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ArribaAbajo6. Las dos «épocas» de la narrativa ayaliana: entorno de la narrativa breve

Es un hecho evidente, y reconocido de manera unánime por la crítica, que existe una notable diferencia entre los dos grandes grupos de novelas de Pérez de Ayala: las escritas entre 1905 y 1912, dedicadas a seguir la evolución de Alberto Díaz de Guzmán, son novelas de aprendizaje que manifiestan cierto parentesco con las novelas que Martínez Ruiz o Baroja escribieran en los primeros años del siglo (el «alter ego» de Ayala se vincularía, pues, con los Ossorio, Antonio Azorín, Hurtado, o, incluso, el Félix Valdivia, de Miró); son novelas que conjugan una base naturalista con elementos simbolistas -ingredientes básicos de la novela de la época modernista-, y por ello no abandonan sus dependencias con los presupuestos del realismo, sino que, según se puede apreciar, se intensifican con la última novela de la saga: Troteras y danzaderas100. Por el contrario, las novelas escritas a partir   —71→   de 1920 se caracterizan por huir de todo intento de reproducción de la realidad tal y como lo concibe la novela realista decimonónica101 (recuérdense los ataques de Ayala a este tipo de literatura en Principios y finales de la novela102) para ir a captar la realidad esencial «por bajo de la dura realidad y amargas verdades cotidianas que de esas aguas escondidas se alimentan»; y precisa más el autor: «hemos de buscar el manantial de vida allí donde tienen su origen, como en el acto virginal de la creación, las normas eternas y los valores vitales, de manera que al volver a descubrir su verdad original volvemos a crearlas; volvemos a vivirlas poéticamente, creativamente»103. Esta búsqueda y hallazgo de las «normas eternas» y los «valores vitales» constituye el centro de interés del pensamiento de Pérez de Ayala en su segundo período, y a este fin están encaminadas sus «novelas normativas»   —72→   -calificación de Julio Matas- o «novelas originales», tal y como las definió su autor en 1930 al reflexionar sobre la evolución de su novelística; a una pregunta de Luis Calvo sobre la importancia del elemento autobiográfico en sus novelas, responde:

-Las anteriores a los cuarenta años. Después de Belarmino y Apolonio son ya, más o menos, universos cerrados sobre sí mismos. Cada una de mis novelas escritas después de los cuarenta años es un orbe bien definido. [...] Yo me había propuesto hace tiempo, desde muy joven, hacer una serie de novelas que habrían de titularse «Novelas originales», presentando los sentimientos fundamentales del alma humana en el punto de su origen, tal como se engendran y tal como aparecen. En Luna de miel... me serví de una fábula para ver cómo nace el amor, cómo se presenta el amor en su primer germen104.



Y una misma postura manifiesta doce años más tarde en el tan citado y comentado prólogo a la edición argentina de Troteras, ya que, después de darnos a conocer el frustrado propósito de crear un gran ciclo novelesco (al que pertenecería dicha novela), con el propósito de analizar la «crisis de la conciencia hispánica» desde principios de siglo, reflejándose en distintos medios y conciencias individuales representativas, y después de mostrarnos el entramado básico de su pensamiento, nos declara: «[...] me apliqué a escribir otras novelas largas, que se proponen la recreación en presente de algunas de las normas eternas y los valores vitales; y son Belarmino y Apolonio, Luna de miel, luna de hiel, con Los trabajos de Urbano y Simona, y Tigre Juan, con El curandero de su honra»105.

