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II. Los clasicistas

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II.1. Rey de Artieda y Virués: la tragedia valenciana del Quinientos

Josep Lluís Sirera


1. Notas biográficas

Dos son los dramaturgos valencianos que se inscriben plenamente en las corrientes trágicas: Andrés Rey de Artieda y Cristóbal de Virués. Las biografías de ambos son, a grandes rasgos, bastante conocidas, gracias especialmente a trabajos como los de Mérimée541, Martí Grajales542 o Juliá Martínez543, aunque no falten en ellas algunos puntos oscuros. Sabemos del primero que nació en Valencia, de familia aragonesa (su padre, Juan de Artieda, natural de Tauste, se había avecindado en Valencia en 1543), en una fecha que se situaría entre 1544 y 1549. Universitario, obtiene el grado de bachiller en Derecho en 1574, después de haber estudiado no sólo en Valencia sino también en Lleida y en Tolosa. Once años después, en 1585, fue recibido como Doctor «en cascun dret», grado máximo de su especialidad. No ejerció, sin embargo, mucho su carrera universitaria, con la excepción de una breve temporada en la que ejerció una cátedra en Barcelona544. Su auténtica profesión, por el contrario, fue la de militar: capitán de los tercios españoles participó en numerosas campañas: Chipre, Lepanto, Mequinenza, Fünden, etc... por cronología y dedicación será, pues, uno más de los «capitanes de Lepanto»545.

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Entre campaña y campaña residió preferentemente en Valencia, donde se había casado con Catalina de Monave, de quien tuvo cuatro hijos (Miguel, Andrés, Teodora y Andrea). En esta ciudad, igualmente, ganó fama como poeta; Gaspar Gil Polo ya lo elogia en su Diana enamorada (1564), por lo que no tiene nada de extraño que la Ciudad le encargue la descripción poética del viaje de Felipe II a Valencia en 1586 («Octavas a la venida de la Magestad del Rey Don Felipe Nuestro Señor a la insigne Ciudad de Valencia»). En el mismo orden de cosas, fue admitido en la Academia de los Nocturnos en 1593. Murió en 1613, gozando siempre de la simpatía, la admiración y el respeto de los principales autores del momento, como Lupercio Leonardo de Argensola, Cervantes, Lope de Vega, etc546.

Hijo del médico y humanista castellano Alonso de Virués, establecido en Valencia, Cristóbal de Virués nació en 1550 en esta ciudad. No nos consta que siguiese estudios universitarios, como sí hizo su hermano, el médico y poeta Jerónimo, pero en su producción revela que poseía bastantes conocimientos de literatura clásica y de la contemporánea, tanto castellana como italiana. Capitán asimismo de los tercios españoles, Virués participó en las campañas italianas y estuvo también presente en la batalla de Lepanto. Aunque residió relativamente poco en Valencia, pues permaneció largas temporadas en Italia y en Madrid, fue bien conocido de sus compatriotas, que estaban al corriente de su producción: hoy parecen bastante indiscutibles las afirmaciones hechas por Juliá Martínez547 de que sus obras teatrales influyeron en las de la Tárrega o Guillén de Castro, sin ir más lejos. En conjunto, su producción literaria es más amplia que la de Rey de Artieda, ya que escribió un poema épico de éxito en su momento (El Montserrate, 1587) y numerosas poesías líricas, en las que es posible observar no sólo un notable cuidado en la composición sino también una visión bastante pesimista de la vida y de su propia profesión militar548. Este pesimismo, unido a ser -en palabras de Juliá- un «decidido cultivador del arte docente»549 y constituir «la voz más conservadora del grupo valenciano»550, lo convierten en un autor interesante, y, sin duda, de los más estudiados de entre los valencianos. Como en el caso de Rey de Artieda, Virués no fue sólo elogiado por sus   -71-   connaturales, sino también por Cervantes y Lope de Vega551. Murió en fecha incierta, que se tendría que situar con toda probabilidad después de 1614, ya que todavía en esa fecha Cervantes lo citaba como vivo en su Viaje al Parnaso.

Puede observarse, de entrada, la existencia de rasgos semejantes en la biografía de ambos autores, como por ejemplo su profesión militar, compatibilizada con su dedicación a las letras, maridaje nada infrecuente en la época por otra parte. Igualmente, tanto Rey de Artieda como Virués nacieron en el seno de familias con profesiones liberales, castellanohablantes y residentes en Valencia desde pocos años antes. Si aceptamos además que Rey de Artieda nació sobre 1549552, serían rigurosamente contemporáneos. Acaban aquí las semejanzas, que no son pocas, ya que aunque escribieron tragedias, sus enfoques fueron diversos como luego veremos. Hay que añadir que los dos, más Rey de Artieda por residir más tiempo en Valencia, mantuvieron lazos con los intelectuales y escritores valencianos del momento, por lo que se inscriben plenamente dentro del grupo de «autores valencianos» estudiados en este volumen.




2. Obra literaria

Es autor Rey de Artieda de una obra no muy extensa; además de las «Octavas...» antes citadas, y de sus composiciones incluidas en el Cancionero de la Academia de los Nocturnos, se le conocen algunas poesías sueltas, si bien el conjunto de su obra lírica la reunió el propio Rey de Artieda en un volumen titulado Discursos, epístolas y epigramas de Artemidoro, editado en Zaragoza en 1605. Como autor teatral publicó en Valencia su tragedia Los Amantes, como suelta, en casa de la Viuda de Pedro Huete (1581), obra que según el parecer de Froldi fue escrita algunos años antes: entre 1577 y 1578553. Esta obra ha sido reeditada en diferentes ocasiones (1908, 1929, 1971). Existen, además, varias obras de teatro y libros de poesía de los que sólo tenemos noticia por sus títulos: Libro de la vanidad del mundo, Libro de sonetos, Obra espiritual, son los títulos de sus obras poéticas hoy perdidas. Amadís de Gaula,El Príncipe constante, Los encantos de Merlín, los de las obras de teatro extraviadas. Fue el conjunto de   -72-   su producción lo que le valió la estima y consideración de sus contemporáneos, bastante elevada como hemos visto554.

La producción de Virués se centra en El Montserrate y en un volumen que podríamos denominar de «obras completas»: Obras trágicas i líricas. El Montserrate, poema épico dedicado a cantar la leyenda del monasterio catalán a través de la figura mítica de Garín, fue editado por vez primera en Madrid, en 1587. El halagüeño éxito obtenido le llevó a preparar una segunda edición, notablemente ampliada, que se publicó en Milán en 1602, ciudad en la que residía por aquellos años. Aún alcanzó una tercera edición, de nuevo en Madrid y en 1609, lo que da fe de la buena acogida de la que fue, sin duda alguna, su producción más celebrada, y por la que más recompensado se debió sentir su autor. El resto de sus obras apareció recopilado en el volumen ya citado (Madrid, 1603), donde Virués recogió sus cinco tragedias y el grueso de su producción lírica (a excepción de algún que otro poema suelto). Publicado este volumen en fecha relativamente tardía no alcanzó más ediciones; pese a la fecha, se supone -sin embargo- que las tragedias debieron de circular manuscritas desde bastantes años antes, lo que explicaría su influencia entre autores como Tárrega, muerto en 1602. Aunque todavía no poseemos precisiones cronológicas, Mérimée -siguiendo en parte a Moratín- indica que las tragedias fueron escritas en los años que median entre 1580 y 1586, sin poder precisar el orden exacto en que lo fueron. Sargent555 acepta fechas análogas, aunque se inclina más por los inicios de la década de los ochenta556. Es opinión bastante generalizada que La infelice Marcela fue la última de las tragedias, por lo que de concesión tiene a la naciente manera de hacer comedias. Explicarían estas fechas que Lope se pudiese referir a Virués como el primero que puso en tres actos las comedias557, mérito que el propio autor se había cuidado de reivindicar cuando dice en el «Prólogo» de La Gran Semíramis:


No es menor la que dixe
de ser primera en tres jornadas558



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Hubiese sido descabellado que Lope -ya entrado el siglo XVII- le concediese tal mérito si no hubiese conocido desde bastantes años antes de su publicación las tragedias de Virués.




3. Teoría de la tragedia

Autores trágicos los dos, ¿tuvieron ambos análoga concepción de la tragedia? Hay que dejar bien sentado que no. Hermenegildo, en sus ya clásicos y valiosos trabajos, diferencia entre un Rey de Artieda, mucho más flexible a nivel teórico y práctico, y un Virués plenamente encuadrado dentro de lo que él catalogaba como «tragedia de horror». De una forma u otra, esta diferenciación es substancialmente correcta, aunque quizá no exactamente como la haya planteado este crítico. Desde el punto de vista teórico, que es ahora mismo el que nos interesa, las diferencias saltan a la vista. Virués ya en la «Introducción» a sus obras deja las cosas claras cuando afirma:

Discreto lector. En este libro ai cinco Tragedias, de las cuales las cuatro primeras estan compuestas auiendo procurado juntar en ellas lo mejor del arte antiguo i de la moderna costumbre, cõ tal concierto i tal intención a todo lo que se deue tener que parece que llegan al punto de lo que en las obras del teatro en nuestros tipos se deuria usar.


