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ArribaAbajoEl exilio literario en Francia: el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles

Serge Salaün. Université de la Sorbonne Nouvelle



Me pierdo en mi soledad
y en ella misma me encuentro,
que estoy tan preso en mí mismo
como en la fruta está el hueso.


E. Prados, Jardín cerrado.                


Comparándola con la italiana, Pierre Milza251 observaba que la historiografía española del exilio privilegiaba la «cultura del exilio», lo que significaba una mayor atención a la producción de las élites, a los escritores e intelectuales que emigraron hacia las Américas. Las cosas están evolucionando, y la historia de los españoles refugiados en Francia después de la derrota republicana ha progresado considerablemente en estos últimos años (Congresos de Salamanca y París sobre exilio; estudios de Geneviève Dreyfus-Armand sobre prensa; investigaciones llevadas a cabo por universitarios del sur de Francia, etcétera252), aunque queden muchas zonas de sombra y archivos sin explorar253.

La historia «cultural», intelectual y literaria, de este exilio francés, sigue siendo la menos estudiada, a pesar de su importancia cuantitativa y a pesar de su impacto en la sociedad francesa desde 1937-1939, inmediatamente perceptible en todos los   —190→   sectores de la vida social y laboral (oficios, deportes, enseñanza, artes, literatura, etcétera), con estos españoles de la «primera», «segunda» o «tercera generación», para utilizar conceptos ya tópicos en Francia. El prestigio -indiscutido- de los escritores e intelectuales españoles refugiados en México o en Chile, por ejemplo, que parece proyectar como un velo de opacidad o un complejo de inferioridad mal asumido, podría ya explicar este desinterés, pero la explicación resulta insatisfactoria. Francia, aunque sólo se considere este siglo XX, se ha caracterizado por su aptitud para absorber, asimilar (no sin problemas, en ciertos casos), olas sucesivas de emigraciones políticas y/o económicas, en cantidades a veces muy importantes, que acaban configurando una nación poliétnica y multicultural254.

La presencia española, en este panorama, no es pues un fenómeno aislado, aunque sí específico (pero cada «exilio» lo es), masivo y duradero, y estudiar la historia de estas emigraciones hispánicas viene a ser, tanto para Francia como para España, una necesidad ineludible, sobre todo en este final de siglo marcado por la emergencia agresiva de todo tipo de chovinismos, nacionalismos belicosos, integrismos intolerantes, etcétera. La historia cultural del exilio español en Francia, como la de la guerra civil, puede ofrecer modelos y mecanismos de análisis para afrontar la historia en devenir.

No pretendo, en tan poco espacio, abarcar tan vasta problemática. Ni siquiera pretendo aportar datos ni fuentes nuevas sobre el periodo inmediatamente posterior a la derrota republicana. La «batalla» de las cifras sobre flujos migratorios en un sentido o en otro ya está más o menos dilucidada. El inventario de organismos, instituciones, órganos de expresión -políticos y culturales-, incluso de fondos hemerográficos sobre el exilio español, está muy adelantado255, aunque falte quizás reunir y sistematizar estas informaciones básicas.

Mi propósito se limita a la presentación de una revista, el Boletín de la Unión de Intelectuales Españoles que, durante los cuatro años que siguen a la liberación (de París y luego de Francia entera), ofrece un panorama intelectual coherente, un proyecto dinámico para fomentar un «exilio cultural» activo. Este Boletín, pese a todas sus dificultades (¿qué revista no las tiene?), es «la publicación en lengua castellana de mayores vuelos culturales de aquellos años de exilio»256 y, con sus aciertos y sus limitaciones, puede ser considerada como un observatorio privilegiado de la situación cultural, ideológica y artística de la intelligentsia española afincada en Francia,   —191→   en un periodo que, al fin y al cabo, por paradójico que parezca, representa la época más intensa y más productiva del exilio literario en Francia.


Un contexto difícil: unas opciones decisivas

Cuando sale el Boletín, en 1944, los exiliados españoles llevan ya cinco años fuera de España. En función de los acontecimientos que marcan la historia de Francia desde 1939, esta revista significa, a la vez, un (re)nacimiento de la expresión española y una respuesta algo tardía a la realidad del exilio.

La derrota republicana del 39 había coincidido con un «viraje» de la política francesa hacia una derecha cada vez más xenófoba, lo que tuvo efectos inmediatos y profundos en las mentalidades españolas. Es harto conocida la «acogida», por las autoridades galas, de los miles de refugiados que cruzan las fronteras a partir de la caída de Cataluña; la hostilidad de la policía, de las autoridades «prefectorales» y del ejército; el brutal hacinamiento en los campos de concentración. La impresión que tienen los españoles de estar «apresados en una ratonera»257, de que el gobierno francés, cada vez más sensible a las sirenas totalitarias, se compone de «enemigos del pueblo español», es tanto más violenta cuanto que Francia, por razones que atañen tanto a su historia como a los acuerdos recientes, militares y económicos, entre las dos Repúblicas, parecía tener un deber de asistencia y de solidaridad para con los republicanos españoles258. Se entiende la amargura, hasta la rabia y el odio nacidos de una especie de doble derrota.

A mi entender, la desilusión no es sólo epidérmica o afectiva y las consecuencias son más graves. Francia pierde en poquísimo tiempo todo un capital de confianza y de mitología revolucionaria y republicana, pierde toda aptitud para ser modelo de lo que fuera, de repente propulsada en el campo de los enemigos definitivos. No es sólo el régimen político del momento lo que se pone en la picota (el de las derechas, luego de Pétain, de Weygand), sino Francia entera. El impacto de los campos, de la hostilidad evidente de las autoridades civiles y militares, de las campañas lanzadas por la prensa de derecha259 y de la falta de humanidad por parte de la población autóctona, hacia los españoles (de repente asimilados a «indeseables», palabra ominosa nuestra), es tan profundo y duradero que Francia pierde siglos de prestigio, pierde todo valor de refugio y de imagen. Hasta la labor, muy eficaz y solidaria, de las innumerables organizaciones de ayuda a la República española   —192→   o a los refugiados, a nivel local o nacional, es como si no existiera, o por lo menos parece incapaz de preservar el ideal republicano francés. La ruptura, la fractura es brutal, insostenible, desesperada. Esto puede explicar, paralelamente a la amenaza nazi a finales de 1939, el hecho de que los intelectuales y artistas españoles se hayan volcado en masa hacia el sueño americano, de repente beneficiario de un capital cultural mitificado. Para muchos refugiados, maltratados en la «dulce Francia», la situación europea instaura la derrota del occidente democrático, la quiebra de los valores cristianos y/o humanistas, mientras América, sobre todo vista desde las talanqueras francesas, reviste aspectos de paraíso providencial, con toda la mística del «mundo nuevo», libre y pacífico, y con una fraseología que cobra en algunos (en Larrea, por ejemplo) aspectos mesiánicos.

No quiero volver sobre esta diferencia entre América y Francia. Es innegable el esfuerzo del México de Cárdenas para acoger a los españoles, porque fue además el único realmente organizado, solidario y masivo. En el imaginario del exilio, México ocupa enseguida, durante la guerra incluso, un espacio entre mítico y concreto, que oculta, entre otras cosas, que son pocos los países americanos que siguieron el ejemplo: Santo Domingo, por razones turbias del dictador Trujillo (un poco más de 3.000 que bregaron por cambiar de lugar), Chile (o mejor dicho Neruda, mal visto por su gobierno; un poco más de 2.000, y muy seleccionados). El resto de las Américas fue mucho más moderado (no más de 2.000 en total), porque muchos países se inclinaban a favor de Franco o porque, como Estados Unidos, sólo se trataba de «captar» a gente «útil» o de alto nivel científico. No cabe duda tampoco de que una idéntica lengua entre españoles y latinoamericanos facilitaba enormemente la adaptación, pero de repente se ha olvidado que, en otros tiempos, para los «ilustrados», los liberales y los revolucionarios de todo tipo, el destino «natural» del exilio, por razones ideológicas y sobre todo culturales, fue principalmente Francia, y entonces la diferencia lingüística no parecía tan decisiva. La acumulación de neologismos o de hallazgos léxicos que apuntan a legitimar la integración española en México («conterrados» según Juan Ramón Jiménez; «transterrados» según José Gaos, que habla también de «empatriamiento», de patria «de origen» o «del destierro») revela bien este esfuerzo para instaurar un nuevo aparato semántico que designe tanto una realidad como una empresa mitogénica de substitución260. El sueño americano, por su casi unanimidad y su carácter obsesivo, no se debe analizar solamente en términos «objetivos»: el aspecto de construcción mitificadora responde también a la deconstrucción brutal del modelo europeo y francés en primer lugar. Es evidente que las derechas francesas y, más aún, el régimen de Vichy, la ocupación   —193→   alemana y la guerra, representaban circunstancias más que adversas, peligrosas, para miles de republicanos españoles, definitivamente etiquetados como «rojos» peligrosos hasta fuera de su país. Los ejemplos de Machado, muerto en Collioure en 1939; de Azaña, muerto en Montauban en 1940; de José Díaz Fernández, muerto en Toulouse en 1941; de Zugazagoitia, Companys, etcétera, que la Gestapo devuelve a España y son ejecutados, atestiguan el carácter trágico del exilio en Francia. El éxodo español hacia las Américas, fomentado por el SERE261, se realiza esencialmente en el 39, en los meses que siguen a la derrota y a la vergüenza de los campos, antes de nuestra derrota y antes de la llegada de las tropas alemanas; en el 40 se cierra prácticamente la posibilidad de cruzar el Atlántico.