Es, en definitiva, la creación de esos «universos cerrados» de carácter simbólico en los que personajes y sucesos se encuentran predeterminados hacia un fin básicamente   —73→   moralizador lo que caracteriza la narrativa más original -la del segundo período- de Ayala. Viene a ser, como acertadamente puntualizaba César Barja, «un tipo de arte creativo, poético, un arte por naturaleza simbólico»106; y Julio Matas define más exactamente este último rasgo distintivo en un párrafo que, por su interés y precisión, es necesario citar:

De ahí, también, que [...] los escenarios y aun la indumentaria tengan tanta importancia en el tejido total de la novela, junto a los rasgos fisonómicos, los gestos, las palabras [...] cargadas en todo momento de profundo significado. La combinación de todos estos pormenores forma [...] un complejo cuerpo simbólico donde apenas surge un resquicio, abertura o cabo suelto. Este simbolismo de carácter «integral» es, pues, muy distinto del que llamaríamos «parcial», que subraya el sentido dado por el autor a la realidad al tomar ciertos elementos de ella como figuración metafórica aneja a lo literal: simbolismo mediante el cual el aspecto de algunas cosas o personas o el mero nombre de ellas sugieren connotaciones que ayudan a verlas desde el punto de vista del autor, sin enlazarse estos significados necesariamente con todas y cada una de las situaciones presentes en la obra, como ocurre con Ayala. Este segundo tipo de simbolismo es el que encontramos en la literatura realista y naturalista del siglo pasado [...] Ayala se vale de este simbolismo «parcial» en su primer período novelesco; basta recordar los títulos de esas novelas para percibir una intención simbólica [...] a la cual se alude directamente en el texto de las obras y por medio de citas o epígrafes107.



Pues bien, entre ambos grupos de novelas, las «generacionales» (1905-1912) y las «originales» (1921-1926), la   —74→   crítica sitúa, como obras de transición, las Tres novelas poemáticas de la vida española, que pertenecen al sector cuya evolución estudiamos en estas páginas. Pero estas novelas cortas presentan los rasgos básicos del segundo período: el simbolismo de carácter «integral», o lo que prácticamente viene a ser lo mismo: su condición de novelas poemáticas, que es lo propio de esa segunda época, el rasgo distintivo esencial que la diferencia de la primera. Algo que las separa de las novelas mayores de los años 1921-26 es el tipo de desenlace trágico común a las tres, consecuencia de la conducta errónea que siguen sus protagonistas, sin la corrección que en aquellas novelas supone el hallazgo y sometimiento a las normas de la moral natural, y la subsiguiente felicidad108.

Por otra parte, si atendemos a los otros sectores de su obra literaria, comprobaremos cómo en los años en los que escribió y publicó estas tres novelas poemáticas, 1915-1916, se gestaron y salieron a la luz obras en las que con toda claridad encontramos las ideas básicas que subyacen y alimentan a toda su segunda época: me refiero a su libro poético El sendero innumerable, fechado en 1915, y, de entre los escritos de carácter ensayístico, uno de los más citados y comentados a la hora de exponer sus ideas fundamentales, el texto de su famosa conferencia «El liberalismo y La loca de la casa», que fue leída el 2 de mayo de 1916 en Bilbao109. De este modo, podemos encontrar en las novelas poemáticas una de las primeras manifestaciones de su arte maduro, a las que no cuadraría el   —75→   impreciso rótulo de «transición». Deberíamos, pues, procurar observar y definir, cuidando de no caer en rígidos esquematismos, el período en que se van incubando los rasgos de su obra de plenitud.

Julio Matas, al intentar establecer una fecha diferenciadora, señala los aledaños de 1914 como esa «frontera cronológica» que divide las dos épocas de la obra novelesca de Ayala110; aunque después expone algo muy acertado: que en la novela corta La araña (1913) «se encuentran en germen los elementos de las futuras novelas mayores»111, y reconoce en ella rasgos básicos del pensamiento que inspira a dichas novelas. En el último capítulo de su brillante estudio sitúa claramente este relato entre «las novelas cortas con que se inicia su segundo período»112, evidenciando la importancia de la «adaptación» en el estilo maduro de nuestro autor. En realidad, La araña participa plenamente de las características de sus obras «normativas» u «originales», pero éstas, a mi juicio, se encuentran ya con toda claridad en una novela corta escrita el año anterior: El Anticristo, relato que, desde mi punto de vista, inaugura la segunda época de la narrativa ayaliana, pues no conocemos ningún otro, escrito con anterioridad, en el que estén presentes los rasgos normativos y «ejemplares» -la novela se subtitula significativamente «Ejemplo»- que serán constantes en sus narraciones a partir de este momento.

