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ArribaAbajo Capítulo XVI

De los coloquios y preparativos de D. Quijote y partida hacia el Imperio de Andorra


-¡Ay, Panza amigo! -exclamó D. Quijote al despertar aquella mañana del poco sueño que había conciliado, por haber estado en vela la mayor parte del resto de la noche-; falsamente dicen que nunca segundas partes fueron buenas: porque ésta de mi vida no puede ser mejor ni más venturosa de lo que es; mientras que en la primera todo eran fatigas y molimientos. Lo que antaño brotaba espinas, ogaño como vara de nardo se me florece; entonces se me trocaban los gigantes molinos para voltearme, y los campeones en carneros para burlarme, y los castillos en ventas para desorientarme, y las princesas en mozas de mesón para ofenderme, y hasta Dulcinea en maloliente lugareña para causarme desesperación; y ahora los castillos son castillos, y los caballeros son Príncipes y Embajadores, y los gigantes como Otelo no se me hacen agua y sal, sino que los venzo y acribillo, y las damas no pierden su dignidad y prosapia, y he logrado el mayor bien de todos, que es ver en su propio ser y sin velos a Dulcinea del Toboso.

-¿Qué es lo que dice Usía? -exclamó Panza-. ¿Sin velos ha visto a Dulcinea?

-Para, bellaco -interrumpió aquél-, que no es que la haya visto en deshonesto traje, o desnuda; y si así lo denotaron mis palabras, no fue ése mi pensamiento. Quise decir que había visto y hablado en su ser natural a mi dulce amiga y señora, sin velos, esto es, sin aquellas apariencias de zafia aldeana que la encubrieron, cuando mi visita al Toboso con tu tatarabuelo Sancho. Y dígote que es tan soberanamente divina, que no me la imaginaba tanto, con haberme remontado con figuraciones al quinto cielo, y que le hablé más de una hora, y oí tal finura y comedimiento en sus palabras, que no parecía mujer sino diosa olímpica; no de aquellas como Venus lasciva y pecadora, sino como Minerva, personificación de la sabiduría, de la que decía Homero que tenía verdes ojos, que son los más bellos, juiciosos y profundos347.

-¿Y de dónde vino como llovida del cielo vuestra Emperatriz? -preguntó Panza.

-En tres cuartos de hora llegó de la Patagonia -respondió D. Quijote.

-¡Ay, Señor mío! -exclamó aquél, meneando la cabeza-, que ya me huele mal ese tan acelerado viaje, y que bien puede ser esa Dulcinea como aquella Desdémona a quien salvó Usía, y aquel Otelo a quien acometió, que para mí eran de teatro.

-No me lo repitas -dijo amenazante el caballero-; que lo mismo Desdémona que Dulcinea son verdaderas y no fingidas, y buenos celos despertó en esta mi señora el que tocase yo la cintura de la otra, al arrancarla de los brazos de aquel moro; y mira si será verdad Dulcinea, que mi cabeza lo pregona. Y diciéndolo se quitó el gorro de dormir y mostró a Panza media cabeza pelada, el cual al verla exclamó:

-¿Cómo es eso, mi señor D. Quijote, no ya le han tomado el pelo a Usía, sino que también a trasquilones se lo han rapado, en ese medio cráneo? -Y como D. Quijote refiriese a su escudero todo el festival del Nigromante, la llegada de Dulcinea, el coloquio en el canapé y la despedida de la reja, y dijera que allí, en aquel perfumado pañuelo que sobre la mesa estaba, tenía el rizo de ella, comenzó a desliarlo Panza, y hallándolo estopa, rompió a suspirar, creyendo perdido su reinecillo de Andorra, con la razón de su amo, que veía cada vez más dislocada.

-¡Juro a todos los santos -dijo Panza- que éste no es rizo de dama, sino cáñamo o lino, y que ésa no será Dulcinea, sino alguna encantadora disfrazada de tal, y que Usía deberá tener la fuerza como Sansón en los cabellos, cuando ha procurado cortárselos, y que esto no va a acabar en bien!

-No jures -respondió D. Quijote-, que la que vi y hablé era verdaderamente Dulcinea, y la prueba es que aquello que te dije después de perder el talismán, de que solía acontecer a los caballeros que, al dudar de ellos sus damas por haberlo perdido y creer que lo habrían dado a otras, en algún banquete o fiesta aparecía la sortija cuestionada en el buche de algún pez, por donde la dama se convencía de la veracidad de su galán y cesaban sus tormentosos celos, ha sucedido punto por punto en el banquete de anoche, en que al vacilar Dulcinea sobre mi fe por no verme el anillo de la piedra azul, apareció éste en el gaznate de un lechoncillo asado al horno, que se nos presentó en una bandeja de plata.

-¿De modo que otra vez tenemos sortija? Eso faltaba -exclamó Panza, contestándose a sí mismo-; y D. Quijote la mostró en el dedo meñique de la mano derecha, asegurando a su escudero que no daría más en la flor de metérsela en la boca en los grandes peligros, así lisa y llanamente como antes, sino que le ataría un largo hilo, de modo que al alojársela en la cavidad bucal, si por mala ventura se la tragaba, pudiese quedar el hilo fuera y sacársela con sólo tirar de él, lo que sería fácil maniobra.

Esta invención sí la aprobó Panza, para evitarse oficio de comadrón, en otro laborioso alumbramiento como el de antes, y acabó de ayudar a vestir a D. Quijote, el que tropezó en su peinado con la mayor dificultad, cual era la de no poder encubrir aquella media cabeza trasquilada, con parte del cabello de la otra.

-¿Sabes qué pienso? -dijo a Panza mirándose al espejo los trasquilones-; que mejor que andar con tapujos es mostrar la verdad desnuda; que es también deber de andantes caballeros. De manera que me peinaré esta media cabeza como solía y dejaré la otra pelada, como Dulcinea quiso que estuviese; porque no sonrojo del mal parecer, sino gloria de haber ella querido guardar estos mechones que me faltan es lo que debo sentir donde quiera que me descubra.

-Eso es de libre elección -dijo Panza-; porque ningún mal puede traernos, ni dificultar la empresa en que Usía se halla empeñado. Y si en vez de peinar esa mitad, quiere Usía trasquilarla también, no he de verlo mal tampoco; pues cierto muchacho hijo de un rico señor de mi pueblo llegó a más, y nada le pasó; y fue que, estando lejos de su novia y dándole ella quejas de que podían otras jóvenes enamorarse de él y él corresponderlas olvidándola, decidió y puso por obra trasquilarse y afeitarse luego toda la cabeza y las cejas y cortarse las pestañas y sacarse así un retrato, que envió a la celosa, a quien amaba, diciéndole: «Ahí te envío la muestra de lo que soy y seré mientras esté ausente de ti; que de esta manera no creo que pueda enamorar a ninguna otra, y aun imagino que se te va a quitar el amor a ti misma».

-No se me había ocurrido eso -exclamó D. Quijote, y te agradezco me hayas contado ese caso, porque lo creo digno de imitación-; y puesto que de todas maneras he de estar así muy disparejo, voy a poner yo también por obra lo de trasquilarme y afeitarme todo y mandar otro retrato así a Dulcinea, para que se le quite toda sospecha y resquemor de que Altisidoras y Desdémonas hayan de prendarse de mí y ponerme en peligro de veleidades, mientras padezcamos males de ausencia. Conque así, trae, Panza, unas tijeras y afila bien tus navajas y déjame pelado y limpio como un melón valenciano; que no quiero pase un minuto más sin dar a Dulcinea esta muestra patente de mi fidelidad apasionada.

Porfió Panza en vano por apartar a su amo de esta idea; pero a él tan grande y singular le pareció, que se le hacía tarde el comienzo de la faena, y tanto obligó a su escudero, que maldiciendo éste su impertinencia de haber traído a cuento el lance de su paisano, no tuvo más remedio que enfrascarse en la maniobra y pelar y enjabonar luego toda la cabeza de Don Quijote, aplicándole la navaja con maestría, pues en sus mocedades había hecho oficio de barbero; dejándosela al cabo tan lisa y blanca como una gran bola de billar, que sólo tuviera las protuberancias de ojos, boca y nariz.

Aderezado así y vestido, salió D. Quijote al salón, donde ya estaba el Príncipe aguardándole, y al verle éste casi no le conoció y quedó perplejo, porque Dulcinea le había dicho que le había trasquilado lo que pudo de la cabeza del caballero, pero no tanto que se la dejase limpia como un queso, ni menos afeitada; y sobre todo, nada le habló de haberle dejado sin cejas ni pestañas también; pero D. Quijote le sacó de dudas, porque le dijo su obra y deseo, a lo que el Príncipe no pudo contener la risa, y como aquél se amostazara, salió del mal paso diciéndole que él le ayudaría en su propósito, propio sólo de un gran enamorado, y que le llevaría enseguida a retratarle; como lo hizo, subiéndolo al gabinete de un fotógrafo348 que estaba en el piso más alto de aquella casa.

Ya en el Gabinete de fotografía, adoptó D. Quijote una arrogante postura tal, que, a no ser por la calavera desnuda, le hubiera resultado un retrato de gentil continente; y el fotógrafo, mordiéndose los labios de risa, por no molestar al parroquiano, pero sin poder casi recatarla, le enfocó el aparato, y le dijo que ya estaba; por lo que D. Quijote insinuó al Príncipe que aquello debía de ser brujería también; pues sin pincel y sólo con aquella caja oscura y tapándose con aquel trapo negro, había aquel hombre sacado su figura, según decía. A lo que el Príncipe respondió que sí era hechicería, ya tanto, que aquel hombre no sólo sacaba las figuras, sino todos sus movimientos; rogando al fotógrafo les llevase al departamento en que tenía un cinematógrafo349, y haciéndolo éste, y dejando oscura la habitación, comenzó a ver D. Quijote pasar damas y caballeros, y gentes de todas clases, y caballos y carruajes, y luego vio el interior de una iglesia de monjas, y el diablo que, disfrazado de predicador, gesticulaba desde el púlpito, y qué tales cosas les diría, aunque no se oían, que aquéllas huyeron y luego sacaron la cruz en procesión, y él se echó de cabeza púlpito abajo, deshaciéndose en fuego y humo; con todo lo que quedó atónito el caballero.

Salieron de allí, y dijo D. Quijote al Príncipe que tales cosas ocurrían y se veían en estos nuevos tiempos, que, de saberlo las gentes de los pasados, se arrepentirían de haberse muerto tan pronto, y que ahora sí que afirmaba que éste era el siglo de la más desatada brujería y del imperio del infierno sobre la tierra. Pero el Príncipe le replicó que había una diferencia entre los pasados tiempos y los presentes, en este punto; y era que antes los duendes, brujas y brujos, hadas, encantadores y diablos cojuelos350, hacían por su cuenta y sin obediencia al hombre muchas diabluras y cosas inverosímiles; y ahora, vencidos y sojuzgados por el hombre, las hacían por cuenta y en provecho de él, y cuando él lo quería y mandaba, poniendo sus artes mágicas a su servicio.

-Por eso -añadió-, habéis podido hablar con Dulcinea a larguísima distancia, y se le ha avisado por medio del Hada Electricidad que viniera a daros la recompensa de vuestra caballeresca acción con Desdémona, y habéis podido estar anoche, en pleno día, en el palacio del Nigromante, y oír aquella música tocada por aquel órgano sin organista, y ser retratado en un minuto por el Hada Lumen ahora; y si fueseis a la ribera del mar, veríais surcar velozmente, movidos por caballos de vapor, como aquellos que en el tren os trajeron por cima de los ríos y por debajo de las montañas.

-Entonces -objetó D. Quijote-, ¿por qué habiendo vencido a esos genios hemos rodado tan abajo, y no ha sabido España sostener los florones de su corona, y ha dejado caer el sol de lo alto de ella, donde estaba fijo?

-¡Ah, señor D. Quijote! -respondió el Príncipe, ya más seriamente-; porque no somos nosotros, sino otros pueblos los que han perseguido, sometido y vencido con el trabajo a esos genios primeramente, y ellos han aprovechado antes sus servicios; mientras nos estábamos nosotros mano sobre mano, esperando los galeones de oro que nos venían de las Indias, creyéndonos así ricos sin esfuerzo351, y además por otras razones que son largas de contar y que ahora nos va descubriendo la Historia.

-¡Y porque tuve tres siglos de necio sopor -añadió D. Quijote-; que es sin duda la causa principal; que aunque mi cronista me haya pintado como loco, creo que al dormirse conmigo la locura se durmieron también el valor y la bizarría, la acometividad para las grandes empresas, la tenacidad en los propósitos, la sobriedad en las escaseces y la resistencia en las fatigas!

-Así es la verdad -dijo el Príncipe-, y ahora veremos, ya que habéis despertado de ese fatal sueño, cómo reintegráis a España su poderío y enclaváis de nuevo el sol cual piedra preciosa en lo alto de su corona.

-Pronto lo veredes... -dijo D. Quijote-. Primeramente sojuzgaré el vastísimo Imperio de Andorra, preparando pomposamente la unidad ibérica; luego, en un periquete, ganaré Portugal, y ya es hecha. De allí iré a Flandes y lo conquistaré; tras eso al Milanesado, Sicilia y Cerdeña, y los anexionaré de nuevo; y luego embarcareme para las Indias y traereme, no las cabezas de sus guerreros, que son nuestros hermanos y tendrán nuestra sangre española, sino sus corazones, reunidos en lazos de concordia y amor para que sea una gran familia de reinos e imperios nuestra raza, presididos todos por la Emperatriz del Toboso, con este pueblo por metrópoli.

-Magnífico programa -dijo el Príncipe-; mas si ahora vais a Andorra, pasaréis antes por Urgel y trataréis con el Obispo de allí, que es como el Emperador de aquel Estado, y os puedo decir que es gran amigo mío, y que allá estaré yo para mediar entre los dos; que no es bien que con armas desiguales, vos con la espada de Hernán Cortés y él con el báculo de pastor de almas, empeñéis batalla por un reino más o menos.