La comparación entre el exilio americano y el francés no se puede limitar a la cuestión cultural o mítica que tanto se ha glosado. Es también un problema social y político. Si 15 o 20.000 españoles pudieron salir hacia las Américas, en 1940 quedan unos 125.000 españoles en Francia262 de los más de 450.000 que huyeron tras la victoria franquista. No cabe duda de que la mayor parte de los que pudieron salir de Europa pertenecían a la burguesía pequeña y media y que los intelectuales más prestigiosos son los que más se beneficiaron de los circuitos de solidaridad privados u oficiales. La población española exiliada en Francia es de índole netamente más «popular», con un alto porcentaje de obreros263, empleados, ex soldados, profesionales de todo tipo que no se aprovecharon de los circuitos de emigración hacia América, donde eran mucho menos integrables y tampoco muy «deseables», incluso en México. Estos profesionales sí que pudieron integrarse en Francia, tanto en la ambigua política económica del régimen de Vichy (como reserva de mano de obra en sustitución de los soldados, en la vendimia, en grandes obras e incluso en la industria militar, por ejemplo) como después de la Liberación, en la tarea de reconstrucción del país. No digo que dicha integración se hiciera siempre fácilmente y que la condición de exiliado no sea, por definición, un trauma individual y colectivo, pero sí se hizo. Paradójicamente quizás, fueron estos grupos «no intelectuales» los que, sin perder su identidad española, ni su lengua, ni su cultura (aunque fuera por el efecto de grupo), accedieron a la plena ciudadanía, a la igualdad con los franceses (me refiero a su posibilidad de acceder a la salud pública y a la educación gratuitas, al código de la función pública en Francia, y a todas las conquistas sociales que marcan la sociedad francesa en los años 30 y después de la Liberación). La integración   —194→   por el trabajo es un hecho indiscutible, visible hoy en el país, hasta en las segunda, tercera, etcétera, generaciones. En cambio, es evidente que los intelectuales españoles no tienen la impresión de haberse aclimatado tan bien, por lo menos en términos de prestigio, de carrera y de irradiación cultural.

También hay que matizar la idea de una representación menor de los intelectuales en Francia. El estatuto de «intelectual» no se puede limitar a unos centenares de escritores, poetas, catedráticos de alto nivel. En Francia sí que han quedado miles de intelectuales. Hay un número de profesores y maestros muy elevado (son el grupo más cuantioso, el más activo -por la FETE-, el más presente en las adhesiones a la Unión de Intelectuales Españoles); también hay unos 1.000 médicos, escritores y periodistas (350); numerosos ingenieros, arquitectos, juristas, abogados y licenciados en Derecho (unos 1.000); bibliotecarios, muchos estudiantes, etcétera. En cuanto a los artistas, pintores, escultores y músicos, la lista es nutrida y con nombres de prestigio (Clavé, Ferrán, Fenosa...). El número total de miembros de la UIE, 337 según los cómputos mensuales del Boletín, no da una radiografía muy exacta de la realidad del exilio francés; visiblemente, por razones políticas u otras, sólo una minoría se adhiere a la UIE. Siempre se podrá oponer la fama de muchos intelectuales en América y la modestia del destierro intelectual francés: es verdad que la vitrina española en América es más aparatosa, pero en Francia quedaban, en principio, después de la Liberación, núcleos nutridos (incluso con gente conocida, como Quiroga Pla, Corpus Barga y Serrano Plaja, que no se quedó, etcétera) y, además, gente joven que podía haber medrado. El argumento de la fama es, pues, insuficiente. Indudablemente, la situación de los intelectuales refugiados en Francia, entre 1940 y la Liberación, como la de millones de franceses, no fue envidiable. Desapareció toda posibilidad de mantener organismos de ayuda y solidaridad, periódicos, revistas, etcétera. El aislamiento y los problemas de subsistencia, la imposibilidad de viajar (tan envidiada en los «americanos») se oponen a una vida cultural pública y organizada por parte de una diáspora sospechosa para las autoridades. Después del 44-45 la integración en el sistema francés puede legítimamente ser percibida como frustración o insatisfacción; la enseñanza secundaria francesa recluta lectores y profesores de español entre los exiliados, pero pocos acceden a altos puestos, incluso en la universidad francesa (casos de Otero Seco, Castro Escudero o Chicorro de León, con estatutos poco boyantes para estos dos últimos); pocos consiguen una situación o un pedestal que les permitiera ejercer una especie de magisterio cultural o literario. Ni la traducción, que siempre fue un medio de subsistencia para los exiliados, ofrece grandes posibilidades, porque no se traduce al español.

La composición social del exilio español en Francia tiene otro rasgo que lo diferencia drásticamente del exilio americano. Pese a la derrota, el exiliado «francés»   —195→   está mucho más politizado. Por la proximidad de los países, porque las diásporas españolas son numerosas y por el contacto en Francia con partidos y sindicatos en plena efervescencia política, la tendencia espontánea es la de reconstituir comunidades por afinidades ideológicas, prolongar la militancia y la vida política de la República. El inconveniente, en opinión de algunos, es que se reproducen las divisiones antiguas, agravadas aún por rencores, rencillas, cuentas pendientes heredadas de la guerra y de la derrota; es cierto, pero, por otra parte, las actividades militantes mantienen un principio de acción y de participación, mantienen un espíritu colectivo e incluso una cultura que sigue siendo auténticamente española264. La actividad política es intensa en los meses que preceden a la guerra mundial, con revistas, periódicos, etcétera. Después del paréntesis de la ocupación alemana esta preeminencia de lo político se manifiesta inmediatamente con la reconstitución de partidos, sindicatos y agrupaciones de toda clase. Incluso las páginas del Boletín, tan despolitizadas, evidencian la vitalidad de lo político en Francia, con la reaparición de la Federación Universitaria Escolar, la Unión Federal de Estudiantes Hispanos y, sobre todo, de la Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza, que acaba ocupando páginas enteras de la revista.

Frente a este panorama que parece reproducir esquemas anteriores, no tan obsoletos, el exilio americano opta esencialmente por una posición neutral, no política265, sobre todo no militante. Las razones serán múltiples, según los individuos, los países, etcétera, pero no me cabe la menor duda de que la digestión de la derrota republicana pasa, en América, por el abandono de prioridades ideológicas y por la supremacía de lo cultural, de lo literario266. No quiere decir que estos intelectuales refugiados en América renuncien a sus convicciones, a su humanismo republicano, ni siquiera, para algunos, a sus credos políticos, pero sí quiere decir que los mecanismos de supervivencia pasan primero por la producción artística, el regreso a la obra personal.

Lo que se explica en América, donde representa la posición mayoritaria, consensual, provoca un hiato, una fractura, en Francia entre las masas «populares» o profesionales y el núcleo de intelectuales que se adhiere a la «línea» americana o que aspira a ejercer en Francia una actividad exclusivamente cultural. La Junta de Cultura267, que organiza desde París, y luego desde México, la emigración hacia América, desarrolla una argumentación inequívocamente apolítica, por no decir antipolítica que, es   —196→   de suponer, choca a los grupos políticamente homogéneos de exiliados:

(...) espíritu verdadero de solidaridad, independiente de todo partidismo político, uniéndolos entre sí, con vistas a una organización ulterior, por vínculos espirituales (...). El fenómeno inmediatamente político se hallaba condenado a inevitable descomposición desde el momento que en el destierro desaparecían los fundamentos materiales que en la península determinaban su necesidad y su forma (...). Fue consigna (de la Junta) la declaración de guerra a la baja política generadora de división, a todo lo que tiende a distraernos de las realidades profundas que llevamos con nosotros (...)268.



Pero, en la medida en que este discurso unitario sobre bases no políticas contrastaba con el grado de politización del resto de los refugiados; en la medida, sobre todo, en que este discurso recaía en voluntarismo, retórica farragosa269, ajustes sibilinos de cuentas tal vez (el apoliticismo siempre es política contra algo o por algo), es evidente que corrían el peligro de encerrarse en una fraseología generosa pero ineficaz y que se aislaban aún más, tanto de las masas como de las fuentes posibles de ayudas y subsidios, en una Francia efervescentemente politizada entre 1944 y 1950. Hay más. La defensa de la unidad en nombre de la cultura y de la lengua, pregonada por la Junta, cobra visos de irracionalismo burgués. Reivindicar que los republicanos sean «la emanación del alma española, de su identificación con los valores humanos superiores», que la cultura sea un «impulso transcendental (...) de ámbito universal»270, trasladar la «acción» hacia el plano de lo «universal» y de lo espiritual tiene un sabor algo retrógrado, muy poco progresista y científico. Una cultura así definida no representa un principio de acción muy sostenible (sobre todo cuando se pretende discurrir en nombre de la «realidad») y es el camino más seguro para desvitalizar, desrealizar, la identidad republicana, moderna y humanista. En todo caso, es un debate arcaico, una peregrina concepción de la responsabilidad del intelectual para asegurar la «perennidad y el desarrollo» de la cultura española: pudo significar algo entre los escritores y poetas españoles desparramados por los continentes americanos, pero, en Francia, difícilmente podía calar, ni durante la segunda guerra mundial ni inmediatamente después.




El Boletín: ¿órgano de quién y de qué?

El número 1 del Boletín sale en diciembre de 1944. En noviembre ya había salido un primer número 1 (que no he visto), roneotipado y humilde que debió de ser   —197→   como un primer ensayo. Nace, como otras muchas revistas y periódicos del exilio (CNT, Tiempos Nuevos, 13 títulos entre septiembre y diciembre de 1944), aprovechando la efervescencia de los últimos meses de guerra, la retirada alemana, la liberación de París en agosto, la victoria de los aliados ya perceptible, etcétera. Durará cuatro años y se interrumpirá brutalmente en el número 45-46-47 (agosto-septiembre-octubre de 1948) después de un pedido urgente de ayudas y suscripciones. Representa un total de 29 entregas, contando con los muchos números dobles y triples y con un número de páginas que pasó de 7 a 12 (excepcionalmente 16).

Visiblemente, la revista no dejó de pasar apuros financieros271, aunque disfrutó de una subvención oficial francesa de 30.000 francos a partir de junio del 45 (acompañada de un local, ¡en el Instituto Profiláctico!, y de una secretaria272). La revista sale respaldada por una lista de miembros de la UIE de 99 nombres273. El secretario general (luego presidente) es José María Quiroga Pla, el yerno de Unamuno, que ocupa el lugar más eminente en la revista hasta el final. Habrá algunos cambios en la organización y en los titulares de los puestos, tanto de la UIE como de la redacción del periódico, pero se mantiene un núcleo fiel con Salvador Bacarisse, Corpus Barga, el pintor Joaquín Peinado, José María Giner Pantoja, José Castro Escudero, Emilio G. Nadal, Francisco Moreno Cañamero, etcétera. Entre los más asiduos en las páginas de la revista hay que mencionar también a José María de Semprún y Gurrea y a Jerónimo Chicharro de León. La revista tiene tres secciones al principio (artes, letras y ciencias), que se ampliarán luego -señal de la importancia numérica de estos sectores- a cinco (con la pedagogía y las ciencias jurídicas y sociales): cada sección tiene tres secretarios. También, al principio, se recalca mucho la presencia de un representante de la intelectualidad catalana y de un representante de la intelectualidad vasca, pero este ecumenismo regional no se traduce en una presencia concreta de estos representantes (un eufemismo: no aparecen).