Pero 1912 es también (y ante todo) el año de la redacción de Troteras y danzaderas, novela clave en la evolución del pensamiento y de la obra literaria de Pérez de Ayala. Andrés Amorós, en su decisivo estudio, señala que Troteras «ocupa un lugar intermedio dentro de la producción de su autor y que, en cierto sentido, significa un momento de transición entre la primera y la segunda   —76→   etapa narrativa»113; esta posición central «le permite resumir casi todos los temas propios de su primera etapa y apuntar, con más o menos desarrollo, los que caracterizarán a la segunda»114. También Víctor García de la Concha advierte la importancia de esta novela en la evolución de la obra literaria total de su autor y la califica, de manera gráfica y precisa, como «novela bifronte, que liquida conceptual y expresamente el formalismo modernista e inaugura de manera definitiva una nueva etapa de teoría poética»115. De este modo, se hace obligado, al estudiar la actividad literaria de Ayala, referirse a este momento central que permite dividir su obra en dos épocas o períodos cronológicamente delimitados: antes y después de Troteras y danzaderas; y éste es el punto de referencia que en el presente trabajo emplearemos en el intento de clasificar (y clarificar) el desarrollo de su narrativa breve.

Troteras es la novela en la que un joven que se nos había mostrado como un hipercrítico, egotista y falto de orientación normativa, encuentra su razón de ser. Alberto Díaz de Guzmán personifica en Tinieblas en las cumbres el radical subjetivismo de la época modernista: persigue el «ideal de gloria» para salvarse de la muerte cierta, viviendo más intensamente antes del fatal desenlace y, tras él, continuar viviendo la vida de la fama; pero todo ello hace crisis al final de la obra, dejándolo sumido en la más negra desorientación. Como sabemos, los fundamentos de esta crisis son analizados en A. M. D. G. (1910), y las consecuencias, las infructuosas búsquedas por errados derroteros, constituyen el entramado de La pata de la raposa (1911). Pero al final de esta novela, Alberto decide, una vez superado su temor al ridículo, ser escritor116 y marchar a Madrid; y allí lo encontramos en la   —77→   segunda parte de Troteras, intentando «crearse un buen nombre en la literatura, y a la sombra del nombre una posición segura que le permitiera casarse y vivir en una casa de campo, lejos de los hombres»117; es el«ideal de aldea», tal y como lo define María Dolores Albiac en su excelente análisis de la tetralogía118, ideal que desecha por infecundo al darse cuenta, después de la iluminadora experiencia de la lectura de Otelo a Verónica y de las reacciones de comprensión e identificación por parte de esta muchacha con los personajes de la tragedia, de cuál debe ser la misión del escritor: educar «estéticamente» a su pueblo, dotarlo de «aptitud para la simpatía hacia el mundo externo»119, de modo que se comprendan las razones que los demás tienen para obrar de una determinada manera y sean tolerantes y justos. El escritor, pues, debe ser la conciencia de su sociedad, tal y como advierte Alberto a Teófilo Pajares en la parte central de la novela, volviendo del revés la idea de Nietzsche allí citada: el escritor no debe vivir para sí, sino para la gente, para que «tengan conciencia clara de que viven»120.

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Alberto pasa, pues, de la postura errónea y sin salida de Tinieblas -el individualista «ideal de gloria» es infecundo y lleva a la depresión- a la toma de conciencia de Troteras121: el escritor debe ser «eficaz» para su pueblo; debe despertar en los demás anhelos de perfección, «sensibilidad para la tolerancia y emoción para la justicia», y es ésta una idea central que encontramos con frecuencia a lo largo de su obra y que en un texto de 1926 muestra evidentes similitudes con lo que dice en la novela de 1912:

Un profesional, aunque alcance a ser el primero de su profesión, si no es más que un profesional, es bien poca cosa. Lo que ante todo define al hombre, ¿hará falta decirlo?, es la hombredad. Por su mucho saber, tal vez un hombre es útil a los demás hombres, como lo puede ser una máquina, y esto no siempre. Por su hombredad, el hombre se afirma hermano de otros hombres y, por ende, se hace amar de ellos fraternalmente. La medida de la hombredad está en razón directa de la mayor suma de actos humanos, buenos o malos, elevados o torpes, generosos o egoístas, que, aun siendo ajenos, no se consideran ajenos a la propia hombredad. Por lo tanto, la hombredad estriba en la universal simpatía   —79→   comprensiva; sentimiento de tolerancia y emoción para la justicia. La hombredad se revela de un modo patente e inequívoco así en la vida pública como en la privada122.



El descubrimiento de la necesidad de una educación estética que despierte los romos sentidos de los españoles y los haga aptos para una convivencia civilizada es, como venimos diciendo, el suceso sobre el que se fundamenta la obra literaria posterior a Troteras. Según Alberto, «el hecho estético esencial es [...] la confusión (fundirse con) o transfusión (fundirse en) de uno mismo en los demás, y aun en los seres inanimados [...]; vivir por entero en la medida de lo posible las emociones ajenas, y a los seres inanimados henchirlos y saturarlos de emoción, personificarlos»123. Como sabemos, estas ideas están relacionadas con una corriente estética alemana de gran vitalidad en las fechas por las que Ayala redactaba -en Munich, precisamente- esta novela: el Einfühlung, cuyos máximos representantes son Wilhelm Wörringer y Theodor Lipps; pero también son el resultado del propio proceso intelectual del escritor asturiano, como apunta García de la Concha. Esta concepción estética tendría, pues, una consecuencia ética: la simpatía (concepto básico para Lipps: lo bello es una simpatía simbólica124), «la justificación cordial de todo lo que existe», la comprensión; por ello, después de la esclarecedora lectura de Otelo a Verónica, Alberto llega a la conclusión de que la diferencia entre el «Gran arte» y el «arte ruin» «era una diferencia de concepción moral y no de técnica»125 y en la defensa que de la educación estética hace este personaje frente a Tejero   —80→   (Ortega), llega a la conclusión esencial de que «sin sentidos y sin imaginación, la simpatía falta; y sin pasar por la simpatía no se llega al amor; sin amor no puede haber comprensión moral, y sin comprensión moral no hay tolerancia. En España todos somos absolutistas»126.

Para Alberto (y para don Ramón) la tolerancia y la justicia son las «dos más grandes virtudes», y el arte, el auténtico arte, debe alumbrarlas en los hombres, debe crear las condiciones para su desarrollo. Mas para que esas dos virtudes se transmitan, el creador debe poseer «de consuno espíritu lírico y espíritu dramático, los cuales, fundidos, forman el espíritu trágico», y lo explica de este modo: «El espíritu lírico equivale a la capacidad de subjetivación, esto es, a vivir por cuenta propia y por entero, con ciego abandono de uno mismo y dadivosa plenitud, todas y cada una de las vidas ajenas. En la mayor o menor medida que se posea este don, se es más o menos tolerante... El espíritu dramático, por el contrario, es la capacidad de impersonalidad, o sea, la mutilación de toda inclinación, simpatía o preferencia por un ser o una idea enfrente de otros, sino que se les ha de dejar uncidos a la propia ley de su desarrollo, que ellos, con fuerte independencia, choquen, luchen, conflagren, de manera que no bien se ha solucionado el conflicto, se vea por modo patente cuáles eran los seres o las ideas útiles para los más y cuáles los nocivos»127. A la identificación o simpatía -en el sentido etimológico- sigue una visión del mundo en la que cada ser «obedece a una fatalidad que le ha sido impuesta» -idea que desarrollará ampliamente a lo largo de su obra y que aparece expresada con toda claridad en la citada conferencia «El liberalismo y La loca de la casa» (1916)- y, por lo tanto, el deber de cada uno es tender hacia su perfección: «Según se acerque más o menos a la plenitud de su arquetipo -dice Pérez de Ayala-, afirmando su propia ley íntima, cada criatura es más o menos   —81→   buena... Bondad vale tanto como derecho que cada uno tiene a existir tal como es»128. Encontramos aquí otra regla moral: cada uno debe ser «él mismo» lo más que pueda129, debe «henchir la medida y saturar el canon del propio arquetipo». El mundo está concebido, pues, como una multiplicidad de seres opuestos unos a otros, pero complementarios si los observamos desde una perspectiva superior; cada uno tiene y sigue su «razón de ser» frente a las «razones de ser» de los demás, pero las oposiciones se armonizan si procuramos entenderlas. «Pongámonos, con dejación momentánea y comprensiva, en el lugar de los demás hombres, en cada caso concreto. Tolerancia, libertad y a la postre justicia»130, nos dice Ayala por boca de un personaje de Clib, novela corta escrita en 1924; y vamos encontrando la misma idea en momentos fundamentales de su obra: en El sendero innumerable (los poemas «Polémica entre la tierra y el mar» o «Un ejemplo»,   —82→   entre otros muchos); en El sendero andante (el famoso poema «Filosofía»); en Belarmino y Apolonio, novela clave para comprender esta visión del mundo; o en la última parte de El curandero de su honra, etc.