-Eso dije yo a mi escudero, cuando de ello hablome -exclamó D. Quijote-; que no sabía cómo habérmelas con un Obispo que no blande espada ni lanza; pero, puesto que vos queréis mediar entre ambos, decidle lisa y llanamente que me haga entrega por acta formal de aquel imperio, o que señale los más esforzados guerreros de él, para que yo los venza en singular batalla, uno a uno o todos juntos, y gane esa corona, sin derramar sangre de Iglesia.

-Así lo haré -dijo el Príncipe-, y ahora veamos cómo queréis viajar hacia Urgel; si en el hipogrifo en que vinisteis o a caballo sobre Babieca, o por los aires en globo, que es otro medio de locomoción rápido que hoy tenemos.

-¿Qué es eso de globo, que yo sólo el terráqueo conozco? -interrogó D. Quijote-; y el Príncipe le explicó que ahora se podía formar un gran pájaro, sin alas ni cola, alargado como un cigarro, y de tela sutil, pero fuerte, que, lleno de cierto o materia sutilísima, se remontaba a lo más alto, y que colgadas de él, en una cesta o barca ligera, podían ir dos o tres personas, y con un cierto motor que a la barquilla se adhería, ésta se ponía en movimiento y arrastraba al globo y a los viajeros, dando vueltas a placer y tomando camino contrario al viento mismo352.

-Todo lo creo verosímil menos eso -dijo D. Quijote-; porque siendo el viento el árbitro y dominador de las cosas que en él flotan, aunque ese globo flote en él más o menos alto, no ha de poder hacerse señor del viento mismo, para ir contra la voluntad de éste; sino que tiene que ser su siervo humildísimo, y él lo arrastrará violenta o sosegadamente, y lo depositará donde se le antoje, o lo estrellará donde quiera.

-Eso ha sido hasta hace poco -replicó el Príncipe-; pero ya está el viento vencido también en sus dominios, y Eolo es nuestro esclavo, como lo es Neptuno, y como lo son las Hadas Electricidad y Lumen, cuyos servicios habéis visto.

-Ver quiero también eso de Eolo -dijo D. Quijote-, y en esa navecilla que decís iré a Urgel y será más presto que en Babieca, aunque no sé qué vamos a hacer de éste y de la mula de Panza.

-Vaya Panza en su mula -repuso el Príncipe-, y lleve de reata a Babieca por tierra, paso entre paso, y entre tanto vos, si osáis correr los peligros del globo, subid en él y por los aires volad como saeta y no perdáis la ocasión, que hoy se remonta el aparato, para hacer prueba definitiva, con un insigne caballero.

D. Quijote volvió a repetir que sí iría por los aires, tanto más cuanto que ya probó en Clavileño353, y habló a Panza de la necesidad de separarse de él para aquella peligrosa aventura; a lo que éste fingió resignarse forzada y lacrimosamente, pero dando infinitas gracias al Santo del día de que a su amo no se le hubiera ocurrido querer llevarle consigo en volandas.

Convenido así, Panza dijo al ex guarda de Aranjuez le llevase la mula y Babieca, y despidiéndose de D. Quijote con muchos lagrimones, salió derechamente por las afueras del Norte de Madrid, no sin haber visto a D. Lucas y pedídole perdón por sus faltas, y haber echado ojo a ciertos jamones de su despensa, que allí se dejaba colgados.

El Príncipe habló al aeronauta de D. Quijote, presentándole como un intrépido viajero que tenía que ir a Urgel, y aquél ofreció llevarlo, en prueba de haber descubierto realmente la dirección y manejo a voluntad de los aeróstatos354, y no se habló en el Veloz-Club de otra cosa aquel día que del arrojo del caballero andante y de todos los episodios pasados, a que ponía digno remate con aquella locura.

Más aun, el Príncipe y otros cinco o seis amigos de allí, que ya no eran los Embajadores, por ser de D. Quijote conocidos, combinaron irse en tren hacia Urgel a recibir y acompañar al caballero y seguir las comenzadas burlas y en aquel punto hicieron sus equipajes y tomaron los billetes, para salir, después de remontarse el globo con D. Quijote por los aires.

Llegó el momento solemne, y desde la gran Plaza de toros madrileña, que pareció a D. Quijote un circo romano, esperando a cada momento ver salir de sus compuertas leones e hircanos355 tigres, remontose el aeróstato ante la muchedumbre de curiosos, y poco antes entró gentilmente en la barquilla el caballero, y sentándose donde le dijo el aeronauta; preguntándose todos quién sería aquel extraño acompañante que con tal arrojo se prestaba a seguir al inventor del aparato en su prueba definitiva.

Pronto corrió la noticia de que era el mismo del escándalo del Teatro Real: un loco pacífico hasta cierto punto, que se titulaba D. Quijote de la Mancha; mas cuando todos le dirigieron los ojos y gemelos, ya se balanceaba él por los aires, sin que le llegaran los rumores de los universales aplausos que, como los ecos de la lisonja, no alcanzan a los oídos de los que se remontan sobre la vil corteza de la tierra y van con el pensamiento puesto en las cosas de arriba.




ArribaAbajo Capítulo XVII

En que se da noticia del viaje aéreo que realizó D. Quijote en el globo, que le pareció águila caudal


Cuando D. Quijote se vio arrebatado de tejas arriba como una pluma, en aquel oscilante barquichuelo, sin más compañía que el caballero aeronauta, su primera sensación fue de inexplicable vacío, luego de mareo, y enseguida de terror; pero, reaccionando sobre su espíritu y comprendiendo que él no debía dar cabida a eso último, se esforzó en sonreír y preguntó a su acompañante qué águila caudal tan poderosa era aquélla, que así les llevaba por las alturas.

-Es un águila que yo he empollado -dijo su interlocutor brusca y solemnemente; y D. Quijote le miró, con fijeza, pensando que tal vez sería Júpiter el que con tal dominio gobernaba el águila aquella, tan grande que les tapaba el sol y tan voladora que les remontaba a los cielos.

Júpiter maniobraba de tal manera con el motor eléctrico de la barquilla, que ésta viraba en efecto a su voluntad y describía en las alturas con el globo círculos serenos, a manera de águila verdadera.

Asomándose D. Quijote por la borda, vio en la inmensa hondura Madrid todo, como ciudad de casitas de naipes, como una población juguete, hecha para entretenimiento de un niño.

Allá estaba, en arco, con todos sus minúsculos picos cercándola, el Guadarrama. Entre esta sierra y la Metrópoli de miniatura, veíanse pueblecillos esfumados, como blancas ampollitas, y entre ellos descollaba una rotondita tan insignificante que parecía obra de un topo.

-¿Qué es eso? -preguntó D. Quijote. Y mirándolo Júpiter con sus gemelos marinos356, exclamó: «Es el Escorial; ved, señor mío, el gigante de Felipe II qué pequeño resulta ante nosotros».

-En mis tiempos se estaban labrando los sillares para él -dijo con naturalidad D. Quijote; y Júpiter hizo un movimiento de sorpresa, que tambaleó la barquilla, por no saber qué casta de loco llevaba consigo.

-¿Qué población es esa que se divisa a la derecha, cuyas casas parecen granos de mijo? -preguntó D. Quijote.

-Es Alcalá de Henares -respondió Júpiter-; con su famosa Universidad.

Estuvieron contemplando un rato, usando D. Quijote por primera vez de aquellos gemelos, que creyó ser los poderosos ojos del Júpiter aquel, el cual se los quitaba y se los ponía a su voluntad; y verdaderamente se maravilló de ellos, porque lo que apenas con sus pupilas naturales veía como nieblecillas, con aquellos claros ojos se le descubría y detallaba y aun parecía que se le acercaba a la puerta de la nariz.

Pasado un rato, no pudieron ver más de la hondura, porque había obscurecido en ella; pero ambos siguieron el camino del sol todavía, pues aún daba su luz en el globo, cuando ya era noche en lo profundo. Por fin desapareció el luminar entre lejanías nebulosas, y se hizo noche arriba como abajo.

El pájaro empollado por el aeronauta seguía su rumbo a noreste inflexible, moviendo sus hélices vertiginosas, y D. Quijote, curtido en el frío manchego, sintió sin embargo el helor de las alturas, sobre todo en su mondada calavera. Por primera vez pidió una manta para arrebujarse, y no tardó en envolverse en otra Júpiter mismo, echándose en el fondo de la barquilla a dormir y dando las buenas noches.

Pasmose D. Quijote de la seguridad con que aquel hombre abandonaba su águila en la noche y se dejaba arrastrar de ella; y, como el que duerme es casi un muerto, se vio solo el caballero en la inmensidad del espacio tenebroso. Miró a las estrellas, que semejaban luciérnagas de alrededor, y a los negros nublos que a trechos las encubrían; notó que otros rodaban por debajo del águila aquella, y le parecieron más temibles endriagos357 que los que libraron con él combate, yendo en el dragón, de que salió con el anillo tragado y la espada rota. No quiso comprometer en nueva batalla la otra espada de Hernán Cortés, y se quedó sin pelear, acurrucado en la barquilla, arrebujado en la manta, con la capucha echada por cima de la cabeza, donde sentía un frío horrible. Tan solamente aprestó el talismán para hacerse incoloro, si aquellos espantables enemigos le atacaban.

Después de todo, el no luchar allí no era cobardía. Ningún andante caballero habíase visto en trance tal, y ya hubieran temblado quizás de encontrarse así a mil leguas de la tierra y en las garras de aquel ave, los Esplandianes, Florismartes y Amadises358.

Pensando que Dulcinea habría ido a la Patagonia en las alas de un águila parecida, cerrando los ojos para no ver el insondable abismo, mecido por los vaivenes de la barquilla del aeróstato y puesto el corazón en su dama, quedose también dormido el caballero, y el globo siguió caminando en la inmensidad de aquella noche sin luna, hendiendo el viento de través.

Antes de amanecer para la tierra, amaneció para el Montgolfier, y a la claridad diurna despertaron los viajeros atrevidos. ¡Celestial mañana! El alba de blanca túnica y de verdes ojos asomaba por un horizonte infinito y, según avanzaba en su carro de nácar, daba paso entre nubes a la rosada aurora, que en otra carroza de coral y muelles de oro iba detrás de aquélla, alzando fino polvo de rubíes; y ambas abrían camino al sol, Rey de la luz, que venía ya, ceñido de su corona, en otro carro aun más resplandeciente.

D. Quijote distinguió con claridad aquellas dos hermosas damas, Alba y Aurora359, y vio por fin tras ellas al radiante Febo, que guiando los caballos de Faetón360, salía más temprano a recorrer sus dominios, y todo le pareció sorprendente visto desde arriba: el dispersarse de las nubes, el deshacerse de las nieblas, el colorearse de la madre tierra; y a ella volvió los ojos y no pudo menos de interrogar a su camarada:

-¿Dónde estamos?

-Buenos días -dijo éste, desentumeciéndose en la barquilla y frotándose las heladas manos, como pudiera haberlo hecho en su camarote de un buen buque de vapor; y tomando la altura, haciendo sus cálculos y mirando con los gemelos, respondió-: Hemos dejado atrás Castilla la Nueva, pero nos hemos desviado, por no apreciar bien la resistencia del viento, y estamos en Castilla la Vieja, en vez de habernos puesto sobre Aragón.

-Entonces -dijo D. Quijote-, ¿qué es aquella especie de signo ortográfico de admiración que se vislumbra allá?

-Ésa -respondió el aeronauta- es la catedral de Burgos.

-¡Su grande y gótica torre como una i! -exclamó el caballero.

-Y gracias que en eso la dejemos -dijo enfáticamente su interlocutor-; porque si queremos subir más, la reducimos a un punto, y con otro poco de ascender se queda en nada.

-¿Y qué haremos ahora con esta desviación que tenemos? -preguntó D. Quijote.

-Sencillamente -respondió Júpiter-, rectificamos el rumbo con los timones, y tomamos hacia el Este, avivando la marcha; de modo que son las cinco y estamos sobre Burgos; a las once bajaremos a almorzar a Huesca.

Reanimados D. Quijote y su acompañante, con los cálidos rayos del sol naciente y con unas cuantas copas de ron, viró el aeróstato tal como había hecho su director, y dejaron la i de la Catedral de Burgos como cosa perdida, dirigiéndose por cima de sierras que parecían topineras361, y de ríos que eran como hebras de plata, y de campiñas de trigales maduros, que semejaban pedacillos de topacio, a tomar a Aragón de costado, por donde más unido estuvo con la tierra castellana en los buenos tiempos de los buenos Reyes362.

-Ya estamos en Aragón y enfrente de Navarra -exclamó al cabo de un rato el aeronauta-. Mirad, señor mío, cómo se descubre con estos gemelos el adusto Moncayo, con su santuario en la cumbre363, y el Queiles364 fecundo y Tarazona sobre sus cimientos de roca, presidiendo una muy rica campiña.

-¿Ésa -dijo D. Quijote- es la ciudad que tiene en su escudo una vid sobre un castillo, haciendo alusión a aquella vid única que quedó en la península, según cuentan, cuando ésta, por una horrible sequía, se trocó en desierto sin vegetación y sin gentes, y cuando sus ríos Ebro y Guadalquivir quedaron en pobres hilos de agua?

-Ésa precisamente -dijo su interlocutor-; y aunque lo demás sea fabuloso, es emblema de la fertilidad de su suelo365.

-Entonces será fabuloso también -replicó D. Quijote- que uno de los prelados de esta ciudad, llamado, si mal no me acuerdo, Miguel de Urrea, era tan sabidor de los enigmas de la Magia, que burló al demonio con sus mismas artes366; y que Hércules fabricó su propio alcázar en esas cimas.

-Enteramente fabuloso, señor -respondió el aeronauta, que era muy versado en Historia y muy serio y formal en sus juicios, como hombre de ciencias exactas. Y no dejándole tiempo de replicar, para no entablar discusión, añadió sencillamente-: Mirad ahora el Ebro, que va buscando a Zaragoza, engrosado por todos esos afluentes, y ved que parece la arteria aorta de Aragón, que recoge toda su sangre.

