrago escapado de la esclavitud? ¿No habría pensado, en algún momento de miseria, salir por esas plazas, con un gran cartelón pintado y referir a los curiosos sus andanzas, sus batallas, sus prisiones, sus intentos de liberación?

1957



  -203-  
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Ventanas del libro

El escritor y sus papeles. Y todo el ser del escritor, lo que él llama mi personalidad, sumergido en el mundito del asunto que escribe, hasta que lo despierta a otra vida un moscardón o su esposa o un vendedor que pasa por la calle o un menudo repercutir de ametralladoras o un vistoso desfile de soldados.

Sobreviene el pasaje de un mundo a otro donde no se plantean los mismos problemas, donde no rigen las mismas reglas de juego. Ventanas del libro, del otro lado de las cuales el escritor deja de ser la mosca encerrada en la botella y que hasta nos permiten imaginarnos un sistema de universos concéntricos, encerrados uno en otro como esos muñecos rusos que al abrirse enseñan otro en su interior, que a su vez contiene otro, que a su vez... y así hasta casi el infinito.

¿Qué otra cosa, sino un juego de muñecos embutidos, es éste del escritor con su mundito incrustado   -204-   en el mundo? De pronto, los entes que ha creado, fantoches de su imaginación, empiezan a aburrirle, a resultarle cansadores hasta la angustia. Y el mundo de afuera a solicitarlo con sus llamadas. ¿Qué hacer? ¿Abandonar la obra empezada? ¿Interrumpirla para abrir la ventana y dejar que se cuelen aires de otro mundo?

No puedo olvidar la brusca interrupción que hace De Sanctis a su estudio sobre La Divina Comedia para contarnos una de esas llamadas del mundo exterior. «En tiempo de Tomás de Aquino»... ha escrito De Sanctis. Ha agregado unos cuantos renglones acerca de la filosofía medieval y entonces escucha afuera unos ruidos que lo arrancan de la edad media. «¡Los italianos han tomado Trieste! ¡Trieste italiana!»

El autor abandona la pluma. Baja al jardín para oír más claros los gritos. Mira las luces de Nápoles, cercana. Y antes de apoltronarse de nuevo en la cómoda y familiar edad media, siente la necesidad de contar por qué ha interrumpido su labor. Esos gritos, la salida al jardín. Y sobre todo, quiere poner una fecha que lo sitúe en el mundo: «domingo 3 de noviembre de 1918. Son las siete y media de la noche».

  -205-  

El libro puede continuarse. Pero ¡con qué claridad nos ha mostrado esa nota la doble vida que llevamos! Doble vida del escritor. Doble vida del lector que también se ve obligado a despertar del libro, solicitado por otras voces.

Pensamos en los posibles dobles fondos de la literatura si muchos autores hubieran tenido la valentía, la ingenuidad, la impertinencia de justificar ante el lector, al reanudar el trabajo, el motivo que tuvieron para interrumpirlo. De dejar una ventana abierta en el libro, por la que los dos mundos mezclen sus aires.

Siempre hay dos mundos -por lo menos- en un libro. Lope de Vega, embarcado en la vencida Armada invencible, cerraba los ojos a la época de Felipe II para rimar amores de paladines del tiempo de Carlomagno. En la segunda parte de La Filomena, nos descubre este barajar de tiempos:


Allí canté de Angélica y Medoro
desde el Catay a España la venida,
sin que los ecos del metal sonoro
y de las armas el furioso estruendo
perturbasen mi Euterpe...



Ahora lamentamos esa falta de atención a los ruidos exteriores y estimaríamos más unas referencias a la entonces presente navegación.

  -206-  

Nos resulta lindo el gesto del escritor que se levanta a abrir sus ventanas, aunque lo haga con tanta ingenuidad como aquel «grave y muy sabio Bevoriskius» -recordado por Laurence Sterne en el Viaje sentimental-, que detuvo el curso de sus Comentarios sobre las generaciones de Adán para observar los amores de una pareja de gorriones: «Ello es que el gorrión macho, en el tiempo que me hubiera bastado para completar la nota anterior, me ha interrumpido reiterando sus caricias veintitrés veces y media». Lo que obligó al sabio a esta enternecedora reflexión: «¡Oh, cuán benigno es el cielo para sus criaturas!»

El escritor y su ventana. Podemos hasta burlarnos, pero ¡cómo agradecemos los lectores, desde lo más íntimo, esta existencia de ventanas en los libros!

1937



  -207-  
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Juan Luis Vives, preceptor del príncipe

En 1539 Juan Luis Vives escribió unos Diálogos destinados a la enseñanza del latín. «Para el conocimiento de la lengua latina escribí estos primeros ejercicios, que espero sean provechosos a la niñez, y me pareció que debía dedicártelos a ti, príncipe dócil y grande esperanza, y ello por ti y por la benevolencia que me mostró siempre tu padre, que educa tu ánimo excelentemente en las rectas costumbres de España, que es la patria mía, cuya conservación estará mañana fiada a tu probidad y sabiduría».

El príncipe era Felipe, el hijo del emperador Carlos V. Felipe -que aún no acompañaba su nombre con ningún número de orden- tenía entonces 12 años y ya había iniciado sus estudios bajo la dirección de Juan Martínez Silíceo. Parecía un muchacho vivaz, curioso de muchas cosas, pálido, rubio, bien proporcionado, de mentón saliente. Abría sobre el mundo sus grandes ojos azules.

  -208-  

Juan Luis Vives no era aún viejo. No llegaba a la cincuentena. Pero ya veía todo con cierto desgano, cansado, como hombre enfermizo al que la muerte reservaba para el año próximo. La gota le atenaceaba las carnes y él la soportaba resignado, con un humor filosófico, bromeando acerca de sus dolores.

-¿Qué hace nuestro Vives? -pregunta alguien en uno de sus diálogos.

-Dicen que lucha...

-¿Con quién?

-Con su mal de gota.

-¡Oh, luchador traidor, que primero tira a los pies!

Sus ojos habían conocido los libros, las ciudades, las cortes de los reyes... Ahora, en los Diálogos, prefiere evocar los juegos de la niñez, las rondas, la pereza del levantarse para ir a la escuela, los paseos, las comidas escolares, las charlas pueriles... Todo el mundo íntimo de aquel tiempo sobrevive en los Diálogos.