Pese a la modestia de sus recursos y medios, el Boletín tiene unos objetivos ambiciosos. Quizás el modelo más evidente fuera el ya mítico El Mono Azul o los Cuadernos de Madrid (por la presentación más amazacotada). En efecto, el Boletín aspira a ser un órgano tanto de acción como de reflexión y hasta de divulgación científica274. Mantener la continuidad de la cultura española, en su perspectiva más   —198→   humanista, prolongar la imagen de la República, es un proyecto lógico y proclamado. Las páginas de la revista recogen trabajos diversos, concebidos como propuestas intelectuales, investigación pura a veces (en el ámbito de la ciencia o del derecho, por ejemplo), proyectos de reforma educativa y cultural (la música, los museos), crítica de pintura, de libros, etcétera. Al lado de este funcionamiento tradicional de una revista cultural, se recogen, anuncian, reseñan todo tipo de acciones llevadas a cabo por los miembros de la UIE, tanto para mantener la presencia cultural de España en Francia (París y Toulouse, esencialmente), como para seguir activando la fibra republicana de los exiliados. El inventario de conferencias, ponencias, actos de toda clase, exposiciones de artistas españoles, veladas poéticas, musicales y literarias, sesiones de teatro, cursos de lengua y cultura española, colonias de vacaciones para niños refugiados (verano del 46), escuelas primarias (diciembre del 46), etcétera, revela una evidente disponibilidad y una dedicación intensa. En este aspecto, los miembros de la UIE han llevado a cabo una labor realmente digna de respeto en todas las circunstancias que se les ofreció. Una labor tanto más meritoria cuanto que las condiciones no son favorables. A diferencia de los de América, no tienen editoriales, infraestructuras de difusión y propaganda (la base de todo es el voluntarismo): están muy aislados unos de otros en el Hexágono, aislados de España (las fronteras están cerradas y no hay corresponsales de prensa franceses en la España de Franco que les suministren informaciones frescas), aislados de América (los libros o las revistas llegan mal y poco) y son pocas las traducciones275 que les permitan trabajar en profundidad en la población francesa.

Se podía esperar de los intelectuales españoles que intentaran reforzar los lazos con los intelectuales franceses, sobre todo después de la Liberación. De hecho, el Boletín lo inscribe en sus misiones prioritarias (n.° 8-9), hasta el punto de prever una «Presidencia de Honor» para los amigos franceses de España «en estas horas en que la comunidad de destino de nuestros pueblos se acusa con particular evidencia» (n.°1). El balance de esta colaboración, que hubiera podido dinamizar las actividades intelectuales españolas, es más bien débil. Los homenajes a Cervantes o a Machado suscitan alguno que otro texto francés (de Aragon, Léon Moussinac), pero los escritores franceses, los que salen de la Resistencia y de la guerra, jóvenes o viejos, apenas ocupan espacio en la revista. La única obra francesa publicada por el Boletín es una reproducción de un poema de Pierre Emmanuel sacado de Les Lettres Françaises, iniciativa de Quiroga Pla, que hace la traducción. El hispanismo francés, lógicamente, está más representado, sobre todo con Cassou (pero sólo al principio) y con Marcel Bataillon, fiel defensor de la causa republicana y paladín de los ingenios hispanos. En los números 22 y 23, Semprún y Gurrea instaura una sección de   —199→   reseñas literarias, heteróclitas (Bernanos, Sartre, Emmanuel Mounier, ¡Malaparte!) que no preludia una colaboración más estrecha, ni una captación de la actualidad cultural francesa. Con esto y alguna crónica necrológica se cierra el inventario: total, poco. La impresión es que los intelectuales españoles afincados en Francia no han calado en la cultura actual francesa, no han podido establecer una red de relaciones eficaces y solidarias y, sobre todo, no han aprovechado el clima para dinamizarse a sí mismos276.

Fiel a su vocación unitaria y apolítica, el Boletín no entra en los debates ideológicos que sacuden al exilio español y critica con vehemencia la política de partidos277. La consecuencia es que la gran cuestión obsesiva, la del retorno, la de la restauración de la República (una esperanza aparentemente ratificada por la conferencia de Postdam -1 de julio-2 de agosto del 45- que prevé la evicción de Franco), parece a la vez omnipresente278 y muy elíptica o muy borrosa. La constante preocupación de preparar, desde el exterior, el marco jurídico, administrativo, educacional, etcétera, de la futura república, se formula en términos abstractos, casi como un ejercicio de escuela.

Por otra parte, la falta de informaciones sobre la España de Franco, sobre las guerrillas (el único que las menciona realmente es Herrera Petere... ¡desde México!), sobre la resistencia interior o sobre los intelectuales contestatarios, no permite que la revista desempeñe un papel informativo o constructivo. El anuncio de una «Unión de Intelectuales Libres», dentro de España, que la UIE se compromete a ayudar «por todos los medios posibles», es un buen ejemplo de esta retórica de la vaguedad y de la elipsis (no hay el menor detalle suplementario). Curiosamente, los refugiados españoles en Francia, que teóricamente están más cerca de su país y por eso más preparados para una acción inmediata, parecen cada vez más desfasados y lejanos.

La postura antipolítica de la revista tiene otra consecuencia: la elipsis casi total de lo que pasa en Francia. Entre diciembre del 44 y mayo del 45 no hay nada sobre la guerra, la liberación progresiva de Francia, la Resistencia, la presencia española en la Resistencia279, los campos de concentración alemanes, el Holocausto; nada   —200→   contra el nazismo, el fascismo o el franquismo y todo lo que motivó la guerra de España y le dio un valor europeo y universal. En el número 5-6-7 (abril-junio del 45), un editorial de Antonio Porras, titulado «La guerra ha terminado», es la única alusión a la historia presente, y sólo para derramar añoranzas y tristezas del desterrado: hay que hurgar en los brevísimos sucesos de las actividades de la UIE para hallar alusiones más que sucintas a la presencia de la UIE en celebraciones francesas en los que se leen mensajes de solidaridad (algo moralizadores con el ejemplo español), pero siempre muy elípticos280. Después de la victoria aliada el silencio sobre la historia francesa o europea es aún más «ensordecedor». El Boletín y la UIE viven de espaldas a Francia o a Europa y, más sorprendente, de espaldas a la historia que originó su condición de exiliados.

El debate cultural y literario se resiente de todos estos silencios. Corpus Barga inicia en el número 17 (abril 46) una curiosa polémica con un artículo titulado «La reconquista de la inteligencia española», una polémica prolongada por Quiroga Pla, Semprún y Gurrea, Antonio Porras y Chicharro de León. Son páginas y páginas de disquisiciones sobre el ser español, la cultura desde fuera y para dentro de España, la relación entre política y cultura, pero con una verborrea, una retórica ampulosa y, otra vez, un sentido agudo de la elipsis que evidencia la debilidad del debate, la pérdida de un criterio dinámico y claro de la doctrina e incluso del lenguaje. El único que parece mantener cierta lucidez es Corpus Barga, que llama la atención de los exiliados sobre la política de Franco, más coherente y más respaldada por la opinión de lo que se suele pensar en el exterior: el enemigo no es «tonto» y la palabra «cultura» admite «las ideas y las cosas más contradictorias» (n.° 20), pero es éste un discurso que mal puede calar en un exilio intelectual que cultiva su autismo y se relame las heridas281.

La revista, en el fondo, es muy coherente. Los homenajes y centenarios que la revista cultiva con ahínco sitúan bien el concepto de la literatura y del lenguaje que prevalece en París, por lo menos en el seno del grupito que lleva el Boletín. Unamuno, Lorca, Cervantes y, sobre todo, Antonio Machado son los pretextos, los soportes para desarrollar una concepción de la literatura y de la poesía que implica una vertiginosa paradoja con las décadas anteriores282.

Por un lado, lo que se exalta, explícita y lógicamente, es una voluntad de preservar   —201→   una continuidad con la guerra civil, con la epopeya, es decir, con una literatura humana y colectiva. La mitificación de Lorca y de Machado (éste en muchos números) ofrece, a la vez, un terreno favorable a la solidaridad (entre españoles por un lado, entre franceses y españoles por otro) y un modelo poético «militante» (con finalidad extraliteraria). Se exalta el Machado republicano y mucho más el hombre que el poeta. Se insiste sobre «su vida», «su humanidad», «su poesía, su arte (que) corresponden a un modo de ser, de pensar y de sentir», su «lenguaje y sentir del pueblo», etcétera. Dicho de otro modo, la creación machadiana y, por extensión, la función de la poesía y del arte, no se miden en términos estéticos pero sí, exclusivamente, en términos éticos283 y de eficacia ideológica: la estética se reduce ya a conceptos exteriores al arte mismo. La larga ponencia, en dos números (2-3 y 4), de Castro Escudero sobre «La función social del arte», de un sociologismo primario, constituye la doctrina vigente. El arte se mide ante todo por su valor social y su funcionalismo, la sociedad es anterior y superior, el arte está determinado por «estructura económica», por su valor «pedagógico»284, etcétera. Por oposición, la «teoría» literaria de Semprún y Gurrea obedece a un condicionamiento psicológico idealista y vago: «el español es..., no es...», reproduciendo así caracterizaciones y criterios del más puro determinismo burgués y decimonónico285.