D. Quijote estuvo mirándolo largo rato, hasta perderlo de vista, y siguió con los gemelos todos los pueblos del gran valle aquel, que pasaban por bajo de su bajel aéreo como manchitas blancas o protuberancias terrosas, con sus tejadillos y campanarios minúsculos.

Así fueron marchando, mientras el Sol se levantaba como un titán por sus propias fuerzas, y a trechos descubríanse los despoblados, las rocas peladas, los montes y las pardiñas367, interrumpidos de largo en largo por las villas y aldeas, o por los monasterios y los castillos derruidos.

Volaba su globo con rapidez, y todo huía al punto de los ojos atónitos de los viajeros.

-¡Ésa es Huesca! -dijo el aeronauta señalando a la lejanía-. ¡Parada y fonda!

Huesca iba, en efecto, delineándose, y de manchita que era, como las otras, se trocaba en la diafanidad del día en población de pequeñísimos gnomos. Parecía fabricada por esos geniecillos en un punto de la sierra, y formaban armonía sus torres y los picos de sus montañas. ¡Engaños de la visión! Cuando estuvieron sobre ella suspensos, halláronla separada de aquel anfiteatro de agrestes picos, y vieron sus noventa y nueve torres de la leyenda desmoronadas y huecas, como extinguidos volcanes368.

-Ahí estará la célebre Campana -dijo D. Quijote-, y a fe que fue gran cobardía de aquel Rey D. Ramiro369 dar muerte en trampa tan vil a tanto esforzado caballero; y si yo hubiera sido uno de ellos, no hubieran pasado ni el Rey ni el verdugo adelante en su siniestra matanza.

-Allí es donde se supone ese hecho fabuloso -replicó el aeronauta-; en aquel edificio que a este lado se descubre, o sea el Palacio, hoy trocado en Universidad.

-Fabuloso no -dijo D. Quijote-; que aún se nombra a los caballeros mandados degollar allí por el Rey Monje, y cuyas cabezas fueron puestas en círculo; y digo y repito que si yo hubiera estado en aquel lugar, la propia cabeza de aquel Rey cogulla hubiera servido a la tal campana de badajo, y le hubiera atado una cuerda para hacerle oscilar y tocar a las paredes, tanto que los golpes de aquel cráneo los contaran todavía los Reyes, y sonaran a los tiranos como aviso370.

Encontrábase el águila perpendicular a la ciudad, y entonces comenzó Júpiter a hacerla descender; lo que vio D. Quijote con gran sorpresa, porque la población agrandábase ante sus ojos desmesuradamente, y le parecía caer como piedra sobre ella. Pronto se aclaró el panorama de sus plazas y calles y manzanas de edificios, y enseguida se vieron sobresalir las torres de sus templos y sobre todas su catedral371 eminente y la Casa del Municipio. Oyéronse ya distintos los sones de las campanas que llamaban a misa, pues era domingo, y por fin tocaron tierra los dos viajeros, suave y sosegadamente, en la gran plaza donde está el obispal palacio.

Muchedumbre de curiosos acudió a ver el globo, que fue convenientemente amarrado, y a los dos viajeros, que fueron grandemente atendidos; y el reloj de la Catedral daba las once en aquella sazón, para no desmentir los cálculos del aeronauta. Visitaron la ciudad, la Torre de la puerta de Santo Domingo372, el Coso, la silla donde el Justicia sentábase a dar sus fallos373, y la Iglesia de San Pedro, celda y sepultura del Rey Monje374; y después almorzaron convidados por el alcalde, mostrando D. Quijote gran mesura, como si el aire de los espacios le hubiese saneado algo el cerebro.

-No tenían tiempo de otra cosa; y como quien desata su caballo y en él monta para proseguir su camino, subieron a la barquilla y, desatado, el globo les elevó, haciendo evoluciones varias por cima de la torre de la catedral, para demostrar su dócil manejo.

Dejaron, pues, a Huesca, y a la derecha caminando hacia el Este a Barbastro, con su remedo de Venecia en aquella calle de los puentes, que sin ser ninguno de los Suspiros, hartos suspiros habrán recogido de amantes pechos aragoneses, o de dulces ecos de la jota clásica; y atravesando la frontera del antiguo Reino de Aragón y Cataluña, por encima de los ríos y de las sierras y por frente de los viejos condados de Sobrarbe y Ribagorza375, tomaron vista a Solsona, la Celsona de la Reconquista376, y por fin a la gran llanura de Urgel, divisando la Ciudad de los antiguos Condes de su nombre, con su derruido Castillo Hermoso377, y sus restos de la casa de la Condesa.

-Triste cosa es -exclamó D. Quijote- ver al paso tanto castillo en ruinas en estos poblados, antiguo asiento de la bizarría y de la nobleza. Así que deben ir escaseando los condes y señores de horca y cuchillo, y los trovadores que asistían a sus fiestas para recitar sus cantos de amor y sus serventesios378, y las damas que los enamoraban, y los caballeros andantes que los frecuentaban y que eran en ellos servidos por hermosas doncellas.

-Eso se acabó -dijo el aeronauta-. Cual esas ruinas está aquel espíritu caballeresco de la Edad Media; como no se haya trasladado el tal espíritu a las aves y alimañas que en ellas anidan379.

-¿De modo que ya no hay trovadores? -preguntó con cierta sorpresa el caballero.

-Sí, pero son de Juegos Florales -respondió su interlocutor-. No van a los castillos como antaño, ni andan con la lira a cuestas de reja en reja; pero acuden a un teatro o salón, y al que ha presentado la mejor poesía, a juicio de un jurado, le dan una flor con un lazo o sin él para que la entregue a una dama que llaman Reina de la fiesta, y luego la ponen en un trono de comedia y se lee la poesía, y alguno que se dice Mantenedor hace un discurso alusivo y, terminado todo, se apagan las candilejas y cada cual vase a su casa, sin tener que andar los trovadores a salto de mata380.

-Será eso más cómodo -replicó el caballero-; pero es menos noble, y es lástima que estos castillos estén deshechos y derrumbados; porque, de no ser así, bajaríamos a ellos y veríais abrírseme las puertas de todos, y caer los puentes levadizos y salir los heraldos a las barbacanas, para dar paso y anunciar al valerosos caballero D. Quijote de la Mancha, conocido en toda la redondez del mundo.

A estas palabras, hizo un movimiento de sorpresa el aeronauta, tal que por poco da una vuelta de campana el aeróstato, y no tuvo duda ya de que a la locura que le achacaban de bogar por los espacios en tan frágil nave había añadido la otra locura mayor de llevar en tan arriesgado viaje a un loco de remate por compañero.

Apresuró, pues, la bajada para dejar ese lastre peligroso en tierra y continuar él su camino a París, donde debía descender definitivamente dando tres vueltas a la torre Eiffel381, y antes de que atardeciera estaba D. Quijote al pie de la ciudad, donde, según lo prometido, salieron a recibirle el Príncipe y varios amigos suyos, que hacían de ayudantes.

Saludáronse con efusión y D. Quijote preguntó al Príncipe cuántos miles de años tardaría en llegar su escudero Panza a tal punto, montado sobre su mula coja y llevando de reata a Babieca; porque para la empresa de la conquista de Andorra hallábase sin escudero y sin caballo, cosa impropia de caballeros andantes; a lo que el Príncipe le dijo que miles de años no, pero que unos quinientos sí tardaría, como no fuera que algún gran pájaro de aquellos le cogiera con mula, reata y todo y los transportase como a él en un día, volando despacio.

-¿De manera -exclamó D. Quijote- que esos grandes pájaros, de la casta del que me trajo, pueden volar más rápidamente? ¡Pues éste bien que atravesaba el aire como una saeta!

-Sí que pueden -respondió el Príncipe-; sobre todo cuando cogen un viento favorable, que entonces en un abrir y cerrar de ojos se trasladan a mil leguas o más.

Comenzaron a subir la cuesta y D. Quijote, después de una pausa, volvió a rogar al Príncipe que le aclarara una cosa oscura que él había oído en su viaje y era la respuesta del caballero aeronauta de que él en persona había empollado el huevo de que había salido el pájaro aquel.

-Así es la verdad -respondió el interpelado-; porque el huevo de ese pájaro se empolló dentro de los sesos de ese que lo gobierna, como el germen de Palas dentro de la cabeza de Júpiter382; esto aparte de que hoy se empollan por los hombres los huevos de toda clase de aves, en unos aparatos que llaman incubadoras, y ya no han menester los polluelos para salir del cascarón las alas ni el abrigo de sus plumosas madres383; lo que admiró grandemente a D. Quijote, pues manifestó que de eso a echar al mundo seres humanos sin necesidad de madres también, no había sino un paso.

-Algo se trabaja para ello -dijo el Príncipe-; porque hubo un Fausto nigromante que fabricó en su laboratorio de alquimia, con los ingredientes de que el ser humano se compone, un hombrecillo llamado homúnculus384; pero se murió con el secreto, y no se ha podido volver a hacer de ésos; si bien hay otras incubadoras de niños, donde se ponen los que nacen a destiempo, que habían forzosamente de morir, y se les da calor y alimento que en el claustro materno debieron seguir teniendo, y se les saca luego de edad natural, tan sanos y robustos, que a todos les tira luego la afición al ejercicio de las armas y de la andante caballería y son los más esforzados en los combates.

-Creed, Príncipe -exclamó D. Quijote-, que eso de los caballeros andantes salidos de incubadora es lo que más me interesa; porque, si ello es así, en escogiendo muchos niños nacidos a destiempo y poniéndolos en esa máquina de nueva invención, sacaría yo, como llueca, una pollada de andantes caballeros, que bastaría a regenerar la decaída afición al noble ejercicio de la caballería, que aquel Cervantes Saavedra, traduciendo la crónica burlesca de Cide Hamete, quiso desterrar y hubiera desterrado del todo, si yo no hubiese vuelto al mundo de los vivos.

En esto llegaron cerca de los tres castillos que hay en la Seo de Urgel, y haciendo un pequeño alto, contemplaron desde allí la ciudad, que conserva sus viejos pergaminos como un noble arruinado: la Orgia de Ptolomeo385, con su catedral románica, que parece una fortaleza386, denotando la existencia de aquel Sacro Imperio de sus Obispos proveniente del siglo IX, por cesión de los Condes de Urgel sobre los vastos Estados de Andorra387, que D. Quijote se proponía conquistar para cumplir su palabra y para hacer la Unidad Ibérica.




ArribaAbajo Capítulo XVIII

De la estancia de D. Quijote en la Seo de Urgel y de su entrevista con el Conde y relación que éste le hizo de sus desdichas


Cuando D. Quijote vio aquellos castillos eminentes, sobre todo la torre de Solsona388 y la Ciudadela389, pensó que algún Obispo de la Edad Media guerreador y andante, de aquellos que lo mismo llevaban la mitra a las catedrales que la lanza a las batallas, y entonces no sólo echó de menos a su escudero, sino a su gran caballo Babieca, heredero de las glorias de Rocinante, flaco y peloso como él, bravo como el caballo de Santiago, y sin el cual sería un guerrero de a pie, y había de parecer al Obispo de muy humilde condición.

Tranquilizole sobre ello el Príncipe, diciéndole que él conocía bien a aquel Obispo, y que le había hallado muchas veces leyendo el libro de Cervantes: por lo que, al ver a D. Quijote en persona, no podía dudar de que, aun sin caballo, era caballero, y de medirle como a tal; tanto más cuanto que su Ilustrísima, a causa de cierta dolencia, no podía sentarse fuertemente, ni menos sobre caballería; de manera que le vendría muy bien tener el duelo a pie, espada en mano, si no prefería rendirse a discreción y entregar en capitulación los estados de Andorra.

-¡Que me place! -dijo D. Quijote-; porque si he de esperar a que venga Panza con Babieca de reata, desde donde los dejé, y si éstos han de tardar quinientos años, como dijisteis, en tan largo plazo es posible que no exista ya Obispo de Urgel, ni Panza, ni Babieca, dado que yo pueda quedar para contarlo.

-Eso opino -respondió uno de los ayudantes del Príncipe-; que no hay que aguardar a escudero ninguno, y que cualquiera de nosotros hará de tal si fuera menester, y entre tanto bueno será que encaminemos todos al Palacio del antiguo Conde de Urgel, que, enterado de que había de llegar el señor D. Quijote, le tiene preparado alojamiento.

-¿Todavía vive el Conde de Urgel que hizo donación al Obispo de su señorío de Andorra? -preguntó D. Quijote.

-No vive -respondió el interpelado-, pero sí un sucesor suyo, que tiene grandes y añejos agravios con el Obispo; pues, según parece, después que su antecesor hizo la donación de sus estados, semejante a la de Pipino a los Pontífices390, llegó a tal la crueldad del Prelado, que le mandó sacar los ojos y le confiscó su hacienda privada, menos ese castillo, que está protegido por la Justicia celeste contra los detentadores, pues apenas esbirro, soldado o asaltante tratan de acercarse a él con intenciones expoliadoras, vomita fuego espontáneamente de sus almenas, y pone en vergonzosa fuga a los forzadores. Así que primero el Conde con los ojos sacados y luego su hijo, y ahora su nieto o tataranieto, se han albergado allí como único asilo que les quedó, a donde no pudo llegar la furia de su enemigo; y por ello vos podéis ir, pues que sois como un vengador de esa ingratitud y felonía, y éste es el mayor agravio que podéis desfacer.

Oyó D. Quijote atentamente la historia de los condes de Urgel y de aquel castillo maravilloso, y dijo que enseguida quería visitar al último Conde y ofrecerle su espada y ayuda; alabando la misión cuasi divina de los caballeros andantes, que en casos como éstos pueden enderezar en una hora entuertos de luengos siglos, y hacer la justicia ejecutiva y sobrehumana que no alcanzan los jueces de la tierra.