Vives se complace en hacer pasear unos personajes por su ciudad natal. Desde la populosa Brujas, donde escribe, la lejana Valencia se le ilumina en el recuerdo.

  -209-  

-Vamos, pues, por acá, por San Juan del Hospital a la calle del Mar.

-Veremos de paso hermosos rostros.

-... ¿Quieres, por ventura, que vayamos calle derecha por la plaza de la Higuera y de Santa Tecla?

-No, sino por la calle de la Taberna del Gallo, porque allí quiero ver la casa donde nació mi amigo Vives; porque según oí decir, está al bajar a lo último de la calle, a la izquierda...

La calle de la Taberna del Gallo se colorea en la distancia. Vives ha conocido muchas ciudades: París, Brujas, Lovaina, Londres... Ha conocido las cortes de los reyes. Ha tratado no sólo al César Augusto Carlos, sino a Enrique VIII, el obeso rey de los ingleses, y a Catalina de Aragón, y a la princesa María, hija de ambos. La princesa María debe tener ya 23 años. Está en edad de casarse. Alguien la destina para esposa del mismo emperador Don Carlos. Pero Vives, el preceptor, no ha de conocer lo que le tiene deparado el destino. María no se casará con el emperador. No se casará aún, sino mucho después, ya cuarentona y fea, con el hijo del emperador. Será la segunda mujer de Felipe II. Antonio Moro la pintará muy adornada de perlas,   -210-   con una flor en una mano y los guantes en la otra. La frente alta, los cabellos tirantes, los labios finos, la nariz un poco ancha y tal vez rubicunda... Pera Juan Luis Vives no sabe nada de todo esto. Él conoció a la pequeña María. Él dedica sus diálogos latinos al pequeño Felipe. Lo demás son cosas del destino.

Juan Luis Vives es un humanista. Ha dado a las prensas montones de obras filosóficas, didácticas, morales, religiosas. Pero no es un erudito de esos secos que nunca levantan la nariz del montón de papelotes. Vives cree, es cierto, que con las nuevas ideas de los hombres nuevos, propagadas por ese nuevo invento que es la imprenta, puede producirse una revolución en el mundo. Los libros acabarán con la locura humana. Con las supersticiones, con las guerras, con las injusticias... Él cree en la fuerza de la palabra hablada y de la letra impresa. Pero también sabe mirar al mundo y deleitarse con los sentidos. Le gustan las fiestas populares y el maravilloso espectáculo de la naturaleza.

-¡Oh, Creador de tanta hermosura, admirable y digno de ser adorado!

Así agradece a Dios en uno de sus diálogos. Y luego explica:

  -211-  

-Con razón se llama esta obra «Mundus», y los griegos la llaman «Cosmos», como si dijéramos adornado y pulido.

Él se deleita mirando y oyendo. Y aun cantando. ¿No es él el que cantaba hace poco en la ronda de Brujas? ¡Qué bien se mete él entre las aglomeraciones de gente! Los otros humanistas, fuera de sus librotes, parecen pescados fuera del agua. El mismo Erasmo, su amigo, no sabe qué hacer si lo arrancan de sus libros o del trato de otros humanistas. Apenas tolera la proximidad de la gente del pueblo.

-Últimamente, cuando mi viaje de Italia a Inglaterra -escribe Erasmo a su amigo Tomás Moro-, por no perder el tiempo en conversaciones triviales e insípidas los ratos que había de pasar cabalgando, resolví enfrascarme...

Y de ese enfrascamiento nació el Elogio de la locura, una obra magnífica, es cierto. Pero también son buenas las charlas del camino. Erasmo no lo sabía. Estaba cerrado para el espectáculo del mundo. «Todo lo que no era bibliografía, le pasaba inadvertido, dice Stefan Zweig en la biografía de Erasmo; no tenía ojos para la pintura ni oídos para la música. No se interesaba por las obras de un Leonardo, de un Rafael, de un Miguel Ángel, y   -212-   consideraba una extravagancia condenable el entusiasmo de los papas por las artes...» Juan Luis Vives no. Él se deleitaba con ver y con oír. Cantaba canciones en las fiestas populares. Y no se encerraba ante las charlas del pueblo. Al contrario. No ignoraba que todo ese mundo oscuro de obreros y artesanos que los días de fiesta bailoteaban en las «kermeses» podía enseñarle muchas cosas a un humanista.

Para lo que Juan Luis Vives guardaba su antipatía era para la nobleza.

-La loca nobleza -dice.

O bien:

-El vulgo de nuestra nobleza...

Y esto en unos diálogos destinados a que un príncipe haga ejercicios de latín.

Porque Vives no puede tolerar la infatuación de esos personajones que apenas saben firmar y están muy orgullosos y pagados de su ignorancia, «como si por ser nobles no hubiesen de ser hombres».

-¿Cómo son vulgo si son nobles? -pregunta alguien-. ¿Por ventura no hay grande diferencia entre vulgo y nobleza?

Y otro contesta:

-Porque el vulgo no se diferencia por los vestidos   -213-   y riquezas, sino por el buen modo de vivir y entero y cabal juicio de las cosas.

En otro diálogo aparece el mismo príncipe niño, Filipo, tironeado por las encontradas influencias de dos consejeros. ¿Para qué sacrificarse estudiando, abandonando las diversiones propias de la juventud y de la nobleza, sometiéndose como un esclavo a los maestros y preceptores? -le insinúa Moróbulo, el mal consejero.

-¿Por ventura vuestro padre, Filipo, y el rey de Francia, y otros reyes insignes y príncipes, no rigen sus reinos y los mantienen bajo su obediencia sin haber estudiado?...

Después de esta peligrosa pregunta, Sofóbulo, el buen consejero, debe hacer milagros de dialéctica para apartar a Filipo del mal camino.

Pero cuando el diálogo se vuelve dramático es al tratar de la educación. Dos jóvenes nobles -Grinferantes y Gorcopas-, llenos de humos y de suficiencia, se llegan al maestro Flexíbulo para que perfeccione su educación. La caricatura de los nobles es enconada, punzante. Como el maestro lo trata a uno de hijo y amigo, el otro le llama la atención por esa falta de respeto.

  -214-  

-¿Pues qué? ¿Tú quieres ser señor de todos y amigo de ninguno? -le pregunta el maestro.