Por otra parte, y como consecuencia de lo que precede, la concepción (y la práctica) artística del exilio francés, tal como dictamina el Boletín, pregona y aplica un radical rechazo del «arte por el arte» (Castro Escudero, n.° 4); en una palabra, de todo tipo de modernidad o vanguardia, denunciadas como deshumanizadas y experimentales. Estos intelectuales del Boletín silencian así 30 años de literatura española, 30 años de búsquedas y de adelantos que habían permitido, precisamente, la emergencia de una poesía política y humana de vanguardia. Los modelos estéticos representan, pues, un salto hacia atrás impresionante, en nombre de dogmas lingüísticos y estéticos ya arcaicos (y burguesísimos, como la exigencia de «realismo», de verdad psicológica). Quiroga Pla -el más «profesional» de todos- navega entre un unamunismo conceptista y un machadismo retratista. Para la inmensa mayoría Campos de Castilla viene a ser el modelo único, mecánicamente copiado no en función de lo poético sino en función de la carga sentimental y «social» que le inyectan. Otros (Semprún y Gurrea, por ejemplo), evidencian el impacto duradero de una   —202→   enseñanza enraizada en los ritmos y fraseados académicos, entre Campoamor y Darío, revisados por Villaespesa o la tradición de los juegos florales286. Esta vuelta a un clasicismo cultural como patrimonio casi exclusivo se explicará por la necesidad de privilegiar las raíces, pero lo que no captan estos intelectuales, escritores muchos de ellos, es que privilegian una cultura académica, evacuan toda modernidad y se separan así de sus fuentes más fecundas: ni Alberti, ni Juan Ramón, ni la gran poesía de la guerra, ni siquiera Lorca, proporcionan ya modelos, aunque se les cite de pasada. Sólo la muerte santifica (Machado, Lorca, Miguel Hernández), configurando así una estética fosilizada que no se mitiga por la influencia de los españoles de América. Poco se sabe de lo que pasa tan lejos: alguna revista, algún libro, traídos por viajeros escasos, alguna visita (Guillén, unos meses; Serrano Plaja, dos años; Mancisidor, de paso por París, y muy poco más). Cuando se llegue a recibir más informaciones, a partir del 47-48, será para constatar el efecto de la distancia, la diferencia, la incomprensión ya patente287.




La práctica literaria en el Boletín

Como todas las revistas que salen después de la Liberación, el Boletín dedica espacios importantes a la creación literaria del exilio288, pero de manera desigual.

Aunque la UIE disponga de un fuerte núcleo de pintores y dibujantes (entre ellos Picasso), su presencia en la revista es escasísima y sólo de gente poco conocida. Dos dibujos a tinta china de Lola Muñoz289 y 6 dibujos en el número 36-37 (noviembre-diciembre 1947), número homenaje a Cervantes, donde aparece Joaquín Peinado. Es muy poco, comparado con las plúmbeas disertaciones de Giner Pantoja en casi todos los números sobre los pintores españoles del pasado.

La novela, el teatro y el ensayo literario también brillan por su ausencia290.

La poesía es el género que impera291; el fenómeno se observa en toda Francia y el Boletín le concede un lugar esencial. En sus 29 entregas, la revista publica 84 poemas292,   —203→   y reciben además la mejor presentación y el mejor trato gráfico. José María Quiroga Pla es el autor de 38 composiciones (45% del total), lo que confirma su posición central en la revista293. Luego vienen Jacinto-Luis Guereña y Antonio Porras (8 cada uno), Efrén Hermida (7), Francisco Giner de los Ríos (6), J. Chicharro de León (5), J. Herrera Petere (4), Corpus Barga, Serrano Plaja, Luis Huerta, Juan Miguel Romá y José María de Semprún y Gurrea (uno cada uno).

El repertorio formal de esta poesía atestigua la ruptura con la guerra y el Romancero. El soneto es el molde privilegiado (42 en total, 30 para Quiroga Pla). No es un fenómeno específico del exilio en Francia; el soneto, en un periodo perturbado y trágico, representa una forma cuya solidez estructurada y cerrada ofrece una especie de compensación o de refugio. En Francia pasó lo mismo y el soneto pululará también en la España de la postguerra. Este soneto caracteriza el retorno a una poesía «culta», de corte clásico, sobre todo cuando, como en el exilio francés, los modelos fraseológicos y retóricos excluyen toda modernidad, incluso metafórica. En cierta manera, el soneto configura una creación «encerrada», «perfecta» pero desarraigada humana y formalmente, una cárcel verbal que disimula cierto vacío o impotencia. No es, por ejemplo, que Quiroga Pla sea mal poeta; conoce bien el oficio, y su verso es pulcro y cabal, pero los modelos unamuniano, machadiano o romántico294 son demasiado perceptibles; se queja incluso de que le tachen de «tradicionalista» y opone al soneto concebido como «retrogradismo expresivo» un soneto como «acto de libérrima voluntad» (n.° 21); algunos sonetos octosilábicos suyos, menos académicos, ofrecen más emoción y calidad295.

Los versos clásicos (heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos), combinados o no, constituyen otro corpus interesante (unos 15 poemas). Esta poesía culta también ilustra la continuidad de la gran poesía española, ávida de estructura y de forma, desde los siglos clásicos hasta la guerra. La novedad viene de la utilización del verso   —204→   francamente irregular, largo, a veces larguísimo hasta el salmo o la letanía (unos 16 o 17 poemas en total), que no tiene mucha tradición en la poesía española. Puede analizarse en términos de desarraigo también, rechazo del compás exacto y confortable, medida del desaliento o de la indignación, al borde de la oración. Pero el verso «libre» no está al alcance de todo el mundo. Fuera de los poemas de Jacinto Luis Guereña, el más personal (el más sobrio también), que publica poemitas libres muy elaborados296, los versos largos del Boletín, como los de Hermida, de Romá o de Porras, están al límite de lo soportable, broncos y pedestres, de un énfasis irrisorio; la poesía del exilio muestra ahí su miseria.

Señal de la fractura con los tiempos anteriores, el romance ha desaparecido. Quedan algunos octosílabos de signo culto (sonetos, décimas, redondillas). La ausencia del romance marca la muerte de la epopeya, la ruptura con una poesía popular y de comunión; su desaparición, al contrario de lo que podrían creer los de la revista, marca el fin de una poesía humana y solidaria.

El problema formal no es, en sí, factor de crisis o de tensión creativa. Las opciones métricas y rítmicas de los poetas de la revista podían haber elaborado una estética positiva, tanto en lo estricto y estructuradísimo como en la soltura de una respiración desbordada (ahí están los casos de Prados o de León Felipe, en el exilio, para ilustrar estas dos opciones). La cuestión de los modelos (escogidos o rechazados) sí que es más determinante.

La temática general de esta poesía es otro punto interesante, aunque tampoco determinante. La tendencia a la elipsis que señalábamos antes sobre temas políticos o históricos encuentra en esta creación literaria su más alto exponente. Esta poesía, que aspira a una dimensión de vida y realidad, elimina sistemáticamente toda referencia concreta a la historia, a los hechos, a las circunstancias privadas o públicas. Las incantaciones a España, al destierro, a la tragedia personal o colectiva, se resumen en un acopio abrumador de tópicos, más o menos recargados de cultismos y preciosismos, pero todo abstracto, opaco, confuso, una verborrea estéril y fría (para el lector actual). Hasta el ripio caluroso tendría más energía. Perdida la epopeya de la guerra, estos poetas parecen perseguir la utopía de otra epopeya verbal que no cuaja, porque toda literatura del destierro es individual, nunca colectiva, cosa que han entendido los que viven en América. La evocación dolorosa («quejumbrosa» es un término lexicalizado) del YO, de la soledad, de la angustia, del dolor, de la ausencia, de la muerte, todo lo que caracteriza el destierro, son temas indudablemente pertinentes, compartidos por todos los poetas españoles de Francia o de América. Pasa otro tanto con el retorno a una poesía del paisaje (España o París) y a una lírica amorosa que, en cualquier época, representa unos temas perfectamente   —205→   aceptables, pero entre Serrano Plaja («La cita», escrito en París en febrero del 46) y Quiroga Pla hay una distancia enorme. Incluso la reaparición tímida de un sentimiento religioso297, en épocas como ésta, constituye un refugio poético comprehensible (el ejemplo de la poesía española del interior lo confirma).

El exilio, a diferencia del periodo épico de la guerra, autoriza y legitima todos los temas, todas las perspectivas (salvo precisamente la epopeya, que la historia ya no justifica). No son los temas los que determinan la calidad estética de un poema; otra vez, el ejemplo americano lo demuestra. Lo que sí crea la diferencia es el proyecto estético, no sólo el talento (se trabaja, pero existe o no existe), es el equilibrio de mecanismos culturales, formales, históricos, intelectuales y sensibles que, en un momento dado, determinan la pertinencia o el carácter obsoleto (académico) de una empresa de creación. La gran mayoría de los que publican en el Boletín son indiscutiblemente intelectuales por su educación, su formación, su profesión o sus relaciones pasadas con el mundo de las letras y del arte, pero no proponen una poesía a la altura de la circunstancia, son incapaces de asumir estéticamente, formalmente, la realidad del signo y del lenguaje que les toca vivir. Su drama es que han optado por modelos arcaicos, no adecuados al tiempo, han regresado a una economía del lenguaje y del signo que no sólo ha sido superada ya desde hace décadas, sino que es rigurosamente antitética con la situación. La vuelta al adjetivo estereotipado, redundante y acumulativo, la vuelta a una literatura de la «idea» o de la psicología para expresar una emoción existencial, a un léxico estrambótico, cursi o cacofónico298 (la pretensión culta), a una retórica visiblemente anticuada (los hipérbatos canónicos, las inversiones escolares y los lloriqueos románticos), construyen una poética definitivamente desarraigada de la actualidad del exilio. Incluso José Herrera Petere, que escribió durante la guerra poemas y novelas intensos y jugosos, parece haber caído ya en el convencionalismo.