Encamináronse, pues, hacia el castillo del conde, que no era otro que el de Solsona; cuyo comandante militar, muy amigo de los del Veloz-Club que combinaban aquellas aventuras y, enterado de ellas, consintió en que uno se disfrazara de Conde de Urgel, con una gran peluca blanca desgreñada y unas luengas barbas postizas que le llegaban a la mitad de la cintura y unas fortísimas gafas ahumadas y una bata con sus cordones amarrados a la cintura, que parecía un hábito de San Francisco; el cual esperó así la llegada de D. Quijote, en una sala del castillo adornada adrede con las más viejas armaduras y los arreos militares más anticuados.

Llegó D. Quijote con el Príncipe y sus ayudantes, y quedó suspenso al ver al Conde de Urgel, que parecía propiamente ser aquél del siglo IX que hizo la donación; tanto más cuanto que aquellas gafas negras denotaban la ausencia de la visión y semejaban puestas para encubrir las feas huecas de los arrancados ojos.

-Aquí tiene Vuestra Excelencia, señor conde -dijo el Príncipe-, al ínclito y jamás vencido caballero D. Quijote de la Mancha, y aunque con esos ojos muertos no le pueda mirar, creo yo que con los del espíritu lo verá en la plenitud de su bizarría.

-Dios sea loado -dijo el conde-, pues que puedo tener ante mí y, si no con ojos carnales, con los otros del alma inmortal y clarividente, contemplar al noble paladín que puedo llamar el Deseado; tanto anhelaba su llegada, y doy gracias a Vuestra Alteza, señor Príncipe, por habérmelo traído y guiado a este castillo del infortunio.

-Yo soy -exclamó D. Quijote- el que debo loar al cielo por haber determinado ponerme en camino de venir a esta mansión, a ofrecer mi espada y mi ayuda al noble Conde de Urgel; que si es cierta, y no puedo dudarlo, la historia que me han contado de vuestras desdichas, es la más lastimera de cuantas llegué a escuchar de pechos doloridos, y merece por sí sola la más grande de todas las reparaciones.

-Sí es cierta, señor caballero -dijo el conde, invitándole a tomar asiento en un sillón de baqueta como a los demás recién llegados en los respectivos suyos, y buscando él a tientas uno y asentándose cabe la chimenea, donde algunos tizones lanzaban resplandores rojizos, añadió-: Esa historia la conocen todos en esta comarca y, pues os la contaron, no tengo duda de que la han referido fielmente. Sólo he de añadir, por si olvidaron algunos detalles de ella, que mi bisabuelo, el último señor de Andorra, Conde de todos estos lugares, que tenía este castillo llamado entonces Castillo Hermoso, hallándose en peligro de muerte allá en el año novecientos de nuestra era, determinó llamar al Obispo y éste, prometiéndole el perdón de sus pecados, consiguió de él la cesión del Imperio de Andorra. Pero en vez de morir, sanó el moribundo, y dueño el Obispo ya de las plazas de armas y del dominio de aquel Imperio vastísimo, temiendo que de vivir el Conde pudiera pensar en recobrarlos, le mandó matar, prendiéndole sus esbirros y llevándole a lo más intrincado de los Pirineos, donde por lástima le dejaron con vida; pero arrancándole los ojos para que no pudiera volver a aquellos lugares y se encargaran las fieras de lo demás de su cuerpo.

-Imaginad ¡oh valeroso D. Quijote! el dolor de aquel anciano, solo, manándole sangre las cuencas de su faz, errante en las tinieblas como otro Edipo, pero sin los amables lazarillos de sus piadosas hijas...391 Así vagó por peñascos, yendo a tientas y a pique de caer por el borde de los derrumbaderos y abismos, clamando inútilmente auxilio en las noches, y en los días, que eran también noches para él, y sin hallar a mano alimento alguno.

Tres días completos vagó de esta manera, por medio de las nieves, azotado de las ventiscas o expuesto a ser devorado de lobos y osos en los espesos pinares. Pero al cuarto día, cuando rendido de fatiga y de hambre se echó al suelo para morir, sintió suave calor en su rostro y como un beso húmedo en su mejilla, y luego que una ubre se le acercaba a la boca, que ansiosamente sorbió de aquélla el maná que destilaba. No podía ver lo que era, pero palpó y halló ser una gacela bienhechora, que, como enviada del cielo, le daba alimento y le calentaba con su vaho.

Así pudo reanimarse y alzarse del suelo; pero la gacela no le dejó de ningún modo, y antes bien aquella Antígona de la selva le guiaba, apartándole de los peligros, llevándole por las sendas más practicables, hablándole con su quejumbrosa voz y dándole siempre el alimento de sus ubres. Por el día le separaba de las nieves y le conducía por sus pasos a los más apacibles sitios, y por las noches le hacía entrar en las cuevas o huecarrones de aquellas montañas, donde ella por instinto sabía que no moraban los osos ni los lobos. Él entendió bien pronto la voluntad de la gacela, pues con su balido le atraía, e iba delante de él como perro de ciego.

De esta manera bajaron de las riscas de los Pirineos a los valles, y de los valles pasaron a las llanuras, y entraron una noche en el viejo Castillo Hermoso, en éste en que os halláis y que dejó el Obispo desierto de servidores. Todo estaba en su lugar, y fácilmente pudo el Conde subir y recorrer sus estancias, guiando él entonces a la gacela. Allí vivieron la gacela y el conde, sin ser notados; pero cierto lebrel de fino olfato que iba en una montería delató la existencia de la res, y entonces los cazadores, que eran de la servidumbre del Obispo, se acercaron y descubrieron y reconocieron al conde, aunque sin ojos.

Súpolo el Obispo y mandó que buen golpe de su gente rodeara el castillo y entrara para dar muerte al anciano; pero, en el punto en que hacia aquí se dirigían, la gacela se transformó en la hija del conde, que éste creía muerta y que estaba recién parida y acompañada de su vástago, la cual le dijo que dejaba su figura de gacela para no ser descubierta más por galgos y podencos; que ella había, por mandato divino, tomado aquella forma para correr más velozmente hacia los Pirineos y libertarle, y que no tuviese cuidado alguno del Obispo, pues el cielo mismo tenía determinado que nunca pudieran aquél ni los suyos acercarse a tiro de ballesta al castillo, y que éste se defendería solo, sin guerreros, vomitando fuego de sus almenas por todas las aspilleras y barbacanas, como si estuvieran guarnecidas de mosquetería y de cañones.

Eso sucedió, y fue que, al acercarse las gentes de armas del Obispo, comenzaron las almenas solas a disparar mortífero fuego, que ahuyentó a aquéllos. Acudieron más y tampoco pudieron aproximarse a este castillo, que parecía de pirotecnia; cayendo muertos muchos y otros heridos mortalmente. Seis veces se renovó la batalla y siempre tuvieron que huir los sitiadores. Y por fin, cuando el Obispo mandaba a alguno con siniestra idea, para que en la oscuridad penetrase y degollase al conde, siempre un certero disparo de alguna aspillera desguarnecida le hacía caer muerto o moribundo.

Así ha venido sucediendo en diferentes tiempos, y es que no hay mejor defensor que el brazo de la divina Justicia, ni ojo más certero que el ojo de la Providencia.

La gacela, o séase, la hija del conde, había dado a luz su vástago, que se convirtió en niñero, pero ciego, sin duda de tanto considerar ella y mirar con dolor la ceguera de su padre, y así hubo un sucesor de esta casa de Urgel y de sus derechos. Todos los vástagos hasta mí han sido varones, pero ciegos igualmente, y yo, el último, lo soy también, y como sólo entran aquí por divina permisión los que vienen como amigos o aliados, o con intenciones sanas, por eso habéis podido llegar a este salón de mis mayores, donde están todos sus trofeos; y porque he leído mucho de vuestras proezas y yo deseaba un caballero que recuperase de manos del Obispo el Imperio usurpado de Andorra, aunque pase a otros extraños y no a la casa de Urgel. Por eso os llamé el Deseado y ahora os puedo llamar el Enviado del cielo.

Todo esto, dicho con la voz temblona propia de la decrepitud del conde, conmovió a D. Quijote, tanto que, levantándose de su asiento y poniendo la mano sobre la cruz de la espada de Hernán Cortés, juró al Conde que él recuperaría el Imperio de Andorra; aunque sentía no poder hacerlo para la casa de Urgel, por tenerlo prometido a otra nueva dinastía, ignorante del caso, y creyendo que los condes de Urgel lo habían traspasado de grado y no in articulo mortis por episcopales insidias. Pero además prometió al Conde que había de vencer y humillar a todos los ejércitos del Obispo, y que había de traerle la cabeza de éste, por pérfido y traidor, si dejando a un lado lo de Obispo se le presentaba en palenque como guerrero.

Celebraron mucho entre sí los ayudantes el ingenio y la propiedad con que había referido el fingido Conde la historia de su antepasado y de la gacela y representado aquella escena con ademanes y voz de ciego ochentón, mientras D. Quijote se entretuvo en mirar todas aquellas armaduras llenas de moho, de cuyos huecos habían desaparecido los cuerpos, cabezas, piernas y brazos de sus campeones.

Temiendo el Príncipe que D. Quijote tratara de cumplir su palabra al fingido Conde sobre llevarle la cabeza del Obispo de la Seo de Urgel, aprovechó aquella coyuntura en que curioseaban solos los trofeos del salón para decirle que, aunque era verdad cuanto el Conde había referido, había de tenerse en cuenta que el Obispo que tales cosas hizo y que hubiera merecido que hubieran puesto en la picota su cabeza, no era el que ahora vivía, como por mala inteligencia y confusión de fechas podía D. Quijote creer, sino el otro Obispo del año novecientos, a que la historia se contraía; y aunque el Imperio de Andorra fuera usurpado entonces, con el transcurso de más de mil años bien podía tenerse por borrada aquella mancha; cuanto más que todos los imperios del mundo adolecían de iguales o parecidos vicios de origen, y si queríamos deshacerlos y reintegrarlos a sus legítimos dueños, los Reyes cristianos de España debían buscar a los sucesores de los árabes, para devolverles sus reinos que les usurparon en la Reconquista; los árabes buscar luego a los visigodos, a quienes los quitaron con la invasión sarracena; los visigodos averiguar dónde estaban los romanos a quienes despojaron; los romanos ir en busca de sus anteriores dueños, los cartagineses, y éstos de los fenicios, hasta llegar a Túbal y Tarsis392, cuyos legítimos descendientes serían los verdaderos señores, a quienes había que hacer la restitución. Y, como se ignoraba dónde estaban esos nietos, tataranietos y últimos descendientes de los primeros pobladores de España, lo mejor era dejar a cada uno lo que hoy tuviera, pues tan ilegítimo era esto como dárselo a su anterior en despojo.

Quedó D. Quijote perplejo, oyendo este razonar, y pensando que en efecto los derechos del Conde de Urgel debían de pertenecer en últimas a los descendientes de Túbal, y lo difícil que era encontrarles; pero resolvió el caso diciendo que hay diferencia de la conquista por la espada, que siempre ha sido un derecho y que se ajusta a las leyes de caballería, a la usurpación por una absolución in articulo mortis, que es lo que allí había acontecido; y que si este Obispo no era el usurpador mismo, gozaba de lo usurpado a sabiendas, y se hacía reo de aquel desafuero; a más de que de los pecados de los padres responden los hijos hasta la quinta generación393.

-El caso es -respondió el Príncipe- que este nuevo Obispo, que es amigo mío y al que tengo determinado presentaros, tampoco es hijo de aquél del siglo IX, al que se achaca ese desaguisado; y la sentencia de la Sagrada Escritura no reza con los que suceden en un cargo o beneficio civil o eclesiástico a sus antecesores que fueron culpables. Así que mejor que cortarle la cabeza será que le hagáis vuestra demanda, y si no accede, le retéis a ley de caballero, y si es vencido, quede despojado de aquel Imperio que no le pertenece, y que por la ley de conquista vendrá a ser vuestro, y respetéis siempre aquella cabeza, de la que no pueden separarse lo sacerdotal de lo marcial.

-A lo menos -dijo D. Quijote-, el dedo índice de la mano derecha sí he de quebrarle.

-¿Cómo es eso? -preguntó el Príncipe con extrañeza.

-Porque en él -respondió el caballero- lleva el anillo pastoral, y prometido he a Dulcinea ir quitando a los enemigos vencidos estos anillos de aequites394, para irlos reuniendo, hasta aportar al matrimonio con mi dama tantos miles de fanegas de sortijas como ella tiene ya recogidas de igual modo.

-Tampoco habrá necesidad de aquello -objetó el Príncipe-; porque, si siendo vencido, él os entrega no sólo el Imperio sino el anillo también, podéis dejarle el dedo sano y en su lugar, pues fanegas de sortijas y no de dedos es lo que habéis prometido acaparar.

-Sea como lo decís -exclamó D. Quijote-, que aquel día estaba de buenas; con tal de que el Conde me levante mi palabra empeñada de traerle la cabeza del Obispo.

-Tal lograré -respondió el Príncipe-; pero antes de la declaración de guerra, quiero yo conozcáis y tratéis a ese Obispo, que es hombre forzudo, y creo que en su juventud debió de tirar mucho a la barra395 y jugar a la pelota396, según lo desarrollado de sus brazos. Él se holgará también de veros, y puede ser que, sin choque ni derramamiento de sangre, lleguéis los dos a un razonable acomodo; y yo intercederé con el conde, según dejo ofrecido, para que haciendo diferencia entre el Obispo que expolió a su progenitor y quiso asesinarle y éste, que se lo encontró todo hecho ha mil años, se contente con que sea vencido y humillado por vos y desposeído de su Imperio, sin el aditamento de la cabeza, que tampoco el Conde podría ver ni reconocer, por ser ciego de nacimiento.

Consintió D. Quijote y, consultado el caso con el conde, éste levantó la palabra al caballero, rogándole que, pues aquél de quien se trataba no era el Obispo de hacía más de mil años, ni el culpable de aquellos crímenes, no se le cortara la cabeza, sino sólo se le venciera y desposeyera, entregando el Imperio de Andorra a Juan Panza, a quien D. Quijote lo tenía prometido.