¿Y de dónde le viene todo ese orgullo? Flexíbulo, soslayando el enojo de sus interlocutores, haciéndose el ingenuo con cierta socarronería socrática, va conduciendo el diálogo. ¿Es porque saben que han nacido de buenos padres? ¿Pero qué cosa es ser bueno? ¿Es bueno el que reúne éstas y éstas virtudes? ¿No contribuyen a la bondad la prudencia, el juicio, la cordura, el conocimiento, la religión, el amor a los amigos y a la patria, la justicia, la templanza, la liberalidad, el valor en las adversidades? ¿Qué tienen de todo eso ellos y los otros nobles? Sin embargo, ésos son los bienes del hombre. Porque las riquezas y los buenos modales y la práctica de las cortesías y de los deportes son cosas exteriores.

Los jóvenes nobles van templando sus iras. Sus manos, que habían estado a punto de empuñar las espadas -(«¿Dices tú que mis padres no han sido buenos?»)- ahora caen, inútiles. Grinferantes empieza a comprender. El otro noble, Gorcopas, se calla, sumido en una incomprensión irremediable. Pero el maestro ya se dirige sólo al primero:

-Recapacita en tu interior si tienes estas cosas,   -215-   y si las tienes, cuán pocas, y ésas, cuán escasamente... No hay en el pueblo quien tenga menos que tú. Porque en la plebe...

Y Grinferantes está a punto de abismarse en una confusión más honda. ¿No lo han enviado a ese maestro para adquirir modales que lo diferencien, precisamente, de la plebe?

«-Porque en la plebe -dice el maestro- unos son ancianos que vieron y oyeron muchas cosas y tienen mucha experiencia de ellas; otros, aficionados a estudiar, que avivan y pulen el ingenio, aprendiendo; otros emprenden el gobierno de la república...; otros son vigilantes padres de familia; otros profesan otras artes y son excelentes en ellas; también los mismos labradores ¡cuántas cosas alcanzan de las recónditas de la naturaleza! Los marineros también entienden los cursos de los días y las noches, la naturaleza de los vientos, la situación de las tierras y el mar; otros de la plebe son varones santos y píos, que honran y veneran a Dios piadosamente... ¿Qué sabes tú de estas cosas? ¿Qué ejercitas? ¿Qué haces? Nada, en verdad, excepto aquello: hijo soy de buenos padres. ¿Cómo puedes ser mejor tú que aún no eres bueno? Ni tu padre, ni tus abuelos ni bisabuelos fueron buenos   -216-   si no tuvieron estas cosas que he dicho, las cuales, si las han tenido, tú lo averiguarás; yo mucho lo dudo; mas si las tuvieran, tú, sin duda, no serás bueno si no los imitas».

Grinferantes siente como que la verdad naciera en su cerebro. ¡Arte socrático el de este maestro! Comprende que se inicia su conversión, pero todavía no tiene palabras para expresarse:

-Por cierto, me has amedrentado y corrido; no hallo cosa que aún pueda decir contra eso.

El otro noble no entiende nada:

-Ninguna de estas cosas he entendido; todo me has ofuscado.

Juan Luis Vives parece sonreír detrás de los personajes que dialogan. Él ha conocido muchos nobles. Ha visitado las cortes de los reyes. También ha tratado mucha gente del pueblo, artesanos, plebeyos, que se divierten y canturrean en las «kermeses». Él sabe en qué consiste la verdadera nobleza. Por eso habla así por boca de Flexíbulo, en unos diálogos que parecen inofensivos ejercicios de lengua latina destinados a la educación de un príncipe. ¿No dice así la dedicatoria? «A Felipe, hijo del César Augusto Carlos y heredero de su grande entendimiento».

1941



  -217-  
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El placer de disparatar

En las representaciones dramáticas del siglo XVI, en España, los cómicos solían recitar para deleite y algazara del público una retahíla de versos disparatados que comenzaba:


Anoche, de madrugada,
ya después de mediodía...



Eran los «disparates de Juan de la Encina». O, para ser más preciso, los «Disparates trobados» que Juan de la Encina había incluido en su Cancionero, impreso en Salamanca en 1496. Desde entonces Juan de la Encina quedó como fabuloso apadrinador de todo absurdo y de toda incongruencia. Aun de los que se pronunciaran involuntariamente. Y su nombre pasó a los refranes: -«Ésos son disparates de Juan de la Encina».

Pero el poeta había disparatado por su gusto, por puro deleite de disparatar. Porque así como existe la satisfacción de pensar con lógica, existe -no diremos si más intensa o más pura- una satisfacción   -218-   contraria, la de evadirse de los carriles de la lógica. No fue, por cierto, Juan de la Encina el único disparatador. Los cantores populares después de enternecer a sus oyentes con historias de amor o de batallas, los alegraban con disparates. Los pliegos sueltos que recoge la literatura popular del siglo de oro de nuestra lengua reflejan esa afición a versificar sin sentido. Disparates muy graciosos y de muchas suertes nuevamente hechos, se titula, promisoriamente, uno de esos folletos. El tono de los versos es el siguiente:


Caminando un viernes santo
vigilia de Navidad
topé a Burgos la ciudad
haciendo muy grande llanto,
y van debaxo de un manto
Huete y miércoles corvillo
y vi un gigante y un grillo
haciendo gran penitencia
vi la vera de Plazencia
velando allí en Monserrate...



El disparate continúa con una arbitrariedad absoluta, gozosa, estimulado por la necesidad del consonante. La verborragia desenfrenada a ratos nos da la visión de un mundo absurdo, como hecho de nuevo. La realidad se disgrega y se reconstruye. Y vuelta del caos surge una nueva creación, casi poética:

  -219-  

Y vi cenar por su escote
un gallo en un bodegón
y topé una procesión
de infinitos renacuajos
vi quejarse los atajos
porque a priesa los pisaban...



A ratos el anacronismo refuerza el disparate:


Vi al valiente Scipión
almorzar él y su espada
la lengua que estaba asada
del prudente Cicerón
en la venta de Tablada...5



Muchos autores, persiguiendo eficacia cómica, cultivaron el anacronismo. El correctísimo don Tomás de Iriarte, autor de las Fábulas Literarias, en plena sensatez del siglo XVIII, se divirtió ensartando anacronismos en sus bien peinadas quintillas:



En la Historia de Mariana,
refiere Virgilio un cuento
de una ninfa de Diana
que, por ser mala cristiana,
fue metida en un convento.

Salió Scipión Africano
a impugnar esta opinión,
publicando en castellano
una gran disertación
sobre el Caballo Troyano.