Y más adelante precisa:

en todas ellas (aunque hechas por entretenimiento i en juuentud) se muestran eroicos i graves exemplos morales, como a su grave i eroico estilo se deve


(Juliá, ed. Poetas..., I, p. LIII).                


Es decir: Virués es consciente de que es necesario acomodar el estilo trágico a la función didáctica y a los gustos del momento, pero sin dejar prácticamente ningún resquicio al teatro de puro y llano entretenimiento. La función didáctica es, pues, fundamental siempre:


Así el poeta con divino ingenio
i con una invención cómica alegre
ya con un caso tragico admirable
nos hace ver en el teatro i sena
las miserias que traen nuestros pechos
como el agua del mar los bravos vientos
y todo para ejemplo con que el alma
se despierte del sueño torpe i vano
en que la tienen los sentidos flacos,
i mire i siga la virtud divina


(La Gran Semíramis, Juliá, ed. Poetas..., I, p. 253, a-b)                


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Y en función de ese didactismo acomodará las reglas del arte clásico, que nos demuestra dominar en suElisa Dido. Esta adaptación, sin embargo, no le lleva a caer en ningún tipo de populismo. Bien al contrario, todavía en La infelice Marcela, sin duda la tragedia más «acomodada» de las por él escritas, afirma:


Salgo con voluntad i firme intento
de procurar el gusto i el regalo
del que con claro i alto entendimiento
conoce lo que es bueno i lo que es malo;
i luego de través el vano viento
del vulgo, cuyo voto al aire igualo,
me levanta la mar, pensando cierto,
que estorba de tomar el salvo puerto.
Esto es assí, mas gran consuelo tengo
pues (h)an de ser en mi favor los sabios
a quien, pues tales son, nada prevengo
de lo que (h)an de esplicar mis torpes labios;
con los que no lo son, en nada vengo,
ni temo sus satíricos ressabios,
pues aunque en rota barca en su mar ande,
es el favor de los discretos grande.


(La infelice Marcela, Juliá, ed. Poetas..., I, pp. 118-19)                


Explícitas afirmaciones donde se trasluce la contradicción de un autor atrapado entre su deseo de un arte docente elitista y las exigencias del género, que hacen del teatro espectáculo «público», es decir: abierto a todos, incluyendo el «vulgo». Sobre las consecuencias estrictamente dramáticas de este didactismo hablaremos más adelante.

El rígido didactismo que Virués profesa, choca un tanto con la Epístola al Marqués de Cuéllar, de Rey de Artieda, enfocada en su totalidad hacia la definición y defensa de la comedia, género al que Virués no daba importancia alguna. Escrita en 1605, se organiza en ella la defensa de la comedia en dos grandes frentes: por una parte afirma su bondad intrínseca: es la comedia «por extremo buena», pues:


Es la comedia espejo de la vida,
su fin mostrar los vicios y virtudes
para vivir en orden y medida


(Juliá, ed. Poetas..., I, p. XXIX)                


Rey de Artieda concibe la comedia como una auténtica «escuela de costumbres», como si Molière le hubiera dictado al oído alguno de sus versos. Valoración ética del género que lo aleja de otros   -75-   defensores, para los que la comedia se entendía más bien como «indiferente» o «neutra» en el orden moral.

En un segundo frente va rechazando las críticas que se hacen al género, poniendo de manifiesto que se tratan más bien de críticas a los representantes o a la forma de representar que no a lo representado, deduciendo de forma extraordinariamente lúcida que:


¿qué importa a la comedia que sean malos (los actores)
si para recitar son los mejores?


(Juliá, ed. Poetas..., I, p. XXXII)                


Esta concepción de la comedia se encontraba ya prefigurada en la epístola, dedicada al señor don Thomas de Villanova, con que encabeza su edición de Los Amantes, y en la que se profesa análogo entusiasmo por el teatro español contemporáneo, que se corona con esta celebérrima afirmación:


Digo que España está en su edad robusta,
y como en lengua y armas valga, y pueda,
me parece gustar de lo que gusta


(Juliá, ed. Poetas..., I, p. XXVI)                


Ni más ni menos. Rey de Artieda nos muestra el teatro clásico como totalmente periclitado, por lo que se excusa en su tragedia de seguir sus modelos: ni coturnos, ni coros, ni escena al gusto clásico, ni reyes ni príncipes. «Solo hay un caballero y una dama», que, eso sí, desarrollan una acción de grandeza acorde con lo trágico:


Allí si el amor triunfa de quien ama,
y después Laura del, de ella la muerte,
y de la muerte al fin triunfa la fama
es la fuerça del amor encarecerte


(Juliá, ed. Poetas..., I, p. XXVII)                


Ya que la tragedia:


(...) ni suffre estado humilde, o chico,
ni habla jamas de cosa que no sea
verdad, o no lo llegue a ser tantico


(Juliá, ed. Poetas..., I, pp. XXV-XXVI)                


En resumen, pues, podemos advertir en Rey de Artieda una actitud mucho más pragmática, atenta al devenir del teatro español, cuya defensa asume en fecha tan temprana como 1581, cuando aún está lejos de su cénit. Y en base a ese teatro escribe su obra «siguiendo el uso y plática española». El teatro, desde luego, se reconoce más en este pragmatismo que no en el callejón sin salida   -76-   que nos propone Virués al optar por un teatro elitista y de espaldas a la comedia. Para acabar, fijémonos cómo en la epístola al Marqués de Cuéllar, Rey de Artieda defiende una comedia bien poco clasicista, pero sí muy acorde con la realidad teatral española del momento:


Materia y forma son diversos hechos
que guían a felices casamientos
por caminos difíciles y estrechos;
o, al contrario, placeres y contentos
que pasan como rápido torrente
y rematan en trágicos portentos


(Juliá, ed. Poetas..., I, p. XXIX)                


A la luz de cuanto acabamos de decir, ¿dónde situar ambos autores dentro del conjunto de dramaturgos españoles que en el último tercio del siglo XVI aparecen embarcados en una aventura más o menos similar? Sabido es cómo las investigaciones de Hermenegildo intentaron descubrir en todos ellos una serie de rasgos comunes, generacionales diríamos559. De hecho, y si nos atenemos a criterios exclusivamente temáticos, y si se quiere vitales, es posible afirmar tal identidad, pero ésta se desvanece si -por el contrario- pretendemos ahondar en los procedimientos teatrales empleados por unos y otros. Froldi es muy tajante al respecto, cuando afirma que «no nos parece aceptable reunir bajo la etiqueta de "trágicos españoles" a autores tan distintos como Artieda, Virués, Cueva, Argensola, Cervantes, Lobo Lasso de la Vega, intentando luego sacar las características comunes para definir un concepto de "tragedia española" que no existe. En verdad, Hermenegildo (...) ha estudiado, sí, con diligencia los textos, pero no ha sabido desasirse del concepto neoaristotélico de tragedia que ha conducido su investigación. Mejor hubiera sido estudiar cada texto en su específica realidad histórica»560. La contundencia de tales afirmaciones hizo mella en el propio Hermenegildo, que en la segunda redacción de su estudio lo reformuló, distinguiendo entre los diferentes autores sub-grupos específicos, arrojando así más luz sobre algo que se puede afirmar perfectamente después de un somero estudio comparativo entre la obra de Artieda y las de Virués; cada uno de ellos, aun adoptando presupuestos análogos de partida, proceden a construir sus obras a partir de opciones, digamos, «personales».

Puntos comunes existen, ya lo he dicho. Los trágicos pretenden moralizar y lo hacen desde posiciones vitales asimilables al estoicismo,   -77-   que arrancan muchas veces de un cierto pesimismo, evidente en el caso de Virués, mucho menos visible en el de Artieda. Podemos incluso afirmar que se trata de un conjunto de autores de formación humanista, y que van a padecer en carne propia la derrota de la posición intelectual con la que se sentían identificados; de aquí su sentimiento de frustración, de desesperanza, de aislamiento del resto del mundo, tanto intelectual como político. La monarquía de Felipe II, y muy especialmente desde el llamado «viraje filipino», se ha convertido en un instrumento de dominación imperialista que se sustenta en los pilares de una rígida e intransigente ortodoxia, para la que el humanismo no pasa de ser más que un filo-protestantismo encubierto. Los humanistas estaban condenados al silencio o a la protesta larvada y expresada con mayor o menor disimulo a través de sus obras literarias. Cabría pensar, sin embargo, que un movimiento de oposición no tiene porqué quedar encerrado en los estrechos límites del pesimismo y el desencanto. La protesta podía haber buscado otras vías, o -si se quiere- otros destinatarios a los que «mover» hacia los objetivos defendidos por los humanistas. Desgraciadamente habían optado éstos por la visión del intelectual como consejero de los que detentan el poder. Se rechazaba, pues, cualquier posible tipo de alianza con la multitud «iliterata», «políticamente inmadura» y tornadiza; es decir con la «bárbara canalla comunera» de que nos habla Virués, que la califica así:


madre de rebeliones i motines,
hija del vulgo vil i de la fiera,
furia que engendra i cria los malsines,
varia, mudable, fácil i ligera,
llevada siempre a los peores fines


(Infelice Marcela: en Juliá, ed. Poetas..., I, p. 139 a)                


Pero resultaba que el poder les volvía las espaldas y los consideraba casi como un peligro público. Testigos impotentes, y por ello tan lúcidos como pesimistas, dirigen sus obras a sus iguales y a ellos les muestran su desesperanza y su pesimismo561.