Comieron alegremente todos en casa del Conde y éste, con su voz temblorosa y acabada por los años, brindó por el caballero, que había llegado empujado por el destino para enderezar en lo posible aquel antiguo entuerto; exigiendo a D. Quijote que impusiera por condición al Obispo, luego que le venciera, que dejase ir y venir libremente fuera del castillo a los condes de Urgel; porque ahora sólo podían vivir dentro, por la natural defensa que en aquel castillo tenían del cielo, sin que les fuera dado trasladarse a otros puntos sin correr riesgo de la vida.

Todo lo aseguró D. Quijote, bajo su palabra, diciendo que era preciso deshacer aquel tuerto a todo su poderío, y el Príncipe quedó en ir de mensajero al Palacio episcopal, para solicitar la entrevista de aquél y el prelado, en sitio neutral, cada uno acompañado de dos ayudantes; done había de parlamentarse sobre el nuevo caso de guerra que con la presencia del caballero sobrevenía.




ArribaAbajo Capítulo XIX

Que trata de cómo parlamentaron D. Quijote y el Obispo de la Seo de Urgel y demás famosos incidentes que ocurrieron


Cuando D. Quijote, ya retirado a su habitación, oyó los agudos toques de los clarines que llamaban al descanso a la tropa del castillo, creyó que todos los ejércitos del Obispo venían sobre la fortaleza y contra él para sorprenderle y degollarle; así que saltó de la cama y empuñó la tizona; mas viendo que, cesados esos toques, no se oía ya ni movía una mosca, pensó que esos ejércitos eran deshechos o por lo menos rechazados por la natural virtud de aquella fortaleza de matar o dispersar a sus enemigos, vomitando fuego espontáneo por todas partes. Mas, como no oyó el estrépito de los disparos de bombardas y arcabucería, supuso que acaso el combate sería aquella noche al arma blanca, y que al asalto de los que atacaban, las piedras todas de la fortaleza se habrían convertido en picas, lanzas y espadas tajantes, para rechazarlos.

Volviose al lecho, seguro de que no era menester su ayuda, y durmió ocho horas sin sentir el nuevo toque de aquellos clarines a diana. Cuando se levantó era cerca de mediodía, y ya estaba el Príncipe de vuelta de cumplir su misiva con el Obispo.

-Su Excelencia -dijo a D. Quijote- me ha recibido muy cortésmente; pero cuando supo que un solo caballero quería conquistarle su Imperio se sonrió con desdén, y ya iba a dar por terminada la entrevista negándose a parlamentar. Mas, como yo le dijera que ese caballero era el valeroso D. Quijote de la Mancha, se le mudó la color del rostro, y ya cambió de opinión, diciéndome: «Id y contestad al señor D. Quijote que con él sí parlamentaré; que bien sé que, aun yendo solo, será capaz de acometer a todos mis ejércitos juntos, y en caso favorable alancearlos y dispersarlos, como hizo con aquellos escuadrones donde iba Alifanfarón de la Trapobana y Pentapolín el del arremangado brazo».

-¿Eso dijo? -preguntó D. Quijote-. ¿De manera que él sabía que aquellos eran ejércitos y no manadas de carneros, como los pintaba el moro mi cronista? Conócese, añadió, que ese Obispo debe de ser ducho en descubrir, a través de las desfiguraciones de los falsos historiadores, la verdad de las cosas, y se trasluce así mismo que ha de estar muy al cabo de las vicisitudes prósperas y adversas de los caballeros y del alcance de sus temeridades.

-Vaya si es ducho y está al cabo de todo -dijo el Príncipe-. Como que, según me contó, había sido caballero andante también, cuando más joven; sólo que después de haber realizado mil hazañas por una cierta doncella andariega dueña de su albedrío hallola con otro diciéndose ternezas en un bosque, y como ellos huyeron y no pudo darles alcance, ciego de ira comenzó a arrancar de cuajo todos los árboles del bosque aquel, que eran testigos de la infidelidad, echándolos por alto como un huracán, y eso que algunos tenían más de cuatrocientos años y eran de tronco tan grueso como una torre. Y luego de haber dejado el bosque pelado, como Dulcinea os dejó la media cabeza vuestra, decidió hacerse ermitaño, y tal fue su piedad, que llegó su fama a Roma, y de allí salió que fuese nombrado Obispo de Urgel, para que como Obispo tuviera toda la virtud que de ermitaño tenía, y como emperador de Andorra y jefe de sus ejércitos pudiera renovar, si era menester, sus hazañas y poner en juego sus hercúleas fuerzas.

-¿Tantas tiene? -preguntó D. Quijote, deseoso de saber con cuál adversario tenía que habérselas-; contadme otra hazaña, porque eso de arrancar árboles de cuajo ya lo hizo Orlando al ver a Angélica con Meodoro397, y no es cosa que pruebe nada, pues bien sabido es que el hombre, en acceso de locura amorosa, saca fuerzas desconocidas e increíbles.

-Para probaros sus fuerzas, sin ese aditamento, os diré -interrumpió el Príncipe- que en sana paz, y sin acceso de furia ninguna, es público en Urgel que, sólo al decir dominus vobiscum398, desde el presbiterio de la catedral, en un día de fiesta, dio sin querer al abrir las manos al púlpito que a la derecha estaba y que era de piedra serpentina399, enclavado en la columna del templo y sostenido por dos grandes angelones de berroqueña, y lo derribó, hallándose encima ya preparado el predicador, lo que produjo el consiguiente pánico y el desmayo de muchas damas; salvándose el predicador por milagro, pues el púlpito quedó volcado y hecho pedazos.

-Ésa sí es prueba -dijo D. Quijote-; que por lo que un hombre hace naturalmente y sin esforzarse puede colegirse lo que hará poniendo en ellos fuerzas y empeño; mas os digo que no han de servirle conmigo en ninguna manera, porque una cosa es la fuerza y otra el valor, la temeridad y la destreza en los peligros, y en eso no ha de aventajarme ni vencerme, aunque haya arrancado más árboles de cuajo que las más formidables trombas. Ello no obstante y sea cual sea el resultado de aquesta empresa en que me encuentro empeñado desde que me levanté de la cripta, iré antes a parlamentar en las condiciones que hayáis acordado, y me excederé con mi adversario en cortesanía, que ésta no amengua el valor y antes es su mejor gala.

Explicó el Príncipe a D. Quijote que las condiciones establecidas para celebrar aquel parlamento eran: sitio neutral, un campo próximo al castillo del conde, al que no podían acercarse los guerreros del prelado sin que el castillo los destruyera; hora, la caída de la tarde de aquel día; momento preciso, el de la puesta de sol; acompañamiento, D. Quijote iría con dos ayudantes de su confianza y el Obispo con otros dos de los suyos; ceremonia, se acercarían y saludarían, haciendo D. Quijote la fórmula de ir a hincar la rodilla, para besar el anillo pastoral, levantándole y no consintiendo el Obispo esa reverencia.

Conforme D. Quijote en todo ello, y avecinándose la hora de la cita, vistiose sus armaduras, se ciñó su espada, y a poco volvieron el Príncipe y otro ayudante, que habían de acompañarle, dirigiéndose todos, por detrás de la fortaleza, al campo convenido.

No tardó en aparecer el Obispo con sus dos ayudantes también; el cual iba vestido en traje de calle, con su sombrero de canal400 negro de forro verde y su túnica de botones morados, y un bastón que le servía de sostén al parecer, pero que bien podía tomarse por maza guerrera. Este Obispo era, como el Conde de Urgel, un camarada del Veloz-Club, que había venido con los demás a continuar aquellas sabrosas escenas y que, disfrazado de Obispo, acudió con sus compañeros a parlamentar con D. Quijote, y llevaba el bastón aquel, haciéndose el valetudinario, pero en verdad no fiando del todo en la cordura y serenidad del caballero. Por ello habían concertado los del Veloz que hiciera de Obispo de Urgel el más fornido y hábil, o sea aquél, que, además de su fuerza natural, tenía la ventaja de ser un consumado tirador de esgrima y de manejar el palo diestramente, a estilo vascongado401.

Avistados los de ambos bandos y cumplidas las ceremonias estipuladas, dijo el Obispo que tenía gran placer en ver restaurado, como pintura de cuadro antiguo, al esforzado caballero D. Quijote, y que deseaba saber en qué podía servirle, que no fuera en mengua de la Iglesia y de su Imperio de Andorra.

-Vuestra Excelencia -dijo D. Quijote- pone con esa última cortapisa tal embarazo a mi demanda, que veo en ella una anticipada y negativa respuesta; porque es el caso que yo soy el obligado a servir en todo y reverenciar a Vuestra Excelencia, como a Ministro del Altísimo, mas no en lo relativo al Imperio de Andorra, que es la materia de esta entrevista.

-Veamos -exclamó el Prelado- qué es lo que sobre ese Imperio deseáis, y si es un permiso de pasar por sus territorios para vos o para algún ejército vuestro, o cosa semejante en que suelen servirse mutuamente los reyes y emperadores, yo os lo otorgaré de grado.

-No es eso, sino más -respondió el caballero-; y es que tiene Vuestra Excelencia ese Imperio por causa de que su antecesor del siglo IX forzó o inclinó la voluntad de un moribundo a que se lo donase y yo empeñé la palabra de conquistarlo para donarlo a mi vez a mi escudero Panza y a su mujer e hija, a las que prometí hacer Princesas, y pido deje Vuestra Excelencia de grado esa imperial corona y me otorgue acta de cesión de todos esos vastos dominios temporales, quedándose con lo espiritual que le incumbe.

-Señor caballero -contestó el Obispo-, ya decía Plinio que era ardua tarea dar novedad a lo antiguo y claridad a lo oscuro402; y traigo esto a cuento para persuadiros de que no es fácil averiguar lo que pasó realmente en el siglo IX con la donación de Andorra, ni si fue por voluntad libérrima de aquel Conde de Urgel o por sugestión in articulo mortis, como se ha inventado. Aun siendo de origen vicioso, el tiempo y la prescripción, que reconocen las leyes civiles y eclesiásticas, todo lo sanean, y sano ha llegado a mí ese Imperio, en cuya quieta y pacífica posesión me hallo con mis antecesores más de mil años; que no creo haya otro imperio más antiguo, sino el de la Santa Sede sobre Roma; y lo que vos proponéis es despojo, por la amenaza, y en su caso por la violencia, renovando con estos mis estados episcopales lo que hizo el Rey Galantuomo con los Pontificios403.

-No sé qué haría ese Rey, ni nunca oí hablar de él -respondió el caballero-, y para mí que todavía el Papa reinaba en sus estados; pero notad la diferencia de un caso y otro, y es que Roma fue donada sin fuerza ni miedo, por Pipino y Carlomagno al Supremo Pontífice404, y aquí sólo por miedo a las penas del infierno y por precio de una absolución fue traspasado ese Imperio; y no es deshacer esa donación dar novedad a cosas añejas, sino restaurar el derecho y la justicia; ni hay oscuridad en el caso, cuando está vivo y parlante ese castillo de los viejos condes, donde se conserva la tradición de padres a hijos, y que por permisión divina y como testigo de mayor excepción se alza y subsiste. En cuanto a eso de la prescripción, no sé más ley que el natural derecho en mi conciencia escrito, y mi espada dispuesta a defenderlo, y en él no entran tales concesiones a la injusticia y al dolo. Con que así, abreviemos y déme Vuestra Excelencia una categórica respuesta: sí o no; que yo me holgaré sea afirmativa, para evitar todo choque entre vuestros ejércitos y mi lanza.

-Pues que queréis una respuesta categórica -dijo el Obispo-, os digo que no, que jamás cederé mi Imperio, como no sea por la fuerza de las armas, que obligado estoy con ellas a sostenerlo; y para que sepáis en cuál empresa os metéis, os aviso que tengo medio millón de hombres equipados y armados, que a una señal de mi báculo bajarán de esas montañas sobre el que atente a mis dominios.

-Creía yo que era un millón -dijo D. Quijote-, y no me arredraba. Siendo medio nada más, comprenderá Vuestra Excelencia que me siento con más bríos. Conque así, sabida vuestra determinación, demos término a nuestra plática; pero todavía quiero daros un plazo de tres días, para que penséis mejor la conveniencia de evitar a vuestros ejércitos la nunca vista matanza que he de hacerles, y de entregarme ese Imperio, si es que ese río Segre405 tenga que llamarse en lo sucesivo río Sangre, por la mucha que ha de llevar durante años enteros, si la batalla se libra.

Saludáronse los dos y se retiraron, con sus ayudantes cada cual, D. Quijote hacia el castillo del conde, y el Obispo hacia una calesa que esperaba para irse a su Palacio, de incógnito; y de toda la conferencia dio cuenta el caballero al conde, diciéndole que en aquellos tres días de plazo tenía que buscar caballo y escudero, y hacer que éste le limpiara y preparase sus armas para tan empeñado combate.

El Príncipe había sugerido a D. Quijote aquello del plazo, porque ya no sabía cómo podría el fingido Obispo salir adelante con su ficción, ni de dónde había de sacar aquel medio millón de guerreros, que sin cautela había dicho bajarían enseguida de aquellos riscos a luchar con el caballero, y quiso en esta tregua ver de buscar a ello solución, aunque fuera aparente. Por fortuna, el comandante general del castillo de Solsona, que lo era al mismo tiempo de la plaza de Urgel y que se solazaba mucho con aquellos lances e invenciones, admirando la locura quijotesca del caballero, dijo al Príncipe que tenía orden de hacer con las tropas de la plaza y otras comarcanas un simulacro, y que lo adelantaría, para que fuese a los tres días cabales y creyese D. Quijote que todos aquellos batallones eran del prelado, y que todo aquel fuego de simulacro iba contra él, para ver qué hacía, y si se arredraba o no ante tantos enemigos; por lo que las tropas simularían un ataque para tomar el puesto en que estuviese el caballero, y luego una retirada, sin llegar a ocuparlo.