  -220-  

Abunda la literatura castellana de España y América en semejantes versadas anacrónicas. Pero disparatar al modo de don Tomás de Iriarte es disparatar a rienda corta. Muestra de disparate desenfrenado es una glosa de Juan Rafael Allende, poeta chileno del siglo pasado, que cultivó el estilo popular:


Rezando el rosario estaba
con Napoleón un caníbal
cuando llegó don Aníbal
a caballo en una pava.
A ese mismo tiempo entraba
la torre de los bomberos
que principió a hacer pucheros
porque vio al doctor Caballo
tomarle el pulso a un zapallo
y estaba frito y en cueros6.



Así como unos se divierten disparatando con la historia, otros prefieren disparatar con la geografía. Aquéllos barajan tiempos; éstos, lugares. Los pliegos sueltos conservan los versos del aquel pobre Gaspar de la Cintera, «privado de la vista», que para ilusionar su pobreza canta el inventario de sus bienes supuestos, desparramados por todo el mundo:

  -221-  

Una gorguera polida
tengo allí dentro en Valencia
y en la ciudad de Plasencia
una saya guarnecida
y una camisa tejida
tengo en Córdoba la llana
y apretador en Triana
y el peine dentro en Turquía...



Esta alegre manera de tener y no tener, tan propia de poetas, da tema a muchos versos. La volvemos a encontrar en un aparato de guerra que hizo Montoro, como reza el pliego suelto, que dice:


Caballo tengo en Granada
y en Egypto está la silla...



Y en el romance que llaman «Yo gruñir, él regañar», incluido en la colección de Solalinde:


Me mandó hacer unas sopas,
lo necesario faltó:
el agua estaba en Jarama,
y el puchero en Alcorcón,
el aceite en el Alcarria,
y los ajos en Chinchón...7



La locuacidad desatada suele prorrumpir en balbuceos sin sentido, fruiciones verbales que se manifiestan en los estribillos silábicos de algunas canciones populares, en las palabras en libertad de algunas poesías modernas o en las «jitanjáforas»,   -222-   cuya etimología intentó explicar Alfonso Reyes a su Ángel de la Guarda8. Pero esos silabeos no siempre comportan disparates propiamente dichos. El clásico placer de disparatar es más voluntario, aunque a veces se presente como pudoroso de su libertad y se busque pretextos que lo reconcilien con la lógica y aun que lo vuelvan moralizante.

Así, cuando se dedica a pintar el mundo al revés: -¡Todo anda cabeza abajo en este tiempo! -proclama, prudente, el disparatador. (Es claro que este tiempo es cualquier tiempo, es el tiempo de cada poeta...) Pero una vez afirmada aquella premisa de que todo está trastrocado ya se justifica la gozosa descripción de un mundo absurdo. He aquí unos versos recogidos por Juan Alfonso Carrizo en tierras de Catamarca:


¿Quién ha visto a lo moderno
pintar el mundo al revés,
el zorro correr al perro
y el ladrón por tras del juez?
Las patas van para arriba,
con la boca va pisando,
y el fuego al agua apagando
el ciego enseñando letras,
los bueyes en la carreta
y el picador va tirando9.



  -223-  

Resulta curioso oír en una poesía de Rubén Darío -«Agencia», en El canto errante- el eco moderno y culto de las viejas y populares descripciones del mundo al revés:


¿Qué hay de nuevo?... Tiembla la tierra.
En la Haya incuba la guerra...
... China se corta la coleta.
Henry de Rothschild es poeta...



Pero pronto se cae en la cuenta de que estas aproximaciones son explicables y que al dirigirnos a cualquiera de los cuatro puntos cardinales del idioma -a lo culto, lo popular, lo moderno o lo antiguo- encontraremos en alguna parte esa tendencia a disfrutar el placer de lo absurdo, lo grotesco, lo incongruente. Ya Jorge Manrique, el mismo solemne y medioeval Jorge Manrique de las coplas por la muerte de su padre, disparató gustoso en Un convite que hizo a su madrastra, doña Elvira de Castañeda, en el que:


La fiesta ya fenecida
entrará luego una dueña
con una hacha encendida
de aquellas de partir leña,
con dos velas sin pabilos,
echas de cera de orejas;
las pestañas y las cejas
bien cocidas con dos hilos.



  -224-  

Jorge Manrique no se llevaba bien con su madrastra. Por eso le aderezó, en coplas, una fiesta disparatada. A veces, la alegría de disparatar se mezcla con sentimientos menos puros. Se disparata para ofender. También suele disfrazarse de disparate el odio político. Dos ejemplos nos bastarán, para no alargar demasiado esta casi antología del disparate. Ahí va una copla de los gaceteros federales de 1839:


Tocando la lira Orfeo
del otro lado del Yi
entonaba un yaraví
Rivadavia el filisteo...10



Y esta otra, cantada del lado unitario, en contra del fraile Aldao:


Montado en un elefante
iba un fraile renegón,
por el salchichín,
por el salchichón.
¡Y pegó una costalada!
Se le reventó el cordón.
Diga usted que sí
si él dice que no11.



  -225-  

Pero esto ya no es disparate limpio, sino contaminado de encono. Un disparate que en el pecado lleva la penitencia y no depara al disparatador todo el alegre placer de disparatar.



  -226-     -227-  
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Disparates criollos y españoles

Al cancionero criollo le gusta disparatar con sorna y socarronería:


Del buche de una gallina
salió una perdiz corriendo
y si no lo quieren creer
un ciego lo estaba viendo12.



Estos ciegos de las coplas disparatadas son los encargados de ver todas las cosas imposibles. Porque hay ciegos de copla, como hay coplas de ciego.


En la puerta de un sordo
cantaba un mudo,
y un ciego lo miraba
con disimulo.



¿Y las cosas que pasan en el fondo de la mar?


En el fondo de la mar
suspiraba una gaviota,
y en el suspiro decía:
«echale sebo a las botas».



  -228-  

Ese fondo de la mar -suspiradero de toda clase de animales- es lugar común y ripio consentido para cualquier último verso, que es el que vale.

Algunas coplas disparatadas desglosan visiones del mundo al revés:


Las palomas en la cueva,
los quirquinchos a volar,
los perros a poner huevos,
las gallinas a toriar.