En resumen, fuera de algunas composiciones de Quiroga Pla (sonetos octosilábicos y algunos versos libres) que pertenecen al pasado, algunas de J. L. Guereña, que detrás de cierta timidez contienen una promesa, y de la única de Arturo Serrano Plaja fechada en París (el autor emigrará luego hacia América), el balance de la creación poética contenida en el Boletín no es muy alentador; en todo caso ofrece pocas perspectivas estéticas, individuales y menos aún colectivas. En el exilio francés no hay proyecto(s) estético(s). Claro que los poetas y escritores del Boletín no   —206→   representan toda la producción literaria del exilio francés. F. Giner de los Ríos299 cita otros nombres de poetas que escriben en toda Francia: los anarquistas Ezequiel Endériz y Gregorio Oliván300, Jorge Semprún, «el joven Pradal», Martín Perea Romero, Alexandre Plana, Mateo Santos, Álvaro de Orriols, Mariano Longoria, Fermín Palau, Emilio Palacios, Álvarez Portal, Juan Miguel Romá301, poetas que no han pasado al Parnaso mayor.

El panorama poético de los años 44-50 se caracteriza por la abundancia de revistas, poetas (nuevos y viejos) y poemas publicados. En eso se puede hablar de renacimiento literario. La prensa, mucho más que el libro, sigue siendo el soporte de esta poesía del exilio, aunque sólo fuera porque, a diferencia de América, no existen editoriales españolas que la puedan difundir. El caso de Morir al día, de Quiroga Pla, muestra la amplitud del problema. Este poemario, compuesto de 149 sonetos escritos entre 1938 y 1945, se debe a la iniciativa personal de un francés, el señor E. Ragasol, que se improvisa como editor e inventa una «Colección Cervantes» lanzada, en 1946, con Morir al día, pero con una tirada que no pasa de 100 ejemplares numerados, lo que no deja de ser una atención amistosa o un mecenazgo aislado302. El total de ediciones poéticas de estos años no pasa de media docena, con difusión muy limitada303 y con porvenir poético también limitado, lo que no contribuye a dar al panorama de la literatura del exilio en Francia una imagen muy halagüeña.




Conclusiones

El Boletín de la UIE, «apasionante por apasionado, quijotesco, tancredo y transpirenaico»304,   —207→   con su vitalidad, sus dificultades y sus límites, no cubre todo el exilio español en Francia, pero sí ofrece un escaparate característico de lo que fue la actividad intelectual y creadora de estos desterrados que no pudieron o no quisieron cruzar el Atlántico. No es fácil apreciar hoy lo que, en esta revista, incumbe a unos organismos representativos y colectivos (la UIE y, en gran medida, la Junta de Cultura) o incumbe a un grupito restringido, alrededor de Quiroga Pla, que pudo imponer sus criterios y sus discursos. La personalidad de algunos de los dirigentes de la revista -Quiroga Pla, Corpus Barga, Giner Pantoja...-, gente con experiencia y autoridad, debió pesar bastante en las orientaciones del boletín y de la organización; el problema de las generaciones (biológicas, por supuesto) ha debido tener un papel importante.

Sin embargo, el Boletín corresponde a la época de mayor actividad, incluso literaria y poética; 1944-1948 es la época del retorno posible, de la fe en un porvenir español sin Franco, y la creación (poética sobre todo) simboliza esta tensión positiva pese a todas las dificultades. La poesía mantiene y encarna la permanencia de unos proyectos, confusos, elípticos, todo lo problemáticos que se quiera, pero vivaces todavía. Después del 48 la UIE deja de tener órgano de prensa y la literatura se limita a iniciativas privadas o a los grupos políticos de siempre305 y los años 50 se caracterizan por una producción literaria en franca regresión también306.

La imagen que dan del exilio intelectual y artístico es necesariamente ambigua y patética. No cabe duda de que los exiliados españoles en Francia han acumulado TODOS los exilios; pese a su proximidad geográfica con España, Francia significa la pérdida de las raíces, de la tierra y de las ilusiones republicanas (lo que todos tienen en común), la pérdida de sus códigos de referencia culturales y la dificultad o la incapacidad de «reaculturarse» (Francia es «diferente»); significa un exilio lingüístico drástico, con las consecuencias que tiene sobre la difusión y la mera comunicación. De algún modo, escogieron también una especie de exilio político e ideológico que mantenía la ilusión de una comunidad intelectual con la diáspora americana pero que, en Francia, implicaba una postura menos realista, tanto hacia la historia francesa y los franceses como hacia las masas exiliadas, todavía muy politizadas. La suma de todos estos «des-tierros» provocó un último exilio, mucho más grave para el porvenir de la expresión individual y colectiva: un exilio estético, ya que les hizo perder los vínculos con la historia literaria española más moderna y más prometedora. Rehuyendo o desconociendo los modelos que habían sido los motores de la modernidad expresiva española entre 1918-1919 y 1939, se condenaban a una palabra arcaica, casi autista, a pensar y crear en una ínsula separada no sólo de Francia sino también de España y de la mayoría de los exiliados mismos.   —208→   Este cúmulo de desarraigos difícilmente podía desembocar en obras mayores. Es evidente que si hubiera existido un líder o un grupo diferente, o con talento más enérgico, las cosas hubieran podido ser distintas, pero las orientaciones definidas desde 1944 llevaban necesariamente a una literatura de este tipo. Los intelectuales de Francia, a diferencia de Francisco Ayala, que apostó enseguida por una ruptura ideológica e histórica con todas las Españas (pero no con la lengua ni con la exigencia estética), creyeron tanto en una literatura del exilio como en una literatura escrita por exiliados y el resultado, una vez más, es patético cuando se compara con la producción de los «americanos». ¿Qué hubieran escrito Alberti, Prados, Cernuda, Altolaguirre, Cernuda, Garfias, Max Aub, Rejano, Larrea, León Felipe, Juan Ramón Jiménez o Jorge Guillén, a orillas del Sena o del Garona?







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ArribaAbajo4.- El exilio en México

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ArribaAbajoMéxico me va creciendo. El exilio de José Moreno Villa

Miguel Cabañas Bravo. Departamento de Historia del Arte del CSIC


Hasta comienzos de 1939, tras año y medio de vida en México, José Moreno Villa (Málaga 1887-México D. F. 1955) no se encontró preparado para escribir sobre el país que lo había acogido en su exilio: «México -decía, sin embargo, en esta fecha- crece dentro de mí. Me encuentro lleno de México como debe sentirse una madre en su noveno mes»307. Y ciertamente, a partir de entonces el tema de México empezó a ocupar muchas de sus páginas. En el terreno de la historia del arte, campo en el que corresponde a este fecundo y polifacético malagueño un relevante puesto y en el que pretendo que nos centremos ahora, remató ciertas investigaciones de empeño traídas de España y, a la par que otros interesantes trabajos artísticos y literarios, desarrolló una destacada producción centrada en el nuevo país. Así, además de introducir los métodos y avances aprendidos en España, aportó a la temática artística mexicana unas investigaciones, interpretaciones y observaciones que en general resultaron de gran importancia y trascendencia, puesto que -como veremos- pronto repercutieron en los futuros estudios, haciendo que la referencia a Moreno Villa entrara a formar parte indiscutible de la historiografía artística de México.

Con todo, este adentrase en los temas del país de residencia, no hizo perder a Moreno Villa el arraigo español, por más que, cuando en 1953 José Luis Aranguren intentó hablar de y con los intelectuales emigrados, distinguiendo entre exiliados y arraigados, incluyera a Moreno Villa entre aquellos «para quienes la expatriación no ha creado otro problema que el económico de subsistencia», o lo que era lo mismo -y empleaba una expresión de Moreno Villa- los «hombres de tipo internacional», a los que adscribía a este escritor, de quien -tras citar cierto comentario suyo sobre su cosmopolitismo- deducía:

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Indudablemente, un hombre de este modo de ser no puede decirse de ninguna manera que escriba desde su situación de expatriado. La españolidad es aquí un mero accidente... este hombre amaría, sí, a España, pero igual que un maestro al discípulo de hoy, perfectamente sustituible por el de mañana308.



Moreno Villa, sin embargo, parecía haberse adelantado a responder a Aranguren cuando en 1952, contestando al grupo de intelectuales «Los Hiperiones», quienes le habían incluido en la colección «México y lo Mexicano», escribía sobre lo irreductible de su condición de español:

(...) si mi ser es español, nunca podré ser mexicano. De nada vale que yo me diga: has cambiado de nacionalidad, pero no de ser. La nacionalidad es un expediente para vivir en regla y seguridad dentro de un organismo humano, pero no afecta al ser, a lo constructivo y radical de uno. La mejor prueba es que ningún mexicano ve en ti un nativo, sino un español apegado (...). Yo no he dejado en ninguna frontera mi ser español -como tampoco lo dejaron Hidalgo y muchos más-, pero sé que he sumado a mi españolismo ciertos modos, modismos y manera de ser mexicanos que me facilitan la convivencia con el ser mexicano. Esto no puede hacerlo un libanés, un italiano, un alemán o gringo309.



Efectivamente, el que Moreno Villa comenzara a preocuparse por el nuevo país no significó desarraigo ni pérdida de su ser e interés por lo español, puesto que incluso no pudo concebir al mexicano -según sus palabras- «sin el ingrediente y, más aún, la forma del ser español», sino que fue un enriquecimiento, resultado de su progresiva apertura y adecuación a un nuevo mundo de estímulos y de cierta dosis de imposición de las circunstancias y la responsabilidad310. Por ello, considero más importante que adscribir a Moreno Villa a México o a España el reparar en su   —213→   evolución vital y profesional, lo que nos dará la medida de su «españolismo» o su «mexicanismo» y los variados intereses y circunstancias que los condicionan y se reflejan en su producción. Para ello se hace necesario empezar por perfilar, dentro de los amplios márgenes e intereses humanistas y culturales que caracterizan a nuestro malagueño, el terreno en el que quiero que reparemos.

En este sentido, en 1944 publicaba José Moreno Villa en el exilio mexicano su impagable autobiografía, cuyas páginas venía a terminar con unas palabras recapituladoras dirigidas a su hijo:

Un cuarto, hijo mío, y en él un mundo; para mí, tres: el de la historia, el de la pintura y el de la poesía. Creen algunos que la historia del arte no es digna de figurar junto a la gran actividad creadora de la poesía o de la pintura. Tal vez lleven razón; pero yo te digo que en cada pintor pasado se puede sentir hoy los latidos de su yo311.