Así quedó combinado, esperando todos con impaciencia el vencimiento del término, y propuestos a llevar a D. Quijote al punto estratégico a donde debían dirigir sus operaciones las tropas del simulacro.

Arrepintiose D. Quijote de haber concedido aquel plazo, porque la impaciencia y nerviosidad por acabar aquella empresa y conquista no le dejaban reposo. Así que pasó dos días inquieto y desazonado, requiriendo a cada momento la espada y dando mandobles al aire, para adquirir destreza en su manejo, o probándose el casco regalo de la Emperatriz de Villacañas, o blandiendo la lanza contra imaginarios enemigos. Lamentábase de no tener escudero ni caballo, y se habían hecho diligencias de un palafrén, que le pareciese a Babieca, pues lo del escudero no era tan preciso; pero en la tarde del segundo día, estando el caballero reconociendo por una de las almenas el campo, vio venir por la carretera una pequeña caravana, compuesta de una amazona a caballo, con traje largo de viaje y sombrero de gallardas plumas, y luego uno que le pareció Panza, montado en una mula que cojeaba, y llevando amarrado detrás el ronzal de un jaco in extremis. Eran efectivamente Panza y Babieca, y la amazona, la Emperatriz de Villacañas.

Avisó D. Quijote la oportunidad de aquel arribo y salieron todos a recibir a la viuda y al escudero y Babieca, con grandes muestras de regocijo, y aquélla les contó cómo, habiendo ido unos días al Escorial, encontró al cabo de ellos que Panza llegaba con su recua, extraviado, muerto de cansancio y de hambre, y Babieca harto estropeado y en esqueleto; y que, al referir Panza que se enderezaba hacia Urgel, a donde había ido en globo D. Quijote y le esperaba el Príncipe hermano de la Emperatriz, determinó ella que todos se dirigieran en el hipogrifo de los caballos de vapor desde el Escorial a la estación más próxima a Urgel, y desde ella, caballeros en sus palafrenes, hasta donde D. Quijote y el Príncipe debían de estar.

El júbilo les rebosó a todos en los semblantes, y el Príncipe, en un aparte, contó brevemente a su hermana cómo habían entrado todos en bureo406 y lo que tenían determinado sobre la batalla que D. Quijote había de librar con los quinientos mil hombres del Obispo, prometiendo contarle los sucesos anteriores desde que D. Quijote llegó a casa de D. Lucas, holgándose mucho la viuda de poder ser testigo de aquel combate, y de lo que se combinara para la definitiva conquista de Andorra.

Enseguida la Emperatriz preguntó a D. Quijote si había quedado contento del servicio del hipogrifo, y él respondió que sí, y que jamás vio monstruo tan espantable y tan bien domesticado; si no es el águila caudal que le había llevado en una noche desde Venecia, donde había el caballero salvado a Desdémona, hasta Urgel, en que ya estaba a las puertas del Imperio apetecido.

Díjole la Emperatriz que ella podía poner en pie de guerra trescientos mil hombres, para ayudar al caballero contra los quinientos mil del Obispo; pero aquél declinó muy agradecido tan valioso ofrecimiento, respondiendo que él había hecho ya ánimo de pelear contra un millón, que creía eran los que el Obispo opondría, y que, reducidos ahora a la mitad, no había menester más tampoco que la mitad de su ánimo y esfuerzo.

En estas conversaciones volvieron al castillo del conde, donde fue muy bien atendida la Emperatriz, según su rango, y Panza, según el suyo, y se mandó llevar a las caballerizas las mulas y Babieca, y darles todo el pienso que quisieran hasta hartarles, para ver si recobraban fuerzas y podían entrar en la batalla preparada. Y entre tanto D. Quijote obligó a Panza a limpiarle todas las armas, que debían relucir como venecianos espejos; menos el casco aquel consabido, que no podía salir de su color achocolatado, que el caballero creía ser un especial pavón407 de su bien templada lámina.




ArribaAbajo Capítulo XX

De los coloquios y preparativos de D. Quijote y Panza, y de la reñida y sangrienta batalla del caballero contra los ejércitos episcopales, en el paraje de los Cuervos


-Todo tiene su término y remate en este bajo mundo, ¡oh Panza! -exclamó D. Quijote al verse a solas con su escudero-. Los ha tenido mi encantamiento e inercia de trescientos años y los va a tener mi proyecto de coronarte emperador de Andorra, en la batalla que mañana se ha de librar; y ya me veo, como Aníbal a las puertas de la soberbia Roma; solamente que él desaprovechó la ocasión de asaltarla incontinenti, y yo no he de perder minuto.

Y como el caballero explicara a Panza todo el curso de sus negociaciones hasta aquel día, en que había de decidirse la suerte por las armas, y como le dijera que no eran más que quinientos mil guerreros episcopales los que tendría que vencer a la mañana siguiente, Panza se quedó muy melancólico y decaído, temiendo que, aunque no fueran tantos, no sólo no tendría el Reino prometido, sino que se quedaría también sin amo y promisor408 en aquella jornada.

-No pongas cara triste -decía D. Quijote-, que las vísperas deben celebrarse como las fiestas. Y Panza seguía sin chistar, limpiando con una gamuza el orín de la armadura y de la espada; por cierto, sin poder sacarlo; tan añejo era y bien agarrado hallábase a los envejecidos aceros.

-¡Ay, Señor mío! -prorrumpió el buen escudero al cabo de una pieza, sin que nada le hubiera dicho más D. Quijote; y dando un gran suspiro se le saltaron las lágrimas de los ojos.

-¿Qué, hombre, qué? -exclamó aquél-; acaba tu discurso, empezado con ese lastimero exordio.

Y Panza le declaró, anudada la garganta de sollozos, que, llegados ya a trance tal, él no quería ser causa, por la ambición de un Reino de tres palmos de ancho por seis o siete de largo, de la muerte y descuartizamiento de su amo; manifestando su presentimiento de que allí terminarían sus esfuerzos y aventuras.

-De hombres es el morir -respondió D. Quijote-, y no te niego la posibilidad de que yo sea arrollado y muerto; pero si ese temor de la muerte debiera encoger el ánimo, dígote que sería el ser humano el más desventurado del planeta, porque no podría dar un paso, ni mover un brazo, ni mudar de sitio, ni comenzar una obra cualquiera, sin que ese siniestro pensamiento se le atravesara para detenerle; con lo que la vida sería una perpetua zozobra y un anonadamientos anticipado.

-No entiendo yo de esas filosofías -dijo Panza-; pero lo que sí me sé es que no todos los casos de la vida son tan expuestos a la muerte que hagan pensar en ella, y que hay otros, como éste de ir a pelear contra medio millón, en que el presentimiento de que ese hombre haya de morir es el más natural y el único que se cae de su peso.

-Tienes razón -dijo D. Quijote-, y por si muero en la demanda, que yo conozco que bien pudiera ser, te haré mis principales encargos, como si otorgara testamento nuncupativo409. El primero es que vayas a la Patagonia y des la noticia a Dulcinea, con mucha cautela, devolviéndole este anillo, signo de mi fidelidad; el segundo, que vayas a casa de D. Lucas Gómez, a pedirle en mi nombre perdón por mi arrebato de haberle roto su Buscapié; y el tercero, que recojas mi cuerpo y le des cristiana sepultura, en un sitio a la orilla del mar, donde están las que llaman Columnas de Hércules, en las que se hallaba escrito non plus ultra, indicando que no había tierra ninguna más allá; de las que España borró el non después, demostrando que estaba más allá el Nuevo Mundo por ella descubierto y conquistado, y donde, según he sabido, han vuelto a escribir ese non, para significar que de allí en adelante no habrá más tierra para nosotros. Allí me enterrarás, para que, si es verdad que pueden los muertos volver en alguna ocasión a este mundo a hacer alguna obra grande, por permisión divina, pueda yo levantarme de la fuesa y borrar con las uñas de mis descarnadas falanges ese non, como lo borraré, si vivo, con la punta de mi espada.

Esto último lo dijo D. Quijote pensando en su juramento sobre las Américas.

Panza prometió cumplir la última voluntad de su amo y, acabada la limpieza de la armadura y de la tizona, así como de la lanza, retiráronse a descansar caballero y escudero; aquél con el corazón firme, y éste con el ánimo acongojado.

Los clarines de la fortaleza, tocando alegremente a diana, despertáronles de madrugada; sobresaltándose Panza nuevamente y encendiéndose en ardor bélico el ánimo de D. Quijote.

-Ea, escudero mío -exclamó-, vísteme presto esa armadura, en que el sol va a tener esta mañana espejo clarísimo, y cíñeme esa espada, que va a resplandecer de gloria, y apréstame Babieca y mi lanza, y monta tú en tu palafrén, que la hora es llegada del combate.

Hízolo Panza todo a punto, menos lo de montar él en su mula, y D. Quijote le requirió de nuevo diciéndole que él, como escudero, debía seguirle en aquella batalla, aunque no usara de las armas, y sí solo para estar al reparo de lo que mandara su señor, como recado o aviso, o que le ajustara alguna espuela caída.

Panza, que había sido soldado pero flojo, andaba reacio todavía, hasta que preguntó muy humildemente al caballero si no pudiera hacer que él le siguiera como a media legua de distancia, porque él tenía mujer e hija, que perderían esposo y padre respectivamente; y que antes le diera los avisos, razones o encargos que quisiera y le dejara ajustarle las espuelas, tanto que no hubiera necesidad de reforzarlas, aunque la batalla fuera furibunda.

-Veo -dijo D. Quijote- que tiemblas como gacela. Sígueme, si quieres, no a media, sino a una legua, con tal de que puedas ver todo el campo del combate, y rescatar mi cuerpo, si caigo herido o muerto; que si eso no haces, no sé qué puedes poner de tu parte en la conquista de este reino, acometida en tu provecho.

-Sí haré, Señor -exclamó Panza-, y si muerto cae Usía, ya acudiré yo, antes que los grajos; aunque después de despejado el lugar de enemigos.

Montaron, pues, ambos y ya estaban a las almenas del castillo la Emperatriz de Villacañas y los ayudantes, menos el Príncipe, que bajó a decir a D. Quijote que se dirigiese hacia la eminencia llamada de los Cuervos, señalándola, y que en vez de atacar, aguardara allí a que se desplegaran en guerra los quinientos mil hombres del Prelado, venciéndoles conforme fueran llegando hasta él; aunque creía que muchos, al verle armado de todas armas y caballero sobre Babieca, retrocederían sin atreverse a llegar a aquellas posiciones; en cuyo caso sería la oportunidad de perseguirlos y rematarlos.

Pareció bien a D. Quijote, y con su escudero detrás, que miraba asustado a todas partes, dirigiose a las posiciones de los Cuervos, cuando ya el sol asomaba su redonda cara por los montes escarpados de Oriente.

-Vamos, Panza, aviva el paso a Babieca, que esta mañana no obedece a mi espuela como solía -dijo D. Quijote-; y oye otro encargo que te hago, por si perezco en esta desigual batalla, y es que el rizo de Dulcinea, que tengo entre mi ropa, donde tú sabes, lo entierres conmigo también junto a las Columnas de Hércules.

-¡Volvámonos, señor mío! -exclamó Panza otra vez antes de llegar-, y no pensemos en entierros en esas columnas, y siga viviendo Usía sin más que sus imaginaciones de fantasmas y endriagos! ¡Volvámonos, por las cinco llagas; que yo renuncio a la corona de este imperio, y si aquí estuvieran, también renunciarían a ella Panza Alegre y Pancica!

-Calla, corazón apocado -respondió D. Quijote-; que París bien vale una misa410, y no se tira un Reino por la ventana como tú quieres hacerlo; cuanto más que la fama y el honor de los caballeros son tales que, después de haber hecho miles de proezas, si una vez vuelven la espalda, es como si no hubieran hecho ninguna. ¿Quieres tú, cobarde y afeminado, que yo en este momento, después de tirar tu reino, tire por el suelo también mi honra?

Diciendo esto, llegaron a las posiciones de los Cuervos, lugar eminente, y pronto vieron en la distancia unas manchas obscuras que por los cerros y valles se movían.

-Ésos serán los ejércitos episcopales -dijo D. Quijote-; apártate tú lo más lejos que puedas para no estar entre el fragor de la pelea, y lo más cerca, para que veas y oigas cuanto pasa.

Hízose Panza a un lado, resguardándose y ocultándose en un risco, y pronto se desplegaron en la lejanía los batallones del simulacro, que tenían por objetivo el amago a las posiciones aquellas, y la retirada desde cerca de sus alturas; por lo que, de común acuerdo, el Príncipe hizo encaminarse a aquellos riscos a D. Quijote.

Avanzaron las tropas por el centro y uno de los flancos, y comenzó el fuego en toda la línea, tal, que Panza, experto en eso de resguardarse, echó pie a tierra, rodando presurosamente de la mula, y se tendió abajo en el suelo.

D. Quijote oyó el detonante ruido de la mosquetería, sin esquivar el pecho a las balas, y sí creyó que serían quinientos mil los enemigos, que hacían tantos disparos a un tiempo. Pronto tronaron los cañones y se generalizó el ataque, y el caballero esperó impávido, lanza en ristre, la acometida de aquellos enjambres de enemigos; puesto el pensamiento en Dulcinea, y preparado el talismán para un caso de apuro.

Llevaba D. Quijote el casco de la Emperatriz de Villacañas y, ostentándolo en aquella eminencia, y blandiendo su lanza y embrazando su escudo, sobre aquel caballo escuálido, parecía la misma figura de la muerte presenciando un combate de veras.

Al avance de algunos batallones, fue en dirección a ellos para herir a los de las primeras filas; mas vio con asombro que, sin ser alcanzados, retrocedían y se retiraban, y lo mismo los que iban llegando después, a pesar de sus descargas y tiroteos, y por igual la caballería, que iba escalonada en auxilio de ellos, y por fin el ejército todo.

Entonces comprendió que había infundido pavor a aquellas innúmeras legiones, y que era el momento de perseguirlas, y echó tras ellas al trote de Babieca, dando grandes voces a Panza para que le siguiera; pues los enemigos huían aterrados.