Tiene razón, pues, Hermenegildo, cuando afirma que todo el teatro trágico del Renacimiento es la obra anti-conformista de varios grupos de intelectuales, a veces muy ligados unos con otros, movidos de un mismo deseo de modificar las normas que regían el   -78-   equilibrio social562, aunque cada uno -a mi entender- parte de concepciones teatrales específicas. Significativo es, al respecto, que las principales y más significativas producciones trágicas apareciesen antes que las teorizaciones sobre la materia trágica. O lo que es lo mismo: ni Rey de Artieda ni Virués partieron de ninguna lectura «uniformizada» de los preceptos aristotélicos. El primer gran tratado con visos de querer hacer una exposición completa del tema (el de López Pinciano) aparece cuando las fórmulas trágicas se retiran de la lid; en lugar de ser instrumento teórico, no deja de semejarse a un conjunto de cláusulas testamentarias. Nada casualmente tampoco, las primeras teorizaciones son obra de la pluma de los mismos autores trágicos, que sienten la necesidad de justificar su método de trabajo y sus obras, precisamente porque no existen «corpus» teóricos a los que remitirse en última instancia. Parte cada uno de sus conocimientos de la dramaturgia clásica (Séneca muy especialmente) y de la experiencia de los trágicos italianos (Trissino, Giraldi, Speroni...) pero elaboran los materiales de acuerdo con sus coordenadas vitales, sus gustos y también con la tradición teatral en la que se integraban.

De acuerdo con lo expuesto hasta aquí, está claro que todo intento de clasificar de forma precisa a los autores trágicos puede -y debe ser matizada. Por ejemplo, Hermenegildo incluye a nuestros autores en el grupo de los trágicos que se alejan de los clásicos, lo que no deja de ser chocante si tenemos en cuenta que Virués es autor de una de las obras formalmente más clasicistas: Elisa Dido. Y, si a eso vamos: ¿qué autor español no se aleja de ellos en mayor o menor medida? Quizá fuese más acertado hablar de autores que no se empeñan en la defensa obstinada de un género e intentan tender puentes -más o menos amplios- para conectar con la realidad teatral dominante en el país. Por otra parte, muchos de estos autores suelen ser calificados de «senequistas», en cuanto utilizarían elementos teatrales semejantes a los de la tragedia morata y otros entresacados de la producción dramática de Séneca; elementos todos ellos caracterizados por un uso abundante de la sangre y los horrores de todo tipo (de aquí que se califiquen también de «tragedia de horror» este tipo de obras). Hay que reconocer, sin embargo, que algunas veces los críticos han exagerado: Froldi insiste en que hay que matizar bastante el supuesto «senequismo» de Virués (Artieda muy poco tiene de «senequista»), víctima este autor de los juicios exagerados de críticos como Pfandl563. Virués es un autor rebuscado, «novelesco», como veremos, pero no es un autor fundamentalmente truculento, y si saca cadáveres a escena, lo   -79-   hace con una finalidad dramática muy precisa, sin gratuidades y con bastante circunspección por regla general.

Otra característica, que Hermenegildo aísla del conjunto de la obra de todos estos autores, es la excesiva carga «literaria»; la incontinencia verbal que padecen gran número de personajes, en detrimento de la teatralidad de la obra. Apresurémonos a indicar que es éste un rasgo que caracteriza no sólo a los trágicos sino también a la práctica totalidad de los dramaturgos de finales del XVI. Al fin y al cabo, la creación de una lengua ágil y dotada de recursos específicamente teatrales no es sino el fruto de un largo proceso que se extiende por todo el siglo XVI, y que afecta a todos los autores comprendidos en ese período. Lógicamente, la intencionalidad didáctica, a falta de procedimientos más teatrales, ha de recurrir a los parlamentos de los personajes, en detrimento de su teatralidad. Sería injusto, sin embargo, calificar a estas obras como un teatro hecho de cualquier manera. A mi entender, el orgullo que sentían Artieda y Virués por su teatro, hecho con «arte» y «concierto», no es vano ni exagerado: detrás de la verborrea que en algunos casos nos abruma, hay una voluntad de estilo, y de estilo dramático por más señas. No en vano a Virués se le atribuye la adopción definitiva de los tres actos, siendo además el introductor del romance como estrofa dramática; estas innovaciones no son sino simples botones de muestra que revelan que nos encontramos ante un teatro conscientemente elaborado y nada «tradicionalista», aunque lastrado por su didactismo y por un regusto trágico muy alejado no sólo de nuestra sensibilidad sino también de los gustos y las ideas del común de sus contemporáneos. Así les fue desde luego, pero cabe siempre el consuelo de que su esfuerzo no fue baldío y muchas de sus aportaciones no cayeron en saco roto, por más que el peso de las concepciones neoaristotélicas nos fuerce a pensar que entre «comedia» y «tragedia» existió desde siempre una barrera infranqueable. La teoría y práctica escénica de Rey de Artieda es la mejor prueba de que ello no fue así.




4. La tentativa clasicista: «Elisa Dido» de Cristóbal de Virués

Ensayo insólito dentro del conjunto de la tragedia española del siglo XVI, poco proclive a imitaciones literales, el propio Virués era consciente de su originalidad: cuando afirma en los «Preliminares» a sus Obras... que «la última Tragedia de Dido va escrita toda por el estilo de Griegos i latinos, con cuydado i estudios»564. Si aceptamos   -80-   como buena la fecha sugerida por Moratín565, tendríamos que esta obra fue escrita en 1581, el mismo año en que lo sería La infelice Marcela. Ambas obras cerrarían, pues, el ciclo dramático de Virués. Y lo harían muy significativamente: por una parte, con una afirmación de la capacidad del autor para recrear el teatro clásico «ad pedem litterae»; por otra, con una obra que se abre hacia las nuevas corrientes de la comedia, como comentaremos en su momento.

El tema escogido, la historia de la reina cartaginesa Dido inmortalizada por Virgilio en su Eneida, no lo fue por azar ni por el encanto del texto virgiliano. Como apuntaba ya -muy agudamente- Mérimée, Virués opta por la versión que de los hechos nos da el historiador Justino en sus Historias filípicas566, utilizando el texto de Virgilio sólo como fuente de episodios secundarios (por ejemplo, el de la aparición del fantasma de Siqueo, el primer marido de Dido). Tal como nos presentará Virués el tema, Eneas estará completamente ausente de la acción, y ésta girará exclusivamente en torno a la decisión que ha de tomar la protagonista, forzada a contraer un matrimonio contra su voluntad o a llevar, en caso contrario, a su pueblo a la ruina. Existe, desde luego, una clara intención apologética de la protagonista que, en la tesitura, opta por un salomónico -y heroico- suicidio. Frente a un Guillén de Castro, seguidor en su Dido y Eneas de La Eneida, y adscrito al bando de los que reprueban el comportamiento de Elisa Dido, Virués decide ensalzar a la protagonista. Si Justino fue la base histórica de que se valió, los modelos dramáticos para la construcción de la obra fueron -como ya se ha dicho- Trissino y Giraldi Cintio, autor este último de una Didone, cuyo examen comparativo con la obra que nos ocupa está todavía por realizar a fondo.

Se trata, como habrá quedado claro, de una tragedia que reproduce los cánones clasicistas: cinco actos, siguiendo la preceptiva tradicional; presencia de los coros; unidad de tiempo y espacio... Existen, sin embargo, algunas diferencias significativas, algunos rasgos que particularizan la obra y que nos impiden catalogarla como una simple imitación. En primer lugar, Virués, al optar por la versión «histórica» del tema, se enfrenta con un dilema básico para el desarrollo ulterior de la obra: todo el peso de la tragedia descansa, no ya en la intriga sino en la decisión que Dido ha de tomar. En este sentido, al prescindir de tramas complejas y optar por la sencillez, Virués se acerca al modelo clásico. Falla, sin embargo, la protagonista. En efecto: Dido no es un personaje realmente «trágico»,   -81-   aunque la situación en que se ve inmersa sí que nos lo parezca; ya en su primera intervención, Dido se nos presenta completamente decidida; sabe muy bien lo que va a hacer y por qué. No hay apenas conflicto en su interior. Por otra parte, más que ser víctima de un hado adverso parece que lo sea de las alternancias de la Fortuna, que la ha hundido desde la cima del poder hasta una situación insostenible, que afrontará con la misma energía que tuvo cuando huyó del lado de su hermano, el asesino de su esposo. La obra, en resumidas cuentas, más que dramatizar la toma de una decisión trágica, se limita a representarnos la espera a que los personajes se ven sometidos hasta que la decisión se lleva a efecto.