Resumía aquí las líneas maestras por las que discurrió su más interesante trayectoria vital y profesional: la historia del arte, la poesía y la pintura; vías difíciles de delimitar dentro del amplio mundo de labores e intereses culturales por el que transitó. Por otra parte, al ponerlas en pie de igualdad, también pretendía justificar y dignificar su dedicación a una disciplina como la historia del arte, a cuyo proceso de profesionalización había asistido desde comienzos de siglo, pese a haber recibido la censura del poeta Juan Ramón Jiménez, cuyas posibilidades de actualización de su enseñanza entendió bien nuestro historiador.

No obstante, para hablar del José Moreno Villa historiador de arte, que es lo que ahora nos interesa, ha de partirse de dos registros diferentes. El primero afecta al hecho «vivencial», esto es, al momento y circunstancias que le tocaron vivir y experimentar, y el segundo se refiere al hecho profesional, es decir, a la forma en que entendió esta joven disciplina histórica en proceso de configuración y profesionalización, pues partimos del hecho de que Moreno Villa fue, fundamentalmente, un intelectual liberal que no vio incompatibilidad alguna entre el cultivo de la historia del arte, la pintura, la poesía, el ensayo literario, la crítica artística, la colaboración en prensa, la traducción, la investigación arqueológica, gráfica y documental y el rigor científico. Con todo, en el orden de las preferencias e inquietudes, este «Leonardo malagueño» -como le llamó Guillermo de Torre- advertía:

Pero yo no soy esencialmente un científico, sé desenvolverme en el campo de la investigación histórico-artística porque, como dije en otras páginas, pertenecí al Centro de Estudios Históricos, en Madrid, y porque mi carrera de archivero, bibliotecario y arqueólogo me mantuvo en contacto con los   —214→   documentos y las obras de arte toda mi vida; pero mi pasión no se satisface con la actividad científica. Busca otras salidas, la poesía, la pintura. Considero a la ciencia como una muleta, mientras la poesía y la pintura son alas312.



Es decir, Moreno Villa fue un humanista sin delimitaciones precisas que cultivó amplia y profesionalmente la historia del arte, pero sin reducirse a ella. Podrían recordarse, pues, demasiadas cosas sobre sus actividades vivenciales, científicas y creativas, aunque en pocos casos de historiadores contamos con una autobiografía tan interesante e ilustrativa como la de este erudito malagueño, cuya Vida en claro, aparte de otros valores, constituye un documento inestimable de un historiador sobre lo que fue no sólo su trayectoria, sino la de todo el ambiente intelectual madrileño del primer tercio del siglo XX y la fructífera etapa del exilio mexicano.

Algunos datos biográficos se hacen así especialmente trascendentes para entender su formación y evolución como historiador y nos servirán para situar y contextualizar su producción; lo que haremos dividiendo su trayectoria en dos periodos fundamentales: el español, que a su vez se reparte en tres etapas muy diferentes, y el mexicano (en realidad una última etapa), que será sobre el que más nos detendremos. La primera etapa del primer periodo se refiere a sus iniciales estudios en Málaga y Alemania, hasta llegar a Madrid, donde entre 1911 y 1921 hay que considerar su relevante periodo de formación como historiador; la segunda corresponde a la etapa del Moreno Villa con oficio de bibliotecario-archivero, lleno de inquietudes vitales y creativas, y ocupado en numerosas actividades, la cual daba comienzo con la oposición que le llevaría brevemente a Gijón y duró una década, hasta que la llegada de la República en 1931 le otorgó un nuevo cargo. Sucedía así la tercera etapa, centrada, fundamentalmente, en el Moreno Villa director del Archivo del Palacio Real, aunque se prolonga a todo el periodo de guerra civil (conllevando su evacuación a Valencia y lo que iba a ser desde 1937 su salida camino del exilio mexicano y su aclimatación al nuevo país)313. Tras dos años en México, con una notable dependencia de lo español, podemos decir que realmente daba comienzo el segundo periodo o, simplemente, la que iba a ser su postrera etapa: dieciséis fecundos años en México, en los que se produce una interesante simbiosis temática hispano-mexicana en su producción y a los que ponía fin su muerte en abril de 1955314.

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I. El periodo español: De la formación del historiador de arte a la dirección del Archivo de Palacio y el exilio mexicano (1904-1939)

No vamos a tratar aquí con detenimiento la interesante labor de Moreno Villa como historiador de arte durante el primer periodo señalado, principalmente localizado en España, puesto que nuestro propósito se dirige al análisis de su producción en el exilio mexicano. No obstante, sí considero necesario hacer referencia a varios hechos de cada una de las tres etapas que hemos trazado en el mismo.

En este sentido, en la primera etapa, momento formativo que abarcaría de 1904 a 1921, debemos considerar su marcha a la Universidad de Friburgo para estudiar química, lo que abandonaría ante su afición a las letras, las artes y la historia, aunque no sin antes haber aprendido el idioma alemán y un enfoque diferente del trabajo, hechos que a su regreso a España le acercaron al modo ideológico de la Institución Libre de Enseñanza, la Residencia de Estudiantes y el círculo de Ortega y Gasset. Así pues, instalado en Madrid, emprendió los estudios de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras y permaneció en el Centro de Estudios Históricos, adentrado de la mano de Manuel Gómez Moreno en los estudios e investigaciones de historia del arte y arqueología, entre 1911 y 1916, año este último en el que entró a trabajar en la casa editorial Saturnino Calleja, donde realizó múltiples y anónimos trabajos de edición hasta 1921.

Durante esta etapa se dieron las primeras investigaciones y publicaciones de Moreno Villa sobre historia del arte, como sus aportaciones de 1916 a la revista España sobre el mundo gótico y su descubrimiento de una nueva obra de Pedro de Mena, publicada en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones. Por otro lado, la historia artística, especialmente la temática medievalista en la que se adentró en el Centro de Estudios Históricos, estuvo muy presente en lo evocativo de sus primeras obras y poemas -Garba (Madrid, 1913), El Pasajero (Madrid, 1914), Luchas de «Pena» y «Alegría» (Madrid, 1915), Evoluciones (Madrid, 1918) y Florilegio (Madrid, 1920). Pero este Moreno Villa, que desde 1917 fue captado como valor seguro por Alberto Jiménez Fraud para la Residencia de Estudiantes, donde -salvo dos breves periodos- vivió hasta 1936, también colaboró en importantes obras colectivas, como su aportación en 1919 sobre Juan de Echevarría en una destacada antología de la pintura vasca en la que también participaron numerosas figuras de lo más representativo del panorama cultural español (Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Unamuno, D'Ors, Pío Baroja, Losada, Mourlane Michalena, Maeztu, José Francés, Sánchez Mazas, Gómez de la Serna, Juan de la Encina, etcétera). No obstante, su   —216→   mejor reconocimiento profesional se lo iba a proporcionar una obra fundamental en su producción historiográfica de esta primera época, es decir, la monografía que publicó en 1920 sobre Diego Velázquez; obra en la que demuestra estar al tanto de los últimos criterios metodológicos en historiografía artística, especialmente alemana. Escribió también otras dos monografías, una de ellas sobre el Divino Morales, para un concurso abierto en el Museo del Prado, y otra sobre El Greco, igual a la de Velázquez y para la misma colección de la editorial Calleja, aunque no llegaron a publicarse.

Entre 1921 y 1931, asistiríamos a una nueva etapa en la trayectoria de Moreno Villa, etapa caracterizada por la multiplicidad ocupacional y creativa que le posibilitó la estabilidad de su oficio de bibliotecario-archivero. Es decir, la Editorial Calleja quebró en 1921 y MorenoVilla se vio obligado a prepararse la oposición a Archivos, Bibliotecas y Museos, logrando plaza. Le destinaron al Real Instituto Jovellanos de Gijón, donde permaneció un año, durante el cual, entre su actividad más trascendente, hay que resaltar la importantísima traducción que realizó de la obra del alemán Heinrich Wölfflin, Conceptos fundamentales de la historia del arte, de gran influencia entre los profesionales de la disciplina. Por otro lado, nunca se destacará lo suficiente la importancia de la labor de catalogación y documentación gráfica llevada a cabo por Moreno Villa en el citado Instituto gijonense, bombardeado durante la guerra civil con pérdida de sus fondos, lo que hace de su catálogo Dibujos del Instituto de Gijón, publicado en 1926, una obra imprescindible para conocer lo que fue esta importante colección de dibujos reunidos por Jovellanos y Ceán Bermúdez, que después ha podido ser mejor estudiada gracias a la documentación gráfica que también dejó. No obstante, en 1922 Moreno Villa fue trasladado a la Biblioteca de la Facultad de Farmacia de Madrid, donde permaneció hasta el advenimiento de la República, volviendo a instalarse en la Residencia, donde convivió con García Lorca, Salvador Dalí, Emilio Prados, Luis Buñuel, etcétera. Respecto a la historia del arte, destaca la gran cantidad de artículos de temática artística publicados en el diario El Sol, especialmente durante 1924 y 1925, años en los que hizo llegar al gran público interesantes temas sobre nuestros principales pintores del Siglo de Oro y los orígenes del arte moderno. Por otro lado, en 1927, año en el que Moreno Villa viaja a Nueva York embarcado en la kafkiana aventura que acabó frustrando su propósito de casarse con Jacinta la Pelirroja, la Sociedad de Arquitectos le ofreció la secretaría de redacción de la importante revista que editaban, Arquitectura, cargo que ocupó hasta 1933 y que hizo que comenzaran a ser frecuentes sus colaboraciones sobre temas arquitectónicos en la publicación, así como que la revista tomara interés por las nuevas corrientes, tanto arquitectónicas como artísticas.