Panza, que rezaba el Credo, tendido en tierra boca abajo, y que creía a su señor acribillado ya a balazos, cuando oyó sus voces y alzó la cabeza y vio que todo el ejército se retiraba perseguido por D. Quijote, no quería dar fe al testimonio de sus propios ojos; y, ya envalentonado, montó en la mula y echó tras su amo, para que viera que merecía la corona de Andorra.

El ejército se retiraba disparando siempre y las columnas de humo de las avanzadas impedían ya ver lo demás; pero, por lo lejano de los disparos, se comprendía que los batallones derrotados estaban lejos, hasta que no sonó ningún tiro, ni entre las madejas de humo se vio un solo soldado.

Jadeantes y sudorosos Babieca y la mula, de tanto correr por aquellos escabrosos sitios tras de los fugitivos; lleno de júbilo y coraje D. Quijote, y de admiración y asombro Panza, hicieron al fin alto en una hondonada de un vallecillo, tributario del Segre.

Quitose el casco D. Quijote y dijo a Panza que se lo tuviera y, limpiándose el sudor, exclamó:

-¿Dudas ahora, Panza amigo, del invencible esfuerzo de mi brazo?¿Eran ésos, por ventura, carneros o soldados de carne y hueso armados de prodigiosos mosquetes y bombardas411 de gran alcance? ¿Viste o no los escuadrones enteros de jinetes venir en auxilio de los peones, que ante mí retrocedían atemorizados? ¿Reparaste en cómo excusaban al fin todos la batalla, y los más atrevidos se apresuraban al cabo a librarse de mi furor? ¿Hallaste nunca más serenidad en el esperar, más firmeza en el resistir, más fiereza en el provocar, más valor en el acometer, ni más tesón en el perseguir que los que yo he puesto en este desigual combate? ¿Crees tú que ese Obispo, viendo derrotados sus quinientos mil hombres, no capitulará, entregándome su Imperio?

-Confieso -dijo Panza- que hasta ahora todo lo creí engendro de la acalorada imaginación de Usía; pero ya tengo que rendirme a la evidencia y ésta es que realmente Usía ha conseguido la más señalada y nunca vista victoria, peleando solo contra un ejército entero compuesto de infantería, caballería y artillería, y estoy dispuesto a proclamarlo a la faz del mundo como la más inaudita de las proezas.

-No hablemos más de ello -dijo D. Quijote-; que el mucho recordar un hecho heroico en propios labios lo rebaja. Tú cuenta y di lo que viste, cuando te pregunten, sin añadir comentario ninguno; y ahora vamos a buscar a los muertos y heridos que ese ejército ha debido de tener, que serán muchos; porque enterrar a los unos y curar a los otros del campo enemigo es piadoso oficio de los vencedores.

Echaron, pues, a andar, registrando malezas y monte bajo, por los sitios de la batalla; pero después de más de una hora de rebusca nada hallaron, y entonces dijo D. Quijote que era mejor dejar aquella tarea, porque los vencidos habían retirado sus bajas sin duda para ocultar la magnitud de su derrota.

Únicamente hallaron en el campo de la refriega una mochila, que es de creer se dejara olvidada un soldado, y una faja y no de general, que otro se desceñiría de su ropa interior, para estar más ligero, y D. Quijote repartió este botín, quedándose con la faja, que creía una bandera sin asta, y dando a su escudero la mochila.

Aquél se la ciñó muy ufano, y Panza abrió la mochila para ver lo que había dentro, encontrando una escudilla, medio pan de munición y un rollo de papeles, que entregó a D. Quijote, el cual los desató, viendo que eran versos y coplas todos de amor. Pero, reparando en la firma, halló que acababan con este nombre: El Poetilla; cayendo en la cuenta de que la mochila debía de ser de aquel pastor a quien él armó caballero; lamentando que, por la torpeza de éste de haber puesto su espada al servicio del Obispo, la hubiera perdido en aquella refriega. Guardó los papeles para continuar por otros medios sus averiguaciones y, volviendo hacia atrás, se dirigieron al castillo de Urgel, con los despojos de la batalla, pues era ya más de mediodía.

En él preparaban a D. Quijote solemne recibimiento y, al entrar, todos pusiéronse en pie y el viejo Conde fue a abrazarle, tan estrechamente, que el caballero creyó que le ahogaba. Estaba preparada la mesa para el banquete; pero en ella había una novedad y era un cubierto para Panza, al que ya consideraban elevado de su oficio escuderil a la categoría de Emperador de Andorra.

No quería Panza ocuparlo; pero no hubo más remedio, ante la insistencia de todos y la orden de D. Quijote, que allí mismo le dio una pescozada y un espaldarazo, y le dejó armado caballero.

Al comenzar el banquete todos quisieron oír la relación de la batalla; pero D. Quijote, diciendo que las propias alabanzas envilecen, cedió la palabra a Panza, que la refirió de esta manera:

-Salimos con el sol, mi señor delante caballero sobre Babieca y yo detrás en mi mula. Llegamos a ese sitio llamado de los Cuervos, cuando vimos venir quinientos mil hombres o más de todas armas contra nosotros, que llenaban como hormigueros montes y valles. Esperámoslos a pie firme, para no ser rodeados de ellos y sí irlos venciendo de frente. Atacáronnos con coraje, disparando contra nosotros fusiles y cañones y avanzando también a la bayoneta. Mi señor D. Quijote se defendió lanza en ristre, y yo como pude con mordiscos y puñadas, y tantos cayeron atravesados por él y derribados a golpes por mí, que las filas de los primeros batallones flaquearon. Acudieron otros y los deshicimos también. Vino luego la caballería y formamos el cuadro412 contra ella, estrellándose en nuestra muralla infranqueable. Dispersados los primeros escuadrones, lo fueron todos los demás, y tanto fue el pánico de aquel ejército, que comenzó a tocar retirada y a volverse apresuradamente, protegidos los infantes y caballos por la artillería gruesa y de montaña. No los dejamos escapar tampoco sin castigo, sino que los perseguimos, alanceándolos mi señor, que era un gusto verlos caer o ir ensartados de tres en tres en su lanza, y dándoles yo de patadas en las partes posteriores, conforme iban huyendo. En este punto de la batalla hicimos gran carnicería, hasta que, cansados Babieca y mi mula de tan sanguinaria persecución, y quedándonos con todo el campamento enemigo, desaparecieron en fuga y vergonzosa derrota aquellos ejércitos combinados. Mi señor cogió una faja de general y yo una mochila, y aquí estamos sanos y salvos, él sin un rasguño y yo con sólo éste de la nariz, del tiempo que la tuve pegada en la tierra.

-Así se escribe la historia por los vencedores -dijo D. Quijote-, y aunque algo exageren, como tú Panza has hecho, el compendio y resumen de todo es, señores míos, la derrota de ese poderoso ejército, en que éste mi escudero puso de su parte realmente eso de la nariz pegada a la tierra y el hallazgo de la mochila, y yo todo lo demás.

Rieron los comensales grandemente, de ver cómo Panza se adjudicaba una parte igual a la de D. Quijote en el combate y el triunfo, y cómo rectificó éste, amostazado, señalando lo único que su escudero hizo. Pero todos le alababan y ensalzaban, diciendo la Emperatriz de Villacañas que con un solo caballero como D. Quijote podrían suprimirse los muchos gastos de los grandes ejércitos permanentes.

Esto afirmaban y trataban, añadiendo el Príncipe que, en vista del resultado de esa batalla, él tenía que proponer el desarme europeo, en la primera asamblea de reyes que se celebrara; cuando un criado entró con un gran pliego en una bandeja de plata, diciendo que lo había llevado un heraldo para D. Quijote. Tomole éste y vio que en el sobrescrito había un escudo con una mitra y dos llaves atravesadas en tinta azul, y supuso que sería del Obispo de Urgel y que contendría el acta de capitulación de Andorra; por lo que, con la venia de todos, lo abrió y lo leyó en voz alta allí mismo; el cual pliego decía de esta manera:

«Al Egregio y Victorioso D. Quijote de la Mancha, Caballero de la Triste Figura, de los Leones, etc., etc., salud:

»Después de la derrota sufrida por todos mis ejércitos reunidos, en la batalla de los Cuervos, y de la victoria obtenida sobre ellos por vuestro esfuerzo y bizarría, entregáraos de grado la corona y el Imperio de Andorra, si no me acordara de que un tiempo, antes que ermitaño, fui caballero andante, y que no es bien me dé por vencido sin haber luchado con vos cuerpo a cuerpo. Derrotado como Emperador en mis soldados, mantengo mis derechos como caballero, y os reto a singular combate, en el cual si soy vencido os entregaré aquel Imperio sin dilación, por no quedarme ya esperanza ninguna de mantenerlo. Mañana, al rayar el sol, os aguardo con mis ayudantes ante el foso de ese castillo, fuera de sus fuegos, en la explanada que hay a la derecha, a pie, por no poder usar caballo, y espero vayáis lo mismo, para que entre vuestra espada y mi báculo se ventile esta contienda, quedando el vencido a merced del vencedor, con tal de que no sea contra caballeros lo que se le ordenare.

»Vuestro servidor y capellán. -El Obispo de Urgel.»

Palideció Panza, viendo comprometido de nuevo su reinecillo, que ya creía tener en la mano; quedaron como suspensos los demás comensales, y D. Quijote, pidiendo recado de escribir413, contestó al Obispo que recogía el reto y que iría a la hora y sitio fijados, a pie, aunque no parecía que caballero debía dejar su caballo en cuanto pudiera estar en él; manifestando a los demás no temieran ningún resultado desfavorable, que el que había puesto en fuga a quinientos mil guerreros, bien podía vencer a un Obispo.




ArribaAbajo Capítulo XXI

Del desafío de D. Quijote y del Obispo de la Seo de Urgel, de sus inauditos incidentes, y del resultado de esa singular batalla


La noche anterior al desafío pasaron la velada en el salón del castillo de Solsona, el Conde, sentado en un sillón de baqueta, y alrededor de la chimenea, D. Quijote Panza, la Emperatriz de Villacañas, el Príncipe, el comandante de la fortaleza y los ayudantes, comentando la batalla del día anterior, y hablando de los arrestos del Obispo.

Celebraron también el botín recogido por el caballero y su escudero vencedores, y D. Quijote dijo entonces que en la mochila que tocó a Panza en el reparto había encontrado un rollo de papeles que eran de versos, que él había recogido y tenía; por lo que, si querían con ellos solazarse, los mostraría, pues que los llevaba consigo.

Contestaron todos afirmativamente, y D. Quijote puso sobre la mesa el rollo de papeles, que cogió el Príncipe y empezó a leer para sí.

-¡Calle! -exclamó-; en efecto, son versos y no malos, y están firmados con el pseudónimo El Poetilla.

-Ése -manifestó D. Quijote- es un pastor de la Mancha, joven y avisado, que andaba enamorado por aquellos campos de una alta y linajuda señora, según pude saber, y a ella dirige todos sus versos; que más parecen de cortesano que de pastor.

Púsose algo encendida y turbada la Emperatriz con este descubrimiento, y el Príncipe pasó a leer algunas de aquellas poesías, que respiraban todas gran pasión amorosa.

-Pobre Poetilla -dijo D. Quijote-; yo le armé caballero, y por lo que veo se alistaría en los ejércitos del Obispo sin saber que tenía que vérselas conmigo en esa sanguinaria batalla. Hagan vuesas mercedes cuenta de lo que habrá sido de él, cuando sólo se ha encontrado su mochila.

-Tal vez sea uno de los fugitivos, que por mejor correr se libraría de su peso -dijo el Comandante general del castillo-, y con esos antecedentes he de mandar que tomen lenguas de él, para saber si es muerto o vivo.

-Yo me holgaré -respondió D. Quijote-; porque sentiré que le haya tocado siquiera la punta de mi lanza, siendo como es ahijado mío, y también creo se holgará la Emperatriz, que, si mal no recuerdo, me dijo, cuando me alojé en su palacio, que ese Poetilla era un pastor suyo.

-Sí que me holgaré -respondió la viuda-, que hago memoria de que tenía yo un pastor al que nombraban el Poetilla, por ser muy diestro para sacar coplas. Deme el señor D. Quijote, si gusta, esos papeles, que yo por ellos preguntaré a mis mayordomos de la Mancha, y podrán también darme alguna razón de si ése es el pastor de que hablo.

D. Quijote entregó los papeles a la Emperatriz y ésta los guardó, conociéndosele, aunque trataba de ocultarlo, el interés que tenía; pero nadie paró mientes en ello, sino que todos siguieron celebrando la fácil vena y discretas endechas del vate manchego.

Tornó la conversación a los resultados de la batalla, y el Conde encomió el valor y la temeridad de D. Quijote de haber él solo puesto en fuga cinco cuerpos de ejército de a cien mil hombres cada uno, que es lo menor que podían formar aquellos combatientes; pero todos decían que, conociendo los puntos que calzaba el Obispo, faltaba todavía lo principal, por ser un Hércules en fuerza, y en fiereza un león de la Numidia.

-No le hallé tanto cuando parlamentábamos -dijo D. Quijote-; ni tenía la altura del gigante Caraculiambro414, ni la fortaleza del jayán señor de la peña de Galtares415, ni siquiera la feroz apostura de Rodomonto. Antes bien, parecía valetudinario, o fatigado en demasía, pues iba apoyándose en un bastón.

-No hay que fiarse -dijo el Príncipe-. Ya os he referido lo del púlpito, y ahora os diré más y es que tan grandes pulmones tiene, que una noche de Semana Santa, por prueba, apagó de un soplo todas las luces de la catedral; y otra vez, por gala de su no igualada respiración, subiose al campanario y, no más que soplando, echó a vuelo la campana mayor, que pesa cien quintales.

Oía Panza esto con la boca abierta de espanto, y miraba a su amo escuálido y huesoso, que apenas pesaría tres y media arrobas con armadura y todo, quedándose pensativo al considerar lo que podría hacer con él y aun con los dos juntos aquel Obispo que de un soplo echaba a vuelo una campana.