Consciente quizá de ello, Virués introduce una acción secundaria: el amor que Seleuco y Carquedonio sienten por su reina, al tiempo que son amados en vano por las servidoras de ésta: Ismeria y Delbora; mientras éstas se limitan a lamentarse, aquéllos intentarán una salida militar desesperada -que pagarán con sus vidas- contra las fuerzas del pretendiente, el rey númida Iarbas. Muy poca cosa al fin y al cabo; por eso mismo, la obra se completa con una narración de los antecedentes biográficos de la reina, que nos son contados en cinco entregas (una por acto). Ni que decir tiene que este relato adolece de carácter plenamente dramático, lo que constituye un defecto serio, ya que confiere al conjunto un tono discursivo que mata casi todo atisbo de teatralidad. La excesiva longitud de este relato, además, demuestra que no era sólo «informar» al espectador lo que pretendía Virués (con un resumen hubiese sido más que suficiente) sino fundamentalmente dar consistencia a la obra. Y eso, insisto, que el tema hubiese dado mucho más de sí con sólo haber tomado una Dido más problemática, o, si se quiere, más rebelde contra su destino.

Otra diferencia importante entre los modelos clásicos y la obra que nos ocupa, es el uso de los «coros». Ya a Rey de Artieda le parecía, por lo menos, chocante resucitarlos. Surgidos en una especial circunstancia histórica como lo fue el desarrollo de la tragedia griega a partir de los cantos y danzas corales, no tenían ningún sentido específico en el Renacimiento (si exceptuamos el arqueológico). De aquí, que al tener que introducirlos para mantener el esquema clásico, Virués no sepa muy bien qué hacer con ellos y los convierta en depositarios de sus reflexiones moralizadoras, con las que cierra los actos. Y no es que no sepa construir unos coros de estilo más clásico: en los actos cuarto y quinto cumplen su tradicional papel de mensajero que dialoga con el resto de los personajes (llegando a establecer diálogos internos mediante desdoblamiento en el quinto acto), lo que pasa es que estos papeles de informantes -en el teatro de la época- estaban en manos de los personajes secundarios, por lo que los coros resultaban superfluos. De aquí que Virués,   -82-   para darles algún papel significativo, los convierta en una especie de conciencia moralizante colectiva, engañosa en cuanto refleja sólo sus pensamientos.

Elisa Dido, a la luz de todo lo dicho, difiere de los modelos clásicos, y lo hace no por la incapacidad de su autor (si Dido nos parece un personaje excesivamente «plano», otros hay en su teatro de gran fuerza trágica) sino más bien por su deseo de no limitarse a una reconstrucción arqueológica a fuer de erudita. De aquí que intente -aunque en vano- dar consistencia dramática a una obra excesivamente pobre en acción, o que busque un papel teatral específico para el coro. Igual espíritu teatral podemos encontrar en una versificación donde la función musical de los coros nos es recordada al utilizar diversas formas de canción, de endecasílabos y heptasílabos567, mientras el cuerpo de la tragedia se desarrolla por medio de endecasílabos sueltos, pero dotados de unos ritmos con reminiscencias clásicas que le confieren en bastantes momentos un notable valor poético; de gran belleza y efectismo dramático es -por ejemplo- el llanto de las sirvientas, en heptasílabos sueltos que rompen la narración excesivamente objetiva de la muerte y constituyen el clímax emocional de la obra. Ensayo frustrado, pues, pero debido a la elección de un personaje pasivo y nada problemático. Esta tragedia, como la inmensa mayoría de las escritas en la época quizá, se caracteriza por la falta de un aliento realmente trágico, al menos desde la perspectiva clásica.




5. El espíritu «Senequista»: «La gran Semíramis», «Atila furioso» y «La cruel Casandra» de Virués

Estas tres son las obras que han cimentado la fama de Virués como autor «senequista». Se trata de tres tragedias relacionadas entre sí a muchos niveles. No podemos afirmar, sin embargo, que se traten de obras idénticas ya que cada una revela unas fuentes y unas estructuras diferentes. Veamos, brevemente, en qué consisten sus puntos en común.

En primer lugar, las tres obras giran en torno a tres personajes femeninos (Semíramis, Flaminia y Casandra) que, movidas por pasiones avasalladoras, desencadenarán la tragedia en una serie de peripecias no menos trágicas de las que serán víctimas otros personajes (masculinos y femeninos), cuya pasividad -nacida generalmente de la ignorancia de los peligros que corren- contrasta poderosamente con la actividad que desarrollan sus oponentes. A su vez, la catástrofe final arrastrará tras sí a sus productoras que, en una especie de coda más o menos moralizante568, pagarán con sus   -83-   vidas cuanto han hecho. Se trata, por lo que se puede colegir, de una galería de personajes trágicos, pero desprovistos de esa neutralidad moral que Aristóteles deseaba que tuvieran los personajes protagonistas de las tragedias. Por el contrario, existe una escisión entre unos personajes trágicos activos y otros pasivos, negativos los unos, positivos (si la candidez, que a veces roza la imbecilidad, puede ser calificada como tal) los otros. Los pocos personajes que presentan una mayor complejidad son los que podríamos llamar «personajes instrumentalizados»: simples brazos ejecutores de los deseos de las protagonistas; son activos en cuanto contribuyen a hacerlos realidad en perjuicio de los personajes pasivos, pero son pasivos en cuanto que al final acaban padeciendo en carne propia las maniobras de dichas mujeres: Atila mismo, pero muy especialmente el Príncipe de La cruel Casandra, que cree cuantas patrañas urde Casandra (dejando, nada casualmente, en muy mal lugar a la institución monárquica ya que él es el heredero al trono de León) y acaba pereciendo por culpa de éstas. Nino también puede ser calificado como tal, aunque la estructura global de La gran Semíramis, al estar concebida como una sucesión de tres tragedias, confiere a este personaje un papel protagónico: uno de los temas más discutidos en torno a esta apasionante (sin ironía) tragedia, es precisamente el de establecer en qué medida Semíramis influye en la decisión de Nino de convertirla en su esposa, o si éste decide arrebatársela a su general Menón por su cuenta y riesgo. Está claro, a mi entender, que si Semíramis poco hace para que Nino se enamore de ella, en lugar de comportarse como cualquier heroina convencional, que prefiere la muerte a la deshonra, pone condiciones a su aceptación:

hazerse por fuerça esposo
de esposa de su criado569

Además, todo lo que dice al abandonar a su enamorado esposo es:

¡O(h) injusto apartamiento!

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 33 a)                


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muy poca cosa para quien es arrancada a la fuerza del lado de su marido.

En segundo lugar, se ha dicho que estos personajes trágicos activos con plena libertad de acción se mueven a causa de una serie de pasiones incontenibles. Esto es cierto para todos ellos, aunque desde luego las motivaciones concretas y, lo que es más importante, la «estrategia pasional» varíe en cada caso: media todo un abismo entre una Semíramis capaz de planificar al detalle su escalada al poder y una Casandra mucho más impulsiva que se deja arrastrar por la envidia o el deseo de venganza, llegando en un momento de desconcierto a reconocer que su crueldad es algo así como un adorno o un atributo femenino más:

porque el no ser cruel es mui de fea

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 73 a)                


Y también:

i no menos seré en esto famosa
que en todo lo que serlo pretendía
de cruel, de discreta i de hermosa

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 86 b)                


Flaminia, mucho más equilibrada, planeará primero su ascensión, movida por la ambición, pero cuando ésta se trunque a causa de la aparición de una rival inesperada que le roba el corazón del poco amoroso Atila, se deja arrastrar por el ansia de venganza, aun a sabiendas que eso significa el fin de sus sueños.

Llamativo es el tercer aspecto que afecta a estas protagonistas: el travestismo, del que sólo se salva Casandra; chocante y equívoco es el caso de Flaminia: disfrazada de hombre, siempre es tratada como tal -hasta en la muerte-, incluso por la Reina que le requerirá en amores. ¿Por qué este disfraz? Suponer que Atila no se atrevía a hacer públicas sus relaciones es poco verosímil. No cabe duda, pues, que nos encontramos ante una motivación claramente sexual; no en vano afirma el tirano que:

Si assí gusto de verte
es para mejor gozarte

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 97 b)                


Lo que pensaban los cortesanos, fácil es de suponer; uno de ellos, Roberto, dice en un momento concreto:

Ya Flaminio, su querido, (h)a entrado

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 103 b)                


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Semíramis, por su parte, recurre al cambio aparente de sexo por una razón más política: se disfraza de hombre y suplanta la personalidad de su hijo porque es consciente de que no podrá retener el poder dada su condición femenina. Por eso, una vez logra dar muestras de su talento político, descubrirá su auténtica personalidad, pues:

Ya llegó al punto mi desseo ardiente
de que el mundo por mí en su punto viesse
una muger (h)eroica i ecelente;
una muger que en guerra i paz rigiesse
fuertes legiones, pueblos ordenados,
i que en todo a mil Reyes ecediesse

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 47 a)                


No se excluyen, sin embargo, las connotaciones sexuales, ya que, llevada por lo que parece ser su innata lujuria, se convierte en una «mantis religiosa»:

i mientras dél (h)a sido reina, (h)a muerto
a más de mil mancebos, con quien ella
(h)a dado fin a su apetito ciego,
gozando a cada cual sola una noche,
o solo un día en su laciva cama
i ella luego después les dava muerte
por no ser descubierta

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 53 b)                


Acabará, además, enamorándose de su propio hijo, Ninias, en cuanto lo ve vestido como ella iba disfrazada; es decir: virtualmente acaba enamorándose de ella misma, dado el extraordinario parecido que entre los dos existe, narcisismo evidente, como muy bien señala Weiger570. Resumiendo: con disfraz o sin él, estas protagonistas hacen del amor no un ideal absoluto sino una combinación de deseo sexual y de medio para escalar posiciones o desembarazarse de sus opositores. Ni que decir tiene que esto es una de las cosas que más condena Virués, aunque nos lo presente de forma algo morbosa.