Pero Alberto no es el protagonista central de esta última novela de su «saga», y Andrés Amorós lo ha señalado acertadamente: «A mi modo de ver -dice el especialista en la novela ayaliana-, el verdadero protagonista es el ambiente madrileño. Y si alguno de los personajes adquiere preponderancia sobre los demás ése es Teófilo, nacido como caricatura del escritor modernista y que se eleva después a la categoría de héroe tragicómico»131. Teófilo Pajares nos aparece, pues, como el paradigma del escritor inauténtico, que encarna lo más superficial y obsoleto del modernismo, creador de una literatura falsa, ridícula y empobrecedora; pero encarna también al hombre frustrado que aspira desesperadamente a alcanzar esa plenitud humana que por su educación, por el medio degradado en el que vive (por el hecho de ser español), le ha sido vedada. De ahí su condición tragicómica, su impotencia para crear una literatura auténtica, pues hasta el final de la novela -casi hasta su muerte- no descubre lo esencial: que «la vida es anterior y superior al arte»132; que sólo desde una vida que se quiere vivir con consciencia y con deseos de ampliar sus horizontes, se puede crear un arte verdadero. De ahí también que en sus mejores momentos declare patéticamente: «Lo que yo quiero ser es un hombre, ¿oyes?, un hombre. ¿No ves que lloro? Y es de rabia»133; y que en otro lugar denuncie:

De pequeños nos enseñan la doctrina y a temer a Dios, y a este pobre cuerpo mortal, a este guiñapo mortal, que lo parta un rayo. A los veinticinco años   —83→   somos viejos y la menor contrariedad nos aniquila. Somos hombres sin niñez y sin juventud, espectros de hombres134.



De aquí parte uno de los grandes temas de las «novelas originales»: la búsqueda de los «valores vitales» y las «normas eternas» que proporcionarán la plenitud a Urbano y Simona, a Tigre Juan y Herminia, etc., cuando, después de una etapa de lucha y aprendizaje (ejemplificación por vía negativa), se sometan conscientemente a ellas. Es la búsqueda del hombre esencial y de la salvación individual; en definitiva, la búsqueda de la moral natural.

Por último, nos aparece como un tema básico en esta novela la postura adoptada ante el llamado «problema de España» (muy unido, como ya he dicho, al anterior): «Aseguran que haber nacido español y haber nacido maldito es la misma cosa»135, afirma Alberto, y Pérez de Ayala repetirá esta idea en muchos lugares136. De hecho, la actitud del Alberto escritor se encamina a despertar los sentidos de los españoles, secularmente abotargados; a dotarlos de «conciencia clara de que viven» y posibilitar una convivencia armónica. La reflexión sobre España y la vida española, y la visión de un país incivilizado, brutal y estéril, tomará cuerpo literario en las Tres novelas poemáticas,   —84→   en Pandorga y los relatos que se les asemejan, y en Justicia, principalmente.