Cuando se retiraron, mandó D. Quijote se le despertase al alba, para estar al rayar el sol en el sitio del palenque; ofreciéndole el Príncipe, los ayudantes y el comandante general asistir de espectadores, y también la Emperatriz, que dijo iría en representación de Dulcinea.

Luego que estuvieron solos D. Quijote y Panza, éste se arrodilló a los pies del primero y le dijo que por Dios le pedía renunciara a aquel desafío con tamaño Obispo; que él daba de grado por perdido su Imperio, pues, por lo que había escuchado, creía más peligroso aquel combate cuerpo a cuerpo que la batalla antes librada con todas sus gentes.

-Considerad, señor y dueño mío -añadió-, que cuando entre todos los del mundo ha elegido el Papa a éste por Obispo de Urgel, entregándole la defensa de ese Imperio, no será a humo de pajas; ni para que sólo eche bendiciones. Pensad que si de un soplo apaga todas las luces de la catedral y hace a una campana que voltee, pesando cien quintales, sólo a un estornudo suyo va a volar Usía por los aires y no va a caer en una semana, y que contra esas sobrenaturales pujanzas no hay defensa ni oposición posibles.

-Calla, bellaco -respondió D. Quijote-; que después de lo que has visto todavía dudas de mí. ¿Por ventura los pulmones de ese Obispo podrán soplar en la vida tanto como los de aquellos quinientos mil hombres que dispersé? Pues si pude con todos, ¿cómo no he de poder con uno solo, que jamás ha de reunir en sí las fuerzas de ese medio millón? ¿Cuántas luces apagarían esos quinientos mil soplando? Dime si les sirvió de algo ese huracán, si no fue para escapar con más priesa.

Panza se tranquilizó algo con estos argumentos; pero determinó ponerse a un lado de los combatientes y en sitio por donde no soplase.

Apenas el rubicundo Febo levantaba una punta de los rosados cortinajes de su lecho para saltar de él y asomar por los vecinos montes, alegrando las selvas y desatando las arpadas lenguas de mil suertes de pintados pajarillos416, ya estaba D. Quijote en el lugar de la cita, vestido de su armadura, espada en mano y con el yelmo de la Emperatriz sobre la cabeza. Cerca de él, el Príncipe y los ayudantes, el Comandante general y la Emperatriz misma formaban grupo que ocultaba sus risas y cuchicheos, con apariencia de gravedad.

Asomó una calesa a poco y de ella descendió con sus ayudantes el Obispo. Llegó, saludó, nombráronse jueces del campo a tres de cada parte, y a la Emperatriz para que los presidiera, y apenas tomó su sitio el Obispo, tiró la mitra atrás con un gentil movimiento de cabeza y se puso en guardia con el báculo, quedando todos temerosos y colgados de lo que había de suceder.

-Creo -dijo D. Quijote mirando a su contrario y sin levantar la espada- que no es bien que yo mida mi tizona con ese báculo del señor Obispo, máxime cuando aquí no viene en calidad de prelado, sino de guerrero, y como ese arma le constituye en inferioridad, apelo a los jueces.

-Señores -dijo el Obispo bajando el báculo de la guardia en que lo tenía-; yo no puedo separar mi carácter de guerrero del de prelado, y si como guerrero peleo, como Obispo sólo puedo hacerlo con el báculo; y eso de la inferioridad del arma, váyase por mi superioridad en fuerzas y destreza sobre mi adversario.

Deliberaron los jueces y resolvieron que no había lugar a la protesta de D. Quijote; pues el báculo era la única arma propia de un Obispo y, estando él conforme con ella y creyéndose no inferior, sino superior a D. Quijote, no tenían razón atendible las nobilísimas quejas de éste, debiendo cada uno pelear con su arma peculiar, y solamente no sería permitido a D. Quijote cortar con su espada la cabeza al Obispo, una vez vencido, por lo que tenía de sagrada, y porque el prelado no podía, a la recíproca, si vencía a D. Quijote, cercenar la de éste con el báculo.

Diéronse, pues, las voces de «Adelante, señores», y, puesto en guardia el Obispo con su báculo como antes, le acometió D. Quijote con tal furia, que, a no ser aquél un habilísimo tirador de todas las armas, lo hubiera pasado mal. Pero el Pini417 del Veloz-Club, disfrazado de prelado, hizo con el báculo tales quites418 y molinetes419, que D. Quijote no pudo tocarle.

Dieron los jueces la voz de «¡Alto!», y terminando el primer asalto, D. Quijote miraba al Obispo, maravillado de aquella destreza y bizarría; mientras Panza tenía el alma en la garganta, viendo muy cerca de realizarse sus malos pronósticos.

Sonó la voz del segundo asalto, y volvió D. Quijote a atacar furiosamente; pues lo que de esgrima ignoraba lo suplía de coraje; mas entonces el Obispo no se contentó con sus molinetes y floreos420 de defensa, sino que dio un pequeño golpe con el báculo en el casco de D. Quijote y, sin herir a éste, hizo el perol añicos, con lo que creyó el caballero que los que le caían eran pedazos del cráneo, roto por aquel prelado furibundo.

Sonó de nuevo el «¡Alto!» de los jueces, y todos acudieron, por si D. Quijote estaba herido; pero éste, que se había metido el anillo en la boca para curarse si lo estaba, se palpó y vio y todos vieron que era sólo el casco regalo de la Emperatriz el que estaba hecho tiestos.

D. Quijote, al verse sin casco y con la cabeza pelada al aire, echó una mirada melancólica a Panza y pensó ya que no era tan fácil vencer al Obispo de los infiernos; pero encomendándose de todo corazón a Dulcinea para que le acorriese en aquel trance angustiosísimo, pidió seguir el combate y los jueces dieron la señal.

Arremetió, pues, con nueva furia a su adversario, tirándole ya no tajos, sino mortales estocadas, que éste paraba con destreza, y dando grandes voces quería el caballero ayudar a la acción y atemorizarle; pero aquél, de un revés del báculo, le hizo saltar la espada por el aire desarmándole gentilmente, con lo que quedó D. Quijote abochornado y corrido.

Dispuestos los jueces a interpretarlo todo benévolamente para el caballero, declararon que el desarme no era vencimiento, y que debía el desafío continuar; y otras tres veces reanudaron la lucha los dos campeones, y otras tres voló por el espacio la espada de Hernán Cortés.

-¡Matadme! -decía D. Quijote a grandes voces-, mejor que usar conmigo de esas artes de encantamiento. Dejad libre de ellas mi espada -y ya el Obispo contentose con dar una regular tunda al caballero, que no sabía lo que le pasaba. Pero después de bien vapulearlo, y adrede, hizo el prelado como que flaqueaba y retrocedía y que caía desmayado al suelo, con lo que D. Quijote llegó y le puso la punta de la espada sobre el rostro, gritando-: Muerto eres, soberbio Prelado, si no te otorgas por vencido; acudiendo todos a detenerle, y diciendo el Obispo que, acabadas sus fuerzas y todas sus artes bélicas, había caído vencido y se declaraba tal.

Los jueces decidieron la victoria por D. Quijote, y éste exigió, para dejar libre y con vida a su Ilustrísima, que dejara de perseguir al Conde de Urgel, el cual fuera árbitro de salir de su castillo cuando quisiera; y, además, que su Ilustrísima le entregara el anillo pastoral y un acta de capitulación del Imperio del Andorra.

Todo lo prometió el Prelado y dijo que enseguida redactaría en su palacio el acta de rendición y entrega de Andorra, a fuer de caballero y daría el salvoconducto al Conde, y remitiría el anillo pastoral, que a la sazón no llevaba puesto, para que no sirviera de estorbo en la lucha.

Con tales condiciones salió libre del campo y, saludando con profunda reverencia a D. Quijote, se marchó en su calesa con los suyos.

Las felicitaciones a D. Quijote, contenidas por el natural respeto al vencido, salieron al fin de todos los circunstantes y jueces del campo. Panza lloraba de júbilo, abrazado a los pies de su señor; pero éste, alzándole, le dijo que no era bien se humillara así, siendo ya Emperador, como le tenía prometido.

Subieron al castillo del Conde, y allí se renovaron las muestras de alegría y los parabienes, recibiéndolos también Panza, que había ayudado con sus oraciones a la victoria de su amo.

Estando en el gran salón todos, llegaron los enviados del Obispo de Urgel con lo que éste había ofrecido, en tres bandejas de rica y repujada plata. En una venía el salvoconducto para el Conde; en otra el acta de rendición y entrega del Imperio, y en la tercera el anillo pastoral, que era una grande y pesada argolla de hierro, como cuadraba a aquel Príncipe de la Iglesia tan forzudo.

D. Quijote lo recibió todo y despidió con grandes cumplidos a los mensajeros, entregando al Conde su salvoconducto, y probándose aquel anillo, que le entraba por toda la mano hasta más arriba del codo, y pesaba más de ocho libras; pero no se sorprendió de ello, habiendo visto lo descomunal de aquel Prelado, al que con tantas dificultades había vencido.

El acta de rendición decía de esta manera:

«A cuantos la presente vieren y entendieren, y a mí, Veguer421 de Andorra, y demás autoridades de aquel Principado, milicias y pueblo, salud: Habiendo sido vencidos primeramente mis ejércitos en campal batalla y después yo en singular combate, por el esforzado caballero D. Quijote de la Mancha, y habiendo quedado yo a su talante con todos mis feudos y señoríos y con cuantos derechos ostentaba al Principado susodicho, ha sido condición para dejarme con vida que, en nombre de todo ese Principado, capitule y deje a disposición del Victorioso D. Quijote de la Mancha, como lo hago, la corona e Imperio de Andorra, para que como suyos por derecho de conquista los pueda ostentar, donar, ceder o traspasar a la persona que sea de su agrado; para que los rija y gobierne según las leyes, usos y costumbres de esos Estados. En fe de lo cual, firmo y signo en el campo de batalla, etc. -Luis, Obispo de Urgel.»

Esto iba escrito en pergamino, y D. Quijote escribió debajo:

«Y yo, el infrascrito caballero, aceptando esta declaración y dueño ya por derecho de conquista del Imperio de Andorra, según arriba resulta, vos hago donación de esa corona y Estados, a vos, Serenísimo422 señor D. Juan Panza, para que vos y vuestros sucesores y los que de vos traigan causa, gocéis y gobernéis ese Imperio, según sus leyes, usos y costumbres, con la ayuda de Dios y su bendición. Dado en el castillo de Urgel, etc. -Quijote de la Mancha, Caballero de la Triste Figura.»

Una vez signada y rubricada, D. Quijote entregó el acta a su escudero Panza, el cual le besó las manos delante de todo el concurso, que le colmó de plácemes y parabienes.

La fiesta acabó trayendo un trono, en que se colocó a Panza, con una corona de talco y un cetro, que era de madera dado con purpurina, y un manto imperial que se le puso por las espaldas, y celebrándose un besamano, conforme a la etiqueta palaciega.

Fue mudado a Panza el aposento, alojándosele en otro más adecuado a su alcurnia, y así acabó aquel día de tantas emociones, hallando D. Quijote, al acostarse y verse el cuerpo, que si él, siendo sólo un caballero, hacía emperadores, el Obispo de Urgel, sin llegar a Papa, hacía muy buenos y eminentísimos cardenales.




ArribaAbajo Capítulo XXII

De la partida de D. Quijote a países desconocidos y del viaje y toma de posesión por la familia Panza del Imperio de Andorra


Era ya arriesgado seguir más adelante las ficciones, y el Príncipe y la Emperatriz, el Conde de Urgel y los ayudantes de uno y otro campo y el Obispo mismo determinaron en consejo privado dejar al caballero y a Panza que corrieran su suerte, regresando ellos a Madrid, y a Villacañas la andariega viuda, a quien estuvo a punto se le descubriera su inclinación al Poetilla.

No fue menester pretexto alguno, porque al día siguiente D. Quijote mismo se despidió con solemnidad de los que en el castillo había, y del Emperador Panza I, con las más sentidas y razonadas palabras.

-Habéis visto, egregia dama e ilustres señores míos -dijo-, cómo no he descansado hasta cumplir la palabra que a mi escudero empeñé. Con ello hice dos bienes, aparte del indispensable de llevar a término mi obligación: uno, desfacer aquel antiguo agravio sufrido por los antecesores del Conde y por el Conde mismo, reducido a la condición de un castellano sitiado; y otro, traer al acervo de España ese populoso reino de Andorra, que estorbaba ha siglos la Unidad Ibérica.

»Menguado sería yo, sin embargo, si diese con esto por cumplidos todos mis anhelos y aquel juramento que hice delante de vos, ilustre Príncipe, y de aquellos Embajadores, de restaurar todo el perdido poderío del cetro español. He de cumplirlo, volviendo a recoger todas las piedras preciosas desengastadas de él y cuantos florones fueron arrancados, en el tiempo en que yo dormitaba, de la corona de Hesperia423.

»Yo la dejé refulgente rica, con el sol clavado por remate bajo su cruz, y ahora la hallé decaída y rota y dispersados por todo el mundo sus fragmentos. Culpa fue mía, por aquella modorra que me acometió y letargo en que yací, y ya no debo perder tiempo alguno en reparar lo que estimo resultado de mi inercia.

»Hoy mismo, antes de que el sol se ponga, partiré, no sé a dónde, dejando a mi caballo Babieca que elija el sendero y el rumbo, seguro de que siempre he de tropezar con algún pedazo de planeta que fue nuestro y que deba aquistar424 y recoger. Si me dirijo a Oriente, allí hallaré desde Italia hasta el vasto Imperio de la Oceanía, que me han dicho acabamos de perder poco antes de mi despertar425; si a Occidente, llegaré a las Indias o Américas; si a Norte, al Rosellón y a los Países Bajos; si a Mediodía, a Orán y Túnez y al África toda, que españoles y portugueses rodeamos; de manera que no me inquieto pensando que he de extraviarme sin dar con lo que busco.

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