Faltaría por comentar, dejando a un lado la común intencionalidad ideológica que explicaré más adelante, uno de los rasgos senequistas -por no decir el rasgo senequista por excelencia- que más han servido para definir el teatro de Virués: me refiero a su gusto por representar y/o mostrar escenas de sangre y crueldad. Soy de la opinión de Froldi, que matiza mucho esta opinión, cuando   -86-   afirma que «los mismos "horrores" tienen una explicación dentro de esta exigencia (de representabilidad)»571. Veamos algunos casos: en La cruel Casandra hay ocho muertes, de las que cuatro ocurren fuera de escena y nos son narradas, las otras cuatro acontecen «dentro» (oímos los gritos) y nos son narrados por Casandra, que aparece moribunda y ensangrentada, pero con las fuerzas suficientes en su agonía para dejar las cosas claras; al final se abren las puertas y podemos contemplar las víctimas de la última masacre. Esta exhibición de cadáveres nada tiene de particular en las tragedias griegas, y era una forma de ponerles punto final. El exhibicionismo de la agonizante Casandra puede parecernos algo truculento, pero así lo exige la obra: nadie ha asistido a la matanza (porque de haber habido testigos, verosímilmente ésta no hubiese tenido lugar), por lo que tenía que ser uno de los participantes en ella el que informase al resto de los actores (el rey incluido). Ocurre, por otra parte, que sólo Casandra podía dar explicaciones porque ella sola era la única que sabía qué estaba pasando y por qué; de aquí que, pese al tajo en la garganta, se preste gustosa a substituir al mensajero o al coro clásico, reforzando de pasada el didactismo y el dramatismo de la obra con amargas reflexiones acerca de su extraviado comportamiento.

En Atila furioso, además de las ejecuciones sin cuento ordenadas por el soberano huno, cinco son las muertes: a dos de ellas asistimos a través del oído, pues suceden «dentro». La de la nueva esposa de Atila acontece fuera de escena, mientras que las de los dos protagonistas (Atila y Flaminia) tienen lugar simultáneamente, en la escena más truculenta -desde luego- de todo el teatro de Virués: Flaminia muere asfixiada en los brazos de Atila, víctima a su vez de un veneno mortal que previamente le ha enloquecido, lo que justifica el inacabable parlamento inconexo que desarrolla a lo largo de todo el tercer acto. Esta locura escenificada se remonta a la senequiana locura de Hércules, así como a la locura de Orlando572, y es una evidente concesión a la fuente latina de que parte Virués. Con todo, destaquemos que aquí la sangre que corre a raudales lo hace sólo en la imaginación delirante de Atila, y sólo al final, de acuerdo con la sintomatología habitual en estos casos, Ricardo nos informa que:

un negro caño le mana
de sangre por las narizes

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 116 a)                


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Los regueros de sangre quedan reducidos en la realidad a poco más de una hemorragia nasal, sin que esto debilite el carácter «senequista», en el sentido más estricto del término, de todo el tercer acto.

Finalmente, La gran Semíramis presenta, además de la batalla con que se inicia la obra y de los mil mancebos ya comentados, un total de tres muertes, que rematan cuidadosamente el final de cada acto. Muere Menón en el primero, ahorcándose con la cuerda que, para idéntico cometido, había utilizado el derrotado príncipe de Batra (suicidio éste que tiene lugar fuera de escena). El final de Menón es claramente macabro y la ironía lo refuerza aún más: Batra se ha rendido gracias a Semíramis, y este triunfo es el que ha dado pie a que el emperador Nino se la arrebate a su esposo, Menón; lógico que sea una misma cuerda la que sirva para las dos víctimas de la misma mujer. Pese a esto, hay poca truculencia en la escena: es realmente -a mi entender- la situación más emotiva de todo el teatro de Virués: Menón es el único personaje surgido de su pluma que se suicida a causa de su amor, un amor que se nos aparece como desinteresado y sincero; la despedida de Menón y su desesperada llamada a la esposa que lo ha abandonado (cerrada con un «llévame, mi Semíramis, contigo») alcanza un clímax que se ve reforzado por el diálogo entre Zopiro y Zelabo, en el que el saco de Batra es descrito -por los vencedores- en términos que mueven igualmente a lástima y compasión: la ciudad se nos aparece, de repente, como una víctima más de la astucia de Semíramis.

Se cierra el segundo acto con la muerte del ya caduco emperador Nino. De nuevo, la ironía entra en juego. La falsa historia de la muerte de Semíramis a manos de su hijo, hace que Nino tome gustoso el veneno a él destinado, con palabras que recuerdan nada casualmente las de Menón a la hora de su muerte:

saldrá mi alma para ir al cielo
donde está mi Semíramis querida
ques mi consuelo, ques mi gloria i vida

(Juliá, ed. Poetas..., I, pp. 45-46)                


Los verdugos, movidos quizá a compasión (o en un acto de supremo cinismo) le dicen la verdad: Semíramis vive y es ella la que lo ha tramado todo; provoca esto la desesperación e impotencia de Nino, lo que quizá sea truculento, pero es sumamente teatral en el sentido más propio del término.

El tercer acto culmina con la muerte de Semíramis, que es narrada por un mensajero, que reproduce en estilo directo sus palabras. Renuncia Virués a la exposición directa de la agonía de la reina, y lo hace posiblemente porque no le interesa tanto poner el   -88-   acento sobre el castigo de la culpable como llamar la atención sobre la figura del matador, su hijo, que inaugura su reinado de una forma terriblemente semejante a la de su madre. El espectador, así, no se queda con la impresión de que la obra ha concluido con la muerte de Semíramis, sino que aprecia el carácter de cadena ininterrumpida que existe en Nino-Semíramis-Ninias.

No todo son semejanzas, esto es obvio. Una primera diferencia, y fundamental, se encuentra en la diversa disposición de los elementos que organizan la acción; en La gran Semíramis Virués llega a un punto de difícil equilibrio que no se encuentra en las otras obras. Razón tiene en su célebre afirmación preliminar:


Y solamente, porque importa, advierto
que esta tragedia, con estilo nuevo
que ella introduze, viene en tres jornadas
que suceden en tiempos diferentes
(...)
Formando en cada cual una tragedia
con que podrá toda la de (h)oi tenerse
por tres tragedias, no sin arte escritas.
Ni es menor novedad que la que dixe
de ser primera en ser de tres jornadas


(Juliá, ed. Poetas..., I, pp. 25 b y 26 a)                


Dejando a un lado los dos últimos versos, bien estudiados573, conviene retener la afirmación de que se trata de una obra que se descompone en otras tres, ya que cada acto está construido con su propio clímax trágico (ya he hablado de las diferentes muertes que tienen lugar en ellos) y con personajes forzosamente nuevos en parte, lo que fuerza a hacer planteamientos iniciales que conduzcan lógicamente a los resultados trágicos previstos por el autor. Obliga esto a reducir la acción, eliminando episodios accesorios y concentrándola en los momentos claves que permiten a Virués explayarse en reflexiones sobre el poder y sus acólitos. Esta simplicidad hace que La gran Semíramis se mueva siempre en una tónica que recuerda el «espíritu trágico», al ser los personajes con sus pasiones el eje central de la obra. Hay que añadir, además, que lo que enriquece extraordinariamente la tragedia es la gran habilidad de Virués para combinar en un mismo personaje -Semíramis- dos grandes «fuerzas» pasionales: la sexualidad desenfrenada, que no se detiene ni ante los vínculos de sangre (su último deseo será poder gozar a su hijo), y su ansia de poder, que no se sacia hasta lograr que todo el   -89-   mundo admire en ella su gran capacidad política, que el propio Virués reconoce, admirando especialmente su faceta de represora de los movimientos populares:


¡Qué dire (...)
(...) de aquel retrato
que la mitad trenada del cabello
i suelta la mitad muestra, mostrando
que estando en punto tal, le vino aviso
que Babilonia se le rebelava
i cual estava assí acudio bolando
a dar remedio al daño urgente, i diólo
antes de dar las trenas que esperava
el dorado cabello al viento suelto,
notable exemplo de inmortal memoria
para remedio de alterados pueblos,
súbita, rigurosa medicina
a súbita, pestífera dolencia


(Juliá, ed. Poetas..., I, pp. 55 a-b)                


Así, cada acto supone una etapa más en el camino de ascensión hasta el despeñamiento final: el primer acto concluye con el paso de las manos de un general, Menón, a las de un emperador, Nino. El segundo con la emancipación política y erótica de Semíramis, que logra hacerse con las riendas del poder tras eliminar a Nino, si bien ha de recurrir a suplantar la personalidad de su hijo para evitar problemas derivados de su condición femenina. El tercero, lógicamente, concluye con la caída de Semíramis, que ha ido demasiado lejos al pretender continuar gobernando una vez ha dado a conocer su verdadera identidad y sexo, y al desear además a su propio hijo.