Hacia 1931, con todo, puede localizarse el inicio de una nueva etapa, que se prolongaría hasta 1939 y a la que llamaríamos etapa republicana. Es decir, la   —217→   República sacó a Moreno Villa de la Biblioteca de la Facultad de Farmacia y le dio el cargo de director del Archivo del Palacio Nacional, antes Real, en el que permaneció hasta el exilio. Paralelamente, Moreno Villa siguió viviendo en la Residencia, organizando los números de Arquitectura y escribiendo sus artículos para El Sol; aunque es curioso constatar cómo aquel nuevo cargo afectó a su profesionalidad y forma de hacer historia, pues hizo que aumentaran sus colaboraciones en algunas publicaciones científicas, especialmente en la revista del Centro de Estudios Históricos, Archivo Español de Arte y Arqueología, donde el malagueño intentó ir dando a conocer la documentación sobre arte que iba apareciendo en este Archivo, la cual transcribía y estudiaba y que siguió apareciendo, comentada ahora por Francisco Javier Sánchez Cantón, incluso después de la evacuación a Valencia de Moreno Villa. Esta influencia de su trabajo de archivero en el modo de trabajar sobre historia del arte, es decir, esta atención preferente concedida a la fuente documental, antes poco usual en Moreno Villa, se iba a plasmar pronto en otro de sus libros capitales, que vería ya la luz en México.

El propio malagueño ha descrito su actividad en el Archivo de Palacio, asegurando que no fue para él «un puesto de mando, sino de trabajo gustoso», en el que, tras organizar el quehacer general de sus auxiliares, pudo comenzar «la labor detectivesca de buscar a los enanos y bufones que vivieron en Palacio cuando Velázquez era un pintor de Felipe IV»315. Los acontecimientos de la guerra también pusieron término a esta labor.

A finales de noviembre de 1936 salía para Valencia en la expedición de intelectuales evacuados de Madrid por el Quinto Regimiento de Milicias Populares316. Una de sus labores en la nueva capital republicana fue, junto a Tomás Navarro Tomás, la de inventariar y empaquetar en cajones bien forrados, en los sótanos de la sucursal del Banco de España en Valencia, los libros del Monasterio de El Escorial allí depositados. Junto a otros jóvenes literatos también escribió y participó en la fundación de dos revistas: Madrid y Hora de España, a la par que pudo ir escribiendo sobre los datos adquiridos en el Archivo de Palacio referidos a los enanos y bufones reales, cuyo preámbulo se publicó en el primer número de Madrid317.

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Sin embargo, el trabajo definitivo sobre este tema aún tardaría más de dos años, pues en febrero de 1937 Moreno Villa fue enviado por la Junta de Relaciones Culturales en viaje de propaganda cultural a Norteamérica y ya no regresaría nunca a España. Pasó brevemente por Barcelona, Burdeos, París, Nueva York y llegó a Washington, capital donde el embajador español, Fernando de los Ríos, le instaló en la Embajada como agregado cultural. En Norteamérica dio diversas conferencias, escribió e hizo exposiciones de sus dibujos. De paso por New Brunswick recibió dos cartas, una del embajador español y otra del ex secretario de Relaciones Exteriores de México, Genaro Estrada, las cuales le instaban a instalarse en México, adonde arribó en mayo de 1937:

Apenas llegado -dice Moreno Villa- (Estrada) me comunicó que andaba en la traída de españoles eminentes a México; que cruzaba cartas con don Ramón Menéndez Pidal y con Juan Ramón Jiménez sin lograr convencerlos, que su gran ideal consistía en crear en este país un centro como el Centro de Estudios Históricos de Madrid, aprovechando los intelectuales que iban saliendo de España o podían salir318.



Moreno Villa, convertido así en el primero de estos intelectuales españoles que pudo disfrutar de la hospitalidad mexicana, comenzó escribiendo esporádicamente en las revistas Hoy, Letras de México, Taller, Romance y los diarios El Nacional y El Popular de la capital mexicana. Además, a principios de 1938, recibió un empleo en relación con «Bienes Nacionales», como catalogador de las obras de arte recogidas de las iglesias, gracias a Luis Montes Oca -director del Banco de México- y al historiador de arte Manuel Toussaint, que fue quien le llevó a las bodegas de la Catedral a clasificar y catalogar cuadros, esculturas y libros. Estuvo ocupado en esta labor hasta la fundación en julio de 1938 de La Casa de España en México -luego El Colegio de México-, de la cual fue uno de sus primeros miembros.

Esta institución fue la que definitivamente le publicó la original y documentada investigación que constituye su obra Locos, enanos, negros y niños palaciegos, en la que su autor comienza por dar noticia de las accidentadas circunstancias del trabajo319, para indicarnos después en su estudio tanto las características de la investigación   —219→   como el motivo al que obedecía y algunas de las más destacadas noticias y aportaciones que traía su obra a la historia del arte320. Y no hay duda de que este madurado trabajo, fruto de año y medio de laboriosa recogida de datos en el Archivo de Palacio y obra fundamental en la producción del malagueño, además de la inestimable aportación que supone su sinfín de noticias, constituye una valiosísima aportación a la historia del arte, a los estudios velazquistas y a los estudios sobre la realidad social que rodeó al circunstanciado arte de la Corte de los Austrias.




II. El periodo mexicano: Los nuevos temas y ocupaciones en el historiador transterrado (1939-1955)

En México -dice Moreno Villa- hubo que recomenzar la vida, cosa dura si ya no se tiene la ilusión y la flexibilidad de la juventud. Y recomenzarla sobre los mismos instrumentos de siempre: la pluma, los estudios de arte y acaso la pintura»321. Pero ya nos hemos referido a lo que fue su costosa instalación en este país durante casi los dos primeros años, en los cuales estuvo claramente en función de los temas arrastrados de España, por entonces inmersa en su guerra civil. No obstante, el   —220→   «desastre de España -comenta el malagueño- me impuso la convicción de que mi vida allí se había terminado y de que era preciso poner a prueba mis facultades de todo orden a la presión más alta»322. Así, ese año de 1939 en el que acabó el conflicto bélico, en el plano personal lo inició Moreno Villa con su boda con Consuelo Nieto, la viuda de su amigo el Secretario de Relaciones Exteriores Genaro Estrada, marcando el momento de un nuevo periodo en el ánimo del historiador y la visión del nuevo país, que él mismo comentaría bajo el epígrafe «México me va creciendo»:

Al cabo de año y medio de residir en México -decía en febrero de 1939- se ha apostado en mi almacén, ciudades, amigos, monumentos, volcanes, platos típicos, semblantes, carreteras, ídolos, fiestas y modos de hablar. Y, por desgracia, conflictos políticos, luchas sociales, noticias de crímenes y otras aflicciones.

México crece dentro de mí. Me encuentro lleno de México como debe sentirse una madre en su noveno mes. Y cuando alguien me invita a decir algo de México, acuden: Veracruz, Pázcuaro, Puebla, Cholula, Tlaxcala o El Mante, Xochipilli, Cantú, Rivera u Octavio Paz, los mameyes, los zapotes, las papayas y las quesadillas, como objetos en avalancha que pugnan por ser los primeros. Tengo la impresión real y fortísima de que todo un mundo ha crecido en mi alacena y de que si no lo voy sacando con aquestas notas suyas, que por peculiares me resultaron extrañas, se me van a convertir en cosas familiares, o sea desprovistas de signos sorprendentes.

Estoy ya en el periodo de amor a México, lo que quiere decir que he pasado del periodo de la sorpresa, aunque todavía me queden lugares de la república o notas típicas por conocer323.



Efectivamente, a partir de entonces Moreno Villa iba a poner un rápido punto y final a trabajos de empeño vinculados a España, esto es, el citado libro sobre la gente de placer de los Austrias, publicado en junio de 1939, y la edición y prólogo de una obra póstuma de Genaro Estrada que quiso que saliera a la luz, Bibliografía de Goya, publicada en febrero de 1940 con aclaraciones en el prólogo de Moreno Villa sobre la notoriedad que ya gozaba este repertorio en su forma inédita, el interés que había en su publicación, el apoyo de Estrada a los intelectuales españoles y las características de esta obra que el diplomático no pudo acabar de perfilar324. Pero junto a estos trabajos de temas tan españoles, sus colaboraciones para diversos periódicos y revistas culturales fueron recogiendo sus impresiones ante el arte, las costumbres y las gentes de México. Ello dio lugar en 1940 a su primer libro de tema mexicano, al que no tardarían en seguir otros, también de gran importancia y trascendencia   —221→   para la historiografía artística del país de acogida; hasta el punto que su faceta de crítico e historiador del arte mexicano ha sido tratada en este país tanto o más que en España325, donde las referencias a la destacada etapa del malagueño al otro lado del Atlántico suelen olvidarse o tratarse demasiado sucintamente.

Mas volviendo sobre ésta, esa primera obra de tema mexicano a la que nos referíamos fue Cornucopia de México326, muchas de cuyas páginas ya habían visto la luz antes de 1940 en forma de colaboraciones para diferentes diarios y revistas culturales. La conformación de esta «visión panorámica de México»; como la define su autor, constituye así una sorprendente y valiosa crónica del descubrimiento de México día a día, con acabado comentario de las nuevas realidades y contrastes que causaron asombro a nuestro observador viajero. No es extraño, pues, que la obra haya recibido en México numerosos elogios, que se haya reeditado varias veces y que de continuo se la haya asociado a los mejores libros de viajeros y cronistas del país, como entre otros han destacado Suárez Argüello, Manuel Ulacia y Guillermo Sheridan327.

Dos años después publicaba Moreno Villa una de sus más conocidas obras sobre el arte de este nuevo solar, La escultura colonial mexicana, obra fundamental en la historiografía artística de este país. Abordaba en ella el historiador malagueño un amplio aspecto del arte mexicano, como la escultura colonial, que veía preterido sin justificación y que se desconocía. Recaía su estudio «sobre un abundante repertorio   —222→   más que sobre una estructura», cuyo manejo le había permitido descubrir «ciertas notas diferenciales o de analogía». Entre estas notas, lo más trascendente sin duda ha sido la definición de lo que en principio califica de «conato de estilo», esto es, «lo tequitqui o mudéjar mexicano», que Moreno Villa, transponiendo al náhualt el significado del término árabe mudéjar (tributario), explicaba así:

Si repasamos detenidamente las obras arquitectónicas que nacieron en México durante el siglo XVI al ponerse en contacto el español y el indígena, cada uno con su tradición y su modo de sentir, veremos que aparece el mismo fenómeno que en España, un mudejarismo peculiar que nosotros debemos bautizar de algún modo (...). A cada cosa hay que llamarla por su nombre si queremos entendernos. Y a lo de México no se le puede llamar mudéjar, aunque concuerde con ese modo hispánico en ser una interpretación de diversos estilos según su tradición propia y su modo de labrar. Yo propongo la antigua voz mexicana «tequitqui», o sea, tributario. E invito a los conocedores de las lenguas aborígenes a elegir otra mejor328.