O plantean simples imposibilidades grotescas:



Yo vide segar a un zorro,
a un gallo juntar espigas,
a una gallina trillar,
creamé que no es mentira.

A la orilla de la mar
estaba un sapo en cuclillas
con la navaja en la mano,
haciéndose las patillas.

Bailando un gato estaba,
me mordió un piojo,
le pegué una trompada,
le saqué un ojo.

Una pulga saltando
quebró un ladrillo,
pero un piojo enojado
sacó el cuchillo.

Mañana me voy pal monte
en un sapo redomón...



  -229-  

Tal vez coincidiera cierta afición indígena con esta clase de humorismo en el que los animales regionales toman una participación tan principal. Ricardo Rojas en Los gauchescos cita una copla de este tipo oída a un cantor de Santiago del Estero, pero en quichua. Su traducción aproximada sería:


Ayer tarde yo salí,
un zorrino cabalgando,
riendas de lazo del monte,
silla de corteza de árbol.



Pero de cualquier raza que sea el cantor, no deja de gozar una felicidad elemental en esa imaginación de un mundo grotesco. El disparatador saca las cosas de sus casillas, las libera de toda ordenación preestablecida. Podríamos creer que intenta para su deleite barajar de nuevo las figuras del naipe del mundo.

De ahí que subsistan, y se aferren a la memoria, coplas tan disparatadas como la siguiente, en la que, para mayor disparate, hasta la rima queda burlada:


De las aves que vuelan
me gusta el chancho;
de las frutos silvestres,
las empanadas.



Ya viejos dicharachos españoles esbozaban breves borradores de esta copla disparatadísima. «De   -230-   las aves que vuelan, el cebón, el cerdo, el cochino», dico uno. Y otro: «De los pescados, el carnero»13. Y otro, disfrazado con una prudencia socarrona: «Ave por ave, el carnero si volase»14. Quevedo mismo -¿cuándo no?- disparató sobre estos disparates en La visita de los chistes, parodiando a su modo un refrán popular que debió ser el modelo cuerdo de todos los disparates posteriores:


De los pescados, el mero;
de las carnes, el carnero;
de las aves, la perdiz;
de las damas, la Beatriz15.



En la copla simplota se ensañó la caterva de los disparatadores. A sus preferencias elementales, sin segunda intención, sobrepuso preferencias absurdas que desmoronaban toda realidad. A veces se adivina en el disparatador algo como una gozosa fruición de lo imposible:


Dame un racimo de uvas
de tus higueras.
Cuando yo plante viñas
te daré brevas.



  -231-  

También las coplas disparatan prometiendo un pensamiento o una narración que no cumplen:



Todas las mañanitas
del mes de enero
amanecen las uñas
sobre los dedos.

Todos los que se casan
en días jueves,
vivirán muchos años
si no se mueren.



Crean una expectativa y la desengañan. Parecen complacerse en parodiar el estilo sentencioso y aun el profético y en esto se asemejan a muchas profecías burlescas como las pantagruelinas de Rabelais, las de Quevedo y las proverbiales de Pero Grullo que el mismo Quevedo recuerda en La visita de los chistes:


Muchas cosas nos dejaron
las antiguas profecías:
dijeron que en nuestros días
será lo que Dios quisiere.



El coplero criollo gusta amagar con un relato que nunca llega:


Señores, escuchenmén:
tuve una vez un potrillo
que de un lao era tordillo,
y del otro lao también.



  -232-  

Jorge Luis Borges, en un ensayo sobre la índole de los criollos16, sostiene que este chasco al oyente es una característica de nuestra poesía popular. «El andaluz alcanza la jocosería -dice- mediante el puro disparate y la hipérbole; el criollo la recaba, desquebrajando una espectación, prometiendo al oyente una continuidad que infringe de golpe». Y da como ejemplo la última de las coplas transcriptas y también estas otras:



A orillas de un arroyito
vide dos toros bebiendo.
Uno era coloradito
y el otro... salió corriendo.

Cuando la perdiz canta,
ñublado viene;
no hay mejor señal de agua
que cuando llueve.



Es evidente que se aviene bien con la socarronería criolla el suscitar una curiosidad para defraudarla. Sarmiento en París -él mismo lo cuenta en sus cartas de viaje- se fingía muy interesado en la grieta de una pared o en cualquier detalle de un edificio, para reunir a sus espaldas un grupo considerable de abribocas. Después se marchaba, preguntándose con una incredulidad muy fundada:

  -233-  

-¿Y es éste el pueblo que ha hecho las revoluciones de 1789 y 1830?

Pero ese placer de crear expectativas y matarlas de puro insatisfechas nos viene de lejos. Los clásicos del siglo de oro se divertían con lo mismo. Góngora usó este chiste al principio del romance de don Gaiferos:


Desde Sansueña a París
dijo un medidor de tierras
que no había un paso más
que de París a Sansueña.



Baltasar de Alcázar desplegó igual ilusionismo en un soneto:


Yo acuerdo revelaros un secreto
en un soneto, Inés, bella enemiga:
mas por buen orden que yo en éste siga
no podrá ser en el primer cuarteto.



Es claro que al final el soneto no revelaba nada y se quedaba tan vacío como el de Lope de Vega a Violante y otros parecidos. Y el mismo Lope -en los sonetos atribuidos al Licenciado Tomé de Burguillos- insistió en semejante prestidigitación, quitándole de pronto a la fantasía los cimientos de sus edificios, como si se complaciera en romper por puro gusto el cántaro de la lechera. Así en aquel   -234-   donde describe un monte sin saber qué ni para qué, cuyo último terceto reza, desengañadoramente:


Y en este monte y líquida laguna
para decir verdad, como hombre honrado,
jamás me sucedió cosa ninguna.



Criollos y españoles practicaron esos falsos adelantos a la imaginación, que luego negaban. Disimularon la nada con aspavientos, artimaña de valentones y jugadores. Es cierto que los nuestros prefirieron hacerlo de una manera más agachada y sobradora y los de España con énfasis, como aquel valentón del disparate cervantino que, después de balandronar ante el túmulo de Felipe II, en Sevilla:


Caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.



Pues ese no hubo nada, que nos desvanece de pronto toda fantasmagoría, es lo que nos están diciendo finalmente todos los disparates. Al tender y destender sus falsos telones sobre el mundo nos aleccionan sobre la nada última de las cosas. Y no hubo nada. Como si ellos también -¿quién lo iba a sospechar?- tuvieran en su sinrazón una oculta moraleja ascética.