Como hemos visto, en Troteras aparecen los temas centrales que van a ser desarrollados en la obra novelesca posterior: sobre una visión del mundo que es común a todas las obras de su segunda época (la multiplicidad de seres opuestos que se armonizan desde una perspectiva superior) se levanta el tema de la perfección del hombre, de la plenitud humana, a la que se llega después del sometimiento a las reglas de la moral natural, y se reflexiona sobre el «problema de España», desde un punto de vista moral. La construcción metafísica tiene una finalidad ética. Si nos fijamos ahora en las narraciones cortas posteriores a 1912, observaremos cómo, aunque todas estén inspiradas en esa misma visión del mundo, en cada una se desarrolla principalmente una de estas tres grandes líneas temáticas: La araña y Clib están dedicadas a exponer la base filosófica general de su pensamiento (su visión del mundo), mientras que en El Anticristo, La triste Adriana, Don Rodrigo y don Recaredo y «Grano de Pimienta» y «Mil Perdones» sobresale el tema de la plenitud humana; por último, como se ha dicho, las Tres novelas poemáticas, Pandorga (y los relatos sobre Castilla) y Justicia se centran sobre el «problema de España», pero sin prescindir de los dos anteriores.

Ahora bien, si, como acabamos de ver, las novelas cortas escritas a partir de El Anticristo presentan las mismas características que las extensas (participan de una manera de concebir la obra literaria; inciden sobre los mismos temas con idénticos procedimientos), otro es el caso de los relatos escritos hasta esa fecha: hay entre ellos notables diferencias, contrastes, búsqueda de nuevas orientaciones, sucesión de corrientes literarias, como corresponde a la época de juventud en la que se va forjando un estilo y una visión del mundo. Observando el conjunto de cuentos y novelas cortas escritos entre 1902 y 1911, podemos apreciar a grandes rasgos tres grupos, correspondientes a tres épocas sucesivas: el de los relatos simbolistas que rodean La paz del sendero -alguno participa de   —85→   su mismo ambiente-, escritos en los años 1902 y 1903, principalmente; el de los relatos naturalistas, con elementos simbolistas, que comparten su espacio temporal con otras orientaciones: relatos espiritualistas y de tono idílico -que constrastan con la brutalidad presente en los naturalistas-, relatos humorísticos de tono intelectual, escritos todos ellos entre 1904 y 1906; y una tercera época, 1907-1911, en la que el escritor asturiano va abandonando las corrientes modernistas (naturalista-simbolista), desarrolla algún tema de la etapa anterior (el de los personajes de vitalidad desmesurada) y emprende la búsqueda de nuevos caminos, que dará como resultado el hallazgo de la fórmula a desarrollar a partir de 1912.

Las tres etapas aquí esbozadas tienen una estrecha correspondencia con períodos vitales de nuestro escritor; así lo señalan sus biógrafos. Miguel Pérez Ferrero apunta que desde «1903 hasta 1907, aproximadamente, la vida de Ramón Pérez de Ayala transcurrió homogénea»137, y es en este período en el que va componiendo la mayor parte de sus cuentos (y parte importante de los poemas de El sendero andante), en los que observamos esas diversas tendencias mencionadas. Más interesante es el resumen que de esta época hace Elías García Domínguez: después de dos años de estancia en Madrid, en los que está en estrecho contacto con los modernistas, en particular con los simbolistas -de los que forma parte- agrupados en la revista Helios, en junio de 1904 regresa a Oviedo «sin propósito definido. Escribió unas crónicas para El Imparcial, de temática asturiana; una comedia [...] que se estrenó en el Teatro Campoamor de Oviedo con el título Un alto en la vida errante; va escribiendo, también, en 1905, su primera novela, Tinieblas en las cumbres, que no se publicará hasta 1907; envía a López Pinillos una novela corta, Artemisa, para la colección El Cuento Semanal; compone algunas poesías... Es una etapa de transición, en la que Pérez de Ayala no había definido su vocación literaria   —86→   y se limitaba a probar sus fuerzas en obras de poco empeño o a dejar testimonio de su crisis de adolescencia. Sólo en los primeros meses de 1907 se advierten los síntomas positivos de una reacción contra el conformismo de dilettante sin preocupaciones económicas ni ambición profesional [...]»138. Para García Domínguez, la «etapa de transición» corresponde a estos años y parece terminar cuando nuestro autor se propone encauzar su vida por nuevos derroteros (viaja a Inglaterra en 1907) y se lanza a acometer una obra de mayor envergadura.