Este nuevo término y su definición estaban llamados a alcanzar una temprana y gran fortuna entre los historiadores e historiografía del arte mexicano, que definitivamente caló cuando se publicó en 1948 la siguiente de sus obras sobre arte mexicano. Esta obra, que iba a consagrar al malagueño como uno de los más destacados historiadores del arte de México, fue Lo mexicano en las artes plásticas, amplio ensayo en el que el autor, con alarde de verdadero y original profesional, fundamentado en el análisis de la historia -pero sin dejar de lado la misma crítica artística si conviene a lo próximo-, expone interesantísimas investigaciones, interpretaciones e intuiciones. Es decir, comienza recordando cómo en su obra panorámica de 1942 no había entrado en ciertos temas discutibles por la búsqueda de claridad y que allí su «único atrevimiento fue el de calificar con el nombre azteca tequitqui, que significa tributario, el producto mestizo que aparece en América al interpretar los indígenas las imágenes de una religión importada»; pero se ve ahora dispuesto a entrar en estos temas persiguiendo los rasgos diferenciales entre el arte mexicano y el europeo, que era lo que había notado, «que los mexicanos interesados por su arte preferían que el europeo les señalase». Se ocupa de la escultura del XVI, la arquitectura del XVIII y la pintura del XX, «porque -decía- el rasgo diferencial mayor que yo veo es una ley según la cual los grandes empujones o eclosiones del arte mexicano son biseculares. En el XVI se da lo mejor o más interesante de escultura;   —223→   dos siglos después brota con verdadero énfasis la arquitectura, y dos más tarde la pintura»329. Seguidamente al estudio de estos siglos, aborda otros interesantes y -desde ahora- trascendentes temas remarcadores de la originalidad del arte mexicano, los cuales desarrolla de forma amplia y con un enfoque diacrónico; es decir, los referidos a lo que denomina el «angelismo» de la pintura colonial mexicana (original empleo, colocación y representación del ángel), a la peculiar representación del tema de la Trinidad (es decir, como tres personas «iguales en todo, en facciones, en vestiduras, en color»), al tratamiento y sensibilidad ante el tema de la muerte en España y México, al pudor en la representación de la figura humana en la pintura española y mexicana y, finalmente, a los mecanismos de transmisión de las ideas plásticas330.

Entre estos importantes temas insistamos en que lo más trascendente fue, con todo, la llamada de atención sobre el fenómeno que denominó tequitqui, por lo que acaso conviene que nos detengamos en la ventura del término y su definición. La citada voz, con el significado que le dio Moreno Villa en su obra de 1942, pronto fue registrada por el prestigioso historiador mexicano Manuel Toussaint, quien en 1945 ya la asumía, aunque con matizaciones, respecto a la escultura de la primera mitad del siglo XVI331. El uso del término siguió prosperando, aunque con unos límites de aplicación más o menos precisos según las necesidades del discurso. De este modo, aparte de su reempleo por el mismo Moreno Villa en su obra de 1948, donde matizaba más su circunscripción al siglo XVI (puesto que encontraba que el carácter tequitqui de las creaciones de los siglos XVII y XVIII perdía pureza)332, el catedrático sevillano Diego Angulo lo recogía en 1950, sin embargo, en su sentido más amplio333. Pero, con todo, la voz iba cuajando en la historiografía y, cuando Moreno   —224→   Villa moría en 1955, Jorge Crespo de la Serna ya aludía a lo significativo del «hallazgo» de este nombre azteca, algo «absolutamente suyo»334. Y, efectivamente, el término, pese a seguir aplicándose por unos u otros en sentido extenso o restringido, vino a quedar consolidado desde finales de los años sesenta335, especialmente cuando lo acogió Elisa Vargas Lugo en su importante obra Las portadas religiosas de México, donde afirmaba: «nos parece que la única palabra que indica esta peculiar mezcla novedosa de formas artísticas europeas, transfiguradas por los artesanos mexicanos, es la palabra tequitqui, vocablo que con su sonido ya anuncia la naturaleza nativa que en gran parte informa a estas obras». Y, asentándolo en el siglo XVI, considera al tequitqui como «un estilo ornamental aparte» y un estilo «tan importante o más que el plateresco, o el purista, puesto que constituye las primicias del arte mexicano»336. Así, la voz náhuatl de Moreno Villa también fue recordada en España por Enrique Marco Dorta, que en 1973 la registró para referirse a «ese estilo planiforme (del siglo XVI), en que parece decisiva la intervención indígena»337, aunque pocos años después no encontraba «muy apropiado el término tequitqui», prefiriendo el de «estilo Mendoza», del cual el tequitqui sería una «modalidad»338. Pero también en México se cuestionó la conveniencia del término, como con poca soltura hizo Constantino Reyes-Valerio en 1978, quien tras reconocer la influencia, aceptación e «inmensa fortuna» que entre los historiadores habían tenido los «conceptos revolucionarios» de la obra de Moreno Villa, intentó dar complicadas explicaciones sociológicas para proponer su sustitución por el de «arte indocristiano»339.   —225→   Así, la denominación, a veces discutida pero generalmente aceptada, ha seguido usándose, bien destacándose como un logro de Moreno Villa, bien sin citar ya la proveniencia340, pues como en 1988, al tratar acerca de la generalización del uso de este término, afirmaba Martha Fernández, para quien el arte tequitqui tiene detrás una definición precisa y un artista «re-creador» de formas preestablecidas europeas y prehispánicas que le confiere su característica más importante, el problema es que «al haber sido el término tequitqui el primero que se acuñó, cuando se menciona otro, se ha de relacionar o al menos recordar éste»341.

Claro es que Moreno Villa, en el intervalo de tiempo que media entre 1942 y 1948, fecha respectiva de publicación de las citadas obras de tema mexicano, publicó otros libros, entre los que merece la pena insistir en su propia autobiografía, que vio la luz en 1944 y que, como hemos dicho, tanta información nos aporta sobre el historiador; convirtiéndose en la práctica en una destacada fuente de información sobre el ambiente cultural del Madrid de anteguerra y del México del exilio.

Las posteriores obras a 1948 de Moreno Villa no se centran expresamente en el campo del arte, aunque abundan las páginas referidas a sus protagonistas. Podríamos así citar un nuevo regreso a la temática española con las interesantes observaciones que, respecto al arte, hace sobre «el trabajo de pintar», «los pintores de la España Negra», el «ascendiente» de Goya y las «fluctuaciones» e influencias generacionales en Los autores como actores, reunión de ensayos -basados fundamentalmente en la crítica literaria y la «convivencia» con los autores de los que habla- publicada en México en 1951, la cual, entre otras cosas, se nos hace especialmente interesante por la insinuación de una generación de pintores del 98 paralela a la literaria y con notables afinidades342, claro precedente de estudios posteriores   —226→   que han intentado perfilar esta generación pictórica343.

No obstante, no podemos dejar de referirnos, aunque sea brevemente, a la dilatada labor paralela que durante esta etapa mexicana llevó a cabo Moreno Villa sobre la historia y la crítica de arte con sus colaboraciones para los diarios y revistas del país: El Nacional, El Popular, Novedades, Letras de México, Taller, Hoy, Cuadernos Americanos, El Hijo Pródigo, Las Españas, etcétera. En este sentido, afirmaba el autor en 1944 que no había tenido suerte con la prensa mexicana y, especialmente, con El Nacional y El Popular344; sin embargo, a partir de 1947 en el primer diario y de 1949 en Novedades y hasta la muerte del malagueño, las colaboraciones de éste -que en su mayoría iban destinadas a los suplementos culturales semanales de estos diarios- fueron abundantísimas, puesto que estos diarios se habían propuesto renovar enteramente la sección de crítica y divulgación de artes plásticas recurriendo a colaboraciones de calidad como las suyas345.

Con todo, Moreno Villa no quiso nunca centrarse únicamente en el arte mexicano (sobre el que, comparativamente, incluso descuidó periodos artísticos como el prehispánico), y expuso sus motivos en 1953, cuando amablemente se le reprochó el ocuparse más del arte europeo que del mexicano y el malagueño respondió:

Ante el arte mexicano sentí que debía ser un animador. No un propagandista; eso es otra cosa. Tampoco un panegirista. Un animador como el ojeador en las cacerías en cuanto que fui enfocando y levantando liebres desde puntos nuevos y con un propósito estructurante. La suerte me acompañó, logré contagiar a algunos y considero que he cumplido con mi propósito. Ahora bien, proseguir en este tono es muy difícil y por lo tanto muy lento. No dejo de interesarme por ciertos aspectos del arte antiguo mexicano, especialmente por los contactos con las artes asiáticas, pero, como usted comprenderá, tal tarea no es comparable con la de escribir artículos periodísticos sobre arte de los grandes y archiconocidos pintores europeos. Aquello es de investigación directa y con poquísimos datos. Lo otro es discurrir sobre un arsenal de noticias. Respecto a escribir sobre la pintura moderna mexicana, le diré que algo escribo, aunque me resisto a pasar por un crítico profesional. Si el destino y la nueva vida me obligaron a desarrollar aquí una de mis actividades más que otras, siempre sigo siendo un escritor ensayista y poeta. Que además es pintor, y que por lo mismo se guarda de juzgar a los   —227→   del oficio (...). Por esto último me gusta escribir más sobre las producciones antiguas que sobre las modernas y muy próximas a mí. Ellas permiten análisis que son imposibles en las obras próximas346.



Y nada mejor que el propio análisis que nos hace Moreno Villa sobre su dedicación a escribir acerca del arte en México, para terminar nuestra exposición sobre este destacado intelectual e historiador del arte a quien las circunstancias llevaron a México, donde fue creciendo su amor por el país, lo que, unido a la responsabilidad y la profesionalidad, dejaron como resultado importantes y transcendentes observaciones y estudios en la historiografía artística mexicana.