1941



  -235-  
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Cide Hamete Benengeli

¿Parecerá exageración si decimos que el narrador de las aventuras de don Quijote, antes de dar con Cide Hamete, anda como perdido e inseguro de su relato? Su prosa se llena de frases dubitativas: «quiere decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia entre los autores que deste caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se da a entender que se llamaba Quijana»; «y fue a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo estuvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo»... (Cap. I); «y puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora»... (III); y le dijo: Señor Quijada (que así se debía de llamar)... (V). Cuando el famoso escrutinio «se cree que fueron al fuego... La Carolea y León de España... que sin duda debían estar»... (VII).

  -236-  

Aun el hilo de la narración se le enmaraña y Cervantes no sabe por dónde ha de continuar. Carece de un orden cronológico: «Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fué la del Puerto Lápice, otros dicen que la de los molinos de viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre...»(II).

Tan dudosos y fragmentarios se muestran los textos que sigue Cervantes -él se llama a sí mismo el segundo autor (VIII)- que de pronto deja suspendida la batalla entre don Quijote y el vizcaíno «disculpándose que no halló más escrito».

Algo semejante le había sucedido con la Historia de Belianís de Grecia a Jerónimo Fernández por culpa del sabio Fristón, presunto historiador: «más el sabio Fristón pasando de Grecia en Nubia, juró había perdido la historia, y así, la tornó a buscar. Yo -dice Fernández- le he esperado, y no viene; y suplir yo con fingimientos a historia tan estimada sería agravio; y así, la dejaré en esta parte, dando licencia a cualquiera a cuyo poder viniere la otra parte la ponga junto con esta, porque yo quedo con   -237-   harta pena y deseo de verla». (V. Nota de Clemencín, reproducida por Francisco Rodríguez Marín en su edición anotada del Quijote).

A don Quijote le encantaba ese misterio de la aventura de Belianís tan repentinamente interrumpida, «y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pié de la letra como allí se promete»...

A Cervantes -recuerdo de Belianís- también se le interrumpen las hazañas del hidalgo. Pero, más feliz que Jerónimo Fernández, puede retomar el extraviado hilo de la historia. Él no había desesperado de encontrar la continuación de las aventuras de su caballero. «No podía inclinarme a creer que tan gallarda historia hubiese quedado manca y estropeada»... Además, sospechaba que, ya que entre los libros del manchego se citaban algunos de reciente aparición, «su historia debía de ser moderna» y aun la recordarían los vecinos de su aldea... En medio de tales deducciones la fortuna lo favoreció. Ya se sabe: estaba don Miguel en el Alcaná de Toledo y «llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero»; curioseó Cervantes la escritura, que estaba en caracteres arábigos; y como pasara un morisco aljamiado   -238-   le pidió que los descifrase. A los pocos renglones de lectura el morisco estalló en carcajadas.

-¿De qué se ríe?

-De una anotación puesta en el margen.

-¿Qué dice?

Y el otro, sin dejar de reírse, descifró:

-«Esta Dulcinea del Toboso tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha».

Ahí supo Cervantes de qué trataban los papeles. Su título, trasladado, decía: Historia de Don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Los compró por medio real, aunque con tal alegría que hubiera pagado hasta seis, y le pidió al morisco que los tradujera, a cualquier precio. Se conformó el hombre con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo.

-«Yo -dice Cervantes-, por facilitar más el negocio y por no dejar de mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa donde en poco más de mes y medio la tradujo toda del mismo modo que aquí se refiere».

Desde este providencial encuentro con Cide Hamete ya parece más seguro don Miguel. Ha creado   -239-   al autor de su obra. Ahora la narración se puede apoyar a cada rato -y sobre todo en los principios de capítulo- en una autoridad. «Cuenta Cide Hamete Benengeli»... «Dice la historia»...

La necesidad de ajustarse a lo verdadero, típica del espíritu y la literatura española, queda en apariencia satisfecha. De la misma manera Gonzalo de Berceo justifica sus relatos piadosos con la repetida mención de sus fuentes: «Como diz la lección»... «Dizlo la escriptura»... «Diz el cartelario»... Berceo se excusa de no escribir el nombre de la madre de Santo Domingo de Silos con la deficiencia del texto que traduce: «Como non fué escripto non lo devinaría»... Si no sabe en qué monasterio vivía el monje del «Milagro II», explica: «El logar non lo leo, decir no lo sabría»... O al hablar del ladrón devoto del «Milagro IV»: «Si facía otros males, esto non lo leemos - sería mal condempnarlo por lo que non sabemos».

Con una buena historia en que apoyarse, no queda nada librado a la peligrosa imaginación. Don Quijote tiene en Cide Hamete su fiel -o infiel y mahomético- historiador. Un morisco aljamiado ha puesto sus papeles en castellano en casa de Cervantes. ¿Pero entonces -acaba uno por preguntarse-   -240-   quién diablo es este Cervantes que se mete en la obra hablando en primera persona y que no es autor, ni traductor, ni nada?

Supongamos, para no expulsarlo del libro, que el tal Cervantes ha retocado la mala prosa del morisco, a quien por un poco de trigo y unas pasas no era justo pedirle excelencias de estilo.

Pero Cervantes se permite además asumir un tono crítico ante el texto de Cide Hamete. Si su autor es arábigo -dice- es muy posible que sea mentiroso y que por simple odio a los cristianos haya tratado mal a su héroe: «Y así me parece a mí, pues cuando pudiera y debiera extender la pluma en las alabanzas de tan buen caballero, parece que de industria las pasa en silencio».

No hay duda de que si Cide Hamete no mira con simpatía a don Quijote, tampoco Cervantes mira con buenos ojos a Cide Hamete. Desde el primer encuentro lo insulta. Después de teorizar sobre cómo deben escribirse las historias (IX), asegura Cervantes que si en ésta de don Quijote faltara algo bueno «fué por culpa del galgo de su autor, antes que por falta del sujeto».

La historia de don Quijote nos llega a través de varios planos de la realidad. Tiene un traductor barato,   -241-   un autor que malquiere a su personaje y un supervisor que desconfía del autor y lo maltrata.