La cruel Casandra y Atila furioso tienen, sin embargo, planteamientos diferentes: aunque respetan formalmente algunas unidades de la tragedia, la estrategia seguida por sus protagonistas pasa claramente por el enredo, en su acepción más tópica: se trata de urdir diferentes agresiones que engañen a las víctimas y al resto de los personajes, lo que se logra a través de la astucia (capacidad intelectual asociada tópicamente con las mujeres en este teatro). En Atila... las cosas están mucho más claras porque Flaminia tiene dos objetivos muy nítidos: lograr el poder mediante su matrimonio con Atila (para lo que ha de suprimir a la mujer legítima, lo que logra seduciéndola, aprovechando para ello su disfraz masculino) y, una vez frustrada esta expectativa por la irrupción inesperada de Celia, vengarse de ésta y de Atila, lo que marginalmente significa también para Flaminia la vuelta a su tierra y la recuperación de su libertad.

En La cruel Casandra, sin embargo, la protagonista actúa con móviles mucho menos claros y bastantes más oscilantes: su deseo   -90-   de venganza contra la favorita del Príncipe y contra la Princesa y su voluntad de ayudar a su hermano son sus móviles iniciales. Aprovechando la imbecilidad del Príncipe, Casandra recurre a urdir una serie de enredos eficaces pero muy complicados, con falsas informaciones, citas con personalidad cambiada, etc... La eliminación de su amante le da, ya avanzada la obra, un móvil sólido que anula los anteriores: dirige ahora su estrategia contra su propio hermano, responsable de la muerte de Leandro (su amante). Logra culminar con éxito sus maniobras, aunque su curiosidad le cueste la vida, igual que le pasa a Flaminia:

Entré a ver la pendencia
(...)
que a la puerta mirando estava

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 89 b)                


Existe, por lo tanto, analogía de planteamientos entre ambas obras; el mayor enredo de La cruel... -por lo tanto- hay que entenderlo no sólo como fruto de un mayor gusto por lo rebuscado, sino también como consecuencia del carácter más errático de la protagonista. No podemos despreciar tampoco que todo el tercer acto de Atila... está reservado para la perorata desmesurada y grotesca del rey de los hunos, por lo que la posibilidad de continuar acumulando enredos es menor.

Tres tragedias, pues, unificadas por muchas cosas; entre ellas, la temática. Las tres giran en torno a la execración del poder, quizá no de todos los poderes, pero sí del ejercido desde una Corte que nos es condenada en términos tan duros como prolijos. En la Corte sólo hay corrupción, odios y rencillas de todo tipo: los buenos forzosamente perecerán si se obstinan en no huir de ella. El cortesano típico encuentra su más acabada expresión dramática en el cuarteto de fantoches que hacen de consejeros en La gran Semíramis; todos sus consejos son de este tenor:

XANTO:
Es mi respuesta en esto, Rei clemente
dar gusto a vuestro intento enamorado.
CREÓN:
En esse parecer Creón consiente.
TROILO:
Yo siempre vuestro gusto (h)e desseado.
ORÍSTENES:
Ningún inconveniente en esto veo

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 37 a)                


El poder, así constreñido a moverse en un ambiente podrido, cae en la tiranía atrabiliaria de un Atila, o de la misma Semíramis si vemos las cosas con un espíritu un poco más democrático que el de Virués; claro que la alternativa que existe según Virués no es otra   -91-   que la del Príncipe imbécil de La cruel... que se pasa todo el tiempo como guiado por control remoto por Casandra.

Es muy sintomático, al respecto, cómo Virués en La gran... oculta algo fundamental: el bajo origen de Semíramis, sólo revelado al final de la obra como coartada ideológica quizá y como concesión al mito también. Si lo hubiese planteado al principio (pensemos en La hija del aire de Calderón) el espectador podría concluir que lo que se estaba condenando en la obra era que los villanos (o los de oscuro nacimiento) lleguen a donde no deben. Y por eso Virués prefiere ocultarlo hasta el final: porque lo que le interesa mostrar es que Nino (triunfante y cruel en el primer acto), Semíramis y Ninias, repiten una misma historia: el propio Ninias, cuyo parricidio podría parecer justificado (se trataba de vengar a su padre y de rechazar las propuestas incestuosas de su madre) queda completamente descalificado a nuestros ojos cuando justifica su acto con la misma patraña de que se valió su madre para desembarazarse de Nino. Ambos, igualmente, al cabo de los años intentan justificar su acción aduciendo los asesinatos anteriores: Ninias y Semíramis no se parecen sólo en el físico, como podemos apreciar claramente.

¿A qué seguir? Podemos suponer que la no publicación de las obras de Virués hasta la muerte de Felipe II (rey encerrado en su «corte», en oposición a su padre) no fue casual. Como tampoco el que Virués recurriera a las convenciones de la tragedia para dar forma dramática a sus ideas acerca del poder.

Una precisión más: poder sí, pero también pasión amorosa. ¿Hay amores positivos en las tragedias de Virués? La respuesta, mucho más convencional ahora, es que no: cualquier pasión es mala porque hace que el hombre pierda el control sobre sus apetitos y sentidos; la pasión amorosa, que supone la posesión de otra persona a costa de otros, es un mecanismo más; coadyuvante o no, necesario o no, simple excusa quizá, pero siempre operativo: pasión sexual, celos, odio, deseo de vengar al amante muerto, traición, injusticias... son algunas de sus consecuencias. En el mejor de los casos, lleva a la muerte del propio enamorado: Menón, por ejemplo.




6. La apertura hacia las nuevas corrientes

a) La infelice Marcela

Cuantos críticos han estudiado La infelice Marcela han coincidido en un punto fundamental: se trata de una obra con la que Virués pretendió renovar sus planteamientos, acercando la tragedia un poco más a los gustos y exigencias de ese vulgo citado expresamente en su prólogo. Prácticamente nadie discute hoy día que se trata   -92-   de la última de las obras escritas por Cristóbal de Virués, lo que vendría a reforzar indirectamente su carácter de tímido intento de renovación. Ahora bien, ¿en qué consiste este intento? Ya Mérimée574 indicó un hecho muy importante: el uso del romance como estrofa dramática, iniciando así una costumbre que será fundamental en el teatro español del Siglo de Oro. Pero no es sólo eso: C. V. Sargent575 resaltó igualmente el predominio de lo novelesco sobre lo trágico, aspecto éste en que concuerdan todos los estudiosos posteriores. Aclaremos una cosa importante: ya se ha indicado cómo las tramas de La cruel... y de Atila... tienen un claro trasfondo novelesco debido a la serie de agresiones, traiciones, estratagemas... que las protagonistas van urdiendo en beneficio propio y sin oposición consciente de nadie. En cambio aquí las cosas difieren radicalmente puesto que el núcleo de la obra está formado por el desarrollo contrapuesto de dos estrategias contradictorias, que tienen de trágicas (eso sí) el hecho de que el triunfo de una de ellas supone la eliminación física de los que propugnan la opuesta. La protagonista en lugar de ser la impulsora, es la víctima paciente (y absolutamente ignara) de los enfrentamientos entre Felina y Formio, después de haber sufrido la agresión de Alarico y un naufragio previo. Marcela es, pues, un personaje trágico pasivo, pero privado del aliento trágico que podemos observar en Elisa Dido; no sólo no aparece prácticamente, sino que su muerte tiene lugar de forma casual y poco enaltecedora, ya que ella misma se envenena sin saberlo, y por partida doble.