De los tres períodos temporales en que hemos dividido el desarrollo de la narrativa breve ayaliana hasta 1911, tal vez el que presente menos problemas a la hora de acometer sus análisis sea el primero, el que corresponde a los relatos más juveniles. De dos de ellos, El otro padre Francisco y Cruzada de amor, su autor declaró que los escribió «siendo casi un niño» y que por ello presentan «cierto carácter de ejercicio o gimnástica o scherzo literarios». Es evidente en otros lugares la vinculación con el ambiente de La paz del sendero (Quería morir, sobre todo); la mayor parte son relatos simbolistas y decadentes que desarrollan el tema de la soledad, la vejez y la muerte.

Más interesante, sin duda, es el período comprendido entre 1904 y 1906 (aunque se prolonga parcialmente a partir de 1907 y hunde sus raíces en el anterior) por la cantidad y variedad de narraciones. Es una época de contrastes, pues frente a la brutalidad de un relato como La prueba o el efectismo truculento de Espíritu recio, encontramos el mundo amable y sencillo de La nación o el humorismo de Un mártir y El delirio; por ello debemos agruparlos en varios apartados que organicen y den cuenta de estas distintas orientaciones.

Pero también suponen estos relatos el abandono del mundo de La paz del sendero y el inicio de nuevas preocupaciones.   —87→   Es necesario constatar aquí algo que habrá de ser comentado en su momento: que estos cuentos rodean el alumbramiento del personaje de Alberto Díaz de Guzmán (como los de la etapa 1907-1911 lo acompañan en su desarrollo) y que guardan una cierta relación con esas primeras novelas. Pero es una relación de contraste y no de semejanza, como sucederá con las novelas de madurez y los relatos que las rodean; de contraste, pues frente a Alberto, personaje hipercrítico, abúlico, hombre-conciencia, los cuentos tienen como protagonistas a seres espontáneos, primitivos, activos, hombres más cercanos a la naturaleza. Aparece así una oposición entre intelectualismo, hipercriticismo y abulia, representado todo ello por Alberto, y la vitalidad primitiva, inconsciente, espontánea y, con frecuencia, amoral, que anima a los personajes de diversos cuentos (Espíritu recio, El patriarca, por ejemplo). Oposición muy propia de la problemática básica que se plantea en los hombres de la Generación del 98: voluntad/abulia; inteligencia/vida.

Es notable también en esta época, junto con los procedimientos naturalistas empleados, la influencia que los cuentos de tema asturiano de su maestro Clarín ejercen sobre el joven escritor. Pero junto a la huella de don Leopoldo encontramos también ecos de Palacio Valdés, Azorín, Unamuno y, sobre todo, la presencia de su admirado Valle-Inclán.

A partir de 1907, y hasta la época de Troteras, Pérez de Ayala se dedica -al tiempo que va redactando A. M. D. G. y La pata de la raposa- a escribir novelas cortas para las colecciones que por entonces salen a la luz: algunas suponen el final de tendencias anteriores: Artemisa y Sonreía; otras siguen unos derroteros parejos a los de Valle-Inclán en sus Comedias bárbaras. Por último, encontramos también algunos relatos (y una pieza teatral) que parecen anticipar futuros caminos: Sentimental Club, El árbol genealógico y las crónicas de Terranova, sobre todo.