Cervantes se divierte con estas tramoyas por entre las cuales puede aparecer y desaparecer a su antojo. Escribe el libro y esconde la mano y toda la persona. En Los trabajos de Persiles y Sigismunda insiste en la misma treta. Supone un autor de la obra y él se finge traductor. «Parece que el autor desta historia -dice en el Persiles- sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta todo en una definición de celos, ocasionados en los que demostró tener Auristela...; pero en esta traducción, que lo es, se quita por prolija, y por cosa en muchas partes referida y ventilada, se viene a la verdad del caso»... Y en el capítulo siguiente nos coloca en la intimidad del autor, en el laboratorio de sus escritos, poniéndonos casi bajo los ojos sus manuscritos llenos de enmiendas y de tachaduras: «Parece que el volcar de la nave volcó, o por mejor decir, turbó el juicio del autor desta historia, porque a este segundo capítulo le dió cuatro o cinco principios, casi como dudando qué fin en él tomaría».

Cide Hamete, el del Quijote, no padece tales   -242-   titubeos. Ni lo aquejan ribetes de enamorado (a lo que sabemos) ni se le turba el juicio. Cervantes, a pesar de los recelos del primer momento, tiene fe en su sabiduría. «Cuenta el sabio Cide Hamete Benengeli»... dice ya al comienzo del capítulo XV. En el XVI, a propósito del arriero que esperaba a Maritornes en la venta, conocemos más pormenores del sabio historiador: el arriero «era uno de los ricos arrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste arriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era algo pariente suyo». Cervantes agradece a Cide Hamete la abundancia de pequeñas noticias. Eso es lo que lo coloca por encima de los otros historiadores. «Fuera de que Cide Hamete fué historiador muy curioso y muy puntual en todas las cosas, y échese bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas y rateras no las quiso pasar en silencio, de donde podrán tomar ejemplo los historiadores graves, que nos cuentan las acciones tan corta y suscintamente que apenas nos llegan a los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia o ignorancia lo más sustancial de la obra».

Bien sabe Cervantes que las historias suelen ser   -243-   mentirosas, más que por lo que falsean abiertamente, por lo que se dejan en el tintero. Don Quijote ha podido creer que sus héroes pasaban la vida ayunando, porque en las historias que ha leído «aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso, y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se lo pasaban en flores» (X).

Esto, dicho con excepción de la Historia del famoso caballero Tirante el Blanco, traducida del Tirant lo Blanch catalán, de la cual dijo el cura «que por su estilo, este es el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros deste género carecen» (VI).

Pero ¿cómo discernir entre lo que merece y lo que no merece referirse?

Don Quijote opina que la aventura de los batanes «no es digna de contarse» (XX). Elogia a Homero y a Virgilio porque mostraron a sus héroes «no pintándolos ni describiéndolos como ellos fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes» (XXV).

  -244-  

«Oh diosa, hija de Zeus -ruega el poeta en el primer canto de la Odisea-, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas!» Pero Cide Hamete no quiere contar una parte, sino todo. Cuando don Quijote se entera de que anda escrita una historia suya, no se alegra de la puntualidad del historiador.

-Dicen algunos que han leído la historia -comentó el bachiller Sansón Carrasco-, que se holgaran se les hubieran olvidado a los autores della algunos de los infinitos palos que en diferentes encuentros dieron al señor don Quijote.

-Ahí entra la verdad de la historia -dijo Sancho.

-También pudieron callarlos por equidad -dijo don Quijote-, pues las acciones que ni mudan ni alteran la verdad de la historia, no hay para qué escribirlas si han de redundar en menosprecio del señor de la historia (II:II).

Insistió el hidalgo en los ejemplos de Homero y Virgilio. Y el bachiller comentó:

«Uno es escribir como poeta y otro como historiador».

Tal es el mérito del sabio Cide Hamete, historiador puntual. No escribió como poeta y nos dejó la   -245-   historia más llena de verdad y de vida que se haya escrito. Su realidad era tan evidente que ni el mismo Cervantes pudo negarla. Desde el fondo de su cambiante juego de tramoyas, detrás de sus biombos de titiritero, Cervantes intentó alguna vez asomar la cabeza y decirnos que la historia de Cide Hamete era fingida: «Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor arábigo y manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce e imaginada historia»... (XXII).

¿Imaginada historia? Nadie le creyó. Cervantes mismo quiso dejar de lado la figura del arábigo historiador. Fue inútil. Quiso olvidarse de él al finalizar la primera parte de su libro. ¿Para qué? A medida que pasaban los años la presencia del puntual historiador se volvía más imborrable. Era él, con sus pormenores tan mínimos y rateros, con su no escribir como poeta, el que daba sabor a la historia. Cervantes planeaba la segunda parte de las andanzas de su héroe y Cide Hamete se le aparecía con más autoridad que nunca. Comenzó a escribir:

«Cuenta Cide Hamete Benengeli»...

Y toda la segunda parte se apoya en el testimonio del puntual historiador.



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El texto y el comento

En trance de embarcarse para Italia el estudiante Tomás Rodaja, que aún no se había convertido en el licenciado Vidriera, redujo todos sus libros a dos, unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento. Así atendía a la devoción y al gusto, y toda su biblioteca le cabía en las dos faltriqueras.

Pero ¿por qué el Garcilaso sin comento? -se pregunta don Francisco Rodríguez Marín al anotar la novela ejemplar. (Porque también El licenciado Vidriera ahora se lee con comentarios). Y se contesta: «Sin comento, o porque Tomás gustase poco de las notas que al poeta toledano pusieron el Brocense y Fernando de Herrera, o, lo que más creo, porque habiendo de llevar este libro en una de sus dos faldriqueras, convenía y aún era preciso que abultase poco».

No hay duda de que a Garcilaso se lo puede gustar con comentario o sin comentario. Siempre   -248-   sonará deleitosamente «el dulce lamentar de los pastores». Pero si uno lee a más del texto, el comentario del divino Herrera, ¡qué diferente resonancia adquiere Garcilaso! Se lo ve emparentado con los grandes poetas clásicos y con los modernos italianos. Virgilio resuena a cada momento en Garcilaso, y Herrera nos lo hace notar. Advertimos, a través del comentario, que Garcilaso, es menos original que lo que pudiera esperarse. Pero advertimos también algo más importante: que Garcilaso rehuía la originalidad y consideraba las reminiscencias clásicas como el principal adorno de sus versos.