Felina y Formio, por su parte, se lanzan a una serie de agresiones mutuas típicas más bien de una comedia, pues lo que pretenden es eliminar al rival y quedarse con el premio (llámese éste Marcela o Alarico), aunque -ya lo he indicado- se trate de una eliminación física. Por otra parte, Virués introduce la emoción, el «suspense», al dejar abierta la puerta a la esperanza: ¿llegará el Príncipe Landino a tiempo de salvar a su prometida? Para dar a esta expectativa más relieve, Virués sitúa estratégicamente una serie de escenas en las que asistimos a la frenética búsqueda del Príncipe, que se desvela inútil por pocos minutos: Marcela, víctima de una mala suerte innegable576 acaba de morir, y su prometido sólo podrá vengarla y   -93-   recoger su cadáver. Un cúmulo de circunstancias desafortunadas, fortuitas las unas (el naufragio, el autoenvenenamiento), derivadas las otras de la belleza de la protagonista (intentos de seducción), reemplazan al «hado adverso» que brilla, a mi entender, por su ausencia. Si lo que pretendía Virués era condenar la locura amorosa que despierta algo tan provocativo como la belleza femenina, la condena está poco clara, y mucho menos que en las tragedias antes comentadas. Y es que, desde mi punto de vista, Virués se dejó llevar por otras motivaciones: por ejemplo, por el deseo de presentar una trama que se desarrolla contra reloj a sabiendas del espectador, algo muy del gusto de la comedia. Donde, desde luego, Virués no abdica de su espíritu trágico es en el final: la obra se cierra con una apoteosis de sangre que, significativamente, nos es narrada y no mostrada. Venganza del poderoso que no perdona ni al inocente ni al culpable577.

Este acontecer «fuera» nos lleva a otro de los rasgos característicos de la obra: su concepción espacial. Agudamente analizada por Weiger578 no me detendré en ella; bastará con decir que al pretender encontrar un espacio escénico unitario y a la vez abierto acabó Virués concibiendo una escenografía con muchos rasgos de los antiguos escenarios múltiples: «es el teatro un monte espesso con una cueva» nos dice el autor. Y asistimos a la representación en diferentes lugares de ese monte, o ante la boca de esa cueva. El «fuera» lógicamente -y como apunta Weiger- es fundamental en este caso.

Faltaría por señalar otro importante rasgo diferencial: sólo un reducido número de personajes son de sangre real (Marcela y Landino) o nobles de linaje (otros cuatro); el resto está formado por un abigarrado, si jerarquizado, mundo de pastores y bandidos, cuyas idas y venidas han sido calificadas -a mi parecer impropiamente- como «cuadros de costumbres»579. Y digo impropiamente porque lo que más le interesa al autor es mostrarnos cómo esos congéneres sociales del «vulgo» tienen pocos rasgos realmente positivos: cobardes son los pastores, pese a que presten ayuda a   -94-   Landino; pendencieros, insumisos y zafios los bandoleros: la «bárbara canalla comunera» de que habla Formio,580 quien -acto seguido- se admira de que existiendo tantas diferencias entre unos hombres y otros, todos tengan alma. No le interesa, pues, a Virués reflejar ni el «modus vivendi» ni el «modus operandi» de los bandoleros, lo que no quiere decir que como militar y hombre del Barroco no estuviese al tanto de ambas cosas y proyectase sus conocimientos llegado el caso. Y lo mismo puede decirse de los pastores.

b) Los Amantes

Lo primero que llamó la atención de Los Amantes fue, desde luego, su tema, adaptación de una leyenda localizada geográficamente en Teruel, pero que en absoluto podemos calificar de «original» o de «excepcional» ya que no faltaban historias de amantes muertos a causa de sus amores contrariados581. Lo que interesa no es, entonces, su mayor o menor originalidad, ni siquiera la mayor o menor fidelidad de Rey de Artieda a la hora de la adaptación, sino el hecho mismo de haber escogido por tema de una tragedia un argumento no sólo no extraído de la antigüedad clásica sino además protagonizado por personajes de rango social no excesivamente elevado. Recordemos precisamente que cuando Virués recurre a un tema no consagrado por la historia (La cruel... o La infelice...) procura que sus personajes sean de la máxima categoría social posible; aun cuando en La infelice... salen bandidos y pastores, también lo hacen príncipes y princesas; por su parte, La cruel... transcurre entre la nobleza palatina, con un Príncipe incluido en la nómina y con periódicas irrupciones del Rey. En cambio, la sociología de personajes de la obra de Rey de Artieda es prácticamente la misma que la de las comedias posteriores: nobleza urbana sin título como protagonistas, criados como auxiliares y algún «título» jugando papeles secundarios.

Volviendo ahora al tema, Mérimée582 puso en su momento de manifiesto que esta leyenda era bien conocida en Valencia. Apunta incluso la posibilidad de que la fuente no haya que ir a buscarla a Teruel sino a Bicorp, donde dos amantes moriscos corrieron análoga suerte, según relata Escolano en sus Décadas, relato todavía sin explorar aunque con el aliciente de que don Tomás de Villanova, a   -95-   quien va dedicada la edición de la obra, aparece calificado por Artieda como «mayorazgo y legítimo sucesor de las baronías de Bicorp y Quesa». Cabe dentro de lo posible que Artieda jugara con ambas leyendas para construir su obra, pero lo realmente importante -insisto- es que opte por un tema «a priori» tan poco clásico. ¿Por qué? Ya Mérimée, al valorar la originalidad de la obra, nos da la pista: lo auténticamente trágico no se encuentra en el exterior, sino en el interior de los personajes: «Entre Los Amantes et les drames pseudo-classiques de la même époque, il y a surtout une différence de méthode (...) il a mis l’intérêt là où l’on n’avait pas coutume de le mettre; dans l’étude même de l’âme des personnages»583. Curiosamente prevalecieron más las críticas del mismo autor, que trataba de fría la obra, de mal construida y de insuficientemente dotada al nivel de la psicología de los personajes584, y se ha olvidado hasta hace relativamente poco lo que de meritorio tuvo el ensayo trágico de Rey de Artieda585.

Por lo que llevo dicho, cabría hablar de paradoja, pues Los Amantes es a la vez una tragedia que rompe los moldes del género y una obra donde se plantea honestamente el sentido de lo trágico: no es necesario más enredo que el propio carácter de los personajes. Se ha frivolizado bastante, por cierto, acerca del retraso de una hora que motiva la tragedia; se olvida, sin embargo, que Marcilla podía haber vuelto mucho antes y que al querer apurar el plazo al máximo ha provocado la pasividad de Sigura586. El padre de Sigura, que no aparece en escena pero que es quien motiva las acciones de ambos protagonistas, no es menospreciable en absoluto ya que juega un papel en parte asimilable al del hado adverso.

La tragedia está, por lo tanto, en el interior: Marcilla no ha sabido interpretar los sentimientos que su ausencia (injustificada en parte) iba a despertar en Sigura. Es el dolor de su descubrimiento tanto como la negativa del beso (no sólo prenda erótica sino forma también de lograr el perdón por su falta) lo que le ocasionan la muerte. Sigura es a su vez víctima de un conflicto insoluble: la fidelidad al marido y a Marcilla; darle un beso a éste significa romper la fe matrimonial587, sólo después de muerto podrá ofrecérselo, y con él su vida. Una buena parte de la obra, no lo olvidemos,   -96-   está destinada precisamente a reflejar los estados anímicos de los protagonistas.

He insistido hasta aquí en el carácter trágico de la obra porque no es extraño que se le cuestione. Conviene, sin embargo, fijarse también en el otro término de la supuesta paradoja: los elementos de ruptura del género y de apertura hacia la comedia. Varios son los que se hacen merecedores de nuestra atención. En primer lugar, el final «esperanzado» -si vale la expresión- de la tragedia: ambos protagonistas mueren, de acuerdo, pero su muerte no ha sido en vano ya que ganan el respeto imperecedero y la fama eterna, como la Fortuna se encarga de decirnos al final:

Aunque la Parca triunfa el postrer día,
quien algo en vida fue, muerto serálo
si su valor en público señalo
o descubro la falta que tenía588
(...)
Marcilla, pues, el mismo es (h)oy que ha sido
y Sigura tras él como la nombre,
y me prestéis atento(s) el oído

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 24 a-b)                


La mejora compensatoria (vida en la fama) dulcifica el final trágico y da, incluso, un sentido a los amantes que han triunfado por su amor, pese a la muerte. «Mutatis mutandis» son mártires de amor y la muerte equivale a su triunfo, a un desenlace positivo.

Por otra parte, el tono cortesano de la obra (que no se reduce a este «triunfo del amor») ya llamó la atención de Mérimée, aunque ha de ser destacado más todavía a la luz de las aportaciones más recientes sobre la teatralidad cortesana. No pienso que sea aventurado calificar de «tragedia cortesana» a la obra. Que el teatro cortesano pudiese tener un aspecto trágico es cosa hoy que no vale la pena discutirla. Sin salir de Valencia, La farsa a manera de tragedia fue representada con bastante probabilidad dentro de un marco cortesano589. El hecho de que de la obra estén ausentes todos los rasgos más convencionalmente trágicos (Marcilla y Sigura mueren   -97-   fuera de escena) y que estén excluidas igualmente las largas parrafadas didácticas tan gratas a Virués (existen, eso sí, monólogos introspectivos de Marcilla y Sigura en los que analizan sus sentimientos)590, así como el final gratificador de la obra, hacen perfectamente representable la obra en el conjunto de unas fiestas palaciegas. Pienso, al respecto, que las propias indicaciones que se dan en el texto no dejan lugar a dudas: la tragedia transcurre en medio de las fiestas que se celebran con motivo de las bodas de Sigura. Así, el Acto Primero591 acaba con un cartel de justas, mientras que el segundo empieza con los personajes que vuelven de un baile; la escena segunda de este acto acaba con una expresiva invitación a ver el torneo:

MARIDO:
       ¿Fuése Marcilla?
SIGURA:
Sintió la caja; creo que tornea
y así partió en sentilla.
MARIDO:
Veamos la librea
del Conde; quien le sirve y padrinea

(Juliá, ed. Poetas..., I, p. 10 b)                


El acto acaba con las órdenes que da el padre de Marcilla para que se cante algo mientras su hijo y sus sobrinos cenan. En el tercer acto se alude reiteradamente a un baile de máscaras, al que van a acudir los amigos de Marcilla (escena primera); aprovechando esta circunstancia, Marcilla penetra en casa de Sigura (escena segunda). Naturalmente el acto cuarto está desprovisto de tales referencias, dado el cariz trágico que adquiere el asunto.