El lector agradecerá siempre un buen comentario. ¿Cómo dejar al lector solo frente a la Divina Comedia, a la Biblia, a las Soledades de Góngora, a los poemas herméticos de Mallarmé? Libros en apariencia tan accesibles como el Quijote, ahora no se entienden cabalmente sin un acotador. ¡Ah de don Diego Clemencin, don Clemente Cortejón, don Francisco Rodríguez Marín, don Arturo Marasso! Porque sin tal ayuda, ¿entenderá bien un lector corriente qué quiere decir «un hidalgo de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor»? ¿Y por qué «una olla con algo más vaca   -249-   que carnero»? ¿Y eso de «duelos y quebrantos los sábados»? ¿Y «calzas de velludo»? ¿Y el «vellorí de lo más fino»?

El lector corriente sospechará que eso de que hablamos el idioma de Cervantes no es más que una mentira de los discursos, pues en la primera carilla del Quijote más es lo que no entiende que lo entendido.

Lo peor es cuando no se ponen de acuerdo ni los mismos comentaristas. Sobre lo que debe entenderse por «duelos y quebrantos» levantaron una tormenta de papel impreso semejante a la que los comentaristas del Martín Fierro levantaron sobre la cantramilla. Al fin dejó aclarado Rodríguez Marín que «duelos y quebrantos» era un plato hecho con huevos y torreznos.

-¿Torreznos? -preguntará aún el lector argentino. Y el diccionario -o alguien que lo sustituya- le explicará: -Torreznos quiere decir tocino frito. Don Quijote comía los sábados huevos con tocino frito. Algo parecido al desayuno típico norteamericano.

A alguien podrá parecerle pueril el extenderse en estos temas. No lo es para quien necesite entender con exactitud el sentido de lo que lee y no se   -250-   contente con nebulosas aproximaciones. Cervantes mismo, que en el prólogo del Quijote se burla de los libros cargados de falsa erudición, atiborrados de citas y anotaciones, debió ser amigo de los libros «con comento». Sin duda leyó sus clásicos bien comentados. En la actualidad se va abandonando, cada vez más, el concepto de «ingenio lego» que se aplicó, con persistente ligereza, al autor del Quijote. Cervantes no era de los que leen apresurados o distraídos; a Virgilio debió leerlo fervorosamente, por lo menos en traducciones. El Quijote está lleno de alusiones a pasajes de Virgilio. Alusiones frecuentemente irónicas, finas caricaturas de la Eneida. Arturo Marasso las pone en evidencia en su libro sobre Virgilio y Cervantes.

En la segunda parte del Quijote, éste se encuentra con un joven poeta, gran lector de los autores clásicos. Se llama don Lorenzo y es hijo de don Diego de Miranda, un caballero de la Mancha. «Todo el día se le pasa en averiguar -le explica don Diego a don Quijote- si se han de entender de una manera u otra tales y tales versos de Virgilio».

Es posible que también Cervantes se pasara así muchos días. No sería tiempo perdido. Lo terrible es llegar a separar las funciones de leer y entender.   -251-   Ya hay lectores que aseguran que no necesitan entender para gustar un poema. Ya hay poetas que no quieren ser entendidos. En tales casos el comentario estaría de más.

Pero otras veces no se entiende el texto simplemente por falta de información. Un lector común, un estudiante secundario, lee las Prosas profanas de Rubén Darío. Si alguien le preguntara si las ha entendido, posiblemente se ofendería. Y sin embargo, sin ánimo de ofenderlo, cabe suponer que se necesita cierta versación mitológica, histórica, literaria poco habitual para comprender ciertos versos del libro, por ejemplo el «Coloquio de los centauros».

A algunos les queda el recurso de rechazar, como no valedero, a todo lo que escapa al área de su comprensión. Yo he oído decir en un reportaje radiotelefónico, que lo único «rescatable» de la obra de Borges era El hombre de la esquina rosada. Lo demás, al reporteado le producía alergias, por ser obra extranjerizante. Limitaba la literatura universal al estricto perímetro de su barrio porteño.

Ahora encuentro más franca e ingenua la frase de aquel chulo madrileño que oyó recitar a Berta Singerman. Lo contó alguna vez el humorista Jardiel   -252-   Poncela. La recitadora argentina desgranaba musicalmente los versos del «Reponso a Verlaine» de Rubén Darío:


Que núbiles canéforas te ofrenden el acanto.



Desde su butaca alta el chulo comentó:

-De este verso sólo he entendido una palabra: que.

1973





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Obras del autor

Mitología para convalecientes. Buenos Aires, Letras, 1932. Con un retrato de Elíseo y cuatro ilus. de J. A. Ballester Peña. (Agotado).

Juanita de Valparaíso. Luján, Ed. de la Asociación Cultural Ameghino, 1936. Con dibujos de Mane Bernardo. (Agotado).

Cancionero del tiempo de Rosas. Buenos Aires, Emecé, 1941. ilus. (Agotado).

Los morenos. Buenos Aires, Emecé, 1942. ilus. (Agotado),

Instantáneas de historia. Buenos Aires, Emecé, 1943. ilus. (Agotado).

Morenada; una historia de la raza africana en el Río de la Plata. Buenos Aires, Emecé, 1946. 2.ª ed. Buenos Aires, Shapire, 1967. ilus.

Pequeña historia de la calle Florida. Buenos Aires, Cuadernos de Buenos Aires, Municipalidad, 1947. ilus. (Agotado).

Esteban Echeverría y sus amigos. Buenos Aires, Raigal, 1951. 2.ª ed. Buenos Aires, Paidós, 1967.

Coplas y cantares argentinos. Buenos Aires, Emecé, 1951.

Pequeña historia de la Revolución de Mayo. Buenos Aires, Parrot, 1957. ilus. (Agotado).

Una nube llamada Helena. Buenos Aires, Parrot, 1958. Con un retrato del autor visto por Kantor. (Agotado).

  -256-  

Pintores del viejo Buenos Aires. Buenos Aires, Ed. Culturales Argentinas, 1961. ilus. (Agotado).

Un inglés en San Lorenzo y otros relatos. Buenos Aires, Eudeba, 1964. ilus.

Genio y figura de Lucio V. Mansilla. Buenos Aires, Eudeba, 1965. ilus.

El gaucho. Buenos Aires, J. Muchnik, 1968. ilus. Fotografías de René Burri. Texto de José Luis Lanuza. Prefacio de Jorge Luis Borges. Viñetas de Juan Carlos Castagnino.



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