¿Simples referencias? Quizá; fijémonos, sin embargo, que varias de ellas tienen lugar al final de acto o entre escena y escena; se trata, por otra parte, de indicaciones con un inequívoco carácter imperativo en algún caso («veamos», «cantad»). En otras ocasiones, la fiesta penetra en el interior de la obra hasta el punto de dar la impresión de que aquélla tiene lugar en escena (inicios del segundo acto, las referencias al torneo, las máscaras que con su «baraunda y tabaola» llenan la casa de Sigura, en palabras de Marcilla...)

Otro rasgo importante de modernidad en el conjunto es la peculiar disposición escenográfica de la obra; aparece ésta en efecto   -98-   dotada de una agilidad en los cambios de espacio (dentro de una unidad formal de tiempo) que preludia lo que será la norma de la comedia. No es cosa de entrar en algunas peculiaridades de esta disposición espacial (por ejemplo el paso de las habitaciones de Sigura, escena segunda del primer acto, a la sala de recepción de la escena siguiente; o el paso de la casa de Marcilla a la de Sigura en el tercer acto...) que quizá nazcan de reminiscencias del escenario múltiple (difícil sería hablar aquí de escenario unitario ya que la acción transcurre tanto en el exterior como en el interior de las casas) o de las representaciones palaciegas, que utilizarían de forma muy flexible la topografía del lugar de la representación. Lo que importa es que existen unos lugares diferentes y que se cambia de unos a otros con una flexibilidad innegable. Ya se ha visto cómo intentó Virués flexibilizar el espacio en La infelice... La solución adoptada por Rey de Artieda es mucho más renovadora, mucho más abierta hacia la comedia posterior en una palabra. No cabe duda de que influyeron en esto sus planteamientos de índole teórica así como su práctica de comediógrafo, de la que desgraciadamente no nos queda rastro alguno.




7. La repercusión posterior en los autores valencianos

La existencia dentro del conjunto de tragedias aquí estudiadas de dos obras que de alguna manera podemos calificar de «puente» en cuanto que rompen algunos de los presupuestos de la tragedia y se acercan, tímida pero claramente, a la comedia, nos conduce directamente al último de los puntos que nos interesan aquí remarcar: el estudio de los trágicos (valencianos o no) no puede quedar circunscrito al de sus caracteres internos o externos, al de su coherencia o al de sus orígenes. Se tiene que ir más allá, intentando precisar de qué manera lograron influir en la obra de los autores posteriores. No es, en absoluto, novedad afirmar que Virués y Rey de Artieda influyeron en los autores valencianos posteriores, como defendió en su día Juliá592 quien llamó reiteradas veces la atención acerca de los rasgos del teatro de Virués que persistían en las obras de Tárrega y Guillén de Castro. En ese mismo orden de cosas, Froldi y Weiger -por no poner sino dos ejemplos recientes- también han insistido en la conexión existente entre unos y otros. Faltaba a mi entender mayor profundización en la materia.   -99-  

En efecto, mientras que los estudios se han centrado en Virués, Rey de Artieda ha quedado muy marginado; ello es debido a que, al buscar los puntos de contacto en un nivel superficial, ha sido el «senequismo» de Virués lo que más ha llamado la atención. Guillén de Castro, Tárrega, Turia, Aguilar (aunque éste en menor medida), muestran en sus obras un cierto gusto por situar aquí y allí algunas gotas de sangre y crueldad que no se avienen bien con el carácter de comedias que tienen (al menos nominalmente) todas estas obras. No cabe duda que, en esto, Virués enseñó el camino a sus continuadores.

Hay que ir más allá, sin embargo, y entrar en el plano estructural. Se advierte aquí que alguna de las primeras obras de Tárrega (La Duquesa constante, por ejemplo), de Aguilar (Los amantes de Cartago), o de Guillén (El amor constante), presentan una estructura formada por un proceso de degradación, que puede consumarse totalmente (con la muerte de los protagonistas) o parcialmente (con su muerte aparente), seguido de un proceso de mejora compensatoria, que en la segunda de las posibilidades se traduce en la «resurrección» de los afectados, lo que anula en parte los rasgos trágicos y contribuye a dar a la comedia su característico final feliz. La poca importancia del enredo en este tipo de obras convierte el proceso de degradación en el resultado de una agresión desarrollada sobre una -o más- víctimas pasivas, o cuya resistencia no logra obtener en ningún momento resultados apreciables. Esta es la estructura de Los Amantes. Por otra parte, La infelice Marcela, con su proceso de mejora fracasada, nos trae a la memoria la estructura típica de la comedia de enredo, de la que se diferencia por el fracaso de la protagonista, en contra de lo que es común en las comedias propiamente dichas; pensemos, sin embargo, que en La perseguida Amaltea, y en otras obras de Tárrega, tal triunfo se logra gracias a una intervención externa al conflicto, que consigue dar la vuelta a una situación que conducía a la protagonista a un fracaso irreversible. En resumen, no cabe duda de que la marcha hacia la comedia pasó, en los autores valencianos al menos, por la adopción de recursos estructurales propios de las tragedias. Al fin y al cabo, eran éstas -por excelencia- el teatro culto, y el que, en comparación con las otras tradiciones teatrales contemporáneas, mejor dotado estaba de coherencia lógica y estructural.

Importantes son también los rasgos trágicos que conservan muchos de los personajes de las comedias. Así, la pasividad frente a las agresiones de los oponentes; por su parte, un sector considerable de éstos se presentan cargados de caracteres negativos que nos hacen pensar de inmediato en los personajes «trágicos activos», convirtiéndose así los agresores en víctimas de pasiones irrefrenables a las que sacrifican los intereses personales, el honor y la vida.   -100-   Hay que tener en cuenta que, como ya se ha apuntado, la extracción social de los personajes de Los amantes es en todo semejante a la composición social típica de las comedias.

Si pasamos ahora al nivel de la técnica teatral, hemos de reconocer que estas comedias iniciales muestran unas coordenadas socio-temporales muy rígidas, con presencia también de escenarios con rasgos unitarios y múltiples. La estructuración interna revela además que el cuadro -base organizativa de las tragedias, especialmente asimilado al acto- se mantiene como unidad básica de muchas de estas comedias. Será éste uno de los rasgos de mayor persistencia y que más tardará en desaparecer, ya que se ve reforzado por la misma influencia cortesana, que introducía elementos espectaculares cuyo desarrollo sólo era plenamente posible en unidades temporales amplias como el cuadro.

Resumiendo: Tárrega, y los autores valencianos que le siguieron, se apoyaron (aunque no exclusivamente) en la tragedia para construir sus obras, aunque la superaron hasta originar un nuevo género. Los mismos trágicos fueron conscientes de esa evolución, y de aquí que hablemos de unas tragedias de transición que coinciden en ese carácter, pero que se diferencian en la forma de enfocar ese mismo avance desde las posiciones de la tragedia a las de un nuevo género, todavía no definido con exactitud. Las primeras comedias dan un paso más en ese sentido, enriquecidas como están con otros materiales y liberadas del corsé ideológico que había uniformado las tragedias. A causa de esto, la patente influencia de los elementos trágicos irá borrándose con celeridad, no tanto porque desaparezcan como porque, desconectados de su marco natural, evolucionan de forma autónoma, alejándose de sus orígenes y contribuyendo a crear el concepto de tragicomedia, un adelanto poco elaborado de la cual se encuentra en estas «tragedias con final rectificado».

No queremos, desde luego, desorbitar con esta exposición el carácter específico de los trágicos valencianos, aunque sí exponer cómo su esfuerzo no cayó en balde. Aislados y dispersos, ciertamente, quizá los trágicos españoles -sin embargo- supieron dejar su huella en el teatro posterior, cada uno dentro de su particular tradición teatral, de sus coordenadas socio-culturales. En esto creo yo que los trágicos valencianos no fueron una excepción. Sí cabe pensar, sin embargo, que las especiales circunstancias que concurren en la práctica teatral valenciana del XVI fueron particularmente favorables para que sus aportaciones fructificaran con todo el vigor posible.



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